4

Aquella misma tarde Alice y Martha se encontraron en las escaleras de la maternidad, expulsadas de aquella comunidad de mujeres, de vuelta a la vida ordinaria, cada una con su bebé, cada una asida fuertemente al brazo del marido. Willie advirtió que la casa había sido invadida por docenas de tías y otros familiares ávidos de dar la bienvenida a Alice.

—¡Dios mío! —musitó ella al tiempo que, con una risita estridente, dirigía a Martha una mirada de solidaridad.

Porque Douglas acababa de decir que a ellos les aguardaba algo parecido. Sería una dura prueba, de eso no había duda.

A punto de entrar en el coche, Martha reparó en la llegada de otro. Una mujer joven y extraordinariamente voluminosa, rodeada de otras de más edad, salió de él y encaminóse hacia el edificio. Viendo que se trataba de Marnie Van Rensberg, corrió tras ella y la detuvo. Al principio Marnie pareció no reconocerla, pero, luego, tanto ella como su madre prorrumpieron en exclamaciones de sorpresa, y la besaron. La señora Van Rensberg iba vestida de negro: sombrero de encaje, negro, negro vestido de crepé, y un enorme y negro bolso repleto de cosas de tejer. Marnie transportaba una enorme barriga bajo un vestidito estampado de rosas. Su rostro, feliz y candoroso, fulgía bajo los cabellos rubios, rizados.

—Oh, es un niño precioso, Matty —dijo entusiasmada, y durante un instante Caroline pasó por todas las manos de las hermanas y tías que formaban el séquito.

Luego Marnie pareció contraerse, y apretó el brazo de su madre unos segundos, para, en seguida, gritar:

—¡Ay, mamá!

—¡De prisa! —dijo la señora Van Rensberg.

Y salió con Marnie hacia la maternidad, corriendo y, aunque la joven aún se hallaba bastante tensa, dirigiendo calurosas sonrisas hacia Martha a medida que se alejaban. El enjambre de mujeres penetró en el edificio, donde fueron recibidas por la señorita Galbind. Un joven, erguido, endomingado, quedó en la escalera. El marido, sin duda. Después de pasarse nerviosamente la mano por el pelo, rígido de fijador, entró también él. La escalera quedó vacía.

Martha volvió al coche. Douglas anunció que todos estaban de acuerdo en que les sentaría bien pasar por el Club y tomar algo antes de ir a casa. El coche de los Burrell ya había arrancado y cruzaba la avenida bordeada de franchipanes. Alice, vuelta hacia ella, se despedía sonriéndoles. Exactamente igual a como habían hecho tantas y tantas noches de interminable bailoteo. Pero no era lo mismo.

—¿Quizá podríamos ir al Club en cuanto Caroline se haya dormido? —sugirió Martha.

Pero Douglas respondió:

—No, los muchachos quieren verla. Es sólo un momento…, te irá bien, después de tanto tiempo enclaustrada.

Al aparecer en la terraza del Club, donde abundaban las piernas bronceadas y las jarras de cerveza, fueron objeto de una estridente bienvenida. Los dos bebés venían siendo motivo de continuas celebraciones, y su presencia corporal fue sentida, al menos por sus padres, como un anticlímax. Tras unos pocos minutos, Martha miró a Alice, que debió de captar el mensaje, pues acto seguido se levantó, todavía insegura, y dijo que le tocaba alimentar al pequeño. Martha hizo alegremente la misma observación; y durante unos minutos ambas mujeres permanecieron en pie, con los niños en brazos, entre un grupo de muchachas admiradas, hasta que, finalmente, se separaron para volver a casa.

A la mañana siguiente, ambas fueron visitadas por la enfermera asignada a tal respecto por las autoridades del hospital, sister Dolí, quien, armada de folletos, gráficos, pesabebés y la insistencia de que «acunar» al niño cuando lloraba, o darle de mamar cinco minutos antes de lo marcado por el reloj, era una especie de crimen contra natura; y el tono adusto y grave de su voz así lo confirmaba. Alice y Martha, colgadas al teléfono, se burlaron con sarcasmo de sus recomendaciones; pero la verdad era que sus vidas, de pronto, se hallaban reguladas por su visita semanal, cuyos períodos se dividían no en días y noches, sino en intervalos más cortos, señalados por el reloj: las seis, las diez, las dos, las seis, las diez.

