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Oficialmente declarada no encinta, Martha determinó utilizar su libertad con sensatez. Pero, aunque en lo mental se hubiese quitado un peso de encima, físicamente continuaba sintiéndose incómoda. Por mucho que se dijera que iba a decidir «de una vez por todas su porvenir»; hacerlo no resultaba fácil: sentía… ¿cómo se sentía? Porque, por más descripciones de sus emociones y de su cuerpo que hubiese asimilado, no es sencillo, para una mujer joven y recién casada, discriminar entre una sensación y otra. Su cuerpo, recién autorizado por la sociedad para su libre uso, y estimulado —palabra que empleaba humorística y sucintamente el doctor Stern— tres veces al día, después de las comidas, era, en cualquier caso, una maraña de sensaciones. Zumbidos, ardores, hormigueos: como una colmena. Y aquella tendencia a sentirse indispuesta, o con malestar, por las mañanas…; pero ¿qué podía esperar si dormía tan poco, comía tan a destiempo y —debía confesarlo— bebía tanto? Claro que no más que el resto de la gente. De todos modos, era muy difícil que, desde las seis de la tarde hasta las cuatro de la madrugada no tuviese una copa en la mano, o, al menos, a su alcance. Borracheras…, no; no se emborrachaban. Una persona que bebe demasiado es la que excede en eso a quienes le rodean. Además, se sentía constantemente alegre, debido, no menos que al alcohol, a la excitación; en efecto, aquella ola de vitalidad que se levantaba con el sol poniente era debida, en gran parte, al anhelo de otra de aquellas noches brillantes, festivas, de bailes, durante las cuales los braseros se mantenían encendidos hasta el amanecer. De este modo, Martha cargó el peso de su preocupación sobre su malestar, y la variabilidad que sentía, sobre la vida que llevaba, vida que hubiera sido la primera en calificar de insensata. Pero, de todas formas, no podía durar mucho; la verdadera esencia de aquellas excitantes semanas era la nostalgia de algo llamado a la destrucción.

Por la ciudad no dejaban de circular rumores. La voz de la autoridad —el Zambesia News— reflejaba fielmente las dudas y confusiones del infortunado gobierno británico, y no dejaba a la gente de la calle otro recurso que asediar con preguntas a los bien informados. Los jóvenes Knowell, por ejemplo, tenían al señor Maynard, y todo el mundo conocía algún miembro del Parlamento u hombre de negocios importante. Cada vez que Douglas volvía de su mundo de oficinas, bares y clubs, traía alguna declaración autorizada y definitiva: o bien el reclutamiento era inminente, o la gente no se iba a alistar, o, quizá, el gobierno británico iba a declarar la guerra a Hitler el final de semana siguiente, o —y esto era algo repetido con insistencia durante aquellas semanas de junio y julio— Hitler y el gobierno británico se iban a aliar para atacar juntos a Stalin, sin duda su mayor enemigo.

Aquello de hacerse eco de las últimas informaciones llegó a resultar tan fascinante, que… Pero fue una lástima para la gloria y los oropeles de los grandes acontecimientos públicos, porque los resultados, prescindiendo de cómo se vieran después, en perspectiva, como suele decirse, tendían a cristalizar del modo más sórdido e insignificante, como, en este caso, que los jóvenes esposos prefiriesen quedarse en los bares y clubs de la ciudad a volver a sus casas, para almorzar al lado de sus cónyuges.

Nuestras tres esposas reaccionaron a este estado de cosas según sus respectivos temperamentos. Alice, después de tres o cuatro días de nerviosa especulación a propósito de las disculpas de Willie, decidió irle a buscar cada día a la una, para ir a dar una vuelta con él; lo cual, evidentemente, significaba que los establecimientos específicamente masculinos quedaban ahora fuera de sus límites. Pero, tal como ella apuntó, no era culpa suya —y, al llegar a ese punto, profirió una risita vaga y bien intencionada—, si los hombres eran tan tontos, que excluían a las mujeres de algunos locales. Stella, por su parte, dejó inmediatamente sentado para todo el mundo que tenía a su madre. Se trataba de una rica viuda que vivía en las afueras. Stella, como todas aquellas muchachas jóvenes, había librado su buena batalla por ganarse la independencia y había mantenido a su madre alejada de sus cosas, por principio; pero ahora, como una heroína de opereta, corría a buscar su amparo. A las cinco de la tarde, cuando Andrew regresaba a por ella, para iniciar la ronda cotidiana de bailes y bebidas, no la encontraba en casa; tenía que desplazarse a las afueras, donde consiguió encontrar a las antagonistas tomando el té y tratándole con frialdad bien calculada; arma que Stella había tomado del arsenal de su madre, para utilizarla contra los hombres. Pero esta vez no surtió ningún efecto. Pasados unos días, Andrew observó con su pausado sentido común de escocés:

