Los cielos de África son, en su mayor parte, azules y diáfanos, y extraordinariamente indicados para los aviones, por lo cual fueron pocas las ciudades del subcontinente que no se apresuraron a montar en sus afueras barracones, hangares, pistas y albergues temporales, rodeados de vallas y alambradas de espino, logrando una autonomía y aislamiento equiparable tan sólo a aquellas otras ciudades fuera de la ciudad: las reservas nativas.
Antes de que nada tuviera tiempo de cambiar, y durante varias semanas, las gentes del lugar salían a dar una vuelta en coche el domingo, para contemplar las obras; por espacio de varias semanas sólo se habló de que la aviación iba a llegar. Esta frase, junto con otras que ahora aparecían cotidianamente en los periódicos, como caballeros del aire y nuestros muchachos, evocaba en la mente de la población, que después de todo era ahora mayoritariamente femenina, la imagen de un joven apuesto y alto, limpiamente vestido con un uniforme azul. Algunos poetas eran, en parte, responsables de esta gallarda imagen: no se les puede echar toda la culpa a los diarios. Además, era la época de la batalla de Inglaterra; la necesidad de heroísmo, tanto tiempo reprimida, encontraba, por fin, una válvula de escape, era como si los apuestos jóvenes de 1914 se hubiesen vestido un uniforme color celeste, y cobrado alas. Sentían que el aire era su medio natural. Era inútil pensar que un país separado del mar por cientos de millas podía convertirse en cuna de marinos; y, de la masa de jóvenes que habían partido hacia el norte para incorporarse a la infantería, pocos habían entrado en batalla. Cuando lo hicieron, cuando fueron anunciados los muertos y heridos, la impresión de las noticias haría que su imagen cobrase una nueva dimensión. Entretanto, la guerra era una batalla aérea, y parecía lógico que la colonia fuese considerada lugar idóneo para la preparación de pilotos.
Pero, tras esa impaciencia por ver aparecer realmente a los muchachos, había algo más. Pocos eran los que no habían crecido pronunciando constantemente las palabras «Inglaterra» y «la patria», incluso los que no habían nacido allí; por eso era a los suyos a quien esperaban; más aún: se esperaban a sí mismos, engrandecidos por la distancia, dignificados por la responsabilidad y el peligro. Sabían qué podían esperar: en tiempos de paz la colonia era alimentada mes tras mes por inmigrantes que ciertamente pertenecían a la categoría de los jóvenes bastante agraciados, aunque en pocas semanas se convirtiesen en gente como ellos: carente de atractivos y hasta… Pero no diremos afeminados, pues la palabra había perdido, con la batalla de Inglaterra, su vigencia. La guerra, el número de los que dejaban la vida volando sobre Londres, hacía de aquellos jóvenes, bien que menos expuestos, figuras comparables con cualquier aventurero de las praderas o al conquistador de horizontes.
Para que un avión pueda empezar a volar, con toda su tripulación de jóvenes especialistas, tienen que haber otros tantos, en tierra, que garanticen la seguridad de ambos. Y esto era lo que la gente había olvidado.
Súbitamente, en una noche, el aspecto de las calles cambió. Se llenaron de una raza de seres con uniformes grisáceos y descuidados; de aquellas fundas de tela mal cortada salían manos y caras pálidas que —para gente que siempre había dispuesto de comida en abundancia y sol a raudales— tenían apariencia de algo incompleto. Como si la naturaleza hubiera esbozado un ideal —el joven alto, apuesto, agradable, tan fácilmente transformable en duro héroe— y, luego, falta de material con que completarlo, lo hubiese dejado ir de cualquier manera. Así era como, oscuramente, se sentían; no podían reconocerse en aquellos antepasados; sus primos ingleses parecían una raza de enanos, varias pulgadas más bajos que ellos. No eran morenos ni broncíneos, sino enfermizamente pálidos. No eran individuos gloriosos y rebeldes —puesto que por encima de cualquier otra cosa esto es lo que son los inmigrantes de colonias—, y, vagando, precavidos y curiosos, por las callejas de la ciudad, parecían pertenecer a una comunidad cuya homogeneidad sólo residía en el uniforme.
En resumen, eran distintos.
Y nunca se les ocurrió disculparse por ser distintos.
No se esforzaban por ponerse al nivel de sus anfitriones.
Y, lo peor de todo, las caras de aquellos nuevos invitados —los colonos instintivamente se sentían anfitriones— sólo expresaban críticas benévolas e irónicas. Eran huéspedes forzados.
Aquellos mequetrefes, sembrados arbitrariamente en mitad de África, recorrieron la ciudad, descubrieron sus dos cines, su media docena de hoteles y su puñado de bares; descubrieron que las diversiones previstas para diez mil habitantes tendrían que ser ampliadas para distraer a sus centenas de millares; descubrieron que las mujeres acabarían por escasear; y, con el tranquilo sentido común que distingue al británico de clase obrera, decidieron instalarse lo más cómodamente posible en unas circunstancias que eran tan malas como habían temido. Durante unos días la marea gris se retiró a los campamentos rodeados de imponentes alambradas.
Pero antes había ocurrido ya un buen número de turbadores incidentes. Por ejemplo, faltos de experiencia, varios hombres se habían presentado una noche en los bares en compañía de mujeres mestizas; y, como se les invitase a salir, su reacción fue de violento agravio. Otros habían sido vistos en la calle ofreciendo cigarrillos a los negros en las esquinas, conversando e incluso paseando con ellos. No pocos, se rumoreaba, habían llegado a entrar en las casas de los sirvientes, en la reserva nativa de la ciudad. Pero no era esto lo peor; tal comportamiento pasaba por producto de la ignorancia y podía solventarse con un poco de familiarización con las costumbres locales. No: existía algo indefinible, tácito, como una atmósfera de persistente crítica irónica, que, por no ser expresada en palabras, no podía recibir respuesta.
Imaginemos a un grupo de aviadores paseando por una calle, en busca de diversión. De pronto, un sonoro, apremiante bocinazo llama su atención. Junto a ellos un lujoso coche, y en su interior una pareja que les sonríe con las mejores intenciones del mundo, les invita a subir y los lleva al McGrath, donde piden bebida para todos. La orquesta, con guerra o sin ella, sigue tocando desde la glorieta de helechos. Los camareros indígenas sirven las jarras de cerveza. Alrededor todo es dorados y mármol de imitación. Y la pareja, tan deseosa de agradar, es la amabilidad personificada. Pero ¿a qué se debe esa hospitalidad, sin duda alguna, efusiva? ¿Y por qué? Es como si se sintieran culpables de algo. Hablan de Inglaterra: ¿recordáis, conocéis, habéis estado…? Pero la Inglaterra colonial no es la de aquellos soldados, la de las tabernas y las calles que añoran. Aunque no les falte amabilidad para ocultar ese hecho.
Aquella circunstancia, sin embargo, era como acíbar en una cucharada de miel, la que suponía la oportunidad de recibir a tales huéspedes. Rara vez a la gente de las colonias, ávida de dispensar bienvenidas, se le ofrece la ocasión de acoger no a uno o dos, sino a veinte mil agradecidos huéspedes de una vez. Por toda la ciudad, en los bares y salones de los hoteles, e incluso en las salas de estar particulares, podía verse —durante aquella primera semana— a una pareja, marido y mujer, departiendo hasta con veinte soldados, corteses, sí, pero decididamente poco expresivos, que bebían y comían cuanto les fuera posible —los deportados pueden permitirse tomar las migajas que el destino les ofrece—, pero que ciertamente no les correspondían con aquella amorosa aprobación que sus anfitriones esperaban esencialmente de ellos. Sí, era un país muy bello; sí, la ciudad era espléndida; sí, un logro considerable para medio siglo. Pero, pero, pero…
La marea se retiró. Ya volvería. Miles y miles de hombres llegaban semanalmente de la patria. Pero aquellos primeros contactos exploratorios bastaron para patentizar que era preciso enfrentarse a la situación, y que la tarea correspondía a aquellos cuya misión era administrar y guiar.
En toda ciudad existe un grupo de mujeres de mediana edad, o un poco mayores, que son quienes de hecho la gobiernan. La medida en que estén formalmente organizadas no es exponente de su poder real. Dicho exponente está en su forma de reaccionar ante el peligro; la franqueza con que expresan sus intenciones puede medir la intensidad del peligro. A los que estudien política local les recomendamos investigar las actividades de las damas del lugar de que se trate.
Aproximadamente una semana después de la primera marea gris, el señor Maynard y su esposa celebraban una conversación, no en la cama —que no habían compartido en muchos años—, sino ante la mesa del desayuno.
La señora Maynard era la cabecilla del concejo matriarcal. El cargo le iba de perlas, y no sólo por una razón de carácter. Las esposas de los primeros ministros, ministros, gobernadores y alcaldes se mantenían al margen de ciertas situaciones porque necesariamente debían mostrarse por encima de las luchas y rivalidades de partido. La señora Maynard no las envidiaba, más bien las compadecía. De haberlo querido, hubiera podido convertirse en una de ellas. Era hija de una familia británica que se había dedicado durante siglos a la labor social; era prima del actual gobernador, y su esposo, aunque sólo fuese juez, era primo tercero del primer ministro británico; la señora Maynard era, y esperaba que así se la considerase, no sólo persona de confianza, sino, además, y sobre todo, independiente. Nada de lo que dijese pasaría por emanado del gobierno o de un partido político.
Desde detrás del Zambesia News comentó:
—Es bastante desalentador que las autoridades no hagan nada.
El señor Maynard dejó el periódico y preguntó:
—¿Sobre qué?
—Nos traen millones de desdichados muchachos por los que nadie hace nada en absoluto.
—Me parece que exageras un poco, ¿no?
—Bueno, si no son millones serán cincuenta mil, cien mil. Y, aunque sólo se tratase de un millar, el problema subsistiría.
—Creo que en los campamentos tienen cines y cantinas.
—Sabes muy bien lo que quiero decir.
Su esposo removió el café y observó:
—Incluso en tiempo de paz, hay más hombres que mujeres. —Y añadió—: Espero que no estés pensando en un burdel…, las Iglesias no lo aprobarían.
Ella se sonrojó y apretó los labios; pero abandonó esta máscara de enojada rectitud, para sonreír con seca apreciación:
—Personalmente preferiría burdeles a que…, pero no me refería a eso. —Enarcando las cejas prosiguió—: Deberíamos proporcionarles alguna distracción, algo que les mantuviese ocupados.
—Mira, cariño, puedes ahorrarte ese trabajo. Todas las mujeres de la ciudad están ya completamente perdidas. Y espera a que lleguen los pilotos.
—Estoy pensando en los negros —dijo ella irritada.
Se hizo una pequeña pausa. Y luego, como si pensase en voz alta:
—He oído decir a Edgar que no tienen idea de cómo tratar a los indígenas. Y los pobres, naturalmente, no tienen la culpa. Yo le sugerí una serie de conferencias sobre política indígena…, o algo por el estilo, antes de que los manden aquí.
—¿Así que la moral de nuestras esposas y madres no te importa? —respondió él sonriéndole, las cejas alzadas en un gesto de sorpresa.
Ella le devolvió una sonrisa igualmente meliflua.
—Ambas cosas me importan. Lo primero de todo debería ser una sala de baile, con bares, ping-pong…, cosas así.
—Y quieres que sea yo quien lo patrocine, ¿me equivoco?
—Serías la persona idónea —sugirió su esposa, poniendo en su voz por primera vez un tono de súplica.
—No —dijo el señor Maynard resuelto.
—Tienes que hacer algo. Todo el mundo está haciendo algo.
Él continuó removiendo el café y mirándola fijamente. Era un desafío. Y ella lo aceptó.
—Estamos en guerra, no sé si lo sabes —gritó, por fin, dejando traslucir sus verdaderas emociones, roja de indignación, y con algo de abandono, en la expresión de los ojos y en el rictus de la boca, que recordaba cierta detonante belleza morena.
El señor Maynard produjo una sonrisa aviesa; era visible que creía haber logrado una victoria.
Pero ella no intentó refrenar su emoción.
—Tu actitud es sorprendente, ¡sorprendente! —dijo, los labios trémulos—. ¿No te importa que nos hallemos en guerra?
—Mucho, me importa mucho. Pero no lo bastante como para patrocinar un club elegante para los muchachos —repuso. Y luego añadió—: Me voy a limitar a hacer que los nativos no saquen los pies del plato. Nada puede ser más útil, ¿no crees?
Se miraron largamente, como se miran algunos matrimonios, con desagrado contenido por el respeto. Sus rostros mostraban decisión; cejas oscuras, altivas, se enfrentaban desde ambos extremos de la mesa. Como siempre, habían llegado a un punto muerto.
