Una semana después de estos acontecimientos, el señor Maynard, que se disponía a salir hacia el Palacio de Justicia, oyó la voz de su mujer que le llamaba desde la sala de estar. Él se hallaba afuera, en el pasillo. Dio media vuelta, avanzó un paso y se detuvo en el umbral. Su esposa estaba dando las órdenes oportunas al cocinero para las comidas del día. En pie ante la chimenea vacía, tenía las piernas un poco separadas y las manos unidas a la espalda. El cocinero —mandil blanco, fez rojo, alpargatas blancas— tomaba notas en una libretita.
—… y pastelillos franceses. Creo que eso es todo, Elijah.
—Sí, señora —dijo el cocinero, y se retiró no sin excusarse con el señor Maynard al pasar ante él: el señor se había retirado un poco, para dejarle paso.
La señora Maynard permaneció silenciosa, la cabeza ligeramente inclinada según deslindaba sus intereses reales de los pensamientos sobre huevos y mantequilla.
Llevaba un vestido de seda de color verdoso, suelto sobre las caderas gruesas que, recordó su esposo, siempre se hallaban embutidas, de la cintura a las rodillas, en grueso brocado rosa. Más arriba no necesitaba de aquella contención: su pecho abundante, caído, le llegaba justo por encima del cinturón, y sobre los pliegues verdes colgaban collares de coral rosado. El señor Maynard estuvo ponderando qué elucubraciones de conciencia podían llevarla a considerarse indecente sin corsé, incluso en bata, mientras que el uso del sostén, al parecer, le resultaba todavía más indecoroso. Jamás ningún tejido, ni siquiera el encaje, había logrado sujetar aquellos pechos enormes, vacíos y fláccidos, que se agitaban y movían sin gobierno. El cuidado pelo grisáceo, las cejas pobladas y rectas, formaban un todo con la parte inferior del cuerpo —aquella masa apretada de carne puesta a raya—; pero la parte superior de su femineidad, de aspecto tan ingenuo, tan profusamente exhibida; se antojaba en consonancia con ciertos estados de ánimo de ella, cuando, tras algún entusiasmo, se mostraba más vehemente. A veces parecía hasta infantil. El señor Maynard podía recordar a la chiquilla tozuda y encantadora. Era una de sus formas de ser. Ahora se hallaba acalorada, efervescente. Levantó la cabeza, dejó caer los brazos a lo largo del cuerpo, y dijo:
—¿Recuerdas mi «Comité Mestizo»?
—Sé que lo has mencionado alguna vez.
—Bien —contrajo las cejas, como si reflexionase el argumento que iba a presentarle. Por primera vez le miró a la cara y, enredando los dedos en el collar de coral, explicó—: Ha tenido muy buena acogida, va muy bien.
—Te felicito por su composición. Parece que has conseguido enjaezar satisfactoriamente a toda tu grey negra.
—Tengo prisa —dijo ella, impaciente, como dando a entender que no era momento de bromear—. Se trata de lo siguiente: creo que no sería mala idea incluir elemento joven. Quizás algunos del grupo izquierdista, o de los «Simpatizantes de Rusia», o como se llamen…
—Creo, querida, que todos están ocupadísimos recolectando fondos para la Unión Soviética.
—Muy encomiable…, los pobrecillos necesitan ayuda médica.
Había eliminado todo lo negativo de sentirse aliado de la Unión Soviética a base de acoger a toda la nación en sus brazos, como objetos dignos de su caridad.
—Pero, si son tan entusiastas con Rusia, supongo que podrán dedicar algunas horas a sus propios indigentes.
—Más bien imagino que te preguntarán por qué te limitas a las medias tintas y olvidas a los negros.
—Te he dicho que tengo prisa —repitió su esposa—. Ya tengo a la señora Perr, y a la señora Forester, que, en verdad, es una mujer bastante razonable. Pero creo que deberíamos ir un poco más allá.
—¿Cuál es el primer paso?
—Para la semana que viene hemos organizado un concierto para recoger fondos. En el Brazen Hall. Lo dan los niños.
Él levantó las cejas.
—¿Los niños mestizos van a dar un concierto ante un público blanco?
—Será un buen cambio para todos. Además, lo patrocina el obispo White. Los católicos van a cooperar. Por primera vez.
—¿Y una vez tengáis el dinero?
—Ya veremos.
—Creo que subestimas el actual entusiasmo idealista hacia los países extranjeros.
—¡Vaya! Deberían estar contentos de poder hacer algo por esa pobre gente.
Se hallaba verdaderamente indignada. El señor Maynard pudo imaginársela de nuevo como una muchacha entusiasta, rebelde incluso. La gente no llega a las colonias accidentalmente. La señora Maynard, de chiquilla, había enfurecido a su familia por negarse a contraer matrimonio en el momento oportuno. Y, en lugar de casarse, se había convertido en combatiente por una mejora de las viviendas en el Whitechapel. Sólo un grandísimo esfuerzo por parte de sus familiares había logrado evitar su matrimonio con un clérigo de parecida vocación, que no tenía un céntimo. Como desquite se había casado con el señor Maynard; África les había parecido a ambos algo romántico y adecuadamente exasperante para la familia de ella, que ya se imaginaba adoctrinando a sus agradecidos salvajes. El señor Maynard había abandonado Inglaterra porque la encontraba insular. En cierto modo, ambos habían sido rebeldes. Quizás el nexo más fuerte de su relación era su rebeldía contra la tradición, incluso ahora, cuando su interés primordial era defenderla.
No hay una sola persona blanca que no haya llegado a las colonias por razones semejantes: son cruzados contra la tiranía. Esto explica esa aguda protesta de los coloniales cuando el mundo sugiere que es estúpido y anticuado suprimir las poblaciones indígenas, pues, cuando los mismos colonos defienden apasionadamente el salario mínimo de una libra mensual, o abogan por el látigo como medio para guiar a los no civilizados, en el fondo del corazón continúan convencidos de que también eso es parte de su rebeldía contra la tirana y conservadora madre patria, que abandonaron como aventureros para lanzarse al mundo libre.
La señora Maynard se mostraba sincera en su súplica por que aquellos jóvenes se aunasen a ella en la ayuda a los desafortunados mestizos; verles renunciar al proyecto hubiera significado el desmoronamiento de la imagen que tenía de sí misma como persona avanzada y sin prejuicios.
El señor Maynard contempló aquel rostro agitado y enrojecido sintiendo una punzada del viejo afecto. Pero comentó con sequedad, dirigiéndose a la matrona que era ahora su esposa:
—Está bien, querida, haré lo que pueda; pero, si mi información es correcta, estás perdiendo el tiempo. ¿Qué quieres, exactamente?
—Tienen una secretaria… Cohén, creo que se llama. Judía, naturalmente.
Una breve pausa sirvió para hacer explícitas muchas cosas.
—Parece una persona bastante eficiente. Además, está tu amiga Quest, Knowell, o como se llame. Y otras varias chicas del mismo estilo. Y hay, también, un montón de refugiados. Tendríamos que ponernos en contacto con ellos. De todos modos, si hubiesen hecho lo que yo dije, ya los tendrían a todos internados.
—No puedes internar a los refugiados que llegan huyendo de Hitler…; de algún modo, están de nuestra parte.
Ella se encogió de hombros y dijo enojada:
—No importa. Tengo entendido que… aunque tal vez sólo sea un rumor. Pero después de la guerra van a volver a sus respectivos países, y las Fuerzas Aéreas también serán evacuadas, y podremos ocuparnos de los nuestros.
—Voy a llegar tarde —dijo el señor Maynard—. Dame los detalles de ese concierto vuestro.
Dejó a su esposa en la misma posición, delante de la chimenea, con las manos entrelazadas a la espalda, balanceándose sobre los pies. Aquella espléndida y tranquila habitación de cortinas verdes y rosa y floreada alfombra, era casi idéntica a aquella otra, de Chelsea, de donde él la sacara treinta años antes.