—¿Sabes, Stella? No es tan mala idea la de almorzar con tu madre. Así no pasas todo el día sola.

Stella se veía condenada irremediablemente a una vida mucho menos dramática de la que creía merecer.

Martha, cuya primera lucha en la vida había tenido por base su odio hacia la tiranía familiar, se sentía naturalmente alejada de todas aquellas despreciables astucias femeninas. Después que Douglas telefonease dos veces, a la hora de comer, para decir que iba a salir un momento con los compañeros a tomar algo, que no se preocupase si llegaba un poco tarde, ella misma sugirió que sería mejor para él no comer en casa. Sorprendido, agradeció que su esposa no pusiera cortapisas a su libertad. Era una razón más para sentirse orgulloso de su adquisición. Pero, cuando volvía, ya al atardecer, en su cara se podía descubrir cierta expresión de culpa, sobre todo si Martha llevada, naturalmente, por amistoso interés, y sin la menor sombra de celos le preguntaba dónde había estado y a quién había visto. Le escuchaba ella atentamente, y le hacía reconstruir conversaciones y disputas, eso por simple curiosidad. Era, casi, como si ella también hubiese estado allí; casi como poner en boca de Douglas las frases de futuras conversaciones. Al parecer, legislar contra la tiranía no es cosa sencilla.

Además, Douglas, como todos aquellos jóvenes casados, mantuvo, durante aquellas semanas, un constante, aunque tenue, aire de culpabilidad. Se sabía que una docena de los jóvenes más ricos de la ciudad había volado a Inglaterra, para ofrecer sus servicios a las Fuerzas Aéreas. Douglas, Willie y Andrew, cuando avanzaba la noche, envalentonados por el alcohol, discutían una y mil veces cómo hacer otro tanto. ¿Y, si después de todo, resultara que la guerra no estallaba? Se hubiesen encontrado sin trabajo, sin dinero; ellos no eran hijos de buenas familias. ¡Ah, si hubiesen sido libres, si no hubiesen tenido responsabilidades…! Ni siquiera el alcohol, ni siquiera aquella intimidad de las cuatro de la madrugada junto a los puestos donde vendían café, conseguía encontrar palabras para aquella idea… Sus esposas, que les escuchaban con paciencia conscientemente sarcástica, notaban en cualquier pausa de la conversación aquel suspiro por la libertad perdida.

—Los hombres son como niños —apuntó Stella a Martha, llena de femenino desprecio.

Martha despreciaba en boca de Stella lo que su voz más íntima no cesaba de repetirle. Se veía luchando contra cierto grado de desprecio por Douglas, que la desalentaba. No podía consentirlo, e intentó alejarlo de su ánimo; pero aquellos muchachos, que discutían con tal bonhomía las posibilidades de participar en la matanza, le parecían lerdos escolares. Les depreciaba con toda el alma: la imagen de Douglas, Willie y Andrew, que reaparecía noche tras noche, mostrándoselos como chiquillos deseosos de correr a la aventura, la hacía rebelarse de impaciente desprecio.

—Si al menos supiesen que van a luchar por algo, si realmente les importase… —comentó enojada con Stella.

A lo que Stella replicó, indignada, observando sólo una brevísima pausa, y cambiando completamente el curso de la conversación, cosa que no sorprendía a Martha lo más mínimo, pues las autoridades no hacían otra cosa a diario:

—Pero nuestro deber es aplastar el comunismo.

