Martha esperó aquella reunión con Jasmine como una muchacha un encuentro con su enamorado. Dos horas antes de lo convenido estaba ya arreglada y lista, y, se encontraba a punto de salir cuando Jasmine telefoneó para decirle que, por desgracia, le había surgido una reunión urgente. De todas formas, se podían encontrar a las ocho delante del McGrath’s y asistir a otra reunión, ésta organizada por «Ayuda a Nuestros Aliados». Creía, dijo con su vocecita tímida, que la encontraría interesante.
Martha se dispuso a esperar otras dos horas, consciente de que gran parte de su entusiasmo se esfumaba. Hay algo en la palabra «reunión» que, en este momento, casi postrer, de la historia del pueblo británico, suscita en sus integrantes una desconfianza instintiva, profunda. Además, el nombre de «Ayuda a Nuestros Aliados» sonaba un poco infantil, con fuertes pinceladas panfletarias e, incluso, caritativas. Martha había vuelto a abandonarse a aquel estado de irritado disgusto cuando todavía faltaba mucho para la hora convenida con Jasmine, y levantarse y sacar el coche le costó un verdadero esfuerzo de voluntad. Esperó ante el McGrath’s unos veinte minutos hasta que por fin aparecieron Jasmine y William, cargados de libros y panfletos. Entre ambos había una mirada de misión compartida que hizo que Martha se sintiese sola y excluida mientras les seguía hacia el salón de baile del McGrath’s, aquella noche libre de banquetes y bailes para recaudar fondos con destino a las obras caritativas creadas con motivo de la guerra.
La sala estaba repleta: setecientas u ochocientas personas abarrotaban el enorme y feísimo salón. Martha observó que todos eran ciudadanos respetables, bien vestidos, y su confusión todavía aumentó al divisar a los señores Maynard sentados en primera fila, altos, imponentes, con mirada dura, visiblemente contentos de otorgar, con su presencia, su aprobación al acto.
Jasmine la llevó apresuradamente hasta una silla vacía, y, dejándola allí, en seguida se abrió paso hacia la tarima, donde ocupó asiento ante una mesa, junto a un grupo que Martha no conocía. Sin embargo, al mirar el programa —impreso con primor en papel caro—, se dio cuenta de que la lista de oradores incluía dos sacerdotes, dos miembros del gabinete, y un dirigente del Partido Social Demócrata. Todos estos caballeros dirigieron a Jasmine un saludo de protectora aprobación, tímida figurita vestida con un traje de llamativa seda estampada.
Jasmine susurró algo a un hombre alto y delgado —el ministro de Asuntos Indígenas—, quien, levantándose, tomó la palabra. Constantemente interrumpido por salvas de aplausos, habló durante unos diez minutos del glorioso heroísmo de los aliados rusos. Alrededor de Martha todos se sentaban con el cuerpo inclinado adelante, las manos dispuestas a aplaudir a la primera oportunidad, las caras sonrientes, acaloradas. Cuando el hombre alto y delgado hubo terminado, aplaudieron un buen rato, y la ovación se repitió antes de que el siguiente orador tomase la palabra.
¿No eran aquéllos los mismos ciudadanos que habían leído con complacencia el Zambesia News durante su reciente fase de compasión hacia los héroes ahora celebrados a quienes, consideraban andrajosos y esclavizados; y, todavía un poco antes, no les habían execrado por su barbarie?
Martha lo encontraba inexplicable, y, buscando alguna aclaración, miró hacia el lugar donde se hallaban, en pie, William y todo su grupo. Boris y Betty estaban junto a él, y también algunos hombres de uniforme. Martha vio que mientras sonaban los aplausos y los oradores hacían una pausa sonriendo con la falsa modestia propia de tales circunstancias, el grupo tendía a intercambiar miradas enarcando levemente las cejas. Cuando aplaudían, y lo hacían a menudo, no lo hacían con el rendido entusiasmo que aparentemente había hecho presa el resto del auditorio, sino con cierto comedimiento. Y, sin embargo, si entre la gente que llenaba la sala existía algún grupo con razones para sentirse contento, agradecido incluso, de ver a la Unión Soviética honrada de aquel modo, era el suyo. Sus rostros expresaban…, ¿qué expresaban? Una especie de paciente ironía. Para Martha, todavía con el candor adolescente que lleva a entregarse por entero a una causa, aquella expresión irónica resultaba un jarro de agua fría. Les odiaba de verdad por no abandonarse, como los demás, a un aplauso atronador. Luego, volviendo los ojos hacia la plataforma, se fijó casualmente en el señor y la señora Maynard, en cuyos rostros advirtió la misma reserva; también ellos se miraban y prietos los labios, aplaudían fuerte y con decisión, pero no por mucho tiempo. Martha estudió atentamente a aquella muchedumbre de ciudadanos entusiastas. Reconoció a varios más un par de periodistas del News, y una fila más allá de los Maynard, al coronel Brodeshaw y su esposa, que igualmente otorgaban su aplauso con ciertas restricciones. De lo cual concluyó que había dos grupos de personas todavía dueñas de sus pensamientos y acciones, y aquella irónica expresión que descubría en ambos era, más bien, resignación un tanto despreciativa hacia los cientos que se dejaban arrastrar por las emociones colectivas.
