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La casa se levantaba en la parte vieja de la ciudad, en una esquina. Desde la cancela se podía divisar a una milla en los cuatro sentidos, a lo largo de tres avenidas bordeadas de árboles. Los urbanistas de la ciudad, enfrentados a la necesidad de construir más viviendas, siempre resolvían el problema colocando una regla sobre el mapa que representaba un trozo de abandonada pradera, y trazando calles en una cuadrícula perfecta. Todo era recto, ordenado, sencillo; las cintas de pavimento gris se prolongaban infinitamente, y, a ambos lados, la tierra desnuda era invadida por hierbas y flores silvestres. Y, encima, los árboles, las masas oscuras y brillantes de los cedrilatoona, los ramilletes de las Jacarandas esculpidos por el sol y, en medio, esos arbolillos erectos, las bauhinias, con sus flores rosa y blancas, como mariposas que acabasen de posarse. Era ya octubre, las Jacarandas eran malvas; las calles, azuladas, como si el agua corriese por ellas o reflejasen el cielo perpetuamente azul y vibrante de calor.

Tras la cancela había un árbol bajo el cual Martha se hallaba mirando hacia afuera. Detrás tenía el césped crecido donde Caroline jugaba con una chiquilla indígena que ahora cuidaba de ella. Martha se volvió de espaldas al brillo pesado de la calle y examinó la casa: consistía en una serie de amplias habitaciones unidas sin excesivo concierto y rodeadas de una ancha veranda cubierta de enredaderas a la que se llegaba por una escalinata de peldaños de cemento rojo. El jardín era amplio y estaba descuidado. El jardinero se hallaba agazapado junto a un seto removiendo la tierra con una horca mientras pensaba en sus cosas; era un muchacho de unos quince años, que a ratos volvía hacia la muchacha sus ojos admirados. Ella, sin embargo, había sido educada en la misión, y permanecía sentada, muy educada y modosa; llevaba un vestido blanco, limpio, y tenía las piernas sobriamente recogidas a un lado, y la cabeza, realzada por un gorrito de punto escarlata. Inclinada sobre la labor, no miraba al jardinero; pero, de vez en cuando, llamaba a Caroline con voz estridente, porque se suponía que la niña debía permanecer a la sombra. Caroline llevaba un vestidito corto, blanco, sus mechones de pelo negro brillaban iridiscentes al sol. Ahora corría descalza por el césped. Se detuvo al ver a su madre, sonrió, dio dos pasos hacia ella, y luego se dio vuelta y corrió hacia el jardinero, que dejó la horca y empezó a dar palmadas, para atraer su atención.

—¡Caroline! —llamó la muchacha, sin moverse.

Martha pensó que el chico tenía que estar cavando una parcela para cultivar verduras detrás de la casa desde donde, por supuesto, no hubiera podido ver a la muchacha, que, a aquella hora, tendría que haber estado planchando. Si Martha hubiera tenido verdadero carácter, habría levantado de inmediato la voz y puesto las cosas en su lugar. Pero no viendo razón para no dejarlos a todos como estaban, abandonó la sombra del gran árbol y cruzó rápida, bajo el ardiente sol, hacia la casa. Caroline emitió un pequeño sonido de protesta, pero luego perdió interés y empezó a cavar con la horca del jardinero, que la contemplaba con una sonrisa orgullosa.

Martha subió a la veranda, se situó tras las enredaderas y miró hacia el exterior. Los ojos le escocían debido a la intensidad del sol. Con voz viva pidió a la muchacha que retirase a Caroline a la sombra y volvió la espalda a la inminente escena de protesta y persuasión. Como siempre, se sentía a disgusto; aborrecía dar órdenes, y siempre se hallaba en desventaja respecto de los criados. Como no podía mirar a Alice, la chica indígena, sin pensar que debiera estar casada y cuidando de sus propios niños, ni al jardinero sin pensar que debería estar en la escuela, ni al cocinero sin encontrar intolerable que aquel anciano se encontrase a las órdenes de una chiquilla cuya edad triplicaba, cuando les hablaba su voz siempre tenía una pizca de culpabilidad. El criado de la casa, un muchacho de veinte años rebosante de salud y energía, estaba limpiando algunos muebles del comedor. Se detuvo a contemplarle. Desde allí divisaba grasientas marcas de abrillantador sobre la mesa reluciente, y pensó que su deber era enseñarle a pulimentar. Atravesó la casa hacia la veranda posterior. Allí el pikanín —un niño negro que, según la costumbre, se empleaba para cualquier trabajito o recado— jugaba en las escaleras con los juguetes de Caroline. Como Martha fingiera no haberle visto, él continuó jugando con un cochecito verde que paseaba por el borde de uno de los peldaños imitando guturalmente el sonido del motor.

La cocina era amplia y estaba equipada con todo tipo de adelantos modernos. El cocinero estaba guardando las verduras y las compras que les acababan de traer de las tiendas. Dejó Martha la cocina y fue hacia el gran refrigerador que había en la terraza. Lo abrió con orgullo; secretamente la enorgullecía tenerlo siempre repleto de tarros de salsas y mayonesa, varios tipos de pastas arrolladas en rígidas lajas a punto de cocer, pasta de bizcocho lista para el horno, y jarras de té y café escarchados, amén de sorbetes y complejos pasteles helados que le llevaba horas preparar. Alabanciosa, le había dicho a Douglas que podía servir una comida para diez con tal que la avisara media hora antes, lo cual hizo que él se sintiese contento. Pero el cocinero, que después de todo sólo estaba allí para servir la comida a dos adultos y una niña, y estaba encantado cuando se presentaban media docena de personas, acogía de mala gana toda aquella organización. A veces, Martha le autorizaba a tomarse unas horas libres, y aprovechaba para preparar lo que definía mentalmente como «sus comidas»; pero él, profundamente herido en su amor propio, se retiraba a la parte posterior del jardín y la contemplaba con aire de censura. En rigor, era un cocinero excelente.

Como en el refrigerador no tenía nada que hacer, fue a la despensa. Estaba formada por una habitación tan grande, que se hubiese podido dormir o trabajar en ella: dentro se estaba muy fresco, y tenía una ventanita con tela mosquitera, que daba al pequeño huerto trasero. El suelo era de piedra, de piedra eran los estantes, las paredes estaban totalmente encaladas. Había un olor fresco y delicioso, a especias y azúcar, dominado por el aroma de la harina recién molida. En el suelo se alineaban sacos de azúcar, harina y mate. Martha hundió los dedos en el brillo seco del azúcar, tocó la harina suave y pegadiza y recorrió con la vista los estantes donde, en botes metálicos ordenadamente alineados se almacenaban especias y comestibles: té y café, toda la admirable variación de féculas, harina de trigo y harina de habas; harina de soja y las distintas clases de avena, rapoka, guisantes molidos, y guisantes y habas enteros; los arroces, pequeños o largos, silvestre o limpio, molido y lavado —seis clases distintas—; las pastas italianas, largas y delgadas, o cortas y gruesas, moldeadas en todas las formas posibles, conchillas, botones, letras y animales —estos últimos para Caroline—; los sages y las tapiocas, y sus harinas; harina de patata y lentejas, rojas, castaño, grises, y maíz triturado y azúcar —de todos colores y variedades, desde el blanco, finísimo, a las masas de melaza, oscura y compacta, de las Indias Occidentales—. De los azúcares, las latas y botellas pasaban a productos más exóticos: cerezas y almendras secas, coriandro y raíces de jengibre, y jengibre seco y en conserva; vainilla y cortezas confitadas, y pasas, y sultanas, y uvas, y las frescas y maravillosas frutas escarchadas de Ciudad de El Cabo. Y, detrás, tarros de melocotones, albaricoques, ciruelas y guabas en conserva, de mermeladas y condimentos, de mangos almibarados y jarabes de frutas.

Martha abrió varias latas, para aspirar con deleite los olores que encerraban; su mirada, entretanto, recorría las hileras de botellas apiladas y relucientes que guardaban las frutas. De todas las de la casa, aquella era su habitación favorita. Cerró, sin embargo, la puerta de sus placeres, y volvió a la veranda. En los escalones había ahora un gatazo pardo intentando coger de un zarpazo el cochecito que el niño negro hacía correr frente a sus bigotes. El cocinero salió de la cocina y preguntó:

—Señora, ¿qué desea que prepare para el almuerzo?

Martha conferenció un rato con él, tras lo cual el hombre volvió a la cocina mientras ella se dirigía al dormitorio cruzando habitaciones. El dormitorio era una habitación amplia, de techo agradable, alto y blanco, y ventanas en tres de las paredes, abiertas sobre el jardín. Los muebles eran convencionales y bastante feos; dos camas iguales se hallaban cubiertas con colchas de seda verde.

Podía elegir tres habitaciones distintas para sentarse, pero lo hizo en la cama, y miró las campanillas blancas de las ipomeas, que colgaban afuera, junto a la ventana. Pensó que, si quería, podía presentarse en casa de la señora Randall, al otro lado de la calle, para tomar con ella el té de la mañana. Pero resistió el pensamiento, como si se tratara de una tentación, por mucho que a Douglas le hubiera dicho, en tono humorísticamente quejumbroso que «los tés de aquellas mujeres la estaban volviendo loca».

Chismorreos, chismorreos sobre los criados, había dicho, quejándose; sobre sus respectivos doctores; sobre cómo educar a los niños; y no había añadido «y sobre lo aburridos que son los maridos». Pero el hecho era que había algo en aquellas diarias orgías de compartidas lamentaciones —porque no eran otra cosa—, que empezaba a atraerla como una droga.

No dejaba de ser extraordinario que, haciendo tan sólo un mes que Douglas había regresado del norte, se encontrase en aquella casa enorme, rodeada de sirvientes y ocupada con un nuevo círculo de amistades. Todas las esposas de los socios de Douglas la habían ido a ver, y ella les había devuelto la visita.

Era ya parte de su grupo. Y eso duraba ya casi un año.

Todo eran matrimonios; todas las mujeres estaban encinta, o lo estarían pronto, o acababan de tener un niño. Todos ganaban exactamente tanto al mes, vivían en casas que acabarían de pagar al cabo de unos treinta años, y el moblaje de las casas, como su equipo, que incluía refrigeradores, lavadoras y cocinas eléctricas, habían sido comprados a plazos. Todos tenían coche y entre dos y cinco sirvientes, que les costaban unas dos libras al mes cada uno. Todos habían suscrito grandes seguros.

Cada cuatro o cinco años iban de vacaciones a Ciudad de El Cabo, se ofrecían cócteles unos a otros una o dos veces al mes, y salían a bailar, o al cine, dos o tres veces por semana. En resumen, estaban muy bien situados y se enfrentaban a vidas que jamás les plantearían un momento de incertidumbre. Seguridad era la palabra mágica inscrita sobre sus umbrales, la seguridad era una parte tan enraizada en ellos, que jamás se preguntaban o discutían a ese respecto: el gran climax de sus vidas llegaría cuando tuviesen cincuenta o cincuenta y cinco años, cuando las casas, jardines y muebles quedasen definitivamente de su propiedad, y las pensiones y seguros empezasen a pagar sus rentas.

Si existe un tipo de hombre que elige instintivamente entrar «en la Administración», ¿existe también, acaso, un tipo de mujer que inevitablemente se casa con él?

Esta era la pregunta que inquietaba a Martha. Se sentía incómoda por haberse adaptado tan bien a aquel tipo de vida; cierto instinto de conformarse y cumplir le había dictado que debía abandonar su desprecio, como si penetrase en una trampa, puesto que no dejaba de ser una trampa la idea de hallarse atada, por una casa y varias pólizas de seguros, hasta los cincuenta años, momento en que se les abrirían las puertas de la libertad. Ese mismo instinto la había llevado a ser complaciente y entusiasta y seguir todos los pasos que les reducían a la esclavitud aplaudiendo afectuosamente a Douglas. Y, sin embargo, nunca había llegado a sentir que realmente viviese en aquella casa, cuyos muebles habían sido elegidos por la antigua propietaria, y el jardín, planeado por una tercera persona. No se sentía esposa de Douglas ni madre de Caroline. Ni siquiera se aburría. Era como si tres cuartas partes de su ser se hallasen apartadas, a la expectativa, esperando entrar en acción.

Secretamente sentía una incómoda curiosidad por saber qué experimentaban aquellas otras mujeres, y por eso iba a tomar con ellas el té de la mañana. Cambiaba de vestido, se arreglaba el pelo, y tomaba el bolso para salir e incorporarse a aquel círculo femenino.

En la veranda de una de las casas habían preparado una mesa con pasteles y galletas, rodeada por un círculo de taburetes de paja. Los niños pequeños jugaban a sus pies o afuera, en el césped.