De camino hacia el centro de la ciudad, pasó por casa de los Knowell y preguntó si podía ver a Martha un momento. El cocinero le dijo que había salido. Contemplando un ratito a Caroline, que jugaba bajo los árboles, dejó volar su imaginación hacia la hija que siempre había querido tener. Luego se obligó a continuar y se encaminó hacia el Palacio de Justicia. Al tercer intento por encontrar a Martha, se topó con ella en la acera, delante de la casa, con un montón de fichas bajo el brazo; salía precipitadamente. La tuvo que tomar del brazo para que ella le viese. Su aspecto, animado y ansioso, le resultaba familiar.
Habiéndole comunicado cuál era la propuesta en pocas palabras, puesto que desde el principio ella se había mostrado impaciente, esperó parapetado tras su ironía.
—Pongamos las cosas en su lugar —dijo Martha—. ¿Qué es lo que quiere? ¿Quiere que Jasmine Cohén, yo, Boris y Betty Kreuger ayudemos a su esposa a montar un concierto para recoger fondos con destino a la población mestiza? —Su acento era tan despreciativo como el señor Maynard había esperado.
Instintivamente tomó nota de los nombres, para su uso futuro, y preguntó amablemente:
—¿Y por qué no?
—No estamos —replicó Martha— en el siglo diecinueve.
—Ah.
—La caridad —arguyó Martha agresiva— siempre ha sido expresión de la conciencia culpable de la clase dirigente.
Esto le confirmó su diagnóstico de influencias intelectuales que no eran exclusivamente locales, y preguntó, como por acaso:
—¿Conoce a un hombre llamado Hesse?
Martha le miró recelosa. Estaban frente a frente, observándose bajo el árbol que había junto a la cancela. Martha estaba irritada y fervorosa. Aquel entusiasmo sincero ratificaba su juventud. De repente, el señor Maynard dijo:
—Quiero que sepa que estoy muy orgulloso de usted.
La expresión de Martha se suavizó; pero él comprendió que continuaba viendo en él a un amable caballero de cierta edad. Por alguna razón, se puso bruscamente en marcha.
—Hablaré con ellos —dijo Martha, mientras él se tocaba el sombrero con elaborada ironía que casi no encontró eco en Martha, pues ella se había vuelto antes de que el señor Maynard concluyera el ademán.
Más tarde, aquel mismo día, mencionó a Jasmine y a Antón que aquella pandilla de reaccionarios pretendían que les montasen un concierto de caridad para la colonia mestiza. Ambos esbozaron una pequeña sonrisa.
Se olvidó del concierto. Pero, dos días después, llegó una carta de Douglas. La leyó con impaciencia…, no era la carta del Douglas que se había estado forjando. Iba a regresar al cabo de pocos días. ¿Por qué no le escribía?, preguntaba. La última carta la había firmado: «tu afectísima Martha Quest», ¿qué diantres se proponía con eso? En una posdata decía que se alegraba de saber que estaba colaborando con los Maynard en lo de los niños mestizos; sabía que le gustaría.
La carta tenía un quejoso tono, avinagrado. La culpabilidad, todavía no reconocida, no tardó en surtir efecto. Telefoneó a la señora Maynard para ofrecerle sus servicios en relación al concierto, creyendo que aquel gesto sería más que suficiente para convencer a Douglas de sus buenas intenciones. Aún no había reflexionado detenidamente sobre qué debía hacer a su regreso, si bien mantenía con el Douglas de su invención largas conversaciones imaginarias sobre el porvenir. Ella reajustaría ciertas cosas, y él, otras. Su sacrificio consistiría en no abandonarlo totalmente por el grupo —que todavía no existía—. Le veía como un joven tranquilo, razonable, fraterno, que comprendería perfectamente sus sentimientos.
En cuanto a William, le constaba que se había enamorado de él. Una noche, después de una reunión, él la había besado. Y aquel beso reavivó a una Martha que ya tenía olvidada —la culpa de que hubiese podido olvidarla, excepto como cuestión de principios, se la echaba a Douglas—. En resumen, todos sus impulsos la impelían a vincularse amorosamente con William. Pero habían acordado que la mínima concesión a la decencia era una charla sensata con Douglas. Además, con aquella sucesión de reuniones que se prolongaban a veces hasta las tres o las cuatro de la madrugada, no tenían tiempo para el amor. Sentados en lados opuestos de una habitación, discutiendo de la situación en Uzbekistán, sus miradas se buscaban, sin saber si se amaban realmente o si sólo amaban la Revolución. Entre una reunión y otra permanecían un momento en la veranda de la oficina, cogidos de la mano, discutiendo cómo arreglárselas para pasar media hora doblando folletos al día siguiente. No podía existir un idilio más profundo que el suyo. Un roce, una mirada, les llenaba de felicidad.
Martha, entretanto, razonaba del siguiente modo: su matrimonio con Douglas era algo esencialmente racional, eufemismo de la palabra moderno, demasiado anticuada para que ella la utilizara. Siempre había quedado claro que no creían en celos, ni siquiera en la fidelidad. Además —y esto justificaba secretamente a Martha más que cualquier otro argumento— se había enterado de manera indirecta de que Douglas tenía una amante en Y… Por lo tanto, resultaba obvio que no se podía mostrar muy sorprendido de que ella quisiera tener por amante a William. Todo debía ser honrado, a las claras. Y amaba a William por su comprensión en reconocer que era necesario esperar a que Douglas regresara.
Llegaron otras dos cartas de él. En una se quejaba de su silencio. Martha, que por encima de todo era esclava de su palabra, le había escrito regularmente dos veces por semana desde su marcha. La otra carta era histérica: la señora Talbot le había escrito y, por lo que decía —Martha no lograba imaginarse qué— ella, Martha, debía de haberse vuelto loca. Se las había arreglado para solventar todos sus asuntos e iba a llegar el día siguiente, por la mañana.
Martha leyó ambas cartas atemorizada; pero inmediatamente revivió aquella imagen del Douglas amistoso y comprensivo, y esperó ansiosa el momento en que pudiera contárselo todo. Sin embargo, había hecho pedazos las cartas, llena de pánico: necesitaba verlas desaparecer de su vista y de su pensamiento.
A las siete de la mañana se encontraba en el andén, largo y gris, esperando, reposada y tranquila, la llegada del tren. Éste se aproximaba como una mancha oscura serpeando por la pradera, desapareciendo detrás de las fábricas, para resurgir, enorme y negro, entre una nube de azulado humo sucio. Se quedó en un extremo buscando a Douglas con la mirada. Le vio descender de uno de los vagones. Su imagen se desmoronó, y se quedó contemplándole con incredulidad y horror. Era otro instante parecido al de su regreso del norte, aunque en aquella ocasión había llegado vestido de uniforme, como un extraño. Ahora se le acercaba sonriéndole con enfado: un joven gordo, vulgar, vestido con un grueso traje gris a finas rayas blancas. Recordó el comentario de su padre: «un viajante de comercio» —era la pura verdad—. Y, contemplando a aquel extraño que era su marido, pensó que, aunque su padre no diese importancia alguna al vestir, jamás le había dado tan poca como para vestir de aquel modo.
El corazón le latía con violencia. Comprendió que se hallaba aterrorizada. Había un brillo en sus ojillos azules, y un movimiento en sus labios, que, literalmente, la aterraban. Llegado junto a ella, abrió los brazos. Martha se dejó besar en la mejilla, y, en seguida, apartándose, le dijo:
—Vamos al coche, debes tener ganas de desayunar.
Le dirigió una mirada nerviosa y le vio enrojecido, furioso. Se encaminaron en silencio hacia el coche. Martha tomó el volante: necesitaba ocuparse en algo. De ordinario se hacía a un lado y le dejaba conducir a él. Douglas la estaba mirando con una rabia mortal, negra, que la hizo desfallecer. Pero atravesaron rápidamente los almacenes indios y los talleres cafres, cruzaron las avenidas sombreadas y estacionaron el coche bajo el árbol. Martha le precedió camino de la veranda por entre los arriates y setos. Él la seguía rígido de hombros, los ojos enrojecidos, la expresión enconada.
