La pista de aterrizaje era una cinta irregular, de arena blanca y brillante entre matojos de un verde deslucido. Mientras el avión se acercaba a tierra, la sombra de las alas cruzó una extensión de media hectárea, ocupada por casamatas de ladrillo y planchas de latón. Los soldados que se hallaban en el aparato miraron hacia abajo, allende las alas deslumbrantes, y se refirieron al bajo Egipto, Abisinia, Kenia y Uganda. A todos les parecía haber visto muchas veces con anterioridad aquella ciudad de chozas perdidas en la estepa.
El avión saltó un poco al aterrizar, y luego fue aminorando la marcha hasta detenerse. Los motores levantaron una espesa nube de polvo blanco. Las puertas continuaron cerradas hasta que la nube se hubo disipado. Y entonces descendieron: media docena de hombres. Una ambulancia se acercaba ya cruzando la media milla que les separaba del cobertizo de ladrillo rojo, que servía de oficina, para recoger a los casos graves. La media docena de hombres quedó de pie a un lado, esperanzados, pero las camillas volvieron a guardarse en la ambulancia y ésta partió inmediatamente. Cruzaron a pie la cinta blanca de la pista, cuya arena crujía sedosamente bajo sus botas, y, luego, los matorrales pardos, hasta la oficina. Sobre la hierba se veían pequeñas mariposas que, blancas como papel, revoloteando o posadas, agitaban las alas. Había un olor cálido y especioso, a hojas. Sobre los restos aplastados de un camaleón extenso en la arena, como una diminuta piel de dragón disecada, se había formado una mancha negra y densa, de hormigas. Un raquítico perro indígena, de costillas claramente visibles bajo la piel tirante, dormitaba en una zona de sombra azul, en la veranda. Saltaron por encima del perro y entraron. Sólo había una habitación. Un sargento sudafricano se hallaba sentado tras la mesita. Un negro con una especie de uniforme de ordenanza estaba tranquilamente recostado junto a él. El sargento se estaba sirviendo un vaso de agua de una pequeña jarra. Echó la cabeza hacia atrás, engulló el agua, se pasó la mano por la boca, les miró y dijo:
—O sea que ya habéis llegado.
Douglas replicó medio en broma:
—Lo que nos gustaría saber a dónde.
El sargento reflexionó, decidió que la información no podía cambiar el curso de la guerra y reveló cautelosamente:
—Nyasalandia.
Los hombres se miraron, sorprendidos, amargados.
—Un poco lejos del frente —dijo Douglas, la expresión seria.
El sargento le dirigió una rápida mirada. Y dijo oficialmente:
—¿Necesitan algo antes de marchar a la ciudad? Un coche les vendrá a recoger.
Con la cabeza señaló un banco arrimado a la pared. Pero no se sentaron inmediatamente. Estaban tensos. Se miraban entre sí y miraban al sargento.
—Siéntense —dijo el sargento, autoritario, pero incómodo.
Se acercaron lentamente, dejaron los macutos junto a la pared y se sentaron. Seis hombres, todos ellos soldados fornidos, tostados por el sol, visiblemente en perfecta forma. Pero allí estaban, sentados. Sentados esperaron con la paciencia aprendida tras un año en el ejército. Naturalmente, durante aquel año habían hecho poco más que esperar. Habían caminado, se habían atrincherado… y habían esperado; habían dormido en tiendas o a cielo raso… y esperado; no les habían dicho nada, no sabían nada. Por primera vez en su vida veíanse empujados de un lado a otro, obligados a esperar. Y, ahora que empezaban a suceder cosas, se encontraban sólo a unos cientos de millas de sus casas. Esperaron. En la pequeña habitación de ladrillo, carente de techo, cubierta por planchas de latón, reinaba un calor sofocante. A través del grueso uniforme notaban candentes los ladrillos en la espalda; se sentaron lo más lejos posible de la pared, inclinados hacia adelante, mirando la luz que entraba por la puerta. El avión, posado como un pequeño insecto de plata, reverberaba al sol, aparentemente abandonado. Un par de halcones giraban en el cielo en un vuelo inmóvil.
A un extremo del banco, Douglas parpadeaba regularmente, deslumbrado. A su lado, Perry había estirado las piernas cuan largas eran, su corpachón rubio, enrojecido por el sol, estaba tenso. Douglas oyó su respiración acelerada e irregular, y le lanzó una rápida ojeada; Perry no había cambiado de color, pero contemplaba furiosamente un mapa de África clavado frente a ellos, en la pared frontera. Flechas de tinta china mostraban las ofensivas y contraofensivas en el norte del continente. Su unidad —según creían— se hallaba en aquel momento combinando esfuerzos, con los australianos, contra Rommel. La boca de Perry, cerrada, se había convertido en una línea dura, seca; luego, cuando la abrió un poco, cobró una expresión amarga, avinagrada. Douglas musitó, por alegrarle:
—¡Eh, tómatelo con calma, chico!.
Perry movió las piernas, mostrando el vello sudoroso, sobre la piel roja, allí donde habían permanecido en contacto. Todos ellos se hallaban empapados de sudor. «Ha habido una confusión, una pequeña confusión, una pequeña confusión». Era una tonadilla que todos conocían; a todo lo largo del banco, se aligeraron las posturas, se movieron las piernas. El sargento, que sentado tras la mesa estaba escribiendo una carta a su familia, no levantó la mirada. Douglas se puso en pie, se acercó a la mesa, colocó la mano sobre la jarrita y miró al sargento. Éste asintió brevemente. Douglas tomó el vaso y la jarrita y recorrió con ellos la línea de hombres. Antes de llegar al último, el agua se había acabado. Devolvió la jarrita al ordenanza negro, y éste la sumergió en un bidón de gasolina, que se hallaba en una esquina cubierto por un saco viejo, y se la devolvió, goteante. El agua se evaporaba en contacto con el suelo de ladrillo. Douglas dejó los cacharros sobre la mesa y sentóse de nuevo. Perry, que tenía mojadas de agua boca y barbilla, levantó la mano, se enjugó la parte inferior de la cara y dejó caer el puño, que quedó colgante, pero cerrado. Golpeó con él varias veces el canto del banco, y otra vez dejó laxa la mano. Contempló el mapa y dijo:
—Dijeron que nos iban a examinar. Nos han vuelto a tomar el pelo. ¿Qué demonios hacemos en este sumidero?
Douglas se apresuró a asentir:
—Es una perrada —y miró suplicante a Perry, que retorció el cuerpo con frustración y se puso en pie de un salto.
Rápidamente se acercó a la mesa, cogió la jarra, mientras el sargento levantaba instintivamente la cabeza, la hundió en el bidón y se roció cabeza y hombros. El sargento volvió la cabeza para mirarle, y prosiguió con su escritura. Perry le puso al pobre hombre la jarra bajo la nariz.
—Vamos, siéntate —murmuró el otro, molesto.
Perry hizo una mueca, pero se sentó. Esperaron. Los ladrillos absorbían sonoramente el agua. El pelo y el cuello de Perry chorreaban.
Por la pista de aterrizaje llegó un camión dando tumbos. Pero giró para dirigirse hacia el aparato. Un par de africanos descendieron, sacaron una manguera negra y empezaron a cargar gasolina. Los dos halcones se habían convertido en dos motitas negras, arriba, en el cielo gris y azulado. El aire, entre la caseta y el avión, ondulaba con perezosas ondas de calor. Luego, el aparato empezó a moverse. Giró hacia el extremo de la pista, listo para despegar. Contemplaron cómo maniobraba y, luego, cómo corría ronroneando ante ellos, y se elevaba. En un momento se había levantado sobre los árboles, lejano, y su brillo plateado se confundió con el vasto fulgor del cielo. Los dos halcones continuaban rodando, las alas en horizontal.
—¡Malditos cerdos, dejarnos aquí! —exclamó Perry de pronto, con voz rota.
Los músculos de las mejillas del sargento denotaban tensión; pero continuó escribiendo de prisa.
Perry se levantó con lentitud y se recostó en la mesa.
—Sargento…
El sargento dejó la pluma y le miró.
—Cuidadito —dijo admonitorio—; yo no tengo ninguna culpa.
Perry, la cara roja, la chaqueta empapada, bañado en agua y sudor, se inclinó más y alzó el puño, colorado y peludo.
—No me gusta que me engañen —dijo con voz tranquila.
—Yo no te he engañado —respondió el sargento con firmeza.
Miró, más allá de Perry, a los del banco, que también le observaban. Sus caras mostraban medias sonrisas. El que se hallaba en el extremo más cercano a la puerta, un joven flaco, de cara delgada y pecosa, sonreía divertido. Parecía que estuviese a punto de lanzar un ¡hurra! Douglas continuó sentado un rato, luego se levantó y, adelantándose hacia Perry, le puso una mano en el hombro.