—Bueno, pues tendré que pedirle a ese pasmarote de Anderson que lo patrocine.
—Me parece una elección admirable.
La señora Maynard se levantó y se dirigió hacia la puerta. Él alzó la voz, para que le oyese decir:
—Respecto al problema de estos muchachos y las mujeres indígenas, mi opinión personal es que, considerándolo, desde luego, a largo plazo, unos cuantos miles de niños mestizos no serían mala cosa. En primer lugar, haría que las autoridades tuvieran que proporcionarles una vida más cómoda. Tal como están las cosas, la comunidad mestiza presenta un índice de criminalidad superior al de cualquier otro sector de la población.
Lo había dicho con el deseo de molestar. Uno de los menores placeres del poder, sin embargo, está en la posibilidad de expresar en privado sus puntos de vista que podrían arruinarle a uno, de llegar a conocimiento de sus seguidores. La señora Maynard dejó escapar una risita seca, y dijo:
—Estoy segura de que existen métodos más sencillos de procurar mejor alojamiento a los mestizos que el de infectar a todos nuestros muchachos con enfermedades venéreas.
Dos días más tarde, una columna del diario anunciaba que iban a abrirse en breve plazo, bajo el experto patronazgo del señor Anderson, conocida personalidad pública que había pertenecido al Departamento de Estadística, tres centros para el recreo del personal de las Fuerzas Aéreas.
Entonces, de improviso, la segunda marea gris invadió la ciudad. Aunque ya no era tan gris: la idea de su vinculación con el cielo ponía un toque azul en aquellos uniformes rígidos; por fin las ardientes ilusiones de la gente se veían satisfechas, porque aquellos sí eran los primos, los bienvenidos parientes de Inglaterra: ellos, los aviadores de carne y hueso podían ser reconocidos como pertenecientes a su misma especie. En los salones, bares, clubs y salas de baile donde inmediatamente empezaron a aparecer a cientos, se encontraban perfectamente a gusto; y la ciudad, tanto tiempo acostumbrada a tolerar las más disparatadas locuras de sus jóvenes, no encontró nada extraordinario en su comportamiento. Con ellos llegaba una atmósfera de dedicación al peligro, de inquieta exuberancia que —como todas las mujeres jóvenes de la ciudad pronto tuvieron motivos para saber—, se hallaba encubierta por un recato de lo más encantador y, esto, a su vez, constituía la máscara de un nihilismo cínico más atractivo, incluso, que su temeridad. Si la característica de la Primera Guerra Mundial había sido la entrega idealista —seguida de su contrapartida, la irritación sarcástica—, el símbolo de este período de la Segunda Guerra Mundial fue el aviador joven y cínico, de bigotes ostentosos, petulantes, capaz del heroísmo más conmovedor, pero abocado a sorprendentes lapsos de autoconmiseración y de estoica desesperanza, en cuyo curso expresaba el deseo de caer en combate, puesto que, de todos modos, la vida no tenía ningún sentido. Es entre dos sábanas donde mejor sale siempre a relucir la verdad sobre la moral de cualquier ejército.
El peligro de ese estado de cosas, que en la ciudad se sentía como un latir acelerado, lo expresó la señora Maynard, durante otro desayuno, con estas palabras:
—Tú dirás lo que quieras, pero deberíamos pensar en nuestros hijos, allá en el norte.
—Espero que sabrán cuidar de sí mismos.
—¿Te has enterado de que…? —a eso siguieron los nombres de una docena de jóvenes esposas—. Han perdido la cabeza.
—Mientras no la pierdan del todo, me atrevería a decir que con el armisticio las cosas volverán a su curso.
La señora Maynard le miró escrutadoramente; prietos los labios, le sostuvo la mirada. Al reunirse, en 1919, tras años de separación, había habido por ambas partes incidentes que olvidar. No perdonar, no. La señora Maynard no le podía perdonar que los hubiese pasado por alto tan fácilmente. Pero, en rigor, ¿qué había sucedido? Nada, ella nunca le fue infiel. Simplemente, una foto de un oficial, un primo, entre un montón de viejas cartas. En cuanto a él, lo que no podía perdonar era que no hubiese habido nada que perdonar. Ella había cumplido con todo al pie de la letra. Pero en el corazón de aquella apuesta señora había ardido siempre una llamita romántica, y él lo sabía. Había entregado su corazón al muerto, quedando, así, libre para enfrentarse a la vida conforme creía justo. Nunca hizo nada de lo que pudiera avergonzarse.
Al cabo de un rato el señor Maynard preguntó sonriente:
—¿Y cómo te propones remediar esa situación, querida?
La señora Maynard efectuó unas cuantas visitas, recibió otras tantas, y pasó bastante tiempo al teléfono. El resultado fue que muchas jóvenes recibieran cartas por las que varias organizaciones les proponían dedicar su tiempo libre a tal o cual actividad relacionada con el esfuerzo de guerra. Poco a poco los cabos se fueron ligando. La señora Talbot, desmedrada y bella por el dolor de su hija (el famoso prometido había perecido sobrevolando Londres durante la batalla de Inglaterra) visitó a Martha para sugerirle que se adhiriese a cierta organización femenina relacionada con la administración civil.
Martha apenas la escuchó. Su inocencia era tal, que incluso lo encontró extraño, y llegó a pensar que la señora Talbot, que no tenía vínculo alguno con la Administración, se estaba entrometiendo. Le ofreció té y le comunicó las noticias que tenía de Douglas: muy escasas, excepto que acababa de disfrutar, con otros, un permiso en alguna ciudad de Abisinia. Lo cual probablemente significaba —explicó tranquilamente Martha, sin darse cuenta de que la señora Talbot quedaba un instante sin respiración— que estaría teniendo enredos amorosos por docenas. Y como advirtiese casualmente su reacción, frunciendo un poco el ceño añadió que estaba en su perfecto derecho, que no creían en celos. La señora Talbot estaba buscando palabras con que expresar su inquietud, pero Martha, no consciente de que fuesen necesarias, mudó de conversación. En tales ocasiones la ventaja de Martha estaba en dar por sentado que su interlocutor (la señora Talbot, en el presente caso) por fuerza tenía que coincidir con ella; cualquier sugerencia en sentido contrario provocaba en ella una reacción crítica, casi incrédula.
Unos días más tarde pasó a verla el señor Maynard en persona. Su esposa le había dicho que estaba visitando a algunas de las jóvenes más remisas, a lo cual el señor Maynard se apresuró a responder que de la joven Matty Knowell se encargaría él personalmente. Lo hizo por instinto de protección que no había querido analizar.
Mientras subía las escaleras hacia el piso, oyó el llanto de un niño. Tuvo que llamar varias veces antes de que le oyeran. Martha le hizo pasar y le rogó que tomase asiento, a lo cual le comunicó, divertida, que, si no le importaba, tendrían que gritarse, a causa de los lloros.
Pero, como sí le importaba, dijo que estaba dispuesto a esperar. Acomodó su corpachón en una de las pequeñas sillas y se dedicó a observar. Adaptaba sus ideas al hecho de que Martha ya no era una chica con un niño, sino que su ahijada —ahijada pese a la ausencia de bautismo— ya era toda una personalidad. Vio cómo la enérgica criatura se agitaba sujeta por las correas que la ataban a una sillita alta, los carrillos enrojecidos y sucios de lágrimas, los ojos, negros y rebeldes. Pequeñita, melindrosa, Caroline era una deliciosa criatura de cara delicada y oval. Delante tenía un pesado plato de loza con una pella de grisácea papilla. Martha, con las piernas abiertas, tozuda, se le enfrentaba como antagonista, los labios cerrados con tanta decisión como los de su hija, que escupía la comida que intentaba hacerle tragar. Le acercó la cuchara y Caroline dejó escapar un fuerte chillido, las pestañas, prietas, moteadas de minúsculas lágrimas brillándole en las pestañas empapadas; luego clavó sus blancos dientecillos en el metal. Martha estaba pálida de rabia, y la batalla la hacía temblar. Acabó por coger a la niña por la nariz, hasta que abrió la boca y pudo meter la cuchara con un poco de aquella papilla de desagradable aspecto. Caroline se atragantó, y empezó a llorar de un modo distinto, con un llanto de tremenda desazón.
—¡Ya no sé qué hacer!
Caroline quería escapársele de entre los brazos; Martha la dejó en el suelo, donde se quedó de pie, cogida a una silla, llorando retadora ante su madre. Martha la agarró con un movimiento impaciente, la sacó a la terraza y, regresando al interior, cerró la puerta. Silencio. Se pasó la mano por los ojos, tomó un cigarrillo, lo encendió, y fue a sentarse. Se la veía pálida, tensa, cansada.
—¿De veras es preciso todo eso? —preguntó el señor Maynard.
Con una risa de amargura, Martha dijo que, si bien los textos aconsejaban no forzar al niño si no quería comer, Caroline llevaba días sin tomar bocado.
Aunque inhalaba con avidez el humo del pitillo, era visible que esperaba, crispada, el menor sonido de Caroline.
—Pues, por no comer nada, tiene muy buen aspecto —observó el señor Maynard.
Martha frunció el ceño y permaneció callada. Él estaba evocando la época —lejana ya— en que su esposa criaba a Binkie. Lo único que recordaba era su profundo desagrado ante lo que le había parecido un período interminable de olores y desorden; recordaba su respeto confuso ante aquella pulcra y fastidiosa dama que era su mujer, que aparentemente no encontraba nada desagradable en los baberos correosos ni en la babeante boca del niño. Sumido en esas reflexiones miró la sillita, colocada en medio de la habitación, bañada en la luz que entraba por la ventana. Tenía pegados trocitos de una papilla vegetal parduzca, y el suelo también se hallaba sembrado de lo mismo. Las moscas empezaban a posarse en el plato.
—¿Podría retirar ese desagradable objeto?
Martha le miró, desconcertada, y luego se fijó en la silla. Se encogió de hombros ante sus remilgos masculinos y dijo:
—Si Caroline ve que quito la silla, volverá a llorar.
Pero se la llevó sin que se originara ninguna protesta, recogió apresuradamente la suciedad del suelo y volvió a sentarse, todavía con el cigarrillo encendido. El señor Maynard se dio cuenta de que estaba muy atractiva. Vestía el blusón de un vestido amarillo, que le dejaba al descubierto las piernas, morenas, y los brazos bronceados y bien contorneados. Llevaba las uñas de manos y pies pintadas. Apenas podía reconocerse en ella a la muchachita pálida y rechoncha que él había casado. Parecía muy joven, segura, dura, infeliz. Sus ojos, oscuros y especulativos, le contemplaban cual si viesen en él a un posible enemigo.
Su caparazón de confianza se disolvió en cuanto ella dijo en tono humorístico:
—Creo firmemente que los niños deberían, por su propio bien, ser alejados de sus padres en cuanto nacen.
Los pensamientos del señor Maynard, ajenos a la pequeña Caroline, volvieron, pues, a ella. Y dijo que, según siempre había oído decir, los niños sobreviven a todo. Luego, reconsiderando la idea, pensó que, a juzgar por lo atractiva y arreglada que encontraba a Martha, el rumor debía de ser cierto.
—¿A qué se dedica ahora?
—A nada en especial.
—¿Se divierte? —tanteó.
Ella le respondió, divertida, de modo que excluía el resentimiento, que teniendo que alimentar a la niña tres veces al día, y acostarla a las seis y media, poco era el tiempo que le quedaba para divertirse. El señor Maynard no recordaba haberse visto molestado por la infancia de Binkie, de modo que se volvió a olvidar de Caroline.
—¿Sale a menudo?
—No —dijo sin darle mayor importancia. Y añadió—: Estoy leyendo mucho.
Pero él no se dio por enterado. Continuaba rígidamente apoyado en los salientes de la silla, armazón enorme, sólido y gris que la observaba con ojos profundos. Estaba convencido que ninguna joven que viviese sola con un bebé se tomaría el trabajo de rizarse el pelo y pintarse las uñas, como no fuera para gustar a un hombre. Pasó por alto lo de la lectura, como había hecho con Caroline, y fue derecho al grano.
—Se dice que tiene una aventura con un oficial de aviación.
—No me cabe la menor duda. —Se ruborizó de indignación—. Y si la tuviese, creo que estaría en mi perfecto derecho.
—No lo digo como cuestión de principios —empezó el señor Maynard, que interpretaba aquello como un asentimiento—. Simplemente trato de sugerir que hay modos y modos de hacer las cosas.
—¡Hipócrita! —exclamó Martha, pero luego agregó una sonrisa forzada.
Contraía más y más las cejas, como si, allende el apasionamiento de la indignación, intentase hilvanar una idea.
