4

Al pasar ante las oficinas de hierro y ladrillo del aeropuerto vio Douglas en una de las mesas una cara conocida. Entró.

—¿Qué tal va todo? —preguntó, sonriendo de placer, según contemplaba el rostro del otro, que primero expresó sorpresa y, luego, afectuosa bienvenida.

Pasaron un buen rato cambiando palmaditas y riendo. Entonces Douglas preguntó:

—¿No podrías conseguirme plaza para ir a casa a ver a mi mujer?

El amigo recordó que era, también, una persona significada, y finalmente respondió:

—Supongo que no habrá inconveniente; vuelve esta tarde.

Douglas fue paseando hacia la entrada del aeropuerto. Pudo ver a Perry y a los otros husmeando por las puertas abiertas de las oficinas, para ver si lograban encontrar también amigos que les pudiesen liberar. Pensó que les esperaría. Pero luego salió rápidamente a la carretera. Se detuvo, sorprendido. Hacía tan sólo un año, la calzada cruzaba una paramera vacía, llena de hierba, hasta el aeropuerto. Ahora, a ambos lados, se hallaba bordeada por pequeñas casitas de reciente construcción. Era como si se hubiese dormido veinte años. Comenzó a caminar las tres millas que le separaban del centro de la ciudad. Muy pronto un coche se detuvo junto a él, dispuesto a llevar al soldado. Incluso aquel gesto resultaba nuevo. Subió, y, aunque cinco minutos antes se había sentido como un civil, dejó que le trataran con la afabilidad y amistad un poco anhelante reservada a los soldados. Todo el camino se lo pasaron hablando de cómo la influencia de miles de personas pertenecientes a las Fuerzas Aéreas estaba desequilibrando el país: prácticamente lo tenían ocupado. No se podía entrar en los cines ni en los hoteles, ni en las salas de baile. Uno decía que el dinero que iban dejando servía de compensación: el país estaba conociendo una prosperidad inusitada. Parecía que estuviesen hablando de tropas de ocupación. Pero Douglas empezó a ver las calles repletas de uniformes azules, y se sintió extranjero en su propia ciudad. El coche cruzaba por delante del edificio en el que se encontraba su despacho, y pidió que le dejasen allí.

Entró en las oficinas y fue saludado efusivamente por su jefe, que le preguntó si podía empezar a trabajar al día siguiente. Agradecido y adulado, Douglas mencionó todo el papeleo que le aguardaba antes de poder vestir de nuevo de paisano. Su jefe hizo un gesto despreciativo: una conversación telefónica de cinco minutos con la persona adecuada podía solucionarlo todo. Y procedió a ello inmediatamente: los intereses del país sólo exigían que Douglas pasara un momento, como pura formalidad, por cierta oficina al día siguiente. De nuevo empezó a sentirse en casa.

Todavía existía una pequeña tirantez entre su jefe y él. Después de todo, le había contrariado profundamente alistándose en el ejército. Al cabo de una hora, sin embargo, todo resquemor había desaparecido. Habían discutido problemas de reorganización: justamente la oficina tenía la mitad del personal que había tenido en tiempos de paz, mientras que el trabajo se había duplicado. Luego, utilizando aquel tono deferente y un poco infantil que usaba cuando pedía cosas a las que tenía derecho, Douglas mencionó problemas monetarios personales, y el jefe sugirió que podían tratarlos durante el almuerzo. Fueron al Club. En el bar estaban Perry y los otros. Era su última oportunidad de interpretar el papel de soldados curtidos ante gente algo mayor, que no se había podido alistar. Y no la desaprovecharon. A las tres, su jefe dijo que, sintiéndolo mucho, tenía que volver al despacho. Douglas le acompañó. La situación financiera quedó resuelta con media docena de frases pronunciadas en la acera.

