3

Semanas antes de que los niños naciesen, las dos mujeres vivían a su espera, y cualquier punzada, cualquier cambio de presión, o dolorcito en la pierna, las sobrecogía y alertaba: ¿empezaban los dolores? Ambas habían desacreditado los cálculos del doctor Stern, llegando a una composición de fechas que se adelantaba, al menos en una semana, a la del médico.

—Ya podría nacer ahora —dijo Alice—; está, como quien dice, pendiente sólo de los retoques.

Por lo que Martha comprendió que sus emociones eran compartidas. El increíble descanso de pensar que había cobijado con éxito a la criatura durante todos aquellos meses, el hecho de que ahora ya podía nacer sin ningún riesgo, la ponían sólo a un paso de creer que efectivamente sería así.

Pero las mañanas, al despertar, se les antojaban un desierto del tiempo. Ambas se daban media vuelta y trataban de dormir una hora más. Al menos, mientras permanecían inconscientes, el tiempo cobraba su dimensión habitual.

La fecha fijada por Martha llegó. Pasó un día, y luego otro. Exasperada en su desilusión, exclamaba que ya se veía esperando otro mes entero. También Alice, al llegar el día que se había fijado, lo pasó. Ambas se hundieron en una irritada depresión que las obligaba a atacarse; se encontraban mutuamente repulsivas a la vista e irritantes de puro engolfadas en sí mismas. Después de haber estado juntas día a día durante meses, de nuevo buscaron refugio en el aislamiento, a solas con su hinchado desagrado, como animales vueltos a la guarida.

Un mañana Willie les telefoneó diciendo que Alice había empezado a sentir dolores la noche anterior, a las doce, y que era padre de un niño. Ante esta nueva, que reducía toda una extraordinaria aventura a lo trivial, Martha se hundió en un estado de triste resignación. Fue en el coche a ver a Alice, y entró en la maternidad con la sensación de pertenecer a ella por derecho propio y estar siendo injustamente considerada como visitante. Encontró a Alice incorporada en la cama, muy colorada, con los ojos brillantes, y muy guapa; por primera vez desde hacía meses, llevaba rizado el pelo negro. Acogió a Martha con cierto aire de triunfo diciendo que jamás en su vida volvería a tener otro niño, y que, si las mujeres supieran lo que les esperaba, se lo pensarían dos veces. Martha oyó el consejo como si fuese dirigido a otra. Si alguna vez había llegado a pensar en el parto como una dura prueba era, estaba convencida, debido a que la gente carecía de fuerza de voluntad para darle otra forma. Contemplando a Alice, alegre y relajada, le hirió el sentimiento de que la estaba traicionando al repudiar totalmente el estado que ambas compartían la víspera. Nunca antes se había encontrado tan pesada, tan torpe y patosa, tan deforme.

Martha regresó a casa desesperada. Dijo a Douglas que tenía la certeza de que el niño tardaría al menos otro mes en nacer. Él observó que el doctor Stern había fijado el nacimiento para el día siguiente. Pero Martha repudiaba el criterio del médico. El contraste entre Alice, convertida ahora en dos seres, y ella, todavía uno solo, era demasiado grande. Visiblemente desesperada de tener el niño, pasó la tarde eligiendo los libros básicos para empezar un curso de economía. Se hallaba sentada en el suelo, rodeada de volúmenes, cuando notó un pequeño dolor punzante en las entrañas. Se concentró con la mayor atención; pero se dijo que ya estaba cansada de imaginar en cualquier estremecimiento el anuncio del fin. A punto de desnudarse, lo volvió a sentir. No le cabía la menor duda de que era de características totalmente distintas a cuantos dolores y pinchazos había sentido. Rondó con cuidado por la habitación amonestando a la criatura para que se estuviera quieta y le dejase escuchar las actividades de sus músculos. Pero el niño se agitaba y forcejeaba como un gladiador. Cuando se apaciguó un poco el pequeño, sintió una tercera punzada de dolor. La invadió una oleada de excitación; ¡hurra, por fin!, gritó. Y, convertida en una especie de criatura salvaje, se puso a bailar y dar vueltas por la habitación en cuantos sentidos le permitía su enorme abdomen. Nunca había sentido un alborozo comparable. Douglas, que estaba a punto de dormirse, despertó en seguida, le preguntó si estaba segura y empezó a vestirse. Estaba entusiasmado. Para ambos fue un momento de extraordinaria alegría, solos en el piso, con las luces de la ciudad apagándose alrededor, mientras ellos se preparaban para emprender tan inusitada aventura. Martha dijo que quería ir a pie a la maternidad. La satisfacción de Douglas ante una esposa de actitud tan despreocupada no excluía la inquietud. La metió en el coche, con la maleta que llevaba dos meses preparada, y la condujo rápidamente al hospital. Para cuando llegaron, los dolores se sucedían cada cinco minutos; a ella le preocupaba aquello: no era lo que el libro decía.

La maternidad se encontraba inundada de luz. Desde una habitación, al fondo del corredor, llegaba un coro apagado: montones de bebés que lloraban. Se abrió una puerta: la orquesta dejó escapar una cacofonía de protesta; se volvió a cerrar, el sonido se apagó de nuevo. Una enfermera muy joven cruzó presurosa frente a ellos. Viendo a Martha, exclamó: ¡Dios mío, otra más!

Y le sugirió con impaciencia que tomara asiento y esperase. Martha se sentó, obediente, mientras la alejada orquesta crecía o se apagaba conforme se abriera o no la puerta, y las enfermeras de uniforme cruzaban raudas, cada una cargada con media docena de enfardados recién nacidos, que transportaban con el orgullo de camareros capaces de mantener en equilibrio varios montones de platos a la vez. Finalmente una enfermera gorda, corpulenta, pasó empujando afanada un carrito para el té con seis niños en la bandeja superior y seis más, en la de abajo, todos semejantes a paquetitos. Martha reparó en la docena de cabecitas afanosas, deformadas por la boca, abierta en busca de los pechos que les faltaban. Las puertas se abrían y cerraban. El sonido de lloros hambrientos se fue apagando. De pronto, se hizo el silencio en todo el edificio; las luces adquirieron una intensidad inmóvil, y los largos, blancos corredores, brillaron en todas direcciones, vacíos.

Por fin apareció una mujer alta, delgada como un alambre, un pilar blanco, reluciente de eficiencia, en el que sobresalían los ojos, tranquilos, avispados, oscuros. Observó a Martha y, colocándole la mano en el hombro, la movió ligeramente, atrás y adelante, y dijo:

—Vamos a ver, ¿qué viene ahora? Ah, sí, claro, los papeles.