El señor Maynard se ruborizó lentamente; tanto era el poder que Martha tenía sobre él: no le daba ninguna importancia a la autoridad de que se creía investido.
—Estimada jovencita, ¿qué sentido tiene dar que hablar a la gente, si con una pizca de tacto puede evitarlo?
Pareció que Martha iba a explotar de nuevo, pero lo que hizo fue echarse a reír, para responder en seguida:
—Pues sepa que la verdad es que no he tenido ninguna aventura con nadie.
—Como empezó por decir que estaba en su perfecto derecho… —adujo él en tono de humorística conciliación; pero fue interrumpido.
—¿Quiere que le diga lo que sucedió? —preguntó Martha, a punto de contarle algo que creía iba a encontrar divertido.
—Me muero de ganas de oírlo.
—Bueno, por las noches no salgo mucho, a causa de Caroline.
—¿Por qué no le pide a su madre que la cuide?
—¡No! —se apresuró a responder Martha—. Bueno, se lo pedí a la vecina. Nunca se despierta por la noche. Había un baile en el McGrath, un baile de oficiales, naturalmente —añadió con repugnancia.
—Naturalmente, ¿y por qué no?
Martha pasó por alto la observación y continuó:
—De modo que hicieron la lista de las muchachas, como de costumbre. Ya sabe, te telefonean y te piden si quieres ser una de las chicas.
—No veo por qué no; siempre que los muchachos se conformen con ser eso, muchachos, ¿por qué no iban a corresponder las chicas?
Martha rió.
—Bien, ya sabe lo enamoradizos que son; pero supongo que si hay algo sobre lo que a todas nos sobra experiencia, es en tratarles cuando se embalan.
El señor Maynard volvió a ruborizarse y movió las piernas, incómodo.
—Sí, ya sé.
—En mi mesa había unos seis; puede imaginárselos, todos muy británicos.
Se detuvo, falta de palabras, mientras él se preguntaba qué podía significar la palabra británico para una muchacha que ciertamente lo era, por extracción, pero que jamás había estado en Inglaterra.
—No acabo de entender.
—Flojos —dijo Martha, por fin—. Ya sabe, esos tipos despreciativos, con bigotito.
—Me parece que flojos no es el calificativo adecuado, dadas las circunstancias —apostilló él.
Ella le miró, confusa, un poco avergonzada, pero prosiguió:
—Bueno, pues héroes todos ellos, si quiere. Pero en tal caso, ¿en qué consiste el heroísmo?
—¿No podríamos dejar de lado, por el momento, ese fascinante problema social?
—Dejarse matar es bastante fácil.
—Hay centenares de miles de hombres que están haciendo todo lo posible precisamente para que no les maten; espero que no los admire más.
—No he dicho eso —replicó hosca.
El señor Maynard esperó.
—A eso de medianoche me encontré junto a uno de ellos. Estaba borracho, borracho perdido. Se había derrumbado sobre la mesa. Llamé a un camarero para que le ayudara a levantarse. Todos sus compañeros de armas estaban bailando, o en el bar. Como no se me ocurría qué hacer, lo metí en el coche y lo traje aquí. ¿Qué iba a hacer? No era cuestión de llevármelo al lavabo de caballeros, digo yo.
—Supongo que no.
—Así es que lo traje aquí, y devolvió hasta la primera papilla. Luego lo acosté ahí, en el diván, y me fui a la cama. Hacia las tres de la mañana, toda una horda apareció a reclamarlo. Todos muy preocupados por saber cómo se encontraba. Al parecer, tenía que volar a las cinco. Por lo visto, aquella mañana estuvo a punto de estrellarse, o eso dijo… —se interrumpió. No dispuesta a ceder, aparentemente, al tono de piadosa conmiseración que había quebrado su voz, prosiguió—. Todos lo encontraron divertidísimo.
A eso se había reducido la aventura. Martha estaba roja por el recuerdo de su humillación. Tras una pausa, el señor Maynard dijo:
—No sé qué espera. Lo quiere todo…
—¿Por qué dice eso? —preguntó ella, razonable. Encendió un cigarrillo—. Si lo que quiere es inventar, basándose en este interesante incidente, que tengo un lío con un oficial de la aviación, allá usted.
—No sé por qué debería disculparme, puesto que se cree con derecho a tener una aventura cuando le apetezca.
—¡Pero si no he tenido ninguna!
—En fin, si llega a poner en práctica sus teorías, sólo le sugiero un poco más de discreción.
—¿Es esto lo que ha venido a decirme? —preguntó, sorprendida.
El señor Maynard volvió a removerse, incómodo, y respondió:
—Bueno, no…
Martha parecía furiosa; pero luego, inesperadamente, se movió. Inclinada hacia él, inquirió tartamudeando ligeramente:
—¿Por qué…, por qué le importa tanto lo que yo haga?
De nuevo el señor Maynard, rotas las defensas de aquella joven tan bien fortificada, se encontró ante una emotividad a la que no podía enfrentarse. Rápidamente la miró a los ojos, aquellos ojos que le interrogaban y, desviando la mirada, dijo:
—Mire, por mí se pueden ir todos al diablo.
Su sorpresa fue tanta como su arrepentimiento, al ver que estaba llorando. Martha se levantó de golpe, salió a la terraza y, al cabo de un instante, volvió con la niña, que estaba dormida. Se sentó, acunándola en los brazos, el cigarrillo humeante sobre la cabecita reclinada. Por entre la neblina pálida y azulada, bañados en luz, el señor Maynard descubría en madre e hija el eterno símbolo de la maternidad. Se sintió profundamente conmovido. Así dispuesta, Martha le parecía mucho más dúctil, conciliable y, en definitiva, segura.
—Una bella escena —comentó.
Al principio, Martha se sintió sorprendida, y, luego, nerviosa. Inmediatamente se levantó y salió de la habitación, para dejar a la niña en su cunita.
—¿Por qué lo ha hecho? —preguntó su visitante—. Mi comentario era sincero.
Ella le miró con ironía.
—Me alegra que lo encuentre tan agradable. —Y agregó—: Es perjudicial tener en brazos al niño cuando no le toca…, lo dice el libro.
En ese instante se abrió la puerta y apareció la señora Quest.
—Matty, ¿por qué no pones el nombre en la puerta? Ya te he dicho que si… —Reparando en la presencia del juez, le saludó efusivamente.
—Ya me marchaba —dijo el señor Maynard—; acabo de pasar media hora agradabilísima en compañía de su hija.
—Oh, es una cabeza de chorlito —respondió instintivamente la señora Quest, que temía los cumplidos como los campesinos el mal de ojo—. ¿Ha visto alguna vez un piso tan desordenado como éste?
Y empezó a ponerlo todo en su lugar. Martha, sentada en el brazo de una silla, exhalaba bocanadas de humo contemplándola con irónica tozudez.
—¿Le gustaría acompañarme a una reunión que ese grupo de izquierdas celebra mañana por la noche? —preguntó el señor Maynard.
El rostro de Martha se iluminó; en cambio, su madre, se había quedado lívida: los cimientos se tambaleaban. Miró tímidamente al señor Maynard y dijo:
—No se referirá usted a esa pandilla de comunistas…; alguien me dijo ayer que el Departamento de Investigación Criminal asiste a todas sus reuniones —dejó escapar una risita escandalizada.
—Oh, no creo que sea tan malo como todo eso —la apaciguó el señor Maynard, que miró inquisitivamente a Martha.
—Yo me ocuparé de Caroline, para que puedas ir con el señor Maynard; es muy amable de su parte… —propuso la señora Quest.
Martha no dijo nada; miraba furiosa a su madre. Advirtiendo una de aquellas situaciones femeninas que siempre evitaba, por principio, el señor Maynard dijo a Martha:
—Entonces la recogeré mañana a las ocho. Hasta entonces. Buenas tardes, señoras.
Y salió.
—La verdad es que no veo por qué no quieres tomar un criado —exclamó irritada la señora Quest.
—¿Por qué voy a tener un sirviente, si no tengo nada que hacer?
—Todo el mundo tiene sirvientes.
—¿Y qué?
—Además, tampoco te ocupas de la casa; jamás he visto tanto desorden.
—Bien, pues así es como vivo yo.
Aparecía aquel viejo enemigo de su carácter decidido para indicarle que la justificación era ridícula, no porque no estuviese en su derecho, sino por lo trivial de la situación. Se retiró al diván, que no hacía tanto había soportado el cuerpo ebrio del oficial aviador, y se quedó contemplando cómo su madre limpiaba y ordenaba el piso.
La señora Quest, tranquila por tener algo que hacer, empezó a contarle, de buen humor, cosas de su padre, que se encontraba mucho mejor; ya había dejado, la víspera, uno de sus medicamentos. Luego pasó a referirse al señor Maynard, que debía andar errado sobre los comunistas, porque un hombre de su importancia no podía mezclarse con gente de aquella calaña.
—¡Oh, mamá!
—Pero si todo el mundo sabe que… —mas, habiéndose inclinado bajo una esquina de la mesa, para recoger unos papeles que habían caído al suelo, el comentario quedó en eso.
Martha corrió a recuperar los papeles. Su madre se los entregó, suspicaz. Martha los guardó en un cajón, como si acusase a su madre de leerlos. La señora Quest, herida, dijo que no tenía ninguna intención de inmiscuirse en sus asuntos privados; y, como eso le recordase preocupaciones más inmediatas, le preguntó sin ambages:
—¿Te dedicas ahora a salir de pingo por las noches?
—Imagínate.
—Creí que habías dicho que no salías; ¿qué hiciste de Caroline?
—No la dejé abandonada, no, si eso es lo que quieres decir.
—No, desde luego que no —exclamó su madre con la mayor vehemencia—. Pues bien sola que estaba, y llorando, ayer, cuando pasé. Ya se lo decía a la señora Talbot, mientras jugábamos al bridge: eres una irresponsable.
Ahora Martha estaba tensa de ira.
—Salí veinte minutos, a comprar verdura. ¿Qué tiene que ver todo eso con la señora Talbot?
—Debieras tener un criado, así no habrías de salir a comprar. Es ridículo; además, te lo pueden traer.
—Pensaba que habías dicho que era peligroso tener criados cuando hay niñas pequeñas, porque las pueden violar.
Estaban a punto de empezar una verdadera batalla, pero Caroline se puso a llorar, con el lamento de un niño al que han despertado demasiado pronto. Martha se incorporó; pero, viendo que su madre se le anticipaba, volvió a sentarse, diciéndose que todo aquello carecía de importancia, y que debía aprender a no dársela.
Su madre entró con la niña y se sentó arrullándola con tal ternura, que Martha se sintió conmovida y desarmada; pero Caroline se agitaba como cautiva entre los brazos que la sujetaban. La señora Quest profirió una risa apenada y la dejó en el suelo, y la niña caminó torpemente hacia la terraza, mientras ambas mujeres la contemplaban con idéntica sonrisa, en la que se apreciaba la misma sombra de decepción.
—No está muy crecida para su edad —dijo, dubitativa, la señora Quest—. Espero que le des bien de comer.
Martha saltó como si la hubiesen pinchado. Su madre se levantó apresuradamente y dijo que, si quería, podía llevarse a Caroline unos días, que así podría descansar. Martha estuvo a punto de protestar, pero luego se dejó llevar por la apatía, ¿y por qué no? Entonces la señora Quest añadió que Caroline necesitaba comer más, y Martha, impotente, dejó de hacerle caso, silenciada por la conciencia de su evidente fracaso; era tan incapaz de gobernar a Caroline como su madre lo había sido de gobernarla a ella. Y, dejándose hundir con descanso en las abstracciones, pensó que las abuelas se desenvolvían mejor con los nietos que con los hijos. Y en su anhelo llegó incluso a imaginar un cuadro ideal: su madre tiernamente inclinada sobre Caroline; cuadro que tenía la misma calidad utópica de la imagen idealizada por el señor Maynard cuando descansaba con la niña en brazos.
Minutos más tarde la señora Quest había desaparecido con la pequeña y el piso quedaba vacío. Como siempre, Martha se sintió desagradablemente sorprendida al comprobar que, en cuanto Ca-roline desaparecía, era como si jamás hubiera tenido una hija; y sin embargo, mientras estaban juntas, aquel invisible cordón umbilical vibraba en ella como una cuerda tensa a cada movimiento, a cada quejido de la niña. Tomó asiento, decidida a sosegarse. Se sentía fracasada por completo; no servía para nada, ni siquiera para aquella función tan natural y sencilla que toda mujer podía llevar a cabo, simple como el respirar: ser madre. En eso estaba cuando se fijó casualmente en el cajón entreabierto, del que salían varios papeles. Se levantó de un salto, y sin leer lo escrito, los rompió. Era una carta, para Douglas. Había tomado la costumbre de escribirle largas cartas sobre —según decía ella misma— lo que realmente sentía. Las cartas que él recibía no eran, sin embargo, más que divertidas descripciones de los progresos de Caroline, de las dificultades de Alice con su niño, y los jocosos tormentos de Stella con su parto. Su orgullo le impedía echar al correo las cartas «de verdad», que en realidad eran apasionadas quejas sobre por qué se había casado con ella, si estaba dispuesto a dejarla a la primera oportunidad; quejas sobre su incompetencia para criar a Caroline, sobre su odio por la vida que llevaba.
