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La señora Quest entró corriendo en la casa, y anunció alegre que iban a ser abuelos. El señor Quest apartó el periódico y exclamó:

—¿Qué? ¡Dios mío!

—Oh, querido —dijo ella, impaciente—, es lo mejor que podía ocurrir, y magnífico para Martha: le hará sentar la cabeza. ¡Soy tan feliz!

El señor Quest pasó un rato escuchando a su esposa proyectar entusiasmada el porvenir del niño, y, por fin, cuando el muchacho ya estaba a punto de entrar en la universidad, la interrumpió incómodo:

—Sí, sí, eso está muy bien, pero…

Pero ella prosiguió avasalladora, transfigurada por su decisión. El pequeño, que debía llamarse Jeffrey, como el padre de la señora Quest, y recibir una educación adecuada, que le salvara del inconformismo de Martha, sería, de hecho, el niño que ella siempre había soñado, la persona que sus dos hijos obstinadamente habían rehusado ser. Tenía los ojos anhelantes, la expresión soñadora. El señor Quest la miraba sintiendo crecer su malestar, porque todo aquello no era sino echarle en cara sus insuficiencias de esposo.

—Creo que, a fin de cuentas, lo mejor sería Sandhurst —concluyó ella—. Procuraremos que le inscriban con la debida antelación. Mañana escribiré. Mi padre siempre quiso haber ido a Sandhurst, en lugar de mi tío Tony…; fue la mayor desilusión de su vida.

El señor Quest apartó la vista de las Dumfries Hills, cuyas cimas azuladas se hallaban envueltas en humo —un incendio forestal las devastaba hacía semanas—, y dirigió sus ojos incrédulos a su esposa. Dejando caer el periódico, soltó una risita:

—¡Será posible! —protestó.

La señora Quest estaba contemplando los grandes contrafuertes azules de la cadena montañosa. Oyendo a su marido su sonrisa se desvaneció un poco. Le dirigió una rápida ojeada y bajó la vista.

—Supongo que los padres de la criatura tendrán algo que decir al respecto —ironizó él.

Pero, descorazonado por la lamentable incomprensión reflejada en el rostro de su esposa, echó bruscamente hacia atrás la cabeza y dejó escapar una colérica carcajada.

—Lo que quiero decir —protestó ella— es que sabes muy bien cómo es, con todas esas ideas extrañas; seguro que…

—Está bien —capituló él—, allá vosotras. —Y recuperó el periódico—. Dentro de cinco minutos me toca tomar la medicina —añadió, ausente.

La señora Quest continuó inmersa en sus sueños, atenta a la luz cambiante sobre las montañas. Para ella era un momento de felicidad perfecta; pero la inhibición de su marido comenzó a afectarla. Pronto las alas de su alegría se hubieron plegado; durante toda la cena guardó silencio, como una niña privada de un capricho. Finalizada la colación, revolvió en viejos arcones y armarios, a la busca de la ropa infantil que había guardado todos aquellos años, que desdoblaba acariciándola con manos evocadoras. Los ojos se le llenaban de lágrimas. ¡Qué injusta, qué injusta es la vida!, gritaba su corazón, un corazón insatisfecho y solitario cuyo vacío la acongojaba ahora. Lo dicho por su esposo significaba que, una vez más, iba a ser defraudada. Lo intuía. Al cabo de mucho rato, doblados cuidadosamente los vestiditos los devolvió al espliego y la naftalina. Era hora de acostarse. Salió a buscar a su marido, para decírselo. Pero no estaba en la casa. Miró por las ventanas. Su luz iluminaba los caminitos del jardín. La luna empezaba a levantarse sobre las Dumfries Hills. El señor Quest, ahora una silueta oscura e inmóvil allende la amarillenta luz de la casa, contemplaba la luna. La señora Quest salió a su encuentro atravesando el jardincillo de rocalla, donde los geranios desprendían un tenue, dulce aroma de sequedad. Descansó un brazo en el suyo y juntos contemplaron las Dumfries Hills, que ahora se elevaban hacia el disco pálido y transparente de la luna como agigantadas por el fuego, envueltas en masas de vapores rojizos.

—Qué hermosura —dijo el señor Quest, arrobado—. Y, tras una pausa, añadió: —Lo echaré de menos.

Era, casi, una súplica. Durante años también él se había unido a la ilusión familiar de escapar a Inglaterra, o a la ciudad; pero ahora, inminente ya el traslado, hubiera deseado escuchar objeciones. Su esposa dijo rápidamente:

—Sí, pero todo será mucho mejor en la ciudad.

Durante unos minutos sus pensamientos marcharon al unísono; luego, sin poderlo remediar, él señaló:

—¿Sabes una cosa, querida? Bueno…, ¡qué demonios!, la chica es muy joven todavía.

La señora Quest permaneció callada. Ahora, en lugar de aquel agradable jovencito, Jeffrey, lo único que lograba ver era el rostro implacable de Martha.

En el poblado nativo resonaban los tambores. Un centenar de chozas de paja, ocultas entre los árboles, eran iluminadas por el resplandor de una fogata. A través del valle, el viento traía con fuerza el sonido de los tambores. Tenían en la boca un sabor amargo, de madera quemada.

—Voy a echarlo de menos, ¿tú no? —preguntó él con fuerza.

La señora Quest volvió a sentirse invadida por aquella sensación de injusticia, y sollozó:

—No querrás que muramos aquí, no podemos morirnos aquí…

Los tambores redoblaban contra su llanto, los grillos cantaban.

—Es hora de acostarse —dijo la señora Quest, inquieta.

—En seguida.

Continuaron mirando a los lejos, cogidos del brazo.

—Mi vista no está tan mala, después de todo —dijo él—. Todavía puedo ver las Pléyades.

—También podrás verlas desde la ciudad ¿no? —Y añadió—: Empieza a refrescar. —Y, en efecto, el viento nocturno, que soplaba de tras un promontorio de hierba reseca, les azotaba con fuerza la cara.

—Oh, de acuerdo, de acuerdo.

Volvieron la espalda a la luna y al monte encendido, y se encaminaron hacia la casa. Ya en el umbral, él comentó:

—De todos modos, me pregunto si no sería más cuerdo que no tuviera el niño.

—Tonterías —replicó la señora Quest alegremente.

Pero permaneció mucho rato despierta en medio de la oscuridad, sin ver otra cosa que el rostro de Martha, decidido, contumaz, irónico ante sus propias explosiones de alegría. Por la mañana telefoneó a los vecinos, para averiguar si alguien se disponía a ir a la ciudad y podía llevarla. Marido y mujer no cruzaron palabra, pero, cuando ella salía, el señor Quest dijo:

—Harás lo que puedas, ¿verdad, querida?

—Oh, de acuerdo, supongo que tienes razón —respondió ella.