—Ea, tranquilo, no la tomes con él.
Parecía nervioso. Perry mantuvo el hombro quieto, y luego, con un súbito movimiento, se sacudió de encima la mano. Douglas se retiró un paso. Perry colocó ambos puños sobre la mesa, la mirada fija en el sargento.
—Como no me atienda, no voy a dejar aquí títere con cabeza.
Había levantado la mesa, que el sargento aguantó con las manos, pese a lo cual iba resbalando sobre los ladrillos, apoyada en el abdomen del sargento, que acabó atrapado contra la pared. El ordenanza se había cruzado de brazos y les observaba con interés.
Perry apretó deliberadamente la mesa hacia adelante, contra el sargento, que, pálido, jadeaba intentando rechazarla.
—Maldito chupatintas… —con toda su fuerza empujó la mesa hacia el sargento. Tintero, plumas, papel, vaso, jarrita, todo cayó y se rompió en el suelo. Douglas hizo a los otros un cabeceo. Tres de ellos, después de dudar un segundo, se levantaron, y, dejando solo al que parecía más contento, acercáronse.
—¡Venga! ¡Ya basta, eh! —se impuso Douglas.
Perry apretó los dientes y presionó más. El sargento había perdido pie y se hallaba suspendido en el aire, aprisionado contra la pared, sin poder respirar. Sus botas buscaban apoyo en el suelo. Douglas hizo un gesto a los otros tres: entre todos agarraron a Perry por los hombros, como si sólo se tratase de una broma un poco pesada, y halaron de él. Hubo un momento de forcejeo, de lucha, de presión, y, por último, Perry reculó tambaleándose, el sargento situó los pies en el suelo y la mesa recuperó el equilibrio. El sargento permaneció parpadeante, intentando recuperar la respiración, sin mostrar que la había perdido. Se alisó la chaqueta, alzó la silla caída y volvió a sentarse. Con la cabeza hizo una indicación al africano, que empezó a recogerlo todo.
—Míralo —murmuró Perry—, ahí lo tienes, el culo gordo, dándole a la pluma.
Se deshizo de los otros, que, precavidos, seguían aferrándole por los hombros. Les miró, burlón. Todos le devolvieron sonrisas avergonzadas. Y, de pronto, un grito de salvaje hilaridad, que provenía del que había quedado en el banco, les hizo volverse como un solo hombre. Tenía la cara colorada, desencajada, y un destello azul en los ojos.
—¡Hurra! —gritó, después de golpear varias veces con las botas en el suelo.
De repente volvió a su antigua postura y se quedó mirándoles extrañado, como si no les conociera.
—Dios mío —se apresuró a exclamar Douglas con un susurro, en tono de advertencia—, le va a dar otro ataque…
Inmediatamente los cinco volvieron al banco, donde dejaron un pequeño espacio entre el del grito y el siguiente. Perry se recostó en la pared abrasada, y empezó a silbar entre dientes los compases iniciales de Begin the Beguine. De vez en cuando se golpeaba con los puños cerrados las rodillas, como reflexionando. Tenía la boca un poco abierta, colgante, pero miraba con atención hacia el joven que se había quedado con la mirada fija al frente, los ojos azules empañados de incertidumbre ante el mapa que colgaba de la otra pared. El africano estaba barriendo con una escoba de paja los trozos de cristal, el agua y la tinta esparcidos por los ladrillos. El sargento permaneció sentado a la mesa, cariacontecido, con los brazos cruzados.
Por fin comentó amargamente:
—Le podría mandar ante un consejo de guerra.
Nadie respondió nada. Perry continuó silbando Begin the Beguine.
—Estaría en mi perfecto derecho mandándole ante un consejo de guerra —insistió el sargento.
—Disciplina —dijo Perry—. Eso es lo que esta guerra necesita: disciplina —y lentamente volvió la cabeza hacia el sargento, que le vigilaba cauteloso.
—Por lo que más quieras —dijo Douglas, impaciente—, no volvamos a empezar.
El sargento, mirando involuntariamente por el agujero de la pared que hacía las veces de ventana, exclamó:
—Ya llega el camión.
En su voz había una nota de alivio.
Perry se volvió a recostar contra la pared, los labios contraídos en una mueca horrible.
Un gran camión militar se detuvo afuera. Los soldados se pusieron en pie y se desperezaron. El joven absorto no se movió, y el que se hallaba a su lado le levantó sin ningún miramiento: continuó en pie un instante, con la mirada perdida, y luego con movimientos presurosos y estudiados empezó a arreglarse el uniforme y a recoger el macuto.
Una muchacha joven salió del asiento del conductor, bajó de un salto a la arena blanca y se acercó. No le sentaba bien el uniforme caqui; llevaba la gorra echada hacia atrás y tenía mechones de pelo, rubio y húmedo, pegoteados a la cara.
Inmediatamente Douglas soltó un ¡viva! y empezó a darle palmadas en los hombros. Ella se envaró un poco y, riendo, dijo:
—¡Venga, venga, tranquilos, muchachos!
Todos la habían rodeado; era una de las muchachas del Sports Club. Habían jugado a hockey con ella, habían bailado juntos y flirteado con ella durante toda su gloriosa juventud.
—Es maravilloso encontrarte aquí, Bobby —dijo Douglas.
Ella recibió sus besos en la mejilla que les ofrecía.
Era una chica bastante alta, maciza, de mejillas carnosas y pálidas, en las que el calor había puesto dos manchitas rosas. Los ojos grises, un poco saltones. Había adquirido unos gestos algo masculinos, y una voz profunda.
—Venga, todos arriba, chicos.
Dirigió al sargento un saludo fingidamente serio, que el otro le devolvió con una sonrisa y un cabeceo, y se fue hacia el camión.
—Venga, ¿es que no queréis venir? —gritó alegremente al más joven, que había vuelto a sentarse en el banco y contemplaba los preparativos desde lejos.
Douglas se dio unos golpecitos en la cabeza, en gráfico ademán, y ella contempló al muchacho con sorprendido disgusto. Uno de ellos, retrocediendo, le ayudó a levantarse y regresó con él al camión. Entre todos lo subieron. Bobby, Perry y Douglas se quedaron en pie junto al asiento delantero.
—¿Qué demonios estás haciendo en este agujero? —preguntó Douglas—. Creíamos que te habían mandado al norte.
—Alístate en el ejército y verás mundo… Si hubiera sabido que iba a terminar en este jodido lugar… Pero el mes que viene me mandan al norte. Van a cerrar esta mierda.
Aquella voz un poco ronca, el tono de camaradería, y su manera de sazonar con obscenidades lo que decía, hicieron que Douglas y Perry se mirasen involuntariamente. Éste comentó de pronto:
—Maldita sea, hace meses que no vemos una mujer. —Su voz sonaba ofendida.
Las pálidas mejillas de Bobby se sonrojaron irregularmente. Les miró, suplicante. Douglas, violento a causa de Bobby, se apresuró a decir:
—Es formidable encontrar aquí a una vieja amiga, Bobby.
Ella le miró agradecida; luego se dio vuelta y subió al asiento del conductor. Douglas estaba a punto de subir a su lado, pero el brazo de Perry le detuvo, como una barrera, mientras le miraba fijamente. Douglas le observó un segundo. Luego dejó escapar una risita y, sonriéndole, dijo:
—Anda, sube.
Perry se acomodó junto a la muchacha y gritó:
—Tú vas a ver mañana a tu mujer.
Douglas se mostró enfadado.
—Más vale que te calles, Perry, ya empiezo a estar harto de ti.
Desde que le habían comunicado oficialmente que tenía una úlcera, Perry se había estado desmandando, y Douglas hubo de cuidarlo como un padre. Ahora le tocaba a él sentirse ofendido. Se dirigió, malhumorado, a la parte trasera del camión y subió. Entre la cabina y la caja del camión no había comunicación, pero todos podían oír la risa estridente de Bobby, cada vez más forzada, mientras el camión giraba y saltaba sobre la arena cubierta de matorrales, rodaba por la pista de aterrizaje a sesenta millas por hora, y, de repente, tomando una curva que les hizo tambalearse, enfilaba un sendero mal cuidado que serpenteaba entre la maleza. Permanecieron callados, adosados a los laterales del camión, agarrándose fuerte cada vez que el vehículo saltaba o se inclinaba. El de la mirada absorta se mantenía rígido y les contemplaba fijamente uno a uno. Todos le tenían miedo y todos se sentían avergonzados de tenérselo. Los árboles empezaron a clarear, pasaron entre barracones de ladrillo y hojalata. Luego, entraron en una calle de verdad, asfaltada, donde el calor se levantaba en pequeñas oleadas, con franjas de arena blanquecina a ambos lados, y, más adelante, tiendas indias y ventas indígenas. Se hallaban en medio de un espacio amplio y polvoriento, cuya superficie parecía serpear y moverse. Había un edificio nuevo, blanco, bastante grande, con un par de Jacarandas que le daban sombra. El camión frenó con una sacudida. Agarrándose a los costados, mascullaron un insulto. La voz fuerte y burlona de Bobby les invitó a descender. Lo hicieron en silencio.
