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Las dos habitaciones que daban cima al edificio de pisos se inundaban de luz tan pronto como el sol, espléndido, enorme, rojo, se levantaba, arrastrando hilachas de nubes rosa y dorado, sobre el horizonte de colinas ocupadas por los suburbios. A las cinco y media, estrías amarillas, cálidas, llegaban hasta la cama de matrimonio atravesando la cuna de Caroline. Martha se quedaba entre las mantas, calentita, esperando que la niña despertara. Siempre se despertaba con el primer movimiento de Caroline, como si hubiese sonado el despertador; y durante la noche, si Caroline murmuraba algo en sueños, también se despertaba inmediatamente. La niña balbuceó y se puso a patalear hasta lograr destaparse. Y se sentó. Martha, los ojos entornados, vio como aquella criatura pequeña, enérgica, con el camisón blanco, se tumbaba y desperezaba, con los piececitos rosados al aire, mientras intentaba decir algo: primero con un balbuceo, luego con un murmullo profundo, concentrado, al que seguía un silencio y, luego, un súbito grito de triunfante vitalidad, por haber conseguido que la cuna se agitase y crujiera con sus movimientos. El murmullo bajo, meditativo, volvió a empezar; Caroline, a cuatro patas, contemplaba fijamente la manta blanca, atenta a su propia voz; su rostro diminuto reflejaba su absorta sorpresa. Se dejó caer hacia un lado, y luego de espaldas, con las piernas en alto, gruñendo y resoplando y con la cara enrojecida. Permaneció así, las piernas agitadas a uno y otro lado, silenciosa de momento, esperando, aparentemente con dócil paciencia, qué sonido nuevo conseguiría emitir su garganta. Una nota alta, aislada: como un pájaro; otra mucho más baja; silencio y, de nuevo, aquel chillido estridente, triunfal. Decidida, volvió a ponerse de pie, agarróse a la barandilla de la cuna y, apoyando la barbilla en ella, miró el sol que llegaba a la ventana. Ahora su gran bola redonda y amarilla destacaba sobre el cielo límpido. Caroline parpadeó, bajo sus ricitos negros aparecieron perlas de sudor. Apretó los párpados, cerrólos, y se balanceó, apoyándose en un pie y en otro, su carita sonrosada pintada de manchas de cálida luz. Abrió los ojos con precaución, la luz le deslumbraba. Ladeó un poco la cabeza y, concentrándose con decisión, tapó un ojo con el puño abriendo el otro hacia el sol: todavía estaba allí, colgado sobre el cuadro azul de la ventana. Adelantó una mano hacia un rayo de luz amarilla en el que flotaban doradas motas de polvo, movió los dedos fuertemente y ¡agarró!; pero no había logrado coger nada. Miró, sorprendida, la mano vacía. Lo volvió a intentar; cerró la mano, una y otra vez, en torno al polvo y la luz. Entonces tendió ambas manos hacia el sol, un deseo desesperado vibrante en la cara. Dejó escapar un chillido de rabia y aporreó con furia los barrotes de la cuna. Perdió el equilibrio y cayó de espaldas, pataleando gozosa en medio de la luz, probando, contenta, los tonos de su voz.

Martha cerró los ojos e intentó dormir. Pero no podía. Había toda una zona de tensión, como una red de extraordinaria ansiedad, entre la niña y ella. Cada movimiento, cada sonido de Caroline, tenía un eco en Martha. ¡Relájate!, se decía; pero notaba rígidos todos los miembros. A cada segundo esperaba que Caroline soltase aquel grito con el que exigía que empezase el día.

Y, sin embargo, durante los tres días que Caroline había estado en casa de su madre, Martha había dormido, se había despertado, y había vivido como si la niña no existiese, como si jamás hubiese existido. No se sintió ansiosa en ningún instante; y apenas había pensado en ella. Al volver la pequeña a casa, vióse envuelta de nuevo en el ritmo de aquella vida ínfima. El largo día quedaba regulado por las horas de las necesidades de Caroline; y por la noche se acostaba exhausta de atender a la niña.