Llegaron al dormitorio. Martha se sentó al borde de la cama, como si fuese el último rincón en que pudiera refugiarse, y esperó sus primeras palabras. Pero él se limitaba a mirarla, plantado ante ella, con expresión amenazadora. Súbitamente Martha dejó escapar una risita exasperada, y en seguida le invadió el desaliento: era el primer sonido que uno de los dos producía desde que abandonaran la estación.
—No seas tan condenadamente tonto, Douglas —dijo intentando aplacarle, aunque hubiese nerviosismo en su voz.
De pronto Douglas gritó, rojo de ira:
—¿Por qué no me has escrito?
—¿Que no he escrito?
Se le acercó más, inclinándose sobre ella, el rostro convulso.
—¿Por qué firmaste de aquel modo: tuya afectísima?
Su aire, tan sinceramente trastornado, herido, hizo que Martha sintiera compasión. Era la última vez que se permitiría aquel sentimiento.
—Pero Douglas —dijo, casi en broma—. No tiene ninguna importancia, ¿no? Acababa de firmar casi mil circulares.
—¿Con el nombre de Martha Quest?
—Sí… —Y añadió, fría, furiosa—: Como no dejas de hablar del daño que puedo ocasionar a tu carrera…
Douglas se enderezó mirándola parpadeante. Martha se dio cuenta de que estaba buscando y descartando distintos frentes de ataque.
—¿Qué te contó la señora Talbot? —quiso saber.
Douglas volvió la cara; empezó a decir algo; cambió de idea. Y, por fin:
—¿Por qué te pasas el día con ese…, grupito ridículo?
—¿O sea que ahora tienes miedo de la gente de izquierdas? —preguntó ella a su vez, con desdén.
Inmediatamente, como un niño, Douglas recurrió, torpe, a la súplica;
—Matty, tú sabes muy bien lo que sucede con mi trabajo. Sabes que no puedo hacer lo que se me antoje.
—Cuando nos casamos dijiste que no pensabas pasarte la vida en la Administración —le recordó ella.
Esto le hirió. Le parecía injusto por demás que le recordase cosas dichas entonces. Pero, si pensaba acometer por ahí, pensó, no podía negar el haber dicho y repetido que odiaba la Administración, aquel estilo de vida, aquel país segundón… Le espetó:
—¿Qué es todo eso, de que tienes un enredo con un cabo de las Fuerzas Aéreas?
—Bueno, ¿vas a decirme lo que te escribió la señora Talbot? —preguntó ella, satírica.
Douglas volvió a sonrojarse; apartando la mirada, empezó en tono de humillada indignación:
—¿Y Caroline? ¿No tienes ningún sentido de responsabilidad hacia ella?
Martha dejó escapar una rabiosa carcajada. Douglas la contempló fascinado.
—¿Dónde está Caroline? —la apremió con reproche—. ¿Qué has hecho de ella?
—Caroline estaba jugando en el jardín, a tres pasos de ti, cuando entraste…, como debes haber visto, tan preocupado por ella.
Él volvió a parpadear, los labios trémulos. Luego, dándose vuelta, comenzó a colgar sus cosas en el armario. Martha esperó a que volviese a la carga fijándose con pausado deleite en su cuello colorado, que le parecía una justificación a su actitud.
Douglas se volvió hacia ella y, con voz pastosa, implorante, dijo:
—Matty…
Se le acercó, tropezó, la abrazó, intentó besarla. Entonces, y como empezara a palparle los pechos, Martha se liberó de él en un acceso de odio tan puro, que la vista se le nubló un instante.
En su memoria brotaban todos los otros momentos en que había intentado excitarla físicamente cuando se encontraba malhumorada con él. Se fue hacia el tocador y empezó a peinarse, sentada en el taburete, de espaldas a él.
—¿Qué demonios te ha dado, Matty? —gritó, por fin, Douglas, en un tono de agravio tan cómicamente excesivo, que ella volvió a reír.
—¿Qué supones tú? —preguntó, tras un silencio, con toda tranquilidad.
Se levantó y, encarándose a él, rompió, en tono de absoluto desprecio:
—Estoy trabajando para el Partido Comunista. Aunque éste todavía no existe, en cuanto exista pienso ingresar en él. Además, me siento atraída por un cabo de las Fuerzas Aéreas. Te lo iba a decir yo misma; no tenías por qué espiarme a través de la señora Talbot. Y me propongo que sea mi amante. Como tú has tenido a Mollie por amante en Y…; no veo razón alguna para que te opongas.
De nuevo se le acercó tambaleándose e intentó abrazarla.
—¡Matty! —barbotó—. ¿Estamos contentos, no? ¿Lo estamos, verdad?
Aquella especie de eco del grito de guerra del Club provocó otra vez su hilaridad, aunque no tenía intención alguna de reír. Douglas se apartó, pero ahora rechinando los dientes y mirándola fijamente.
—Tienes el desayuno en la mesa —le espetó, sin aliento, mirando su rostro desencajado.
Para su sorpresa, Douglas se dio media vuelta y salió del dormitorio dando un portazo.
Volvió a sentarse al borde de la cama. No podía pensar. Tenía la mente ofuscada, confundida, se encontraba mal. Durante las últimas semanas quizá no había dormido cuatro horas por noche; el grupo consideraba que dormir, mientras se estaba vivo, era una pérdida de tiempo, y tampoco tenían tiempo para comer de verdad. Se sentía cansada, indiferente incluso. La repugnancia de aquella escena parecía imposible —era imposible que él fuese tan estúpido y obtuso y ella, tan estridentemente farisaica—. En unos pocos minutos Douglas había desaparecido y se dedicaba a engullir el desayuno, y ella había vuelto a imaginarle como el amigo con quien podía tratarlo todo. Cuando Douglas regresó a la alcoba, lo hizo precavidamente, al parecer con perfecto dominio de sí mismo, y Martha le miró esperanzada.
—Mira, Douglas —empezó en una voz distinta, casi amistosa—, veamos si es posible acabar de una vez con todas estas estupideces y hablar normalmente.
Douglas aún tenía congestionado, enrojecido, el rostro; pero Martha no lograba adivinar qué estaba pensando. Animada pese a todo, dijo:
—Se me ocurre que quizá deba marchar… dos o tres semanas. A ver qué pasa.
Esta última frase le pareció una concesión hacia él: como si cargara ella con la culpa de todo.
—¿Ir, a dónde? —gruñó Douglas.
—No sé, a cualquier parte.
—A dónde, he dicho.
Le sorprendió que el dónde fuese importante.
—No sé, no he pensado en ello. ¿Por qué?
—Supongo que a algún lugar que quede cerca del campamento de las Fuerzas Aéreas.
Ella se sonrojó pero no le hizo caso.
—¿En qué campamento está el cabo ese?
—¡Ahora entiendo! —y dejó escapar otra carcajada.
Douglas volvió a rechinar los dientes.
—No te creas que no lo sé —dijo—. Sé perfectamente que te irías con él.
—Naturalmente —dijo, sorprendida—. Eso era lo que te estaba diciendo. —Y, sin poderlo remediar, añadió—: Tú bien acabas de estar en Y…, con Mollie.
Douglas se puso en pie y comenzó a dar zancadas por el dormitorio. La furia le quemaba.
—Mollie es una criatura inocente —dijo—; no una puta como tú.
—Oh, estoy segura que ha defendido su virginidad a brazo partido. Pero, a fin de cuentas, tú te has pasado horas y horas en el asiento trasero de los coches haciendo de todo menos eso, que, por lo que a mí respecta, es lo mismo.
De pronto Douglas cogió los cepillos y el espejito que había encima del tocador y los tiró contra el armario. Martha permaneció inmutable. Lamentaba amargamente lo que acababa de decir: se estaba portando tan mal como él. Y, además, ¡lo que debía decirle nada tenía que ver con aquello! Le miró fijamente, sabiendo que ya no le temía. Porque había llegado a tenerle muchísimo miedo. Todo porque —como se lo decía aquel brillo de sus ojos congestionados, que parecían mirar hacia adentro— Douglas se había dejado llevar por aquella especie de histeria controlada que tan bien conocía Martha. Era como si, dirigiéndose a espectadores invisibles, exclamase: «¡Mirad cómo me trata! ¡Fijaos en lo que hago!». Sus nervios le decían que todo era fingido. Esperó a que hablase.