Las mujeres examinaban a fondo los vestidos de las otras, la comida que era servida, mientras discutían de asuntos económicos. El dinero aparecía en la conversación con la insistencia regular de una máquina. En verdad, todos aquellos seguros, hipotecas, compras a plazos y sirvientes eran posibles gracias a su habilidad en cuestiones de dinero. Sabían hacerse vestidos atractivos que parecían caros, para sí mismas, los niños, e incluso los maridos, aprovechando algún retal de tela comprado por unos pocos chelines en una rebaja; continuamente discutían recetas capaces de reducir la cuenta de la tienda de comestibles; y en las puertas traseras regateaban con los vendedores indígenas al céntimo, como cualquier vieja en un mercado; todas tejían, cosían, remendaban, ingeniándoselas como las mujeres de los pobres. Cada final de mes se producían lamentables escenas entre marido y mujer, y en el ambiente se respiraba un constante forcejeo por un chelín más o menos. A todas les faltaba, continuamente, dinero en efectivo, por culpa de su dios: un retiro seguro. Así que suspiraban: «cuando nos retiremos…»; como si estuviesen diciendo: cuando las puertas de la cárcel se abran…

Martha no logaba pedirle a Douglas cinco chelines, que le debían durar hasta el final de la semana, sin una profunda sensación de fracaso; y, como ya se había sorprendido poniendo una voz melosa para conseguirlos, su reacción la había llevado a adoptar una actitud de altanero orgullo que significa que, si él no hubiera vuelto a casa para las comidas, ella las habría suprimido a fin de ahorrar unos céntimos. Sin embargo, aunque le agraviaba la necesidad de pasar todo el día arreglando vestidos, combinaciones, camisas, y las cosas de Caroline, en la máquina de coser, por mucho que fuese consciente del tiempo pasado embotellando, sazonando y confitando, todo ello la alegraba y satisfacía. Descubrió que, cuando no tenía nada que hacer, deshacía un vestido viejo, para arreglarlo, sólo por la satisfacción de obtener algo que no le había costado nada; del mismo modo, era capaz de pasarse dos horas preparando un pudding que parecía salido de un recetario de alta cocina, sólo por el orgullo de saber que le había costado menos que el pastel de arroz que el cocinero hubiera hecho para sustituirlo.

Era la época floreciente de aquellas mujeres que soportaban todo el peso del edificio; agradablemente dejaban naufragar su juventud adquiriendo pequeñas y variopintas habilidades que allanaban el camino hacia el gran fin: un retiro confortable.

Martha había sido absorbida por aquel modo de vida; y una parte de ella lo apoyaba. Pasaban semanas, meses enteros, y, de repente, una noche se encontraba sentada en la cama, sudando de miedo, atemorizada de volver a dormirse: atravesaba una nueva fase de aquel período de su infancia en el que pasara noches despierta, rígida en el lecho, obligándose a mantener los ojos abiertos, para no verse devuelta a los horrores del sueño. Pero luego todo se desvanecía, volvía a sentirse perezosa y cómoda, y de buena gana continuaba cosiendo, zurciendo, ahorrando; y se decía: sí, tendremos otro niño. Pero era aquello la esencia de todo: Si tenía otro niño, se vería forzada a permanecer allí; viviría dentro de aquellos moldes hasta su muerte. Sin embargo, la otra Martha que había permanecido holgazaneando durante todo este tiempo, esperando ser utilizada, jamás había creído, ni siquiera por un segundo, que fuese a permanecer allí: le parecía inconcebible.

Caroline tenía tres años. Martha sabía que su naturaleza femenina le estaba exigiendo con fuerza reiniciar el ciclo reproductivo. Sentía corrientes distintas, y, en algunos momentos, una añoranza lenta, cálida, pesada, suscitada por la contemplación de Caroline, la llenaba de profunda satisfacción física viendo aquel maravilloso cuerpecito, su cara agradable; y todo eso era, al mismo tiempo, deseo de poder acunar a otro bebé en sus brazos. Si, cuando se sentía de tal humor, observaba a los recién nacidos de sus amigas, la vehemencia de su anhelo era más dolorosa e insistente; la aventura de sentirse fecunda la embargaba por entero. Pensaba que, con sólo quererlo, al cabo de nueve meses podría tener en los brazos algo nuevo y extraordinario: una nueva criatura creada por ella, por Martha. Total, ¿qué eran nueve meses? ¡Nada!, se decía olvidando, así, que la gestación de Caroline había sido un período desconectado de la vida ordinaria. Cierto es que no los había olvidado del todo; no sucumbiría a la tentación.

Contemplaba, con curiosidad y cierto profundo resentimiento, el encanto rotundo de la pequeña Caroline. Sabía que antes de que naciera había pensado en ella meramente como «un bebé»; como algo que, en el egoísmo profundo y poderoso de la maternidad, había sido una prolongación de sí misma, dependiente de ella. Y ahí la tenía, crecida, convertida en una niña cada día más independiente, tozuda y determinada. Caroline era aquel hecho definitivo e inalterable en la vida de Martha, que, pese a la niñera, tan agradable y servicial, hacía de su vida una rutina que se iniciaba, una mañana tras otra, a las cinco en punto, en cuanto despuntaban las primeras luces, y terminaba a las siete de la tarde, cuando la niña era acostada. El ritmo de las necesidades de Caroline discordaba totalmente del suyo; tenía que ajustarse, tenía que hacer lo que era necesario, pero lo que en verdad la regulaba era su sentido del deber. Ser madre, o mejor dicho, el hecho de tenerse que ocupar de un niño como oposición al fenómeno de engendrarlo y verlo nacer, no era una culminación, sino un lastre. Y, a pesar de todo, en cuanto hubo examinado estos hechos, en cuanto los hubo admitido, empezó a oír las voces de la conciencia, corroboradas por aquella profunda ternura física, por aquel anhelar otro hijo.

Ese estado de ánimo era bien conocido de aquel círculo de mujeres. Una de ellas, tomando en brazos uno de los pequeñuelos con aquella tierna dedicación que hacía ociosas las palabras, podía comentar con voz un tanto irónica, un tanto resentida:

—Vuelvo a sentirme como una clueca; pero no podemos fabricar otro niño hasta que acabemos de pagar la lavadora.

Pero era curioso que la misma mujer, poco después, acabara por anunciar que «habían encargado el niño», y agregase, con mirada compungida, que había sido tan sólo porque su marido y ella creían mejor tenerlo lo antes posible, para que pudiese jugar con el pequeño George, o con Betty. Lo cual no conseguía engañar a nadie.

Este tipo de acontecimiento era sucedido no por una discusión general, puesto que todo fenómeno físico excepto uno —el sexo era tabú— era tratado por el grupo con la mayor franqueza, sino por una serie de téte-á-tétes sobre aquel otro ciclo de ansiedad. Se oían discusiones espontáneas y ansiosas, llevadas a cabo en aquel tono de murmuración casi jocoso, originado por la lealtad hacia situaciones que todas habían atravesado. Porque, si la joven Letty Jones podía «encargar un niño» (cuando, como todas sabían sobradamente, no pretendía hacerlo), simplemente porque aquella profunda exigencia física había ofuscado su habitual sentido práctico, ¿podía algo impedir que lo mismo les ocurriese a ellas? Si no lograban planificar «aquello» como planificaban todos los demás aspectos de su vida, se encontraban a merced de lo que más temían. Resumiendo: se sentían inseguras. Además, tener un niño era, para todas ellas, un estorbo, un deber doloroso que conciliar de algún modo, pero eficientemente, con sus ritmos vitales. La voz de su naturaleza femenina era un señuelo cuyo origen ambiguo y bipolar entendían muy bien: no en vano el libro les daba la razón.

Sin embargo, una vez encinta, encontraban obligada satisfacción en las interminables discusiones relativas a las náuseas matutinas, las indigestiones y la gestación; lo mismo ocurría con la media y la costura y lo dicho por el médico se convertía en incesante manantial de rivalidades y comparaciones. Cada una defendía al suyo con ferviente convicción de discípulas; las mujeres que tenían el mismo médico compartían, gracias a él, una verdadera intimidad; mientas que, más de una vez, alguna palabra fuerte sobre el médico de otra había originado períodos de «no hablarse», que finalizaban gracias a la mediación conjunta de todo el grupo.

Sin embargo, y pese a las quejas sobre lo mucho que los niños llegan a atar; sobre los problemas surgidos cada vez que deseaban salir por la noche y había que arreglarlo todo para que el camarero se quedara, lo cual le hacía gruñón; sobre las niñeras, que causaban más disgustos que satisfacciones; sobre lo de: «si no tengo uno ahora, ya seré demasiado mayor; el médico me ha dicho que no estoy bien, que debo andar con cuidado…», pese a la desesperación, casi jocosa, de verse convertida en un saco de patatas, con un estómago como el portaequipajes de un coche americano; pese a «ese antojo que siento por la noche, de comer helados y cosas a la vinagreta; divertido, ¿verdad?; pues cada noche, a las once, voy a la despensa y me atraco de helados y pepinillos; mi marido me dice que estoy loca, que si continúo así le voy a matar; y cada vez que estoy embarazada me engordo tantísimo, que luego me cuesta un año entero perderlo, y ningún vestido me va…». «Ah, no, pues yo me adelgazo; mi marido dice que parezco una escoba; y, después de retirarle el pecho, me quedo como una tabla, aunque dicen que la Mellows, en la ciudad, hace masajes y que, si te lo propones, puedes volver a recuperar la forma…», a pesar de la satisfacción con la que las mujeres libres contemplaban a su hermana, enorme, patosa, acalorada, desconcertada por el peso…; «No lo lleva demasiado bien, ¿no crees…?», «Oh, no; bueno, yo tampoco, cada una se comporta de modo distinto… De todos modos, si me pusiera como ella, hecha una vaca, hubiera preferido no tener un niño»; a pesar de todo eso, había algo irresistiblemente satisfactorio en aquel proceso de autodestrucción, de autoconcentración. Porque era eso lo que todas veían en ello…

Martha se encontró contemplando a la señora Du Preez, hinchada y repulsiva, pensando, al verla acariciar con secreto cariño las líneas suaves de su cuerpo: «qué bonito es ese momento en que todo el estómago empuja hacia afuera, y te pones el vestido holgado…». Tal era el poder de la voz que ahora sentía resonar con más y más insistencia en su interior.

Pero no sucumbió. Douglas, cada vez más mohíno, la instaba a no diferirlo más.

—Pobre Caroline, será demasiado mayor para divertirse con su hermanito, cuando lo tengamos.

Hacía poco, le había dicho, medio en broma, porque era de los que creen en el poder absolutorio del humor:

—Una de estas noches voy a esconderte la cosa esa, a ver si así te decides.

Martha se había vuelto hacia él rápidamente, irritada y amedrentada, sintiendo en peligro su más íntima identidad. Douglas, sonrojándose, había balbuceado:

—Mujer, Matty, sólo era una broma…

Al cabo de un rato también ella se echó a reír, e incluso le besó.

Pero aquel instante había tenido poder suficiente para crear una tensión entre ambos. El tema fue soslayado durante algunos meses. Martha agradecía nerviosamente su silencio. Pensaba, en forma vaga, que tendría un niño pronto: pronto, pero no ahora. Ya no asistía tan a menudo a los tés de las amigas. Se sentaba en la cama, contemplando con preocupación un cesto enorme, lleno de calcetines y camisas que debería estar cosiendo, y se dejaba llevar por una fantasía abstracta que era una especie de droga contra cualquier tipo de acción. O cogía una horca y se dirigía a la parte trasera del jardín, donde se hallaban las verduras, y cavaba horas y horas, sin descanso, dejando que el calor del sol la inundase de un bienestar lento y cálido. Le parecía estar esperando algo.

Una mañana se hallaba arrodillada sobre un trozo de saco viejo, colocado sobre la tierra negra y húmeda, ahuecando la tierra y preparándola para plantar más lechugas; corría el mes de octubre y el aire era tan seco que podía sentir la humedad del suelo al ser absorbida a su alrededor en cálidas oleadas. Se preguntaba por qué se veía tentada, tan a menudo, a hacer aquel trabajo, que el jardinero podía realizar mucho mejor, pues cavar el huertecillo doméstico con una azadilla era, seguramente, el sucedáneo más descarado de «la naturaleza», esa naturaleza que, a buen seguro, era lo que buscaba. ¿Y por qué sólo podía ver satisfecha su ansia de naturaleza en aquellas praderas que la habían visto crecer, en los campos agostados, vacíos, áridos, entre los arbolillos achaparrados y los grandes espacios requemados y ventosos? Sequedad, esterilidad, raquitismo; colores producidos por las raíces resecas, pardos delicados, y grises, deslucidos verdes y amarillos tristes: y, todos, bajo un cielo altísimo, seco, vacío: eso era lo que ansiaba. Pensar en un país bien organizado, cómodo, repleto de casitas prósperas, rodeadas de parcelas verdes y floridas, era tan desagradable como descorazonador… Y, precisamente en ese instante, oyó la voz de su madre, que daba alguna orden en la parte delantera del jardín. Se sentó sobre los talones, como si acabase de aflorar en ella una corriente de rabia; luego, conscientemente, se obligó a continuar cavando como si nada hubiese sucedido.

