Ahora Stella estaba explicando a Alice y a Martha que el deber de la pareja era tener hijos mientras eran jóvenes: aquéllos, naturalmente, preferirían, cuando crecieran, tener padres que fuesen como hermanos y hermanas. Ninguna objetó a eso. Luego añadió que tener hijos en aquel preciso momento, cuando sus maridos eran llamados a filas, era la esencia de la buena planificación: para cuando regresasen, habrían terminado la lactancia. A lo cual Alice replicaba, irritada, que no habiéndose incorporado todavía los hombres, era anticipar acontecimientos; y Martha, que no era aquello lo que Stella había estado diciendo…
Stella reflejaba en cada línea de su cuerpo la indignación que la embargaba. Se retiró a su piso y en él se encerró. Como de costumbre, ni Alice ni Martha alcanzaban a comprender su actitud. A finales de la semana reapareció. Había adoptado amplios vestidos y una expresión de cálida y despreocupada plenitud. Tras muchas horas frente al espejo, había decidido recogerse el pelo en un moño alto, como si ya fuese una madre de familia demasiado atareada para ocuparse de su aspecto personal. Presentarse de ese modo le ganó la bondadosa aprobación de Alice:
—Estás encantadora, Stella.
Martha, por su parte, comentó:
—Pero, querida, no hace falta que empieces a ponerte blusones, si todavía no se te nota nada.
Stella rompió a sollozar. Martha y Alice se miraron completamente desconcertadas. Le ofrecieron un pañuelo y le aconsejaron que tomase las cosas con calma.
Martha creía que, de las tres, Stella era quien realmente se lo estaba pasando bien, pues ni Alice ni ella poseían aquella facultad suya, de hallar placer en todo.
Martha se hallaba dividida en su interior. Una parte de sí misma se encontraba sumida en el crecimiento de la criatura, terriblemente lento, atemorizadoramente inevitable, proceso que no podía detener ni apresurar y que la devolvía a las necesidades impersonales, ciegas, de la creación; su otra mitad, entretanto, contemplaba el espectáculo; su mente era una especie de faro que, ansioso y expectante, empeñado en que la libertad de su espíritu no padeciese, la arrastraba a fantasear sobre las excitantes actividades que podría comenzar en cuanto concluyese aquel período.
En ese precario equilibrio irrumpió una y otra vez su madre. Tenaz, los ojos llenos de luz, repetía continuamente que la satisfacción más profunda de esta vida era la maternidad, y que Martha debía sacrificarse por sus hijos como lo había hecho ella, para concluir, siempre, con la misma triunfante observación:
—Cuanto nazca el niño no te quedará tiempo para todas esas ideas tuyas, y si no, al tiempo…
A lo cual Martha reaccionaba con determinación fría y despreciativa, decidida a mantener encendida a toda costa su lucecita en aquel mar ciego y proceloso de la maternidad. No consentiría que las tinieblas la engullesen.
Continuamente se lamentaba ante Douglas:
—¿Por qué no puede dejarme en paz?
Hasta que un día Douglas apareció en el momento en que la señora Quest, irritable, impaciente, pertinaz, presionaba a Martha para que comprase cierto tipo de juboncillo en lugar del que ella prefería, mientras Martha discutía, con toda lógica, que en Islandia, o quizá fuese en Chile, los pequeños no llevaban ningún tipo de juboncillo y que, por lo tanto…, Douglas se dejó caer en una silla y rió hasta saltársele las lágrimas. La señora Quest le miró con sonriente indulgencia, pero Martha se sintió traicionada. Deseaba que su padre viniese a vivir a la ciudad, estaba segura de que él la apoyaría contra las fuerzas de la tiranía.
Poco después de que iniciasen el traslado, Martha recibió, por fin, el mensaje que esperaba: su madre dijo que el señor Quest quería decirle algo importante, que fuese a verle en seguida.
Martha atravesó el parque y encontró a su padre sentado bajo una espesa masa de moradas buganvillas, que a su vez se hallaban cubiertas de ramas de jacaranda en plena floración. De la espesura malva pálido que le rodeaba caía de vez en cuando, flotando, una flor. Desde lejos se le hubiera dicho sentado en medio de un cristalino lago azul.