Las cartas que recibía de él la llenaban de una desazón que no quería reconocer. Douglas encontraba los incidentes de su vida militar tan divertidos como Martha los de la suya. Además, no cesaba de animarla, muy liberalmente, dentro del espíritu de su pacto, a que saliese y se divirtiese, cosa que, muy a pesar suyo, Martha interpretaba torcidamente: como un reconocimiento de su propia infidelidad.
A punto de sentarse a describirle la visita del señor Maynard en términos que le hiciesen parecer un cura rural, empezó a sonar el teléfono.
Fue hacia él precavida. Desde el momento en que, tres noches atrás, seis o siete habían irrumpido para rescatar a su compañero, no cesaban de llamarla para invitarla a un baile u otro. Su reacción había sido de total frialdad. El que la víctima, en cambio, no hubiese dado señales de vida, la ofendía. Al señor Maynard no le había contado toda la verdad. Thomas Bryant había caído sobre el sofá con algo más que una tremenda borrachera. Había estado llorando junto a su seno como un niño: tenía los nervios destrozados, nunca más iba a ser capaz de volar, y deseaba haber muerto aquella mañana, cuando el aeroplano se inclinó sobre un ala. Martha le había consolado, y era tan profunda la emoción sentida que luego no fue capaz de volver a pensar en ello. Le parecía terrible que la debilidad fuese tan atrayente. Y sin embargo, durante los escasos minutos que se mantuvo despierto, habían gozado de una perfecta intimidad. Que no hubiese telefoneado era, casi, como si la hubiera abofeteado. Descolgó el auricular, y una voz sinceramente confundida le agradeció sus cuidados; menudo espectáculo di, dijo. Luego, tras un corto silencio, comentó que el día era espléndido; Martha rió divertida; animado por su risa, él la invitó a cenar aquella noche. Y Martha aceptó inmediatamente.
Corrió a preparar el vestido y a arreglarse para la ocasión: eso a primera hora de la tarde. Se bañó, se rizó el cabello y se dio loción; sentía revitalizado todo su ser. Como si jamás hubiese sido esposa de Douglas ni madre de Caroline. Sus fantasías sobre la noche que se avecinaba se centraban en la conversación íntima, prolongación de aquella intimidad previa, verdad al desnudo que santificaría cuanto siguiese. Esto, sin embargo, nunca llegó a patentizarse ni siquiera en los aledaños de su conciencia. Lo más que imaginaba, quizás, era un beso. Pero, hasta que ese beso se produjese, la fantasía debía continuar adormecida. Deseaba de todo corazón una aventura romántica; aunque la idea no había cruzado por su mente ni por un momento, llevaba meses esperando aquel instante. La hipocresía no se da en la mujer.
Cuando aquella noche, a las ocho, Thomas Bryant apareció en el piso, hacía más de una hora que se hallaba vestida y lista. Sabía que aquella era una de las ocasiones en que estaba bella, aunque desconocía por qué el duende de la atracción la tenía que visitar precisamente entonces; ningún hombre se lo había explicado jamás.
Le hizo pasar con toda naturalidad, como si fuese un viejo amigo; inmediatamente se dio cuenta de que él no la reconocía. Desconcertado, echó un vistazo a su alrededor y, luego, al diván donde había dormido.
—¿La señora Knowell? —preguntó educadamente.
Sin poder evitarlo, Martha se echó a reír; notando, entonces, su mirada avergonzada, se apresuró a remediar la situación; no recordaba él nada de lo sucedido, y ella no debía decírselo.
—Fue terrible, ¿verdad?, estábamos, todos, como cubas —comentó Martha en tono festivo y de inmediato reparó en su expresión de alivio.
—Lo siento muchísimo —dijo—, debe disculparme.
Martha le ofreció un trago mientras él se acomodaba cauteloso en el diván, como si desconfiara del mueble. Era muy alto y bastante delgado, aunque de hombros anchos. Rubio, con esa tez inglesa, limpia y rubicunda, sus ojos azules aparecían congestionados por la falta de sueño y las horas de vuelo. Observaba a Martha con agrado. Los compañeros le habían dicho que era un bombón; pero se habían quedado cortos. No recordaba haberla visto jamás; sólo guardaba vaga memoria de que había chicas alrededor, y de que eran simpáticas. Había decidido llevarla a cenar a algún lugar donde no se encontrase con los amigos, comportarse correctamente, acompañarla temprano a casa, y procurar no volverla a ver. En suma, lo debido a una mujer a la que recordaba nebulosamente como una presencia maternal y práctica. Pero cambió instantáneamente de planes: iba a lucir su premio entre los otros oficiales.
Martha, examinándolo, se dio cuenta de que llevaba el uniforme sin ningún cuidado; toda su persona expresaba una especie de divertida resignación ante el absurdo de los uniformes y la guerra: una estudiada y consciente indiferencia por cualquier cosa seria, en particular por la muerte que, puesto que iba a terminar el período de adiestramiento en un par de semanas, probablemente tardaría en llegarle sólo unos pocos meses. La piedad que sentía por él alcanzaba incluso a su forma de entregarle el vaso de whisky; como si ya perteneciese a las listas marmóreas de un memorial de guerra. Él lo apuró de un trago y dijo:
—¿Vamos? —Se puso en pie—. ¿Prefiere que vayamos a bailar, quizá?
Martha dijo inmediatamente que le encantaría. Pero en algún lugar notaba avanzar la sombra de la desolación. Se sintió insultada. Se puso muy alegre.
Durante todo el trayecto hasta el campamento él le estuvo preguntando tonterías sobre el coche, qué tal iba, si gastaba mucho. Martha pensaba en los coches como objetos inventados para transportarle a uno eficientemente de un lugar a otro; jamás había creído que en verdad alguien pudiese interesarse seriamente por tales asuntos. Y él le estaba brindando la más ruin de las conversaciones, para salir del paso. Ella respondía educadamente.
En la puerta del gran vallado negro, el centinela se les acercó mientras el joven oficial le mostraba su identificación. Se dirigieron a un salón recién construido, junto al cual había muchos coches estacionados. Entraron. Estaba lleno. En una tarima tocaba una orquesta, compuesta, también, por militares.
Martha miró a su alrededor: reconocía a todas las muchachas. Un año antes habían estado bailando con los chicos de la colonia, y ahora se movían con la misma docilidad en brazos de los aviadores utilizando con perfecta desenvoltura el nuevo idioma. Alice pasó bailando junto a ella; la saludó. Alice le devolvió el saludo, luego se detuvo, habló con su acompañante y se acercó a Martha. El oficial se apartó cortés mientras Alice, que había tomado a Martha por el codo, exclamaba:
—Ya ves, Matty, otra vez en circulación. ¿Es horroroso, no?
Y, con aquella típica risita suya, añadió:
—Ya estoy de todo hasta la coronilla. Y no veo por qué no podemos… Cualquiera sabe lo que Willie andará haciendo por allí, en el norte.
Martha, que había sentido una punzada de celosa sorpresa por el ausente Willie, convino en seguida que Douglas siempre la había animado a salir y divertirse. Alice le sonrió inmediatamente, se sonrieron ambas con ironía, se miraron, y volvieron a separarse. Thomas Bryant volvió junto a Martha y atravesó con ella el espacio que quedaba entre los bailarines y las mesas. Martha se detuvo, cortada. Había imaginado aquella noche como una salida con Thomas Bryant, pensó que estaría con él; pero ahora veía una larga mesa a la que se hallaban sentados una docena de jóvenes oficiales, la mitad de los cuales la habían telefoneado durante la pasada semana. Miró a Thomas con inconsciente reproche. Él la estudió curioso: Martha estaba roja de indignación. Evitando mirar a sus amigos, que ya les habían hecho sitio, condujo a Martha hacia otra mesa, más pequeña. Tomaron asiento, Martha de espaldas a la mesa grande. Le observó, y viendo que miraba por detrás de ella, hacia sus amigos, se volvió rápidamente y sorprendió sus sonrisas; el rostro de él reflejaba un triunfo un tanto avergonzado. Le odiaba. Cuando llamó al camarero negro y le preguntó si quería champán, Martha respondió que prefería limonada. Se levantaron para bailar, tiesos como escobas. Él estaba bebiendo otra vez más de la cuenta. Tras unas pocas piezas, ya se había diluido en el estado emotivo común; toda la sala bailaba a los acordes anónimos de la música. Martha se dio cuenta de que eso era lo que él deseaba: no tener que pensar, dejarse ir, alejar todo pensamiento de lo que constituía la terrible necesidad de cada día. Y quería que ella fuese una chica cuya cara no tuviese que recordar al día siguiente. Si era eso lo que buscaba, allá él. Se dejó ir, llevada por el compás de la batería. Un momento más tarde, otro joven sonriente tocó a Thomas en el hombro y le pidió que fuesen a sentarse con ellos. Él miró, apurado, a Martha y ella respondió de inmediato:
—Claro, encantados.
Y, al terminar la pieza, le acompañó con toda naturalidad a la otra mesa. Le detestaba tanto, que no le importaba lo que hiciese. Se había convertido en el tipo de mujer que dice: si es así como quieres comportarte, adelante; te enseñaré lo bien que sé hacerlo. Bailó alegremente con el joven con quien tan desdeñosa se había mostrado por teléfono. Y, eligiendo un momento en que Thomas se hallaba en el bar, pidió a uno de sus amigos que le dijese que tenía jaqueca —eligió la fórmula más insultante que supo encontrar— y salió rápidamente hacia el coche. Se hallaba temblando, y se dijo que debía de ser de frío. La noche estaba fresca y las grandes estrellas brillaban en las constelaciones como tantas otras noches de danza.
Al entrar en el coche, vio que había dos personas sentadas en el asiento trasero. Una muchacha, perezosamente recostada en un lado, aguantaba la cabeza y los hombros de un oficial que se hallaba tendido sobre el almohadillado. Martha escudriñó la oscuridad y descubrió que la chica era Maisie. Ambos estaban dormidos.
Se sentó un rato contemplando los vestidos vaporosos y radiantes de las mujeres, en contraste con las siluetas definidas de los hombres a medida que las parejas subían y bajaban las escaleras iluminadas por la luz amarilla que salía de las ventanas del salón. Luego, como se impacientara, volvió al coche y sacudió a Maisie por un hombro, blanco y desnudo.
Maisie despertó inmediatamente, abrió los ojos y sonrió amistosamente a Martha:
—¡Ah, Martha! ¿Nos hemos dormido?
Contempló al muchacho, cuya cara se hallaba medio hundida en su seno, y bostezó.
—Elegí tu coche porque sabía que no te importaría. Dios mío, éste sí que pesa.
—¿Quién es?
—Un aviador.
—Eso ya lo veo.
—¿Sabes qué, Matty? Estos ingleses me gustan, ¿a ti no? Después de conocerles, se me haría muy difícil volver a salir con los de aquí. Nos tratan de otro modo, ¿no? —Hizo una pausa, y bostezó de nuevo—. Nunca duermo bastante. Éstos leen más libros. Hablan de cosas. Tienen cultura, eso es.
El marido de Maisie había caído en combate, cuando volaba sobre Persia; de eso hacía seis meses.
—Éste es muy bueno —prosiguió reflexiva—. Quiere casarse conmigo. Los hombres me hacen gracia, ¿a ti no? Quiero decir que siempre se quieren casar. Supongo que es porque saben que van a morir.
—¿Te vas a casar con él?
—Quizá, quizá sí. Si eso le hace feliz… Yo, por mí, no lo haría. Supongamos que después de todo no muere: muchos se salvan, terminan su misión y vuelven a tierra. En tal caso, como es inglés, querrá vivir en Inglaterra. Pero a mí me gusta esto, y entonces resultará que estaremos casados, y tendremos que divorciarnos.
Se movió, con muchas precauciones, para adoptar otra posición, mordiéndose el labio inferior al ver que la cabeza de él resbalaba sobre la curva de su brazo. El aviador abrió los ojos, se movió e incorporóse.
—Esta es Matty. Ya te he hablado de ella; es estupenda.