Después de unas dos horas de discursos y aplausos, Jasmine se levantó y sugirió que, quizá, podían pedir a uno de los hombres «que estaban metidos de verdad en la guerra» unas breves palabras. William se adelantó y subió a la tarima. La gente aplaudió con fervor la aparición del uniforme. Esperó pacientemente a que se hiciese silencio, las notas listas en la mano. Luego dijo que, evidentemente, el ejército no les permitía tomar parte en actos políticos, pero que una colecta de fondos para los aliados era, a todas luces, otra cosa. Dirigiendo una rápida mirada a sus notas, empezó a hablar del tema que ocupaba el pensamiento de Martha. Se expresó con sencillez, en un estilo sobrio, inteligible, que nada tenía que ver con la oratoria profesional que les habían dispensado durante las dos últimas horas. Digna de nota, además, era la calma que se alcanzó en algunos momentos. Por si esto fuera poco, algunas personas parecían considerar que su análisis de lo que él llamó la campaña de mentiras contra la Unión Soviética no era tan apolítico como él pretendía. Pero, al cabo de muy poco, se había metido al auditorio en el bolsillo y todos reían con él, aunque existiese cierto tono de disconformidad en las risas. Había traído —aunque en realidad fue Jasmine quien los sacó puntualmente de detrás de una mesa— un montón de ejemplares del Zambesia News pertenecientes a los últimos cuatro años, y con ellos pasó a descubrir y exponer las contradicciones e incongruencias que el periódico había estado ofreciendo a sus lectores, que les había ofrecido a ellos, a los mismos que ahora reían encantados, según parecía, de su propia estupidez. Como último artificio, tomó un ejemplar del año anterior, y en unos minutos lo redujo al más abyecto disparate, mientras todos reprimían las risitas que les inspiraban los periodistas del diario, que, sentados en una mesa especial, a un lado, tomaban notas con expresión de tranquila y democrática indiferencia.
A continuación, William les invitó a leer la prensa, en lo sucesivo, con un poco más de criterio. Y señaló que, hasta hacía quizá dos meses, no había en la colonia más allá de una docena de personas —excluyendo desde luego a los aviadores, añadió involuntariamente, con lo que provocó, por unos instantes, un enfriamiento del ambiente— sabedores de que los tanques soviéticos no estaban hechos de cartón, y que los soviéticos no eran viles esclavos. Y esa docena de personas —y decía doce por citar un número— no estaban mejor informados porque tuviesen mayor clarividencia que las damas y caballeros presentes, sino porque habían aprendido a tratar los periódicos con la reserva que éstos merecían. En cuanto al heroísmo del pueblo soviético… —volvió a estallar un gran aplauso y tuvo que esperar a que cesara—, en la puerta encontrarían montones de libros y panfletos, terminó, que les invitaba a adquirir a la salida. Les dirigió una sonrisa y abandonó la plataforma saltando desde ella al suelo, lo cual le valió otro aplauso, y algunos apreciativos vítores de los soldados que se hallaban al fondo, a lo que correspondió con una reverencia medio burlesca antes de abrirse paso hacia una mesa cercana a la puerta, donde tomó asiento tras barricadas de material impreso.
De nuevo en pie, Jasmine agradeció su intervención al joven amigo aviador y solicitó una colecta destinada a la adquisición de equipo médico para «nuestros espléndidos aliados». En pocos minutos se habían recogido más de mil libras; billetes y cheques salían de todas partes y en todo el salón resonaba el tintineo de las monedas.
La reunión había terminado. Martha, aprisionada por un montón de gente junto a una columna, vio pasar a los señores Maynard. Ella comentaba:
—Creo que habrá que decir algo en el lugar apropiado.
Martha se abrió paso hacia la mesa, casi despojada de libros y panfletos, y oyó que uno de los hombres de uniforme, alto y moreno, de cara chupada y mirada irónica, decía:
—¡Menuda afluencia! Lástima que no fuese el buen público.
—No lo dirás por el dinero —respondió Jasmine con una sonrisita satisfecha.
Y como se diera vuelta, descubrió a Martha, que estaba esperando ser bienvenida, en aquel mismo momento, allí mismo, al seno de aquel grupo al que su corazón le pedía pertenecer. Pero Jasmine se limitó a decir:
—Bueno, ¿qué te ha parecido? No ha estado mal, dadas las circunstancias.
—¡Oh, ha sido maravilloso! —replicó Martha discrepante—. ¿Por qué no vienes a tomar un té conmigo? —añadió esperanzada.
—No puedo, tengo una reunión —objetó en seguida Jasmine. Pero, como la notase decepcionada, agregó—: Te telefonearé mañana.
Martha tuvo que contentarse con eso; y ya se abría paso hacia la puerta entre las últimas personas que salían, cuando William se le acercó diciendo:
—¿Te podemos vender material?
—¿Cómo, material? —preguntó ella.
—Nos parece que deberías leer un poco —y le entregó unos libros—. Son doce chelines y seis peniques.
Se apresuró a buscar el dinero, que sólo encontró con dificultad. William debía creerla rica: le hubiera costado entender que aquel dios, el retiro, le imponía andar constantemente corta de dinero. Le dio las gracias. Su mirada era tal, que William olvidó por un momento que era un alma en espera de redención. Y le preguntó cariñosamente:
—¿Qué tal, te ha gustado?
—Maravillosa —repitió Martha sincera.
William sonrió, y dijo, sonrojado inesperadamente:
—Pasaré a verte mañana por la tarde…, si estás libre.
Porque no la habían invitado inmediatamente a la reunión a la que todos ellos se dirigían, marchó sintiéndose como una niña a la que han excluido de una fiesta. Pero el modo en que William se había ruborizado le hizo presentir que no pasaría mucho tiempo sin ser parte del grupo.
Ya en casa, echó una rápida ojeada a la habitación donde Caroline dormía en su cuna, y Alice, junto a ella, en el diván. Se retiró con los libros a su dormitorio. Empezó a leerlos uno tras otro. Cuando terminó, los primeros rojos albores del día iluminaban las ipomeas.