—Te quería decir algo… A ver, ¿qué era? —comenzó según miraba, atento, a su hija.
Tras examinar, con el franco aprecio de campesino, lo que sería su futuro nieto, dijo:
—Conservas muy buena figura, teniendo en cuenta tu estado. No recuerdo lo que tu madre me pidió que te dijera; de cualquier modo, supongo que no harías caso, así es que no importa, ¿verdad?
Martha se sentó. La casa que habían adquirido era de ladrillo rojo, rodeada, toda ella, de porches. Una enredadera de flores doradas trepaba por las columnas frontales, extendiendo sus gruesos y verdes brazos por el techo, de planchas metálicas onduladas. Por las ventanas podía distinguir los mismos muebles de la granja. Se sintió triste, y comprendió que su tristeza era también compartida por su padre cuando dijo:
—Estoy de acuerdo, en la granja no nos fue muy bien; pero aquí me siento terriblemente encerrado, con todas esas calles.
El parque abría sus acres de césped y flores inmediatamente al otro lado de la calle, y el jardín recibía la sombra de las matas y árboles de la calle adyacente; pero, a pesar de todo, Martha sintió el exilio, como lo notaba él. Hasta ese momento no comprendió lo mucho que para ella había significado el que al menos sus padres continuasen apegados a la tierra. Cierto equilibrio interior quedaba roto. Aquella dicotomía fatal, ciudad-campo, había sido al menos sostenida en pie de igualdad por el recuerdo de su padre trabajando la tierra. Ahora sentía sus raíces cercenadas, más teniendo en cuenta lo mucho que le disgustaba la idea de vivir en una granja.
—No es que me gusten las incomodidades —continuó el señor Quest, buscando en ella confirmación a sus palabras—. No es eso. No veo por qué hay que usar quinqués en lugar de luz eléctrica, o por qué hay que vivir a millas de cualquier médico, o de las tiendas, si bien hay gente que parece encantada con este tipo de vida. Pero, maldita sea, al menos me gustaba saber lo que ocurría a mi alrededor…; aquí ni siquiera puedes ver si amenaza lluvia o si el tiempo aclara. Me gustaba contemplar la lluvia acercándose a través de las colinas…
Martha asintió. Pero experimentaba una especie de deslealtad: no podía compartir con su padre el amor por aquel pedazo de tierra, la granja, por el cual suspiraba él ahora. Le tanteó:
—De todos modos, para ti no era como en Inglaterra ¿verdad? Ya sabes, cuando ibais a cazar conejos, y salían los caballos y… Me lo has contado tantas veces, ¿recuerdas?
Esperó. Y, como muchas otras veces, la espera dio resultado. Los ojos empequeñecidos bajo el duro azul del cielo, el señor Quest suspiró. Luego, como si se dejase flotar en el agua, se reclinó en la silla y estiró las piernas hacia adelante, perezosamente.
—¡Ah, sí, pero aquello era totalmente distinto! —La miró con un amago de sospecha y preguntó—: Pero si ya te lo he contado, ¿no?
—Me parece que no —se apresuró a decir Martha.
—Creí que lo había hecho.
Apartó de ella la mirada y, rechazando la idea de que se mostrase tolerante con un viejo, explicó:
—Allí la lluvia es distinta…, todo huele después de un aguacero. No hay nada comparable al olor que tiene allí la tierra después de la lluvia.
Para Martha, que encontraba en el olor de la tierra africana tras las primeras lluvias de la estación uno de los placeres más agradables del año, era como si le hubiesen cerrado una puerta: pero ella se lo había buscado.
—Y aquellos atardeceres tan largos, no como en este maldito país, donde la noche te cae encima como…, como… No puedo soportar el estar encerrado —concluyó.