Ahora permanecía tendida, con los ojos cerrados —salvo por una pequeña rendija donde el sol le formaba arcos iris en las pestañas y se le hacía visible tal como Caroline acababa de verlo— sabiendo que, si no saltaba de la cama, era por el fastidio de enfrentarse al día que se avecinaba. Ojalá ya fuera de noche y Caroline se hallase de nuevo en la cuna, dormida. Quizás entonces su vida, la vida de Martha, podría comenzar. Pero, a pesar de todo, la noche resultaba igualmente inquieta y desencantadora; siempre acababa por acostarse temprano, para no tener que aguantar más.

Toda su vida era un apresurarse, un desear que aquello ya hubiera pasado; volvía a sentirse llena de la tensión de ¡aprisa, aprisa, aprisa!; y, sin embargo, a fin de cuentas, nada había por lo que valiera la pena apresurarse, ni siquiera el fin de la guerra, que para ella no iba a representar ningún cambio.

Al llegar a ese punto en sus pensamientos, volvió a repetirse que necesitaba sosegarse: su incapacidad de disfrutar con Caroline le causaba remordimiento. Pero con ella no podía relajarse; hubiese sido desleal, incluso peligroso. Su vida se desarrollaba por ciclos de culpabilidad y de reto, y ella lo sabía, aunque no comprendiese ni aun primariamente el significado de todo aquello.

Ahora Caroline se había puesto a canturrear, con una nota de apremio en la voz, que Martha conocía de sobras: todos sus miembros habían cobrado una involuntaria rigidez; se obligó a aflojarlos.

Sujeta con ambas manos a la barandilla, Caroline consiguió ponerse en pie y, apoyada la barbilla en el reborde, contempló a su madre. Martha vio a la chiquilla encamisada de blanco, con sus ojillos, oscuros y vivaces, espiándola maliciosamente. Caroline dejó escapar un gritito de advertencia, y esperó. De pronto Martha se echó a reír, vencida por la ternura y la diversión. Caroline vigiló a su madre un instante y sacudió las barras, como un monito. Al cabo de un momento Martha, abandonado el lecho, tomaba a Caroline y la sentaba en él.

Lo prescrito por el libro eran bizcochos y zumo de naranja. Martha salió a por ellos. Caroline se tambaleaba por la habitación, sobre sus piernecitas inseguras, chupando la galleta hasta convertirla en una pasta pegajosa, de color pardo.

La habitación, pequeña y blanca, se hallaba inundada de luz, como una pecera repleta de agua brillante. Martha tomó un baño: el cuarto de baño estaba sembrado de rayos de luz, y el agua se agitaba en la bañera, toda lentejuelas y ópalos luminosos. Luego se vistió rápidamente uno de aquellos trajes escuetos y coloridos que tanto le gustaba llevar. Era agradable andar ligera de ropa, sentir sus extremidades, morenas y suaves, libres fuera de la tela de color; recuperada su independencia, su identidad; se sentía leve y ágil, los rastros y deformidades del embarazo pertenecían a otra época. Y era agradable bañar a la niña, verla limpita, con un vestidito de algodón, los delicados piececitos rosados moviéndose con fuerza y seguridad sobre el suelo.

Cada mañana, a las siete, Martha y la niña se hallaban vestidas y listas para el nuevo día. Desayunaban juntas, o casi; Martha tomaba su té tratando de no preocuparse si Caroline no quería comer.

Desde que el señor Maynard la sorprendiera en la desagradable tarea de alimentar a Caroline, y Martha la había podido observar con los ojos de él, se había obligado, con un esfuerzo que la dejaba exhausta, a no preocuparse por las comidas de la niña. ¡Tenía que liberarse de aquella atadura! Veía en ello una suerte de fatal imposición que ciertamente acabaría por afectar todo el porvenir de la criatura. Al principio, sin embargo, no fue fácil desentenderse. Preparaba las papillas indicadas para la edad de la niña, las dejaba en la plataforma de madera, delante de ella, colocaba un trozo de hule bajo la sillita, y se retiraba, con una taza de té o un libro, obligándose a no prestarle atención.