La señora Quest tomaba el coche dos o tres veces por semana para recorrer las escasas calles que separaban su casa de la de su hija, e irrumpía en su feudo como el mismísimo espíritu de la energía constructiva: decía al cocinero cómo debía limpiar las verduras, y le comunicaba que era un ladrón y un perezoso; reprendía a la niñera, por vaga; llamaba al criado desde la casa, haciéndole abandonar los zapatos que estaba limpiando bajo un árbol, para señalarle el polvo acumulado bajo el aparador, y finalmente amilanaba a Martha con un lista de sus deficiencias de ama de casa.

Y desaparecía, satisfecha de haber cumplido con su deber, aunque consciente de que los resultados no eran los esperados. De modo que comenzó a decir a su esposo, y a sus amigas, que Martha echaba a perder a los criados, derrochaba el dinero, y descuidaba a Caroline. Naturalmente no lo decía en serio; pero al hablar de su hija con otra gente, alguna honda fisura de su naturaleza le hacía formular todos aquellos comentarios y quejas, superficiales e irónicos; era como si, en verdad, no los hubiese emitido nunca. Pero, repetidos, finalmente llegaron a Martha, y ésta acudió a Douglas. Él, pacientemente divertido, le pidió que olvidase el asunto. Pero Martha, al borde de las lágrimas, insistió en que el cocinero se sentía molesto, la niñera estaba llorando y el criado amenazaba con despedirse.

—Bueno, Matty, ya sabes que esto sucede en la mitad de las casas de la ciudad. Estoy convencido de que el cocinero se da cuenta de que…

—¡Cómo quieres que le diga al cocinero que mi madre no sabe muy bien lo que se hace!

—Es igual; no haría ningún caso. De todos modos, Matty, ¿por qué no finges tomar en serio a tu madre, sólo por seguirle la corriente, y luego haces lo que te parezca mejor?

Y, besándola, conciliador, en la mejilla, buscaba otra ocupación. Martha se sentía particularmente molesta ante esta actitud porque había notado que era la reacción habitual de todos los maridos ante las quejas de sus esposas a propósito de sus madres. Efectivamente, cada matrimonio tenía una o dos suegras que dependía de ellos emocionalmente, patéticas mujeres de media edad a las que la sociedad había colocado en una posición elevada y árida, sin absolutamente nada que hacer.

Aquel humor tolerante la enfurecía. Su orgullo le impedía bromear sobre ciertas cosas, de modo que dejó de implorarle. Es más, había logrado apretar los labios y mantener una actitud altiva ante los asaltos de su madre. Sus quejas las llevaba ahora al círculo de amigas, único lugar en el que realmente era comprendida.

Aquella misma mañana Martha escasamente disfrutó de otro medio minuto de cavar el huertecillo, pues la señora Quest apareció inmediatamente por la esquina de la casa, con paso rápido y decidido y, en el rostro, una expresión determinada y condenatoria. Había algo tan dramático, tan urgente en su aparición, que Martha se levantó como movida por un resorte, la pequeña azada en la mano, dispuesta a enfrentarse a una calamidad.

—¿Qué demonios sucede? —preguntó.

La señora Quest se detuvo a seis pasos de distancia, exclamando:

—¡Hija mía! ¿Es que no te das cuenta de lo que sucede…? Deberías tener un poco más de cuidado.

Martha comprendió que, después dé todo, no había sucedido nada, e, inclinándose de nuevo, clavó el azadón dos o tres veces, hasta que consiguió hincarlo en la tierra, para seguir a su madre, que regresaba, enérgica, hacia la fachada de la casa. Según doblaban la esquina, oyeron a Caroline, que lloraba desconsoladamente en la veranda. Se hallaba de pie en el parquecito, aporreando con ambas manos las barandillas. Martha se acercó para tomarla en brazos.

—He sido yo quien la ha puesto ahí, está más segura —dijo la señora Quest, y agregó en tono acusatorio—: ¿Sabes que estaba sentada en el regazo del jardinero? —hizo una mueca de repugnancia—. ¿Y que esa perezosa de Alice, o como se llame, estaba sentada sin dar golpe?

Martha dejó a Caroline en el suelo. La pequeña echó a correr en seguida jardín adelante hacía el árbol bajo el cual se encontraba Alice, con cara espantada, y hecha un mar de lágrimas. Caroline se plantó delante de la muchacha y empezó a limpiarle las lágrimas, mientras Alice sonreía apesadumbrada y secaba, a su vez, las lágrimas de la niña. El jardinero cavaba junto a unas capuchinas, todo su cuerpo una fuente de odio mohíno.

Como siempre, Martha se sintió enervada de rabia e impotencia. Determinada a no dejarlo traslucir, dijo educadamente a su madre:

—Perdóname un momento… —y se dirigió hacia Alice, que, al verla acercarse, volvió la cara y bajó la mirada mientras retorcía una hierbecilla sobre el polvo rojo. Caroline se había sentado en sus rodillas pasándole el bracito por el cuello.

—Ya está bien, Alice —dijo Martha con desmaña. Alice la miró; el blanco de los ojos se destacaba nítidamente en su cara redonda, atezada, agradable. Sonrió, y luego volvió a humillar la mirada dejando escapar unas pocas lágrimas. Sin embargo, se había tranquilizado. Martha dio a la niña una flor roja de hibisco; Caroline la cogió y empezó a romperla, tras lo cual se fue hacia el jardinero. Él, los ojos bajos, continuó cavando. Martha dudó entre varias frases, y finalmente pronunció:

—Silas, si quieres ir al huerto de atrás… Silas se puso en pie mirándola con tal odio, que Martha se apresuró a añadir:

—No te preocupes, Silas; si quieres, puedes jugar con Caroline.

—Yo no soy la niñera de la señorita Caroline —respondió él enojado.

Y desapareció.

Martha volvió a entrar en la casa. No veía a su madre, pero oyó en la parte trasera una voz dura, agitada; corrió a través de la casa hacia la cocina. El cocinero estaba en pie, la mirada gacha, manteniendo una expresión absolutamente neutra, mientras su madre abría de par en par todos los armarios y se agachaba a mirar bajo la cocina. Martha la contempló sin decir palabra. Súbitamente la señora Quest, levantándose tras la prolongada inspección de uno de los estantes inferiores, sacó un envoltorio de periódicos viejos que contenía media docena de cebollas y una rebanada de pan duro.

—¡Ya lo sabía yo! —dijo desafiante—. Te roban en tus mismas narices y tú, como si tal cosa.

—Se lo he dado yo —respondió Martha rápidamente.

El cocinero no se atrevía a mirarla. La señora Quest olisqueó, y apartó luego, las cosas que había dejado sobre la mesa.

—Muy bien —dijo atropellada—; no importa; no eres capaz de tener nada cerrado y les dejas estar rondando; cada día deben robarte qué sé yo las libras.

Examinó detenidamente la cocina y, advirtiendo la mirada enojada y fría de su hija, se sonrojó. Tobías tomó ostensiblemente, con los dedos, el pedazo de pan duro y lo tiró a la basura, tras lo cual metió las cebollas en un estante del armario. Luego pasó a cerrar morosamente todas las puertas que habían quedado abiertas.

—Hace al menos tres días que no ha quitado el polvo de la cocina —dijo su madre, retadora.

Tobias abandonó silenciosamente las dependencias.

—¿Quieres un poco de té? —preguntó Martha, no sin dificultad.

Se hallaba tan enfadada, que sentía la garganta y el pecho oprimidos y le costaba esfuerzo hablar. Contempló a su madre, en silencio. La señora Quest se había detenido en medio de la cocina con expresión culpable y desencantada; no sabía qué decir. Ninguna de sus observaciones servía de nada.

—Oh, no —dijo rápidamente—. No tengo tiempo, he de ocuparme de tu padre, y, luego, tengo que ir a la Cruz Roja; ya le he dicho a la señora Talbot que empezaba a tener demasiado trabajo, que eso no es para mí.

Cuando Martha ya se daba media vuelta, habiendo tomado sus palabras al pie de la letra, su madre corrigió confusamente:

—Bueno, en todo caso, sólo una tacita.

Martha enchufó la hervidora eléctrica.

—¿Por qué no le encargas a Tobias que prepare el té? Para algo le pagas.

—Porque prefiero hacerlo yo —dijo Martha de golpe y con brusquedad.

Y miró a su madre de hito en hito. Los ojillos azules de ella fulguraron antes de amansarse.

—¡Ay, hija! —exclamó al punto—, no tienes por qué hablarme así. Desde luego, eres un caso perdido. —Dijo eso con una risita alegre y divertida. Y añadió—: Es bastante irresponsable dejar a Caroline con el jardinero; le podría hacer cualquier cosa y… —dudó un momento antes de agregar con una exclamación de desagrado—: Son unos cochinos…

Martha no contestó. Escaldó el té y puso la tetera en una bandeja.

—No sé por qué pones tanto té, sólo para nosotras dos —dijo automáticamente su madre.

Martha salió con la bandeja hacia la sala de estar. Su madre la seguía.

La sala era amplia y se hallaba en el centro de la casa. Era una habitación fresca y bastante oscura. El piso de piedra mostraba, diseminadas, algunas alfombras. Una chimenea enorme, que ocupaba la mitad de una pared, tenía ahora una maceta de geranios que eran como una alegre parodia del fuego, los tallos verdes salpicados de delicadas flores escarlata.

La señora Quest dirigió una mirada diligente a su alrededor. Se inclinó para enderezar una de las alfombras y, luego, se dejó caer en una silla. Se la notaba descontenta. Con un movimiento brusco se quitó el sombrero, con un ademán casi viril, y luego se atusó los mechones grises con mano ahora femenina. Aquella mano larga, fina, blanca, con todas las señales y marcas del trabajo, llenó a Martha de piedad. Miró a su madre, y, cansada, pensó que, después de todo, no podía hacer nada. «En una sociedad distinta —concluyó, recurriendo a su vieja fórmula—, también hubiera sido distinta». Sirvió el té y le entregó una taza. Le irritó oírle decir: «¡Sin azúcar!», cuando Martha sabía que de costumbre lo tomaba.

La vida de la señora Quest era un complejo sistema de abnegaciones; por el tono polémico de su exclamación dedujo Martha que aquel privarse de azúcar estaba de algún modo relacionado con ella.

—He decidido no fumar mientras dure la guerra —dijo la señora Quest—; un voto para que no le suceda nada malo a Jonathan.

—Me parece muy bien —dijo Martha cautelosamente tras una pausa.

Su madre dudó, y luego, apresurada, soltó:

—Y también he dejado el azúcar.

Y, como Martha no inquiriese por qué, se vio obligada a explicar:

—Es el voto que hago por ti.

Martha se levantó bruscamente y se metió en su dormitorio.

Tenía la garganta atenazada de rabia. Abrió, de forma maquinal, el armario: tenía colgado allí un abrigo y una chaqueta de punto de su madre. Miró el tocador: entre los cepillos y frascos había una polvera también suya. Comprendía perfectamente la fuerza que llevaba a su madre, que había vivido en ella durante tantos años, a dejar olvidados allí sus abrigos, a traerse «accidentalmente» objetos personales de tocador que olvidaba, sin preocuparse por recogerlos durante meses y más meses, para, de pronto, sacar un camisón de manga larga y cuello cerrado, y decir:

—Podrías ponerte este camisón, así no te resfriarás.

No había instante en que los armarios o cajones de Martha no guardasen media docena de cosas de su madre. Aunque Martha había comprendido hacía mucho las razones por las que aquello sucedía, y lo tomaba con actitud piadosa, cansada, que era el mayor grado de caridad de que era capaz, sentía, sin poder evitarlo, un terrible enojo.