Dos días después de haber oído la nueva de labios de aquella Martha resentida, la señora Quest llegaba al piso y la descubría arrodillada en el suelo, rodeada de trozos de raso blanco que iba aplicando a una canastilla. Pasó por alto las protestas de su madre, de que era absurdo y poco práctico rodear a un niño de satén blanco, y además, ¿por qué hacerlo con tanta anticipación? Pero Martha ya había comprado franela y patrones, y había cortado los pijamas para el niño.

Olvidada la imagen disconforme de su esposo, la señora Quest criticó violentamente el corte de los pijamas. Por último, preguntó:

—¿Por qué no haces azul la canastilla?

—Ah, ¿o sea que va a ser chico? —retrucó Martha.

Su madre se sonrojó. Al cabo de un instante, insistió:

—¿Y qué? ¿Va a ser chica, acaso?

Martha no dijo nada, y la señora Quest comprendió que de nuevo había refrendado las peores ideas que de ella tenía su hija. Riendo, tenaz, añadió:

—De todos modos, de nada sirve que desees una niña. Yo estaba segura de que serías chico. Incluso te había elegido el nombre…, y luego; ¡mira lo que me salió!

—Ya lo sé, ya me lo has contado —dijo Martha fríamente.

Rápidamente guardó raso, franela, tijeras y agujas en un cajón, como si las escondiese, y se encaró con ella —la imagen le venía que ni pintada a la señora Quest— como un animal que defiende a sus cachorros.

La madre volvió a reír:

—Bueno, bueno, no tienes por qué poner esa cara. Después de todo yo he pasado por esa experiencia, y tú, no.

De nuevo se interpuso la imagen del señor Quest. La señora Quest, para cumplir con su promesa, recitó como una lección:

—Tu padre dice que le pareces muy joven para tener hijos, y que deberías reflexionar sobre lo que estás haciendo.

Oyendo eso, Martha se dejó caer en una silla, sin poder contener la risa; al cabo de un instante, su madre rió también, con una risa que tenía algo de pregunta.

—Voy a hacer un poco de té —dijo Martha incorporándose.

Lo tomaron mientras la señora Quest explicaba con todo detalle cómo debía ser educado el niño. Martha guardaba silencio. Al cabo de una hora, exclamó, de repente, llena de rabia:

—No sé si te das cuenta de que es mi hijo.

Los ojos de la señora Quest se inundaron de lágrimas. Se sentía como la niñita a quien pegan por algo que no ha hecho. Remordida, Martha se repitió que debía aceptar a su madre según era.

—Quédate a comer —le pidió en seguida.

La señora Quest había pensado quedarse todo el día. Pero se levantó y dijo, contristada, que tenía que hacer unas compras. Y abandonó el piso convencida de ser víctima de una nueva y amarga injusticia, y con el corazón herido por el amor que le rehusaban.

Volvió a la granja e informó a su esposo que, como de costumbre, le había salido el tiro por la culata, pero que Martha estaba rebosante de felicidad. Y luego pasó a quejarse largamente de las ideas absurdas que Martha tenía sobre los niños, y añadió que acabaría por echarlos a perder.

Después de escucharla en silencio durante un rato, el señor Quest se levantó y tomó el recado de escribir.

—No sé por qué demonios tenéis que estar siempre así —dijo amargamente—. ¿Por qué, por qué?

Sus palabras se perdieron por la ventana abierta absorbidas por los gritos de las lechuzas y el zumbar de los grillos. Se sentó rígidamente, la pluma en los dedos, la mirada puesta en la lejanía, por donde las Pléyades lucían pálidamente sobre los destellos ígneos de las montañas, como brasas diminutas frente a la cercana conflagración que todavía soltaba grandes llamaradas hacia la gran bóveda del cielo, negra y estrellada.

Observando aquella escena esplendorosa, en la que su mente se podía desenvolver a sus anchas, comentó:

—Tal como están las cosas hoy en día en el mundo, la gente debiera tener un poco de sentido de la proporción.

Calló. Hizo girar la pluma entre los dedos, enfadado. Detrás de él la señora Quest tejía en silencio; acababa de empezar una chaquetita para el pequeño Jeffrey.

—Aunque, bien mirado —prosiguió el señor Quest—, ¿qué más da la actitud de la gente?

Su esposa chasqueó la lengua en son de protesta.

El señor Quest, dirigiendo una última mirada a las estrellas, la montaña incendiada, pradera vacía, murmuró:

—La verdad es que esas estrellas están a millones de años luz, o eso dicen…

—Querido… —protestó la señora Quest, incómoda.

Su esposo mantenía la pluma suspendida en el aire. Tenía la mirada perdida en el cielo.

—Total, si una chiquilla totalmente inconsciente quiere echar a perder su vida…

Apoyó cuidadosamente la pluma en el papel y comenzó a escribir.

Cuando su madre se hubo ido, Martha se llevó las manos al estómago, en un ademán protector, y musitó a la criatura que llevaba en su seno que no permitiría que nada la dañase, que no sería deformada por ninguna presión exterior, que recibiría el don de la libertad. Ella, Martha, el espíritu libre, la protegería de aquella otra Martha, la de la fuerza materna: la Martha maternal, el enemigo, no conseguiría inmiscuirse. Hablaba como un ser independiente que se dirige a otro; incluso suavizaba el contacto de sus manos, como si extremarlo fuese una imposición imperdonable.

A Douglas le hizo un bosquejo claro de las cosas que debían evitar para el porvenir del niño. En primer lugar, la menor sugerencia de que el niño pudiese ser de un sexo, y no de otro, podía tener resultados deplorables —nacer como eligiese era su primer derecho inalienable—. En segundo lugar, ellos, los padres, jamás debían intentar formar su mentalidad en ningún sentido. En tercero, debían mandarlo a una escuela moderna, para que pudiese seguir el proceso educativo sin sufrir mutilaciones —porque Martha, como tantos otros, creía que las escuelas modernas quedaban de algún modo fuera de la sociedad, en un vacío de progreso. Y, si esta última necesidad implicaba que tenían que mandar al niño, cuando aún fuera pequeño, a un país en el que de verdad existiese una escuela moderna, mejor que mejor; un niño sin padres de ningún tipo tenía muchas mayores probabilidades de sobrevivir como personalidad autónoma.

Douglas aceptó complacido todo esto. Martha se sintió un tanto desconcertada por la facilidad con que él asentía; después de todo, sus convicciones provenían de una educación amarga, de la que había logrado escapar. En cierto momento, Douglas observó que la guerra podía dificultar sus planes sobre las escuelas, pero ella no le hizo caso.