Bajo uno de los árboles, sobre el polvo, se hallaba sentada una mujer indígena, envuelta en una tela roja. Estaba dando de mamar a un niño. Les miró con indiferencia. Algunos perros se hallaban tumbados bajo el otro árbol, tan quietos bajo el calor, que se hubiera dicho muertos. Los hombres se agruparon alrededor de Bobby, que parecía enfadada, aturdida, y no quería mirar hacia Perry, que sonreía como un salvaje.
—Vamos a ver ¿qué es lo que os duele a cada uno? —preguntó—. Estómago y pulmones van separados.
Todos se echaron a reír a pesar suyo.
—Y puestos a pedir, ¿qué? —dijo Perry—, ¿dos camas para cada uno?
—Bueno, Perry —dijo Douglas—, a nosotros nos toca juntos.
Se hicieron a un lado. Bobby miró a los otros cuatro.
—Y vosotros, ¿qué?
Sus caras se contrajeron.
—Muy bien, muy bien —dijo apresuradamente—. Ya os diré dónde tenéis que ir. Perry y Douglas, allí, a aquella casa. El doctor vendrá a visitaros.
Vuelta la espalda a Perry, se dirigió con los otros cuatro hacia el edificio más grande, con el más joven mirando a su alrededor con recelo.
Perry y Douglas se encaminaron entre el polvo hacia una casita rodeada por una cerca de alambre.
—Malditas faldas —dijo Perry.
—Oh, quita allá —replicó Douglas torpemente—. Es una buena chica.
Perry largó una patada al polvo y empezó a silbar entre dientes.
El cobertizo tenía una veranda tapada por una mosquitera verdosa que ahora se hallaba recogida; tres peldaños de cemento rojo llevaban a la puerta, protegida también con rejilla. En los peldaños se hallaba sentado otro ordenanza nativo. Se levantó y, haciéndose a un lado, se cuadró, trémulo. Perry le hincó el hombro en el pecho al pasar y, sin mirarle, abrió de par en par la puerta y entró. El nativo, que se había apoyado en el quicio, para no caer del todo, se enderezó ágilmente y, sentándose otra vez en los escalones, limpióse de polvo el uniforme. Recogió su concertina, que había caído junto a los peldaños, y se puso a tocar.
En la veranda había cuatro camas metálicas con mantas rojas cuidadosamente dobladas. No se veía a nadie. Detrás había una única habitación con una mesa y una silla. Sobre la mesa era visible una jarra de cristal con algunos termómetros en posición vertical.
Douglas dejó caer el macuto en una de las camas, se quitó las botas y, echándose en otra, entornó los ojos.
Perry descargó su macuto junto al otro, y se dejó caer de espaldas, las polvorientas botas sobre la manta. Esperó, las manos detrás de la cabeza, todo él sumido en una auspiciosa inmovilidad.
Eran sobre las dos de la tarde. Hacía cuatro horas que habían aterrizado. Nadie se acercó. La zona polvorienta tras la mosquitera verde permanecía desierta. Media docena de mujeres nativas, con niños, pasaron por delante conversando, sus voces agudas. En un gran árbol msasa que sombreaba la veranda se oía el rítmico arrullo de un palomo. El techo metálico crujía bajo el calor. La concertina continuaba sonando.
—Todo esto por poner el grito en el cielo —comentó súbitamente Perry.
Douglas se apresuró a abrir los ojos, echó las piernas al suelo y dijo:
—Voy a ver si pueden darnos algo de comer.
Llamó al ordenanza nativo:
—¡Eh, Jim! ¿Dónde está el doctor?
El indígena señaló alegremente el otro edificio.
—¿Puedes conseguirnos algo de comer?
—Sí, amo. En seguida, amo.
Entró en la habitación y, cruzándola, salió a la parte posterior. Volvió el silencio, sólo quebrado por los arrullos del palomo.
El ordenanza reapareció con una bandeja metálica. Huevos fritos, tocino, pan frito. Perry se incorporó, miró la bandeja y, luego, al nativo.
—Tenemos úlcera —dijo—. ¡Ulcera!, ¡régimen!, ¡no grasa!
Y dio un manotazo a la bandeja, que se inclinó; los platos resbalaron, pero el ordenanza consiguió evitar que cayeran. Perry se volvió de espaldas y miró el cielo a través de la mosquitera verde.
—¿Puedes hacernos unos huevos pasados por agua? —preguntó rápidamente Douglas.
—¿Huevos pasados por agua? Sí, amo; en seguida, amo.
Y salió, con la bandeja, a medio correr. Perry seguía inmóvil. Miraba a un oficial que se acercaba a través de la explanada polvorienta. El hombre subió los peldaños, empujó la puerta con impaciencia y, luego, la cerró cuidadosamente tras de sí. Perry se dio media vuelta y quedó mirándole, tumbado. Douglas, que iba a saludarle, se había puesto en pie, pero volvió a sentarse.
—Vosotros sois los de úlcera, ¿no?
—Ése soy yo —dijo Perry—. Una sola úlcera, enorme.
—Siento no haber podido venir antes, me estaba ocupando de los otros.
Se sentó en el borde de la cama de Douglas y les contempló. Era bastante delgado, de pelo claro y fuerte, y ojos grises, francos. De puro acalorado, estaba sudando.
—¿Inglés? —indagó Perry.
—Exactamente.
Perry se volvió boca arriba y quedó con la vista perdida en el techo metálico.
El doctor compuso una sonrisa cansada y dijo:
—Y bien, ¿qué tal están las cosas en vuestro lugar de procedencia?
—¿Ha leído los diarios? —inquirió Perry.
—Bastante mal —dijo Douglas.
El doctor dirigió una rápida ojeada a Perry, y luego, más lentamente, se fijó en Douglas.
—¿Dónde me van a examinar? —preguntó Perry en tono amenazador.
—Ha habido cierta confusión —dijo Douglas en tono conciliador—. No deberíamos estar aquí.
—¿Qué ha pasado?
—Bueno… pues…
Pero Perry se volvió otra vez y levantó la cabeza hacia el doctor.
—Usted tiene la culpa. Cuando termine la guerra, me las pagará. Se lo aviso. Oficial…, bueno, cuando la guerra termine, ya no lo será; será mi secretario —de nuevo echó atrás la cabeza, y dejó los brazos colgando a ambos lados de la cama y se puso a balancearlos.
—¿Qué tal si dormimos un poco? —dijo el médico—. Luego hablaremos de ello.
—Yo no pienso dormir. Quiero que me examine ahora.
Douglas volvió a sonreír en tono de disculpa. Los ojos encendidos de Perry descubrieron su sonrisa.
—Y contigo también pasaré cuentas, Douggie. Eres un lameculos, eso es lo que eres. Siempre lo has sido.
Douglas palideció, pero mantuvo la sonrisa, ahora con bastante nerviosismo.
El doctor se quedó pensativo. Inconscientemente, suspiró. De los cuatro hombres que se hallaban en el otro edificio, tres le habían amenazado, a él y a los otros oficiales; pero luego, desmoronados, se habían echado a llorar. Parecía que contra ellos trabajasen secretos consorcios de influencias; la misma vida estaba en contra de ellos. Aunque él, Doc, era buen muchacho, y les comprendía. Les había dado calmantes y los iba a mandar a casa al día siguiente. Cansancio de guerra. El joven medio loco se había mostrado bastante dócil; pero luego, de repente, se había encaramado a una ventana gritando que se iba a suicidar. Ahora se hallaba bajo vigilancia. Estaba perfectamente dentro de lo que el doctor sabía y podía tratar. Pero no acababa de comprender a aquellos hombres de las colonias, tan fuertes, masculinos y violentos, que luego se hundían, insospechadamente, en un colapso de autoconmiseración. Parecía como si cada uno de ellos guardase en su interior un poco en el que compadecerse de sí mismo, siempre a punto de rebosar. La guerra le había sorprendido casualmente en África del Sur, y todo el tiempo lo había pasado con sudafricanos. Y todos, absolutamente todos, en un momento u otro, borrachos o desesperados, habían confesado su enorme amargura ante la vida. Es extraordinario, pensó, sorprendente… Y miró a Douglas, reflexivo. Douglas le llenaba de confianza. Parecía un soldado entero, alegre, animoso; su cara redonda, bonachona, era plenamente juvenil. El doctor notó que podía confiar en él. Y a él se dirigió para preguntar:
—Dime, ¿qué te ocurre?