Se sentó al borde de la cama y, contemplando las campanillas blancas de las ipomeas, invocó aquella otra divinidad, la sociedad. «Las personas como ella no pueden hacer nada. Han sido formadas así». Inevitablemente, oyó la voz del enemigo, el orgullo. Es ridículo, le decía aquella vocecita escarnecedora. Martha Quest, resultas ridícula, atrapada en esa situación tonta, trivial, pasada de moda… Ya no se puede decir nada nuevo sobre algo así… Martha se levantó de la cama, decidida a tener «una conversación racional» con su madre. Volvió vivamente a la otra habitación, donde su madre continuaba removiendo el té con la cucharilla, como si se hubiese servido azúcar. Se atiesó al ver entrar a su hija y la miró precavida.

—Escucha, mamá —empezó Martha llena de alegre sentido común—, hay algo que quiero decirte. Creo que ya te lo he dicho otras veces, pero no importa repetirlo —añadió de buen humor.

Los ojos de su madre brillaron, e inquirió también alegre:

—Bueno, veamos de qué se trata.

Martha notó que su buen ánimo desfallecía un tanto, pero expuso cuidadosamente:

—Querría que intentases imaginar qué hubieras sentido tú si tu madre hubiera querido inmiscuirse en tu vida como tú intentas hacerlo en la mía. Me parece que no te habría gustado demasiado.

Creyendo que esta razonabilísima declaración tenía que ser suficiente, miró hacia su madre y esperó. La señora Quest había dejado de remover, pero ahora la cucharilla tintineaba en la taza: le temblaban las manos. Martha sintióse devastada.

—Bueno, alguien tiene que vigilarte —dijo la señora Quest riendo—. No tienes ni pizca de entendimiento; los criados hacen contigo lo que quieren, y estás echando a perder a Caroline…

Martha notó brotar en ella la ira, pero intentó apaciguarse.

—Tú nos educaste, a mí y a mi hermano, como quisiste; ¿no crees que debo tener la oportunidad de hacer lo mismo con mis hijos?

Le temblaba la voz. Vio que ante aquella admisión de debilidad su madre levantaba la cara con avidez, sonriente ante aquel pequeño triunfo, como si se hallara ante un auditorio. «¿Oís qué tonterías dice la pobrecilla?», decía aquella sonrisa.

A Martha le dolían las mandíbulas, tan apretadas las tenía. Se relajó y dijo:

—Te voy a pedir, creo que por milésima vez, que no vuelvas a meterte con mis criados ni con Caroline.

Lo había dicho con aquel humor desesperado que despreciaba en cuanto lo había utilizado. Alguna oculta razón la impulsó a añadir con una especie de angustiado lamento:

—Y además, mamá, este mes voy a cumplir veintidós años.

La señora Quest dejó escapar una risita divertida.

Martha repasó su provisión de argumentos razonables y volvió al primero:

—Sabes —dijo con cansada ironía—, recuerdo cuando te quejabas a papá, aunque supongo que ya lo habrás olvidado, de tu madre. Decías, recuerdo, que hubiste de poner las cosas en su lugar. Que era muy dominante.

Y añadió para sí: «suerte tuviste dejándola atrás, en Inglaterra, y teniendo buen cuidado de que no te pudiese seguir».

—¡Oh, Martha! —exclamó la señora Quest decepcionada—. Tu padre y yo siempre hemos estado muy orgullosos de la abuela. ¿Cómo te atreves a decir tales cosas?

De pronto Martha pensó que era extraordinariamente ingenua. Su madre había ido a su casa muy a menudo sin que la experiencia le hiciese aprender absolutamente nada. Todo ello la hizo sentirse deprimida, abandonándose al silencio.

Animada, su madre dijo con alegre vocecita:

—Naturalmente, no quiero interponerme. De todos modos, Caroline es mi niña…, mi nieta quiero decir —corrigió rápidamente—. Y no toleraré que se eche a perder.

—Por simple curiosidad —preguntó Martha, trémula la voz—, ¿puede saberse qué es lo que hago para echar a perder a Caroline?

—Bueno, lo que quiero decir es… —la señora Quest estaba ahora un tanto confusa—. Mira, hija, lo que quiero decir es que está tan pequeñita para su edad, y tú la dejas estar al sol sin un sombrerito, y siempre anda con esos pobres negros, tan sucios. Todas esas cosas.

—Pues no parece que le hayan hecho ningún daño —apuntó Martha resueltamente irónica.

—Está muy pálida y cansada —dijo su madre.

De pronto Martha estalló:

—¡Ya estoy harta! Calla de una vez, y vete.

Miró a su madre, sorprendida; después de todo, había contemplado aquel extraordinario fenómeno muchísimas veces. La señora Quest, aquella apuesta mujerona de facciones recias y enérgicas, se había hundido, convertido en una chiquilla. En efecto, allí sentada, parecía una niñita que mirase a Martha aterrada, desde el fondo de sus ojitos tristes y azules, que lentamente se llenaron de lágrimas.

Martha sintió que la invadía el pesar. Recordando la vida de su madre, dura y llena de frustraciones, se repitió que mientras ella, Martha, pertenecía a una generación dedicada sobre todo a la búsqueda de sí mismo, su madre no había conocidos tales opciones. Su propia crueldad la humillaba. Sin poderse contener dijo:

—¡Oh, mamá!, qué harta estoy de todo.

Se levantó y, sentándose en el brazo de la silla que ella ocupaba, rodeó con el brazo los hombros de aquella figura que se hundía y desmoronaba. El contacto con ella le produjo una impresión muy desagradable, especialmente porque bajo su brazo aquellos hombros ganaban fuerza, se recobraban.

La señora Quest se volvió y, con gesto abrupto, de torpe afecto, la besó y dijo con voz quebrada:

—Vamos hija, yo no pretendía…

Martha se horrorizó. Aquel momento de piedad había destruido por completo todo lo que había logrado: ¿incluso la compasión iba a resultar perjudicial? Se dijo, apretando los dientes, que, de todos modos, eso nada iba a cambiar. Finalmente aceptó la voz enemiga: «es mejor no oponerse; cualquier cosa es mejor que estas escenas deplorables».

—Puesto que estás poniendo las cartas boca arriba —recomenzó la señora Quest, ya repuesta—, quiero decirte, debo decirte, bueno, que todo el mundo comenta que deberías tener otro niño.

Martha intentó cerrar los oídos y, levantándose, se apartó, envarada.

—Oh, no seas tan difícil, Matty. La verdad es que ésa es la razón de que haya dejado de tomar azúcar con el té…, para rogar a Dios que te dé dos dedos de frente. —Dudó un momento, y prosiguió—: El pobre Douglas no tiene la culpa, ni Caroline. Es puro egoísmo tuyo —concluyó gozosa.

—No estoy dispuesta a discutir sobre esto —dijo Martha por fin según volvía a sentarse.

—Oh, hija, pero debes tenerlo, todo el mundo dice… —se interrumpió ante la mirada de Martha.

—¿O sea que todo el mundo se dedica a discutir si debería tener o no otro niño? —preguntó Martha con extraordinaria calma.

—Bueno, ya sabes cómo es la gente.

—Desde luego. Me alegra proporcionar un tema de conversación tan divertido a vuestras partiditas de bridge.

—Si no jugábamos al bridge. Ya sabes que ahora, con la guerra, no podemos jugar como antes…; pero ayer en la Cruz Roja… —calló, ruborizada. Pero logró recobrarse y continuó—: De todos modos, ayer mismo tu padre me decía que eres una irresponsable, y que Douglas debería dejar sentir su autoridad.

—¿Papá dijo eso? —preguntó en seguida Martha anonadada.

Pero recordó que anteriormente ya había atribuido a su padre varias cosas que imaginaba haberle oído decir.

—Ayer mismo cogí a Douglas por mi cuenta y le di un pequeño sermón. En su oficina —precisó la señora Quest en la apoteosis del éxito—. Y está bastante de acuerdo conmigo.

Martha sintió que su último punto de apoyo se desmoronaba, pero, recobrándose, dijo fríamente:

—No tienes ningún derecho a discutir de mí con Douglas a mis espaldas.

La señora Quest volvió a mostrar un segundo aquella actitud de niñita asustada y le dirigió una mirada suplicante; pero la imagen se desvaneció rápidamente. Dejó la taza, miró a su alrededor, tomó el bolso y se levantó.

—Oh, querida, voy a llegar tarde.

Martha recogió de varios lugares de la habitación sus gafas, sus guantes, un libro de la biblioteca y un abrigo, y se los tendió.

—El abrigo, mira —murmuró ella—, vas a guardármelo de momento en tu ropero; voy tan cargada…

—No te preocupes, te lo llevaré hasta el coche.

—Oh, no, yo lo recogeré otro día.

—No sé si sabes que en mi ropero ya tienes otro abrigo y una chaqueta de punto.

—Es un ropero muy grande —se apresuró a decir su madre.

—No tanto como todo eso —respondió Martha. Y, de pronto, no pudo por menos de soltar una carcajada. La señora Quest la miró, suspicaz—. Guárdamelos. Ya vendré a recogerlos; llevo demasiada prisa…, otro día —parecía aturdida.

La niñita torcía el gesto, como si la privasen de algo que anhelaba con todas sus fuerzas. Martha dejó el abrigo en una silla, y vio iluminarse el rostro de su madre. No podía hacer nada. Se encogió de hombros.

Atravesaron varias habitaciones hacia la parte delantera de la casa. Alice, el jardinero y Caroline estaban otra vez sentados bajo el árbol, como si nada hubiese sucedido. Caroline estaba echada de espaldas sobre la hierba, moviendo las piernas en el aire, canturreando, mientras el chico hacía sonar su concertina. Una mariposa amarilla pasó revoloteando sobre el césped y se posó sobre un pie de Caroline sin dejar de batir las alas. La niña sintió el cosquilleo y levantó la cabeza para investigar. Resultaba divertido observar su carita sorprendida al ver la mariposa posada en su propio pie. Alice se hallaba enfrascada en su labor.

Martha miró a su madre, para compartir con ella la delicia de la escena, pero sólo encontró aquella familiar expresión de angustioso disgusto.

—Oh, Matty —dijo, apremiante—, de verdad es horrible; tienes que hacer lo que sea para que ese hombre no la toque.

Martha tomó a su madre del brazo y a toda prisa la empujó por el caminito del jardín hacia el coche, que se hallaba estacionado junto a la puerta, bajo la Jacaranda, con el techo punteado con las florecillas malva que habían caído. La señora Quest las limpió de un manotazo y ocupó el asiento del conductor mirando, más allá de Martha, hacia el grupo reunido bajo el árbol. Su desconsuelo era tan sincero como doloroso.

—Matty —volvió a empezar, la voz quebrada—, la señora Talbot me ha contado que dejas que esa muchacha negra duerma en la habitación de Caroline cuando salís. Es horroroso; piensa que llevan todo tipo de enfermedades y…

—Vas a llegar tarde —dijo, arisca, Martha.

—Bueno, luego no olvides hacerle hervir las sábanas —y dirigió a Martha una sonrisita descolorida.

Sus miradas se encontraron; reflejaban absoluto antagonismo, pero se separaron inmediatamente. La señora Quest arrancó y condujo firmemente calle abajo, por el lado contrario.

Martha regresó a la casa contorneando el grupo del árbol. Casi en seguida llegó Douglas a almorzar. Primero se acercó a Caroline y le dio un juguetito que le había comprado, luego bromeó un poco con el jardinero y la muchacha y por último entró en la casa. En cuanto les sirvieron la comida, Martha preguntó abruptamente:

—Quiero saber si es cierto que mi madre y tú os habéis dedicado a hablar de mí a mis espaldas.

Douglas la miró, incómodo, y tragó un buen bocado antes de responder:

—Sí, hablamos. Después de todo, es tu madre —dijo sentimental.

—Ciertamente.

Y calló. Consideraba intolerable aquella deslealtad.

Tras unos minutos de silencio Douglas, con franqueza pero todavía incómodo, dijo:

—Vamos, Matty, no es nada malo.

—Yo creo que sí lo es —respondió, tocando la campanita, para que sirviesen el plato siguiente.

El camarero entró con un pudding de muchos colores. Douglas le dirigió una mirada complacida y se ablandó. El camarero salió.

—Mira, Matty, creo que se te han metido ideas raras en la cabeza, y harías bien en sacudírtelas —dijo convencido.

—¿Cuáles fueron vuestras conclusiones sobre Caroline?

Douglas se puso del color del roast-beef, y apresuróse a responder:

—Bueno, su aspecto no es demasiado bueno, ¿no crees?

—¿La tengo descuidada, acaso?

—Yo no he dicho eso.

—¿Qué quieres decir, pues? Sabes muy bien que en esta época del año todos los niños están cansados, a causa del calor.

—Bueno, quizá si pasases más tiempo con ella…

Martha le miró sorprendida.