¡Las batallas de entereza que tuvo que librar! Caroline se había acostumbrado a la presencia del recio pilar que era su madre, inclinada ante ella con la cuchara dura y brillante, repleta de papilla, de la papilla que debía comer por más que intentase apretar los labios o volver la cabeza; ahora, en cambio, veía que, de pronto, la misma mujer se sentaba lejos, al otro lado de la habitación, sin prestar atención ni a sus gritos de rabia ni a sus desafiantes chillidos. La primera vez, Caroline tomó el plato de porridge y lo tiró al suelo salpicándolo todo de aquella pasta grisácea. Martha volvió una página, sin mirarla. Caroline volvió hacia ella sus ojitos negros, dejó escapar algunos agudos chillidos de rabia, para obligarla a mirar, se hizo con la taza de leche y se duchó con ella. Martha continuaba indiferente en su silla, pero sus labios contraídos revelaban una tensión que Caroline conocía. Chapoteó con las manos en el sucio charco de leche y se las restregó por el pelo, en pleno desafío. De pronto Martha estalló exasperada. Puesta en pie, exclamó fuera de sí:

—¡Caroline! Eres una niña mala, malísima.

La pequeña, la cara embadurnada de porridge, el pelo empapado de leche que goteaba, balbuceó algún triunfante desafío. Pero se encontró con que la arrancaban de la silla, y, luego, sollozando de rabia mientras Martha la aguantaba bajo el brazo, perneando mientras empezaba a llenar el baño, vióse introducida en él convenientemente enjabonada, metida en vestidos limpios y reducida a su corralito de madera, donde pronto, olvidada de todo, se puso a enredar con sus juguetes.

Martha, entretanto, limpiaba el porridge y la leche que salpicaban el suelo, los muebles, su propia persona. Aquella suciedad le causaba profundo disgusto. Se preguntaba cómo había conseguido soportar durante meses aquella otra, que sólo le había procurado fugaces amagos de repugnancia, la de los pañales, las sábanas, las mantas húmedas y sucias; la soportó, sin duda, porque el libro lo decía. El libro y ella misma quedaban admirablemente justificados: ahora Caroline se hallaba, según rezaba la frase, inmaculadamente limpia. Pero aquello no constituía problema alguno: la batalla se centraba en las comidas. ¿Por qué, por qué tiene que ser así? se preguntaba Martha, desesperada. Estaba furiosa por haber perdido la calma. Se hubiera echado a llorar, tal era su enojo. Y, mientras recogía la leche y la papilla grisácea, se iba repitiendo: «Dios mío, cómo odio todo esto, cómo lo desprecio». Y sabía que estaba hablando de su hijita. Pronto aquella ira encendida cedió, infaliblemente sucedida por su sentimiento de culpabilidad. Fuera, en la terraza que era una especie de jaula puesta al sol —ahora derramado sobre los árboles del parque— Caroline balbuceaba y gorjeaba contenta. Martha permaneció adentro en la habitación, sentada; se sentía exhausta, desdichada. Su corazón cálido estaba lleno de amor hacia aquella criatura que estaba criando tan lamentablemente.

Salió a la terraza. Caroline, con el vestidito corto, de alegres colores, levantó sus ojos negros y vivos, dejando escapar un sonido interrogativo. Martha la levantó y estrechó contra el pecho. Inmediatamente la niña empezó a luchar por liberarse: Martha, riendo, la devolvió al suelo y se paseó por la habitación, ahora cantando.

No había comido absolutamente nada. Martha sacó algunas galletas y subrepticiamente las distribuyó por la habitación. Caroline las fue recogiendo y empezó a masticarlas con afán.

—¡Oh, Caroline! —suspiró Martha—. No sé qué hacer contigo.

Se estaba acostumbrando a hablar a la niña como consigo misma. El cerebro de la pequeña recibía el sonido de una voz entre jocosa y resentida, entre refunfuñante y desengañada, vibrante sobre su cabeza.

—Pobrecilla, ¿qué habrás hecho para tener una madre como yo? Bueno, ya no tiene remedio, tendrás que aguantar. Te tengo aburrida, es la pura verdad; y, sin duda, también tú me tienes aburrida. Lo único que sé es que, al parecer, una de las funciones más importantes de los padres es convertirse en adecuados objetos de odio: si la psicología no es esto, no es nada. Así es que parece perfecto que me odies con todas tus fuerzas de vez en cuando, hija mía; ambas somos víctimas, y no puedes hacerle nada, y yo tampoco, y mi madre tampoco pudo arreglarlo, ni la suya…

Tras un silencio, la voz prosiguió, un poco como los mismos balbuceantes gorjeos de Caroline, meditativa y experimental:

—Esa es la situación, y lo mejor será que le saquemos el mayor partido posible. En cuanto pueda, te mandaré a una guardería, para alejarte de mi perniciosa influencia; al menos haré eso.