—Bueno, ya hace años que no estoy muy bien del estómago —dijo Douglas dirigiendo a Perry una mirada cautelosa—. Vuelve de vez en cuando. La semana pasada me dio, de repente, un arrechucho. Normalmente no digo nada, y procuro hacer régimen lo mejor que puedo, habida cuenta del rancho. Pero, como me encontraba bastante mal, me enviaron al hospital. Hacía media hora que me habían internado, cuando llegaron órdenes de evacuar. No llegaron a examinarme. A varios nos metieron en un avión y nos mandaron a la ciudad más próxima. Y de allí volvimos a ser evacuados casi inmediatamente. El siguiente paso fue meternos en otro avión, y aquí estamos. Estoy seguro que puedo continuar en servicio activo. Aparte lo de la úlcera, me encuentro perfectamente; no es nada grave —terminó en tono de franca súplica.
—Una úlcera no puede cuidarse en el ejército —dijo el doctor, afable—. Estará mejor licenciado.
La boca de Douglas reflejó su amargura.
—Todavía no me han reconocido, no han hecho más que mandarme de un sitio a otro.
Súbitamente le empezaron a temblar los labios. Se dio media vuelta. Parpadeaba. «¡Dios mío! —pensó el médico, sorprendido—, otra vez con las mismas».
Perry se había incorporado lentamente, y se hallaba sentado al borde de la cama.
—Doctor, doctor, y yo, ¿qué?
Se levantó con los puños cerrados. El médico, haciendo caso omiso de él, se dirigió a Douglas:
—Pase ahí adentro un minuto; ya le avisaré.
Se sentía embarazado ante lo que iba a hacer. Douglas dudó, pero por fin se levantó y se quedó de pie. Miraba al médico como lo hubiese hecho un niño. Luego se dio media vuelta y con paso inseguro se encaminó al interior.
Perry, medio encogido, estaba a punto de saltar sobre el doctor.
—Maldita sea —dijo éste, tranquilamente—, ¿es que no puedes sosegarte?
Su voz tenía un tono deliberadamente amable, paternal. Perry se echó a temblar todo él, y por fin se sentó. Había sacado agresivamente el labio inferior. Lo contrajo. Los ojos se le llenaron de lágrimas. El médico se le acercó y le puso una mano en el hombro. Perry pareció rebelarse, pero en seguida se sometió. El doctor se sentó junto a él, le rodeó los hombros con el brazo y empezó a hablarle en voz baja, persuasiva.
Douglas, que se había quedado tras la puerta de mosquitera mirando receloso lo que sucedía afuera, se sintió confundido por la escena. Luego se dio media vuelta y tomó asiento junto a la mesa. Podía oír al doctor tranquilizando a Perry con voz casi sensiblera, como si fuese un niño. Y también a Perry, quien, en medio de grandes sollozos, se quejaba de que el oficial se la tenía jurada, y el sargento también, y que nunca le habían dado una oportunidad.
La puerta trasera se abrió sigilosamente, y apareció el ordenanza. Llevaba un bandeja con huevos pasados por agua, que depositó ante Douglas. Y, viendo que la mirada del hombre tenía un maligno destello azul, se apresuró a desaparecer.
El enternecido murmullo había cesado. Douglas asomó la cabeza. Perry se hallaba tumbado boca abajo sobre la manta roja. Los puños colgaban, cerrados, a ambos lados de la cama, golpeando el suelo metódicamente, con lentitud, y en los nudillos tenía ya un hilillo de sangre. El doctor, que se había levantado, llenaba a contraluz una jeringuilla. Luego se inclinó rápidamente, clavó la aguja en el brazo de Perry, cogiéndole un segundo un pellizco de carne, y luego se echó hacia atrás rápidamente, se veía a las claras que temía ser atacado. Pero Perry, boca abajo, musitaba:
—Usted es bueno, doctor; gracias, gracias de verdad. Douglas vio que el médico cerraba los ojos, suspiraba, y volvía a abrirlos, inmóvil, la jeringuilla en la mano. «Si intenta ponerme una inyección a mí, lo mato», pensó Douglas. Pero el médico, habiéndola desmontado, estaba guardando la jeringuilla. Volvió a tomar aliento; todavía tenía que encargarse de Douglas. Entró en la habitación. Douglas le esperaba en actitud beligerante.
—Dormirá un par de horas y se encontrará mejor —comentó el doctor alegremente.
—¿Nos va a mandar a casita? —preguntó Douglas encarándosele.
Y el otro le respondió súbitamente:
—Sí, a casita. Ya estoy hasta la coronilla de todos vosotros. Para empezar, no tenéis ningún derecho a estar en el ejército. ¿Cómo te alistaste? Supongo que contando un montón de mentiras. Perfecto; muy, pero que muy bonito. Calló un instante antes de añadir:
—Se gastan cientos de libras en vosotros y, a las primeras de cambio, os hundís y os tienen que mandar de vuelta a casa. ¿Qué os creéis, que esto es una jira campestre?
Douglas le miró incrédulo. Pero el doctor, advirtiendo la ya familiar congestión del rostro, el temblor del labio inferior, continuó:
—¡Oh, basta, basta ya! Iros al demonio y callad de una vez.
—¿Quién está al mando aquí? —preguntó Douglas tras un silencio sintiendo que el oficial que había en él salía en su ayuda. El doctor le miró y se echó a reír enojado.
—Vaya, vaya a ver al comandante Banks, si quiere; está ahí enfrente.
Y señaló el otro edificio. Tras lo cual, recogido el maletín, pasó junto a Perry, sin mirarle, cruzó el espacio cubierto de polvo y desapareció en el interior de la construcción que había indicado. Douglas miró la comida. Estaba rechinando los dientes y no se había dado cuenta de ello. Salió, sin más, tras el médico.
El edificio estaba rodeado por una amplia veranda humbrosa a la que daban varias habitaciones. En una de ellas estaba el comandante Banks, sentado bajo un ventilador eléctrico, revisando papeles. Levantó la mirada, molesto, al ver a Douglas, que había entrado dando un portazo. Le contempló con fijeza. Douglas se había detenido en el centro de la habitación; le saludó apresuradamente y avanzó.
—¿Qué tal, Doug? ¿Cómo estás? —dijo el comandante al tiempo que se ponía en pie y le tendía la mano, la mesa de por medio.
Douglas se la estrechó. Hacía años que se conocían.
—Siéntate.
Lo hizo. Contempló los papeles, las fichas, los tinteros, los pisapapeles, todos los grilletes de que había logrado escapar.
—El doctor me ha estado hablando de ti —dijo Banks.
Douglas se permitió una amarga sonrisa. Pero aceptó el cigarrillo que le ofrecía, con un «gracias, señor». El comandante Banks era esbelto, fibroso, de tez olivácea, con ojos azul claro, muy brillantes y amables, que parecían raros en aquel rostro requemado.
—El servicio activo se ha terminado, Doug —dijo por fin—. Pero, si quieres que te procure alguna cosa administrativa, lo haré.
—Gracias —respondió Douglas con hostilidad.
—Tienes suerte. Yo me voy a pasar el resto de la guerra en sitios tan maravillosos como este, un brillante porvenir.
—Si tengo que quedarme detrás de una mesa, prefiero volver a casa.
—La verdad es que no hubieran debido alistarte. Sé que tu jefe se puso enfermo cuando te fuiste.
—No me lo pusieron fácil. Fui yo quien forcé la cosa —dijo Douglas sonriendo con orgullo.
—Me lo imaginaba —cortó el comandante. Y añadió—: ¿Qué hace tu mujer? Estará contenta de volverte a ver.
—Está bien, está bien —dijo Douglas con el mismo orgullo—. ¿Sabía que tenemos una niña?
—¡Ah, afortunado! Bueno, si quieres, luego podemos tomar un trago.
—Alcohol, no. Tengo una úlcera.
—Mala suerte.
El comandante tomó unos papeles. Douglas se puso en pie, saludó; Banks le devolvió el saludo distraídamente, un poco en broma. Cuando llegaba a la puerta giratoria, alguien empezó a chillar en una habitación cercana. Se detuvo. El sonido era inquietante, pero no podía decir por qué.
—Ese es tu amigo Simmons —dijo el comandante—. Está algo mal de la chaveta. De todos modos, más vale hacer limpieza general antes de que empiecen los combates.