Luego continuó hablando de Inglaterra, sin mencionar ni una sola vez la granja africana en la que había pasado todos aquellos años. Martha le escuchaba protegiéndose suavemente el estómago con los brazos, mientras un lado de su mente imaginaba al muchacho que corría a sus anchas en medio de una granja inglesa, cincuenta años atrás, y corriendo con él conocía aquellos aromas suaves, exquisitos, y notaba la hierba, larga y jugosa, en los tobillos. Otra porción de su mente, entretanto, se regocijaba en los placeres prohibidos de la nostalgia. La punzada de la felicidad perdida era tan aguda, que le entrecortaba la respiración. Se preguntó si existía algún momento de su infancia que desease volver a vivir, y la única respuesta era que no, que no existía ninguno. Si ahondaba bajo aquella neblina de ilusión, encontraba la determinación de continuar, cierta curiosidad, un deseo de perdurar, pero ningún tipo de placer. Sin embargo, aquella infancia, tan incómodamente antagónica, estaba rodeada por un halo brillante de belleza, que parecía solicitar su vuelta.
Interrumpió el monólogo un tanto divagante de su padre para preguntar:
—¿Eras feliz de pequeño?
El señor Quest calló. El brillo vago de sus ojos empañado por la irritación de verse devuelto a aquel jardín, a aquel cielo.
—Lo que más me gustaba —respondió— eran los caballos…; aquí no tienen caballos, ¡no como aquéllos!
La volvió a mirar.
—¡Ah, sí! —dijo en otro tono—, ya recuerdo lo que te quería decir. Tu madre cree que deberías venir y tener el niño aquí. Así ella os podría cuidar a los dos.
La miró fijamente, y Martha le devolvió la mirada.
—Haz lo que te parezca mejor —se apresuró a añadir. Y, después de una larga reflexión, prosiguió—: ¿Te he contado alguna vez cuando fui a Doncaster con la yegua negra de Bert?
A los pocos días de esa entrevista se recibía una carta en la cual, bastante ansiosa, la señora Knowell decía que, si no era entremeterse, le gustaría muchísimo volver para cuidarse de la madre y del niño.
Inmediatamente Martha reservó habitación en la maternidad, en la que había jurado no entrar jamás, quizá porque era inevitable que algún día entrase.
Alice, por su parte, después de descartar al doctor Stern como posible asistente en el proceso del parto, porque creía saber suficiente para prescindir de médico, terminó por aceptarlo sombríamente. Todos —comentó— serían igualmente malos. Así es que también se apresuró a reservar habitación al tener noticia de que su abuela, que vivía en la capital, distante varios centenares de kilómetros, insistía en que se trasladase allí a toda prisa.
—La verdad —dijo con la risita candorosa que le era característica— es que tendrían que estar contentas de haber terminado para siempre con todo esto; pero resulta que quieren volverlo a vivir con nosotras.
El simple hecho de haber reservado habitación parecía acercar la fecha definitiva; Martha consideraba del todo anormal que en el calendario el número de días continuase siendo idéntico.
Empezó la estación de las lluvias. El niño debía nacer hacia el final de aquélla. Otra vez sintió la discrepancia entre la brevedad de la estación, que en la escala ordinaria era un buen puñado de meses, y la sucesión de interminables días que le aguardaban en el futuro, en el curso de cada uno de los cuales caía presa de repetidos accesos de inquietud. No podía apaciguarse. No podía leer. Pero, sobre todo, temía que aquel estado fuese indicio de algún trastorno. En lo más profundo de su imaginación mantenía viva la imagen de una mujer sosegada, plena de recursos, maternal, radiante: la que debía haber sido.
Pasaba mucho tiempo sola.
Douglas, junto con Willie y Andrew, atravesaba también su propia crisis. Por fin las autoridades reaccionaban, y, en consecuencia, algunos cientos de jóvenes habían conseguido uniforme. Pero no los de su edad. Por primera vez descubrían que ya no eran los muchachos de la ciudad, la juventud dorada. Eso pertenecía al pasado. Había sido un duro golpe verse arrinconados por otros más jóvenes. Ahora tenían el aspecto resignado y jocoso de hombres de mediana edad, y, también por vez primera, los más jóvenes les trataban de «usted». A pesar de todo, les iban a llamar muy pronto, y en espíritu se sentían ya desconectados de la población civil y ocupaban bares y clubs en cualquier momento que no se hallasen trabajando.