De manera que, dando media vuelta, se encaminó a casa. Había bebido un poco. Se le ocurrió que, llevando cinco horas en la ciudad, Martha podía hallarse ofendida por el hecho de que no la hubiese telefoneado. Le daré una sorpresa, pensó, decidido a olvidar las cinco horas. Mientras se acercaba al edificio de apartamentos, vio a una mujer joven que empujaba un cochecito en dirección contraria a la suya. Como soldado pensó: no está mal, no está nada mal. Y entonces se dio cuenta de que era Martha. Se detuvo a contemplar cómo se aproximaba, con una sonrisa orgullosa, de propiedad. Estaba más delgada que antes, y bastante pálida. Llevaba un vestidito corto y ceñido, de flores, y sandalias rojas que dejaban al descubierto sus pies morenos; se la veía muy atractiva. Martha estaba mirando vagamente al frente y, cuando vio que él se movía para interceptarle el paso, dedicó una mueca de enojo al soldado. Luego se quedó helada; miróle largo rato mientras palidecía para, luego, sonrojarse de un golpe. Parpadeando ligeramente, logró recuperarse y le sonrió nerviosa.

Se besaron. Ambos encontraron en el beso algo falso, desagradable. Al separarse buscaron en Caroline un refugio ante la dificultad del momento. Douglas echó la niña al aire algunas veces: se hallaba fuertemente impresionado por aquella criatura tan guapa, que era hija suya. En cuanto la devolvió cuidadosamente al carrito, dijo a Martha:

—Buen trabajo; has hecho de ella una niña maravillosa.

La contemplaba envanecido, pensando que tenía una mujer y una hija de las que podía estar orgulloso. Incluso miró alrededor, para ver si alguien les observaba. Pero todo el mundo caminaba aprisa: las calles se hallaban mucho más llenas que tiempo atrás: extranjeros, siempre extranjeros. Pensó que estaría bien llevar a Martha y a Caroline al Club una tarde.

Ella sonrió, incómoda, ante sus cumplidos, y levantó las ruedas delanteras de la sillita de modo que hizo tambalearse a Caroline, que se vio obligada a sujetarse con ambas manos a las barandillas.

—¡Eh, no la menees tanto! —dijo Douglas, pero no obtuvo respuesta.

Volvieron hacia su casa, que quedaba a unos doscientos metros.

—¿Cómo no me has avisado tu llegada? —preguntó Martha con tacto.

—Bueno…, pensé que era mejor aparecer por sorpresa —se echó a reír frotándose las manos—. Y además, anoche…

Pasó a contarle cómo Perry, él y algunos otros lo habían celebrado en G…, un pudridero perdido en medio de la estepa. Bobby —seguro que la recordaba— le mandaba recuerdos. Habían tenido una fiesta de mil demonios, y sentía la boca como un estropajo. Afortunadamente, había conseguido dormir un poco en el avión; pero entre una cosa y otra, había pensado que era más rápido ir directamente a casa, que telefonearla. Martha le escuchó con su nuevo y decepcionante distanciamiento. Douglas se sintió olvidado. Siempre había celebrado con alegre complicidad las actividades de los muchachos; ¿por qué ahora no era así?

—¿Vas a tener que vestir de uniforme? —fue la próxima pregunta de Martha.

—He visto al viejo Keen. Quiere que vuelva tan pronto como pueda resolver el papeleo. Ya arregló todo. Empezaré mañana.

Martha le dirigió una precavida mirada. Y precavida preguntó:

—¿Has ido primero a la oficina?

—Bueno, pasaba por delante…, quería tenerlo todo arreglado, para poder darte una sorpresa.

—¿Cuándo has llegado?

—Hace unas tres horas —dijo mintiendo un poco.

Ella no respondió. Caroline se estaba poniendo de rodillas en la sillita, y Martha la rechazó con una mano mientras continuaba empujando el coche.

—Venga, Caroline, estáte quieta —dijo brusca.

Habían llegado a la entrada de los pisos. Martha desató las correas y bajó a la niña. Douglas se apresuró a sentársela en los hombros. El grupo familiar subió las escaleras lentamente.