Martha y Douglas fueron invitados a pasar a un despacho donde se enfrentaron al preliminar indispensable a toda actividad vital: llenar impresos por triplicado. Douglas atendió con eficiencia a ello; Martha se sentía desilusionada de que la aventura fuese interrumpida por tales fruslerías. Cuando hubieron terminado, la señorita Galbind dijo a Douglas que debía irse y que telefonease por la mañana.

—Sea bueno y no nos llame cada cinco minutos; estamos en plena temporada de primavera.

Mientras Martha ahogaba su indignación por verse incluida en algo tan ordinario como la temporada de primavera, la señorita Galbind recibió la juiciosa mueca de Douglas con una sonrisa de alivio, incluso algo coqueta. Alentada de este modo, prosiguió:

—No acabo de comprender por qué los jóvenes limitan sus juegos y diversiones a ciertas épocas del año.

Douglas se echó a reír, y ambos rieron un rato, mientras Martha esperaba a un lado. Acababa de decidir que prefería que Douglas se fuese; y también se podía dar cuenta de que, por mucho que el uniforme restase toda edad a la señorita Galbind —que no podía pasar de los treinta y cinco—, no le impedía decir a Douglas que fuese buen muchacho, ni coquetear con él.

Douglas le apretó el hombro, para darle ánimos, dijo que iba a ver si encontraba a Willie, a fin de celebrarlo, y se marchó frotándose las manos. Del otro extremo del corredor brillantemente iluminado llegó corriendo una enfermera que requería a la señorita Galbind. Ésta invitó de nuevo a Martha a sentarse y esperar un rato, «a no ser que se sienta muy apurada, ¿eh?», y se alejó silenciosamente, a pequeños saltitos. Otra vez sola en la recepción, Martha se paseó arriba y abajo, por espacio de una media hora, desde la gran puerta, que permanecía abierta como si fuese la de algún santuario, y por la que podía ver el cielo cuajado de estrellas y el brillo distante de la ciudad, tras las montañas, hasta otra puerta, grande, blanca y cerrada, con el aviso de: «Se prohibe la entrada». Escuchaba el ritmo de sus músculos. Cinco minutos exactos. Estaba extraordinariamente impaciente; le parecía intolerable que la naturaleza se hallase sometida de aquel modo al reloj; todo su ser pedía con urgencia que el niño naciese inmediatamente, sin más tonterías. Mentalmente era como si ya hubiese nacido. Se cruzó con una enfermera que inclinaba amorosamente la cabeza sobre un fardito blanco y silencioso. Martha se sintió inundada de impaciente ternura. Era tranquilizador ver a aquella joven, tan ocupada, apartada de la eficiencia blanca, dolorosamente reluciente, desnuda y despiadada, en un momento de amor. Martha se preguntó si Alice estaría durmiendo. Hubiese deseado poderle hablar. Miró, ansiosa, hacia la puerta de su habitación, pero no se atrevió a acercarse.

Por fin apareció otra enfermera, también muy atareada, y dijo, agobiada, que sentía muchísimo la larga espera, debida a que tenían a cinco dando a luz, y ni una sola cama libre en ese instante; si no le importaba, podía matar el tiempo tomando un baño.

Habiéndola acompañado hasta el cuarto de baño, dijo que, si necesitaba algo, no tenía más que tocar el timbre. Cuando se estaba desnudando, una segunda enfermera asomó la cabeza y dijo que le alegraba ver que era una joven sensata, no como otras, que se comportaban de un modo increíble. Mientras hablaba, otra puerta se abrió no lejos de allí, y Martha oyó una voz aguda, de mujer, que gritaba:

—Mamá…, mamá…, mamá…

—¡Escuche a ésa! —dijo la enfermera, una muchacha de unos veinte años, de cara redonda, rosada y con expresión de censura, enmarcada por pequeños mechones rubios—. Y no ha hecho más que empezar.

Por su rostro lozano, tanto como por su acento, Martha comprendió que acababa de llegar de Inglaterra, e inmediatamente experimentó la reacción apropiada: ¿qué derecho tiene a criticarnos? Desde la inmensa superioridad de su estómago y sus pechos repletos, Martha pensó que, además, era una criatura.

La muchacha le dirigió otra mirada de ánimo y repitió que, si todo el mundo tuviese tan buen sentido como ella, la vida sería mucho más fácil. Y la dejó sola.

Al quitarse el blusón de algodón pensaba triunfalmente que nunca más se lo volvería a poner. Según se sumergía en el agua caliente, se miró la barriga. Ahora casi cuadrada, tenía marcas y ramalazos morados y la presión la hacía relucir. El niño estaba prieto como un nudo y todos los músculos de Martha se hallaban aplicados a apresurar el proceso. Rígida en el agua, mantenía la mirada fija en el reloj. Cinco minutos. Cinco minutos. Cinco minutos. Los dolores se sucedían regulares, como campanadas, y todo el cuerpo se le tensaba a cada acceso, para resistirlos.

Estuvo en el baño casi una hora, hasta que el agua empezó a enfriarse. Al otro lado del corredor, la mujer aquella continuaba quejándose. Sus voces comenzaban a crisparle los nervios o, al menos, a debilitar su propósito de no perturbarse. Cinco minutos… Exhausta, se dejó llevar de una cansada indiferencia. En ese estado de ausencia, le acometió otro dolor más intenso, lo bastante para cortarle la respiración. Salió rápidamente del baño y se puso la fea bata de percal que le habían dado. En el espejo, empañado por el vaho, vio reflejada su cara, descompuesta, brillante, con aire de profunda concentración. Se arregló el pelo y se pintó. Así compuesta, salió al pasillo, que, desierto, con las luces blancas equidistantes, seguía ofreciendo aquel brillo intemporal. A lado y lado se sucedían las puertas cerradas. Caminó hacia la derecha y encontró una puerta rotulada: «Sala de Partos». Permaneció allí, escuchando los quejidos de una mujer que se hallaba dentro. La puerta se abrió de golpe, y apareció una enfermera que la apartó suavemente para correr hacia el fondo del pasillo, donde se perdió de vista. Martha paseó en sentido contrario y llegó frente a una puerta que aparecía abierta. Al otro lado había medio centenar de canastillas blancas, silenciosas, bajo una iluminación atenuada; ante una gran mesa central, sentada, la enfermera gorda que Martha había visto con el carrito cargado de bebés.