Se sentía muy satisfecho de Martha. Durante las últimas semanas había habido instantes en que le pareciera irrazonable, pero todo aquello se había desvanecido. Ahora se sentía alegre y condescendiente, y todas las preocupaciones de tener el niño eran tratadas como algo sin importancia, que había que solucionar del modo más práctico posible. Que fuese práctico era lo esencial, en eso estaban de acuerdo; y la cuna, ya terminada, con todos sus volantes y lazos de raso blanco, glacial, era una frívola nota de contraste frente a la austeridad con que trataban de ello. Para Martha, que estaba dispuesta a dedicar una infinita energía emotiva a proteger al niño frente a las emociones de ella, era una cuestión de principios que las exigencias físicas fuesen lo más sencillas posibles. Examinó las listas de cosas que supuestamente necesitaba un recién nacido, y las hizo a un lado, despreciativa, como antes hiciese Alice. Quince días después de saber que estaba embarazada, ya tenía cuanto necesitaba para cuidar al niño durante los primeros seis meses. Con todo ello llenó un cestito. Podía nacer cuando quisiera. Incluso tenía la impresión de que lo peor ya había pasado. Una vez más, se sentía presa por aquella apasionada necesidad de apresurarse. La impaciencia por superar aquel hito era una especie de fiebre. Los cinco meses que la separaban del parto no eran nada —cinco meses de vida normal y corriente, que iban a pasar tan de prisa, que apenas los percibiría, y, por tanto, podía considerar inminente el gran momento. Casi le parecía que un poco de fuerza mental le bastaría para cruzar rápidamente aquellos meses; ejerciendo la voluntad suficiente quizá podría conseguir, incluso, que no se le abultase el vientre.

Pero continuó viviendo exactamente como hasta entonces. Cualquier abdicación le hubiera parecido despreciable, y en eso Alice coincidía con ella: cuando se encontraban en algún baile o cóctel, se felicitaban mutuamente por el hecho de que todavía no se les notara nada. Parapetarse tras cómodos ajustes de vida hubiese significado la capitulación total ante la debilidad.

Pero, sin embargo, casi en seguida, de un día a otro, la pared del estómago de Martha fue abultándose, formando una pronunciada curva tras la que se movía aquel bebé anónimo pero poderoso, y sus dedos, que exploraban precavidamente aquel bulto, recibían mensajes indicadores de que no bastaba con la sola fuerza de voluntad. Además, por mucho que Alice y ella, convertidas en centro de un grupo de gentes contemporizadoras y envidiosas, insistían alegremente en que no debían hacer alharacas a causa de los niños, que no podían permitirles que cambiasen la vida de sus padres —y todo eso por su propio interés—, resultaba obvio que ambas guardaban celosamente su intimidad. Sus maridos y amigos las encontraban admirablemente inmutables; pero durante el día se retiraban, y les irritaba que las molestasen.

En cuanto Douglas salía para la oficina, Martha se sentaba en el sofá, dispuesta a escuchar con las manos: tanta era la fuerza de atracción de aquel extraño que se hallaba en su seno. La invadía de excitación, aquella necesidad de apresurarse. Pero, pasados unos minutos, todo desaparecía. De nuevo había comprendido que el tiempo iba a jugarle una de sus bromas. Al final de la jornada, cuando Douglas volvía del despacho, se levantaba torpemente, confusa, con la impresión de haber consumido toda una era. En su vientre la especie humana había luchado y se había abierto camino a través de otro millón de años de su historia; aquel otro tiempo la imantaba; comprendía la creciente vaguedad reflejada en los ojos de Alice; empezaba a ser difícil reconocer la existencia de cualquier cosa exterior a aquel drama central.

Hasta él, como ruidos lejanos, llegaban los mensajes del mundo ordinario.

De su padre, por ejemplo. Sólo unas líneas, pulcramente caligrafiadas, escritas hacía tres semanas: sin duda había olvidado echarlas al correo.

«Querida Matty, parece ser que estás esperando un hijo. ¿Debo ver en ello una buena noticia? Naturalmente, tú eres quien debe decidir. Tu madre está muy contenta. Lo que quería decirte es que, si hay algo que pueda hacer, con mucho gusto te ayudaré. Los niños acostumbran a no ser lo que uno espera de ellos. Pero, ¿cómo deben ser? Algún maldito indígena ha provocado un incendio en las Dumfries Hills. Es extraordinariamente bello. Ya hace varias noches que salimos a contemplarlo».

Y, luego, una cuidadosa despedida, con las formas básicas de las letras bien dibujadas y trazadas, y las mayúsculas, con mucho rasgueo: «Tu padre que te quiere». Más abajo, escrita de prisa y en tono de reconvención, una frase rápida, síntesis de cuanto no había dicho en la carta: «Maldito sea, Matty, todo esto no tiene pies ni cabeza».

Martha sintió gran ternura hacia él. Le podía ver escribiéndole: tenía un modo especial de hacerlo: la pluma suspendida antes de comenzar cada palabra; él, sumergido, a desgana, en las fuentes del sentimiento, porque así se lo exigía el deber; en la boca, un rictus de concentración; y los ojos, perdidos hacia el paisaje exterior. Le escribió una carta alegre en la cual decía que, aparentemente, su destino era la inconsistencia; que estaba muy feliz de estar esperando el niño; que no podía imaginar por qué no lo había querido antes.

También tuvo noticias sobre política, en forma de una carta firmada por Solly. Había sido traicionado. Su comunidad, al cabo de tres meses, había sido reducida a cenizas por el pacto entre Stalin y Hitler. Martha la leyó dos veces, y luego la puso a un lado, con las mejores intenciones de contestarle y calmar la infelicidad que traslucía. Pero, apenas un día más tarde, aquella impresión de infelicidad se disipaba, sustituida por una figura bastante dramática, subida a un escenario. No comprendió su significado. Sin embargo, si hubiese recordado que, sin poseer ningún recuerdo personal de los años veinte había logrado experimentar imaginativamente la atmósfera de la época tal como era para la gente que la había vivido, quizás hubiese deseado vivir la época en que los años treinta serían similarmente reconstruidos para ella. Tal como estaban las cosas, cuanto podía hacer era encogerse de hombros. Solly —vocinglero, declamatorio, amargado— había vuelto al almacén de los Cohen, «como el empleado de menor paga», lo cual le debía parecer históricamente justificado. También había ido al mercado en el que los negros compraban las verduras con un cajón, y puesto de pie en él les había arengado durante una hora sobre cómo habían sido traicionados, cómo, ahora, estaban solos, y cómo su futuro, en adelante, dependería tan sólo de sus propios esfuerzos.

Al parecer, aquella muchedumbre de criados analfabetos y de peones temporeros le había escuchado respetando sus esfuerzos, pero sin comprender, como hubiesen debido de inmediato, la naturaleza de las revelaciones que les hacía. Solly había sido recogido por una camioneta de la policía e —insulto final— multado con diez chelines por alboroto y embriaguez. «Ya sabes que considero degradante el alcohol». Todo venía a mostrar la increíble estupidez de las autoridades, que no comprendían cuáles eran sus verdaderos enemigos, personificados por Solly.

Solly, de pie ante el magistrado —que resultó ser el señor Maynard—, pronunció un bello discurso sobre el desarrollo histórico de la libertad. El señor Maynard, interesado, pero sin saber a qué venía todo aquello, sugirió, con muy buen sentido práctico, que era una lástima que no hubiese terminado sus estudios universitarios: no podían perderse talentos como el suyo. Fue una última bofetada a su orgullo.