Ambas permanecían en sus respectivos pisos, los nervios en tensión, la mirada fija en las manecillas del reloj, los pechos hormigueando de tanta leche, mientras los niños lloraban en la cuna, dos, tres horas, hasta que el minutero llegaba a la hora precisa, y entonces saltaban para coger al niño y darle el pecho.

La tensión que esto suponía sólo podía reconocerse en sus apostillas, jocosas o malhumoradas, a través del teléfono.

Alice, mucho más vulnerable que Martha, fue la primera en rendirse. Una mañana telefoneó para comunicarle en el tono arrepentido de quien se halla dispuesto a cargar con el peso de sus pecados, que había dado de mamar al niño durante la noche. Martha guardó un silencio acusador.

Permanecía despierta horas y horas, escuchando llorar a Caroline, fumando un cigarrillo tras otro, y respondiendo, divertida, a los consejos de Douglas de que se resignase, porque también él, a veces, se despertaba y tenía que tomarlo con paciencia. No iba más lejos de dar unas cucharaditas de agua a la pequeña, tal como le habían recomendado en la maternidad y le había repetido sister Dolí, para engañar a la niña y hacerle creer que había comido. Aquellas noches eran una verdadera tortura. No acababa de comprender por qué aquel llanto calaba tan hondo en los nervios. Bastaba con que Caroline se moviese y dejase escapar un sollozo, para que Martha se despertase como impulsada por un resorte. Entonces trataba de imaginar que la niña pertenecía a otra mujer; después de todo, el pequeño de los vecinos lloraba a menudo, y lo oían a través de la pared, sin que Martha le prestase mayor atención. Sister Dolí, además, había dicho que era bueno que Caroline llorase, y que, si Martha cedía, daría al traste para siempre con su carácter.

Al cabo de unos pocos días Alice —ahora casi hostil en su determinación por barrer los tabús— telefoneó para decirle, en pocas palabras, que se podían ir todos al demonio, que le iba a dar el biberón al niño, que ya no lo aguantaba más. Martha también recibió esta información con una amable actitud de censura.

Lo que la empezaba a preocupar era que la leche menguaba. Pasaba todo el día inquieta, atenta a la actividad de sus pechos cual antes había escuchado a Caroline moverse en sus entrañas. Cada tarde, a las cuatro, cuando Caroline ya empezaba a reclamar su alimento, sacaba anhelantemente los pechos, aún fláccidos y semivacíos; desesperada en su preocupación, levantaba de la cuna a la niña media hora antes de lo debido, porque instintivamente creía que el calor de su cuerpecito apretado a ella podía aumentar el aflujo de leche.

Luego resultó que, al pesar a la criatura, sister Dolí descubrió que daba media onza menos de lo esperado. Martha estaba furiosa y empezó a beber leche, litros de leche, y asquerosas cocciones de harina que, según decían, podían ayudarle. Pero Caroline continuaba llorando, y los nervios de Martha vibraban en curiosa correspondencia, como si la niña se hallase unida a su carne por innumerables e invisibles fibras. Aquel llanto, enérgico y desesperado, parecía entrarle directamente en la medula, como si le hubiesen clavado una aguja en el hueso. Se inclinaba sobre la cunita, con las manos a la espalda, para evitar la tentación de acariciarla, y contemplaba la carita morada, la boca que se movía a uno y otro lado en busca del pecho, y el corazón le latía apenado y ansioso.

Pero, a pesar de todo, no iba a rendirse como aquella traidora de Alice, que había desbaratado los planes de sister Dolí no sólo dándole el biberón al niño, sino haciéndolo regularmente a media noche, práctica que podía acarrear graves trastornos a su pobre estómago.

—¿Qué quieres que le haga? —decía ella desentendiéndose de la condena de Martha—. Supongo que tienes razón, pero no lo aguantaba más, eso es todo.

Mirando en secreto al pequeño Richard, Martha no podía menos de reconocer que parecía sobrevivir extraordinariamente bien al tratamiento.

De la noche a la mañana, se pasó al enemigo. Caroline dejó el pecho sin protestar, y al cabo de veinticuatro horas ya tomaba biberón; Martha envolvió en gasas sus pechos doloridos: había terminado su trabajo.