—Tengo bastantes noticias buenas —anunció Douglas—. Le he preguntado a Keen qué le parecía un adelanto para comprar una casa, y ha dicho que lo arreglará todo. Incluso dice que sabe de una que nos iría muy bien. ¿Qué te parece? —concluyó orgulloso.

Tras una pausa, Martha preguntó, como si quisiera otorgarle la ventaja de una pequeña duda:

—¿Quieres decir una casa para nosotros?

—Exacto, exacto. Y, además, dice que es una casa grande, Matty. Debes de conocerla, es la antigua residencia de los Rellor, en la esquina de la calle McKechnie.

—¡Pero si es enorme! —exclamó Martha mirándole consternada.

—Pero, Matty… —dijo él con voz ofendida—, será nuestra, compraremos nuestra propia casa. Y habrá jardín para Caroline, y… —se frotó las manos, riendo— podríamos tener otro niño.

La mirada de ella era, toda, censura.

—Pero, Matty, mujer… —exclamó apretándole el brazo.

Habían llegado a la puerta. Ella se deshizo de la presión y abrió.

Sentado en el diván, un joven de uniforme azul leía el periódico. Se levantó, sonriendo tímidamente pero con agrado al verles entrar, y les miró con ojos muy claros y muy azules. Era bastante delgado y no muy alto; tenía el pelo color castaño, aunque, en contraste con su tez pálida, parecía oscuro.

Martha dijo apresuradamente:

—Douglas, te presento a William. Mi marido ha vuelto de repente, William.

William le tendió la mano amistosamente, con perfecta naturalidad. Martha reparó en ambas manos, una blanca, delicada, casi femenina, y, la otra, grande, morena y tosca, velluda. Todavía estaba mirando las manos de su marido cuando dijo:

—Perdonadme un momento, voy a preparar un poco de té.

Y entonces se dio cuenta de que Douglas se hallaba enojado de encontrar en casa a un extraño, y dijo de un modo que hizo que los dos la miraran rápidamente:

—Si hubieses encontrado cinco minutos para decirme que venías… —Sin acabar, les dirigió una sonrisa forzada.

Salió llevándose a Caroline consigo. Dejó a la niña en el parque, y, como empezara a protestar, le dio una galleta. Caroline la cogió y calló. Martha entró rápidamente en la pequeña cocina. Puso las tazas en una bandeja y dejó caer descuidadamente la marmita en el fogón. No sabía lo que hacía. La súbita visión del soldado que resultó ser su marido había sido una fuerte impresión que sólo ahora empezaba a dejarse sentir. Estaba temblando. Al ponerla sobre el plato, rompió una de las tazas.

Douglas, vestido de caqui, con el macuto al hombro, tostado, de gruesas rodillas, varios kilos más gordo que antes y oliendo a cerveza, le había parecido vulgar y bruto. Su rostro enrojecido, redondo y bastante carnoso, su sonrisa de orgullo, habían sido una especie de revelación de lo que en verdad era. Ya no podía recordar cómo le había visto ni siquiera media hora antes. Le parecía casi imposible que aquel hombre fuera su esposo. Se había casado con uno de los muchachos; y siempre, durante toda su vida, no sería él otra cosa. A los sesenta años continuaría siendo uno de los chicos. No había modo de escapar de aquello. El requisito de ser mujer en tiempo de guerra, pensó enojada, era que una se veía obligada no a amar a un hombre, sino a un hombre en relación con todos los demás. Tanto si era Douglas y los muchachos, como los aviadores, continuaba siendo lo mismo: y esto, atractivo y peligroso, era lo que precisamente nutría la intoxicación de la guerra, lo que aceleraba el pulso y hacía que todo el mundo perdiera la cabeza. Amabas no a un hombre, sino la imagen que aquel hombre tenía de ti en relación con sus amigos. Claro que aquello había sido verdad en aquel país desde mucho antes de la guerra… Bien, pues para ella no; ¡jamás!