Martha recibió una carta en la que el señor Maynard daba su versión del asunto. «Al parecer, se trata de un amigo suyo. Después de la vista, le invité a comer, a causa de mi insaciable curiosidad por las extravagancias de los jóvenes. De todos modos, las suyas me parecen fuera de contexto histórico (frase que aprendí de él). Quizá fuese un comportamiento más adecuado para Inglaterra, o para Europa. Aquí parece, más bien, una pérdida de tiempo. Por las trazas, cree que el mundo no tiene salvación posible; considero envidiable que todavía exista gente que se preocupe por esas cuestiones. A mi edad yo las doy por descontadas. Dice que ahora es trotskista. Le dije que quizás eso fuera un dura golpe para Stalin, pero que yo preferiría infinitamente que mi hijo fuese trostkista, a que sea el hazmerreír de la ciudad; al menos, lo primero demuestra interés por lo que ocurre. Esto enojó extraordinariamente a su amigo. Creía que debía haberle mandado seis meses a la cárcel. Si lo llego a saber, no le hubiera privado de ese gusto. ¿Por qué hacerlo? Pero, como le dije a él, dado que los hijos de nuestros ciudadanos de pro no tienen el menor reparo en pasar la noche custodiados por la policía —la otra noche Binkie recibió una pequeña tunda, que es como él lo llama, en compañía de algunos de los otros chicos—, las comisarías de policía no parecen el mejor lugar para los intelectuales conscientes. Además, tampoco sabrían apreciar sus cualidades. Algunas bromas inocuas de este tipo tuvieron un efecto contrario al que yo esperaba. Me dijo oscuramente que la Revolución (¿cuál?) no había tenido muy en cuenta los distintos grados de conciencia de las clases dominantes. Añadió que lo que más despreciaba era el reaccionario que creía ser liberal. ¿Intentaba señalarme a mí? Incluso llegó a decir que estaba cometiendo un error subestimándole. Di a eso el sentido de que existe una gran conspiración negra, ante nuestras propias narices. Sin embargo, mi información asegura que no es cierto. Algo semejante ocurre con las señoras de la buena sociedad de la ciudad, que gimen horrorizadas alrededor de sus mesas de bridge a propósito de la hazaña de su amigo Solomon, y de su propia persona: su imaginación no es menos romántica. Bien. Le escribía para decirle que estoy encantado de que esperen un niño. Como seguramente todavía se halla envuelta en los efluvios de la luna de miel, quizá no estará de acuerdo conmigo si le digo que los niños son la única justificación del matrimonio. Me gustaría poder apadrinar a su hija (espero que sea niña). Naturalmente, me apresuro a decirlo, sin pasar por la iglesia. Si no me equivoco, un bautizo religioso iría contra sus principios. De todos modos, me gustaría que contasen conmigo. Lo que más he deseado ha sido siempre una hija».

La última frase emocionó profundamente a Martha, sobre todo, tras las dolorosas autocensuras que contenían los párrafos precedentes. Mandó una afectuosa respuesta a la persona que la había escrito, pasando por alto el resto de la carta.

Casi inmediatamente llegaron varias otras cartas, y el mismo sexto sentido que la advertía de cualquier forma de invasión espiritual le hizo ver que la gente que gravita irresistiblemente hacia la órbita matrimonial no tiene nada en común con la que responde ante el nacimiento de una criatura. El señor Maynard, por ejemplo, podía mostrarse sarcástico a propósito de los matrimonios, pero no de los niños.

La señora Talbot, siempre llena de ternura hacia las hijas, y que suspiraba de continuo por los hijos que no había tenido, mandó a Martha una encantadora nota de felicitación, aunque durante algunas semanas no vio muy a menudo a la joven pareja, pues se hallaba inmersa en los preparativos de la boda de una amiga de Elaine, joven que requería toda su atención. Varias otras señoras mayores, a quienes Martha apenas conocía, se apresuraron a visitarla y, abrazándola, le ofrecieron su amistad, según aprovechaban para hablar de sus hijos con aquella mirada anhelante y desencantada que siempre conseguía que Martha se sintiese un ser deficiente. Sobre todo, la señora Knowell, que no había hecho más que mandar vivaces telegramas de felicitación, desde el otro extremo de la colonia, con motivo de la boda, y que ahora, súbitamente, se presentó en persona. La criatura que había en Martha, el animal alerta ante cualquier peligro que amenazase a su guarida, esperaba tensamente la llegada de un posible enemigo; pero otra fibra latía en ella como un aviso: aquella mujer podía ser un pronóstico de su destino. Había decidido, con precisión matemática, que, puesto que los hombres buscan en el matrimonio la imagen de la madre, ella acabaría convirtiéndose en madre de Douglas. Y, sin embargo, estaba destinada a ser como su propia madre. ¿Qué sucedería si ambas mujeres no tuviesen nada en común? No importaba; con alguna treta malévola, el Destino solucionaría esas incompatibilidades, naturalmente, en contra de Martha.

Cuando la señora Knowell entró en la habitación, las defensas de Martha se hundieron. Las había levantado en mal lugar. Había estado esperando a una mujer alegre, divertida, con la misma afectada excentricidad de las cartas y telegramas recibidos. Pero la señora Knowell se detuvo, dudosa, la besó cuidadosamente y tomó asiento, como una visita. Casi en seguida sacó un cigarrillo. Inconscientemente Martha escondió los dedos, manchados de tabaco, y contempló aquellas manos grandes, nerviosas, impregnadas de nicotina. ¡Era totalmente distinta de lo que imaginara! La señora Knowell era una mujer alta, huesuda y, pese a ello, metida en carnes. Tenía grandes ojos pardos, con manchitas amarillas en el blanco; el pelo, rubio, desteñido, lo llevaba recogido en un moño grueso y desaliñado. De tez cetrina, había hecho una concesión a su imagen externa aplicándose un poco de amarillento carmín a los labios, gruesos y un tanto tristes. Llevaba un vestido de un amarillo pardo, y desprendía, como si fuera aire rancio, un hálito de agotamiento nervioso. Contemplando a Martha mientras ésta preparaba el té, le dio conversación, en tono que proclamaba su intención de no entremeterse ni fiscalizar nada. Esto hizo que Martha se sintiese nerviosa. Su modo de hablar parecía contradecir sus grandes ojos observadores: se expresaba con aire alegre y divertido; era esa personalidad lo que hacía que los amigos de lo que ella llamaba sus años «prósperos» la tratasen con afecto cálido y regocijado, como si continuase siendo un enfant terrible. Aquella chica alegre y envejecida, que aparecía tan pronto en una casa como en otra, desplazándose para una partida de bridge, desde una ciudad distante cien kilómetros, o desapareciendo súbitamente, en medio de una visita de dos semanas, llevada por el impulso irresistible de ver a algún amigo que vivía al otro extremo de la colonia, aquella mujer era, en conjunto, un producto tan cuidadosamente elaborado, que Martha se sintió embargada de piedad y admiración.