—¿Qué está haciendo aquí? —exclamó. Pero, luego, mirándole con atención, continuó, en un tono diferente, más cortés—: ¿Cansada de esperar?

Cautelosa, miró a Martha por encima de la aguja que tenía en la mano, que clavó en la labor antes de dejarla sobre la mesa. Todo en la habitación brillaba, aun bajo la tenue luz. Las paredes eran muy blancas; el suelo, negro, con círculos de luz reflejados en él. También las canastillas y el uniforme satinado de la enfermera relucían de blancura. Había montones de pañales blancos, y vestiditos infantiles de igual color, apilados por todas partes. Súbitamente Martha se encontró aferrada al borde de la mesa. La enfermera gorda se le acercó sin prisas, le puso una mano sobre el hombro y esperó hasta que se enderezara.

—Así, muy bien —aprobó.

Y, de nuevo, aquella mirada amable e impersonal. Algo especial debía traslucir su rostro, porque la enfermera dijo:

—¡Ánimo! Mañana, a esta hora, todo habrá terminado. ¡Ya falta poco!

Martha notó que los labios le temblaban. Hubiese deseado dejarse caer sobre aquel pecho rollizo y reluciente. Aquel impulso la molestaba.

—¿Podría ver al niño de la señora Burrell? —preguntó con timidez.

La enfermera dudó, y finalmente resiguió la línea de las cunas. A los pies de cada una había una tarjeta con el nombre. Hizo un gesto a Martha, y ésta la siguió e inclinóse sobre una mantita blanca, muy tirante, que sólo dejaba asomar un poco una cabecita roja, arrugada y coronada de pelusilla negra. Se sintió invadida de profunda ternura, pero la reprimió; podía perjudicar su intento de concentrarse en el parto de su propio hijo. La enfermera gorda volvió a sentarse, tomó la tela blanca y dijo:

—Sabe, creo que sería mejor que volviese a su habitación.

—Todavía no tengo habitación —respondió Martha con aire de desamparo.

—Dios mío —exclamó la enfermera—. No damos abasto… Es por la guerra. Esta racha de niños nos ha cogido a todos por sorpresa.

Se había puesto a coser tranquilamente, y, a cada puntada en la tela blanca, relucía la aguja.

Martha volvió al pasillo, donde la enfermera inglesa de rosado cutis se le acercó a toda prisa.

—Ah, aquí está; no tenía que haber salido del baño hasta que llegase yo —la regañó—. El doctor quiere verla.

La siguió hasta otra habitación, rotulada también: «Sala de Partos».

—Tendrá que conformarse con esto —dijo la enfermera—. Hasta por la mañana, no tenemos otro sitio donde alojarla.

Se encontraban en otra habitación deslumbrantemente blanca, ésta con luces esféricas que sobresalían del techo como pupilas. No contenía más que carritos con instrumental y dos camas blancas, muy altas y estrechas.

—Échese —dijo la enfermera, el tono impaciente.

Martha subió con dificultad a una de las camas y, casi inmediatamente, apareció el doctor Stern.

—Bueno, señora Knowell, parece que las jóvenes insisten en tener los niños de madrugada.

Ahora ya le conocía lo bastante como para saber que había repetido lo mismo muchas veces. Mientras se entregaba una vez más a aquellas manos impersonales y eficientes, él comentó que era la mejor época del año para dar a luz, que había hecho muy bien eligiéndola. Concluido el examen, dijo:

—Bien, muy bien —y dio media vuelta, dispuesto a salir.

Martha, que daba por llegada la hora decisiva, le preguntó cuánto tardaría aún; a lo que él respondió, absorto, mientras salía, que fuese buena chica y que no se impacientase. La puerta se cerró silenciosamente tras el doctor Stern, y Martha quedó sola.

Permaneció inmóvil un rato sobre la cama, un poco inclinada y muy estrecha, esperando. En aquella posición los dolores parecían más intensos. O mejor dicho, le era más difícil dominarse. Se bajó y paseó arriba y abajo por la habitación. Ahora llegaban cada cuatro minutos; y, cada vez que le venían, se doblaba apretando los dientes, para no sollozar, tras lo cual volvía a enderezarse cuidadosamente. Se dio cuenta de que estaba empapada de sudor. Hacía mucho calor en la habitación. Se acercó a la ventana y miró afuera. Al otro lado, débilmente iluminada por la luna, extendíase la pradera hasta donde el brillo de la ciudad engullía el resplandor de las estrellas. Pero las estrellas se disiparon en otro sofocante acceso de dolor. Esta vez se encontró acurrucada en el suelo, sorprendida e indignada por la violencia del embate: el dolor la había engullido también a ella. Desalentada al ver ceder sus defensas volvió a la cama, donde podía concentrarse en el proceso y mantenerse alerta ante aquel océano profundo y envolvente. Rígida, tensa, precavida, notaba que el niño iba empujando hacia abajo, se encogía y estiraba, y ella con él. El dolor había cambiado. Hubiera podido señalar el punto donde había cambiado; era de tipo distinto, cual el de dos horas antes, en el baño; era como si hubiese cambiado de marcha. Primero le agarrotaba la espalda, luego, el estómago, y, más tarde, como si ella y el niño fuesen retorcidos a la vez por enormes manos de acero. Pero aún mantenía en el cerebro una lucecita viva y alerta. No iba a ceder. Continuó tumbada, como un muelle tenso, dedicando parte de su atención a no caer de la cama, o mesa, en la que se hallaba, tan estrecha, que ni siquiera le permitía volverse. Se mantuvo concentrada.

La enfermera de cara infantil entró apresurada y le preguntó:

—¿Cómo se encuentra?

Y volvió a salir velozmente. Martha, sumergida en el dolor, sintió la mayor animosidad hacia aquella virgen indiferente al dolor ajeno. Y, sin embargo, aquella vocecita, fría, resuelta, conseguía dominarla; y, cuando la enfermera volvió, después de un lapso de tiempo indeterminado, para decirle que se estaba portando muy bien, y que por la mañana le darían una cama confortable, incluso fue capaz de comentar humorísticamente que no le importaría que se la diesen en aquel mismo instante.

—¿Qué quiere que le hagamos —preguntó la joven—, si todos los niños deciden nacer al mismo tiempo? —Y, antes de desaparecer nuevamente, añadió—: Ya hemos despachado a tres; algo es algo. Ojalá no se presente ninguna otra esta noche.