Llegaba la paz.

La señora Quest contempló a Caroline con una extraña sonrisita, y, con una nota triunfal que siempre hería a Martha, comentó:

—Supongo que le has hecho pasar tanto hambre como yo te hice padecer a ti.

Ahora que volvía a ser libre, inició un régimen. Al cabo de seis semanas, y por el método de no comer literalmente nada, había conseguido perder nueve kilos. Y, lo que era mejor, había recuperado la silueta grácil que poseyera antes de casarse. Mirándose incrédula en el espejo —nunca lo había hecho sin el temor de sorprenderse ante la imagen reflejada—, comprobó que era una joven delgada y fuerte, de pecho alto, boca decidida y cabellos que se desplegaban en grandes rizos por toda la cabeza.

Volvía a ser ella misma, aunque tenía un nuevo yo; y Caroline —tal como indicaban las reglas— se contentaba chupando del biberón a las horas marcadas. Las noches volvieron a ser tranquilas. Martha levantaba la cabeza para observar a su alrededor, había dominado convenientemente el peso de la maternidad y se sentía libre para contemplar lo que la vida podía ofrecerle; y entonces se hizo audible, una vez más, la voz de las autoridades: toda la quinta de Douglas fue uniformada y concentrada en un cuartel, a las afueras de la ciudad. Se rumoreaba que los iban a tener allí, de instrucción, algunos meses. Martha tenía que enfrentarse a una vida en la que vería a su marido sólo por la tarde o, de vez en cuando, durante un fin de semana. Pero los rumores imprecisos se convirtieron en súbita decisión.

Los hombres iban a ser expedidos inmediatamente hacia el norte. De una sola vez, dentro de dos días, varios cientos, todos los jóvenes burócratas, administradores y ejecutivos, abogados, empleados y hombres de negocios —aquel cimiento masculino, sólido, que mantenía la comunidad segura y equilibrada— todos iban a ser alistados. Tras largos meses de esperar aquel momento con ansiedad reprimida, alimentada por las frases, los bailes y las copas de ritual, era como si hubiese sonado la campanada, pero con una nota imprevista. Aunque todos sabían que la despedida sería clamorosa, y los clubs y locales de baile se preparaban para tal ocasión, podía observarse, sin embargo, un curioso aire de incertidumbre, incluso de anticlímax, en los rostros hasta entonces encendidos de extraordinaria excitación.

Más tarde, aquella misma noche, en los salones dorados y repletos del hotel McGrath, y mientras la orquesta tocaba en su florida tarima, Binkie Maynard tomó asiento a la cabecera de una gran mesa, embutido en el uniforme caqui, los dedos tabaleando en el vaso, y con expresión solemne y pensativa en su rostro abotargado, rojo, observó cejijunto:

—No acabo de entenderlo. Deben de saber algo que nosotros desconocemos.

Todas las cabezas asintieron alrededor de la mesa: ninguno de aquellos hombres podía negar fácilmente la autoridad de aquel impersonal deben.

—Lo que quiero decir es, el mero hecho de recurrir a los hombres y empezar a mandar expediciones, ¿a qué conduce? ¿Dónde van a adiestrarnos? No está bien, no nos dicen nada de nada.

—Estamos en guerra, muchacho —replicó Maisie, que estaba a su lado, rolliza y alegre, sonriendo maternalmente.

—Bueno, y qué importa. Nos llevan de un lado a otro. No voy a ponerme a luchar contra un montón de… —pero la falta de información le imposibilitaba acabar—. Lo que quiero decir es que no tengo inconveniente alguno en verme la cara con los hunos… —se detuvo; sus palabras habían dado una impresión errónea—. Con los nazis, quiero decir —rectificó cuidadosamente—. Hay que ponerlos en su sitio. Lo único que pretenden es quitarnos las colonias. Pero luego están esos italianos, y me parece que con ésos ni siquiera vale la pena gastar energías.

Volvió a hacerse un silencio. Las cincuenta personas que le escuchaban esperaban confiadas una sola palabra de quien había sido su pastor en los días de juventud, algo que al día siguiente les permitiese subir al tren con los ánimos ligeros. Los violines, que habían estado lloriqueando con los cambios de Ojos Negros, callaron; la batería empezó a redoblar y atacaron Run, Rabbit, Run. Aquella canción, de tono impertinente y desembarazada, reflejaba una Inglaterra cuyo vigor aún permanecía hipotecado y aportaba una nota falsa a la escena. La mitad de los presentes empezaban a corearla; pero, poco a poco, se apagaron las voces.