Douglas se ruborizó. Miró hacia el despreocupado comandante; sentíase indeciblemente agraviado; pero el hombre había vuelto a sus papeles. Los gritos cesaron. De nuevo se hizo el silencio. Volvió a dar un portazo y, cruzando la plazuela, entró de nuevo en la casa de la mosquitera. Perry se hallaba boca abajo, en la misma posición en que lo había dejado, las manos muertas, apoyadas en el suelo. Se hallaba profundamente dormido. El ordenanza nativo había vuelto a sentarse con su concertina en los peldaños de la entrada. El melodioso tintineo seguía mezclándose con el arrullar del palomo. Douglas se sentó en el borde de su cama sumido en profundos pensamientos. Tenía la boca reseca. Todos sus deseos, le parecía, habíanle sido negados. Había pasado toda su vida de adulto sentado en una oficina, y ahora, tras un año de breve alivio, le devolvían a ella. Veía su porvenir como una línea continua, sin sorpresas, sin nada que diferenciase un año del próximo. Cada cinco años, más o menos, una licencia, y, luego, el retiro, la muerte. Se sintió viejo.
Aquel año de incomodidades y aburrimiento en el ejército le parecía ya, debido a la distancia, una serie de escenas brillantes, mágicas. Pensó en los hombres a quienes había conocido toda su vida, con quienes había ido al colegio, trabajado y jugado, y que ahora se hallaban en el norte y se iban a ver metidos en «el verdadero jaleo». Le parecía que, sin saberlo, toda su vida se había hallado orientada hacia aquel clímax, a estar con aquellos hombres, sus compañeros y amigos, carne de su carne, en la guerra de verdad, en la vida de verdad, viviendo, por fin, una experiencia real. Y se lo negaban, se veía postergado, excluido, sólo pocos días antes de que empezara, unos días antes de que se encontrasen todos reunidos, tal como siempre lo habían estado. «Barrido por la limpieza general», pensó con amargura.
Posó la mirada en Perry, completamente tendido casi a su lado. Aquellos puños abiertos, los nudillos apoyados en el suelo, tenían algo infantil; también había algo infantil y tierno en los párpados cerrados, bordeados de rubias pestañas. Ternura. Se sintió invadido por un cálido deseo de protección. Si se queda así, le dará una tortícolis, pensó. Se levantó y, haciendo acopio de todas sus fuerzas, le dio media vuelta hasta dejarle boca arriba. Cuando lo hubo conseguido, se sintió agotado. Se quedó en pie, resoplando. Tenía los ojos húmedos: en un par de días abandonaría el uniforme. Nunca más volvería a sentir la camaradería de los hombres.
Nunca. Jamás. Cerró los ojos, para calmarse. Finalmente los abrió y miró hacia afuera. Todo parecía muy quieto. Ahora la arena era cruzada por gruesas sombras negras. Un par de gallinas descarnadas picoteaban junto a los peldaños. El ordenanza se había dormido, tendido sobre los escalones, con la concertina en la mano.
Aquella aldea triste le parecía representar el mundo al que volvía; de ahora en adelante su vida iba a ser así. Pensó en Martha un segundo; pero dejó que la imagen se desvaneciese de nuevo, y aquella oleada de afecto desapareció con ella. Lo que sentía por Martha no era nada, nada comparado con aquel año de vida militar. Se sentía rabioso. Tenía necesidad de romper, de destruir. Se quedó quieto, abriendo y cerrando los puños, mientras elaboraba mentalmente imágenes de destrucción. A la mañana siguiente le meterían en un avión y le mandarían a casa; bajaría del aparato, para hundirse de lleno en la domesticidad, en la oficina, en el horario de ocho a cuatro…
Sintió un dolor agudo en el estómago y recordó que tenía una obligación para con su cuerpo. Entró, con una cucharilla esparció los huevos sobre rebanadas de pan, y empezó a comer aquella pasta insípida, disgustado. En la bandeja vio la pimienta y tomándola violentamente roció con ella los huevos; encontraba un encanto salvaje en desobedecer las órdenes. Por fin, y como se sintiera un poco indispuesto, salió a la veranda. Pensó que quizá lograría dormir. Al otro lado de la plazuela, en un pequeño almacén, escrito con letras negras, divisó un rótulo: Joseph’s Bar.
Y allí se encaminó.
Un muchacho griego, gordo, lívido, estaba secando vasos detrás del mostrador. No había nadie más. Douglas pidió una cerveza de jengibre y se sentó. Sólo había una mesa redonda, tocando a la pared opuesta a la barra, con media docena de sillas alrededor. En tiempos de paz, de vez en cuando, frecuentaba el local algún comerciante o algún funcionario de paso; el bar era para ellos y para los comerciantes de la población.
Douglas dio un sorbo a la jarra de cerveza amarga y tibia, y la dejó sobre la mesa. Oyó a alguien que hablaba con voz fuerte, pero aún fuera de su campo visual. Y entonces apareció Bobby, que, caminando despacio, cruzó ante la puerta, abierta de par en par. Llevaba el pelo arreglado y ligeramente rizado en las puntas. Pasaba sin mirar adentro. Douglas la llamó:
—¡Eh, Bobby!
Se volvió para mirar y sonrió antes de haberle visto. Douglas se sintió orgulloso pensando que quizá le había visto dirigirse al bar.
Entró y se sentó a su lado. Estaba acalorada. Pidió un whisky, y Douglas sintió agua en la boca cuando ella empezó a beber. Luego Bobby cruzó las piernas, exhaló una bocanada de humo y clavó en él sus ojos grises. Llevaba desabrochados los botones superiores de la chaqueta, bajo la cual vio Douglas un tirante rosa, un tanto sucio, que le caía del hombro. Aquello le produjo una mezcla de repulsión y ternura.
—O sea que ya te lo han dicho… Mala suerte —dijo con aquella voz fuerte y jocosa, que había decidido era la más apropiada para su papel de soldado femenino.
Pero su expresión era de solidaridad. Douglas empezó a hablar. Al cabo de un rato, y como le preguntara por Martha, Douglas sacó varias fotos. Caroline de pie, sobre sus piernecitas vigorosas, sonriendo atractivamente a su padre desde el encuadre de la foto.
—Está muy guapa —dijo Bobby sentimental, y volvió a mirarle a los ojos. En su actitud había algo devoto y delicado. Como si tratara de decirle que estaba enteramente a su disposición.
Bobby pidió el segundo whisky. La cerveza de Douglas todavía estaba casi intacta. Estuvo a punto de sucumbir, pero dijo:
—Mejor será que me vaya haciendo a la idea.
—No hay otro remedio —reconoció Bobby.
—Perra suerte la mía —se lamentó él.
Pensó en Martha, para consolarse, pero no le servía de alivio. La verdad era que se había sentido liberado al abandonar aquella atmósfera de biberones y pañales, y, aún más, la extraordinaria tensión de Martha durante todos aquellos meses, que tan pronto alegre y competente como enojada y exhausta, siempre parecía estar reprochándole algo. Pero existía una duda, más reciente, que le preocupaba.
—¿Sabes algo de por allí? —preguntó indiferente a Bobby.
—Son unos perezosos, nunca me escriben. Pero hace poco tuve carta de Bosjie, ¿te acuerdas de ella? Dice que se lo está pasando estupendamente con los ingleses.
Con una rápida risita, Douglas comentó:
—Sí, parece que todo el mundo lo está aprovechando.
Pero su mirada continuaba fija en el rostro de ella, como si quisiese persistir, sondearla sobre sus sospechas. Bobby prosiguió:
—Creo que Bella se va a casar con un aviador; el pobre Sam está deshecho.
—Sí, no tiene ninguna gracia.
—Pensándolo bien, creo que alguien me habló de Matty. Estaba en un baile, en la base de aviación.
—¡Ah, sí! Creo que me lo dijo —repuso Douglas, cejijunto.
—Matty siempre ha sido la misma en cuestión de chicos. Afortunada ella, que no tiene una figura como un saco de patatas —dijo con una risa dolorosa.
—Oh, yo no te encuentro tan mal —respondió Douglas tras un pausa. Miró a su alrededor, descontento—: Creo que voy a hacer un extra y beber algo.
Se acercó al griego gordo, que permanecía silencioso, secando los vasos, contemplando aquellas muestras de la guerra mundial con inextinguible curiosidad. Le sirvió dos whiskis.
—Por el ejército —brindó Douglas, que se sentía hundido. Y tragó el whisky, dirigiendo a Bobby una mueca alegre—. Bueno, yo me encuentro muy bien. ¿Qué tal estás tú?
Bobby apuró rápidamente su tercer whisky y respondió a la invitación:
—Oh, yo me encuentro estupendamente, de veras. ¿Qué tal te va a ti?