Martha ya no tenía energías para encontrar una pizca de diversión en ello. La pequeña lucecita de su cerebro palidecía de forma alarmante con los dolores, próxima, cada vez, a apagarse; pero, tras oscilar precariamente, siempre volvía a relucir. Intuyó que algo nuevo ocurría con el tiempo. El reloj, a medio palmo de la nariz, en la muñeca ladeada, revelaba que los dolores se sucedían puntualmente cada dos minutos. Pero, en cuanto aquella oleada dolorosa le recorría la espalda, como una lacerante advertencia, se hundía en una dimensión ajena por completo al tiempo. Era presa de un sufrimiento tan tremendo, que su mente, sorprendida y exacerbada, desmentía a gritos que pudiese existir dolor semejante. Era tan violento, que cesaba de ser dolor, para convertirse en un modo de ser. Cada partícula de carne era estremecida, mientras el embate saltaba como una corriente eléctrica que brotase de algún lugar de la espina dorsal antes de recorrerle todo el cuerpo en una sucesión de latigazos. Y, a pesar de todo, cuando ya creía desintegrarse bajo sus efectos, la oleada retrocedía. E inmediatamente empezaba a sentir que el puño que la apretaba se iba aflojando. A través del sudor que le inundaba los ojos, reparaba en que sólo habían transcurrido diez segundos; y entonces quedaba inerte, en un estado de perfecta beatitud, hundida en un delicioso cansancio que hacía parecer imposible toda idea de dolor —imposible que volviese a atravesarla—. En cuanto al débil flujo de sensaciones recomenzaba, aquella lasitud, totalmente ajena al sufrimiento, parecía tan imposible como un momento antes se le habían antojado los dolores. Eran dos estados de existencia totalmente desconectados, sin nexo de unión, y, pasados quince segundos, se encontraba sumergida en un estado de ansiosa exasperación, por no poder recordar su tormento de hacía unos instantes.

Se hallaba estirada, casi desnuda, con el estómago, protuberante y tenso, irguiéndose como un globo morado. Lo contemplaba fascinada por sus contracciones y tirones, alerta, decidida a no perder el control del proceso; al mismo tiempo, se sentía llena de curiosidad por aquellas extrañas inconsecuencias del tiempo; pero, sobre todo, y cada vez más, estaba a punto de echarse a llorar de rabia, porque toda su concentración y su dominio no alcanzaban a crear un estado de dolor o de alivio cuando su cuerpo experimentaba lo contrario. Era el fracaso total de aquella voluntad libre y decidida: ¿cómo era posible olvidar algo que había ocurrido hacía tan sólo diez segundos, y que volvería a producirse muy pronto? El enojo ante su fracaso era lo bastante fuerte para oscurecer la parte de su mente que debía permanecer alerta. Intentó sosegarse. Cuando el acceso desaparecía dejándola exhausta, fustigaba la mente, para imaginar la intensidad del dolor que acababa de disiparse. Pero era en vano. Y, cuando se agitaba entre las garras de aquel puño gigantesco, procuraba imaginar con todas sus fuerzas un estado ajeno al dolor. Mas también ahí fracasaba; pese a toda su voluntad, fracasaba. Existían dos Marthas, y no había nada que las relacionase. Era un fracaso. Un fracaso total. La rabia la consumía. A la Martha sometida al dolor la oía gritar: ¡Dios mío, Dios mío!, y sentía curiosidad por aquella personalidad vieja que dentro de ella llamaba a Dios. ¡Mentirosa redomada, cobarde, idiota!, se repetía desde la otra orilla del golfo abierto entre ambas. Lo único que falta es que ahora empieces a llamar a tu madre. Y, en el colmo de la sorpresa, desde aquella orilla exquisita, vacía, carente de sensaciones, Martha, espíritu libre, se daba cuenta de que había estado sollozando: madre, madre, madre. Sin que su cuerpo sintiese la menor punzada, totalmente insensible, notó manar las lágrimas; a través de ellas logró ver a la rubicunda enfermera, que la contemplaba con visible desencanto.

—Querida —dijo en tono de censura la muchacha—, no conseguirá nada si ya empieza a portarse de ese modo.

Sus manitas gordezuelas, fuertemente comprimidas por la goma rosada, empezaron a recorrer el cuerpo de Martha.

—Sepa que todavía le falta bastante —dijo según observaba a Martha, que sollozaba contraída por otro acceso de dolor.

—Y, de todos modos —llegó la voz, joven, vibrante, alterada por la tortura—, todavía hemos de ayudar a nacer a otro niño, antes de que la podamos atender. ¿Le parece que podrá aguantar un poco?

Vio que la puerta se abría, y que empujaban una camilla hacia adentro. Súbitamente la habitación quedó llena de gente. Distinguió a una mujer, igualmente grotesca e inhumana, que, gemebunda, era depositada sobre la otra mesa estrecha y alta, mientras el doctor Stern y un par de enfermeras la atendían con aire de intensa concentración. Luego corrieron un biombo blanco que los ocultó a todos. Miró en otra dirección, a la espera de la nueva crisis. La mujer de la otra mesa parecía sentir dolores cada medio minuto; lo que no había conseguido su determinación, lo consiguieron sus nervios: sufría en propia carne los dolores de aquella desdichada, como un contrapunto, como un eco débil pero fiel, de los suyos, con vibraciones opuestas a su propio ritmo. De pronto, la mujer dejó de revolverse y la habitación fue invadida por un tenue olor a cloroformo; Martha se sorprendió respirándolo ávidamente. Oyó el tintineo de los instrumentos, la voz del doctor Stern, que daba órdenes, y el crujido de ropa almidonada. Hubo un pequeño silencio, y el niño empezó a llorar.

—Por el amor de Dios —musitó Martha al suyo—, a ver si sales de una vez.

Pero el niño se hallaba acurrucado, a la espera del siguiente espasmo; Martha vio cómo se contraía, prieto por la nueva tensión. Esta vez oyó que chillaba, pero ahora le tenía eso sin cuidado. Lo único que le importaba era vadear aquellas lagunas cuanto antes, sin ceder más que lo imprescindible. Pasó un largo rato; vuelta la vista hacia la ventana, advirtió indicios de una luz grisácea; en el cielo parpadeaba una estrella blanca, solitaria, que se disipó, y un destello rosado apareció en el horizonte. Oyó que alguien fregaba el suelo. Era una mujer nativa, arrodillada ante una bayeta. El biombo que escudaba la otra cama había desaparecido. Martha notó un tirón y sollozó, la mujer nativa levantó la cabeza, la miró, y le sonrió como para darle ánimos. No había nadie más en la habitación. Podía oír la cacofonía. Al otro extremo del edificio se hacía audible el llanto cacofónico de los recién nacidos. La mujer nativa dirigió una rápida ojeada al pasillo y, luego, se acercó a Martha. Era joven, y su cara oscura tenía una sonrisa radiante. En la cabeza llevaba una cofia blanca, limpia. Colocó la mano sucia, húmeda, sobre el estómago convulso de Martha.