Douglas sugirió a Martha que pasase el tiempo con Alice. Willie dijo a Alice que Martha era una chica estupenda, la compañera ideal. Pero durante mucho tiempo las dos dejaron de verse durante el día. Se apreciaban y comprendían muy bien, pero había algo que les impedía frecuentarse. Convencidas de que había en ellas algo anómalo, ninguna quería mostrar a la otra lo que sentía.
Una mañana muy calurosa, sentada Martha bajo aquel retazo de cielo azul, sintió con tal fuerza aquella inquietud rebelde que se incorporó, corrió escaleras abajo y tomó el coche. Decidió hacer algo que hacía tiempo deseaba: echar un vistazo a la maternidad. Recorrió los ocho kilómetros, estacionó el coche en una explanada, a media milla de distancia, y contempló con añoranza el valle a cuyo extremo opuesto se levantaba el edificio, blanco, con persianas verdes. Era como si, mirándolo desde allí, adelantase la fecha. Mirarlo la incorporaba a los múltiples misterios que el edificio cobijaba.
Pero aquel panorama despertó, también, algunos pensamientos menos agradables, más comunes. Representándose escrupulosamente primero un niño varón y luego una hembra, modeló aquel ser por nacer, que alentaba ya, cuyos pulmones se dilataban en la jaula de sus costillas, camino de convertirse en… ¿quizá un Binkie Maynard? ¿O una de las maternales amazonas que jugaban al hockey en el Sports Club? Esto último le resultó aún más intolerable. Pero, mientras intentaba alejar esas posibilidades, iba recordando que ella nunca, en ningún momento, había de convertirse en lo que Solly calificaba despreocupadamente de pequeña burguesa colonial…, y, sin embargo, allí estaba; de lo que se seguía que también el niño estaba ya condenado por su destino.
Hacía mucho calor. El polvo blanquecino de la carretera refulgía. El calor llegaba implacable desde negros nubarrones. Con un destello, un brillo amarillo le dio en los ojos. Era otro coche, que empezaba a cobrar forma entre la polvareda blanca que levantaba. El auto le resultó conocido…, era el de Alice. Al llegar junto a ella, se detuvo. Ambas mujeres se miraron. Y se sonrojaron para, finalmente, sonreír con complicidad. Alice se apeó torpemente del coche. Alta, flaca, el hijo era una grotesca protuberancia en aquella estructura delicada. Martha se le acercó. Se examinaron con franqueza intercambiando profundos suspiros prueba de que, aunque se sabían encadenadas a aquel proceso absurdo, al menos querían ser espectadoras irónicas de él.
—He pensado que podía venir a echarle un vistazo al sitio —comento Alice echándose a reír.
Martha la imitó.
—No puedo soportar este arrastrarse del tiempo —se quejó observando detenidamente la reacción de Alice—. ¡No lo aguanto! ¡Me pondría a gritar!
Pero Alice parecía comprensiva y plácida.
—A mí me sucede lo mismo. Ojalá no nos hubiésemos metido en esto. Si llego a saber que era tanto tiempo…
Miraron, por encima de los campos de hierba amarilla, hacia la avenida de juníperos azules, hacia el edificio blanco en cuyo interior se encontraban las afortunadas, las libres ya de toda carga. Permanecieron allí largo tiempo, contemplando la tierra prometida, hasta que Alice, enojada, dijo:
—Bien, supongo que todo esto es totalmente estúpido…
Martha asintió. Cada una en su coche, volvieron al piso de Martha. Las barreras habían desaparecido.
A partir de entonces empezaron a pasar el día juntas. No hablaban mucho. Fumaban, cosían un poco, o se divertían poniendo en equilibrio algún objeto —una caja de cerillas, por ejemplo—, sobre el estómago, y así esperaban a que una patada, o un cabezazo, lo lanzase al suelo. Los largos ratos de inactividad hacían que Alice comentase impotente:
—Supongo que el señorito está dormido. Bueno, que tenga suerte, y no sabe cuánta tiene.