Tenía una idea muy confusa de lo que había leído, y le alegró poder dejar para más tarde aquel montón de datos y cifras. Tras los tediosos hechos con que se le presentaba la verdad, veía aparecer el espléndido esbozo de una nueva visión de la vida que jamás había sospechado. La emoción que sentía era casi rabia: tenía veintidós años, nacida durante una revolución que, por decir lo menos, había sido crucial para el desarrollo mundial; ahora, por primera vez, aprendía algo sobre ella. Su rabia aumentaba más al pensar que había sido cómplice fácil del proceso de obnubilación. Porque habían menudeado los momentos en que ensamblar algunos hechos le hubiera bastado para comprender la verdad. Y no lo había hecho. La familia, la educación, las amistades, los periódicos, todo había conspirado para que llegase a los veintidós años incapaz de sentir nada a propósito de lo que sucedía en una sexta parte del mundo, la socialista, título, precisamente, de uno de los libros.
Incluso ahora, sentada allí, al borde de la cama, vestida todavía, podía formarse dos imágenes muy claras y diferenciadas de aquella otra parte del mundo, una de ellas noble, creadora, generosa; la otra, horrible, salvaje, sórdida. Entre ambas no existía posible conexión. Examinando una, deseaba incorporarse a la lucha, aunarse a los millones de seres que estaban creando un mundo nuevo; pero, mirando la otra, cobraba nueva conciencia de aquel ambiente caduco, rancio, y la invadía la antigua sensación de futilidad.
¿De dónde provenía aquel cinismo que afectaba a cuantos pensaban un poco? Ya no le parecía ni siquiera levemente atractivo. Con movimiento súbito de todo su ser lo apartó y entregóse a la otra imagen: como si le hubiesen abierto de repente ojos y oídos. Volvía a nacer. Por primera vez en su vida, le ofrecían un ideal por el que valía la pena vivir.
Sin embargo, la emoción política inmediata de cualquier persona que súbitamente se ve obligada a reflexionar es la irritación: se sentía airada por el engaño de que fuera víctima; como si le hubiesen estado mintiendo, jugando con ella, convirtiéndola en gallinita ciega. Y estaba tan irritada consigo misma como con cuantos había tratado en aquel momento de despertar maravilloso, aunque ingenuo; todos se le antojaban un grupo cínico, organizado conscientemente, para embaucarla, a ella y a toda su generación, a base de escamotear el derecho inalienable que les confería su existencia. Lo que buscaba, en definitiva, era algún tipo de venganza: porque, si la primera emoción política de la gente como Martha es la irritación, la segunda es el ciego anarquismo; si alguien le hubiese pedido en aquel momento que tomara un fusil y acabase con todos los que la habían estado engañando, no habría vacilado un minuto. Afortunadamente, nadie le pedía tal cosa.
Se dirigió a la veranda delantera, donde habían dejado el News de la mañana, y lo abrió buscando la crónica de la reunión de la víspera. El único comentario era que se había recaudado en el curso de una nutrida reunión, una importante suma de dinero destinada a los aliados. Tiró el diario a un lado y fue a por Caroline. Bañó a la niña, le dio el desayuno, la mandó al jardín con Alice y se quedó a la espera de la llamada de Jasmine. Como pasaran las horas sin que se produjese decidió telefonear ella. La tranquila vocecita de Jasmine le dijo que no podía visitarla porque le había surgido otra reunión. A todo eso eran las diez de la mañana.
En las últimas doce horas el sonido cansino y trivial de la palabra reunión casi se había disipado, al menos para Martha; sentóse y pensó concienzudamente en aquellas aventuradas asambleas a las que no tenía acceso. Recordaba a Jasmine sobre la plataforma, la noche anterior, tan eficiente, devota y desinteresada. Nada le parecía más brillante que desempeñar semejante papel.
La fuerza de su impaciencia no llegó a quebrar la rutina diaria. Cuidó de Caroline y se ocupó, como siempre, de las cosas de la casa; se sentía totalmente distinta. Más tarde recordó que William había prometido visitarla. No quería verle. Quería hablar con Jasmine, que, nacida, como ella, en aquel país, se había educado entre prejuicios racistas. En William todo parecía demasiado fácil; como si hubiese llegado al mundo con octavillas en la mano e ideas claras en la cabeza.
Cuando llegó, le ofreció té, como una buena anfitriona, y decidió no decirle nada de lo que sentía, pensando, además, que no era sino un chiquillo. Él depositó varios envoltorios con libros y papeles encima de las sillas, se quitó la guerrera y tiró la gorra a un rincón. Nunca dejaría de ser un civil. Era otro de aquellos miles de soldados británicos que hacían la guerra por convicciones ideológicas: se trataba de una guerra contra el fascismo y su deber estaba en luchar. Pero siempre se había sentido como un civil disfrazado. La diferencia entre los hombres como él y los apasionados soldados de la guerra pudo verse en cuanto esos otros grupos —griegos, yugoslavos, franceses, polacos—, arribaron a la colonia para recibir adiestramiento de pilotos.
William, que gozaba de una tarde libre entre su trabajo administrativo en la aviación y una conferencia sobre Hegel, estaba dispuesto a dedicársela a Martha.
En el campamento se decía, con una mezcla de orgullo y de desprecio muy propia de las fuerzas de ocupación, que las mujeres locales eran un objetivo fácil Su tono hacia Martha era de virtual galanteo, pero Martha en seguida reaccionó en contra. Creía que la vulgaridad de aquel tono era un terrible insulto a la mismísima revolución. Observó una actitud fría y educada. Y, como él se mostrara de inmediato —pensó Martha— juicioso, consiguió interesarle de nuevo.