—Muy bien —concluyó Binkie, indignado, los negros rizos derramados sobre la frente ardorosa, la camisa desabrochada, el distintivo que lucía en el hombro, torcido. Maisie adelantó la mano y lo enderezó.

—Muy bien, todo muy bien —prosiguió— si no fuera porque alguien ha andado embrollando el asunto, de eso estoy seguro.

El asentimiento fue instantáneo. Era la última, angustiada súplica de los administradores convertidos en peones de un juego gigantesco, de los administradores que no tenían motivos para creer demasiado en los mecanismos del gobierno.

—Lo que quiero decir —prosiguió Binkie con dificultad—, es que no hay derecho.

La orquesta había terminado Run, Rabbit, Run y empezó Siegfried Line. Mal elegido, no estaban de humor para aquello. Los violines pasaron a segundo término, y el batería y los saxos cargaron con el peso de la interpretación, también sus miradas puestas en Binkie.

Él echó atrás la cabeza, tomó un sorbo de cerveza, y en seguida exclamó:

—En fin, ¡que se vaya todo al infierno!

Y empezó a cantar: «I’m all right, are you all right?». Todos le corearon respondiendo: «We’re all right, we’re all right!». Binkie, decidido a abandonar por el momento las dificultades de la política, para sacar mayor partido de sus aptitudes, se subió a una silla, levantó los brazos y, porque la chaquetilla le quedaba muy tirante, uno de los botones saltó. Maisie se agachó a recogerlo.

—Está loquísimo —murmuró con admiración.

La sala guardaba ahora silencio, y sonreía ante el espectáculo familiar, esperando el momento en que los brazos directores bajasen dando la señal.

Roll out the Barrel —gritó Binkie.

Y la orquesta, obediente, empezó la conocida canción, mientras los brazos de Binkie descendían liberando un clamor de alaridos y rítmicas patadas.

Aquella noche nadie se acostó. Al día siguiente, por toda la ciudad, madres y esposas esperaban el ocaso en una postración de hipnotizada calma, necesaria para contrarrestar el humor jocoso de los hombres.

El tren debía salir a las seis. A las cinco y media el largo andén ya estaba repleto. El tren se hallaba estacionado y en el cielo la puesta del sol lucía con dorados y escarlatas apoteósicos. Había una banda tocando, pero apenas era audible entre el concierto de voces y cantos. Una brisa cálida, con olores a sol y gasolina, agitaba unos cientos de banderolas amarillas pendientes sobre las cabezas de la muchedumbre, que se abría, gritando parabienes, a medida que los hombres, vestidos de uniforme, llegaban vociferando. Todos estaban bebidos y cantaban. Junto a ellos corrían muchachas, también cantando, contagiadas por la misma intoxicación.

Alguien debía de haberse vuelto a equivocar, porque oficialmente sólo faltaban cinco minutos para la salida del tren. Una oleada caqui casi ocultó el convoy; las ventanillas rebosaban de soldados sonrientes. Parientes y amigos se agrupaban en pequeños corrillos al pie de los vagones. La banda interpretaba Tipperary.

Hubo un gran estallido de entusiasmo. Binkie y Perry aparecieron en el techo de uno de los coches tambaleándose, sonriendo, con los brazos abiertos.

—¡Duro, Binkie! —gritó una voz chillona.

—¡A ver si les das fuerte! —rugió el coro femenino.