Douglas tomó los dos vasos y volvió al mostrador, para que el griego se los llenase. Ella le observaba sonriendo maternalmente. Regresó y ahora se sentó en la silla más próxima a Bobby.
—Vamos a celebrarlo. Aquí hay que armarla.
—Oh, estás totalmente loco.
Volvió a preguntarle sobre lo que estaba sucediendo en el norte, decidida a no perderse detalle, animándole cada vez que él dudaba sobre si contar o no algo que no hubiera descrito ante una mujer. Era como si, gracias a él, también estuviese participando en todo aquello. Le escuchaba, sus labios de un rosa pálido apenas abiertos, con franca avidez. Al principio Douglas se mostró criticón y sarcástico; pero, luego, se lo contó todo, conciliador. Pobre Bobby, no lo estaba pasando demasiado bien metida en aquel agujero; con lo buena chica que era.
Sobre ellos se proyectó una sombra. En la puerta se hallaba Perry, a medio entrar. Detrás el sol lanzaba un último y poderoso resplandor rojizo sobre el cielo, de un gris delicado. La polvareda había desaparecido. Un grupo de nativos de paso cobraban bajo aquella luz un aspecto tenue, distante, y sus voces, estridentes, soplaban excitadas: se apresuraban hacia sus casas antes de que se hiciese de noche.
Perry se acercó a la mesa y les miró. Douglas vio que estaba un tanto amarillento y tenía irritados los ojos; pero ahora parecía más tranquilo. Vio los whiskis y dijo:
—Buena idea.
Se acercó al mostrador, hizo al griego una indicación con la cabeza, apuró su vaso bebiendo despacio, pero concentradamente, y le devolvió el vaso. Acodado en el mostrador, les contemplaba. Al recuperar el vaso nuevamente colmado, permaneció como estaba, con él en la mano, sin beber, mientras el griego alcanzaba una lámpara de aceite que pendía de un gancho de hierro en el centro de la habitación, le quitaba el globo de cristal, encendía la mecha, volvía a colocar el globo y colgaba otra vez la lámpara, que se meció un instante. Una gota de petróleo cayó al suelo de ladrillo, y, luego, otra. Cundió un fuerte olor a petróleo.
El griego regresó tras el mostrador. Perry todavía se hallaba apoyado allí, atento a la pareja sentada a la mesa, como si se hallasen muy lejos. Se le veía guapo, comparado al joven pálido y gordo, de ojos tristes y oliváceos; pero su apostura era convencional: mandíbula cuadrada, boca dura, fuerte. Ahora miraba directamente a Bobby, y ella se movió, incómoda por la mirada, al tiempo que se acariciaba los rubios rizos.
—Anda, ven y siéntate, hombre —dijo Douglas.
Inmediatamente Perry se acercó y tomó asiento, como si hubiese estado esperando la invitación. Clavó la mirada en Bobby, hasta que ella se la aguantó.
—¿Así que te van a mandar al norte?
—Sí, el mes que viene.
—¿Con el ejército?
—Es mi trabajo.
—No está mal, si te aceptan.
Ella miró, nerviosa, hacia Douglas, que comentó riendo:
—Vamos, Perry, ya está bien.
Perry rió dejando escapar un hondo suspiro, premeditado y silencioso. Acarició el vaso con los dedos, sin apartar la vista de ella. Bobby había desplazado su silla unos centímetros hacia la de Douglas; pero estaba contemplando a Perry con ruborizada fascinación.
Entró el ordenanza, y dirigiéndose tanto a Perry como a Douglas, preguntó:
—Amo, ¿quiere que le sirva aquí la cena?
—Lárgate —dijo Perry.
—No te preocupes, Jim —dijo Douglas rápidamente.
El hombre retiróse y desapareció entre las sombras del ocaso.
—¿Qué hay para comer? —dijo Perry en voz alta al camarero.
—No tenemos nada, no cocinamos.
—¿No, eh?
—Está el comedor militar. Desde que empezó la guerra, no tenemos más que ejército.
Perry tenía prietas las mandíbulas. Viéndolo, Douglas intervino:
—¿No nos podríais preparar algo? Estamos hasta las narices de rancho.
El griego dudó.
—Yo quiero pollo asado, patatas asadas, verdura y un poco de tarta —dijo Perry, la mirada fija en el bar.
El griego respondió:
—Voy a preguntarle a mi padre —y salió apresurado.
—Maldito griego —exclamó Perry—. Son como los cafres.
Y, levantando el vaso, brindó:
—Por la vida civil.
Bebieron. Douglas miró hacia Bobby con aire de serio reproche. El hilo de simpatía establecido entre ambos se había roto. No podía ella apartar los ojos de Perry. Douglas retiró la silla hacia la pared y tomó el vaso entre ambas manos. Comenzaba a sentir los efectos del alcohol.
Bobby se sintió momentáneamente alarmada al verse abandonada a Perry. Bebió tan apresuradamente, que parte del licor cayó al suelo. Perry acercó su manaza y le limpió las gotas de los hombros. Ella retrocedió un poco.
—Bueno, ¿qué tal te ha tratado la guerra? —le preguntó en aquel tono peculiar, insultante.
—Muy bien, muy bien. Pero esto es malditamente aburrido.
—Maldita suerte, maldito todo, ¿eh? Pero tendrías que haber tratado a los reclutas de tierra. Ahí hay dónde elegir. Deberías oírles hablar, cuando se sueltan. ¿Verdad, Douggie?
Douglas miró hacia otro lado, como para desentenderse.
—Maldito si no deberías conocer a esos reclutas de mierda; seguro que ahora no te quejarías tanto.
Ella le miró, todavía con una tenue, inconsciente fascinación, y dejó escapar su risita áspera.
—Déjalo ya, ¿quieres? —intervino Douglas disgustado—. Calla de una vez.
Perry no le hizo caso.
—De todos modos, aquí no te habrá ido tan mal. Tienes al comandante, al doctor, al sargento…
Ella le aguantó la mirada y respondió:
—Tampoco tú lo habrás pasado mal del todo. No necesito que me cuenten lo que vosotros hacéis en cuando dejáis atrás a vuestras mujeres.
—Yo no estoy casado, o sea que no importa. A Dios gracias. Si no, ya la tendría recorriendo las camas de los aviadores ingleses.
Bobby forzó otra risa. Perry avanzó el cuerpo, la tomó de la muñeca y dijo:
—¿Te acuerdas de la noche de Navidad en el Club, hace tres años? ¿Te acuerdas?
—¿Y qué? —preguntó ella riendo. La dejó, suspiró y dijo con voz suave:
—No lo pasamos mal, ¿verdad?
—Qué tiempos aquellos —dijo Douglas medio en broma, medio en serio.
Como movidos por un resorte, brindaron por los tiempos pasados. Entonces Perry pasó su enorme brazo por encima de la barra, desequilibró la botella de whisky, que estaba en la estantería, la cogió en el aire y se la llevó, triunfante, a la mesa.
El joven griego apareció con una bandeja. Bocadillos de roast-beef, encurtidos en mostaza, galletas y queso Cheddar. La dejó encima de la mesa, y se retiró, en silencio, tras la barra.
—Anda, tomad un poco de pollo asado —dijo Douglas alegremente.
Comieron. Perry, la vista fija en Bobby por encima del tenedor y el cuchillo, empezó a recordar cómo lo habían pasado hacía justo una semana. Douglas le seguía la broma. Cuando se refirió a cómo él y media docena de australianos habían dejado el burdel patas arriba, Douglas sonrió incómodo, pero Bobby ya estaba riendo con aire de camaradería. Perry calló, y, disgustado, se dirigió a Douglas:
—¿Qué te crees? Seguro que le hubiera gustado estar allí —e, inclinándose hacia delante, arrimó su mejilla a la de ella y repitió—: ¿A que te hubiera gustado estar con nosotros?
Ella apartó la cara y dijo:
—No te pongas pesado, Perry, me estoy cansando.
—No es mala chica —observó él hablando al techo—. No está mal, no está nada mal.
Douglas se le acercó y musitó al oído:
—Si quieres largarte, puedes hacerlo, Bobby. No estaría así si no le hubieran dado de baja.
Ella le devolvió una sonrisa que parecía ofendida:
—Lo sé. ¡Pobreculo!
E inmediatamente volvió junto a Perry. Había separado los labios y se pasó por ellos la punta de la lengua.
Perry se hallaba mirando al médico, que acababa de entrar.
El doctor les saludó a todos con una inclinación de cabeza, pero permaneció junto a la barra.
—Ande, venga y siéntese con nosotros, doctor —dijo Douglas.
—Gracias, pero estoy de servicio.