La señora Knowell no pertenecía a la primera generación de mujeres pioneras. Había viajado en carretas desde el sur, en trayectos de meses de duración, pero sin necesidad de escapar a los ataques de tribus hostiles. Había vivido en zonas remotas del país, donde el rifle que siempre se hallaba listo y apoyado contra la pared era para disparar contra animales salvajes, no contra nativos amotinados. Su esposo había sido granjero, minero, policía, hombre de negocios, según las oportunidades que se le habían ofrecido; había amasado varias fortunas que perdió con la despreocupación que entonces se estilaba. Ella había dado a luz ocho hijos, de los cuales sólo dos vivían. La hermana de Douglas vivía en Inglaterra, casada con un abogado, en una pequeña ciudad; mantenían una correspondencia divertida y chispeante.

La señora Knowell había conseguido imponer a cuantos la conocían aquella imagen de señora mayor, gentil e independiente, de «chica estupenda». Y, sin embargo, si aquella mirada pesada y amarillenta, aquella contracción defensiva y tensa de sus miembros, el tono seco y cansado que subyacía en su hablar tenían algún significado, era, precisamente, que sus batallas no habían sido libradas contra leones, desbordamientos de ríos o accidentes en las explotaciones auríferas. Todo en ella denunciaba la segunda generación; y Martha, pasando por alto las observaciones divertidas, casi como si la insultara el que se le ofreciese tal fraude, habló directamente a la que consideraba la mujer de verdad, profundamente convencida de que cualquier cosa que no fuese la verdad constituía la peor de las traiciones, y, aún más, que tal verdad debía ser reconocimiento de algún tipo de crueldad, árida y persistente, que alimentaba las raíces de la vida. Cualquier otra cosa no hubiese servido.

La señora Knowell respondió despacio, con agradecimiento nervioso. Habló con tacto del niño, al que Martha se refería sin reserva alguna. Liberada, por el niño que iba a nacer, de los recuerdos de los suyos, la señora Knowell le habló de ellos como sin duda alguna no se proponía hacerlo. Empezó contándole cómo se le habían muerto: melanuria, malaria, peritonitis. Con voz grave, lenta, cansada, le narró con detalle cómo, cierta vez, encontrándose sola en una granja, a cincuenta millas de cualquier lugar habitado —su marido había ido a comprar ganado y, muerto su primer hijo, hallábase embarazada del segundo—, había dormido todas las noches con las puertas cerradas y atrancadas y un revólver bajo la almohada. Durante el día le asustaba apartarse de la casa. Martha podía imaginar la granja, totalmente aislada, batida por el sol, en mitad del bosque que se extendía, desolado, millas y más millas alrededor.

—Naturalmente —dijo la señora Knowell con sonrisa seca— nunca le dije a Philip que me sentía sola.

En medio de aquella desolación había aparecido un joven policía montado siguiendo su ronda habitual.

—Fue tan amable conmigo, Matty, tan amable.

Martha, que esperaba la continuación de la historia, descubrió que había llegado al final. Su suegra se incorporó un poco y observó:

—No sé por qué te cuento todo esto, nunca hablo de ello.

Triunfante ante tal confesión, a la que por algún motivo necesitaba corresponder, repitió mentalmente, como si fuera un disco, aquella aventura de sus semanas de soledad, y el delicado punto final: fue tan amable conmigo, y comprendió que era suficiente.

Se mostraba muy amable con la señora Knowell. La encontraba muy agradable y sabía que también a ella le gustaba. Se dio por sentado que se quedaría a comer, pasaría la tarde con Martha, y que por la noche saldrían juntos, los tres. La escena fue interrumpida por Douglas, que entró frotándose alegremente las manos y besó a su madre mientras le preguntaba:

—Bien, mamá, ¿qué es de tu vida?

Se hizo una pequeña pausa, mientras las corrientes cambiaban de sentido, y la señora Knowell recuperaba su actitud de señora mayor alegre y despreocupada. Contó algunas anécdotas jocosas de la familia con la que había estado últimamente. Las semanas pasadas en aquella casa habían sido una larga vacación dedicada a hacer mermelada, embotellar conservas, preparar encurtidos. Se había cortado en un dedo, y se lo mostró riendo. Ahora se dirigía hacia el sur, y había aprovechado la ocasión para ver a sus adorados hijos.

Douglas invitó a su madre a que admirase la salud y atractivos de Martha. Y ella así lo hizo. Tanto Douglas como Martha tomaban el asunto de manera totalmente práctica; Douglas empezó a burlarse de su madre por su preocupación por cosas tan viejas como las fundas de almohada bordadas y vestidos orlados de encaje. Ella mantuvo durante un rato su jocosa despreocupación, pero, luego, estuvo mucho más callada, mientras Martha charlaba alegremente, con voz bronca sobre el sentimentalismo antihigiénico; no era, en absoluto, la Martha que había sido mientras estaban a solas.

Al cabo de un rato apuntó con vehemencia que era muy divertido preparar cosas para un bebé; y descubrió que ambos se miraban observando un tolerante silencio.

—¡Pero si es verdad! —protestó—. Me encantaría la oportunidad de volver a hacer algunas cosillas.

—¡Oh, vamos, mater! —dijo Douglas, jocoso—, de eso no queremos ni oír hablar.

Un poco después se levantó y dijo que, como por la tarde debía jugar al bridge con la señora Talbot, tenía que apresurarse.

Douglas, aligerado de un peso, bromeó con ella dictándole que era una vieja frívola. Pero su madre anunció valientemente que en su última partida con la señora Talbot le había cepillado un chelín y seis peniques.

Se despidió entre un revuelo de bromas, besos y promesas de volverles a visitar pronto. Martha conservó el recuerdo de aquellos ojos amarillos y cansados, fijos en ella con herido desencanto. Se sentía traidora. Y, sin embargo, a solas se habían entendido bien.

Douglas hablaba con entusiasmo de la capacidad de su madre para disfrutar tanto de la vida pese a su edad —Martha se acordó que finalmente la señora Knowell sólo tenía cincuenta años—. Él pasó a observar con espíritu práctico que, al menos, no tenían que temer intromisiones de su parte: siempre estaba demasiado ocupada en sus cosas para cuidarse de los demás. Martha estuvo a punto de repudiar esta fácil evasión de la verdad, pero dejó escapar la oportunidad.

La señora Knowell abandonó la ciudad aquella noche, tras mandarles por medio del criado de la señora Talbot un paquete con una docena de vestiditos largos, de muselina, exquisitamente bordados. Acompañó una nota que rezaba: «Éstos eran los vestiditos de Douglas cuando era pequeño. Se los ofrecí a mi hija, pero dijo que no le servían. Si no los podéis usar, siempre podrán servir de trapos. De verdad, he de marchar hacia el Valle, y no tengo tiempo de volveros a ver; el domingo celebran una jira campestre que no querría perderme por nada del mundo».