Al llegar a este punto de su razonamiento, la culpabilidad que nunca dejaba de espolearla, le dio un pequeño pinchazo de aviso, aunque mucho menos intensa que lo habitual. Decidió pasarlo por alto. Se sentía muy enojada. Después de todo un año, volvía a meterse sonriente en su vida sin siquiera avisarla; y, naturalmente, primero había ido con sus amigotes, ella era sólo un segundo plato. Su vida solitaria, orgullosa, aislada, había sido invadida de golpe, simplemente porque él había decidido volver: con lo cual Martha olvidaba que, después de todo, no era él quien lo había decidido. Ahora se metería en la cama con ella; sólo el pensarlo le daba náuseas. Quizá con ello consiguiese compensar la culpa que acumulaba: de nuevo se vio convertida en otorgadora de favores sexuales; e inmediatamente empezó a recrear aquel soldado basto hasta convertirlo en algo masculino, fuerte, atractivo.

Levantó la bandeja y pasó a la otra habitación. Los dos hombres se entendían a las mil maravillas. El ver a Douglas sentado al borde del diván, con las piernas, gordas y recias, separadas, volvió a llenarla de desprecio. Convertido en administrador, se dedicaba a describir la distribución de los barracones que servían de dormitorio a los aviadores con relación a las salas recreativas y los comedores. William estaba haciendo en la alfombra, con cerillas, una especie de mapa. Tenía un modo muy racional y pacífico de explicar las cosas, que evidentemente atraía a Douglas. Martha sirvió el té y les pasó las tazas llena de una ira que no hubiese sabido explicar. De todos modos, el rito del té interrumpió el plano de cómo hubiera sido el campamento si William o Douglas hubiesen sido los encargados de organizarlo. Conscientes de la presencia de Martha, callaron.

—¿Por qué no traes a Caroline? —sugirió Douglas.

—No, tiene que estarse en el parque al menos media hora.

—Pero ¿por qué…? —protestó un poco mohíno.

—Es el horario. Ya dará la lata dentro de poco, o sea que…

Caroline ya estaba murmurando afuera; el ruido empezaba a irritar a Martha, y los hombres lo advirtieron. William sorbía el té con el deseo obvio de marchar lo antes posible. Al cabo de un instante, entregó la taza y se levantó.

—Me tengo que ir —dijo.

Martha y Douglas no hicieron nada por disuadirlo. Les dedicó aquella tímida, agradable sonrisa, mientras sus ojos azules, pensativos, examinaban a la pareja.

—¿Quieres unirte al grupo? —preguntó directamente a Martha—. ¿Quieres que te mandemos las convocatorias? ¿O quizá prefieres volverlo a pensar, ahora que las cosas han cambiado? —Esto último dicho apresuradamente, en réplica al nervioso silencio de ella.

Dirigió a Douglas una mirada larga, de diagnóstico, y luego le estrechó la mano formalmente. Salió con una amable inclinación de cabeza, dirigida a Martha.

—¿Qué grupo? —preguntó Douglas incómodo.

—Un grupo de discusión —dijo Martha secamente. William la había visitado casualmente dos veces. Su actitud siempre había sido cordial, pero impersonal. Martha había comprendido que iba a verla porque creía su deber apoyarla y animarla a cambiar su punto de vista ante la vida. Ya estaba casi decidida a integrarse en el grupo, que quería romper viejos moldes para— tal como William había explicado vagamente, pero con firmeza —recomenzar desde los cimientos. La frase había sido del gusto de Martha.

—¿Le conoces bien? —preguntó Douglas, celoso.

Ella le miró durante un rato en silencio y levantó las cejas. Él se sonrojó ligeramente y preguntó, con fuerza:

—¿Qué significa eso de un grupo? ¿Un grupo político?

Ella respondió con súbita agresividad:

—Desde que nos casamos has estado de acuerdo en que no tenía que ser sólo ama de casa, una niñera.

Estaban a punto de pelearse a causa del grupo, puesto que los celos eran tabú.