—Pongamos las cosas claras: Caroline se despierta a las cinco. Yo la tengo hasta las siete, y la vigilo mientras le dan el desayuno. Estoy con ella mientras Alice lava y plancha. Siempre estoy presente cuando le da de comer. Y la tengo desde las cuatro hasta que se acuesta. Le hago todos los vestidos. Nunca come un solo bocado que yo no haya preparado —al llegar a este punto se detuvo, comprendiendo claramente que era como si estuviera discutiendo con su madre, como si hablaran de cosas distintas.

—Yo no he dicho… —gritó Douglas, furioso con ella y consigo mismo.

Pero sabía que no tenía razón, que no hubiera debido sucumbir ante su suegra. Por otra parte, se sentía insultado por aquella exposición lógica, fría de Martha.

—Lo que me gustaría que me dijeras, de una manera u otra, es si estás de acuerdo con mi madre en que no me cuido de Caroline.

—Claro que no —gritó.

—Bueno, algo es algo.

—Deberías tener otro niño —dijo Douglas rápidamente, agachando la cabeza sobre su cucharada de pudding.

—¿Conque sí?

—Déjame decirte una cosa, Matty —continuó, amistoso, como entre compañeros—. ¿Por qué no te acercas a ver a Stern y le hablas de ello, eh?

—¿Porque Caroline no está bien o porque yo no estoy bien? —inquirió ella.

—Mira, Matty, déjame que te explique… la verdad es que ya le he telefoneado, y le he pedido hora para esta tarde. Martha digirió la información.

—O sea que mi madre te aconsejó que me llevaras al médico, y tú has telefoneado a Stern y le has pedido que me hable, porque todo va a redundar en mi propio bien…

Se dio cuenta de que Douglas estaba a punto de derivar hacia un estado de ánimo que cada día se producía con mayor frecuencia: súbitamente dejaba de ser un joven responsable, sensible y masculino, aunque a veces irritado, para convertirse en un niño tímido, cuyos labios temblaban de pena de sí mismo. Ahora estaba a punto de sufrir aquella transformación. Martha se apresuró a decir:

—Está bien, si eso es lo que quieres, iré a ver al doctor Stern.

No podía soportar sus niñerías, le hacían aborrecerle.

—Así me gusta, Matty —apoyó él, aliviado. Y, levantándose, añadió—: He de volver al despacho, tenemos muchísimo trabajo. Además, he estado pensando que quizá sea mejor si no vengo a comer. Me llevaré unos bocadillos. Nos falta personal.

—Muy bien —dijo Martha, como si no le diese ninguna importancia.

Él la miró rápidamente, desilusionado, como si sintiese abandono.

—Se te hará más largo el día —comentó Douglas.

—Te voy a echar de menos —se apresuró a decir ella, y le besó en la mejilla.

Inmediatamente empezó a acusarse de improbidad. Aquel instinto suyo, de someterse, por complacer, cada vez le parecía más desagradable, más falso. Pero había de darle seguridad, y tenía que besarle antes de que se fuese, de lo contrario se hubiera sentido culpable e incompleta como mujer.

Dejando ese problema de lado, fue a arreglarse un poco para ir a la consulta del doctor Stern. Oyó que Douglas la llamaba desde la veranda. Su voz tenía un tono autoritario. Salió.

—Fíjate, Matty —dijo en aquel tono sentimental que ella detestaba.

Siguiendo su expresión sorprendida, vio Martha a Caroline tumbada sobre una manta, bajo el árbol, durmiendo, Alice sentada a su lado y abanicando el aire caluroso con unas ramas.

Le miró extrañada.

—¿Qué sucede?

—Debería dormir en la cuna —dijo utilizando el mismo tono sensiblero.

—Pero, Douglas, si tú mismo dijiste que con este tiempo debía dormir bajo el árbol, porque se está más fresco que en la veranda.

La miró esquivo, un tanto avergonzado; su cara carnosa, roja, expresaba, sin embargo, indignación formal.

—¿Por qué no puedes hacer que le lleven la cuna ahí?

—Pero si la chica está con ella, no la deja sola —arguyo Martha impotente—. Mira —añadió—, te voy a decir lo que sucede: estás dispuesto a criticarme, soliviantado por mi madre, y ahora buscas cualquier pretexto para cargar sobre mí —rió de mala gana y le miró expectante.

Douglas estaba acalorado, inquieto, a punto de explotar. La rodeó con los brazos y con voz sorda, llena de afecto, musitó:

—Oh, Matty…

Ella le besó sintiendo que se traicionaba. Él se dirigió hacia el coche, feliz, contento, y al pasar dirigió una mirada orgullosa y ufana a Caroline. Alice, sin levantarse, hizo una pequeña salutación al señor, sonriéndole humildemente, sin dejar de abanicar con las hojas el rostro de la niña dormida.

Martha volvió a la casa. Se daba cuenta de que acababa de precipitar una crisis. Todos sus instintos, no obstante, intentaban alejarla de ello. Esperar, eso le hubiera gustado hacer: dejarse flotar esperando que algo sucediera, aunque no sabía el qué. Que la rescatasen; tal vez que alguien dijese una palabra… Otra vez se presentaba aquella búsqueda de las palabras apropiadas. Decidió ir a ver a su padre; disponía de una hora antes de la visita del doctor Stern.

En cuanto se hubo cambiado el vestido corto, ceñido, de brillantes colores, por otro muy parecido, y puesto un poco de maquillaje en aquel rostro que ahora le parecía pálido y bastante feo, salió al jardín con el cochecito de Caroline. La niña ya estaba medio despierta, pestañeando hacia el árbol que se erguía junto a ella. Tenía los puños doblados junto a la cabeza en un ademán perfectamente infantil. Vio a su madre y, recuperado su aspecto de niña, sonrió según se esforzaba por ponerse en pie. Martha la sentó en el cochecito y dijo a la muchacha que tenía libre hasta las cinco. Alice la miró con aquella maravillosa sonrisa tímida que dejaba al descubierto sus dientes blancos y fuertes y se fue, cantando, hacia la parte trasera del jardín.

Martha empujó con rapidez el cochecito por la acera sombreada de la calle. Todos los árboles estaban en flor, inundados de sol, y de ellos caían pétalos en una lenta lluvia azul que Caroline contemplaba, con ojos un poco doloridos por la luz de mediodía. Martha pensó con ansiedad que quizá, después de todo, la niña no estuviese bien —la verdad era que estaba un poco pálida—. Tal vez no comía lo bastante, o tal vez… Se reprimió para abordar preocupaciones en otro tenor: lo que le sucedía a Caroline era que ella, Martha, no sentía por la niña el afecto que debiera… «¿La quiero?», se preguntó, sombría, según la contemplaba con aire crítico. En cuanto la examinaba, su emoción amorosa desaparecía. En aquel mismo instante lo único que sentía eran las ataduras de la responsabilidad. Vio a Caroline volver hacia ella sus ojillos negros, toda la cara iluminada por una sonrisa cálida y confiada. Sintió rebosante el corazón. Y, en seguida, su mente fue ocupada por aquel otro pensamiento: «lo mejor para ella sería que no la amase. Tengo que procurar no poner excesivo interés en lo que hace». Pero, incluso mientras tomaba tales resoluciones, notaba que sus facciones se ablandaban en una sonrisa protectora, y pensó con desespero: «Dios mío, no hay modo de escapar; también Caroline acabará odiándome». Sin embargo, la idea de que Caroline y ella llegasen a odiarse le parecía totalmente absurda.

La niña, desde luego, estaba pálida, pensó con ansiedad. Tenía gotitas de sudor en la frente. Se apresuró; sólo le faltaba una manzana. Las ruedas del carrito dejaban huellas profundas en la espesa alfombra de pétalos, y un aroma suave y seco las envolvía, un aroma tan tenue como el mismísimo olor a sequedad; un fantasma. Eran flores de luz: podía ver cómo el sol ponía en una flor aislada un malva pálido y seco, casi blanco, en contraste con el morado intenso que tenía en la sombra. Entregó uno de los capullos a la niña y observó cómo le daba vueltas una y otra vez a la luz del sol; se preguntó si su mente estaría absorta por las mismas impresiones que ocupaban la suya, pero se contuvo. ¿Existía, acaso, alguna razón por la cual Caroline hubiese de ver lo mismo que ella veía? Quererlo así, o simplemente pensarlo, era la más negra de las tiranías… Habían llegado a la casa.

Su padre estaba durmiendo, tumbado en una gandula colocada bajo un árbol, con un pañuelo blanco en la cara. A su madre no se la veía por ninguna parte. Dudó. ¿Debía entrar en la casa? Era un lugar que aborrecía: la casita en las afueras, con muebles horrorosos y cuadros aún más feos. Mas la verdad no era esa, sino que no podía contemplar todos aquellos objetos que habían formado parte del decorado de su niñez —la bandeja de plata, los libros, las fotos— sin sentir un dolor agudo al verlos desplazados a aquel lugar: pertenecían a la casa destartalada y silenciosa de la pradera, pertenecían al recuerdo. Procuraba no entrar a menos que se viese obligada a ello. Pasaba horas y horas en el jardín, con su padre, pero no podía penetrar en la casa sin sentirse confusa y dolorosamente turbada, una turbación que no lograba comprender.

Empujó el carrito, lo más silenciosamente posible, hacia su padre; pero, cuando estuvieron más cerca, se incorporó, se retiró el pañuelo de ante los ojos y pestañeó mirándolas, el rostro todavía desencajado por el sueño. En seguida se iluminó de afecto. Y dijo cordialmente:

—Vaya, aquí está mi diablillo; me alegra veros.

Martha dejó a Caroline en el suelo, para que jugase, y ocupó la gandula vecina.

—¿Qué tal estáis? —preguntó Martha, y esperó, paciente, a que su padre elaborase la respuesta sin regatear detalle.

De toda la explicación Martha concluyó que se encontraba bastante mejor que de costumbre.

—Pero no te quiero aburrir con mis achaques —dijo apresuradamente al finalizar. Y, por pura costumbre, le preguntó a su vez—: Y a ti ¿cómo te van las cosas?

Martha dudó. Se daba cuenta de que le había ido a ver para quejarse de la actitud de su madre. La trivialidad de todo ello le impidió hablar. Además, a él le molestaba muchísimo que lo utilizasen como juez en sus…

—Oh, muy bien, muy bien… —dijo por fin.

Pero él, que se había dado cuenta de sus dudas, la miraba, comprensivo. Se sintió incómoda. La mayor parte del tiempo el señor Quest se hallaba seguro, atrincherado en aquel mundo de recuerdos y vagas especulaciones filosóficas; pero sabía salir de él repentinamente, y entonces se mostraba cálido, malicioso, paternal. Si Martha quería, aquella podía ser una de tales ocasiones, pero todavía dudó. Él desvió la mirada, para posarla en Caroline, que se revolcaba sobre el césped.

—Está muy guapa —dijo, como si la viese por primera vez.

Martha se echó a reír y de nuevo sus ojos agudos y penetrantes se volvieron hacia ella.

—¿Qué te sucede, hija? —preguntó.

Martha notó trémulos los labios. Los sollozos reprimidos la tenían convulsa. Se sentía sobremanera confundida; su padre detestaba las lágrimas.

—Dios mío —le dijo—, no te me eches a llorar; pórtate como una buena chica. —Le dio su pañuelo enorme, y Martha se enjugó los ojos sonriendo.

—Pareces cansada —comentó dirigiendo el brillo de sus ojos oscuros directamente hacia ella.

—Estoy harta —dijo Martha con voz dura, incierta—. Estoy tan harta, que me gustaría ponerme a gritar. ¡Estoy harta de todo! —concluyó desafiante, mirándole de hito en hito. Esperaba sus palabras.

—Ya hace algún tiempo que tengo la impresión que las cosas no te van bien del todo —observó su padre.

Metió la mano en el bolsillo, sacó la vieja lata donde guardaba los cigarrillos, y le ofreció uno, que le encendió con aquella amabilidad cuidadosa y pasada de moda que jamás descuidaba.

—Naturalmente —agregó— a tu madre no le he dicho nada.

Martha le miró a los ojos y vio que no le mentía.

—Ella ha hecho varios comentarios —añadió nervioso—. Pero, de todos modos…

Se hizo otro silencio. El señor Quest se estaba mirando las manos de un modo que a Martha le resultaba tremendamente familiar. Tenía manos grandes y delicadas, aunque un poco blandas. Parecía sorprenderle que fuesen suyas. Las observó y, preocupado, frunció el ceño.

—Tengo que ver si encuentro mis tijeras de las uñas; se me han perdido, y no sé dónde.

Se hubiera dicho que iba a cambiar de tema; pero volvió a suspirar y le dirigió otra mirada inquisitiva por debajo de la bóveda dura y blanca de sus cejas.