Posteriormente la señora Talbot observó que la señora Knowell, tan indecisa como siempre, había prometido quedarse una semana, para desaparecer al cabo de medio día. Realmente era una persona extraordinaria para su edad.

A la mañana siguiente Martha se sentó a escribirle una carta, en un intento de paliar lo arisco de su comportamiento hacia ella; pero en ese mismo instante llegó de la oficina de Douglas un recadero nativo. Traía una nota diciendo: «Ya está, ¡acaban de declarar la guerra!». Y, después de la firma, las palabras: «Las cosas parecen haberse puesto pero que muy feas».

Martha intentó convencerse de que las cosas se habían puesto mal. Fuera, sin embargo, la luz del sol tenía la serenidad de siempre, y había la animación acostumbrada. Puso la radio, sin captar nada. Sonó el teléfono: Alice, que decía una y otra vez, llorando:

—Ahora se llevarán a Willie y me quedaré sola.

Luego llamó Stella, también llorosa: la situación no era para menos.

Colgó el auricular y permaneció escuchando el silencio, como si hubiese en él algo más, alguna otra palabra que necesitase ser dicha; la misma insatisfacción había encontrado en las voces de aquellas dos mujeres, ahora seguramente ocupadas en telefonear a otras en busca de ese algo que todas necesitaban. «Matty, ¿dicen que han declarado la guerra?». Era la pregunta incrédula que resonaba en sus oídos. Se sentía sobremanera inquieta. Miró las parcelitas azules que parque y cielo oponían al piso, y le pareció amenazador el hecho de que nada hubiera cambiado. Salió a la calle. Seguramente allí la guerra se haría visible. Pero todo seguía igual. En una acera, un grupo enfrascado en templada discusión. Se acercó: hablaban de los precios del utillaje agrícola. Paseó por las calles esperando oír una voz, cualquiera, que hablase de la guerra, para que aquélla se hiciese real. Al cabo de un rato se dio cuenta de que había ido a parar junto a las oficinas del periódico. Una pequeña muchedumbre se agolpaba frente a ellas mirando hacia las ventanas, tras las que se adivinaban las formas confusas de la maquinaria. En su silencio, en su aprensión, se percibía, por fin, el peligro. Pero, pasado un instante, Martha vio que eran, todos, gente mayor; no era aquél su mundo.

Volvió a casa, junto a la radio, que estaba retransmitiendo bailables. Era la hora del almuerzo, y hubiese querido tener a Douglas a su lado. Al cabo de media hora se enojó al darse cuenta de que le dedicaba frases de reproche, ¡como cualquier mujer esclavista! Se dijo que no había nada más natural que encontrar los bares y lugares de reunión de la ciudad más excitantes que la vuelta al hogar. En su lugar, hubiera hecho lo mismo. De modo que esperó hasta la tarde con la misma ansiedad expectante; y, cuando finalmente se abrió la puerta y entró Douglas, corrió a preguntarle:

—¿Qué noticias hay? ¿Qué ha sucedido?

Algo debía haber ocurrido. Ambos imaginaban Londres, arrasado y en ruinas, humeante y sembrado de cadáveres. Pero, al parecer, mientras ellos pensaban en Londres, y en Inglaterra, la imaginación de la mayoría iba acercándose más a casa. Douglas le comunicó abatido que algunas mujeres ya se habían encerrado temblando, convencidas de que los ejércitos de Hitler iban a apoderarse de África en «un par de días», y que, además, los nativos estaban a punto de sublevarse. La verdad era que la gente de color no parecía tener sino una vaguísima idea de que la guerra había estallado, y la principal preocupación de las autoridades era explicarles, por la radio y por medio de megáfonos, por qué su deber patriótico era unirse a sus amos blancos, para tomar las armas contra el monstruo de más allá de los mares, en una Europa que apenas podían imaginar, y cuyos crímenes consistían en invadir países ajenos y formar una sociedad basada en el concepto de una raza superior.

Douglas se mostraba serio, entregado, autoritario. Y Martha estaba demasiado predispuesta a encontrar impresionante aquella actitud. Casi le sirvió de alimento a todas sus insatisfacciones. Pero pronto se hizo claro que también Douglas esperaba aquella palabra, aquel postrer remate de emoción. Se movía por el piso como si se hallase enjaulado, y sugirió que podían acercarse adonde los Burrell. Allí, además del matrimonio, se encontraron con los Mathews, que acababan de llegar. Juntos se dirigieron al Sports Club, donde varios cientos de jóvenes se habían congregado a la espera de que la radio diese forma a lo que sentían como algo noble y dramático.

Al anochecer todos los hoteles se hallaban atestados. Bailar hubiese sido denigrante y poco patriótico, pero nadie quería quedarse en casa. Las orquestas interpretaban Tipperary y Keep the Home Fires Burning entre apretujados y silenciosos grupos que parecían no contentarse con eso. Continuaron esperando. Aguardaban, con una avidez nerviosa de la que Martha empezaba a sentirse contagiada, la alocución del rey. Las columnas del salón de baile, largo, bajo, blanco, estaban cubiertas de banderas; en cuanto la orquesta atacó God Save the King, el calor del himno pareció estremecer las banderas británicas, que colgaban sobre sus cabezas. Mientras la voz del soberano fluía lenta, segura, por encima de la muchedumbre, Martha descubrió a su alrededor, en todas las caras, una expresión de seriedad y concentración crecientes. Vio que Douglas prestaba gran atención, el rostro contraído, orgulloso. Y lo mismo Willie y Andrew. Alice, sin embargo, tenía aspecto de abatimiento; y Stella, cuyos músculos faciales componían una expresión de total entrega, batía con sus zapatos dorados el suelo, aunque no de impaciencia, sino como siguiendo un ritmo audible sólo para ella. A Martha los tres muchachos, tiesos como escobas, con los brazos estirados y los puños prietos, le parecían totalmente ridículos. Después de todo, se decía, a pesar de que los músculos de la garganta contenían crispados un indescriptible deseo de romper en sollozos —le agraviaba ver espoleadas sus emociones por la música, las banderas y la solemnidad—, después de todo, si cualquiera de aquellos jóvenes hubiese sido interrogado sobre qué opinaban de la Monarquía, su actitud hubiese sido más bien de indulgencia ante las debilidades ajenas. Miró de reojo a Alice y a Stella: sin poderlo evitar, ellas le devolvieron la mirada. Un pequeño, jocoso fruncimiento de labios, que no era el primero ni habría de ser el último, expresó lo que sentían.