—Bueno, yo no he dicho que no pudieras… —se apresuró a replicar Douglas en tono conciliador. Pero, como ella prolongase el silencio, añadió—: Matty, ya sabes que trabajo para el gobierno, y que debo tener cuidado… Ya sabes que el pobre John perdió el trabajo por culpa de su mujer.

Ella enrojeció diciendo:

—Porque su mujer bebía, ¿no?

—Bueno, Matty, pero he de andar con cuidado.

—Como me imagino que tres cuartas partes de los hombres de este país trabajan para el gobierno, me parece un modo muy conveniente de teneros callados.

—Pero, Matty, bien podemos votar.

—¡Votar! —dijo despreciativa.

Douglas se hallaba confundido. Se miraron conscientes de que les separaba un abismo mayor de lo que podían haber imaginado.

—De todas formas —dijo él animándose—, la casa nueva va a darnos tanto trabajo, que no te quedará un minuto libre.

—Qué bien —dijo Martha.

Douglas la miró sorprendido e incómodo. Antes Martha no hubiera sido capaz de semejante respuesta, que olía a la influencia de la ocupación británica. Pero lo que más le inquietaba era su tono, tranquilo, distante y fatalista, como si aceptase una calamidad largo tiempo prevista.

—No me irás a decir —adujo como un niño que hubiera sido insultado—, que no te contenta poder tener nuestra propia casa.

Martha levantó de nuevo las cejas antes de responder:

—Es lo que más deseo en el mundo. —Y, echándose a reír, le besó en la mejilla y se apartó inmediatamente en cuanto él intentó abrazarla.

—Está Caroline —dijo Martha apresuradamente. La niña, en verdad, había empezado a gritar con impaciencia. Martha salió seguida de Douglas. Caroline calló al pasar la madre junto a ella. Douglas dirigió a la niña un cuchicheo apresurado, de disculpa y entró en la alcoba en pos de Martha. Ella, que estaba arreglando sobre la cama la ropa que tenía que poner a Caroline por la noche, levantó la mirada sorprendida al verle entrar. Entonces pareció recordar que él tenía ciertos derechos. Douglas la observó un rato, luego se le acercó por la espalda y la rodeó con los brazos.

—Te he echado de menos —empezó.

Ella se puso rígida, pero dijo alegremente y era la primera vez que él le oía aquella jocosa alegría con que la había evocado en el ejército:

—Yo también. Y, dándose media vuelta, le besó.

Pero, al cabo de unos segundos, se deshizo del abrazo.

—Tengo que bañar a Caroline.

—Dichosa niña —refunfuñó Douglas—. Olvidémonos de ella un rato.

Pero Martha hizo como si no le oyese. En tono ofendido, Douglas inquirió:

—¿Dónde están mis trajes?

—Guardados en tu baúl. Si me hubieses dicho algo, los habría sacado y estarían limpios y preparados.

—No importa —había encontrado unos viejos pantalones de franela sobre los que se puso un suéter—. Se siente uno bien vestido con su ropa. Me he engordado —reconoció deprimido.

Martha respondió en seguida:

—No estás tan mal. —Pero la ropa le estaba justa, y pensó que su aspecto era grosero.

—Oye, Matty, ¿qué te parecería si metiésemos a Caroline en el coche y nos llegáramos al Club a tomar algo?

Se detuvo y le miró, el camisón de Caroline en la mano. Él no lograba descifrar su expresión.

—No sé si sabes —dijo Martha con tiento— que las cosas aquí ya no son lo que eran.

Él exclamó en tono avinagrado:

—Vamos, vamos, no quieras ponerlo todo tan mal.

Era tanta la hostilidad que les embargaba, que se sentían atemorizados. Sin hacer comentario alguno, Martha tomó la chaqueta, se la puso, salió, cogió a Caroline y quedóse esperando en la puerta, como alguien que estuviese obedeciendo una orden. Douglas la hubiera abofeteado.

Bajaron en silencio. Ya en el coche, él se acomodó con satisfacción en el asiento del conductor, al tiempo que comentaba:

—¡Qué bueno es volver a conducir este viejo cacharro!