A las nueve de la mañana ya era como si hubiesen vivido una gran parte del día. Y, sin embargo, todavía faltaban tres horas para el almuerzo. Martha cosía. Caroline y ella tenían docenas de bonitos vestidos por poco precio. Observaba el reloj. Preparaba las papillas de Caroline. Hojeaba esperanzadamente su texto de puericultura, o, mejor dicho, cualquiera que le pareciese de utilidad, en busca de alguna frase capaz de alentarla. Al menos creía conservar su integridad, cosa en la que aún veía la virtud suprema. En algún lugar, en el fondo de su corazón, existía la agradable rectitud de saber que, aunque seguramente estaba tan poco capacitada para la maternidad como su propia madre, al menos tenía la honradez de admitirlo.

Contemplaba con fatal desesperación cómo se aproximaba la hora del almuerzo. Pero había decidido acabar con aquel círculo fatídico que siempre terminaba en su violento enfado y los gritos rebeldes de Caroline.

Con un esfuerzo de voluntad que la dejaba exhausta aprendió a dejar la comida de Caroline frente a ella y desaparecer de la habitación. Al regresar, se prohibía tomar en consideración la desagradable suciedad que cubría la sillita, plagada de moscas. Sacaba a la niña, la lavaba y sin decir palabra la devolvía al parque. Día tras día, llegada la hora de comer, se tumbaba boca abajo en la cama, y, tapándose los oídos con los dedos, leía mientras en la habitación de al lado, Caroline chillaba reclamando su atención. Poco a poco los lamentos disminuyeron. Llegó un momento en que la criatura recibía la comida y comía. Martha volvió de su exilio en el dormitorio: había ganado la batalla, había logrado vencer el demonio del antagonismo.

Ahora podía preparar la comida y servírsela a Caroline sin preocuparse de si la tomaba o no. Y, naturalmente, comía. Martha subsistía a base de té y rebanadas de pan con mantequilla presurosamente engullidas. No podía interesarse por la comida como no la cocinase para compartirla con alguien. Las mujeres que viven solas pueden, sin darse cuenta, enfermar de no comer.

Entonces se encontró perversamente triste por haber triunfado. Era como si entre ella y su hija algo se hubiese quebrado. Eso aumentó su malestar, que hallaba expresión en confusos monólogos humorísticos:

—Tú dirás lo que quieras, Caroline, pero algo debe andar mal, cuando tiene una que aprender a no preocuparse… Porque mi defecto no es preocuparme demasiado, sino demasiado poco. Pobrecilla, supongo que te sentirías tranquilizada si supieses que mientras estabas con la abuela no pensé en ti ni un solo instante; supongo que eso sería una garantía para tu futura seguridad emotiva, ¿verdad?

Silencio, mientras Caroline continuaba interesada en sus cosas rondando por la habitación; pero, si el silencio persistía, entonces dedicaba una mirada vivaz e interrogante a su madre.