—Encantado —murmuró con acento inglés, educado.
—Encantada —dijo Martha.
—¿Te importaría llevarnos a la ciudad, Matty? Por eso nos hemos metido en tu coche. Don no tiene que volar mañana. Este fin de semana está de permiso.
Martha hizo marcha atrás. Dejaron atrás el centinela y la verja de hierro.
—¿Cuándo os vais a casar? —les preguntó.
—Mañana —dijo rápidamente el joven, en un tono tierno y posesivo al que Maisie respondió de buen humor:
—¡Oh, estás totalmente loco!
Martha vio por el retrovisor que se habían vuelto a abrazar y procuró guardar silencio. Sentía frío, y también soledad y abandono. Ahora lamentaba haberse comportado tan dura con Thomas.
Consiguió llegar al alojamiento de Maisie sin tenerle que pedir indicaciones. Volvió a detenerse junto a una verja blanca, bordeada de matas cuyas hojas brillantes relucían con la luz nocturna. Esperó a que se diesen cuenta de que el coche ya se había detenido.
Maisie se desprendió sin prisas del abrazo y dijo:
—Muchas gracias, Matty; espero que algún día pueda hacer algo por ti.
Y mientras bajaba, cogida del muchacho, preguntó amablemente:
—¿Qué hace Douggie?
—Está muy bien.
—¿Te has enterado de que un grupo de los nuestros arrasaron Mogadiscio no hace mucho? Ya sabes cómo son, cuando pierden la cabeza.
Don le dio educadamente las gracias:
—Ha sido muy amable.
—No tiene importancia.
Mientras caminaban hacia la casa donde tenía Maisie su habitación, él inclinó la cabeza sobre los rizos rubios de ella. Martha les contempló hasta que entraron, las mejillas juntas, ejecutando, medio en broma, medio en sueños, un paso de patinaje. Hubiese deseado que sus principios le permitiesen llorar. Pero eso no hubiese remediado nada. Soltó eficientemente el embrague y volvió a casa sintiéndose la única persona fría, sobria y aislada en aquella ciudad bañada por la luna, entregada al baile, al amor y a la muerte. La puerta de su posible escapatoria parecía haberse cerrado. Y entonces recordó que al día siguiente, por la noche, la llevaban a una reunión que estaría repleta —eso esperaba, contra toda esperanza— de peligrosos revolucionarios. Así consiguió acostarse filosóficamente sola.
La tarde siguiente, a las siete y media, el señor Maynard dobló su servilleta y se levantó de la mesa, aunque la cena sólo había llegado al roast-beef y, además, tenían invitados.
—¿Otra vez tus compinches? —preguntó, arisca, su mujer.
La palabra compinches era utilizada por la señora Maynard para degradar al grupo de señores mayores que constituían la compañía favorita de su esposo, y en los cuales veía una réplica irritante, aunque no peligrosa, de sus propias actividades.
—No, voy a dejarme caer donde los izquierdistas.
Las señoras soltaron grititos sorprendidos de contrariedad. Estaba presente la señora Talbot, pálida entre un aura de perlas y gasa gris; la señora Lowe-Island, con su cuerpo sexagenario, rígido y bronceado, envuelto en tafetán rosa; y la señora Maynard, con un vestido de encaje verde salvia y un collar de ámbar que le llegaba a la cintura.
El señor Maynard estaba dispuesto a renunciar al pudding, pero no al brandy, que bebió de pie. La señora Lowe-Island, nacida para ser el lugarteniente que dice y hace lo que sus superiores encuentran poco digno, exclamó:
—Ahora que todo resulta tan serio, y que los hunos nos están atacando en el norte de África, no puedo comprender que haya todavía quien pierda el tiempo con una pandilla de agitadores; es como si les apoyasen.
El señor Maynard sonrió al tiempo que dejaba su copa de brandy sobre la mesa. Su esposa se hallaba concentrada en el pudding, pero su observación fue dirigida a ella:
—Incluso con los hunos a nuestras puertas, creo que debemos mantener el sentido de la proporción.
La señora Maynard tragó otra cucharada, pero la señora Lowe-Island dijo, indignada:
—Quizá arrasen todo el continente en un par de semanas.
—Siento que tenga tan poca confianza en nuestros ejércitos.
—Ya sabemos que Hitler no tiene muchos escrúpulos.
El señor Maynard se echó a reír. Ya se dirigía hacia la puerta. Su esposa le preguntó:
—¿Llevas a esa chica Quest?
—¿No querrás decir la joven Knowell? —exclamó la señora Lowe-Island.
—Es tan agradable —dijo la señora Talbot en son de reproche—. Es tan buena, ¡y tan artista!
La señora Lowe-Island se estremeció. La señora Maynard engulló la última cucharada de pudding, con un gesto que daba a entender que a la mañana siguiente tendría que habérselas con el cocinero, y tocó con fuerza la campana.
Ya en la puerta, el señor Maynard vio que en el centro del salón había una mesa de juego dispuesta con paquetes de cartas recién abiertos, y, en las mesitas auxiliares, papeles, fichas, listas, lápices: su esposa estaba dispuesta a dedicarse aquella noche a sus dos pasiones favoritas.
—¿Quién es la cuarta? —preguntó.
—La señora Anderson —dijeron con desinterés.
—¡Ah! —dijo él según miraba con curiosidad a su esposa.
—La señora Anderson es una mujer tan buena —dijo la señora Talbot acariciando sus gruesas perlas—. Ahora que su hijo viste uniforme, se toma tanto interés por las cosas. Y eso a pesar de estar siempre tan ocupada…
—Ocupada —estalló la señora Lowe-Island, roja de excitación—. Todas podríamos andar ocupadas si nos interesasen los hombres tanto como a ella.
—¡Oh! —musitó la señora Talbot.
La señora Maynard volvió la cabeza imperceptiblemente para examinar aquella piel morena y arrugada que sobresalía del tafetán rosa.
—Yo diría que son los hombres quienes se interesan por ella —observó de pronto, ahogando, con labios apretados, una risita.
Ella y la señora Talbot intercambiaron una rápida y maliciosa mirada. Hubo un momento de silencio mientras la señora Lowe-Island miraba, primero a una y luego a otra, con una sonrisa amarga. Pero continuó con la misma torpeza:
—Me horroriza pensar lo que debe de gastar en vestidos.
La señora Maynard, que se había fijado en las mangas del vestido de la señora Lowe-Island, rosas, fruncidas, comentó:
—Qué agradable es sentarse con la señora Anderson en algún comité aburrido, ¡siempre está tan guapa! Se necesita mucho talento, para vestirse a tono con la edad de una…
De nuevo la señora Lowe-Island pareció confundida. El señor Maynard preguntó:
—¿Así es que ya forma parte de algún comité, no?
—Esta noche viene para hablar de ello —dijo su mujer, en tono disuasivo.
—¡Cómo! ¿Ya anda metida en círculos restringidos?
—Su esposo se ha mostrado tan eficiente en cuanto a los centros recreativos… —apuntó la señora Talbot.
—Me lo imagino. ¿Y qué es lo que ella proporciona, entretenimiento?
La señora Maynard frunció el ceño:
—La verdad es que la señora Anderson es muy competente.
—Siempre he estado seguro de ello. No hay nada que admire más que ese tipo de eficiencia. El arte de vivir en una ciudad pequeña es uno de los más difíciles de cultivar. A no ser que sea innato.
Y pasó a mirar directamente a la señora Talbot, cuyos ojos se desviaron mientras se ruborizaba ligeramente. Alerta ante el peligro, la señora Maynard miró a uno y a otro, y dijo, enérgica:
—Tal vez la señora Talbot y tú podríais discutir eso más tarde, en privado. Como de costumbre —añadió con una agradable sonrisa—, o llegarás tarde a tu reunión.
Vio que la señora Lowe-Island había clavado sus ojillos negros en la señora Talbot. Se levantó y colocó suavemente la mano en el hombro de ésta.
—Perdónalo, querida —dijo.
La cara de la señora Talbot no cambió de expresión; contrajo un poco los hombros y aguantó firme bajo la ligera presión de la mano. El señor Maynard miraba a su esposa en tono de advertencia. Ella sostuvo su mirada y levantó sus gruesas cejas, burlona. Retirando la mano del hombro cubierto de gasa gris, dirigióse hacia la sala de estar. Todos la siguieron.
La sala era una habitación alargada, de techo bajo, pintada de blanco, con cortinajes de tonos rosa y verde. Era la habitación idónea para tomar té, jugar a las cartas y criticar. La señora Maynard se detuvo en mitad de la pieza, las manos en las caderas, contemplando sus carpetas y ficheros.
—Probablemente la señora Brodeshaw vendrá más tarde —comunicó a su marido.
—¿O sea que los Player ya se tratan con todos?
—La señora Player no, la señora Brodeshaw —dijo la señora Lowe-Island, y calló.
Su cuerpo rígido, regordete y bajito, tembló bajo el tafetán rosa. El tolerante silencio que siguió constituía otra afrenta. Miró todos los rostros, discretos, y esbozó una sonrisa agradecida.
—Espero que vuestras reuniones sean un éxito —dijo el señor Maynard antes de cruzar la sala camino de la terraza.
—Continúa pareciéndome extraño que el señor Maynard vaya a las reuniones de esa gente.
—Debe ser tan pesado —repuso la señora Maynard sin darle mayor importancia.
Y tomó asiento en la mesita de juego, donde desprecintó una de las barajas al tiempo que observaba:
—No estaría mal si pudiésemos conseguir un representante de la Liga de Izquierdas, el Grupo del Libro, o lo que sea.
—Oh, sí, la verdad es que son una gente tan agradable —corroboró la señora Talbot.
—Te mantienes tan bien informada de todo.
La señora Lowe-Island volvió a sonrojarse e insistió:
—Me han dicho que admiten a negros en sus reuniones.
La señora Maynard entornó los ojos, según comentaba:
—Querida Aggie, hay lugares de África donde los africanos ocupan escaños en el Parlamento.
—Pero no querréis que eso suceda aquí.
—Todo depende de cómo suceda —y la sonrisa que dirigió a la señora Lowe-Island era una invitación a dar libres vuelos al pensamiento.
Pero aquélla soltó:
—Yo no me sentaría en una habitación en la que hubiese un nativo.
—Nadie te lo ha pedido, de momento.
La señora Lowe-Island estaba indignada; pero su carita redonda y enrojecida se contrajo en una sonrisa, y sus ojillos parpadearon, desconcertados.
—¿Cortas? —dijo la señora Maynard.
—Lo que yo creo —musitó la señora Talbot— es que la gente debería aprender a convivir y llevarse bien con todos. Quiero decir que la gente nos gusta, cuando la tratamos, no veo por qué hay que enemistarse ni disputar con los demás…
—Por Dios, querida. ¿Quieres una silla más alta? Las perlas te tocan las cartas.
El señor Maynard, después de mirar el reloj y comprobar que llegaba tarde, apresuró casi imperceptiblemente el paso, según avanzaba, bajo las ramas de los árboles iluminados por la luna, por las avenidas que conducían hacia casa de la joven Knowell.
Su pensamiento se hallaba agradablemente ocupado en dos asuntos distintos. Pensaba que en el «Club de Izquierdas» o «Liga Socialista» —su desprecio por la organización quedaba demostrado por el hecho de que jamás recordase, o, mejor dicho, rehusara utilizar el verdadero nombre— existían personas muy capaces, que, si el gobierno hubiese tenido un poco de sentido común, habría utilizado en caso de emergencia nacional. Movido por su insatisfacción dio en pensar en el gobierno como en un mecanismo claramente definido con el que nada tuviera que ver. Además, él era un aficionado, un espectador, un visitante ocasional; no se hallaba implicado en nada. De manera que procedió a repasar mentalmente los nombres de las personas en cuestión, como una mujer que se hace mostrar varias sedas que no piensa comprar. Pero se le ocurrió una idea difuminada: quizá cambiase unas palabras con el viejo Thompson-Jones.
Al mismo tiempo era consciente de una pertinaz desazón que creía debida a Martha. Era un hombre apuesto, muchas mujeres lo habían corroborado; Martha era una joven atractiva; nada había en las leyes de la naturaleza que le impidiese, por tanto, pensar en él como hombre: pero estaba claro que, por el momento, jamás lo había hecho. La mujer que por vez primera hace que un hombre se sienta viejo, obtiene un respeto que no es fácil definir. Recordaba aquel instante, el día anterior, en el que ella había adelantado el cuerpo, para preguntarle emotivamente por qué se preocupaba por ella; y pensó que había dejado escapar una oportunidad. Llamó a la puerta del piso y esperó, mientras formaba en la punta de la lengua varias observaciones al caso.