Martha parecía muy ocupada con Caroline, y fueron hasta el Club sin cruzar palabra. Cuando llegaron a la curva, él detuvo el auto y contempló con una sonrisa gozosa el edificio. No había cambiado: las canchas cubiertas de hierba y, en medio, la casa, blanca y amplia, de bella construcción, altiva, bañada por el último sol de la tarde. Arrancó el coche y condujo rápidamente hacia allí. Estacionó apresuradamente y apeóse sonriendo de avidez. Ella le siguió silenciosamente hacia la veranda.

Subieron sin mirarse. Martha se apresuró a entrar para coger mesa. Él se quedó en las escaleras, mirando con inconsciente fijeza a su alrededor. Su rostro mostraba su total desilusión. La veranda, ancha y larga, estaba abarrotada, como de costumbre; pero todas las caras eran nuevas, excepto algunas de las chicas, que le saludaron sonrientes. El color azul de los uniformes de los aviadores lo llenaba todo como… Bueno, después de todo estaban en guerra. Llegó hasta la mesa que Martha había ocupado y se sentó cohibido junto a ella. Martha le miró a la cara, luego apartó la vista. Su rostro había adquirido un tono amarillento y respiraba con dificultad, aquel era el verdadero momento del regreso. Martha sintió pena por él. Y, aunque quisiera rechazarlo, aquel amor maternal y culpable volvió a agitarse en ella. Pensó con resolución que aquella cara tosca y abotagada, con el labio inferior salido con el gesto de un niño mimado, era, en efecto, la de un chiquillo. Pese a todo, deseaba tranquilizarlo. Pidieron unas cervezas que bebieron aprisa, mientras Martha mantenía a Caroline a su lado. Antaño los niños del Club iban de una mesa a otra, pasando de una falda a la siguiente. Ahora existía cierta formalidad y la sensación de que había grupos aislados que no deseaban ser molestados. Un par de chicas se acercaron a saludar a Douglas. De cada dos palabras, una pertenecía a la jerga de los aviadores, y era patente que tenían otro intereses más urgentes que los soldados inútiles que volvían del norte. Douglas contempló un grupo de muchachas con las que había bailado y jugado durante muchos años y que ahora coqueteaban con un grupo de oficiales, y comentó con quejumbroso buen humor:

—Empiezo a ver que también aquí hay guerra.

Y se echó a reír sin contento, risa a la que Martha se unió aligerada. Había él recuperado el color y ahora mostraba una expresión de irónica conformidad.

—Deberíamos marchar —dijo Martha—. Es hora de acostar a Caroline.

Douglas se levantó inmediatamente; estaba encantado de abandonar el lugar. Mientras cruzaban la terraza, varias muchachas le gritaron:

—Douggie, ¿cómo va la guerra?

—Ni idea —respondió alegremente—; no he tenido tiempo de llegar a verla.

Cuando llegaron al piso, Caroline rehusó volver a la cuna. Estaba encantada con su padre, y su padre encantado con ella.

Jugó con la niña con una especie de sorprendido respeto hacia la personita en que se había convertido. Cuando la acostó, se deshizo a regañadientes de los delicados bracitos que le rodeaban el cuello. Caroline se puso en pie en seguida y comenzó a sacudir los barrotes de la cuna, sus avispados ojitos negros clavados en aquella persona nueva.

—Ahora no deberíamos tener la cuna en la habitación —dijo Douglas conforme la empujaba hacia la otra habitación.

Martha no dijo nada; sintió una punzada de dolor por la pérdida de su hija, de la que se veía separada sin ninguna contemplación. Luego se acordó que verdaderamente no deseaba tener a la niña en el dormitorio, y se tranquilizó pensando que la causa de aquella inexplicable tensión iba a ser alejada un poco, al menos físicamente.

—Salgamos a comer algo —sugirió Douglas después de dejar a Caroline, que gritaba en son de protesta, en la terraza.

—No podemos salir y dejarla sola —intervino rápidamente Martha.