—Mal —dijo, con voz profunda—. Mal, mal. —Y, como llegara un nuevo dolor, la mujer agregó—: Déjelo salir, déjelo salir, déjelo salir.

Era el sonsonete de una vieja canción de enfermeras. Trémula de cansancio, Martha volvió a tensar los músculos, pero la mujer le sonrió canturreando:

—Sí, señora, sí, déjelo salir, déjelo salir.

Martha aflojó el nudo frío de su determinación, dejóse ir, abandonó la mente al dolor.

—Muy bien, señora, así va bien, así va bien.

De pronto la mano se retiró dejándole en el estómago una sensación de fría humedad. Miró y vio de rodillas a la mujer, otra vez ocupada con la bayeta; la enfermera rubicunda estaba junto a ella, contemplando suspicazmente a la fregona. La bayeta iba recorriendo, zap, zap, regularmente, todo el suelo. Martha escuchaba el sonido como si se tratase del pulso de su naturaleza, y no oyó a la enfermera, que le había levantado las piernas, y se las subía y bajaba enérgicamente, cuando le dijo:

—Ahora va bien, empuje.

Un poco más tarde, la oyó vocear junto a la puerta:

—Sí, doctor, ya está a punto.

La habitación volvió a llenarse de gente. Aspiró el cloroformo como un adicto, sin acordarse ni lejanamente de que se había propuesto ver nacer al niño.

Cuando volvió a abrir los ojos, percibió la imagen del doctor Stern. Sostenía en las manos un bebé pálido, desnudo, con pelo negro y húmedo, de pegoteados mechones, que boqueaba con ansiosos rezongos. Volvió a invadirla una momentánea inconsciencia y, al emerger de ella creyendo que debían haber transcurrido años, se encontró de nuevo con el doctor Stern en la misma postura, todavía sosteniendo el pálido bebé, que recordaba vagamente una chirivía con brazos, y refunfuñaba con entrecortado jadear. Dos enfermeras lo contemplaban. Parecían radiantes y contentas. Aquella humanidad tranquilizó a Martha. Oyó que una decía:

—Es una niña preciosa, ¿verdad?

En ese mismo instante la sonrosada enfermera se inclinó sobre Martha y empezó a coger puñados de su abdomen ahora flojo, y a estrujarlos como si fuesen naranjas. Martha chilló con el propósito de que la oyesen.

—¡Ah, qué lata! —dijo la enfermera.

Y la máscara de blanco cloroformo volvió a caerle en la cara.

Esta vez abrió los ojos a un panorama de camas blancas, cabezas hundidas en albas almohadas. Tras unos minutos, descubrió que por fin le habían dado un acomodo confortable. Había otras cinco mujeres en la sala. Extraordinariamente excitada, intentó incorporarse. Pero la parte inferior del cuerpo, magullada, irritada, no le obedecía. Se ayudó entonces con las manos. Su vecina le preguntó cómo se encontraba. Su tono de perezoso ensimismamiento la sorprendió. Dijo que se sentía bien, y la mujer asintió, Pero tenía los ojos fijos en la puerta. Ésta se abrió dando paso a una enfermera que traía cinco bebés en los brazos. Todos gritaban, hambrientos, boqueantes. Fueron cuidadosamente depositados, uno tras otro, en las camas y acogidos por sus solícitas madres. La enfermera, ya con los brazos vacíos, se acercó a la cama de Martha y preguntó:

—Bueno, ¿qué tal se encuentra?

—¿Dónde está el mío? —preguntó Martha ansiosa.

—Está muy tranquilita, descansando —respondió la enfermera conforme se volvía hacia la puerta.

—¡Pero si todavía no la he visto! —murmuró Martha sintiendo en los párpados el escozor de las lágrimas.

—No querrá molestarla ahora, ¿verdad? —dijo en tono de censura la enfermera.

Y cerró la puerta. La otra mujer, cuyo pecho largo y repleto se hallaba ya en la boca del bebé, la miró y dijo:

—Más vale que haga lo que le dicen. Sale una ganando. No hay manera de sacarlas de sus ideas.

Martha, decepcionada y vacía, se dedicó a observar cómo las otras amamantaban a sus hijos. Era intolerable que después de nueve meses de estrecho contacto con la criatura, que le acababan de comunicar era una niña, no le fuese siquiera permitido conocerla. Había algo imposible en la idea de que el ser que ayer se ovillaba en su interior, se encontrase ahora varias habitaciones más allá, limpita y vestida, en una cunita con su nombre. Le hacía sentirse incómoda; quería verla; incluso temía, irracionalmente, que la criatura hubiese muerto y le estuviesen mintiendo.

Entonces recordó haber visto que la levantaban, la boca abierta, ávida de aire, y se estremeció al recordar el dolor. Había penetrado en una nueva condición. La sombra del dolor pasado —aunque no su terrible intensidad—, la amenazaba. No debía pensar en él; hacerlo le llevaba a contraer la dolorida carne del estómago. Pero también había desaparecido aquella paz absoluta que entreveraba los momentos de dolor. Sentía escozor y picazón, y todo su cuerpo se hallaba tenazmente envuelto, rígido bajo los vendajes que contenían la carne distendida.

A su alrededor, los bebés empezaban a sentirse saciados y mostraban su contento; contempló cómo se los llevaban. El alborozo que sentía, su éxito, volvió a convertirse en desazón.

Por la tarde, cuando Douglas fue a visitarla radiante, frotándose las manos con orgullo, oliendo fuertemente a cerveza, su intento de buscar apoyo en él se disolvió en desagrado. Él, muy ufano, le comunicó que había estado celebrándolo con Willie y los amigos toda la noche, que no se había acostado y que había estado telefoneando a la maternidad cada media hora, hasta que la señorita Galbind le pidió que no fuera importuno. Entonces le había comunicado que la niña estaba estupenda.

—Todavía no la he visto —dijo débilmente Martha.

—No te preocupes, saben lo que se hacen —respondió Douglas.