—Lo que no logro entender es esto: hace dos años me sentía libre como una paloma. Hubiera podido hacer cualquier cosa, ser cualquier cosa. Porque, esencialmente, en eso consisten las ilusiones de toda chica soltera: es el único momento de su vida en que somos más libres que los hombres. Los hombres se ven obligados a ser algo; nosotras, en cambio, cuando crezcas ya lo descubrirás, nos vemos de bailarina, o de mujer de empresa, o de esposa de un primer ministro, o como fulana de alguien importante, o incluso, en momentos extremos, de monja o misionera. Te imaginarás haciendo todo tipo de cosas, en innumerables países; la verdad es que tú eres tu propio límite. Todo será posible. Pero no te imaginarás sentada las veinticuatro horas del día en un cuartito cuidando de tu hijo. Caroline, por lo que más quieras, no te cases joven. Te lo prohibiré, aunque tenga que encerrarte. Pero, ¿cómo voy a hacer tal cosa? —concluyó Martha, divertida—; sería obligarte a algo, y eso es un pecado imperdonable. Lo único que puedo prometerte es que no te presionaré en ningún sentido. Simplemente procuraré desentenderme… Pero, suponiendo que desentenderse sea sólo la forma más sutil y mortal de obligar a la gente, ¿entonces…? Lo más difícil, sin embargo, es que, cuando lee una novelas y biografías femeninas, no parece que las mujeres de antaño tuviesen estos problemas. ¿Es en verdad concebible que en el espacio de cincuenta años nos hayamos convertido en algo distinto? ¿O acaso piensas que las novelistas callaban la verdad? En los libros, la jovencita idealista se casa, tiene un niño e inmediatamente se convierte en algo muy distinto; y la hace muy feliz pasarse la vida criando niños junto a un marido tedioso. Piensa, por ejemplo, en Natasha… estaba contenta de ser una vieja clueca, enredona y aburrida…; pero, quizá, nunca dejó de verse según había sido, y, viendo en qué se había convertido, es posible que se sintiera desgraciada. ¿Y dónde nos deja eso? Porque o bien es esa la verdad, o bien ha aparecido en el mundo un tipo de mujer totalmente nueva, lo cual no es posible. ¿Tú qué crees, Caroline?

Durante toda la mañana la luz avanzaba desplegándose sobre el piso. Después de almorzar, el sol había desaparecido y las habitaciones resultaban tórridas, sin aire, sofocantes. Martha ponía a Caroline en el cochecito y mataba el tiempo paseándola por las calles durante una, dos, tres horas. O se sentaba en el parque, bajo un árbol, con otras muchas madres y niñeras, mirando jugar a los niños. Esta parte del día parecía ser la quintaesencia del aburrimiento, aburrimiento que la penetraba como una enfermedad. A las seis de la tarde, Caroline ya había cenado, estaba lavada y volvía a su cuna. Empezaba el silencio. Martha quedaba libre. Podía salir, visitar amigos, ir al cine. Pero no lo hacía. Se sentaba, leyendo, pensando sin parar, dándole una y mil vueltas, mentalmente, a aquel peso culpable, a aquellos pensamientos que siempre se repetían. La gente educada de modo inconformista puede abandonar a Dios, poner cabeza abajo los principios en los que ha sido educada, siempre tiene el consuelo de poder atormentarse satisfactoriamente con problemas de conducta, la justa conducta. De esta penosa autoexploración brotó una idea fija: la mujer que combina la aceptación cálida de la feminidad y la maternidad con lo que Martha describía para sí misma, vagamente pero con satisfacción, como «persona», si no existía en la literatura, que evita tales problemas, debía hallarse en la vida. Tenía que buscarla.

Un día encontró a Stella en la calle. Intercambiaron promesas, tan alegres como culpables, de que debían verse, como hacen quienes saben que sus vidas se alejan. Martha, luego, pensó que Stella parecía muy satisfecha. Había cambiado. Dos años antes era una muchacha bella, delgada, vivaracha. Después de tener el niño, se había convertido en una mujerona sólida, lozana, despierta, competente y —esto era lo más importante— feliz. O así parecía, en perspectiva. El pensar varios días concentradamente sobre la maravillosa seguridad de Stella en todos los papeles que la vida le exigía, hizo que Martha acabase por considerarla símbolo de la perfecta feminidad. Y, siguiendo un impulso, dejó a Caroline al otro lado del parque, en casa de su madre, y se llegó en el coche a la casa de las afueras donde vivía ahora Stella con su madre.