Con ello aludía a su desazón por el hecho de que Willie, al igual que Douglas, pasase tan poco tiempo en casa.
Alguien que ocupaba un alto cargo en el gobierno, exasperado por las inconveniencias de los jóvenes, había exclamado:
—Por lo que más quieran, encuéntrenles algo que hacer. Que se estén quietos hasta que sepamos en qué emplearles.
El resultado fue que los hombres de la generación de Willie y Douglas empezaron a pasar las tardes, en cuanto terminaban el trabajo, haciendo instrucción en una plaza de polvo rojizo, provistos de armas anacrónicas y mandados por un viejo sargento de la guerra anterior, amargado por esa ocupación: el único deseo del pobre hombre era que le mandasen al frente, no importaba adonde.
Al cabo de poco más o menos una hora de instrucción, los hombres se iban a beber. Ya eran soldados. Volvían a casa muy tarde, convertidos en alegres extraños. O, al menos, así era como Martha lo sentía.
Alice recibía a Willie con sardónica hostilidad, por mucho que más tarde sollozara y se cobijase en sus brazos.
Martha no exigía nada, pero le preguntaba qué había dicho cada cual, hasta que Douglas replicaba impaciente:
—Oh, ha sido lo mismo de siempre.
Aquel año las lluvias fueron muy intensas. La plaza de instrucción quedaba muchas tardes convertida en un lodazal de agua y barro rojo. En una ocasión Martha y Alice fueron en coche a verles y los contemplaron con despreciativo silencio. Como fuera imposible hacer instrucción, los soldados habían organizado batallas, se tiraban puñados de barro a la cara profiriendo gritos y alaridos, y revolcándose unos sobre otros.
Para ambas mujeres resultaba doloroso ver convertidos a sus esposos en una horda de salvajes. Jamás les confesaron que habían ido y jamás se lo recordaron mutuamente; ni siquiera volvieron a pensar en el incidente. Era una especie de deslealtad hacia sus esposos, hacia sus matrimonios, recordar a los hombres enzarzados en batalla en medio de charcos fangosos, los ojos brillantes, con el rostro cubierto de lodo y llenos de una alegría salvaje, sólo porque no les enviaban a luchar contra el verdadero enemigo.
Las dos mujeres se sentían muy unidas. Parecía que nunca terminaría de llover. Era como si las hubiesen encerrado tras una enorme cortina de niebla grisácea que las separaba de todo.
Martha no obtenía ninguna satisfacción de aquella lluvia que lo calaba todo hasta ser detenida por superficies de cemento y ladrillo. Media hora después de la tormenta, la ciudad aparecía limpia, pero también seca; el agua había sido repelida y llenaba a rebosar los alcantarillados invisibles. Delante, en el parque, la tierra se abría en pequeños acres de verdor perdidos en el yermo de calles impermeables. Martha se acodaba en el alféizar, contemplando las ondulantes neblinas que débilmente se levantaban junto a los tallos duros y relucientes, reflejando un destello de luz salida de una ventana, o de un coche que cruzaba a lo lejos. Se sentía inundada de melancolía, inerte, a la espera; en tardes como aquella ambas mujeres adquirían cierta rigidez a la escucha de cada sonido exterior…, quizá sus esposos regresasen pronto, puesto que así era imposible hacer instrucción. Pero las horas se sucedían, y oscurecía antes de que ellos volvieran.