Y sonó, casi, como si le hubiese ganado un tanto. Se hallaba sentada al borde de la cama, inclinada hacia adelante, por completo inmóvil y distante. Había cambiado muchísimo, pensó Douglas mientras intentaba comprender en qué consistía el cambio. Martha notó que la miraba y volvióse, a la defensiva, intentando una sonrisita de culpabilidad. Inmediatamente él se colocó a su lado y la abrazó:

—Bueno, Matty, no estaría nada mal si mostrases un poco de alegría por volverme a ver.

—Estoy contenta de que hayas vuelto.

Pero él la notó rígida en sus brazos, como si estuviese escuchando.

—Caroline todavía no se ha dormido —dijo Martha como advertencia, dando a entender que no podía dedicar su mente a hacer el amor mientras los sonidos y movimientos de la niña le excitaban los nervios.

Él no la comprendió, y dijo seco:

—Oh, no importa; comamos algo, pues.

Martha escapó rápidamente a preparar la comida mientras él, tumbado en la cama, leía, o, mejor dicho, miraba vagamente el libro según reflexionaba, reconcomido de amargo anhelo: ahora, en el norte, ya deben de estar en plena acción.

Martha apareció casi al instante con una tortilla y fruta en compota. Pareció sorprenderse, herida, al oírle decir que aquella no era cena de bienvenida para un soldado. En unos pocos bocados hambrientos acabó con todo y dijo:

—Ahora podemos ir a comer de verdad.

—Pero ¿y tu úlcera?

—Oh, mi úlcera puede irse a paseo.

Caroline se había dormido sobre las mantas, los puños a la altura de la cabeza, la cara sonrosada.

—Déjame hablar con la vecina —dijo Martha, y salió.

Estuvo fuera, en el otro piso, un ratito; Douglas oía las voces de las dos mujeres, y por primera vez se le ocurrió que Martha se había construido su propia vida, con obligaciones y responsabilidades. Cuando ya regresaba, le oyó decir:

—Si quieres salir mañana, avísame.

—¿Quién es? —preguntó intentando mostrar cierto interés.

—Oh, nadie; también tiene un niño —explicó Martha evasiva.

—¿Es amiga tuya?

—¿Amiga? —repitió ella sorprendida.

—Bueno, quiero decir si la ves a menudo.

—La verdad es que nos tenemos cierta antipatía. Pero vigila a Caroline cuando salgo a comprar, y yo le vigilo al suyo.

—Vayamos al McGrath’s.

—Oh, no, al McGrath’s, no —dijo nerviosa.

Pero él insistió, beligerante:

—¡He dicho al McGrath’s!

Martha había querido evitarle otra desilusión; ahora sentía una mezquina alegría viendo que se iba a llevar un chasco.

Douglas se detuvo a la entrada de aquel comedor, ornado con mármoles y dorados, con la misma expresión, ansiosa e infantil. Y su rostro cambió. Evidentemente se hallaba repleto de uniformes oscuros. Ni una sola persona levantó la cabeza para saludarle. Avanzó estoico entre la gente, bajo las columnas doradas. Viendo a un camarero a quien conocía, le saludó como si fuesen viejos amigos. El indígena hizo una inclinación de cabeza y sonrió por encima de la bandeja, repleta de jarras de cerveza, diciendo que se alegraba de ver de nuevo por allí al señor Knowell.

Douglas y Martha entraron en el comedor grande. Uniformes… Sólo encontraron sitio al extremo de una mesa llena, en la que gritaban a grandes voces. Tomaron una de esas cenas enormes que deben hallarse entre las peores que se ofrecen a la humanidad doliente en todo el mundo, como pequeña contribución de los hoteleros sudafricanos a la tradición británica del mal comer. Douglas comió concienzudamente, con gran deleite y sin apenas hablar.

—Bueno, necesitaba una cena así —anunció por fin, según descansaba la cuchara después de haber engullido unas peras au París.

—Tomemos un trago.

Pasaron al salón y estuvieron bebiendo coñac y cerveza de jengibre durante una hora, mientras la orquesta interpretaba música zíngara.