Empezó hablándole de la reunión de la víspera, que él creía que, como espectáculo, no había estado nada mal. Pero Martha le interrumpió:
—Mira, me gustaría saber… —sus palabras fluían cálidas y anhelantes, en sorprendente contraste con su tono de un minuto atrás—. Bueno, he estado pensando…, bien, si se hace algo, me gustaría formar parte de ello.
—¿Qué te hace pensar que se va a hacer algo? —preguntó él.
—Oh, no seas tonto —respondió enojada.
Apoyado en el brazo del sillón reflexionó unos instantes; parecía algo nervioso. Al cabo de un rato sugirió:
—Quizá podrías formar parte del comité de «Ayuda a Nuestros Aliados»…
—Pero, por Dios… —protestó Martha.
—Pues es un trabajo muy importante —lo cual le confirmó que existían otros grados de iniciación. William prosiguió—: ¿Y qué me dices de «Simpatizantes de Rusia»?
Martha se sentía desairada.
—Mira —le dijo franca, de buen humor pero resentida—, no tienes por qué contentarme. Si existe un grupo comunista, quiero apuntarme. —Y adelantó decididamente el cuerpo, como si esperase ser absorbida por ellos en aquel preciso instante.
—No existe ninguno —dijo William.
Martha no le creía. Al verla tan desilusionada, él continuó:
—De veras que no existe. Ahora no puedo entrar en detalles, pero no es tan fácil como parece.
Martha estaba pensando en aquel grupito de gente que se encontraba junto a la pared en la reunión de la noche anterior; tenían el aspecto de un todo homogéneo que intercambiaba miradas expresivas de la identidad de sus pensamientos.
—Además —prosiguió, con voz normal pero incómoda— ¿qué iba a decir el gran hombre?
—¿Douglas? —dijo con dureza.
—Las esposas de los empleados gubernamentales no pueden andar jugando con estas cosas.
—Hablas de él como si fuera un imbécil —respondió enojada—. Es muy liberal. Lee… el New Statesman —concluyó triunfal.
Al oír eso William dejó escapar, a pesar suyo, una risita divertida, y se levantó, con el aire inconfundible del que desea escapar de una situación difícil.
—No te vayas —dijo vehemente.
Volvió a sentarse, lo hizo despacio, mirándola con la mayor seriedad. Se había hecho algunas ilusiones de tener con ella una aventurilla, aunque decidido a no desilusionarse lo más mínimo si no le salía bien. Era muy práctico, y comprendía bastante bien que aquella calidez, aquel entusiasmo —ella ahora le estaba mirando con una dedicación que encontró deliciosa— haría imposible toda relación accidental. De todos modos, habiendo comprendido, una semana después de llegar a ella, cómo iban las cosas en la colonia no tenía intención alguna de verse envuelto en aquellos embrollos de matrimonios deshechos, de apasionados enredos amorosos. Sus planes futuros, ya fijados, no incluían el cargar con alguna de aquellas mimadas mujeres coloniales.
Pero reconocía que Martha era atractiva; aquella entusiasta sinceridad empezaba a privarle de su sentido común. Estaba a punto de enamorarse de ella.
Martha, por su parte, había comprendido que él estaba lejos de ser un muchacho, un simple chiquillo. Al contrario, comparado con Douglas, parecía más formado. No era como los inmaduros jóvenes que salen de las universidades, ni como los muchachos del Club. Venía de algo bastante distinto: de una pequeña familia trabajadora, decente, que se las arreglaba bien, enraizada en el movimiento obrero. Había ido a la escuela y la había aprovechado, luego había seguido algunos cursos nocturnos mientras se formaba como impresor. La guerra le había proporcionado tiempo libre que dedicaba a la filosofía y a la física. No era ambicioso, pero sabía lo que quería: acabar la guerra, seguir algunos cursos más y lograr lo que le interesaba: ser ingeniero. A su debido tiempo, se casaría juiciosamente.
En aquel tono delicado que invitaba a compartir con ella la experiencia exquisita y única que representaba la vida de él, Martha le preguntó:
—Me gustaría saber cómo entraste en el Partido Comunista.
—Nunca he sido miembro del Partido —dijo raudo.
Martha abandonó aquella vehemencia, cual si finalmente la hubiera desilusionado. Ahora mostraba una expresión de crítica.
Él se sintió picado; le ofendía haber perdido tan pronto su admiración. Se apresuró a explicar:
—No estaba de acuerdo con la política del Partido antes de la guerra. Por eso no entré. Tenía ciertas reservas.
Martha notó algo cómico en su forma de decir «el Partido». Y no era la primera vez. Después de todo, la mitad de los periodistas, escritores, funcionarios, etc., —en definitiva, los intelectuales—, han estado en el Partido Comunista, o vinculados de una u otra forma con él, y luego siempre se refieren a él diciendo «el Partido», como si pudiese existir otro, incluso cuando se enzarzaban en apasionadas protestas de no saber nada de él. Por eso William podía decir «el Partido» con aquella tranquilidad familiar: porque no estaba dentro. La imagen que se forjara de él se había derrumbado. De animoso cruzado abnegado había pasado a ser precavido administrador de dudas personales. Martha había estado contemplando aquel rostro joven, inteligente y despierto, coronado de pelo de tonalidad casi metálica, como si se encontrase ante el rostro de la misma revolución; y ahora escuchaba un mesurado análisis del pacto germano-ruso y de la preguerra hecho en un tono que conocía demasiado bien: si él hubiera sido responsable de la política de aquella época, no se hubiera mostrado tan incompetente, torpe y desmañado como sus verdaderos responsables.