Martha apareció inmediatamente, con lo que el señor Maynard recordó que llegaba tarde, y se disculpó. Le pareció muy joven y sobremanera atractiva. Se adelantó para apagarle la luz, cerró la puerta y, mientras bajaban las amplias escaleras de piedra, la cogió del brazo. Ella toleró el contacto un instante y aguardó que el brazo cayera por su propio peso.
—Va a tener frío —dijo el señor Maynard.
Martha llevaba un colorido vestido de hilo, que le dejaba desnudos brazos y piernas.
—Si hace mucho calor —replicó.
Él aceptó íntimamente que el abrigo era algo que se ponía uno por el simple hecho de salir de noche. Y Martha no comulgaba, a ojos vista, con eso. Pensó que su esposa tenía varios conjuntos, cada uno para una ocasión distinta; según lo que llevaba, sabía qué iba a hacer: el vestido de encaje verde salvia, por ejemplo, estaba dedicado esencialmente al bridge, con propósitos ulteriores; mientras que si hubiese llevado el de brocado, de ramilletes plateados, hubiera sido indicio de una visita íntima de la esposa del primer ministro, o incluso de la del gobernador.
Martha, en cambio, podía haber ido de compras, de excursión, o al cine, vestida como iba.
Ella continuaba caminando junto a él en silencio. La luna era enorme, de color plateado, y se levantaba justo por encima de sus cabezas. La pequeña ciudad ofrecía un blanco reluciente, con sombras negras que daban a todos los contornos formas cortantes y marcadas. El pavimento relucía. Los faroles del alumbrado eran como intensos globos amarillos.
—¿Va a estas reuniones muy a menudo? —preguntó Martha.
—De vez en cuando.
—¿De qué hablarán esta noche?
El señor Maynard reflexionó.
—No lo sé. —Pero, viendo su sorpresa, añadió—: Creo que sobre los errores de la educación.
—Bueno, eso les mantendrá ocupados.
—No se puede negar que la educación es mejor de lo que era antes.
Martha se sintió confusa.
—¿En Inglaterra, quiere decir?
—¿Creía que iban a discutir de la educación de aquí?
—Aquí vivimos.
El señor Maynard lo reflexionó en silencio.
Martha dijo, agresiva:
—No hacen más que hablar.
—Lo siento —se disculpó él, echando mano innecesariamente de toda su carga de sarcasmo—. Siento llevarla a una función que le repugna tanto.
Pero ahora fue ella quien le tomó del brazo.
—No, ha sido muy amable por su parte. De veras.
Él estrechó el brazo bajo el codo, íntimamente. Pero Martha se desprendió, impaciente, dirigiéndole una mirada de cohibida disculpa.
—¡Qué calor! —repitió.
Al doblar una esquina hacia aquella pequeña zona de la ciudad que era el centro comercial, Martha se detuvo para contemplar las tiendas y los edificios de oficinas que se alineaban a lo largo de unos centenares de metros.
—Está creciendo con la guerra, ¿verdad?
En rigor, él jamás había considerado que aquello fuese una ciudad; intentó verla con los ojos de ella, sin conseguirlo.
—¿No ha salido nunca de la colonia? —preguntó con cierta compasión.
Ella estalló:
—La odio, la desprecio. Ojalá pudiera coger el primer tren y largarme. Es como… una novela victoriana. Todo es hablar de criados, de tés, y decir cuan ingratos son nuestros inferiores. Incluso les pagan doce libras al año, como nuestras abuelas, para luego declarar que están mal acostumbrados. Es tan aburrido, todo sucede siempre igual, indefinidamente. Y, dentro de cincuenta años, la gente dirá: ¡oh, entonces sí que estaban atrasados! Pero entretanto luchan, discursean y escriben artículos por cualquier nimiedad, siempre sacando a relucir la moral, la religión, y todo lo demás. Lo que me gustaría saber es de qué sirve todo eso. Me parece tan estúpido y ocioso.
—Llegaremos tarde —dijo el señor Maynard al tiempo que apretaba el paso. Aceptaba la idea que ella quería expresar, pero temía la emoción que ponía en ello.
—Una muchacha de su edad podría, me parece, inquietarse por cosas mejores. —Y, como el comentario no provocase reacción alguna, al cabo de un rato aceptó—: Tengo que admitir que este lugar sólo resulta soportable para quienes, como yo, nos hemos hartado de vivir en ciudades grandes y sabemos que, en el fondo, hay muy poca diferencia… Creo que tenemos que torcer por aquí.
Habían llegado a una calle que, algo más abajo, cobraba muy mala fama, e iba a dar a las barracas en las que vivían los mestizos. Entraron en un edificio grande, viejo, feo, y empezaron a subir una escalera de caracol, de hierro, iluminada por una mortecina bombilla.
—Yo trabajé aquí —dijo Martha.
—¿Cuándo?
—Oh, hace unos dos años —lo dijo como si hiciese diez—. ¿Quiere saber qué es lo peor de usted? —preguntó luego, enojada.
—Me encantaría que me lo dijese.
—Que en verdad no hay nada que le importe —estaba hosca y agresiva. Le miró, incómoda, y dejó escapar una risita de embarazo y un poco coqueta—. ¿A que no, a que no le importa?
Se hallaban en el segundo descansillo, sumidos en la oscuridad. Arriba, varias vueltas más allá en la escalera de hierro, se veía un resplandor amarillo. Alrededor de ellos todas las puertas se hallaban cerradas y silenciosas. Había un olor débil, rancio, a orines. De pronto el señor Maynard abrazó a Martha, la besó y dijo: ¿No, eh?
Martha le miró, helada, sorprendida, le apartó y subió las escaleras dejándole atrás. Él la siguió resignado.
En el tercer descansillo las puertas, que flanqueaban los oscuros y sucios pasillos abiertos en todas direcciones, se veían parduscas y descascarilladas bajo la mezquina luz amarilla. Por una de las puertas, abierta, salía luz, y dentro había gente. En la puerta estaba escrito: «Círculo de Discusión de Política Contemporánea», en letra blanca y pequeña sobre la cuarteada pintura oscura. Entraron. La reunión ya había empezado. Las únicas plazas libres estaban separadas. Se acomodaron. Martha miró a su alrededor y vio caras que le eran conocidas.
Era una habitación amplia, de paredes encaladas, pero ya descoloridas; el suelo era de tablas, y de los cordones eléctricos colgaban bombillas amarillentas. Alrededor de todas las paredes había bancos de madera. En un extremo campaba una mesa sencilla, tras la cual hablaba un hombre de elevada estatura, delgado, con gafas: el mismísimo señor Pyecroft. Su tono era de gran precisión; el lenguaje, abundante en palabras largas, de muchas sílabas. Había una veintena de personas, entre ellas tres jóvenes que vestían uniformes azules.
De las paredes colgaban dos retratos, uno de Nehru y otro de Lenin. Era la primera vez que Martha veía un retrato de Lenin, cuyo nombre había tenido para ella resonancias desagradables, furtivas, oscuras. La estampa representaba un rostro de hombre decidido, que contemplaba reposadamente el porvenir por encima de su barba puntiaguda. El contraste entre ambas imágenes la confundió. Empezó a escuchar lo que se decía. El señor Pyecroft estaba hablando sobre las previsiones educativas para las aldeas de Gales en 1910; y, aunque de vez en cuando se encendía una cerilla o alguien movía los pies, todo el mundo le escuchaba absorto. Martha pensó que en 1910 Lenin todavía vivía; le imaginaba sobre el telón de fondo prestado por Tolstoi y Chéjov; en 1910 los niños galeses vivían en condiciones no mucho mejores que las de los niños rusos; ¿por qué no había existido, pues, un Lenin en Gales? En cuanto a la actual situación de los niños africanos… Miró a su alrededor. Si allí existía algún Lenin, seguramente debía hallarse en aquella habitación. Recorrió todas las caras y sintió desánimo; y de nuevo dejó de prestar atención.
Al otro lado de la habitación vio a una muchacha morena que le sonreía, y reconoció a Jasmine. Le devolvió la sonrisa. Los ojos de Jasmine se dirigieron, inquisidores, hacia el señor Maynard; Martha se ruborizó. Veía al señor Maynard con los ojos de Jasmine. Sintió malestar. Sentado en uno de los bancos, rígido, ocupaba más sitio que cualquier otro, tenía los brazos cruzados, las piernas estiradas hacia adelante y la mirada fija en el suelo. Su cara bronceada, enérgica, no traslucía emoción alguna. Sin embargo, de vez en cuando levantaba sus ojos castaños y los clavaba con especial intensidad en alguno de los presentes: el señor Pyecroft, el señor Perr, el señor Forester. Aquella mirada penetrante hacía que Martha se sintiese a disgusto, como si partiese de ella; pero entonces, viendo que la cara de Jasmine se iluminaba con una sonrisa de crítica ironía, destinada a ser vista, reaccionó en sentido contrario: en comparación con aquel público indiferente, anodino, el señor Maynard resultaba extraordinariamente digno y seguro de sí. Si se le pudiese abrir, hubiese revelado una textura clara y compacta: un hombre de una sola pieza.
Pero el señor Pyecroft continuaba hablando. Había pasado ahora a Escocia, y citaba un pasaje de Walter Scott. La gente se agitó, cobró vida, rió mientras él leía; vitalizados así, se reacomodaron dispuestos a renovar su atención.
En ese momento vio Martha que todas las miradas convergían en la puerta. Un hombre alto se había detenido en el umbral, sonriendo; era negro e iba cuidadosamente vestido con ropa vieja, cosida y remendada una y mil veces. Llevaba una cartera bajo el brazo. El señor Pyecroft se detuvo por él, cosa que no había hecho cuando entraron el señor Maynard y Martha.
Todos dispensaron al recién llegado sonrisas e inclinaciones de cabeza, y le hicieron sitio. Media docena de paquetes de cigarrillos aparecieron al mismo tiempo, para invitarle. Se sentó entre Jasmine, que le sonrió como si se tratase de un viejo amigo, y una mujer rubia que Martha recordaba haber visto antes en alguna parte. Aceptó un cigarrillo y miró al conferenciante; inmediatamente todos, recordando su obligación, le imitaron. Pero Martha continuó observándole. Era la primera vez en toda su vida —y ya tenía veintiún años—, la primera vez de una vida pasada en una colonia cuyas nueve décimas partes eran negros, que se sentaba en una habitación con una persona de color, considerada como un igual. De nuevo se sintió animada, y pensó que valía la pena vivir y morir por aquellas gentes. Contempló con envidia a Jasmine, y luego a la mujer rubia sentada al otro lado, que había bisbiseado algo al desconocido. Era una personilla menuda y delgada, con trenzas rubias dispuestas en forma de rodete. Su cara era pequeña, redonda, de vivo color, con vivarachos ojillos castaños, nariz grande, generosa, y boca ancha y emotiva. A su lado se sentaba un joven regordete y corpulento, pálido, con gafas de montura oscura, evidentemente judío, con todo el aire de un intelectual.
Tras haberle musitado algo al negro, la muchacha se volvió hacia el joven de las gafas, e intercambiaron una sonrisa cálida, intensa e íntima. Martha comprendió que estaban enamorados; toda la destartalada habitación y hasta las propias ponderadas palabras del señor Pyecroft, cobraron la calidad de la pasión. Martha sintió afecto por ellos, por todos ellos. Luego, guiada por otra mirada precavida e irónica —esta vez procedente del joven que se hallaba junto a la chica rubia—, miró hacia el señor Maynard, que observaba fijamente al africano bajo sus cejas oscuras.
Martha oyó un susurro cercano: unas mujeres discreteaban; una de ellas, en voz baja, decía divertida:
—Es el juez Maynard…, la semana pasada condenó al señor Matushi a dos libras o veinte días de arresto.
—Cerdo… —replicó la otra.
Muchas miradas se hallaban vueltas hacia el señor Maynard, que, impertérrito ante tal acogida, permanecía tranquilo y ausente en su lugar del banco, como un monumento imperturbable.
El señor Pyecroft había levantado la voz.
—Y ahora mis conclusiones —anunció.