El día era brillante, magnífico, con un airecillo fresco. El cielo tenía un azul glacial. Las casas blancas reverberaban entre masas de vegetación densa, verde, como pequeñas luminarias, con aspecto distante, recoleto, como si se aprestasen a olvidar el calor durante una breve temporada. La penosa ola emotiva, que es, más que la hoja que cae o el retumbar de los truenos tras varios meses de silencio, signo distintivo del cambio de estaciones, invadió súbitamente a Martha de una melancolía agradable y conocida: llegaba el invierno. Parecía absurdo preguntarle a Stella cómo debía vivir, hallándose ella en aquel estado de ánimo; la nostalgia impone valores distintos: nada importa demasiado. Ahogando esa sensación, recorrió las avenidas hasta enfilar una carreterita que atravesaba un trozo de campo encharcado, lleno de hierba, y entró en el nuevo barrio. Las presiones de la guerra habían hecho que la ciudad se extendiese rápidamente. Aquel suburbio estaba formado por una serie de bungalows apresuradamente diseminados sobre un promontorio rocoso, de una milla de largo. La nueva casa de la madre de Stella estaba al final; más allá se abría la pradera impoluta. El jardín se hallaba limitado por montones de rocas graníticas recubiertas por el morado de las buganvillas. El bungalow, pequeño, no recordaba, sin embargo, el típico alojamiento de colonos. La terraza era un pequeño porche, las ventanas tenían persianas verdes, y la casa respiraba un aire de vistosa prestancia. Martha estacionó el coche, subió los escaloncitos, y llamó al timbre, con la impresión de efectuar una visita de cortesía.

Le abrió Stella, que prorrumpió en voces de bienvenida. Llevaba una bonita bata escarlata, y el pelo, negro, recogido en dos trenzas que le llegaban a la espalda. En la sala de estar, su madre jugaba con la niña. La habitación parecía salida de una revista: una alfombra roja y, el resto, tapizado de cuero color crema. A través de los visillos, del mismo color, se veía una franja de seca, agostada pradera que parecía repudiar a aquellos intrusos. Martha notó que su sentido armónico se dislocaba, como siempre le ocurría en presencia de la señora Barbazon, que, con sus ojos oscuros, de mirada cautelosa, siempre parecía una evadida de las capitales europeas.

Stella sacudió despreocupadamente sus trenzas, y con aquel nuevo aspecto, de madre contenta, se sentó, la mirada puesta en el bebé: una niña de ojos oscuros, delgada y pálida. Ambas mujeres competían por atraer la atención de Esther. La señora Barbazon agitaba sus cuentas de cristal ante los ojos inquietos de la niña. Stella, inclinándose hacia adelante, le ofreció la punta de una de sus gruesas y largas trenzas. Esther la agarró, y Stella, sonriendo satisfecha, tomó a la niña y se la sentó en la falda.

—¿Qué tal está Andrew? —preguntó Martha.

Stella, sin levantar los ojos de la cara de Esther, respondió:

—Oh, no sé; hace algún tiempo que no escribe.

Lo había dicho en tono duro, despreocupado.

—Mi hermano dijo que lo había encontrado no sé dónde, en algún sitio del norte.

Stella levantó rápidamente la vista y, buscando la mirada de Martha, inquirió:

—¿Qué tal dijo que se encontraba?

—No explicaba nada, sólo que se habían visto. Mi hermano está con los sudafricanos.

—Esta guerra es terrible, terrible —dijo la señora Barbazon.

—Oh, por lo que parece, no se lo pasan mal del todo —dijo Stella, con una risa indiferente.

Por un momento pareció seria; luego, sonrió a la niña y empezó a cosquillearle las mejillas con el extremo de la trenza.

—¿Cómo va Esther?

La señora Barbazon, sonriendo al pensar en ello, se disponía a responder, cuando Stella la interrumpió para explicar que aquella misma mañana había cruzado a gatas la cama. Su madre comentó:

—Deberías dejar que durmiese conmigo, así tú descansarías.

—Oh, no tengo nada mejor que hacer; y, además, eres buenecita, ¿verdad que sí, Esther?

Se hizo un silencio. Martha sintióse oprimida por el ambiente. Se daba cuenta de que ambas mujeres vivían dedicadas enteramente a Esther; era aquélla una familia alerta, vigilante, celosa.

—¿Qué tal lo pasas? —preguntó la señora Barbazon en tono que hizo comprender a Martha que había estado discutiendo desfavorablemente de ella.

—Siempre estoy ocupada con Caroline.

—Con un niño en casa, no queda tiempo para nada.

—El mes pasado recibí carta de Andrew —comentó Stella—. Decía que los muchachos se sienten desmoralizados porque sus esposas y novias les engañan con los de las Fuerzas Aéreas.

—Es terrible —añadió la señora Barbazon—; los pobres lo están sacrificando todo por la guerra, y las mujeres les son infieles.