Martha frunció el ceño. Pensaba a disgusto que estaba destinada a estar no sólo con gente que administraban a otros —todavía no osaba admitir que esas personas eran, precisamente, las que le atraían—, sino, lo que era más, gentes convertidas en insatisfechos administradores, porque el Destino o —ahora sopesó cuidadosamente la nueva frase— la Lógica de la Historia no les reconocía sus cualidades, sin duda superiores a las que ostentaban los que Destino o Lógica de la Historia habían elegido como servidores. Existen personas de buen corazón, entusiastas, pero desafortunadamente predispuestas, debido a esas mismas cualidades, a un prolongado infantilismo. Martha no podía soportar que la gente se tipificara. Más que a William fue a Douglas a quien observó en tono algo resentido:
—Quizá tengas razón, pero no creo que lo hubieses hecho mucho mejor de haber sido tú el responsable de la política de preguerra.
Se interrumpió en mitad de una larga frase en la que examinaba las razones por las que Harry Pollit estaba en lo cierto en su primera apreciación de «la línea» —utilizó esa denominación con una especie de humilde respeto—, y su modo de mirar a Martha cambió. La buena disposición, el entusiasmo de ella debían ser aprovechados. Habiéndose tambaleado, cayó del lado inconveniente de su barrera de precauciones. Su voz había cobrado un tono nuevo, jocoso, más ligero e íntimo:
—No, Matty, yo hubiera sido mucho más eficaz.
Ella rompió a reír. Encontradas un instante, sus miradas se volvieron a apartar en seguida. Era demasiado pronto para que ninguno de ambos quisiera reconocer que sus corazones latían con más fuerza. William se levantó y dijo:
—Tengo que estar en el centro dentro de media hora.
—Te llevo en el coche —dijo Martha al punto.
Él rechazó la invitación, le urgía sentirse sólo para poder pensar. Pero le sonrió íntimamente antes de irse, tras lo cual, echándose el macuto al hombro, colocóse de nuevo la gorra, que le devolvía su marcialidad.
Salió caminando a paso vivo, como si en verdad debiese apresurarse, hasta que la casa quedó atrás, y entonces continuó andando despaciosamente bajo los árboles. Creía haber obrado irresponsablemente al alentar a Martha a propósito del grupo comunista en el que ella parecía tener puestas sus esperanzas. La verdad era que ni siquiera él sabía muy bien qué estaba ocurriendo.
Unos meses antes, al atacar Hitler la Unión Soviética, la izquierda del viejo grupo de discusión había sugerido montar lo de «Ayuda a Nuestros Aliados». Todos se mostraron de acuerdo. Pronto existió un organismo, con una oficina montada, máquinas de escribir, archivadores y papel de cartas en el que aparecían los nombres de cincuenta ciudadanos próceres. En el comité, que era muy amplio, figuraban todos los miembros del antiguo grupo de discusión, desde los señores Perr, Forester y Pyecroft a Boris Kreuger, pasando por Jasmine.
Pero, en cuanto aquello empezó a marchar sobre ruedas, la minoría —Boris, Betty, Jasmine y aliados— empezaron a trabajar en otra nueva organización: «Simpatizantes de Rusia». Ambas organizaciones, incluso para un inexperto, se prestaban a cavilaciones. La izquierda de la «Ayuda a Nuestros Aliados» formaba el comité de simpatizantes, junto con todo un fermento de gente nueva, procedente, casi toda, de las Fuerzas Aéreas, que como cautelosos contemporizadores, consideraban el Comité de Ayuda con tranquilo desprecio. Jasmine había sido durante algún tiempo secretaria de ambos grupos. Resultaba tan eficiente, que era una lástima desperdiciarla.
Hacía unas dos semanas había surgido un nuevo motivo de enfrentamiento.
Se originó cuando el señor Perr, en tono humorístico, que sin embargo estaba lleno de recelo, había observado en una reunión del comité de «Ayuda a Nuestros Aliados» que dicho comité no tenía ninguna intención de verse dirigido por una facción comunista. Ante tal aseveración se habían intercambiado miradas alrededor de la mesa, algunas resentidas; otras, simplemente confusas. Nadie conocía la existencia de una facción comunista. Y la mayoría del comité, gente sencilla y en principio apolítica, se sintió molesta y encontró muy desagradable todo aquello. Lo que no acababan de entender era que una persona como el señor Perr, a quien las habladurías populares colgaban el sambenito de comunista, tuviesen, para probar sus buenas intenciones, que dedicar el noventa por ciento de sus esfuerzos a atacar a los comunistas. Aquella reunión había dejado un sabor amargo en todas las bocas. Por su parte los izquierdistas, Jasmine, Betty, Boris y William, después de interrogarse unos a otros habían concluido que el señor Perr sufría la monomanía que le era típica. En ese momento un tal Jackie Bolton, sargento destinado en oficinas, que había sido recientemente trasladado a la ciudad procedente de otra más al sur, les invitó a tomar el té en un local del centro, donde les informó que eran un montón de pequeños burgueses, unos remolones que no se atrevían a enfrentarse a sus responsabilidades. Él, Jackie Bolton, iba a formar un grupo comunista, y les invitaba a entrar en él.
Aunque a todos les había saltado el corazón ante su propuesta, no aceptaron inmediatamente.
—Hay que discutir las cosas —dijo Jasmine.
De aquello hacía tres días.
Desde entonces todas las reuniones del comité habíanse celebrado en una atmósfera de tensión, y la gente las abandonaba de dos en dos discutiendo a fondo los problemas y observando con suspicaz atención a otras parejas enzarzadas en parecida actividad. Nadie sabía qué pasaba; instintivamente sentían que la persona clave era Jasmine. Y Jasmine amonestaba pacientemente a todos ellos. Tenían que ser responsables, juiciosos, no debían tomar decisiones precipitadas. Ella, por su parte, creía que la formación de un grupo comunista resultaba prematura.