Se quitó las gafas, hizo una pausa, y dejó las cuartillas. Las miradas que se habían fijado en el señor Maynard y el señor Matushi volvieron a él. Martha se encontró fascinada por lo que decía. Pormenorizadas estadísticas, afirmaciones matizadas, hechos insinuados se juntaban en una cascada de palabras que tenía la nobleza dimanante de aquel retrato de Lenin, de la pareja de enamorados, del señor Matushi. Escuchó como si se tratase de la más profunda de sus voces interiores. La gente, decía el señor Pyecroft, era forzada y deformada por el sistema; todo el mundo tenía ricos filones de bondad; sólo una diminuta parte de la humanidad había recibido lo necesario para abandonar el estado de brutalidad en que se encontraba; hizo una descripción del mundo en la que aparecían criaturas miserables, hambrientas, deformes, como animalejos retorciéndose bajo una piedra, que sólo necesitaba ser levantada. Pero quién iba a levantarla, ¿el señor Pyecroft? Alguien que cerrase los ojos, atendiendo sólo a las palabras, podía imaginar que todo era posible, cualquier creencia, cualquier imagen de la bondad; pero mirándole, fijándose en aquel caballero precavido y enjuto, con su desprecio humorístico, casi corrosivo, toda visión se esfumaba. Terminó su extraordinaria y emocionante descripción de la nueva humanidad, de la humanidad ennoblecida, con estas tajantes palabras:
—Esto por lo que hace al tema fijado para esta noche, que dejo, ahora, abierto a discusión.
Todos se agitaron, rompiendo la inmovilidad: los bancos eran muy duros. Pero nadie parecía dispuesto a empezar el coloquio. Tras un minuto largo de silencio, el señor Pyecroft señaló jocosamente que, al parecer, había agotado el tema. Inmediatamente el señor Perr, con consideradas palabras, presentó lo que calificó de «pequeña contribución». Al parecer, el señor Pyecroft había dado algunas cifras erróneas sobre Escocia. Luego el muchacho judío que se sentaba junto a la chica rubia empezó a hablar. Su inglés era lento, correcto, y él se detenía sin ningún nerviosismo hasta encontrar la palabra exacta. Pidió que se considerase la proposición siguiente:
—En los países donde las clases obreras han recibido educación durante algún tiempo, no ha surgido ninguna revolución. Las revoluciones se han producido en países en los que las masas jamás han sido —dudó de la palabra— moldeadas, formadas —concluyó triunfalmente— por las clases explotadoras.
Y, por lo tanto, pedía a su auditorio que reflexionase si tenía sentido el que la gente progresista, como ellos, luchase no en favor de la educación popular, sino en contra de ella.
En la habitación sonó alguna risita: risas cohibidas. El señor Pyecroft sonrió, indulgente, y pidió a su buen amigo Boris, de Polonia, que recordase que aquélla era una discusión general sobre educación, y que no se trataba de discutir técnicas revolucionarias.
El joven Boris replicó que él hubiera pensado que se trataba de una cuestión clave. A lo que siguió un pequeño silencio; Martha vio que la muchacha le miraba con los ojos llenos del más apasionado apoyo; incluso le tocó la mano. El muchacho permaneció pasivo, aunque irritado, unos instantes, y finalmente se volvió hacia ella y le dirigió una sonrisa cálida y agradecida. Algunos de los presentes les miraron tolerantes, pero, según observó Martha con enojo, con una pizca de malicia.
Como no parecían ofrecerse nuevas intervenciones, el señor Pyecroít preguntó a sus buenos amigos y visitantes de las Fuerzas Aéreas si no querían hacer ninguna observación. Dos miraron al suelo evitando la invitación. Otro, un mecánico de cuello robusto, se levantó y dijo que a él le gustaría discutir la propuesta de Boris, con la cual discrepaba, pero que tenía prohibido discutir de política vistiendo el uniforme. Y rió con sarcasmo, lo cual provocó hilaridad en casi todo el mundo. Pasó a describir su educación personal, que había terminado en Londres a los catorce años. Cuando volvió a sentarse, todos le contemplaban con compasión e interés: encarnaba la quintaesencia del tema en discusión, el trabajador inglés por excelencia.
Durante todo aquel rato el señor Matushi había estado escuchando con interés. Ahora se levantó y pidió la palabra. Todos le prestaron la mayor atención. Empezó diciendo que había escuchado la conferencia del señor Pyecroft con agradecimiento, y que estaba seguro que todos le estaban igualmente reconocidos por el trabajo que se había tomado. Lo que le había interesado enormemente, sin embargo, era lo dicho por el último joven. Porque siempre resultaba sorprendente e interesante oír que los blancos no siempre recibían la mejor educación ni lograban los mejores trabajos. (Todos se miraron, culpables, pero con cierta satisfacción). Muchos de los suyos —agregó— no hubieran creído que hubiese en Inglaterra hombres blancos mal alojados, insuficientemente nutridos, y obligados a extraer carbón de las minas o a trabajar de peones camineros. Le hubiera gustado muchísimo que los suyos se enteraran de lo que el último participante acababa de decir. Quizá así —comentó con agradable buen humor— no se sentirían tan heridos cuando los diarios decían que los negros llevaban siglos de retraso respecto de los blancos. Lo que verdaderamente quería decir, empero, era que existía un problema que aún le interesaba más que la maravillosa e inteligente conferencia del señor Pyecroft.
Y era el problema de la educación que recibían los niños negros, si es que a eso podía llamársele educación, añadió disculpándose.
Y le encantaría, se sentiría realmente agradecido, si pudiesen discutir aquella cuestión.
Volvió a sentarse y les miró con su peculiar mirada: paciente y digna, pero obstinada.
Inmediatamente el señor Pyecroft se levantó, agradeció al señor Matushi su intervención, y dijo que a buen seguro celebrarían, y muy pronto, una discusión sobre la educación de los africanos. Miró a Jasmine.
—Dentro de un mes. ¿Verdad, señorita Cohen…?
Jasmine dijo que tendría que ser dentro de dos meses, pues todo estaba ya arreglado para la próxima reunión.
El señor Pyecroft miró a su alrededor, la mano apoyada en la mesa.
—Si nadie más tiene nada que añadir… —comenzó.
Pero el señor Maynard intervino:
—Me gustaría mucho poder decir algo.
Toda la atención se centró en él.
—Seré breve. El presupuesto subyacente a la conferencia, tan interesante, era este, que yo quiero discutir: que la educación es algo bueno. No tenemos ninguna evidencia de que la mona vestida de seda deje de serlo; la educación popular en Gran Bretaña ha existido, tal como la conocemos, durante algunas décadas; ¿cuál es el resultado? ¿Son las gentes mejores, o más felices? Lo dudo.
Hubo un coro de exclamaciones. Tras aguardar a que se acallasen, el señor Maynard continuó:
—¿Tenemos alguna prueba de que una persona educada de cierto modo en lugar de otro, goza de aptitudes distintas, de cualidades diferentes? ¿Y tenemos alguna prueba de que la masa humana sea mejor que los animales?
Calló. Todo el mundo intercambiaba miradas irónicas. Existía también una sensación de incomodidad, debido al uso repetido de la palabra prueba; entre orador y público se había creado esa laguna que siempre llena el silencio; era como si un campesino les hubiera pedido que probasen que el mundo era redondo.
—Soy el primero en admitir que soy un reaccionario declarado —dijo el señor Maynard cortésmente.
Todos rieron aliviados.
El señor Perr, el estadístico, se alzó con ímpetu.
—Esta es mi especialidad —dijo, y volvieron a cundir las risas.
Era un hombre delgado, bronceado, de pelo negro, reluciente y corto, mejillas pálidas y brillantes, con una mancha sonrosada en cada una. Era tal su postura, que parecía como si en cualquier momento fuese a doblarse, semejante a un desplegable. Citó un montón de datos relativos a diversos países, que, de ser necesario, hubiesen bastado para demostrar a todo el mundo que lo dicho por el señor Maynard era un sinsentido; sin embargo, el señor Maynard no mostró sorpresa alguna. Sonrió irónicamente, hasta que la gente empezó a murmurar a su alrededor el lúgubre sonsonete: «Por más que cambian las cosas, siempre continúan igual»; y, también: «No hay nada nuevo bajo el sol».
—Eso es lo que sostengo —argüyó él.
El punto muerto al que habían llegado se hubiese podido prolongar indefinidamente para acabar, como de costumbre, en frustrada irritación, en hostilidad. Pero el señor Matushi, que había estado mirando al señor Maynard con expresión apenada, se irguió y empezó apasionadamente, en contraste con el controlado parlamento que había hecho minutos antes:
—Nuestro amigo, el señor Maynard, pretende que la gente no necesita educación; pues bien, yo sé cómo sufre nuestra gente por carecer de estudios. Quizás el señor Maynard tenga exceso de educación, y por eso no quiera que otra gente la reciba también. Lo único que yo sé es que nuestros niños quieren ir a la escuela, quieren aprender, y no pueden, porque sólo hay escuelas para unos pocos.
—No me ha entendido —interrumpió el señor Maynard.
—Oh, no, no, no; sí que le he entendido, le entiendo perfectamente —gritó el señor Matushi.
—Señor Matushi… —apremió el señor Pyecroft, haciendo ademán de levantarse.
El señor Matushi dudó y miró, luego, a su alrededor; las caras reflejaban, casi todas, interesada compasión. Lentamente volvió a sentarse.
—Si me he propasado, lo siento.
—Creo que debemos dar la reunión por finalizada —dijo el señor Pyecroft—. ¿Alguna sugerencia?
Jasmine se levantó, y con aquel modo suyo de hacer, formal y retraído, colocó ante él un papel y volvió a su sitio.
El señor Pyecroft lo leyó sonriendo de un modo que hizo que todos esperasen una broma.
—La próxima reunión, que se celebrará dentro de cuatro semanas, estará a cargo del señor Dunhill.
Hubo algunas risitas.
—El señor Dunhill, que, como todos sabemos, pertenece al CID, ha solicitado hablar del tema: «Comparación entre la criminalidad de las zonas agrícolas e industriales en Gran Bretaña».
Las risas se intensificaron y todos miraron a un hombre anodino que se hallaba sentado en un rincón, muy concentrado.
—Es uno de mis temas predilectos —farfulló.
¿Era aquello, tal vez, lo que se quería dar a entender cuando se murmuraba que «el CID asistía a sus reuniones»? Martha se sintió indignada y abatida.
—Ya son las diez —dijo el señor Pyecroft—. Antes de dar por terminada la reunión, hay un pequeño problema de fondos.
Todos sonrieron con tolerancia mientras Jasmine sacaba una lata de cacao, que aparentemente había segregado su cuerpo, con una pequeña ranura en la tapa. Se la pasaron de unos a otros, acompañada por el sonido tintineante de las monedas depositadas. Este incidente, como todos los demás, parecía dar a los allí congregados un agradable sentido de repetición, de seguridad, de familia. Aquella gente, que se conocían tan bien, que intercambiaba miradas de comprensión con sólo oír una palabra, que siempre sabía en qué momento de la discusión debían reír, llevaba años reuniéndose mensualmente para asegurarse que sus ideas eran compartidas por un número suficiente de personas como para ser válidas; durante años habían discutido sobre la educación en Chile, o la medicina en la India; y, durante todo ese tiempo, respetabilísimas tertulias vespertinas se habían hecho cumplido eco de sus peligrosas actividades. Martha sintió que se hundía ante algo parecido al miedo: miedo ante una red que le caía encima; ese terror peculiar de los jóvenes. Aquella era una ciudad tan pequeña, del tamaño de una pequeña villa provincial inglesa, decían; y, sin embargo, se llegaban a formar tantos y tantos grupos que subsistían de forma autónoma, sin que, al parecer, sus vidas afectasen las de otros. Instintivamente ya se estaba liberando de aquellos lazos, aunque todavía no la sujetasen; pensaba que dentro de diez años aún estarían allí, satisfechos de su conformismo, hablando, hablando sin cesar.
A su alrededor oyó algunas chanzas insinuadas, frases a medio acabar diluidas en una risa de inteligencia que servía para completarlas. Se habían levantado, y cada uno se acercaba a sus amigos, haciendo planes para reunirse en tés, cócteles o en alguna merienda infantil.
Jasmine cruzó la habitación y se acercó a Martha sonriéndole de modo amistoso.
—Estoy muy contenta de verte aquí —empezó, y, sin poderlo evitar, dirigió una mirada interrogativa hacia el señor Maynard, que estaba hablando con el señor Perr, el de las estadísticas.
El señor Perr rió en un tono de adulada vehemencia, que Martha encontró desagradable. Se dio cuenta de que Jasmine les observaba irónica.
—¿Te ha gustado? —preguntó, su atención, crítica y paciente, de nuevo en Martha.
—¿Por qué hablar de Inglaterra, y no de África? —exclamó Martha con pasión.
Pero Jasmine le sonrió, concordante, mientras respondía:
—No creas que algunas no pensamos lo mismo… —y miró a su alrededor hasta dar con Boris—. Esta pandilla no sirven más que para perder el tiempo —añadió.