Un día, por la tarde, Douglas telefoneó para preguntarles si podían demorarse más de lo acostumbrado: Willie y él querían ir a celebrar algo. Hablaba en ese tono burlescamente contrito que los hombres usan cuando se alían contra las imposiciones de sus esposas. Era la primera vez que le oía aquel sonsonete, que Martha siempre había rechazado con disgusto cuando Willie lo empleaba con Alice, o a Andrew con Stella. Y ahora, porque Douglas se encontraba con Willie en aquel ambiente de hombres escapados de sus cónyuges, utilizaba con ella el mismo tono. Estaba furiosa, pero le aseguró alegremente que no debía privarse de salir con los amigos y que, claro estaba, no le preocupaba: era lo que siempre decía en tales ocasiones. Pero, en cuanto colgó el teléfono, se notó irritada. Era intolerable. Ella quedaba allí, encerrada en aquel piso diminuto, cercada por la lluvia, y, porque llevaba un hijo en el vientre, tenía que aceptar aquella voz falsamente humilde de un hombre que jamás la hubiese utilizado por iniciativa propia: se había convertido en la mujer de uno de los amigotes. Y eso era todo. Alice se había hundido en el sillón, ausente y desilusionada.
—Bien —dijo al cabo de un rato—, pobres diablos, tampoco les voy a echar la culpa —y rió a desgana—. Supongo que, si yo fuese hombre, también pensaría que somos unas momias…
Se miraron reconociendo francamente que en aquel momento deseaban no haberse casado jamás, no hallarse embarazadas, y que incluso odiaban a sus maridos. Volvieron a mirar la espesa lluvia gris, que arreciaba.
—Vamos a pasearnos bajo la lluvia —dijo Martha súbitamente.
La cara de Alice resplandeció; pero esperó a que Martha la animase.
—Sacaremos el coche —propuso Martha, excitada.
Alice se puso en pie de un salto. Habían recuperado el respeto de sí mismas: Salir con aquella lluvia era un gesto de desafío hacia ellos y sus prohibiciones y firmes criterios masculinos en cuanto a enfriarse o cansarse, criterios adoptados porque apenas paraban junto a sus esposas. Las mujeres los habían aceptado porque ese remedo de interés era mejor que ninguno.
Corrieron escaleras abajo, en la puerta dudaron un momento, porque el agua caía a cántaros; pero finalmente corrieron bajo la lluvia, salvaron el arroyo y entraron en tromba en el coche de Alice. Los coches se hallaban estacionados uno al lado de otro, junto al bordillo, con el agua a media rueda. Alice renegó porque las dimensiones de su vientre le dificultaban conducir; luego, rígido el cuerpo, empujó repetidamente con la espalda hasta que el asiento retrocedió. Su rostro reflejaba decisión, y tenía la mirada dura, perdida. Ponía en cada movimiento mucha más fuerza de la necesaria. Martha comprendió que, al igual que ella, Alice debía de acariciar la loca idea de un aborto, que, aún a esas alturas, la liberase de una situación de pronto tan humillante como intolerable. Alice dio media vuelta al coche y empezó a conducir furiosamente bajo el aguacero. Las calles eran batidas por el agua, y la luz de los faros se diluía en una humedad amarillenta a cinco metros de distancia. Las ruedas hacían saltar el agua formando una curva espléndida, sólida, reluciente, ribeteada de blanco.
Alice tomó el camino que llevaba a la maternidad. En el pequeño promontorio que había al otro lado estacionaron el coche. En medio del fragor de la tempestad, se hallaban encerradas en un pequeño espacio seco. En el gris de la cortina lluviosa percibieron un movimiento que fue cobrando forma: un trabajador negro pasó junto al coche, chapoteando descalzo. Llevaba pantalones caqui calados de agua, la lluvia le resbalaba por el pecho, sobre el que mantenía cruzados los brazos, para calentarse un poco, y caminaba con la cabeza inclinada hacia adelante, el cuerpo agarrotado por el frío. Su mirada se fijó un momento en el coche estacionado, y luego prosiguió adelante, preocupado tan sólo por encontrar dónde guarecerse. En cuanto su figura oscura hubo desaparecido de nuevo, tragada por la lluvia, Alice miró a Martha y dijo:
—¿Qué hacemos?