En ese instante apareció la señora Quest temblando de emoción, y dijo que la niña era preciosa, pero que estaba convencida de que las enfermeras no tenían ni idea de cómo tratar a un recién nacido, y que pensaba hablar con la directora. A lo que Martha replicó que en la maternidad sabían muy bien lo que hacían. En cuanto Douglas y su madre desaparecieron, se sintió convulsa de rabia y frustración. Era a última hora de la tarde. Por tercera vez vio cómo los paquetitos blancos eran entregados a sus madres. Tumbada, volvió a observar.

Aquella misma noche, más tarde, después de que los niños hubiesen mamado por última vez, la señorita Galbind entró apresurada para preguntar si deseaba alguna cosa. Martha le preguntó cuándo podría ver a la niña.

—¿Quiere verla, verdad? —preguntó compasiva la señorita Galbind—. Bueno, supongo que es hora de que lo haga.

Salió, tras desear amistosamente las buenas noches a todas las pacientes, y Martha se incorporó expectante. Pero, al parecer, la señorita Galbind no tenía ninguna prisa; pasada media hora, Martha seguía atenta a la puerta. Por fin la enfermera sonrosada entró con un fardito blanco que depositó cuidadosamente en la cama.

—Ésta es su hija —anunció—; dispone usted de cinco minutos.

Bajo la celosa inspección de la enfermera, Martha descubrió el embozo y vio la carita roja, dormida. La curiosidad se convirtió en apasionada y protectora ternura, y apretó al bebé con más fuerza; pero la enfermera, que vigilaba inquieta junto a la cama, decidió que con eso bastaba.

—Bueno, ya es suficiente —advirtió—. Seguro que dentro de unos meses se lo tomará con menos entusiasmo.

Y, diciendo eso, le tomó la niña y, sin escucharla, salió y apagó tras de sí las luces. Las otras cinco mujeres ya se habían dispuesto para el sueño. Martha descubrió enfurecida que lo único que deseaba era llorar, y miró a su alrededor en busca de ayuda. Su vecina, que la estaba observando, dijo amablemente:

—No se disguste. Se la devolverán por la mañana.

Y, evidentemente decidida a someterse a la disciplina y acabar con aquello, se dio vuelta con todo cuidado y cerró los ojos.

—Éste es el tercero —dijo, los ojos ya entornados—. Siempre digo que no voy a volver nunca más, pero, a fin de cuentas, es lo más fácil. No deja de ser un descanso pensar que en casa puedes hacer lo que quieras.

Y comenzó a respirar profundamente.

Martha continuaba despierta, en tensión. Oyó un coche que llegaba: otro niño que iba a nacer; pero aquel estado que traía la espera del nacimiento parecía haber quedado muy atrás. Sentía una tranquila superioridad ante las mujeres que aún debían superar aquella etapa. Más tarde oyó puertas que se abrían y cerraban, pasos apresurados, una mujer que empezaba a quejarse en el corredor, y tuvo que hundir la cabeza en la almohada, porque cada quejido parecía ponerle un espasmo de dolor en el vientre. No podía dormirse. Sentíase inundada de excitación. Esperaba la mañana, pues quizá entonces le permitirían amamantar a la niña. A su alrededor, las otras pacientes dormían profundamente, su honda respiración le hacía pensar en vacas a la sombra de una colina. Pero su pensamiento estaba en aquella sala repleta de bebés, al otro extremo del edificio. Contempló cómo las estrellas avanzaban tras las ventanas; deseaba que se apresurasen, más, más, más, hasta traer la mañana. Un niño se echó a llorar; el llanto era débil y persistente, y, al poco, todos los demás le imitaban. Las mujeres empezaron a moverse, alerta, en las camas. La vecina dijo con voz resignada:

—Bueno, al menos son resistentes, y eso ya es un descanso.

Se hallaba muy tensa, y Martha vio que estaba llorando. Eso la sublevó: ¡que la madre de tres criaturas se resignase de esa manera, que abandonase toda fuerza entregándose a su impaciencia infantil!

—¿Qué sucede? —preguntó Martha ansiosa. Y, luego—: ¿Tienen hambre?

La mujer dejó escapar una débil risita entre lágrimas, y respondió:

—Hasta las seis no pueden tener hambre. Lo prohíbe el reglamento. —Luego, según daba otra cautelosa vuelta, agregó—: Después de tener un niño, siempre me paso semanas llorando a mares. No me haga caso.

Martha la vio volverse para incorporarse y escuchar; pero el coro se había aquietado; los niños dormían. Martha oyó cantar los gallos, una vez y otra. Distinguió las Pléyades: un débil resplandor arracimado sobre la espiral negra de un junípero. Los bebés volvieron a llorar. Alboreaba. El cielo comenzaba a iluminarse. Las mujeres se despertaron con las luces que acababan de encender, y una voz alegre gritó:

—¡Preparaos, chicas!

Aunque afuera aún brillaban las estrellas, ya era de día. Habían dado las cuatro y media.

La vecina de Martha, bonachona, tolerante, comentó:

—Esto es lo divertido: se supone que nos toca a las seis, pero ni las enfermeras pueden aguantarlo, y lo adelantan un poco.

Pasó media hora.

—Ya me gotean los pechos —dijo una de las parturientas.

—Cada mañana encuentro empapada la cama —comentó otra.

Martha se ahogaba de envidia. Todavía tenía los pechos fláccidos.

Esta vez los seis paquetitos llegaron en un carrito blanco. Martha recibió a su hija temblando de anhelo. Estaba llorando; a Martha le pareció angustiada, acalorada, incómoda. Cogió aquella cosita de nada y puso la boca, redonda y hambrienta, en su pezón. Tras un súbito, desesperado silencio, empezó a moverse a un lado y otro, mostrando en los ojos ansiosos destellos azules, y finalmente —¡oh, milagro!— los labios apretaron y el bebé empezó a chupar. Martha notó que los fuertes tirones de la succión le recorrían todo el cuerpo hasta alcanzar con dolorosas contracciones la matriz. No lo esperaba, y se revolvió incómoda, como defendiéndose. El bebé mamaba con afán, y en su carita roja distinguió Martha pequeñas, relucientes hebras de azul. Osadamente deshizo los pañales, y la niña adoptó la forma de un bebé fácil de manejar, distinto de aquel otro, de aspecto de larva. La cambió al otro pecho pidiendo a ambos que fuesen rápidos y aportasen suficiente leche. La señorita Galbind apareció silenciosamente y, deteniéndose junto a Martha la observó.

—Correcto —dijo, al cabo de un minuto—, mama bien.