—¿Por qué lo hiciste? —dijo, de pronto, en voz baja, acusadora—. Resultaba claro que no os iba a ir bien. Ni siquiera estabas enamorada.

—¿No? —preguntó Martha sorprendida.

No hubiera logrado recordar sus sentimientos de entonces.

—Ni estabas enamorada de él, ni has estado jamás enamorada de nadie; sólo hay que mirarte para saberlo —dijo.

La última frase, fría y directa, era el juicio de un hombre de experiencia, e hizo que Martha le mirase con respetuosa sorpresa.

—Yo sabía que era un error, pero nunca se te puede decir nada. ¿Se te puede hablar ahora? —añadió dulcificando la frase con una especie de afectuoso enfado.

—Bueno, pues así estamos —dijo, dirigiendo su irritación contra la misma vida—. Supongo que el matrimonio es una institución necesaria —y tras una pausa prosiguió—: pero para ti, casarte a los diecinueve años…

—¿Quieres decir que, por cuanto me lo he buscado, debo resignarme? —preguntó Martha muy razonable.

No se hallaba preparada para oír lo que siguió; pensó, a disgusto, que aquel anciano no sólo la conocía mucho mejor de lo que ella podía haber pensado, sino que, además, siempre parecía llevarle ventaja.

—Tienes que volvértelo a plantear de arriba abajo, Matty. Hagas lo que hagas, debes pensarlo bien.

Sus palabras sólo podían significar una cosa. Martha jamás había llegado a decirse que abandonaría a Douglas. Creía que lo haría, algún día…, pero decirlo resultaba demasiado apabullador, demasiado definitivo.

—Vuélvetelo a pensar. Y no te enredes con más familia hasta que estés segura —dijo su padre firmemente.

Se miraron. Sus ojos mostraban tal afecto, que Martha sintió que los suyos se humedecían. Hacía años que no se habían mostrado el menor signo externo de afecto.

—Estoy muy orgulloso de ti… —dijo el señor Quest, turbado, con un hilo de voz.

—¡Oh, demonios! —exclamó al caerle el cigarrillo en los pantalones.

Sacudió las ascuas y, cuando hubo restablecido el orden, aquel momento había pasado.

Volvió a reunir sus ideas esmeradamente y observó:

—Ese hombre nunca me ha gustado. Jamás logré entender cómo podías casarte con un…, con esa especie de viajante de comercio.

Martha dijo débilmente:

—Oh, no está mal…

—¡Por Dios, Matty! Pero si…, Dios mío, ¿no podías elegir un hombre que lo fuese de verdad?

De nuevo Martha notó que se ruborizaba bajo la experta mirada masculina.

—Incluso un tuerto se hubiera dado cuenta… Es igual, ya está hecho —concluyó, irritado.

Martha se sentía avergonzada, pero al mismo tiempo se daba cuenta de que había encontrado apoyo. Presentía que todo iba a salir bien.

Él le encendió otro cigarrillo y dio varias chupadas al suyo.

—Va a llover —dijo mirando el cielo.

Los setos de oscuro follaje colgaban blandos y pesados a su alrededor. Los profusos pétalos malva parecían disolverse en el cielo al cabrilleo de la luz. Arriba, el azul profundo se llenaba de masas de nubes tormentosas.

—Hace un calor espantoso —dijo Martha enojada.

Sentía el cuerpo húmedo y pegajoso bajo el vestido. Pero, de todos modos, le gustaba: el calor vibraba en ella como los movimientos de la sangre.

—Tengo que llevar a Caroline al médico —dijo sin moverse.

—¿Tiene algo? —preguntó su padre cortésmente.

—Oh, no, está muy bien.

El señor Quest contempló a su nieta, que ahora se hallaba ocupada en arrancar de cuajo unos lirios.

—Es igualita que tú a sus años. Excepto los ojos, claro está. Y el pelo. ¿De dónde ha sacado esos ojos?

—Creo que del padre de Douglas —dijo Martha—. ¿Por qué? —y advirtiendo que la miraba de un modo peculiar, preguntó—: ¿Qué demonios te imaginas?

—La verdad es que me lo he preguntado muchas veces —comenzó pausadamente el señor Quest—. Después de todo, tú no te riges por nuestra misma moral; que yo sepa, nada impide que Caroline sea hija de otro.

Martha estaba extraordinariamente sorprendida.

—Supongo que no quieres sugerir —dijo indignada— que me casé con Douglas engañándole.

—No veo qué podría impedirte hacerlo, una vez abandonada la moral convencional. Por más vueltas que le dé, no acabo de ver por qué te casaste con él, porque alguna razón debió existir.

—No, no la hubo —dijo descorazonada.

—Pues sería que estabas esperando.

—Lo estaba, pero no lo sabía. —Se echó a reír; por alguna razón no podía pensar en ello sin encontrarlo tremendamente divertido—. Resulta que estaba embarazada, y al parecer todo el mundo lo sabía; todos, menos yo… —A fuerza de reír, tuvo que secarse los ojos.

—No le veo la gracia —dijo en tono de censura—. Lo encuentro consternador. De todos modos, siempre es un alivio pensar que vuestra generación no es más competente que la nuestra; aunque tú, seguramente, no te darás cuenta.

Su mirada denotaba aquel enojo habitual; el momento de comprensión había pasado; casi inmediatamente dejó escapar una gran bocanada de humo y, contempló cómo se disolvía perezosamente en el aire azul. Luego, y en aquel otro tono de voz, más introspectivo, quiso saber:

—¿Te he hablado alguna vez de cuando salí del hospital convencido de que estaba loco?

Sabía que se lo había contado; pero el apremio de su mirada era un ruego de que se lo dejase explicar una vez más. Martha se mantuvo en silencio durante algunos minutos según escuchaba.

—De todas formas —concluyó su padre interrumpiendo el relato—, por lo que yo veo, todo el mundo está loco. Mira, Matty, es la única explicación que encuentro a la vida que vivimos: todo el mundo está loco de remate.

Ella le dio la razón y, tras un intervalo razonable, dijo que tenían que marchar. Metió a Caroline en el carrito y besó a su padre en la mejilla, seca, arrugada. Él se inclinó, ofreciéndosela distraído, mientras murmuraba:

—Me alegra haberte visto, vieja. A ver si volvéis pronto.

La miró; sus ojos tenían un brillo evasivo, taimado:

—Te quería decir algo, pero no recuerdo qué.

Sin sonreírle, Martha respondió seriamente:

—Tenemos que marchar, papá.

Porque con aquel modo de hacer suyo, con la frase, silenciada, quería decirle que, si había salido de su concha para ser su padre, para darle consejo y apoyarla, no quería que luego fuese a recordárselo. No quería que le hicieran responsable de nada.

Sin embargo, en la sonrisa de él había algo directamente malicioso, de compañerismo, que servía a la ocasión mejor que cualquier palabra. Martha le devolvió, irónica, la sonrisa.

Mientras comenzaba a empujar el cochecito, le oyó repetir:

—Locos. Absolutamente todos. Locos. —Y tomó un libro que tenía sobre la hierba, boca abajo, se lo colocó sobre las rodillas y se puso a leer.

Cuando llegó al consultorio del doctor, estaba dispuesta a estallar enojadamente contra los consejos que esperaba recibir. Imaginaba la complacencia masculina con que Douglas debía de haber pedido al doctor Stern que hablase con Martha. Sin duda el doctor Stern le había contestado en el mismo tono: «Mujeres —debió decir—, ya se sabe cómo son». En algún rincón de su memoria flotaban aquellas palabras, y aquel mismo tono; ¿quién podía haberlas pronunciado? ¿Quién? Evidentemente, su padre, hablando al señor Van Rensberg en la granja. Había aquella especie de risa masculina, casi conspiradora, y, desde luego, profundamente ofensiva. El señor Quest era de un modo con los hombres, de otro con su esposa; y hacía media hora, durante diez minutos, todavía se le había mostrado de un modo distinto. Martha se aferró con fuerza a esa última imagen de él; con ese apoyo podía enfrentarse al doctor Stern y a las presiones que esperaba de su parte. Así era como Martha lo veía.

Pero el doctor Stern se mostró tan dulce como de costumbre. Examinó con detenimiento a la niña y dijo que estaba perfectamente. Y, como Martha insistiese, repitió:

—Perfectamente, ¡cuando quiera, le doy un certificado! —Se miraron un instante, en sus ojos había una comprensión que turbó a Martha al tiempo que la tranquilizaba.

Al parecer el doctor ya daba la visita por terminada; aunque aquello no era lo que Douglas había sugerido. De pronto, Martha dijo:

—Quizá también me podría echar a mí un vistazo; sólo un momentito…

Inmediatamente hizo un gesto a la enfermera, otra jovencita de bata inmaculadamente blanca, que tomó a Caroline de la mano y la condujo a otra habitación.

El gabinete se hallaba sumido en una luz verdosa que resbalaba sobre la superficie brillante de la mesa; se había vuelto a restablecer aquella atmósfera de apaciguada intimidad profesional. El doctor Stern tenía una ficha delante de sí, encima del secante. La estaba leyendo, su cara, pálida y un poco achatada, era totalmente inexpresiva. Parecía muy cansado.

—Usted dirá, señora Knowell.

Martha pensó que Douglas debía haberle contado alguna mentira. El doctor Stern le dirigió una mirada rápida, luego apartó la ficha a un lado, se recostó en la silla y bostezó.

—Este tiempo me da sueño —comentó por darle conversación—. Y me he pasado toda la noche en vela con un parto. No sé por qué será que los niños siempre nacen de noche; la suya también nació de noche, ¿no?

Martha estaba lista para atacar; esperaba que él añadiese alguna sugerencia sobre por qué no tenía otro; pero el médico no dijo nada.

—Todo el mundo se resiente de esta época del año. También usted parece un poco cansada; en su lugar, me lo tomaría con calma. En cuanto a Caroline…, todos los niños palidecen y se ponen de mal humor; lo que hay que hacer es procurarles descanso. En octubre, todas las madres acuden a mí tremendamente preocupadas. Yo se lo digo: hay que tomárselo con un poquito de calma y tranquilidad.

Martha percibió la repetición del todos; el doctor Stern colmaba aquella necesidad que tenía, de verse absuelta, a base de incorporarla al común de la gente; era la misma necesidad que la obligaba a ir a los tés de sus amigas. Una parte de su cerebro se mantenía alerta, satírica, divertida incluso, intentando analizar el proceso mediante el cual el doctor la manipulaba. Y, sin embargo, pensó que, pese a toda su lucidez, él jugaba con ella como el pescador que hala poco a poco de su presa.

—Mire, señora Knowell, la mitad de las pacientes que viene a visitarse no tienen nada, lo cual no quiere decir que no necesiten los consejos del médico. Supongo que usted, como mujer inteligente, comprenderá la situación.

Martha acogió con una sonrisa de desagrado lo de la «mujer inteligente»; él se dio cuenta, pero prosiguió:

—Les prescribo un tónico. Nunca va mal. Y quizá les haga algún bien. Aunque a usted no voy a recetarle ningún tonificante. Parece que su marido está algo preocupado por su causa. Le sorprendería saber lo a menudo que recibo llamadas telefónicas de maridos preocupados por sus esposas —y rió, como si compartiesen un secreto—. Quizá sólo sea que a veces los maridos se salen un poco de sus casillas —se detuvo esperando que ella riese.

Martha se mantuvo impasible; le parecía demasiado torpe. Él notó cómo fruncía el ceño, tomó la pluma y empezó a dibujar una serie de trazos verticales en un bloc.

Martha pensó: «por de pronto, no sabe juzgar a la gente; si acaso, intuye sus reacciones. Ahora mismo se da cuenta de que estoy agraviada, pero no sabe por qué…». Comprendió que aquella terapéutica daba sin embargo, muy buenos resultados. Había conseguido que compartiese los sentimientos de él, contrarios al torpe mundillo de los jóvenes maridos. Recordó entonces que él no pasaba gran cosa de los treinta, y que no era, por tanto mucho mayor que ella. Y luego: «la última vez, ni siquiera sabía que estaba embarazada, y, sin embargo, heme aquí, puesta en sus manos». Por primera vez sospechó que tal vez sí se había dado cuenta de que estaba embarazada, pero la había comprendido lo bastante bien como para dejar que su embarazo estuviese demasiado avanzado para poder interrumpirlo. ¿Trataría del mismo modo a todas sus clientes?

¡Y pensar que las mujeres de las zonas residenciales creen que los médicos —sobre todo los suyos—, jamás cometen errores!