El sargento Jackie Bolton esperó veinticuatro horas, y luego habló a William en el campamento.
—Esa gente de la ciudad son, todos, unos inútiles —fue la esencia de su mensaje.
Y le invitó a reunirse con él en el Black Ally’s Café, para hablar del asunto.
A esa entrevista se dirigía ahora. Se sentía muy incómodo a propósito de todo el proceso. Para un joven como él, como se ha dicho, sensato y práctico, había algo desagradable alrededor de Jackie Bolton, que era el tipo alto, saturnino, de chupadas mejillas que Martha había visto en la reunión de «Ayuda a Nuestros Aliados» rebosante de sarcástico distanciamiento. A William no le gustaban los heroísmos de ningún tipo, y Jackie era héroe por principio; a William no le gustaban las intrigas, y Jackie respiraba conspiración por todos sus poros; no le gustaban los dramas, y Jackie era dramático.
Sin embargo, iba a su encuentro; no podía rehusar, debido a aquel vínculo que, durante la guerra, resultaba mas fuerte que cualquier otro: vestir el mismo uniforme.
El Black Ally’s se encontraba atestado de aviadores —era su cita obligada— y William entró en el sórdido cafetucho con la impresión de hallarse en Inglaterra. Ambos se quitaron la gorra, se desabrocharon las chaquetas y pidieron de comer huevos con patatas fritas.
Jackie estaba tan comunicativo como misterioso, talante al que todo: sus ojos oscuros, grandes, apremiantes; su cara sumida, su risa inaudible —era capaz de morirse de hilaridad sin emitir ni un solo sonido—, prestaba realce. Quería montar un grupo comunista, él mismo lo iba a encabezar, con algunos aviadores y unos cuantos tipos aceptables de la ciudad, pero excluyendo todas «las Jasmines, Bettys y Boris», que eran socialdemócratas de la peor ralea y, para acabarlo de arreglar, infectados de trotskismo.
William le escuchó en silencio. Personalmente deseaba comprometerse. La expresión «tipos de la ciudad» era el santo y seña de la solidaridad y, por último, se sentía muy ligado a Jackie por el hecho de compartir el exilio y el mismo divertido desprecio hacia la ciudad. Estuvo a punto de aceptar. Pero entonces Jackie observó que jamás había sido miembro del Partido. Y añadió que se consideraba un revolucionario libre. William recibió la frase como un jarro de agua fría. Dudó, temporizó, e intentó cambiar de tema.
Dijo que Matty Knowell ya estaba madura —queriendo dar a entender políticamente—, pero el sargento lo interpretó de otro modo, y se encogió de hombros sin decir palabra; William le sonrió forzadamente; todavía se encontraba en la cuerda floja; Matty aún no era su chica pero sentía una fuerte corriente de simpatía hacia ella. Frunció el ceño y dijo que, en su opinión, Jackie se estaba mostrando demasiado exigente; por ejemplo, estaba Jasmine…
—No está mal.
—Mejor que los otros —admitió Jackie. Y añadió riendo—: Ayer cené con ella.
William no sentía ninguna lealtad sexual hacia Jasmine, de modo que siguieron hablando del tema. Permanecieron allí unas dos horas, quitándose de la boca el gusto del rancho a base de repetir varias veces las raciones de huevos con patatas fritas y beber copiosas tazas de té muy cargado. Para entonces ya habían acordado que Jasmine ofrecía posibilidades; Jackie tenía que explorar a Matty aquella noche. Ambas podían ser educadas; y lo mismo todos los hombres de uniforme que hubiesen mostrado en alguna ocasión cierto interés político. Los civiles, en cambio, no ofrecían ninguna posibilidad.
Consideraron que, como núcleo inicial, podían conseguir unas quince o veinte personas. Pero, a pesar de todo, William continuaba sin comprometerse personalmente. Abandonó al sargento prometiéndole que reflexionaría. Salió del café y, paseando hacia la parte alta de la ciudad, notó que la influencia de Jackie se disipaba. Sentía una desconfianza instintiva hacia él. Decidió telefonear a Jasmine y seguir la decisión que ella tomara.
La llamó desde el primer teléfono. Jasmine respondió que tenía que asistir a una reunión dentro de una hora, pero que luego podía dedicarle veinte minutos. La tranquilidad de su voz sirvió para confirmarle que había obrado juiciosamente.
Aquella misma tarde se produjo otro encuentro, pero entre dos hombres que todavía no han sido mencionados.
El comité de «Ayuda a Nuestros Aliados» se hallaba reunido. Actuaba de presidente el señor Perr. La sesión se desenvolvía armoniosa y desordenadamente.
Pero en el orden del día existía un punto susceptible de convertirse en motivo de fricción. El secretario de los «Simpatizantes de Rusia» —la firma era la de Jasmine—, había mandado una carta en la que proponía que ambas organizaciones celebrasen una reunión conjunta para celebrar el aniversario de la Revolución de Octubre. El señor Perr se opuso firmemente a tal idea. Otras cuatro personas, todas ellas miembros del antiguo círculo de discusión, se tomaron con igual disgusto el que «Ayuda a Nuestros Aliados» tuviese nada que ver con política o revoluciones.
Pero la mayoría del comité, formada por amas de casa, sacerdotes y gente parecida, no tenía nada en contra. El heroísmo de Stalingrado hacía que incluso la Revolución de Octubre pareciese respetable. Además, de aquello hacía muchos años.