Madre e hija cambiaron una larga e inexplicable mirada; la mujer mayor, levantándose, dijo:

—Voy a preparar un poco de té; los criados han salido.

Y, dirigiendo una ávida sonrisa a Esther, abandonó la habitación.

En cuanto su madre hubo salido, Stella dejó la niña en el suelo y dedicó su atención a Martha. Le preguntó si Caroline ya caminaba; y, cuando Martha le respondió afirmativamente, dijo con viveza que caminar a un año era caminar muy pronto, de lo cual dedujo Martha que Esther iba algo atrasada en sus progresos.

Martha contempló a Esther con actitud distante que escondía ese débil desagrado que las mujeres sienten por los niños ajenos cuando todavía se hallan estrechamente vinculadas, en lo físico, a los propios. Decidió que, comparada a Caroline, que no paraba un momento, era pesada y torpe.

Stella empezó a contarle cómo la había tenido que destetar a los tres meses, su salud no le había permitido amamantarla más tiempo; mientras hablaba se llevó insconscientemente las manos a los pechos, ahora de nuevo llenos.

—Lo de tener hijos te echa a perder la figura, de verdad. —Y, mirando a Martha, agregó—: Ya has perdido todo el peso que te sobraba.

—No lo perdí —dijo Martha pesarosa—, ¡lo ayuné!

—¡Oh, yo no podría! Mi salud no me permite hacer régimen. De todos modos, Andrew no dejaba de decir que le gustaría que engordase un poco.

Suspiró, su expresión adoptó un aire contrariado. Sus bonitos ojos negros parecían cansados, oscurecidos. Aquel encanto, remoto y exótico, había desaparecido; aquella facultad seductora que Martha tanto envidiara, presente en cada una de sus miradas, en cada uno de sus movimientos, se había desvanecido totalmente: sólo era ya un ama de casa de buena presencia.

Sonó el timbre de la puerta. Los ojos de Stella cobraron vida. A punto de levantarse, exclamó:

—¡Pero si no estoy arreglada!

—No te preocupes, yo atenderé —dijo la señora Barbazon desde la cocina.

Stella se puso de pie atusándose el pelo con ambas manos.

—Más vale que vayas a vestirte —dijo la señora Barbazon mientras cruzaba hacia la puerta.

En su voz había un ligero toque desaprobador que hizo que Martha mirase con curiosidad a Stella, cuyo rostro reflejó una expresión de enojo antes de que ella murmurase:

—Sí, no puedo salir así. —Y desapareció rápidamente, justo en el momento en que su madre reaparecía acompañando a un joven oficial.

Era un joven corpulento, fornido, de pelo claro y ojos azules, de aspecto nórdico. Tomó asiento mientras la señora Barbazon se movía y enredaba a su alrededor. Finalmente se sentó también ella y empezó a interrogarle con aquella devoción impresionante, sacrificada, con que se inmolaba ante su hija: qué tal le había ido el vuelo ayer, y si había logrado dormir mejor…

—Stella se está vistiendo. Ya sabe lo que sucede: con una niña en la casa…

El recién llegado, recordando sus obligaciones, empezó a jugar con la pequeña. La señora Barbazon, viéndole ocupado, desapareció para regresar en seguida con el carrito del té. Empezó a servirles.

Desde fuera llegó una voz alegre:

—Mamá, ¿dónde está mi cepillo del pelo?

—No lo sé —respondió su madre, tajante.

Y se quedó mirando hacia la puerta, la tetera en la mano. Stella había aparecido en la puerta con un vestido de hilo verde manzana que dejaba al descubierto sus brazos color melocotón, la abundante melena sobre la cara, ella visiblemente ajena a la presencia del oficial.

—¡Ah, ya lo veo! Conque lo tenías tú, ¿eh, Esther, mala? —Cogió el cepillo, el pelo sujeto hacia atrás con una mano—. ¡Oh, Rupert! No te había visto.

La señora Barbazon continuó sirviendo té, los labios prietos.

—Ya sabes lo que sucede con los niños, todo lo cogen —dijo Stella y rió alegremente.