Y, con eso, volvió a envolver a la pequeña en la manta blanca, como a un niñito indio, y dijo:

—Para ser el primer día, es suficiente.

Y salió con la niña bajo el brazo, como si llevase un gran paquete que sobresaliese por detrás.

—No se preocupe —dijo sonriéndole su vecina—. A un recién nacido se le puede hacer de todo, incluso tirarlo al aire.

Así es que volvió a tenderse, decidida a rechazar toda preocupación. Había aceptado los consejos de aquella mujer como guía; le fue fácil, porque la disciplina le disgustaba tanto como a Martha, aunque ella se desentendía de todo cargándolo al incontable montón de estupideces burocráticas maquinadas para hostigar a las mujeres cabales. Aquella mujer —que debía andar por los treinta— la asustaba, porque tenía tres hijos y estaba tan contenta de ser buena madre y ama de casa; pero, al mismo tiempo, le infundía una indescriptible tranquilidad. A través de ella se veía aceptada en la comunidad femenina, formada por mujeres mucho mayores que Martha, totalmente absorbidas por la cadencia de comer, dormir y amamantar.

Cuando aquella tarde aparecieron la señora Quest y Douglas, le parecieron extraños que llegaban de un lejano país. Un divertido mensaje de Alice, que se hallaba en la habitación contigua, significó mucho más que toda la conversación de Douglas sobre las fiestas del Club; y, cuando la señora Quest observó que era absurdo dar de mamar a los niños cada tantas horas, encontró a Martha firmemente resuelta a tomar las cosas según venían.

Cuando despertó, a la mañana siguiente, los pechos le pesaban, y tomó a la niña, orgullosa de tener leche que darle. Ahora se encontraba en un estado de jubilosa, segura calma; no podía pensar que jamás hubiese imaginado no tener una niña, o un hijo, que no fuese exactamente aquél. Una vocecilla muy débil le advirtió, desde el fondo de aquel pozo de fatalidad, que una niña entraba de lleno en la línea matriarcal que tanto temía. Pero se sentía indiferente. Aquella pequeña criatura deliciosa, de manos exquisitas, de carita roja y redonda, se acurrucaba con tal confianza junto a ella, que no podía pensar que de ello se derivase nada, excepto bondad.

Ahora la fuerza de la leche la hacía sentirse muy incómoda. Tenía los pechos repletos, como dos pellejos rebosantes atados a su cuerpo. Determinada, según decía su manual de instrucciones, a cumplir con su deber femenino de no dejar que se le deformasen, se desmoronó ante la inundante plenitud que la naturaleza le ofrecía. Por la noche la despertaba el llanto procedente de la sala sita al fondo del pasillo, y los pechos le rezumaban y dolían en su respuesta. Tenía los costados humedecidos por la leche sobrante. Por la mañana, las mujeres se sentaban en la cama, sin poder contener la risa, aguantándose con las manos los enormes pechos y dejando que la leche manara a chorros sobre la faja que los protegía. Y los bebés, que habían permanecido inquietos y hambrientos varias horas, pateaban por asirse a las ubres colmadas y se atragantaban en ellas. Todo el día tenían metido en la nariz el olor dulzón de la leche.

Pronto Martha se encontró mucho más a gusto y desenvuelta en la cama; metiendo las manos bajo la faja dura y apretada que le sujetaba el estómago, tiraba de los músculos y sentía que éstos le respondían: una pared dura bajo montones de grasa. Luego su vecina advirtió a su médico «que cinco días en aquella fábrica eran suficientes». Y se levantó, todavía tambaleándose, y se fue. Martha advirtió, no sin aprensión, que la mujer que le había parecido ligera y recuperada, se veía, una vez de pie gruesa y deforme: una verdadera ama de cría. Cuando se hubo ido, la echó de menos. En la misma cama pusieron a una muchacha que acababa de tener su primer hijo, y que mostraba exactamente la misma preconcebida alegría de Martha, con la que intentaba ocultar su ansiedad. Aquella tenaz alegría la impresionó. Entonces apareció Alice, que venía a verla desde la habitación de al lado; y vio en ella no a la muchacha radiante y bonita, de la primera mañana posterior al parto, sino a otra, pálida, cansada, desarreglada, con el estómago caído y las caderas anchas y bastas; Alice se sentía infeliz. Repetidamente, sin poder contener la risa, se quejó de no poder soportar aquellas malditas mujeres de uniforme —que Dios la perdonase, dijo con una extraña sonrisa—, y que, si en sus tiempos de enfermera hubiese sabido que actuaba con la misma inhumana eficiencia, se habría colgado. Estaba clarísimo que lo decía en serio.

Se quejaba de que jamás las dejaban en paz media hora seguida. Cuando no era el té, eran los orinales, o las visitas, o los niños, o que tenían que lavarse; y por la noche no podía dormir escuchando el lloriqueo de los niños. Acabó echándose a llorar, mientras la señorita Galbind, que había entrado apresuradamente, le decía:

—Vamos, señora Burrell. ¡Debería tener un poco más de conocimiento!

Y se la llevó, aún sollozando.

Aquel hundimiento sorprendió mucho a Martha. Sin embargo, al día siguiente también ella se sintió pesada, lánguida y cansada; las alas del júbilo se habían doblado sobre ella. Pensó que cuando volviese a casa estaría fea y deforme; se vería, durante meses y más meses, convertida irremediablemente en una esclava; luego se sorprendió contemplando a la pequeña Caroline con mirada escrutadora y distante que la llevaba a pensar, hastiada, que era un bebé como cualquier otro, que no tenía ningún interés para nadie, ni siquiera para ella; que, con toda seguridad, acabaría por convertirse en otra de aquellas mujeres que la rodeaban, en una desangelada ama de casa, sin otra meta vital que continuar el ciclo de la procreación. Si la niña le desagradaba, sus pechos rebosantes, y el rezumar de la leche una docena de veces al día, como una marea, le resultaban odiosos, repugnantes. Ya no se sentaba en la cama, animada y contenta, para hablar con Douglas de las fiestas, y preguntarle qué habían dicho fulano o mengano; se tumbaba cuan larga era y deseaba no volverse a incorporar jamás. La señorita Galbind entró a preguntarle qué tal iba, y, de pronto, Martha se encontró deshecha en lágrimas.

Pero, al parecer, la señorita Galbind no vio en eso nada excepcional.

—Claro, es la reacción —le explicó.

Y Martha, que sólo sentía resentimiento al pensar que sus emociones podían ser resultado de procesos químicos previsibles, respondió:

—No me importa en absoluto lo que sea, pero maldigo la hora en que me metí en esto.