Los dos hombres en cuestión permanecieron silenciosos hasta casi el final de la discusión, aunque el señor Perr les había mirado repetidamente, invitándoles a hablar. Uno era escocés, un cabo robusto, gordo, de facciones amplias y sensibles y maliciosos ojos grises; el otro era Antón Hesse, un refugiado alemán. Era éste un hombre joven, de unos treinta años, estatura media, muy delgado, de pelo muy rubio —ese rubio casi blanco de los nórdicos—, y ojos azules y muy penetrantes, de los que hacen pensar que tienen un trozo de hielo detrás del iris. Antón Hesse había pertenecido al comité desde su formación. Andrew McGrew había llegado procedente de G…, una pequeña ciudad sureña donde había servido de enlace al comité.
Su aspecto razonable y tranquilo inspiraba confianza, y, cuando se levantó para hablar, el señor Perr se serenó visiblemente. Dijo Perr que, hablando en nombre propio, no veía razón para que «Ayuda a Nuestros Aliados» no celebrara la efemérides en Octubre, la cual, después de todo, había contribuido en gran medida a forjar los defensores de Stalingrado y Leningrado; pero por otra parte, la función del comité era reunir dinero para ayuda médica, y él estaba dispuesto a olvidarse de sus sentimientos personales en aras de la armonía y el buen entendimiento. Y sentándose, las piernas cruzadas, y la pipa otra vez en los labios, miró, como todos los demás, hacia el señor Hesse.
Hesse se levantó y, con la deliberación y rigidez que le eran propias, dijo que estaba de acuerdo con el último orador. Sin embargo, añadió, personalmente creía preferible que no votaran sobre aquel punto. Después de la discusión le parecía claro que la mayoría del comité era favorable a sumarse a las celebraciones; y, si se votaba la cuestión, el resultado podía ser embarazoso para el señor Perr y para aquellos miembros que tenían una opinión definida sobre el particular. Tales situaciones debían ser evitadas siempre que fuese posible. Se sentó y, poniendo toda su atención en ello, encendió un cigarrillo.
A continuación hubo un instante de silencio. El señor Perr estaba agitado. La manera de hacer del señor Hesse era tal, que resultaba imposible discernir si trataba de mostrarse realista y útil, o tremendamente ofensivo. El señor Perr lanzó alrededor de la mesa una incómoda ojeada, y sugirió que tratasen el siguiente punto del orden del día. Una vez más, los miembros del comité que no tenían ideas políticas definidas constataban la existencia de desagradables tendencias ocultas que hubieran debido comprender. Pasaron a discutir cuál era el mejor modo de hacer un folleto, mientras el señor Hesse fumaba en silencio, satisfecho del efecto de su gestión.
Él y el cabo McGrew se estuvieron mirando durante el resto de la reunión; y luego salieron juntos, al parecer, casualmente. Ante lo cual el señor Perr dijo con amargura al señor Forester que aquel maldito alemán se le estaba atragantando: no le hacía ni pizca de gracia.
Los otros dos se alejaron caminando en silencio, ambos esperando que fuese el otro el primero en hablar. Finalmente el escocés, tomando la iniciativa, comentó:
—Conocí a un amigo suyo en G… Trabaron relación en Londres, en 1938. Se llama Barry.
—¿Barry? Le recuerdo…, del «Comité de Ayuda a España».
Andrew se quitó la pipa de la boca y observó:
—En aquella época yo estaba en el «Comité del Norte».
—¿De verdad?
Lo había dicho con una especie de rígida jocosidad. Sus miradas ce encontraron francamente y ambos hicieron una mueca. A pesar de todo, Andrew vaciló un poco antes de decidirse.
—Tengo entendido que está en el Partido.
—Desde 1933 —dijo Antón mirando inquisitivamente a Andrew.
Éste le tranquilizó:
—Yo desde 1930.
—Hubo una pausa. Instintivamente ambos hombres se acercaron algo más mientras avanzaban acera adelante, bajo los árboles, en dirección al centro comercial.
—No tengo muy claro cuál es la situación aquí —observó Andrew—. Llegué la semana pasada.
—No hay nada de nada; somos los dos únicos miembros que he sido capaz de descubrir.
—En el campamento hay media docena de camaradas. Pero, en cuanto a la situación local, me gustaría que aclarase un poco mis ideas.
Ambos se detuvieron. Habían llegado a una esquina. El tráfico discurría ruidosamente en ambas direcciones.
Antón cerró los ojos, como para concentrarse, y comenzó a hablar. Lo hizo por espacio de unos diez minutos. Su conclusión fue:
—Tomando todos esto en consideración, creo correcto decir que no poseemos cuadros suficientes para formar una organización del Partido.
Andrew asintió:
—Creo que estoy, más o menos, de acuerdo. Pero desde mi llegada no ceso de oír rumores sobre un grupo. ¿Qué hay de cierto?
—No existe tal grupo. Hay un grupo de intelectuales, si es que se les puede llamar así.
—Algunos parecen prometer bastante.
Antón replicó:
—Estoy en contacto con Jasmine Cohén. Ella sabe que soy del Partido. Y, a través de ella, conozco lo que hacen los otros. Hablan mucho, lo cual, naturalmente no hace ningún daño.
—¡Qué fácil lo tiene usted! —exclamó Andrew enojado—. ¡No hace ningún daño…!
—Mire —dijo Antón—, analicemos la situación. En las Fuerzas Aéreas hay una docena de hombres que pueden mandar correo y, de vez en cuando, dar una charla, pero no les está permitido hacer política. Luego hay un puñado de extranjeros y refugiados como yo —y sonrió con calculada amargura—. Naturalmente, se supone que no debemos meternos en política. Por último, hay algunas muchachas que quieren algún enredo amoroso y un poco de excitación. En conjunto, no me parece una base adecuada para un grupo comunista. Además —añadió, como apostilla final—, la clase trabajadora de este país son los negros.