Pidió un coñac y continuó acodado en el mostrador, contemplando a Perry. Pero no dijo nada.
—¿Qué tal están los muchachos, doctor? —preguntó Bobby en el tono de un profesional que se dirige a otro.
—Ya los tengo a todos en la cama. El avión sale mañana por la mañana, a las seis.
Miró con fijeza a Perry y a Douglas.
Perry apuró ostentosamente el vaso y lo volvió a llenar.
—A las seis en punto —dijo el doctor—. Y, si alguno no está listo, puede pasar aquí otras tres semanas. Si les parece una idea tentadora, ya lo saben.
—Estaremos a punto —dijo Douglas.
Los tres mantenían un abierto desafío contra él según le miraban tras la barrera del alcohol.
—Todo está lleno de moralistas —comentó Perry a Bobby con intimidad—. ¿Te has dado cuenta? A cualquier lugar del mundo adonde vayas, moralistas… Los odio a muerte. Sólo con olerlos a media milla, se me revuelven las tripas.
Ella miró con aire de disculpa, pero desafiante, hacia el doctor.
—Un moralista inglés; Inglaterra no da otra cosa. —De repente, se puso en pie y asió a Bobby por la muñeca—. ¿Vienes a dar un paseo?
Tras una vacilación, se levantó ella y se alisó la guerrera. Perry tiró sobre la mesa cuatro billetes de a libra y la condujo hacia la veranda tirándole de la muñeca. Fuera brillaba clara la luna. Douglas les miró según se encaminaban, con paso inseguro, hacia la veranda del otro edificio, cuya puerta enrejillada oyó cerrarse con estrépito. Dirigió al doctor una mirada patética.
—Ande, doctor, venga a celebrarlo. Venga, hombre, animémonos un poco.
—Lo siento, pero esta noche tengo que vigilar a un lunático peligroso. No estoy muy seguro…, si lo mando con ustedes mañana en el avión… —miró exasperado hacia Douglas—. Estoy seguro de que entre cinco podrán cuidar de un chico en su situación… Estará drogado.
—No se preocupe, déjele que se corte el cuello, si quiere —dijo alegremente Douglas—. ¿Qué importa? ¿A usted le importa? ¿Me importa a mí? A nadie le importa.
Alargó el brazo para detener al médico que pasaba junto a él.
—Vamos, doctor, cortémonos el cuello todos de una vez.
—Si yo fuese usted, lo primero que haría sería acostarme —respondió el médico desde el umbral, con una sonrisa fatigada, pero agradable—. Si continúa bebiendo así, acabará en el hospital.
—¿Qué importa? —volvió a empezar Douglas—. ¿Le importa a usted…?
Pero el médico ya se había ido. Douglas volvió lentamente la cabeza y fijó la mirada en el muchacho griego.
—¿A ti te importaría? —le preguntó.
El muchacho esbozó una sonrisa triste.
—Ven a tomar algo.
El joven dudó antes de acercarse.
—Siéntate, hombre, siéntate.
El griego lo hizo y se sirvió una copa.
—¿Estás casado?
—No, pero tengo novia en mi tierra.
—¿Dónde está tu tierra?
—Grecia —dijo el otro en son de disculpa.
—Hazme caso, no te cases…, ¿para qué quieres casarte? —colocó un puño sobre el hombro del muchacho y le propinó un golpe.
El griego, siempre sonriente, le miraba con malestar.
—Todas son unas zorras, todas.
—No estoy casado, señor…
En los países donde todos los hombres blancos son iguales se plantean perpetuamente problemas de etiqueta.
—Llámame Douggie —y golpeó otro poco en el carnoso hombro. Luego, tomando el vaso con ambas manos, la mirada al frente, le preguntó, la lengua torpe—: ¿Cómo te llamas?
—Demetrius.
—Bonito nombre, sí señor; bonito nombre.
Por un momento quedó absorto, con la mirada vidriosa; pero, luego, volvió a concentrarse.
—Déjame que te muestre a mi mujer —dijo según hurgaba en uno de los bolsillos delanteros—. Tengo la mejor mujer de toda África. —Sacó la cartera y dejó caer varias fotografías sobre la mesa mojada—. Tck, tck, tck —chasqueó con la lengua en son de reproche—. Vamos, vamos Douggie, no seas torpe. —Y, pescando una fotografía de Martha de un charco de whisky, la colocó ante el griego.
Martha llevaba pantalones cortos y camiseta, el sol le daba en los ojos y trataba de sonreír.
Muy educadamente, Demetrius sacó su cartera, y puso sobre la mesa la foto de una beldad morena sentada en una roca, con los pies hundidos en una charca. Ella y Martha quedaron una al lado de otra mientras los hombres se concentraban en ellas.
—Tienes una mujer estupenda, tengo una mujer estupenda, los dos tenemos mujeres estupendas —barbotó Douglas. Hipó y dijo—: Lo siento, me parece que voy a sacarlo todo.
Levantóse y, saliendo a la veranda, apoyóse en la pared. Cuando regresó, el griego volvía a estar tras el mostrador, y la mesa del rincón había sido recogida y estaba limpia. Douglas se sentó, miró a su alrededor y, viéndole finalmente, dijo:
—Te has ido. Todos se han ido.
—Se está haciendo tarde, señor.
—Quiero dar una fiesta —dijo Douglas obstinadamente.
Su vista navegaba, fija en algo blanco que había en el suelo. Se agachó, recogió la foto de Martha, caída a sus pies, la frotó por ambos lados en la chaquetilla y se la guardó en el bolsillo delantero. Quedó sentado, meciéndose, contemplando la pared, parpadeando.
Demetrius secó unos cuantos vasos más y salió. Al cabo de un momento volvió con su vivo retrato, pero veinte años más viejo.
Los dos griegos conferenciaron un momento, luego el padre se adelantó y dijo:
—Señor, creo que sería mejor si fuese a acostarse.
—¡Me voy a quedar aquí! —y la mesa saltó al descargar Douglas el puño sobre ella.
—Vamos a cerrar el bar. Le ayudaré a ir hasta la cama, señor…
—¡Me voy a quedar aquí! No me puedo ir a la cama, porque mi mejor amigo está en la cama con mi mujer —el labio inferior le temblaba, babeante.
Los dos hombres se miraron, luego le miraron y se encogieron de hombros. Demetrius alzó el brazo y apagó la lámpara. Salieron. Douglas apoyó la cabeza sobre los brazos, que fueron resbalando hacia adelante hasta que todo el tronco quedó recostado en la mesa. Ahora el bar estaba a oscuras. Sobre el suelo se recortaba un cuadrado pálido de luz lunar. Poco a poco, el cuadrado fue retirándose hacia la puerta, se filtró por la tela mosquitera y se fundió con el resplandor de afuera.
Algo más tarde Demetrius entró con un pijama a rayas y una vela en la mano. Sacudió dos veces a Douglas y luego le dejó, cerrando la puerta de rejilla con un simple pestillo interior. Corrió encima un pesado postigo de madera.
Unos minutos más tarde Douglas se incorporó. Todo estaba muy oscuro y hacía bastante frío. La cabeza se le había despejado. Probó de abrir la puerta de madera y, como no lo lograra, se dirigió a la ventana. Estaba cerrada por dentro con una aldaba y un pasador. Intentó abrirlos, pero tras unos segundos, cansado, levantó el puño y rompió el cristal. Oyó el ruido de los cristales al caer afuera. Luego apretó el pestillo con el hombro y aquél saltó. Al ceder la ventana cayó Douglas hacia adelante y se encontró en el suelo, cuatro pies más abajo. Se puso en pie, no se había lastimado. Estaba bajo un gran árbol que filtraba la luz de la luna esparciéndola sobre él. Se dio media vuelta hasta quedar frente a la casita protegida de mosquitera, y se concentró en hacer que los pies le llevasen hasta allí. De dentro salía un pequeño resplandor amarillo. En el cielo la luna había puesto una gran sábana de luz plateada. Llegó a los peldaños, subió, empujó la puerta, entró. Había bastante claridad. Iluminada por la luna, su cama parecía de arena blanca. En la cama de al lado podía ver el corpachón de Perry. Estaba en movimiento. Cruzó hacia la habitación interior.
El ordenanza, sentado a la mesa, dormitaba. Cabeceaba sobre un libro. Douglas concentró sus irritados ojos, para ver qué leía. Era un libro de lectura para niños, manchado y roto, abierto por una página en la que se veía un dibujo mal coloreado, de corderitos primaverales retozando en la campiña inglesa, con una niñita de pelo rubio ofreciéndoles flores rosas. Las letras, grandes y espaciadas, de la otra página rezaban: «Mai-sie tiene seis años. Mai-sie sale a pasear por la cam-pi-ña. Ama a los cor-de-ri-tos. Ellos la aman. Cuando Mai-sie vuelva a casa hará sus de-be-res. Mai-sie hace muy bien sus de-be-res. Sabe leer. Sabe es-cri-bir. Mai-sie vive en una ca-si-ta en la co-li-na, cerca del redil. El padre de Mai-sie es po-li-cí-a».