Y empezó a desnudarse con movimientos rápidos y torpes. Martha la imitó. Dejaron la puerta entreabierta y, tras cerciorarse de la ausencia de posibles intrusos, cruzaron el camino hacia la hierba alta del otro lado. Inmediatamente quedaron sumergidas hasta las rodillas en los charcos que formaba la hierba saturada. Martha contempló a Alice, una forma femenina larga y desdibujada, pálida, en la lluvia gris, hasta que la vio desaparecer. Oyó un grito de gozo. Y también ella echó a correr adelante, tropezando en el alto gramal que, empapado, le llegaba a la cintura, golpeándola e hiriéndola a través de la espesa cortina de lluvia que le caía en hombros y pechos como miríadas de aguijonazos. Oyó el mismo grito triunfal escapar de sus labios, y continuó corriendo a ciegas, el pelo desgreñado ante los ojos, las manos tendidas adelante, para abrirse camino entre la hierba. A punto de caer en un charco abierto al frente, un gran hoyo, como una boca, cuyas rojas paredes laterales desmoronaba el agua rojiza y la hierba, alta y tupida, casi tapaba, Martha dudó un momento, y, luego, saltó a su interior. Sintió repugnancia durante un segundo, pero en seguida se dejó llevar, deleitada, por la cálida caricia del agua. El lodo denso le llegaba a las rodillas, y el agua, roja y espesa, casi le cubría los hombros. Miró, a través de la frondosa hierba, hacia el agujero gris del cielo, y oyó el retumbar del trueno. Podía considerarse sola. Una brazada de hierba había caído en el agua, y junto a sus tallos menudos flotaba una gelatinosa película de huevos de rana. A un palmo de su cara, una rana, verde, brillante, la observaba con ojos fijos y redondos, la garganta palpitante. La lluvia asaetaba la charca con furiosas gotas blancas y danzantes. Martha alargó la mano y la rana saltó al agua espumosa, encaramándose luego, con sus manitas casi humanas, en las puntas de la hierba, desde donde la observó ansiosa. Martha se mantuvo clavada en el lodo y, bajando las manos hacia el estómago, que formaba una campana resistente bajo el agua espesa, pudo notar a la criatura agazapada, moviéndose a tientas en su prisión, protegida de la cálida agua roja por un centímetro de carne. Su vientre se contraía y dilataba, mientras la rana nadaba despaciosamente por el charco, dando golpes lentos y fuertes con las patas, sin perderla de vista. En la masa gelatinosa de los huevos se vislumbraban puntitos parduscos de vida. Vio un gran caracol avanzando sobre las briznas del gramal, su concha de castaño claro, bello, reluciente, la cabeza y los cuernos erguidos. Al otro lado de la charca blanquinosa de espuma, en la hierba humillada, percibió un movimiento espiral, y una serpiente verde, pequeña y delgada, movió la cabeza a un lado y otro y, sacando su lengua bífida, se deslizó sobre el lodo rojo, blando, y, agarrándose con la cola a un manojo de grama, se tendió sobre la superficie dejando que sólo la cabeza flotase fuera del agua. Entre las nubes volvió a retumbar otro trueno; Marta miró hacia arriba y pudo ver la oscuridad gris iluminada por el relámpago. Sólo oía el repicar de la lluvia, y veía el brillo de la espesa cortina de agua; pero parecía que amainaba. De repente se sintió sobrecogida de pánico. Tenía que llegar al coche antes de que parase la lluvia y pudieran verla. Salió del charco, mientras la serpiente, abandonando el agua revuelta, volvía a enrollarse sobre la cola, y sacaba de nuevo la lengua silbando. La rana saltó en medio de la charca con una salpicadura. Cubierta de barro hasta las axilas, Martha permaneció quieta un rato, hasta que la lluvia se hubo llevado la tierra roja dejándola limpia, inmaculada. Orgullosa de su vientre, caminó a ciegas hacia donde creía que se hallaba el coche. Por fin dio con el camino; pero, con nuevo pánico, descubrió que la lluvia estaba descargando las últimas gotas. El coche estaba a unos cien metros de distancia. Súbitamente pensó que podía haber ojos al acecho en cualquier parte, en los árboles, en la hierba. Se agachó entre el punzante gramal y corrió agazapada hasta alcanzar el borde del camino, frente al coche. Cruzó a la carrera y ganó el asiento delantero. Casi inmediatamente, mirando temerosa a un lado y otro del camino, llegó Alice. También ella cruzó a toda prisa y se metió de golpe en el coche. Mientras retiraban los mechones pegoteados en la cara, se miraron. Al contemplarse los abultados, hinchados, agresivos abdómenes, no pudieron contener la risa. Tenían el vientre surcado de rojo y morado y su masa parecía reposar con enorme complacencia en las piernas, blancas y delgadas. El gramal les había cubierto el cuerpo de pequeños arañazos, y llevaban briznas de hierba pegadas a él. La lluvia había cesado y una intensa luz anaranjada coronaba rápidamente la pradera aplastada por el agua, cuya espesura comenzaba a enderezarse, a medida que las macizas gotas menguaban. Tomaron las combinaciones y se frotaron con fuerza. Al poco estaban ya lo bastante secas como para vestirse. Y justo a tiempo, pues por el camino llegaba un grupo de trabajadores que miraron con curiosidad a aquellas dos chicas de pelo empapado. Ellas esquivaron su atención.