Andrew asintió, pero estaba cavilando.
—¿Qué sabe del sargento Bolton? —prosiguió Antón—. Siempre está tomando la palabra en las reuniones de «Ayuda a Nuestros Aliados», exigiendo la revolución. Si no se le paran los pies, lo va a echar todo a perder.
—Tengo que reconocer que es un poco… excesivamente entusiasta —añadió, disculpándose, de buen humor—. En el campamento los sentimientos son mucho más abiertos que en la ciudad…
Pero, como Antón Hesse no se consideraba parte de la ciudad, aceptó diciendo:
—Es natural.
Continuaron caminando bajo los árboles, que todavía desprendían pétalos morados.
Por fin, Andrew, observó:
—Le diré mi opinión. Estoy de acuerdo en que, en las condiciones actuales, no hay base para formar una organización. Pero parece que, a pesar de todo, hay un grupo en formación. Y, si se forma, deberíamos estar en él.
Antón Hesse no contestó en seguida Su rostro, pálido, bello, tenía un curioso aspecto de obstinación, de desconfianza. Andrew le miró de reojo, pero no dijo nada. Había oído decir que Antón había estado trabajando contra Hitler en la clandestinidad; internado en un campo de concentración, había sobrevivido a las torturas, y se había fugado. Le respetaba. Pero nada obliga a un comunista a gustar de otro, y Antón no le agradaba. Su antipatía la formulaba de este modo: no es el tipo de hombre con quien me gustaría pasar la noche tomando unas copas.
Por su parte, el alemán era consciente de que su análisis de la situación padecía un defecto del que debiera avergonzarse: el de saber que no quería involucrarse en la política de aquel país. Había dedicado los últimos quince años a la lucha política en Europa, junto a lo más intelectualizado de los revolucionarios del momento. Todavía iba a la escuela cuando le habían encarcelado por primera vez, y desde entonces no había hecho más que entrar y salir de la cárcel. Había sobrevivido cuando ya se daba por muerto. Había logrado llegar a Inglaterra, porque consideraba que allí las aguas estarían más calmadas, y, ya en vías de adaptarse, le habían enviado a aquel país, donde llevaba tres años tan aburrido y desesperado, que había llegado a pensar en el suicidio. Despreciaba a aquellos colonos vacíos, mal educados, perezosos; se reía de su vida de fiestas y diversiones. Todo le era odioso, hasta la comida y la bebida. Pero, sobre todo, le deprimía el atraso político del lugar. Soñaba con el fin de la guerra, para poder volver a su patria, a Alemania. Pero, en su espíritu, Alemania era una agonizante oscuridad, e incluso su lealtad le apenaba. Casi todos sus camaradas habían muerto. Su esposa, también. Ya no le quedaba ninguna idea romántica sobre sufrimiento o revoluciones. Sus simpatías por los revolucionarios —los pretendidos revolucionarios ingleses, se repetía siempre— no habían sido notables; siempre le parecieron un hatajo de chiquillos. Calló, decidido a obturar aquella herida viva con el bálsamo de la paciencia. Dedicaba el tiempo a leer los clásicos del marxismo y a estudiar ruso. Estaba en hibernación, esperando lo futuro. Empezar a trabajar allí, en aquel país a medio hacer, en medio de un continente atrasado, con un grupo de aficionados románticos…, su orgullo se rebelaba. Ciertamente también existía esnobismo revolucionario. Pero, aún más importante que eso, mucho más hondo, estaba su renuencia a salir de su concha, a sentir de nuevo. Del mismo modo en que se había aferrado desesperadamente a aquella tabla de salvación en el océano negro de su anhelo por morir, consistente en la frase: los comunistas no deben suicidarse, así también, ahora, se repetía: los comunistas tenemos el deber de trabajar en cualquier país donde nos encontremos.
No tenía noción de cuánto había durado su silencio; habían seguido caminando, con expresión fría y seria, calle abajo, uno al lado de otro. Andrew le seguía, paciente, expectante.
Y entonces dijo:
—Vayamos a algún sitio tranquilo donde podamos discutirlo de nuevo.
—Yo tengo que estar en una reunión dentro de media hora —dijo Andrew—. El joven William va a dar a los maestros una conferencia sobre Hegel. Le he prometido que iría a echarle una mano.
—¿William Brown…? ¡Sobre Hegel! —Antón se detuvo estupefacto—. ¿Qué sabe William de Hegel?
—Más que la «Asociación de Maestros de Zambesia», supongo —dijo Andrew divertido—. ¿Por qué no me acompaña?
Hubo una pausa.
—¿Y por qué no? Sí. Hegel… ¡para los maestros zambesianos!
—Hay gente de valía entre ellos —comentó Andrew en tono de decidido reproche.
El alemán se ruborizó y, admitiendo la crítica, dijo:
—Tiene razón. —Y, tras un silencio añadió—: Tengo que encontrar un teléfono. Tenía una cita para cenar.
—Hombre, si tiene otros compromisos, podemos quedar para mañana.
Antón había mantenido durante dos años una relación amorosa con una refugiada austríaca, una mujer encantadora e increíblemente tonta: era como si encontrase un placer perverso en la estupidez de su relación.
—No tiene ninguna importancia —dijo según se encaminaba hacia una cabina telefónica.
A todo eso, William había ido a ver a Jasmine. Ella le informó, obligándole a guardar el secreto, de que en la ciudad había algunos comunistas de verdad, y dijo que no podían moverse sin contar con su aprobación. Sin embargo, se hallaba dispuesta a celebrar una nueva reunión con el sargento Bolton, a quien consideraba una persona valiosa.