Alguien la había tomado del brazo, con lo cual sonrió a Martha y despidióse apresuradamente:
—Ya me pondré en contacto contigo —y se dio media vuelta, después de haber dejado tan mal parada a la organización de la que había sido secretaria durante algunos años.
Su lugar fue ocupado por la rubia, Betty, que tomó a Martha del brazo mirándole directamente a los ojos desde sus pupilas color castaño; detrás de ella, Boris le sonreía.
—¿Qué tal? —dijo—. Jasmine nos ha hablado de ti, estamos muy contentos de que hayas venido. ¿Qué te parece si nos encontramos una tarde y…?
—Pobrecilla, la estás abrumando —dijo Boris, divertido, con voz clara, correcta.
Betty se retiró, riendo, la mirada llena de amor. Durante unos segundos se sonrieron de un modo que les aislaba del resto de la concurrencia. Martha se sintió llena de envidia: inmediatamente imaginó su amor como algo elevado, bello, situado en un plano infinitamente superior a cuanto ella conocía.
No sin esfuerzo, Boris apartó de Betty la mirada y dijo con humor lento, que le hacía parecer pomposo:
—¿Te gustaría venir a tomar el té con nosotros y discutir de ciertos asuntos? Quizá se pueda formar un grupo de discusión que no sea tan… tan precavido.
—La verdad es que son unos gallinas —agregó Betty—. La palabra «izquierda» les asusta tanto, que ni siquiera se atreven a ponérsela en los labios…
Ambos se retiraron para franquear el paso a la señora Perr, que se aproximaba topando descuidadamente con todos. Martha vio que intercambiaban una sonrisa jocosa.
La señora Perr era una mujer alta, delgada, de pelo oscuro, recortado como el de una muñeca holandesa, que vestía ropa amplia y sin forma, de colores discordantes, y exhibía boca ancha, seca, pintada de anaranjado. Miró a Martha detenidamente y dijo:
—¡Oh, si creo que nos hemos visto antes!
—Sí, hace unos dos años…
—Bueno, pues mucho gusto de volverla a ver. Le diré a Jasmine que le envíe los programas de las reuniones.
—Muchas gracias.
La señora Perr la miró escrutadoramente un instante, como si estuviese comprobando varios conceptos de una lista, y dijo:
—Y, desde luego, también tenemos el Club del Libro, si quiere asociarse…
Miró por encima del hombro, frunció el ceño, y luego sonrió con agradable malicia. Betty y Boris se hallaban apoyados en la pared, al otro extremo de la habitación, hablándose en voz baja, las caras juntas. La de la señora Perr no era la única risita amable, ligeramente maliciosa.
—Betty se cuida de los libros; pero, desde que está enamorada, la cosa está desatendida. ¡Betty! —llamó.
Betty se volvió lentamente y les miró, extrañada, su carita afectuosa, delicada, llena de luz.
Martha vio que el señor Maynard la miraba con impaciencia desde el otro lado de la sala, y musitó:
—Lo siento, debo marcharme.
Pese a que la señora Perr le disgustaba, por mostrarse tan maliciosa con la pareja de enamorados, le dedicó una sonrisa de disculpa y se reunió con el señor Maynard. Salieron al pasillo largo, oscuro y sucio. Las risas y las voces de la sala que acababan de dejar se convirtieron en un sonido único y alegre, y Martha se detuvo, afligida por el deseo de volver atrás y reintegrarse a aquella agradable comunidad.
—¿Qué le ha parecido? —preguntó, afable, el señor Maynard. Martha no estaba dispuesta a confesar la objeción que daba base a su confuso desencanto: aunque formaban una comunidad todos parecían ansiosos por repudiar a los otros en cuanto se presentaba la oportunidad de hablar con un extraño.
—El tal Perr realmente es muy hábil —observó el señor Maynard—. Y Forester, también.
—¿Pyecroft no?
Martha no veía ninguna diferencia entre Forester, Perr y Pyecroft, a su modo de ver igualmente prolijos, caducos y pagados de sí.
—Pyecroft es sensato, pero todo se le va en verborrea. Todo esto está muy bien como diversión, pero no como trabajo serio. —Y añadió—: Hay cierto tipo de persona que se retira de la vida pública e intelectual inglesa simplemente porque sabe que en una comunidad tan inteligente como esta pasará por lo más avanzado en el campo de la educación y la profundidad intelectual.
Martha se hallaba digiriendo esta información cuando él prosiguió:
—Nunca he llegado a comprender por qué las mujeres de izquierdas son tan poco atractivas. Es un fenómeno curioso.
—Quizá tienen cosas mejores que hacer.
—Posiblemente.
Martha pensó en la imponente señora Maynard, que evidentemente consideraba los vestidos como un distintivo profesional. Se preguntaba cómo vería el señor Maynard a su esposa, cuando oyeron unos pasos tras de ellos. Era el señor Matushi.
—¡Ah, Matushi! —exclamó el señor Maynard—, me alegra encontrar un momento para hablarle.
Se habían detenido en el oscuro descansillo del segundo piso, el mismo en que había intentado besarla. A Martha le hubiera gustado desaparecer de allí. Pero él esperó tranquilamente a que el señor Matushi acabase de bajar. Se dio cuenta de que el señor Maynard no le había dedicado el tratamiento de «señor», como habían hecho cuidadosamente los demás; le agravió amargamente, por el mismo señor Matushi, la actitud despreocupada y autoritaria del señor Maynard.
El señor Matushi había llegado al descansillo y esperaba tranquilo y erguido: el propio señor Maynard no le llegaba más que a los hombros.
—Creo que se considera una especie de líder de sus… compatriotas —empezó.
—Sí, algo así —dijo el otro con voz suave, firme, un poco cautelosa.
—Bueno, siendo así, tenemos el problema de la guerra. ¿Le gustaría representar a sus… seguidores en un comité para recoger fondos?
El señor Matushi pareció reflexionar, y luego dijo:
—Nuestra gente respalda la guerra contra el fascismo.
El señor Maynard dejó escapar un «¿eh?» de sorpresa, a causa de la palabra fascismo. Para él, Inglaterra peleaba de nuevo contra Alemania.
—Así es que la respalda, ¿no?
—Nuestra gente es consciente del peligro que Hitler representa para el mundo civilizado.
—Supongo que no hay más que un medio o un uno por ciento que sepan quién es Hitler.
—En tal caso, no es… democrático —dudó delicadamente al emplear la palabra—, que se les haga combatir en esta guerra. ¿No es así, señor Maynard?
Se inclinó hacia el señor Maynard, obstinado y amable, todo su cuerpo expresión de infinita voluntad de esperar.
El señor Maynard le miró largamente y dijo:
—Comoquiera que sea, resultaría muy útil el que un líder conocido y prestigioso, alguien como usted, pudiese representar a los suyos en el comité.
El señor Matushi sonrió afablemente.
—Quizás exista una persona más idónea para el cargo. Una persona como yo, sancionada por los tribunales, tal vez no sea… ¿aceptable?
El señor Maynard arqueó sus negras cejas, y respondió con severidad:
—Matushi, si no se atiene a la ley, mi deber es multarle. Eso no tiene vuelta de hoja.
El señor Matushi sonrió, mordióse los labios y volvió a sonreír; se estremeció ligeramente según contenía la risa.
—Pero, señor Maynard, usted es un magistrado excelente, todos lo sabemos; todos sabemos que es un hombre muy recto.
En su actitud no había resentimiento, ni siquiera la impertinencia que el señor Maynard buscaba: aparentemente nada, excepto aquella genuina, chispeante jocosidad. De pronto, contenido el leve temblor que le agitaba, dijo:
—Señor Maynard, nuestra gente hará cuanto pueda en esta terrible guerra. Lucharán bien. Hace sólo cincuenta años que fuimos honrosamente derrotados por sus soldados. Nuestros hombres ya están luchando con los suyos contra el fascismo y en favor de la democracia.
Y esperó callado, sonriente:
—Buenas noches, Matushi —dijo el señor Maynard.
—Buenas noches, señor —y se hizo a un lado mientras Maynard y Martha descendían seguidos por él a distancia respetuosa.
Así llegaron a la calle.
—¿Por qué lo multó?
—Por circular sin pase después de las nueve.
Martha calló, hostil.
—No soy yo quien promulga las leyes, me limito a hacerlas cumplir.
Martha profirió una risa amarga; él la observó sorprendido.
—Personalmente, yo sería partidario de dar a las personas educadas, quiero decir relativamente educadas, un pase especial que las eximiese de llevar cualquier otro. Creo que se halla en estudio.
—¿Por qué no abolir los pases?
—No me parece mala idea. ¿Por qué no presiona en tal sentido a su representante parlamentario?
Martha volvió a reír.
—Creo firmemente que cuanto antes se cree entre los africanos una clase media con ciertos privilegios, mejor será para todos. Desgraciadamente, la mayoría de los blancos están tan preocupados por asuntos tan inteligentes como que no les gustaría que una hermana suya se casara con un negro, que no aciertan a ver las ventajas de tales cambios.
A Martha le faltaban años para llegar a entender aquella observación, y se sintió tan estúpida como aquella mayoría que él despreciaba olímpicamente.
Continuaron caminando en silencio por la calle vacía, iluminada por la luna. El señor Maynard andaba con paso lento, su pesado corpachón impulsado por las sólidas piernas, las manos a la espalda, los ojos, fruncidos, fijos al frente.
—Todos estos agitadores africanos son iguales. Por diez chelines puede comprar uno al que quiera.
—¿Está comprado el señor Matushi?
—Con el tiempo, todos acaban por pasarse de listos.
—Un día de estos se les van a enfrentar a pecho descubierto.
—No me cabe la menor duda. Hasta entonces, continuaré cumpliendo con mi deber en este pueblo al que Dios ha tenido a bien llamarme.
Martha reflexionó esas palabras unos instantes, y luego, deseosa de conocer la verdad, apuntó:
—No acabo de comprender por qué asiste a esas reuniones.
Por primera vez, el señor Maynard dio muestras de incomodidad. Y rápidamente, con gran humor, respondió:
—Me gusta observar la vida.
—Se comporta como si fuera Dios —dijo Martha finalmente.
Habían llegado frente a la casa de ella.
—Si de veras le interesa el progreso humano, lo cual me parece muy adecuado y conveniente a su edad, existen muchas cosas a las que puede dedicarse.
—¡Oh, habla usted sin convicción! —dijo Martha rápidamente.
El señor Maynard levantó las cejas. Martha se sentía nerviosa por la hostilidad con que había hablado; en realidad no comprendía lo que había dicho.
—Ha sido muy amable invitándome —repitió como una colegiala.
—Eso ya lo dijo antes. ¿Me va a invitar a tomar algo? —preguntó, poniéndose frente a ella de modo que se viera obligada a mirarle.
Intuyéndole peligroso y lleno de poder, recordando el incidente del segundo descansillo, respondió:
—Caroline se despierta muy temprano.
Él volvió a enarcar las cejas.
—Pensé que estaba con su madre. —Y continuó—: Bueno, no quiero imponerme. Buenas noches.
Dio media vuelta y comenzó a caminar calle arriba.
Martha entró en casa sintiendo un tremendo malestar. La había hecho sentirse torpe, insegura. Y, sin embargo, en aquel segundo descansillo, en medio de las puertas cerradas y de aquel desagradable olor, había perdido él toda su irónica caballerosidad. Aquel incidente había sido un insulto para ambos. Pero, si se obstinaba en recordarlo, nunca se vería capaz de volver a sentir ningún afecto por Maynard. Decidió olvidarlo. Se dijo en tono vago: «Habrá que achacarlo a su edad; la gente de su generación hacía cosas como esa de besarse furtivamente en una escalera oscura».
Pasó a recordar al señor Matushi; no acababa de comprender aquel aire suyo, festivo y extraordinariamente amable. Si ella hubiese estado en su lugar, pensó con enfado, habría… Pero lo único que podía pensar es que habría abofeteado al señor Maynard. Lo cual le hubiera valido… ¿Qué? ¿Una condena por atacar a un blanco?
Se acostó en un estado de ánimo de severa autocrítica.
El señor Maynard continuó vagando bajo la luna, con las manos a la espalda, irritado por el recuerdo de la hostilidad de Martha. Pensaba que le había dado pie para, luego, pararlo en seco. Se contentó recordando varios episodios románticos. Al mismo tiempo traía a la memoria la reunión y especialmente el instante en que el señor Perr había reído cuando observó él que, no sabía por qué, los intelectuales de izquierdas siempre insistían en mostrarse a disgusto cuando se congregaban: el tono agradecido, casi obsequioso de su risa le llevó a recordar otra imagen, aunque ambas no guardaran relación alguna: el rostro del viejo Thompson-Jones, ministro de las Finanzas con quien debía jugar al golf al día siguiente.