—Pobre tío —dijo Douglas en voz alta, mezcla de compasión, desprecio y una especie de torcida envidia.
Un despertador pequeño y barato, colocado sobre la mesa, señalaba las once y media. Había dormido unas dos horas.
Volvió a la veranda. Se sentó en su cama. Perry estaba murmurando lleno de sentimental exasperación:
—Oh, vamos, dame un respiro, nena, dame un respiro.
Bobby, que permanecía invisible, excepto por un brazo cubierto de caqui, visible sobre el hombro de Perry, no decía nada. Su mano, gordezuela y muy pálida a la luz de la luna, tenía un aspecto inocente y patético.
Douglas encontró un placer morboso en comprobar que las cosas no le estaban saliendo demasiado bien a Perry.
Al cabo de un rato, sintiendo que la cabeza le daba vueltas, se dejó caer en la cama. Se durmió inmediatamente.
Sabía que estaba soñando algo desagradable. Había algo peligroso en aquel sueño. Se hallaba en el avión, con Perry, que llevaba los mandos. Volaban muy alto. Abajo divisaba ríos hermosos, campos verdes y pacíficos. Se hallaban en Inglaterra. Entonces vio una gran montaña, de color pardo amoratado. Y era África. Era importante que ambas se mantuviesen separadas. Vio que Perry se hallaba inclinado luchando con los mandos. El aparato se ladeaba bajo un viento fortísimo. Perry sonreía diciendo: dame un respiro, dame un respiro, dame un respiro. La tierra se les iba acercando y estaban muy próximos a la montaña morada. Douglas despertó al chocar, se alzó en seguida sobre el codo y sacudió la cabeza, para apartar el sueño. Amanecía. A través de la mosquitera veía el cielo, su sábana ahora de un gris pálido. Unas pocas pinceladas amarillentas se difuminaban junto al brillo rojizo que denotaba el lugar por donde aparecería el sol. Perry estaba tumbado boca arriba, dormido.
En la habitación de adentro el ordenanza se movía. Era audible el silbido de un hornillo Primus.
Delante del edificio de la administración había un camión parado. Bobby estaba apoyada a su lado en actitud de visible espera. La ambulancia blanca apareció por la esquina del edificio y se estacionó junto al camión. Algunos ordenanzas nativos aparecieron acompañados del médico y empezaron a meter en la ambulancia camillas cubiertas con mantas; eran los heridos.
Douglas volvió a tumbarse y se pasó la lengua, seca y pastosa, por la boca. Hoy mismo llegaría a casa. Llegaría caminando hasta el piso y abrazaría a Martha. Ahora se sentía lleno de ternura hacia ella y hacia su hijita. El apartamento, alegre, con libros y flores, se le antojaba muy atractivo. Dentro de una semana volvería a ocupar su oficina, en Estadística. Estarían contentos de volverle a ver. Era un hombre clave en su sección, todo el mundo lo sabía. Divagó un momento pensando en Martha y en que aquella noche volvería a estar a su lado. Su mente empezó a forjar voluptuosas fantasías. Se había vuelto a dormir; pero, casi inmediatamente, alguien le sacudió.
—Vamos, muchachos, arriba —decía Bobby con su voz ficticia.
Douglas se incorporó. Perry se hallaba apoyado sobre el codo mirando a Bobby, que, esquivando sus ojos, dijo premiosa:
—Nos vamos dentro de veinte minutos. —Y bajó los peldaños con su andar desenvuelto y masculino, el pelo rubio rizándosele sobre la nuca blanca y gorda.
—Maldita zorra —dijo Perry sin ninguna pasión.
Se levantó. Douglas ya estaba metiendo las cosas en el macuto. El ordenanza apareció con una bandeja en la que traía huevos pasados por agua.
—Buenos días, amo, buenos días, amo —dijo alegremente.
La cartilla de lectura le asomaba por el bolsillo superior de la chaqueta.
—Buenos días, Jim —dijo Douglas frotándose las manos. Se sentía exaltado, optimista.
Estaban comiendo los huevos cuando apareció el doctor.
—¿Qué tal están?
—Muy bien, muy bien.
—Pues no se lo merecen.
—Oh, no diga eso, doctor.
El joven médico inglés sonrió.
—Si pongo al esquizofrénico en el avión con ustedes, ¿le vigilarán? Está drogado de verdad.
—Los ulcerosos vigilarán al loco —dijo Perry—. Déjelo de nuestra cuenta.
—Gracias. Lo tenemos que mandar de un modo u otro. No tenemos ni una enfermera para acompañar a los que están en las camillas. Pero no hay nada que temer. Ninguno está grave. Sólo son unas horas. Estarán allí antes de la hora de comer. De todos modos, nosotros también nos largamos pronto.
—Menudo agujero han ido a escoger como hospital —dijo Douglas.
—No es un hospital. Es un centro de evacuación de heridos.
—Da lo mismo.
—No fui yo quien lo escogió —dijo inmediatamente el doctor, que, como todos, se apresuraba a eximirse de responsabilidades—. ¿Quieren hacer el favor de subir al camión, caballeros? Por favor.
Douglas y Perry cargaron los macutos y lanzaron unas monedas al ordenanza, que las cogió al vuelo.
—Gracias, amo; gracias, amo.
Cruzaron el espacio polvoriento hasta alcanzar el camión, que ya estaba en marcha. Bobby se hallaba sentada en el puesto del conductor.
—Si la quieres, tuya es —dijo Perry a Douglas—. Yo no la quiero.
Douglas dudó. No quería pasar junto a Bobby las cuatro millas del recorrido. Sin embargo, dio la vuelta por delante, subió y sentóse a su lado. Aquella mañana ella estaba dispuesta a mostrarse tajante y oficial, de manera que no tuvieron que hablar mucho.
El camión salió en seguida. Atravesaron entre las barracas de plancha metálica y entraron en la estepa. El sol comenzaba a levantarse: una enorme pelota roja que, pegada a los bordes de los árboles, fue alargándose como una gota de agua hasta flotar, por fin, libre. Cuando llegaron al campo de aterrizaje su disco ya se había hecho más pequeño y amarillento y desprendía calor como un lanzallamas. Todos habían empezado a sudar. Bobby les llevó hasta el mismo avión. Cuando llegaron, la ambulancia ya se iba.
Bobby estrechó la mano a todos, y en último lugar a Perry, con perfecta camaradería. Volvió al camión y arrancó gritándoles:
—Recuerdos a la patria chica.
En el avión tuvieron que esperar. En el último minuto llegó un gran coche camioneta de donde se apeó el doctor, que, dando la vuelta hasta alcanzar la puerta contraria, ayudó a salir al joven adormecido y como atontado. Lo medio empujó escaleras arriba en brazos de Douglas. Éste y Perry lo auparon para acomodarlo en el asiento, al lado de Perry. Inmediatamente se quedó dormido. Tenía el candido aspecto de un niño, un mechón de pelo rubio caído sobre la frente.
El médico subió, dio un último vistazo a los que se hallaban en las camillas y dijo a Douglas:
—Écheles un vistazo, sea buen chico. —Y, saludando, enfiló aliviado la escalerilla y se marchó en el coche.
El avión dio media vuelta y avanzó hasta el extremo de la pista. Giró. Sobre la casamata de ladrillo ondeaba un embudo de seda blanca. Cuando el aparato pasó corriendo y se elevó pudieron ver a su alrededor una nubécula de mariposas, como hormigas voladoras alrededor de una farola.
Al cabo de unos pocos minutos cuanto había debajo era pradera vacía. Perry se hallaba sentado junto al joven enfermo. El muchacho cayó hacia un lado y Perry lo sujetó con un brazo. El rostro joven y sonrosado quedó apoyado sobre su hombro.
Perry contemplaba la hilacha de una nube que formaba arcos iris frente al sol reluciente. Mientras canturreaba entre dientes Roll out tiie Barrel, tenía los maliciosos ojillos azules empequeñecidos y ausentes, los labios apretados, la mandíbula contraída. Cambió de posición una o dos veces, con cuidado, para aguantar más cómodamente el peso del muchacho, y luego se recostó cerrando, también él, los ojos. Douglas fue hacia la parte trasera, a charlar con los de las camillas.
Hacia mediodía el avión tomó tierra y el muchacho fue trasladado, todavía profundamente dormido, a una ambulancia.