Pero Douglas abandonó precipitadamente la habitación, y Martha vio cómo cruzaba el jardín hacia el lugar donde la niña estaba jugando. Le sorprendió ver cómo la cogía: abrazándola estrechamente. Estaba interpretando la comedia del padre angustiado, para que ella lo contemplase. Se sintió humillada por aquel comportamiento indecente. Dándose media vuelta se puso a coser; todavía se hallaba en eso cuando él regresó. Comprendió que estaba furioso porque no le había estado observando.
—Creo que no deberías mezclar a Caroline en todo esto —le dijo fríamente.
Douglas se sentó y se quedó mirándola.
—¿No tienes que ir a la oficina? —preguntó ella sin aguardar respuesta—. Porque he prometido ir a las oficinas de la Ayuda, a trabajar un rato, o sea que, si quieres, te puedo llevar.
—No pienso dejarte el coche.
—Ah, bueno. Entonces iré a pie.
Apartó la costura y se levantó mientras él la contemplaba con aquella mirada fija, exaltada, histérica.
—Estaré de vuelta a la hora de comer —dijo. Cruzaba el sendero hacia la cancela cuando oyó que Douglas la seguía. Sintió un estremecimiento de aprensión, pero volvió a tranquilizarse. Una mirada en su dirección le bastó. No comprendía aquella histeria controlada, tan elaborada, sólo exterior, aunque se daba cuenta de que él sucumbía a su propia comedia; decidió mostrarse fría e impenetrable.
Ya en la puerta se volvió, y estaba a punto de echar a andar por la acera, bajo los árboles, cuando Douglas le dijo, sentimental:
—¿Por qué no subes al coche conmigo? Se encogió de hombros, como si estuviese loco, pero se acomodó a su lado. Esperaba que estacionara el auto junto a la oficina; pero Douglas dijo:
—¿A dónde quieres ir?
Martha le dio las señas. Él estacionó el coche y salió con ella. Comprendió que la acompañaba por ver si William estaba allí. Hubiera deseado echarse a reír, con una carcajada de puro desprecio. Pero le dijo:
—No sé si sabes que a estas horas de la mañana William debe estar trabajando en el campamento.
No obtuvo ninguna respuesta. Subieron juntos las escaleras de un gran edificio de oficinas y entraron en la puerta rotulada «Comité de Ayuda a Nuestros Aliados». Junto a la ventana, Jasmine escribía a máquina. Saludó a Martha, dirigió una sonrisa a Douglas, y continuó con su trabajo. Douglas permaneció a la expectativa mientras Martha recogía unos papeles y preparaba otra máquina de escribir para ponerse a la tarea. Y, entonces, en un tono de voz perfectamente normal, para que Jasmine le oyese, Douglas dijo:
—Bueno, te dejo. Nos veremos para la cena.
Y salió.
—¿Acaso no aprueba que hagas tu trabajo?
Martha calló, pensativa. No sabía muy bien qué era lo que más le molestaba. No creía que pudiese estar celoso de William: como ella jamás se había sentido celosa, no creía que él pudiera estarlo. No creía que Douglas la amase de verdad, que era la frase que Martha utilizaba mentalmente; amar de verdad, ahora, era, para ella, su frágil y exquisita relación con William. Finalmente pensó: de todos modos está Mollie…, no tiene ningún derecho a estar celoso. Pero bajo todas esas excusas latía otro pensamiento: ¿va a quejarse de que yo sea como siempre he dicho que era? Ya había olvidado todos los años de sumisión femenina, el deseo de agradar, de conformarse a lo dispuesto por él. Todo habían sido mentiras contra su verdadera naturaleza, y, en consecuencia, era como si no hubiesen existido.
Por fin respondió:
—No tengo ni idea de por qué se ha enfadado. Lo único que sé es que no está enfadado por lo que él cree estarlo.
Se puso a escribir y, absorbida por el trabajo, se olvidó por completo de Douglas.
Antes de salir a almorzar Jasmine le hizo una mueca de comprensión y le apretó el brazo:
—En fin, buena suerte en la batalla. Lo único que le sucede —dijo en aquel tono virginal y modesto— es que su instinto de propiedad ha sido ultrajado.
La noche anterior habían estado discutiendo la liberación de la mujer frente a la tiranía masculina en los estados orientales de la Unión Soviética.
—Oh, claro, naturalmente —aceptó Martha de inmediato.
Volvió a casa paseando. Douglas no estaba allí. Sus sospechas sobre dónde podía haber ido se vieron confirmadas al telefonearla la señora Talbot para indagar con un susurro discretísimo si no le gustaría visitar «a una mujer mayor» a la mañana siguiente. Martha aceptó. Volvía a hundirse en aquella actitud que hace a la mujer decir silenciosamente al hombre: ¿Conque esas tenemos? Muy bien, pues voy a hacer lo que quieres, para tu propia vergüenza.
Precisamente en aquel momento, al colgar el auricular, se dijo por primera vez:
—Tengo que dejarle. No habrá más remedio.
Se había formado una imagen muy clara de Douglas: ahora comenzaría a ir de una persona a otra allegándose la adhesión de todos. Pero, le pareció que no iba a alcanzar su propósito. No: cuando volviese, él se mostraría razonable y podrían discutir…
Pasó la tarde leyendo y tomando notas: aquella noche tenía que dar una conferencia.
Douglas volvió bastante tarde. Una sola mirada bastó a Martha para advertir que continuaba del mismo humor. Le mencionó que la señora Talbot le había telefoneado, esperando que él se sintiera violento; pero Douglas le dijo con su vocecilla sensiblera:
—Sí, Matty, ves a verla…, ella te ayudará.
—Supongo que debo esperar llamadas telefónicas de… ¿de quién más?
—Oh, Matty —murmuró como un enamorado, mientras fijaba en ella su mirada congestionada, llena de odio—: Tienes que escuchar la voz de la razón.
Ahora le parecía que estaba totalmente ido. Terminó de cenar a toda prisa y le dijo:
—¿Por qué no vienes conmigo a la reunión? Habrá al menos media docena de empleados estatales. De verdad, es una cosa bastante respetable —añadió sin poder evitarlo.
Douglas tenía las pupilas fijas en ella, pero su mirada era ciega: sólo se estaba viendo a sí mismo, al Douglas convertido en objeto de compasión y piedad ante la señora Talbot, y ante… —pero Martha no sabía quiénes podían ser los demás.
—¿Por qué no vienes? Después de todo, es muy interesante.
Douglas permaneció silencioso. Martha recogió sus cosas y se fue, dejándole hundido en una silla de la veranda, como un perro dispuesto a pasar la noche con la cabeza sobre las patas.
—Mi madre va a venir a quedarse —dijo Douglas cuando ella ya marchaba.
Martha no respondió; esto sí la había asustado. Se dirigió al lugar de la reunión en un estado de absoluto pavor. No era a causa de Douglas, sino de la sociedad. Podía ver a su suegra, a su madre, a la señora Talbot, a los Maynard, todos brindándole apoyo a Douglas. Y todos eran mucho más fuertes que ella. Pero, en cuanto entró en la sala y Jasmine la saludó con la cabeza, con una mirada de comprensión, y William le sonrió animándola tácitamente; en cuanto se sintió rodeada de gente para quienes los «problemas personales» no tenían ninguna importancia frente a sus responsabilidades reales, todos sus temores se desvanecieron.
Había unas cuarenta personas en la sala. Era una reunión de una subsección de los «Simpatizantes de Rusia». Pronunciando ya su conferencia sobre la educación en la Unión Soviética, descubrió a Joss, sentado en un rincón. Vestía de uniforme —había sido destinado al norte y estaba de permiso—. En otra esquina estaba sentado Solly, también de uniforme. Se sintió confundida leyendo sus cuartillas ante aquellos dos jóvenes que habían sido sus mentores de adolescencia. Pero logró dominar la voz, y continuó leyendo, sin mirarles.