Pensó en su esposa. Entre sus amigas se decía que la señora Stern no estaba a la altura de su marido. Martha les había visto pasear, un domingo por la tarde, por el parque. La esposa era una muchacha menuda, morena, gordita, de encendidos colores; la había visto colgada de su brazo mientras él paseaba por el césped, aparentemente tan fatigado y paciente como siempre. Martha la había envidiado. Estar casada con el doctor Stern tenía que resultar muy distinto de ser la mujer de uno de los muchachos. Aquel brazo, orgulloso y ansioso, asido al del marido le había parecido, sin embargo, un tanto ridículo: si Martha se hubiese casado con el doctor Stern… Pero él le volvía a hablar:

—También yo, antes de casarme, tenía ideas de lo más pintorescas. Hasta que descubrí que no soy tan sutil como pensaba. Una cosa es dar consejos, y otra llevarlos a la práctica. Estoy seguro que mi esposa cree que soy el hombre más torpe del mundo —y, levantando la mirada, le sonrió.

Era una de esas sonrisas que, de puro agradables, conquistan. Se encogió de hombros, como si no tuviese poder alguno sobre todo aquello, y Martha descubrió que también ella había comenzado a sonreír.

—Mire, señora Knowell —empezó, en tono totalmente distinto, poniendo las cartas sobre la mesa—, estoy seguro que se sorprendería si le dijese el número de jóvenes esposas que vienen a visitarme y se sientan ahí donde está usted, en la misma malhumorada actitud, y me perdonará por decir que está usted de mal humor. Crea que no es mi intención exceder mis atribuciones. Ayer mismo, por ejemplo, me viene una paciente llorando a mares, diciendo que no aguantaba más a su marido y que iba a dejarlo, no porque hubiese otro hombre, no, nada de eso; simplemente porque ya no era capaz de aguantar más. Es esta época del año… Fíjese, creo que fue la semana pasada, otra paciente, a quien visito desde hace un montón de años…

Parecía un viejo resabido; Martha pensó que no podía haber tenido ninguna paciente «un montón de años», porque no llevaba tanto tiempo ejerciendo.

—… bueno, pues me llega en el mismo estado. Pero esta mañana ha venido a consultar, está esperando otro niño, y ya se le han pasado todos los males. Hay que sobreponerse e ir tirando. Pensándolo bien, creo que no hay una sola de mis clientes que no venga a verme, al cabo de un par de años de matrimonio, y no exprese el deseo de no haberse casado jamás. Supongo que esto no dice mucho en nuestro favor, en favor de los maridos; pero qué le vamos a hacer, así es la vida.

De nuevo le ofreció aquella sonrisa tenue, tolerante, y ella correspondió con otra, para dar a entender que sí, que apreciaba todo eso de la vida que todos debían aceptar, puesto que no queda otra alternativa. Se sentía sorprendentemente aliviada, consolada. Pero, aun así, pensó: «va a continuar un poco más el juego, siquiera para asegurarse».

Y, en efecto, continuó hablando; a cada frase echaba mano de palabras como «nosotros», «todos» y «cada cual». Martha se sentía humillada, irritada por ellos y, al mismo tiempo, perversamente consciente de la situación.

—Mi esposa espera un niño para dentro de poco, señora Knowell, y, créame, haré todo lo posible para que el año próximo tome unas vacaciones bien lejos de mí y del niño; a veces todos deberíamos tomarnos unas vacaciones por nuestra cuenta. Le aseguro que no le voy a permitir que tenga otro niño hasta que no haya pasado al menos un mes sola y lejos de mí.

Las palabras «le aseguro que no le voy a permitir» suscitaron en ella una imagen de su matrimonio, con él como marido joven, complaciente y embelesado, y el encanto se disipó. En aquel mismo instante decidió que seguramente, al hablar por teléfono con Douglas, le había dicho:

—Ya lo sabes, chico, las mujeres son así.

—Doctor Stern, yo no puedo tomarme unas vacaciones. Ni pensarlo. —Lo dijo rotunda y algo desdeñosamente.

El doctor Stern levantó sus ojos sagaces, cansados.

—Bien, bien, señora Knowell; cuando no se puede, no se puede. Mala suerte, pero es así.

Martha se levantó.

—Bueno, gracias, doctor. No quiero entretenerle… —Y, de pronto, añadió—: La verdad es que me siento cansada; quizá podría recetarme un tónico.

Él sacó la libretita y escribió.

—Sí, lo cierto es que en esta época del año nadie se siente demasiado bien.

La enfermera volvió con Caroline. El doctor Stern la acompañó hasta la puerta y se despidió con su habitual invitación, de que volviese cuando lo deseara. Martha cruzó la sala de espera, como de costumbre abarrotada de mujeres que tenían los ojos clavados en la puerta del consultorio.

Ya en la calle, se detuvo junto a una farmacia, dudando. Finalmente tomó la receta del tonificante y la rompió; metió los trozos en el bolso sintiendo un impulso de rabia realmente violento. Todo le parecía odioso… Es terrible, se decía. Empujó el cochecito de Caroline acera abajo buscando instintivamente la sombra. No se atrevía a pensar en todos aquellos cada cual, y nosotros y todos. ¿Así que todo el mundo sufría depresiones y corría al médico, sumo sacerdote, que les recetaba botellitas de tónicos asegurándoles que no discrepaban en nada de nadie? ¿Y se tomaban unas vacaciones, y luego ponían otro niño en camino, y eran totalmente felices? De todos modos, se dijo, no importaba; lo único verdadero era el estado en el que se encontraba, todo lo demás era mentira. Pero no logró mantener mucho tiempo esa convicción. Aquel irritante cansancio se disipaba ante la idea de tener otro hijo: ¡era algo tan emocionante tener un niño, producir otro ser humano a base de nada, casi como si se lo sacase del sombrero! Y todo quedaría resuelto de una vez por todas. ¡No había escapatoria! Dentro de dos o tres años, el niño sería ya otra personita, como era ahora Caroline, que la miraría con ojos severos. Una oleada de temor, de cansancio la invadió. Lo veía todo tan claro. Aquella frase, tener un niño, que era como todas las chicas pensaban en su primer hijo, era sólo una máscara que ocultaba la verdad. Uno se formaba la imagen lisonjera de una madona con un niñito desvalido en brazos; nada más atractivo. Lo que nadie veía, lo que todo el mundo conspiraba por ocultar, era la mujer de mediana edad que no había hecho otra cosa que echar dos o tres ciudadanos vulgares y tediosos a un mundo ya repleto de ellos.

A punto de abandonarse a aquellas reflexiones, tan frecuentes, sobre cómo se debían haber sentido las mujeres de otras épocas, el recuerdo de su padre se lo impidió. Le había planteado el problema con bastante claridad, y tenía que hacerle frente.

Supuesto que dejase a Douglas, ¿qué tipo de vida quería llevar? Con tristeza pensó que desaparecer, como Nora[1], para llevar «una vida distinta», tenía algo de grotesco, porque en realidad nada cambiaba. No somos ya tan necios. Nadie cree que plantarlo todo para ponerse de mecanógrafa vaya a cambiar nada. Una acaba irremediablemente por enamorarse del socio joven de la empresa, y el ciclo vuelve a empezar. La idea le era tan desagradable, que se atrincheró en el polo opuesto: de ningún modo; haría lo que todo el mundo: someterse.

Empezó a fantasear. Como jamás había conocido a ninguna mujer que pudiese tomar como modelo, creó la imagen de un espíritu femenino y maternal situado en aquella casa enorme, fría, y lo rodeó de un montón —puesta a ello no imaginaba dos niños, sino seis o siete—, de toda una progenie de hijos encantadores que bebían de aquel veneno de amor y creatividad como de una fuente. En conjunto, la imagen le resultaba mucho más atractiva que la de la mujer joven, distante y crítica, sentada todo el día a la máquina, en una oficina comercial.

Se convertiría en una de aquellas mujeres cálidas, gruesas, deliciosas, maternales, divertidas; no exigiría nada ni sería absorbente. Aunque en verdad jamás había encontrado semejante prototipo, estaba convencida que, si se dedicaba a ello, podía llegar a convertirse en uno de ellos. Se sumergería en aquella imagen como quien, entrando en el mar, se deja arrastrar por él… Suprimió con severidad todos los pinchazos provocados por el pánico que nacía en su interior ante la idea de abandonar la persona que creía ser, se obligó a imaginar la casa, con las habitaciones llenas de niños, y ella en el centro de todo, como abeja reina.

Había llegado a la esquina por donde debía doblar para seguir las umbrosas avenidas. Estaba levantando las ruedecitas del coche de Caroline, para cambiar de acera, cuando oyó un silbido agudo. En aquel sonido había algo que la hizo mirar detenidamente a su alrededor. En la acera opuesta, un grupo de jóvenes vestidos con el uniforme gris le silbaban con una mezcla de burla y admiración. Inmediatamente notó que se ponía rígida, que se azoraba. Miró en otra dirección. Los silbidos se repitieron, ahora burlones, debido a su retraimiento. Se sentía furiosa consigo misma, a causa de aquella rigidez. Cruzó presurosa la calle y, por escapar a los jóvenes, a su propio nerviosismo, torció por la primera transversal.

Este pequeño episodio había destruido su visión de la madre impertérrita, con un montón de niños. Y no podía resucitarla. Caminó adelante, seria, bajo las jacarandas moradas que se inclinaban —el sol había perdido el brillo blanco, caluroso, y ahora relucía con un espeso amarillo que daba a los ramos un color morado oscuro—, sintiendo asco de sí misma, de la vida, de todo; su disgusto era tan fuerte, que casi le provocaba náuseas. Oyó, a su espalda, pasos de alguien que se aproximaba de prisa, la llamaron y, al darse vuelta, vio aproximarse a William. No le había visto desde la tarde del regreso de Douglas, hacía ahora dieciocho meses.

—¿Estabas con esa… pandilla? —preguntó en tono ácido, pero sonriéndole.

Él hizo una mueca y, respondió en tono ecuánime:

—Los chicos siempre serán iguales —naturalmente él, como individuo, nada tenía que ver con el grupo del que había formado parte hacía unos segundos—. ¿A dónde vas?

—A casa —dijo Martha echando a andar.

William opinó que Caroline estaba creciendo mucho. Martha asintió. Observó William que hacía mucho que no se habían visto y Martha dijo que así era, en efecto. Cuando él dijo que aquel tiempo le hacía sentirse muy cansado, sus miradas se encontraron y ambos se echaron a reír.

Él no se sentía muy a gusto. La tela gruesa y rígida del uniforme parecía, más que nunca, una especie de caparazón. Cuando caminaba tenía cierta ligereza, casi gracia; pero el uniforme era demasiado para él: le eclipsaba, se hubiera dicho. De aquella concha grisácea brotaba un rostro blanquecino, ahora un poco acalorado, y sus ojos azules, clarísimos —no como los de Douglas, de un azul corriente, un tanto impuro, sino de un azul intenso, como el del agua o los zafiros—, la miraban con tranquilidad e inteligencia. El pelo era de un castaño brillante, como metal expuesto al sol, y le asomaba bajo la gorra, que llevaba ladeada con garbo, como si considerase un chiste el tener que ponérsela.

—Te acompaño un rato; es lo mejor que puedo hacer esta tarde maravillosa… —y se puso a caminar junto a ella, las manos en los bolsillos.

—¿Qué tal va el… grupo? —preguntó Martha con desmaña.

—Oh…, muy bien. —Pero aminoró el paso y, en tono tan amistoso como despreocupado dijo—: Esperábamos que vinieses. Claro que ahora es difícil… nosotros comprendemos que tienes problemas… —corrigió sonrojándose un poco.

¿Qué querría dar a entender con el «nosotros»?

—¿Os habéis escindido del… antiguo grupo?

—Claro, con este súbito cambio es más fácil conseguir cosas.

—¿Qué cambio?

La miró rápidamente, el ceño fruncido de incredulidad.

—Estoy seguro de que incluso para las esposas de los altos funcionarios ha de ser obvio que el ambiente no es el mismo.

—Hace mucho que no leo los periódicos —se excusó, confusa.

Él apretó un poco los labios y calló; luego, viendo su expresión de disculpa, preguntó amablemente:

—¿Cómo es eso?

—Todos son una porquería.

—Desde luego, desde luego —pero volvió a aminorar el paso y dijo—: Aunque dejar de leerlos no sea, quizá, la mejor solución.

Su aire desaprobador la enojó. Estaba pensando: ¡bah!, es un chiquillo. Debía tener veinte años, ella le aventajaba en dos; pero, además, estaba casada y tenía un hijo. Se sentía maternal.

Habían llegado a la casa. Tras los setos en flor, cobijada por los árboles, parecía algo amplio, seguro, permanente. El jardinero estaba charlando con la niñera bajo un árbol, el pikanín recogía guisantes en el huertecillo mientras el criado barría las escaleras que llevaban a la terraza.