La señorita Galbind la escuchó y luego chasqueó la lengua, evidentemente porque pensaba que podía hacer bien a Martha verse contrariada. Martha vio que recogían sus cosas, y que la invitaban a levantarse y pasar a la habitación de al lado. La señorita Galbind dijo que sería bueno que ella y su amiga, la señora Burrell, estuviesen juntas; así se animarían mutuamente.

Las habían puesto en una especie de terraza cubierta, con cristaleras en tres de sus lados. El sol entraba con fuerza en aquel espacio de un blanco reluciente; Alice estaba en la cama, tumbada boca arriba, mirando al techo. Movió los ojos hacia Martha y comentó con indiferencia:

—Así que eras tú.

—Eso parece —dijo Martha taciturna.

La señorita Galbind miró a ambas y observó:

—Dentro de un par de días se sentirán mejor.

Martha se metió en la cama y se tendió. Sumidas en su profunda indiferencia hacia la vida, ambas mujeres permanecieron contemplando el techo, cuya llana vacuidad parecía reflejar su estado de ánimo.

Al cabo de un rato Alice, con risita de sorpresa, dijo:

—La verdad es que odio a ese mocoso.

—Yo también —se apresuró a reconocer Martha.

Se hizo un silencio. Luego Alice profirió un ahogado gorjeo, como sugiriendo que quizá, más adelante, iba a encontrar ridícula su actitud de esos momentos.

—Igual que si fuésemos un par de vacas —rezongó Martha.

En medio de aquella compartida depresión apareció, de pronto, Stella, alegre, sonriente, maternal; les traía flores; su cuerpo lleno continuaba siendo gracioso incluso ahora, envuelto en pliegues de seda negra.

Martha la miró y se dio cuenta de que el protuberante abdomen de Stella le causaba repugnancia; la encontraba tan desagradable como a la pobre Caroline.

Stella las miró a ambas y se detuvo de golpe.

—¿Qué demonios os sucede? Es la primera vez que me dejan entrar, he venido un día tras otro, para interesarme, y…

—No ganas nada visitándonos —dijo Alice sin emoción—, las dos quisiéramos estar muertas.

Stella las miró sorprendida; luego tomó asiento entre ambas, como para distribuir equitativamente su amistad.

—¿Qué pasa? Los muchachos me han dicho que ibais muy bien, y he visto los niños. Están estupendos. Ojalá hubiese empezado con vosotras; ahora todo estaría listo.

Miraba ansiosamente a una y a otra; tanto en Martha como en Alice despertó simultáneamente el reconocimiento de su deber para con una semejante: se incorporaron y le dieron las gracias por las flores, tan bonitas.

—¿Lo pasasteis muy mal durante el parto? —preguntó, lúcida la mirada.

Alice dijo con indiferencia:

—¡Uf, el mío salió por sí solo!

Porque ahora, a aquella enorme distancia de cinco días, apenas podía recordar la experiencia, Martha respondió sincera:

—No tiene nada de especial.

Tras una pausa, Stella observó, celosa, que el doctor Stern le había dicho que era estrecha de caderas. Y, como única respuesta a aquel desaprobador silencio, en sus interlocutoras, tan inexplicable como habitual y que sólo servía para confundirla, pasó a inquirir con espíritu crítico:

—Pues, si no tiene nada de especial, ¿qué hacéis ahí las dos? Y mirad qué pelos —añadió reprobándolas—. Tenéis un aspecto horroroso.

Casi inmediatamente, Martha y Alice sintieron el antiguo prurito de ser atractivas a toda costa. Pero de nuevo se dejaron arrastrar por la apatía. Muy pronto Stella se ruborizó y, sorprendida, desilusionada, levantóse y dijo que, si fuese ella la madre, si hubiese pasado ya por todo aquello, no se comportaría de aquel modo.

—¿Qué van a pensar vuestros maridos? —concluyó en aquel tono característico, que sólo consiguió suscitar una débil risita en Alice y un exasperado suspiro en Martha.

Estaba a punto de irse, pero ambas sentían remordimiento, y Alice, hablando también por Martha, se incorporó y dijo, como apelando a su buen sentido:

—Mira, Stella, no le des mayor importancia. Estamos de mal humor.

A Stella se le iluminó el semblante, las miró agradecida y marchó gozosa, feliz de su maternidad.

Volvieron a hundirse en la comodidad de la cama.

—Pobre Stella —exclamó Alice—. No sabe lo que le espera.

Luego se echó a reír, y, sin transición, rompió a llorar a lágrima viva. Dijo, entre sollozos, que deseaba no haberse casado nunca; ahora estaba segura de no haber amado jamás a Willie; no comprendía cómo había sido tan loca que se ligara para siempre convirtiéndose en un animal doméstico que es penetrado tres veces por semana y, luego, hinchado como un globo, y transformada en vaca lechera, con los pechos tan doloridos, que ya no podía aguantar más.

—Mira, fíjate en todas esas arpías —dijo aludiendo a las enfermeras—; sólo piensan en sus novios, y en salir, en ganar dinero y comprarse vestidos; al menos tienen un poco de sentido común.

Entre risas y lágrimas continuó quejándose, hasta que les trajeron los bebés. Callada entonces, resignada, sumisa, amamantó al niño.

Pero aquella misma tarde, viendo que estaba de mal humor con Willie, Martha se sintió envidiosa, porque con ello demostraba Alice una energía emotiva que ella era incapaz de sentir. A la mañana siguiente, cuando las estrellas ya habían desaparecido bajo el resplandor de la luz eléctrica, notó que Alice se sentaba inmediatamente en la cama, y, con sonrisa maliciosa, se miraba los pechos, envueltos en abundante algodón. Los retiró, dejó al descubierto los senos hinchados y rojizos, y comentó alegremente:

—Total, ¿qué importa?

Entonces procedió a peinarse el pelo negro, y a pintarse los labios, y anunció que, después de todo, la vida no era tan mala como había pensado.

De todo lo cual dedujo Martha que al día siguiente también ella superaría la reacción. Y así fue.

Pero, pese a la alegre confianza que trajo el nuevo día, se dio cuenta de que restaba un sedimento de inquietud. Pensó que la naturaleza, la gran madre, podía haber sido más sabia. Quitar el velo de la ilusión, permitir que la básica convicción de la necesidad cesara siquiera un instante, era dejar a sus hijas desvalidas ante el temor de que todo pudiese recomenzar en cualquier momento y sin el menor aviso.