Durante el coloquio que siguió ninguno de ellos dijo nada. Lo dirigía Antón Hesse en una actitud tranquila, correcta. Martha advirtió, decepcionada, que sus modales hacían sonreír al sargento Bolton con sarcástica superioridad. La molestaba que dentro del mismo grupo pudieran existir antagonismos personales. Pero ya se había acostumbrado a aquella atmósfera en la que todos los presentes se sometían respetuosa y voluntariamente a Antón, capaz de responder a cualquier problema al menos con dos párrafos de claro y preciso estilo gramatical —lo cual siempre daba la impresión de que estuviese leyendo de un libro invisible—, y se sentían estrechamente unidos al sargento Bolton, que siempre se inclinaba hacia adelante, mirándoles directamente a los ojos, uno tras otro, y hablándoles con una especie de persuasión amable, íntima. Aquel contraste entre su antagonismo abiertamente sarcástico frente a Hesse y McGrew y la corriente de íntima simpatía que lograba establecer con los neófitos era extraordinario. Existía un polo intelectual y otro emotivo.
Cuando la reunión hubo terminado, casi la mitad del público abandonó la sala. El resto se quedaron en pie, mirándose unos a los otros. Habían decidido reunirse para «dejar las cosas arregladas de una vez por todas». Cada cual esperaba que alguien empezase, pero nadie parecía dispuesto a romper el fuego. El sargento Bolton estaba sentado holgazaneando en su banco, sonriendo a quienes le miraban; Hesse y McGrew permanecían sentados en silencio en su rincón, uno fumando en pipa; el otro, un cigarrillo.
Martha se preguntaba por qué no empezaban inmediatamente. Luego vio que había gente pendiente de Solly, que estaba solo, apoyado en una pared, sonriendo con sarcasmo. Martha oyó murmurar a Jasmine:
—¡Condenado trotskista!
Y se sintió herida de ver apartado a Solly de forma tan tajante. Protestó ante Jasmine:
—Tonterías, es muy sano.
Pero Jasmine se limitó a sonreír. Luego hizo un movimiento de cabeza dirigido a Solly, para que Martha se diese cuenta de lo que ocurría. Él y Joss se encontraban ahora solos, junto a la pared. Se miraron largo rato. Ambos estaban bastante pálidos y continuaban sonriendo, los labios prietos. En aquel momento su parecido era sorprendente, a pesar de su gran diferencia. Solly continuaba siendo alto, larguirucho y desmadejado. Joss, más sólido y cuadrado, parecía más fuerte con el uniforme caqui, que vestido de civil. Ambos rostros reflejaban una inteligencia profunda, dura, y un torvo antagonismo. Martha vio, con el corazón sobresaltado, que Solly desviaba de Joss la mirada, para fijarla un momento en la concurrencia. Continuaba sonriente y estaba muy pálido.
—Muy bien. Suerte con vuestras… decisiones —dijo abruptamente.
A Martha le pareció una súplica. Luego se dio media vuelta y salió dando un portazo. A eso todos los presentes parecieron cobrar vida y se oyeron suspiros de profundo alivio. Por fin Martha comprendió que su permanencia allí había sido una demostración, actitud que le pareció tan infantil como ofensiva. Miró a Joss, que continuaba apoyado en la pared, sonriendo de un modo extraño hacia el lugar por donde su hermano había desaparecido. Luego también él soltó un suspiro, y miró a los demás. En seguida varias personas se acercaron a él y, tomándole del brazo, le hablaron en voz baja. Martha pensó: «También tendré que preguntarle qué debo hacer». Pero tuvo que esperar a que los otros acabasen. Joss asentía, les escuchaba, sonreía, pero no parecía que se sintiera a gusto en su situación.
Cuando por fin pudo acercársele, Joss primero le sonrió, como recordando su infancia, y luego, en cuanto empezó a hablarle, se puso serio. Martha le expuso su problema, y vio que estaba violento.
—No sé por qué todo el mundo viene a mí esperando que les resuelva sus problemas —dijo sonriendo de mala gana—. Hace dos días que he vuelto de permiso, y absolutamente todas las personas que están en esta habitación han venido a pedirme consejo sobre algo.
—Es el precio que debes pagar por ser el hombre importante del Partido en el sur —dijo Martha.
Él hizo una mueca, y finalmente dijo:
—Para empezar, todo esto son tonterías…, yo no tengo ninguna autoridad. Y, segundo, hace dos años que estoy en el ejército.
El rostro de Martha mostró tal decepción que se vio obligado a añadir:
—Deberías pensártelo bien, y luego haces lo que te parezca mejor. Deshacer un matrimonio no es ninguna tontería.
Le indignaba que Joss le ofreciese un punto de vista tan convencional.
—Pero, si no puedes aguantar… déjalo, desde luego.
Ella continuó explicándole apresuradamente, ofreciéndole un confuso panorama de peleas e incomprensiones; tenía altercados con su madre, su marido le prohibía meterse en política: era como si de golpe hubiesen vuelto al distrito rural y, como siempre, ella le asediase con sus problemas. Pero entonces vio que él miraba hacia la sala, y al volverse se dio cuenta de que todos se habían sentado y estaban hablando, para no oír lo que ella decía. Confundida, se retiró a una silla. Joss cruzó la sala y tomó asiento junto a Hesse y McGrew. Los tres hombres sentados allí inspiraban a todos el más profundo respeto. Eran la encarnación del Partido. Pero también inspiraban resentimiento: todo el mundo estaba clamando por montar una organización, y aquellos tres siempre argüían en contra. Se daba por entendido que ahora Joss, que podía mirar el asunto desde fuera, tomaría la decisión final.
Antón Hesse dirigió una mirada a su alrededor, vio que todo el mundo le observaba y, volviéndose a Joss, dijo:
—Ya sabéis cuál es la situación. Propongo analizar nuestra posición tal como yo la veo, y que luego los otros presenten sus reparos.
Habló durante una media hora. La mayoría de los presentes escuchaban por primera vez a un marxista exponer su concepción del mundo. Estaba muy por encima de su nivel. De hecho, era a Andrew McGrew, Boris Krueger, Joss Cohén y el sargento Bolton a quienes se dirigía. La inocencia de los otros era tal, que sólo ahora descubrían que aquel vago entusiasmo en favor de la Unión Soviética no era marxismo: habiéndose imaginado iniciados, en verdad no sabían nada de nada. Escuchaban, contemplando a los otros cuatro con reverente respeto, mientras Antón Hesse analizaba la situación mundial, consideraba el Imperio Británico y les hablaba de la colonia en la que ahora se encontraban; las fuerzas de clase eran tales; su potencial, tal otro; el nivel de desarrollo alcanzado suponía… La conclusión fueron diez minutos de datos, cifras, documentos oficiales e ilegales, todos claramente clasificados en su cabeza, porque no llevaba notas de ningún tipo.
Su última frase fue:
—Aunque todos los aquí reunidos estamos de acuerdo en que un Partido Comunista es necesario y deseable, mi propuesta es que no es aconsejable formarlo con los cuadros existentes.
Cesó de hablar y miró a Andrew McGrew, que se quitó la pipa de la boca y dijo:
—Estoy por completo de acuerdo. ¿Puedo recordar, simplemente, que de las veinte personas aquí reunidas, quince habrán abandonado la colonia unos meses después de que termine la guerra?
Los cinco que se iban a quedar eran Jasmine, Martha, Betty, su esposo Boris, y una joven que se había unido a ellos, una criatura maravillosa y muy bien dispuesta, de unos veinte años, que era maestra y acababa de llegar de Inglaterra.
Los cinco miraron hacia Joss. Creían que él, que era uno de ellos, que había sido educado en la colonia, les comprendería; aquellos lógicos de mentes frías no les podían entender. Aunque cada palabra de las dichas por Antón Hesse fuese verdad —por lo demás, carecían de información para saber si lo eran o no— había pasado totalmente por alto la pasión y la voluntad de servicio de todos ellos.