La alocución había terminado. La muchedumbre dejó escapar un suspiro. Pero continuaron allí, de pie, en silencio. Los patios estaban repletos, las barras, rebosantes, incluso el gran salón se encontraba a tope. Para algunos estaba claro que la palabra había sido pronunciada: se sentían liberados. Algunos grupitos —gente de edad, en su mayoría—, se desgajaron de la periferia de la muchedumbre y regresaron a casa. Pero todos los demás esperaban. La orquesta volvió a iniciar Tipperary, y, luego, ofreció los compases de un bailable. Nadie se movió. Duras miradas se clavaron en el director del local, que se hallaba junto a una columna, indeciso. Hizo un ademán a la orquesta. Silencio. No podían quedarse allí indefinidamente, ni tampoco volverse a casa. Muy pronto hubo gente de pie por todas partes, todos con una copa en la mano: en la sala de baile, en las terrazas, en los bares, en los patios. La orquesta continuaba en su tarima, contemplando con benevolencia a la muchedumbre, los instrumentos a un lado. Por fin empezaron a interpretar música neutra, inofensiva: fragmentos de La Viuda Alegre y de Los Piratas de Penzance. Pero nadie marchaba. El encargado contemplaba con confusa desesperación a los clientes. Era visible que debía proporcionarles alguna otra cosa. Por último se acercó a cierto general inglés que estaba de visita y se encontraba en el bar. El militar subió a la plataforma junto a la orquesta y empezó a hablar. Les habló de 1914. La fecha y las palabras Verdún, Passachendaele, Somme, eran como un doblar de campanas que llevaban a la conclusión del discurso: «En el día de hoy, tres de septiembre de 1939…».

Un final encumbrado y solemne; las horas que habían estado viviendo, insatisfactorias, desprovistas de carácter, cobraban forma propia convirtiéndose en una fecha que todos recordarían; ahora podían deslizarse y caer en el pasado, convertirse en otra nota de aquella campana solemne que anunciaba las fechas negras de la historia.

No podía decirse nada más. El general, tras dirigir a su auditorio una mirada larga y un tanto suplicante, como diciendo: es todo cuanto puedo hacer, saltó de la tarima ajustándose apresuradamente la chaqueta. La orquesta se puso en pie y recogió los instrumentos. Ahora todos podían volver a casa. Cuando los Knowell, los Burrell y los Mathews salieron a la calle, Stella comentó en tono humorístico, como de disculpa, que creía esperar un niño. Nadie le hizo caso.

—Qué bien, querida —dijo Alice amablemente. Luego, aferrando el brazo de su marido, musitó—: Vayamos a casa.

Pronunció esas palabras con voz empañada por las lágrimas.

Los días pasaban lentamente, tanto, como si la gente hubiese perdido las antiguas costumbres, como si vivir cual lo habían venido haciendo fuese algo inesperado e imposible. Un barco había sido hundido a miles de millas de distancia. Un ejército había avanzado sobre Francia, suscitando, en los más viejos, recuerdos que aparentemente les daban certeza sobre lo que sucedería a continuación. En Inglaterra el gobierno discutía, y los periódicos traducían sus disputas a un lenguaje de digno desacuerdo. El anticlímax se hacía cada vez más hondo. Era como si, anunciado ya el comienzo de un trágico invierno, el verano persistiese en derramar su sol caduco.

Martha volvió al diván. Frente a las brillantes copas de los árboles del parque, cuyo verde desafiaba el azul del cielo a través de los ventanales que se abrían en la blanca pared, Martha restaba inmóvil contemplando el halo amarillento en que se disipaban las volutas azules del pitillo. A veces estiraba un brazo y recibía el calor del sol directamente, a través de la piel, en nombre de la nueva criatura; le parecía que la fuerza solar se veía correspondida por un mayor vigor en los movimientos del niño. Otras veces, alisando la blusa de algodón sobre el vientre crecido, sentía el pulso en la pared carnosa, o cómo el peso de la carne se distribuía desigualmente, a la manera de la persona que, dormida, se da media vuelta en el lecho. Era como si en el fondo de un mar oscuro se hallase agazapado un ser sólo entrevisto que se moviese a veces siguiendo el ritmo de las mareas. O quizá contemplaba una vena azul, de la muñeca, que le parecía hinchada, lo cual le alegraba, porque ese indicio de un flujo mayor garantizaba la fuerza fresca de la nueva corriente roja que alimentaba al hijo. Había sucumbido totalmente a aquel otro tiempo. Intentaba, incluso, recordar la oleada de excitación que la había inundado, hacía tan poco, ante las palabras: sólo faltan cinco meses, cuatro meses y medio, cuatro… Ahora le parecían interminables; cuando empezaba el día, apenas podía entrever su fin.

Desde por la mañana, temprano, hasta el anochecer, se encontraba sola. Douglas pasaba casi todo el tiempo con los muchachos meciéndose solazado en el aguaje de los rumores que se sucedían. Se daba por sentado que no tardarían en llamarle a filas. Y su propio entusiasmo le hacía sentirse culpable. Incluso le inquietaba el que Martha se rindiese con tal facilidad a la evidencia: él no podía comprender lo que resultaban cinco meses en aquella nueva escala de tiempo: inmensamente largos. Era como si su marcha quedase en lo lejano del porvenir. ¡Claro que partiría! Cualquier presión para retenerle hubiera sido imperdonable: jamás aceptaría ella un recurso semejante. Lo cierto, sin embargo, era que los ecos de la guerra parecían un trueno cada vez más lejano.

Una mañana llegó una de aquellas pequeñas esquelas de la señora Talbot; decía en ella que le encantaría que sus queridos Douglas y Matty la acompañasen a la estación, a despedir a un amigo que salía hacia Inglaterra. Douglas anunció entonces que Elaine se había prometido con un joven de Ciudad de El Cabo.

La estación, larga y gris, hervía bajo el sol del atardecer. El tren, símbolo perfecto del país, esperaba junto al andén. Los vagones se sucedían tras la locomotora y, en cada uno, una o dos caras blancas asomaban por las ventanillas. En cola, en un gran vagón de carga como los que se utilizan para el ganado, se amontonaban tantos negros como blancos ocupaban el resto del tren. En medio había un par de vagones más ambiguos en los que se permitía tomar asiento a mestizos e indios, siempre que ningún blanco reclamase la plaza.

Hacia la mitad del convoy se veía una concentración de caras blancas. Eran jóvenes cuyos padres les habían podido costear los cursillos de piloto, a condición de que no dejasen el trabajo antes de que estallase la guerra. En el andén había corrillos de gente mayor, bien vestida. A una ventanilla, algo apartado del resto, se asomaba un muchacho de unos veinte años, como máximo. Delgado, pálido, con una abundante cabellera color rubio pajizo, tenía un rostro sensible e inteligente, y ojos azules, de mirada franca y muy seria. Elaine, de pie en el andén, le miraba. Estaban tan aislados, tan quietos, que, al entrar en la estación, dispuesta a correr, amorosa, hacia donde estaba su hija, la señora Talbot tuvo que detenerse. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Vuelta hacia Douglas, extendió los brazos en un ademán inútil, de vacuidad, y luego los dejó caer lentamente. Douglas se le acercó en seguida y, con una mano apoyada en el hombro, dijo animoso:

—Valor, señora Talbot.

Pero, estremecida toda ella, la señora Talbot hubo de descansar un instante la cabeza junto a la suya. Al alzarla de nuevo, tenía triste la expresión.