Era una orquesta muy buena. La llegada de refugiados de Hitler les había traído músicos que habían tocado ante auditorios muy diversos; ahora interpretaban evocando Viena, Munich, Hamburgo, Berlín.

Cuando volvieron a casa, encontraron a Caroline casi en la misma postura. Martha siempre encontraba gran placer contemplando aquellos pequeños miembros, blancos y delicados, abandonados por entero al sueño. La tapó a regañadientes, y se dirigió a la alcoba. Douglas ya se había desvestido. Era un muchacho robusto, muy blanco; sólo brazos, piernas y cara mostraban aquel moreno rojizo. Martha se entretuvo, nerviosa, y finalmente tomó el camisón y fue a desnudarse al baño.

—No tenemos ningún anticonceptivo —anunció, desafiante, al volver.

—Bueno, al menos esto quiere decir que te has comportado como Dios manda —dijo Douglas riendo esperanzado.

Se metió en la cama junto a él como si la habitación estuviera llena de extraños, y se cubrió castamente los pies con el camisón, que ya le llegaba a los tobillos.

Douglas preguntó como por casualidad:

—¿De verdad te has portado bien?

—Tanto, o tan poco, como tú —respondió rápidamente; pero, luego, como si ella misma encontrara absurdo aquel alardear de feminismo, añadió una risita triste.

Erróneamente animado por su risa, Douglas se volvió hacia ella, la pellizcó el costado y dijo:

—Anda, Matty, por una vez, podemos probar suerte.

—Oh, no, ni hablar —exclamó ella sin poder evitarlo.

—Bueno, ¿y por qué no? Caroline estaría muy contenta de tener un hermanito de casi su misma edad.

—No hay ninguna razón para que me dejes embarazada la primera noche de tu vuelta —dijo fríamente, aunque su voz sonó desamparada.

Douglas se tumbó boca arriba, los brazos tras la cabeza, la mirada fija en el techo. Su rostro tenía una expresión aviesa, enojada. Al cabo de un rato, sonriendo, comentó irónico:

—¡No hay nada como el hogar!

Al oírle Martha sintió una especie de confusa angustia, en parte porque era incapaz de competir con los estímulos que le ofrecían los muchachos, en quienes sin duda pensaba, y en parte porque creía que algo anormal debía producirse en ella para no desearle. Apagó la luz. Los pies de la cama se hallaban iluminados por el resplandor de la luna. Por primera vez aquella temporada, vio en la ventana el contorno de la gran rueda de la noria: debían de haberla montado aquella misma mañana. De pronto, tuvo ganas de llorar.

Douglas volvió a acercarse; Martha comprendió que no iba a desistir. Decidió mostrarse todo lo complaciente que le fuese posible. Ante su sorpresa, e incluso con cierto orgullo, comprobó que él no era capaz de distinguir entre aquello y el amor de verdad. Y luego, lleno de afecto infantil y de una gratitud que la irritaba, le dijo:

—He tenido cuidado, Matty.

—Eso espero —respondió ella con una especie de lúcida desesperación. Le aterrorizaba la idea de quedar embarazada.

Los días siguientes estuvieron dedicados a ver la casa, decidir que les convenía trasladarse, ir a fiestas, darlas, recibir visitas e ir a hacerlas, todo ello intercalado, también, con la práctica del amor. Se notaba tensa, y lo atribuía a la ansiedad de haber podido quedar embarazada la primera noche. Aquella antigua sensación, de hallarse enjaulada, volvía a apoderarse de ella: dormía mal, aunque durante un año había descansado perfectamente; se pasaba la noche escuchando la musiquilla triste de las atracciones, consciente de cada pequeño espasmo o respuesta de su cuerpo, como si éste pudiese condescender en revelarle sus secretos si lograba la suficiente concentración. Por fin supo que no estaba encinta. Y pudo entregarse enteramente a la nueva tarea de ocuparse de una gran casa con cuatro criados, Caroline y un esposo.