Pero Joss dijo:
—Me gustaría escuchar otras opiniones.
Inmediatamente comenzó a hablar el sargento Bolton. El ambiente cambió en el acto. Dijo que los camaradas Hesse y McGrew probablemente estaban en lo cierto —en teoría—. Pero él no se consideraba un teórico. Y sabía que las masas populares de aquel país sufrían bajo el yugo de la opresión, y que si él podía liberarlas, eso le bastaba. Se habían reunido allí, por lo que él sabía —probablemente era cierto— más gente de la que vio Lenin en su primera reunión con los camaradas rusos. Si montaban un Partido Comunista, pronto toda la gente decente de la colonia se les uniría. Los camaradas Hesse y McGrew eran unos derrotistas y —creía que debía decirlo— incapaces de sentir el pulso de la época. Era el momento psicológicamente correcto para iniciar el Partido…
Bolton no se dirigía a los camaradas Hesse, McGrew y Cohén, sino a ellos, a los principiantes. Dirigía su mirada ardiente e intensa sobre ellos, posándola un momento en cada uno antes de pasar al siguiente; se inclinaba hacia adelante, apasionado, dedicado, inspirador. Tenía el extraordinario poder de enardecerles. Con una palabra les hubiese hecho salir y dejar la vida en la calle. Y, sin embargo, en el mismo instante en que aquellos ojos proseguían su camino, todos sentían cierta incomodidad, miraban, como buscando ayuda, hacia los tres hombres sentados en la esquina, que observaban en silencio la escena.
Cuando el sargento Bolton terminó su arenga al grito de: «Deberíamos lanzarnos a la calle, ir a las reservas, ¡a las masas oprimidas del país!», sucedió algo inesperado.
Boris Krueger empezó a hablar. Sólo entonces se dieron cuenta de que había permanecido muy silencioso, no sólo aquella noche, sino en la mayoría de aquellas discusiones.
También él estaba muy pálido. Se hallaba molesto e irritado. En medio de un silencio sepulcral dijo que también él estaba de acuerdo con los camaradas Hesse y McGrew. Que la colonia se hallaba extraordinariamente atrasada, lo cual suscitó el más vivo resentimiento en los ánimos de los oriundos, por mucho que todos estuvieran de acuerdo con él. Creía correcto y apropiado continuar con las formas más avanzadas de organización ya existentes, como los «Simpatizantes de Rusia», la «Ayuda a Nuestros Aliados» y el Partido Social Demócrata. Además, tenían el deber de irse formando. Quería aprovechar para decir que estaban corriendo el peligro de dividir las pocas organizaciones existentes. La facilidad con la que el sargento Bolton incitaba a la revolución inmediata en las reuniones del comité de «Ayuda a Nuestros Aliados» sólo redundaría en hacerles perder todos los patrocinadores respetables, sin los cuales podían despedirse de todo recurso económico… En ese momento se oyó un pequeño estallido de hilaridad, procedente del sargento Bolton, y un murmullo espontáneo de simpatía hacia él por parte de todo el mundo, excepto los tres miembros del Partido. Los patrocinadores respetables eran considerados por Bolton con considerable desprecio.
Antón Hesse dijo sosegadamente que Boris tenía bastante razón. Sólo un aficionado pretendería utilizar «Ayuda a Nuestros Aliados» como plataforma revolucionaria.
El sargento Bolton se volvió hacia Hesse con un movimiento súbito y violento, y ya abría la boca para soltar un torrente de palabras cuando Boris intervino con una larga parrafada que puso en tela de juicio las buenas intenciones del sargento.
Durante toda la alocución de Boris, Bolton no cesó de agitarse presa de una hilaridad despreciativa, silenciosa, y le interrumpió antes de que terminase: podía no ser miembro formal del Partido, pero había pasado los últimos quince años de su vida entre el pueblo de verdad, entre la verdadera clase trabajadora, y creía que era bastante más de lo que Boris podía decir.
A lo cual Boris replicó secamente que en Polonia había sido miembro del Partido durante cinco años, y que creía correcto decir que casi conocía todos los medios de agitación y operación ilegales. Y que había un momento y un lugar para fomentar la Revolución, como el mismo sargento Bolton no debiera ignorar, de no despreciar tanto la teoría. Le gustaría saber por qué el sargento Bolton insistía en mostrarse tan «conspirador» en un país en el que no existía ninguna necesidad de ello…
Pero, al llegar a ese punto, Bolton explotó con grandes carcajadas.
—¡Democracia! —barbotó.
Boris había perdido la paciencia y dijo con enfado que existían grados de democracia, y que no consideraba antirrevolucionaria tal aseveración.
Para Martha, Jasmine y los demás toda aquella discusión resultaba extraordinariamente dolorosa. Sólo deseaban lanzarse «de una vez por todas» a una total entrega; y si se les obligaba a pasar el resto de la vida en la cárcel, tanto mejor. Oír al sargento Bolton, que suscitaba en ellos tan ardorosa simpatía, atacar al Partido, que veían representado por Hesse, McGrew y Toss, contradecía sus mejores sentimientos: querían completa unanimidad, que todos se uniesen en una misma tarea «de una vez por todas».
Pero durante todo aquel tiempo Antón Hesse, Andrew McGrew y Joss no habían abierto la boca: contemplaban la pelea entre los otros dos.
Finalmente Boris se volvió hacia ellos, reprochándoles claramente el que no hubiesen intervenido, y apeló:
—Me gustaría conocer la opinión de Joss.
Todos le miraron. Boris insistió:
—Sugiero que haga un resumen…, y que diga la última palabra.
Hubo una especie de grito de unanimidad. Después de dirigir una rápida mirada a sus discípulos, también Bolton asintió.
Joss cruzó las piernas, incómodo, y, sonriéndoles, dijo:
—Estoy dispuesto a dar mi opinión. Pero no soy responsable de nada más. En el sur soy un miembro más del Partido, y eso es todo —se detuvo un momento y agregó—: Estoy de acuerdo con Boris. Creo que se deben aprovechar las organizaciones existentes e iniciar un grupo de discusión marxista. Además, todo el mundo debiera imponerse un buen grado de formación autodidacta. Quizá sea esto lo más importante. —Y añadió sonriendo—: No estoy de acuerdo con el camarada Bolton en que la teoría no sea importante.
Sus palabras fueron seguidas por un desanimado silencio. Joss dijo tranquilamente:
—No creo necesario recordarles que todos los presentes somos blancos.
—Eso me parece una actitud sectaria —dijo el sargento Bolton—. Podemos reclutar fácilmente a muchos africanos, no hay ningún problema al respecto.
—Quizá. O quizá no.
Esta observación cautelosa, casi impertinente, hizo que Bolton cosechase muchas miradas de apoyo entre sus discípulos. Inmediatamente exclamó:
—Pongámoslo a votación.
Boris replicó enojado:
—¿Quieres decir que votemos si vamos a no vamos a montar un Partido Comunista? Esto no es modo de hacer las cosas.
—¿Y por qué no? Es lo más democrático —dijo Bolton triunfante.
—Mira —dijo Boris obligándose a serenarse—, el Partido Comunista es una organización mundial. No tienes ningún derecho a montar pequeños grupitos aquí y allí, a tu antojo. Al menos debes solicitar la opinión de una organización superior, la del Partido en el sur, por ejemplo.
—Lo que debemos hacer es empezarlo nosotros, ya les informaremos luego. Supongo que no lo van a lamentar.
Todos rieron, incluso Hesse, McGrew y Joss.
Todo el mundo gritaba: «Que se haga una votación». Y todos levantaron el brazo. Continuaron con el brazo en alto algún tiempo. Por fin la mano de Andrew McGrew se levantó también, y luego la de Antón Hesse.
—Queda decidido —dijo Bolton, saboreando su triunfo. Miró extrañamente hacia Boris y dijo—: Tienes a la mayoría en contra.