Mientras, las familias, más juiciosas se limitaban a sonreír. Binkie y Perry estaban bailando una danza guerrera, cantando Hold down the zulú warrior, acompañados, con un poco de retraso, por la charanga. Detrás de la muchedumbre apareció un grupo de oficiales, sonrientes pero reservados; Binkie y Perry se abrazaron mutuamente, simulando espanto, tambaleándose arriba y abajo como payasos sobre la cuerda floja. Los oficiales habían empezado a dar algunas órdenes: Binkie adelantó el cuerpo, una mano en el oído y los ojos parpadeando exageradamente. Un pie le resbaló, se oyó alguien que gritaba, y cayó sobre el techo y, luego, encima de la gente. Perry se tambaleó atrás y adelante, como si intentase mantener el equilibrio, su cara de hermosos rasgos finos llena de deliberada estupidez; y, finalmente, con un pulcro salto, se arrojó, de cabeza, sobre un grupo que ya esperaba para recogerle. Durante un instante ambos fueron aupados, entre gritos y risas, mientras los oficiales gesticulaban inútilmente al margen de la barahúnda. El tren dio un tirón. Douglas, que tenía a Martha cogida de la mano, reía las gracias de los otros dos, Martha levantó la cara y él se asomó mas, para besarla, pero el tren volvió a tirar otro poco y los dos se echaron a reír; mientras sus miradas se encontraban, lamentaban que en aquel último momento les fuese imposible ser serios. Un poco más allá, Binkie y Perry, aprisionados por los abrazos, cantaban con voz insegura: dame el beso de adiós. Pero la gente se lo había empezado a tomar en serio, y alguien gritó:

—Al tren, chalaos, que se os va.

El señor Maynard se adelantó y tendió la mano a su hijo. Binkie, olvidadas sus locuras, se acercó hacia él con aire responsable. La señora Maynard, conteniendo apenas las lágrimas, le estrechó impulsivamente en un abrazo espasmódico. Binkie permaneció quieto, luego, al oído, le dijo una broma, y ella, apartándose, esbozó una sonrisa pese a las lágrimas que se le escapaban. Binkie y Perry empezaron a correr junto al tren, que empezaba a rodar despacio, levantando exageradamente piernas y brazos. Y el tren volvió a detenerse. Los soldados dieron un hurra divertido, desde las ventanillas, por las que asomaban con botellas de cerveza en la mano. Perry y Binkie se colgaron de los topes traseros, y el tren volvió a sacudirse, con lo cual casi salieron despedidos, y luego, con un pitido, empezó a moverse regularmente. Se deslizó a lo largo del andén, con su carga soldadesca asomada hasta la cintura en todas las ventanillas y arracimada en las plataformas. Conforme el tren cobraba velocidad, Binkie y Perry volvieron a aparecer en el techo del furgón de cola, en medio de una nube de humo sucio y gris. Bailaban agitando botellas de cerveza. Toda una época se alejaba a los acordes de Roll out the Barrel; y la muchedumbre, agolpada en el andén, quedó suspensa ante los raíles vacíos. La banda dejó de tocar, y luego interpretó Show Me the Way to Go Home. La gente se fue moviendo, dispersando. Al poco rato sólo quedaba un grupo de esposas jóvenes, con niños, que asistían con decidido estoicismo a la partida de sus maridos. Un grupo de muchachas que había corrido un ratito junto al tren regresaba ya, ebrias, desarregladas, con la mirada extraviada. Maisie estaba entre ellas, y saludó a Martha, al llegar a su lado, con un:

—Ya sólo quedamos mujeres. Ningún hombre. Menuda vida, ¿eh?

Stella, Martha y Alice se miraron sonriendo; y así continuaron. El tren, convertido en una serpiente negra embutida de caqui, se hallaba ya lejos, en mitad de la pradera. Sólo una nube de humo azul y polvoriento había quedado detrás. El sol, como una enorme bola naranja, se ocultaba tras la montaña. Las luces de la estación empezaron a encenderse. Las banderolas amarillas continuaban ondeando en lo alto; la banda había desaparecido. Alice tenía pálida la cara; lo único que dijo fue:

—Bueno, ya está.

De pronto, Stella rompió a llorar, mientras su madre se la llevaba. Martha y Alice abandonaron la estación. El señor Maynard estaba en la acera junto a un coche en cuyo interior su mujer lloraba sobre el volante.

—Vamos, vamos —le decía—. Vamos, mujer.

Al pasar Martha la miró, intentando una sonrisa sarcástica que resultó una mueca de dolor.

—Que les vaya muy bien a esos felices guerreros —dijo.

—Oh, los estúpidos, los muy estúpidos —sollozaba su esposa—, se matarán antes de que puedan entrar en combate.

—No, mujer —la consolaba, paciente, el señor Maynard.

Les había vuelto la espalda y Martha siguió su camino junto a Alice. Metieron a los bebés cada una en su coche y volvieron a casa.