—Delicioso feudalismo —comentó él agradablemente—. Delicioso de verdad, y supongo que tú eres la dueña y señora.

No pudo menos de echarse a reír, aunque sus palabras la habían enojado.

—¿Qué le vamos a hacer? —prosiguió él, resiguiendo con su mirada tranquila todo el lugar—. Debo admitir que hay peores maneras de pasar la vida.

Martha comprendió que estaba esperando que le invitase a entrar. Pero recordó a Douglas: no lo vería con buenos ojos. Primero, pensó confusamente, he de arreglar, y de una vez por todas, nuestra situación.

—Dale recuerdos al gran hombre —dijo, se estaba refiriendo a Douglas. Martha se atiesó.

—Bueno, hasta otra. Si algún día decides un pequeño cambio, ya tienes el número de teléfono de Jasmine. —Y, dando media vuelta, se encaminó hacia la ciudad.

Martha se sentía mezquina por no haberle invitado a pasar, y estuvo a punto de llamarle. Pero empujó el cochecito de Caroline hacia el jardín, dejó la niña al cuidado de Alice, y fue directamente a su habitación. Sobre la mesilla de noche estaba, abierto, el diario de la mañana. Lo abrió y empezó a estudiarlo.

Desde la última vez que había abierto un diario, los rusos, al parecer, se habían convertido en héroes y en magníficos guerreros. Ya no eran la horda de mujiks mal equipados que huía ante los ejércitos nazis. Un cambio bastante notable. Había dejado de leer los periódicos porque la sublevaba el tono de delectación con que hablaban de la invasión de Rusia; era obvio que todo el mundo estaba encantado de ver demolidos a sus gallardos aliados.

En un lugar llamado Stalingrado se estaba librando una batalla épica que —según afirmaba el anónimo editorialista— constituía uno de los hechos cruciales de la guerra.

La situación local seguía estática. El diario publicaba dos editoriales, escritos con aquel irritado engreimiento que les era tan peculiar, sobre el hecho de que la población indígena no sabía apreciar los sacrificios que los blancos realizaban para sacarles de su estado de salvajismo; desconocían la dignidad del trabajo, y no podían esperar llegar al nivel de la civilización blanca ni en mil años, que era lo que a los ingleses les había costado evolucionar de las chozas de barro a la democracia y el agua corriente. Pero todo eso no aportaba nada nuevo. En la sección de cartas al director descubrió un tono nuevo, estridente. Dos respetables ciudadanos escribían largamente advirtiendo sobre la existencia de agitadores extranjeros que inculcaban ciertas ideas en las mentes indígenas; «ciertos grupitos, dirigidos desde Moscú…». El gobierno debía examinar inmediatamente tales organizaciones que, tras el pretexto de reunir ayuda para Rusia, se dedicaban de hecho a infectarles con ideas contrarias a la civilización blanca.

Todo ello resultaba muy interesante. Las columnas de anuncios confirmaban, en efecto, que existían todo tipo de actividades antes desconocidas. Además de los anuncios normales de cines, bailes y reuniones, había media docena de otros, sobre actos patrocinados por organizaciones tales como: «Ayuda a Nuestros Aliados», «Simpatizantes de Rusia», y algunos sobre temas como «La Constitución de la Unión Soviética» y «Vida en una granja colectiva ucraniana».

En conjunto se apreciaba una especie de actividad, de efervescencia y agitación que alcanzaron a Martha. Pero lo que más la impresionó fue la diferencia del tono que el diario empleaba al tratar de la guerra. Rebuscó en un cajón y extrajo un montón de periódicos atrasados. Dos años antes, los rusos eran todavía criminales, bárbaros y enconados que conspiraban con Hitler para dominar el mundo. Un año más tarde se convertían en pobres víctimas de una monstruosa agresión y, desafortunadamente, estaban tan desmoralizados que, como aliados, eran totalmente inútiles. Ahora, sin embargo, se habían trocado en raza de heroicos gigantes.

Aunque no leer la prensa es una práctica condenable, a veces proporciona interesantes resultados. Martha, por ejemplo, se veía, naturalmente, enfrentada a la siguiente idea: ¿qué imagen tenía de sus lectores el director de aquel diario? Los titulares de hacía dos años, los del año anterior y los actuales no guardaban la menor relación.

Alguien llamó a la puerta; era Alice, que traía a Caroline a cenar. Martha se dijo que, por una vez, podía atenderla la muchacha. Continuó sentada al borde de la cama intentando ordenar sus ideas, que se hallaban en extraordinaria confusión.

Resultaba claro que el grupo —fuera cual fuese su actual constitución— estaba «haciendo algo» por fin. Pero ¿qué? Martha se dejó llevar por atractivas fantasías que la representaban entre el pueblo, como una heroína de una vieja novela rusa. Su sentido común la obligó a desistir de tales sueños. Si Jasmine, o William, o cualquier otro se hubiesen dedicado a arengar a las masas, la reacción habría sido mucho más fuerte que un par de simples cartas de indignación dirigidas a la prensa. El racismo hacía que aquella forma de agitación fuera imposible.

Súbitamente, sin previo aviso, la inundó aquella antigua sensación de atmósfera viciada, que le despertaba una especie de sarcástico aburrimiento. No sabía a qué era debida, pero la imagen de un grupito enteramente integrado por gente de la clase media, reuniéndose, montando oficinas, saliendo, incluso, a arengar a los demás, le parecía algo absurdo, patético y, sobre todo, pasado de moda. De nuevo tropezaba con aquel enemigo que hacía que cualquier tipo de entusiasmo o idealismo le pareciera ridículo.

La vida que llevaba le parecía digna, atractiva. Y, sin embargo, en cuanto hubo llegado a esta conclusión, el otro sentimiento de disgusto se rebeló: pensó con emocionado anhelo en todas aquellas nuevas posibilidades; nada se le antojaba tan heroico y abnegado como el grupo de Jasmine y William. Pero una vez más, casi inmediatamente, brotó aquel desprecio, aquel disgusto añejo y tan intenso como su deseo de unirse a ellos.

Inmóvil al borde de la cama, estuvo oscilando de uno a otro extremo mientras afuera empezaba a oscurecer y se encendían las luces de la calle.

Oyó pasos en la casa; la puerta se abrió y las luces la deslumbraron. Era Douglas. Con voz alegre le preguntó:

—¿Qué demonios estás haciendo ahí, a oscuras? —Pero su mirada expresaba cierta cautela.

—Oh, nada —dijo según se levantaba.

Descubriendo el montón de diarios que campaba sobre la cama, comentó despreciativo:

—Es una porquería —eso refiriéndose a la política mundial, en general.

Martha comprendió que el tono de satisfacción de su voz era del mismo fuste de su sensación de desesperante fatalidad. Se apresuró a recoger los diarios, como si quisiera ocultarle algo.

—¿Está acostada Caroline?

Abrió la puerta que daba a la otra habitación. Caroline estaba cenando bajo la vigilancia de Alice.

Douglas volvió y le dijo con sentimentalismo:

—Matty, al menos le podrías dar la cena a la niña.

Tragándose su enfado, anunció ella:

—El médico dice que está perfectamente.

—Ah, estupendo. —Se quedó mirándola, inicialmente indignado.

—Y añadió que también yo estoy perfectamente —dijo Martha de golpe, sonriéndole de un modo que quería ser desagradable.

—Ah, muy bien —replicó él cordialmente conforme se volvía para colgar la chaqueta en el armario—. Tengo buenas noticias —empezó, aún en el mismo tono franco, que la obligaba a ponerse inmediatamente a la defensiva—. El viejo Billy, el de Y…, está de vacaciones y quieren que ocupe su puesto unas semanas.

—¿Lo harás?

Se dio media vuelta mirándola con decidido reproche, al tiempo que se mordía los carnosos labios.

—Si quieres, puedes venir —dijo respirando aceleradamente—. Nos deja la casa.

—Pero, Douglas, ¿qué quieres que hagamos con ésta? ¿Cerrarla?

—Mujer, si te pones así…

—¿Cuánto tiempo piensas estar?

—Tres semanas —volvió a mirarla de reojo—. ¿Qué te ha dicho Stern?

—Nada especial, salvo que no tenemos por qué preocuparnos por Caroline. —El odio que en aquel instante los enfrentaba sorprendió y descorazonó una vez más a ambos.

—Bueno, quizá no nos vendría mal, después de todo, que nos… tomásemos un descanso durante unas semanas… ¿No crees? —se le acercó y, deteniéndose junto a ella le sonrió suplicante.

Martha respondió en seguida levantándose para besarle, aunque lo hizo en la mejilla, porque sus labios, que se habían dirigido hacia los de él, los evitaron instintivamente, por repulsión.

La reacción le asustó tanto, que rodeó a Douglas con los brazos, se apretó mucho a él.

Lo cual fue seguido inmediatamente por el acto amoroso.

Aunque no son los novelistas quienes deben decir si se trata de un fenómeno moderno, o bien es algo que ha existido siempre, existe un tipo de mujer que tolera pasar por una mala compañera de alcoba. En el caso de Martha sucedía lo siguiente: su madre sentía profundo desagrado hacía todo lo relacionado con la carne, y, por lo tanto, para Martha era una cuestión de orgullo resultar sexualmente atractiva y, además, ser competente en la cama. En nuestra sociedad hay cientos de miles de mujeres jóvenes que, cuando todo lo demás les falla —porque pueden ser ineficaces en su trabajo, aburridas como esposas o madres— se consuelan pensando que son hábiles en el lecho. Su determinación por ser mejores que sus padres y enarbolar esta particular bandera no ha decaído un sólo instante. Sin embargo, no dudan en tomar de sus padres el romanticismo que se convierte en soporte moral, no del amor libre —Martha había nacido demasiado tarde para creer en él: era ya una idea que se asociaba con los años veinte y, por tanto, tenía algo de rancio; de deslustrado—, sino de determinado hedonismo no exento de cierta calidad atlética, puesto que el libro aceptaba sus reservas y dudas ante todo, excepto ante la variedad o ingeniosidad de las actitudes físicas que recomienda… Difícilmente podía culpar a Douglas de que no lograse entender la profundidad del desagrado que le inspiraba, puesto que aquella prohibición impedía a Martha patentizarlo en forma alguna en la cama. Si lo hubiera hecho, habría visto hundirse completamente la imagen romántica que tenía de él. Este tipo de mujer quema gran parte de sus energías en adaptar la imagen de su marido a un ser atractivo, admirable. Es una cuestión de principios. Desconcierta a todos por su amable devoción hacia el marido, a quien defiende con encono ante cualquier amago de crítica, hasta el preciso momento en que le deja. A partir de entonces no es capaz de decir de él una sola palabra de elogio.

En esa particular ocasión, Martha se hallaba enojada y, en cuanto se dio cuenta de ello, procuró disculparse. Finalmente se escabulló diciendo de pronto:

—Tengo que dar una vuelta a Caroline.

—Oh, Matty, pero si está con la niñera, y yo voy a pasar varias semanas fuera.

—No puedo dejarla sola —dijo con una risa, que ponía de manifiesto para ambos el fracaso de aquel instante de reconciliación.

Cenaron en silencio, evitando mirarse a los ojos.

Al día siguiente Douglas salió para Y…, pequeño centro administrativo situado unos trescientos kilómetros al sur.

Se despidieron besándose afectuosamente. Douglas, con aquella voz sentimental, dijo:

—Cuídate de Caroline, Matty, por favor. —Y añadió—: ¡Le puedes dar tanto!

Se había acostumbrado a utilizar esta última frase, algo culpable, queriendo dar a entender que, en contra de lo que él hubiera deseado, la sabía resuelta a no permitir que los niños y el cuidado de la casa absorbiesen por entero las muchas dotes que le reconocía.

—No seas tan mezquino —exclamó ella sin poder evitarlo.

—Espero que cuando vuelva estés de mejor humor —murmuró Douglas resentido.

Tras unos instantes de culpabilidad, no tanto por lo que había dicho cuanto por haberse permitido ver en él a un ser torpe y ridículo, volvió a la casa sintiéndose deliciosamente sola y libre.

Leyó un ratito, jugó con Caroline, cosió otro poco, como si no tuviese intención alguna de dedicar aquellas tres semanas a otras tareas. Luego, sin ser consciente de ello hasta que ya había levantado el auricular, telefoneó a Jasmine.

Encontró a Jasmine tranquila, en absoluto sorprendida y muy eficiente en cuanto a facilitarle fechas y lugares.

Martha decidió encontrarse con ella y con William al día siguiente, por la noche, para un cambio de impresiones.