—No me considero obligado por este voto —dijo Boris despacio. Su rostro tenía una palidez mortal. Gotas de sudor le perlaban la frente—. Es un acto irresponsable, infantil.
Miró hacia Antón Hesse y Andrew McGrew y dijo, enojado:
—Me sorprende que votéis a favor.
Andrew le respondió:
—Bueno, hay que ver qué tal salen las cosas.
Antón no dijo nada. Boris preguntó a Joss:
—¿Por qué no has votado? ¿Significa que no crees que deba existir un Partido, o simplemente que no es de tu incumbencia?
—Yo tengo que volver al ejército dentro de una semana —dijo Joss. Sin embargo, parecía nervioso—. Ya he dicho lo que pienso.
El sargento Bolton recalcó:
—La mitad de los presentes visten uniforme, y nadie ha creído que eso fuese una excusa. —Pero no prosiguió: lo que le hacía sentir desprecio en Boris, podía ser tolerado en Joss.
Boris permaneció en pie, su sonrisa siempre infeliz. A los demás les sorprendió ver que los ojos se le llenaban de lágrimas.
—Podéis contar conmigo para cualquier cosa relacionada con «Ayuda a Rusia», o los «Simpatizantes», o cosas por el estilo.
—Lo que sucede es que tienes miedo de perder tu empleo —dijo el sargento Bolton sonriendo con sarcasmo.
Todos contuvieron la respiración: se hallaban profundamente conmovidos. Boris dijo:
—No me importa perder el trabajo. Ni tan siquiera me han dado la nacionalidad británica. Pero, aunque la tuviese, continuaría pensando igual.
Miró hacia el banco que ocupaba su mujer. Betty estaba sonrojada y tenía llena de lágrimas su delicada carita. Inconscientemente se apretaba las manos. Se levantó de golpe, colocó una mano en el brazo de Boris y dijo, indignada:
—¡Sois una pandilla de… chiquillos!
Boris repitió:
—Me sorprende que los camaradas Hesse y McGrew adopten esta actitud; de veras me sorprende…
Ambos parecían sentirse incómodos. Pero, antes de que pudiesen abrir la boca, Boris se había ido, seguido de su esposa. Todos podían oír sus sollozos, mientras se alejaban por el pasillo.
—Y ahora —dijo Bolton— a movernos un poco.
Joss se levantó disculpándose:
—Yo tengo que marchar.
Hubo algunos sonidos de protesta, pero Joss denegó con la cabeza, sonrió y se despidió con un seco ¡buenas noches!
Tras de él quedó la impresión de un reproche. Con él había desaparecido la autoridad. Todos miraron hacia Antón y Andrew, que debían suplirla.
—Por fin nos hemos desembarazado de esos saboteadores —dijo el sargento Bolton—. Pongamos manos a la obra.
Pero Andrew protestó divertidamente, observando:
—Quiero dejar bien claro que, aunque considero que Boris debiera haberse quedado, me parece buena persona, y muy razonable.
—Hemos hecho una votación…, la mayoría ha decidido en favor de un Partido Comunista. Siendo un antiguo comunista, debería haberse quedado.
Antón dijo:
—Estoy de acuerdo en que hubiera debido aceptar el voto. Pero deseo protestar contra la palabra saboteador.
El sargento Bolton se encogió de hombros con aquella risa silenciosa, contundente. Andrew le interrumpió diciendo:
—Deberíamos elegir un comité.
Bolton continuaba encogiéndose de hombros con impaciencia.
—¿Un comité, en un grupo como este?
—Sí —dijo Antón, tranquilo pero firme—. Un comité.
El sargento Bolton miró hacia William, luego a Jasmine, y, por último, a Martha. Hasta entonces ella no se dio cuenta de que les consideraba seguidores suyos. Ante aquella mirada, Jasmine dijo:
—Yo voto por el camarada Bolton.
Sus ojos buscaron los de ella, aguantándole la mirada, con intimidad. Jasmine se ruborizó.
Martha dudó y dijo:
—Yo sugiero al camarada Antón.
Pero no miró hacia él, sino, involuntariamente, hacia Bolton. Él sonreía con tolerante sarcasmo. Realmente era extraordinaria la sensación que comunicaba, de ser víctima de una traición. Pero ¿por qué? No se podía tener un comité con un solo miembro… mas votar inmediatamente por Antón, en lugar de respaldar la moción de Jasmine, era un ataque personal: lo decían sus ojos negros, llenos de reproche; aunque, naturalmente, era capaz de comprender a la gente… ¡y, sobre todo, a las mujeres!
Martha sonrió una disculpa; se iban formando las alianzas dentro del grupo.
Se hizo un silencio bastante largo, roto por la voz de Antón, quien, con la mayor naturalidad, comentó:
—Me gustaría proponer al camarada Andrew.
El sargento Bolton contraatacó de inmediato:
—Pues yo propongo a William y a Jasmine.
—Demasiada gente —dijo en seguida Antón Hesse.
—Pues Jasmine —insistió Bolton.
Jasmine, cuya lealtad estaba casi igualmente dividida entre Antón Hesse y el sargento, miró al primero, en busca de confirmación; pero los ojos azules del alemán no expresaban una cosa ni otra.
—No tengo bastante experiencia —dijo, confusamente.
Pero la joven maestra exclamó:
—Protesto de que no haya ninguna mujer en el comité.
Ante su salida, todas las tensiones se deshicieron en una carcajada. Y automáticamente Jasmine fue elegida para el comité.
En cuanto cesaron las risas, Antón dijo:
—Propongo que demos por terminada la sesión. Es muy tarde. El comité discutirá la coyuntura y preparará otra reunión para dentro de poco.
Todos se levantaron. El sargento Bolton se acercó sonriendo a Antón y Andrew, acompañado de Jasmine. Casi en seguida comunicaron a los demás que iban a celebrar una reunión en aquel mismo momento y allí, y que ellos podían irse a sus casas.
Bajaron las escaleras en silencio. No necesitaban decir nada. Se sentían solidarios, dedicados, atados, y ya en la acera se dieron la mano, sonriéndose, pero sin hablar.
William se acercó a Martha.
—¿Todo bien, Matty? —preguntó.
Tuvo que reflexionar antes de comprender a qué se refería.
—Oh, sí, espero que todo se vaya arreglando —respondió apresurada. Todavía tenía el pensamiento ocupado por cuanto acababa de suceder—. Creo que no hubiéramos debido dejar que Boris se fuera de ese modo —dijo.
—Oh, Jackie sabe lo que se hace.
Ella percatóse de que hablaba por pura lealtad al uniforme.
—Deberías verle con los muchachos, en el campamento…; es maravilloso —añadió.
Era fácil de imaginar. Podía ver a Jackie Bolton, persuasivo, comprensivo, casi tierno: ella misma había sentido aquella atracción.
William añadió, como por casualidad:
—Te tiene en gran estima.
Al principio se sintió adulada, pero luego se dio cuenta de que William estaba celoso a causa de aquella tarde que había pasado con el sargento. Su actitud le agravió.
—¿Quieres que te acompañe y hable con el gran hombre? —preguntó.
—Me gustaría que no le llamases «el gran hombre» —dijo, irritada.
—No te enfades —intentó persuadirla según la tomaba de la mano. De nuevo sentían aquella mutua simpatía—. Después de todo, si no le amas, no le amas, y ya está; con que se lo digas, basta. No hay que darle más vueltas.
Martha rió.
—No se reduce a eso.
De nuevo, William le parecía joven e inexperto.
—¿Por qué no alquilas una habitación en la ciudad y le dejas?
—No quiero precipitar las cosas.
—¿Qué ganas dándole largas?
—Tengo que volver en seguida, son más de las doce.
Y de nuevo pensaba: es un chiquillo. William pensaba: no quiere abandonar su vida confortable, eso es todo.
Se separaron sin siquiera besarse. Pero, cuando ya se metía en el coche, William se acercó corriendo y la abrazó. Se apretaron fuertemente, arrepentidos de haberse mostrado tan secos el uno con el otro.
—¿Por qué no vienes conmigo al hotel? Así quemas tus naves…
—Sería muy desagradable.