—Es terrible…, sólo han estado juntos unos días…

Volvió los ojos hacia la pareja, que continuaba mirándose. Dio un paso, y luego, como si temiese estorbarles, se detuvo. Douglas la tomó del brazo y avanzaron hacia la ventanilla. A eso apareció el señor Talbot, y saludó muy formal a Martha. De nuevo sintió aquella repulsión instintiva hacia él. El hombre miraba ahora a su esposa. Douglas, con una pequeña inclinación, dejó a la señora Talbot al amparo de su marido, pero, como él no diera señales de ofrecerle el consuelo que necesitaba, Douglas volvió a tenderle su brazo confortador. Observando la mirada dura y penetrante que el señor Talbot dirigía a su esposa, volvió a sentir aquella contracción de desagrado, que casi era temor. Su experiencia no lograba explicarle aquella mirada de carcelero, y, así, mantenía la suya, de desconcierto, fija en aquel pilar silencioso, aquel hombre que permanecía tieso, sombrío, concentrado y vigilante, justo detrás de su mujer. La inspiraba el deseo de proteger a la señora Talbot. Mientras él continuaba perfectamente quieto, a la expectativa, su esposa, en un momentáneo impulso de desesperación, dejó caer la cabeza en el hombro de Douglas quien, por consolarla, le dio en la espalda unas palmaditas que les llevaron a intercambiar una sonrisa de íntima solidaridad. Por fin, la señora Talbot avanzó sola unos pasos, hasta penetrar en la órbita de los enamorados. Elaine sonrió reposadamente a su madre desde aquel círculo encantado, e inmediatamente volvió los ojos hacia el muchacho.

Un poco más allá, un grupo de jóvenes se despedían de sus familias, empeñadas en mantener una valiente alegría, cada vez más insostenible. El silencio se iba haciendo denso.

Súbitamente la máquina emitió un largo silbido. Elaine pareció elevarse un segundo, como si fuera a volar en pos de su amado, pero volvió a hundirse. Ahora la señora Talbot ya la había abrazado. El tren empezó a moverse, el sol reflejado en las ventanas. Estalló un coro de adioses. Todos contemplaron aquel rostro juvenil, serio, agradable; él levantó la mano, saludándoles, y desapareció: la ventana quedó vacía. Elaine continuó de pie, al borde del andén, rígida en brazos de su madre, siguiendo al tren con la vista mientras los grupos se disolvían a su alrededor. La señora Talbot sollozaba sin ocultarlo. Elaine pareció despertar, se volvió, sonrió a su madre, la rodeó con el brazo, y juntas caminaron hacia los arcos de la entrada, hasta perderse de vista. El señor Talbot, que no había dejado de observar a su esposa, saludó formalmente a Martha, dirigió a Douglas una rígida inclinación de cabeza y salió tras las dos mujeres.

Douglas permaneció mirando el tren, cuya humareda formaba en el andén nubes iluminadas por el sol. Martha, consciente de que sólo sentía envidia hacia aquel joven, porque pronto estaría en las Fuerzas Aéreas Inglesas, miró hacia otro lado. No muy lejos vio a Maisie, que estrechaba las manos a un matrimonio mayor, él y ella empeñados en que les acompañase a casa. Le sonreían rígidos y resueltos: Maisie se había casado con su hijo aquella misma mañana. Los tabús les habían impedido decir que la chica no pertenecía a su clase; pero ahora lo pertinente era que la esposa de su hijo les siguiese a casa: «Al menos hoy», repetían en tono de censura.

—Él lo hubiese querido así —musitó con un suspiro la madre, vuelta hacia su esposo.

Maisie se hallaba plantada perezosamente ante ellos, el peso del cuerpo cargado sobre una de sus macizas caderas, los rubios rizos sueltos, relucientes al sol. La falda amarilla que llevaba tenía una mancha de tinta. Con desagrado tan notable como el de ellos, repetía:

—Gracias, muchas gracias, pero esta noche tengo un compromiso.

Su expresión continuaba siendo educada, mientras en la de ellos aumentaba el resentimiento. Por fin, para finalizar el regateo, les dijo directamente:

—Estoy segura de que lo dicen con las mejores intenciones.

Y se dio media vuelta.

Su rostro había cambiado, ahora tenía la mirada ausente, cansada. Pero se animó al reconocer a los Knowell. Se acercó a Martha, sus inocentes ojos azules marcados aún por la conmoción. Instintivamente Martha le tendió la mano, para darle apoyo, mientras Maisie se detenía, su mirada buscando todavía el tren.

—¿Así que se han ido, eh? —dijo. Su acento era incrédulo.

Douglas le dijo amablemente:

—Mala suerte, lo siento.

Maisie le miró sin verle y luego, fijos en Martha sus ojos azules, redondos, añadió:

—Nos hemos casado esta mañana. Ya se lo dije a Dickie: ¿qué sentido tiene? Para nosotros no cambia nada, y para ellos es un golpe.

Señaló con el hombro a los suegros que la escuchaban hipnotizados, a pocos pasos de distancia.

—Le dije que, después de todo, con sus ideas, tan británicas todavía, no pueden evitarlo. Entonces, ¿para qué darles un disgusto, por nada? Pero se le había metido la idea en la cabeza, de manera que nos casamos. —Y terminó con una pregunta que buscaba el asentimiento de Martha—: ¿No crees que los hombres son unos románticos?

Martha reparó en las miradas que los suegros cambiaban: su intención de mostrar democrática tolerancia se estaba disipando conforme aumentaba su furor ante el poco aprecio que aquella joven daba a su buena suerte. Maisie, que les había olvidado, prosiguió:

—Con tal de que sea feliz, no me importa. La verdad es que no me importaría tener un niño —continuó, según inspeccionaba descaradamente a Martha—. A ti, para lo avanzada que estás, no se te nota nada.

Sus ojos se posaron más allá de Martha, donde los raíles del ferrocarril se perdían de vista, relucientes, en una curva. Quedó con la boca abierta, como un niño.

—Ya se han ido —volvió a musitar.

Sus suegros volvieron a mirarse y se alejaron a paso lento, con expresión de paciente tolerancia.

Martha y Douglas cogieron a Maisie cada uno de un brazo y la llevaron hacia la salida. La notaban pesada, inerte.

Una vez fuera de la estación, pareció recobrarse. Tranquilamente se deshizo de ellos y comentó:

—Esta noche tengo una cita con Binkie. La verdad es que no me apetece, pero a Dickie no le gustaría que me quedase en casa hecha un pasmarote.

Cabeceó sonriente. Su mirada era solemne y confusa.

—Supongo que todo el mundo sabe para qué se hace esta guerra —dijo, amarga, mientras se volvía para dirigir una última ojeada a la estación—, pero yo no alcanzo a tanto.

Y echó a caminar. Al pasar junto al coche que ocupaban sus suegros, les dirigió una sonrisa tan cortés como sombría, y apresuró un poco su caminar perezoso calle abajo, hacia el McGrath. Iba a llegar tarde a su cita con Binkie.