Había quedado frente al joven alto, que, levantado, la miraba violento. Stella comenzó a peinarse hacia atrás los brillantes mechones de pelo que caían con un siseo sobre los hombros. Él la miraba fascinado conforme el terso rostro de Stella aparecía entre el marco del cabello. Martha descubrió en ella el antiguo deseo de atraer: volvía a ser la que fuera antes de dar a luz. Stella, sonriente, le preguntó:

—¿Qué tal?

—Muy bien, muy bien, gracias —respondió él, los ojos atentos al ondear del pelo.

Stella continuó unos instantes la operación y, por fin, tras un rápido movimiento de cabeza que envió hacia atrás la melena en una curva iridiscente, untuosa, de un negro azabache, exclamó:

—Si me permites, acabaré de vestirme.

Los tres permanecieron sentados conversando. Los ojos del oficial permanecían clavados en la puerta tras la cual había desaparecido Stella, que reapareció al poco, la mata de pelo negro recogida en un recatado moño, y fue a sentarse junto a Rupert. La pequeña Esther empezó a tirarle del vestido verde. Stella le apartó las manos una o dos veces y luego dijo en tono vivo:

—Llamemos a la niñera; puede sacarla un rato.

La señora Barbazon se levantó, tomó a Esther y salió. Ya no volvió a entrar.

Martha también se levantó poco después y dijo que había de cuidarse de Caroline.

Stella replicó en seguida:

—Vuelve otro día, Matty. No seas mala y no nos dejes olvidadas de este modo —pero, mientras le hablaba, continuó mirando al joven oficial.

Martha sintió una especie de lástima por aquel simpático mozallón de grandes ojos azules y candidos.

Stella la acompañó hasta la puerta.

—Es muy bien chico —observó—. Procuramos que se sienta como en su casa. Tiene que ser difícil para ellos, tan lejos de sus familias.

Martha se echó a reír. Stella la miró sorprendida.

—De verdad que es encantador. Mi madre dice que le parece como si fuera hijo suyo —prosiguió con una sonrisita soñadora, espontánea.

Martha instó a Stella, con falsa animación, a que la visitase pronto. Y Stella de nuevo la culpó de ser tan poco sociable. Tras unos instantes de intercambiar aquellas premiosas invitaciones, se separaron aborreciéndose mutuamente.

Mientras regresaba a casa, Martha se sentía extraordinariamente tonta. Su reacción hacia Stella la aproximaba de nuevo a Alice.

Existía entre ambas una básica devoción mutua que les permitía, tras semanas de mutuo olvido, volverse a encontrar con toda naturalidad, sin violencia de ningún tipo. Se entendían muy bien y se buscaban por simple deseo de desahogarse durante la hora que pasaban discutiendo, con voz divertida y resignada, su aburrimiento, el tedio de vivir solas, la naturaleza insatisfactoria del matrimonio, la carga de criar los niños, tras lo cual se despedían de buen humor, picara, sanamente regocijadas de mostrarse tan radicalmente desleales a cuanto en verdad eran.

Y una y otra volvían a aislarse. Alice se sentía enloquecer de soledad. Estaba muy delgada, se había abandonado el pelo y también descuidaba el vestido. De vez en cuando exclamaba, retadora:

—¡Al infierno con todo! —Y telefoneaba a Martha para comunicarle que iba a salir con algún aviador.

Martha siempre la tranquilizaba diciéndole que era lo menos que podía hacer. Alice sacaba algún vestido viejo, se cepillaba el pelo y se pintaba un poco. Y decidía convertirse en el alma de la fiesta a la que estuviese invitada. Devuelta a su piso por algún joven ardoroso, dejaba que la besase y acariciase un poco, como si al menos debiera aquello a su amor propio, y terminaba diciendo:

—Bueno, ya está bien… Muchas gracias, lo he pasado estupendamente.

Con lo cual desaparecía dirigiéndole un apresurado saludo de disculpa. Nunca les veía por segunda vez. En tales ocasiones, Martha era despertada a las tres de la madrugada por Alice, que concluía sus comentarios sobre la fiesta, alegres, desesperados y erráticos, con un:

—La verdad es que, estando casada, ya no le encuentro el encanto, ya no hay nada que me divierta. —Y luego añadía con firmeza—: Pero como Willie se crea que me voy a quedar sentada en casa, va fresco. ¡Después de lo que me han contado de él!

Y con aquella risita estridente, fatalista, deseaba a Martha las buenas noches.