—Lo desagradable es que le tengas que dejar, no cómo lo hagas.
Martha no tenía ganas de hablar.
—¿Tienes miedo de que se divorcie de ti, o algo por el estilo? —preguntó él.
—No le comprendes. Él no haría nada feo; no, no lo haría. Simplemente está de mal humor. Es muy razonable y sencillo… —se interrumpió con un suspiro.
Desde el otro lado del parque les llegó una sola campanada procedente de la iglesia.
—De verdad, debo marchar…
Condujo hasta la casa y estacionó el coche silenciosamente; pero en ese momento descubrió que todas las luces se hallaban encendidas. Douglas estaba sentado en la veranda, justo donde le había dejado.
—¿Por qué no te has acostado? —le preguntó.
—¿Dónde estuviste? ¿Cómo es que llegas tan tarde?
—Ha habido dos reuniones.
—¿Él también estaba? —gruñó Douglas.
—Claro —dijo Martha en el antiguo tono falsamente despreocupado.
Entró en la casa y dirigióse al dormitorio, Douglas la siguió. Le rechinaban los dientes. Martha podía oír aquel sonido horroroso siguiéndola por las habitaciones.
—¿Te has acostado con él?
Martha se volvió a mirarle, sorprendida.
—Claro que no.
Douglas la cogió de la muñeca, que le retorció.
—Dime la verdad.
Aunque le dolía mucho, su orgullo le impidió gritar. Él la soltó y se quedó mirándola con aquellos ojos congestionados.
Se desnudó, se puso el camisón y, metiéndose en la cama, dijo:
—Quiero dormir.
Douglas permaneció quieto un instante, pero luego, de pronto, se acercó al tocador y empezó a registrar frenéticamente todos los cajones. Por fin encontró lo que buscaba: la cajita con los anticonceptivos. Volvió a rechinar de dientes mientras le examinaba. Cruzó rápidamente la habitación y la guardó en uno de sus cajones.
—No te los daré —dijo.
—Pero si no los quiero —respondió Martha sin poder contener la risa.
Su respuesta sólo consiguió enfurecerle. Cerró el cajón con llave y adoptó una actitud pensativa. Martha comprendió que estaba a punto de emprender otra estratagema. Luego, de golpe, salió de la habitación. Martha se incorporó sobre el codo y escuchó; oía cómo iba encendiendo todas las luces por la casa oscura, vacía. Douglas regresó con Caroline en brazos, la niña estaba medio despierta, parpadeando con una sonrisa soñolienta.
Douglas le ofreció agresivamente la niña, que sostenía en los brazos ante ella. Como en bandeja, pensó involuntariamente Martha. Douglas le estaba diciendo con voz sentimental:
—Mira, Matty, mira a nuestra hija…
Extraordinariamente confundida, Martha soltó:
—Vamos, Douglas, no seas melodramático.
Había tal disgusto en su voz, que incluso él debió de ver cómo se desvanecía su propia imagen. Se quedó allí, ofreciéndole la niña, que se había vuelto a dormir en sus brazos, parpadeando ante ella con cómica extrañeza. Luego la vergüenza le hizo sonrojarse, y se retiró rápidamente, desapareciendo en las otras habitaciones. Martha vio como las luces se iban apagando una tras otra, a medida que él avanzaba, y pensó: todavía se domina perfectamente. Quizá cree que está fuera de sí; pero no se olvidaría de apagar las luces aunque se hundieran los cielos. Dejarlas encendidas hubiera representado dos peniques más a final de mes.
Douglas entró y comenzó a desnudarse.
¿Qué intentaría a continuación?, se preguntaba Martha buscando entre todo lo que creía improbable. No daba crédito a lo que estaba ocurriendo.
Cuando ya se metía en su cama, de pronto cambió de dirección y se echó en la de ella. La tomó por los hombros, con tal fuerza que notó las yemas de sus pulgares en las clavículas, y le dijo, malevolente:
—Te voy a hacer otro niño, para ver si acabas de una vez con todas estas estupideces.
—Oh, no, basta ya —dijo Martha, sin aliento.
Toda la escena le parecía tan vulgar que le miró con asco.
—Me estás haciendo daño en los hombros —le dijo sensatamente.
Douglas le apretó aún más fuerte por un instante, y luego la empujó hacia atrás. Hubiera querido defenderse, pero decidió no resistirse, y le dijo:
—Es inútil que trates de violarme. No se viola a una mujer, si ella no quiere.
Aquellas palabras parecieron detenerle. La soltó y levantóse pensativo, pestañeando como antes. Y finalmente se metió en su cama. Martha alargó la mano y apagó la luz. Tendida en la oscuridad, intentaba respirar silenciosamente, pero el corazón le latía con enorme violencia.
Al otro lado de aquel espacio oscuro, oía a Douglas respirar irregularmente, con profundas inhalaciones. Martha se durmió. Despertó con dificultad, oyendo su voz lenta y persistente, como si hubiese estado repitiendo lo mismo mucho rato.
—No ganas nada haciéndote la dormida. Venga, Matty, habla. Dime, ¿te has acostado con él, sí o no?
—No.
Douglas repitió la pregunta, y ella la respuesta. Y volvió a dormirse. De nuevo se despertó en la oscuridad, oyendo aquella voz martilleante que ahora repetía:
—¿Te has acostado con Hesse?
Se echó a reír.
—No digas bobadas.
Douglas recorrió una lista de nombres. Al cabo de un rato, Martha pensó que se había aprendido de memoria la lista de nombres que figuraban en el comité de «Ayuda a Nuestros Aliados». Se mantuvo silenciosa durante un rato; estaba sólo parcialmente despierta; el cansancio la iba arrastrando hacia el sueño, pero de pronto se despertaba sintiendo el dolor de aquellos dedos clavados en los hombros.
Estaba cierta de que Douglas sabía que no se había acostado ni con William ni con nadie. ¿Por qué representaba, pues, aquella comedia? «Está disfrutando», pensó de repente; la verdad de aquella idea la desveló por completo. Él lo estaba pasando divinamente, en particular imaginando que quizá se había acostado con todo el comité. Martha cavilaba en la oscuridad; por primera vez en su vida se enfrentaba a aquel fenómeno: los celos masculinos que exaltan a la víctima, que, un ojo siempre fijo en el observador invisible, disfruta con ellos.
Volvió a dormirse, y de nuevo la despertó la presión de aquellos dedos atenazadores, aunque su orgullo le impedía protestar. Por fin, ya de madrugada, cansadísima y harta de todo, le dijo pausadamente:
—Sí, me he acostado con William y con Antón Hesse —y uno detrás de otro enumeró todos los hombres del comité.
Los dedos de Douglas la soltaron inmediatamente, y le oyó respirar, por fin, normal y acompasadamente. Se preguntaba qué estaría cavilando, y entonces comprendió que ya se había dormido. Al parecer, había conseguido lo que pretendía de ella. Volvió a dormirse. Cuando despertó, Douglas se estaba vistiendo. Miró con curiosidad a aquel hombre joven, robusto, aparentemente cuerdo.
—¿Qué opinas esta mañana? —le preguntó.
Pero Douglas pasó por alto su pregunta, recordándole en aquel tono de voz sentimental y suplicante:
—Matty, no dejes de visitar a la señora Talbot. —Y salió de la habitación, en busca del desayuno.
Martha pensó que lo que debía hacer era preparar la maleta y dejarle inmediatamente. Pero luego cambió de propósito: «No, primero iré a ver a la señora Talbot».
Antes de salir hacia la oficina, Douglas entró en la alcoba, aparentemente normal, pero con un destello preocupado en los ojos, que advirtió a Martha de que aún nutría su histeria. Douglas dijo abruptamente:
—Te prohíbo que vuelvas a ver a William. Jamás.
—No seas tonto —respondió Martha en el acto.
Al parecer, era aquello lo que esperaba, incluso lo que había ido a buscar, porque volvió a rechinar de dientes, la contempló con aquella especie de estupor teatral, y salió de estampida.