Condujeron de vuelta bajo una luz pesada, bochornosa, que arrancaba del suelo relucientes nubes de vapor. Todo se hallaba saturado, desbordante de lluvia; la carretera todavía tenía un palmo de agua.
—Las charcas seguramente están sucísimas —dijo Alice de pronto, con una risita nerviosa.
Martha también estaba pensando en ello. De regreso a la pulcra intimidad del coche, vestida ya, aquel baño en la pradera húmeda y sucia le parecía exagerado, desagradable. Pero mentalmente se encontraba a gusto, libre, ambas sentían el cuerpo laxo y cansado: ya no les importaba que sus esposos prefiriesen otra compañía a la de ellas.
En cuanto Martha llegó a casa, se apresuró a lavar los vestigios de su experiencia en un baño limpio y prolongado. Le repelía pensar en el barro de la charca albergado en sus poros.
—No —murmuró, dirigiéndose a la criatura, semivisible a través de la nube de vapor caliente—, a ti no te importa que el agua de afuera esté limpia o sucia, ¿verdad que no?
El niño había respingado y todo el equilibrio del vientre de Martha cambió con su nueva postura. La piel de las curvas inferiores comenzaba a romperse formando pliegues amoratados; en la parte superior de los muslos tenía marcas rojas, del esfuerzo. Los pechos estaban repletos, como magullados. Pero la mujer que sólo unos meses atrás se había deleitado en éxtasis de narcisismo estaba, a todas luces, muerta. Aun así, sólo sentía una pequeña añoranza por la perfección perdida. Resiguió con el índice las señales cárdenas, experimentando una especie de satisfacción a la que se unía un extraño y medio jocoso aprecio de las ironías de su estado. Pensó que ya nunca volvería a ser perfecta, que nunca podría contemplarse plenamente sin descubrir marcas o cicatrices en su cuerpo. La floración había sido breve. Por su mente pasó la idea de que, quizá, cuando fuese mayor —a los treinta años, o incluso antes, porque todavía rechazaba orgullosamente la idea de hacerse vieja—, cuando llegase aquel momento de renunciación, no sentiría más que ese mismo aprecio, divertido e irónico. La reflexión le pareció intolerable, y la descartó indignada.
Más tarde llegaron Douglas y Willie. Era casi medianoche y estaban bastante bebidos. Durante un rato se disculparon, interpretando el papel de maridos contritos; luego Willie salió en busca de Alice y Douglas recuperó su expresión habitual.
—Lo siento, Matty —dijo en tono afable—, pero no quería perdérmelo. Sabía que no te importaría.
Y ahora, realmente, no le importaba; pero vio que él no se sentía a gusto, precisamente porque a ella no le importaba. Aquel viejo instinto volvió a aflorar, y se sorprendió rezongando de buen humor: bonita la suerte de las mujeres, encerradas en casa mientras ellos se lo pasan tan lindamente. Su rostro, a medida que la escuchaba, se iluminó. Y luego, acercándose a ella la rodeó con los brazos.