La persona bien informada conocida de los Andrew era uno de los altos secretarios de la organización del señor Player; alimentada, pues, a través de aquella fuente, Stella era un pozo de buenas razones por las que el comunismo debía ser instantáneamente suprimido. Martha recordó vagamente haber oído a Andrew hablar de un trabajo en las oficinas de Player. Pero se apresuró a descartar tal sospecha. Una de sus características más agradables, y menos eficientes, era su incapacidad de juzgar con tal grado de cinismo a las personas. Naturalmente, continuaba creyendo que la gente debía ser consciente de sus motivaciones. Alguien ha dicho que los hipócritas no existen. Pero, para creerlo hay que haber alcanzado la edad de comprender con cuánta frecuencia no lo hemos sido personalmente.

Martha se dedicó a explicar a Stella que era intolerable que, siendo judía, pudiese defender a Hitler; y Stella, indecisa entre las persistentes sospechas de que Hitler maltrataba a los judíos, y el terror de que Andrew pudiese no reunir los requisitos necesarios para entrar al servicio del señor Player, defendía al Tercer Reich como aliado de Inglaterra. O, mejor dicho, continuó en esa actitud con mayor o menor consistencia, intercalando pequeños períodos en los que alguna otra «persona bien informada» suministraba otras informaciones suficientemente persuasivas y dignas de crédito.

Así llegaron a finales de julio. Una segunda tanda de jóvenes salió para Inglaterra. El hecho produjo extraordinario resentimiento. Era un axioma que aquella sociedad no practicaba ningún género de distinciones clasistas: nadie envidiaba a otro porque mandase a sus hijos a la universidad, o incluso —en casos extremos— a internados europeos; era, todo, cuestión de suerte. Pero en aquel momento, durante algunos días, los jóvenes que no podían permitirse el lujo de un billete de avión, o de jugarse el empleo, hablaron con un rencor desconocido. Los ánimos estaban enardecidos, y apareció un plan según el cual un número suficiente de jóvenes podían acosar a sus jefes de departamento y patronos para que les otorgasen tiempo libre para adiestrarse y estar en condiciones de servicio inmediato cuando estallara la guerra. Aquel admirable plan quedó reducido a nada, porque las autoridades británicas aún no habían decidido de qué modo iban a utilizar las colonias. Hasta el momento, sólo habían establecido un principio: que los hombres de las colonias tenían, todos, indiscutible madera de oficial, por haberse pasado la vida dando órdenes a la población de color. La frase utilizada era: «Tienen el hábito del mando». Para Douglas, Willie o Andrew hubiese sido una pérdida de tiempo convertirse en simples artilleros. Pero, aunque su determinación encontró varios escollos de este tipo, al menos, durante una semana, los hombres apenas hablaron o pensaron en otra cosa. El resultado fue que las mujeres también empezaron a dar vueltas a algunas ideas.

Una noche, ya tarde, se hallaban todos reunidos en el piso de los Burrell —que no es necesario describir, puesto que era idéntico al de los Knowell y los Andrew—, cuando Alice apuntó, con una risita nerviosa, que era inútil que Willie pensase en largarse a la guerra, porque creía estar embarazada.

Como siempre, Willie se hallaba sentado a su lado, y le apretó el hombro con su mano, grande y morena, y rió, dirigiéndole una mirada afectuosa, de protección.

—Sí, muy bien, tómalo a broma —persistió Alice—. Bueno, pues ¡al diablo con todo!

Y cogió un cigarrillo. Nadie la había tomado en serio. Pero, una semana más tarde, cuando les telefonearon para invitarles a bailar, Alice indicó, muy tranquila, que durante un par de días no podría frecuentar bailes, porque tenía que buscar una solución al condenado asunto del niño. Douglas, al volver de la oficina, contó a Martha que había hablado con Willie en el bar, y que éste le había dicho que iba en serio, que no se trataba de una broma. Stella, toda ella en encantadora animación, telefoneó a los Burrell, para ofrecerles sus servicios. Pero Alice, que era enfermera titulada, la tranquilizó vagamente. Todo iba bien, dijo. Stella se sintió ofendida, y lo mostró diciéndole que era una estupidez quedar embarazada precisamente cuando… Y, sin concluir la frase, agregó:

—De todos modos, sólo lo hace para evitar que llamen a filas a Willie.

Martha respondió, indignada, que cualquiera diría que lo había hecho a propósito. A lo que Stella replicó con aquella risa suya, fuerte y maliciosa. Martha se enfadó por verse asociada con una sexualidad que elegía métodos tan deshonestos para salirse con la suya.

—Apuesto a que no está haciendo lo que se dice nada para deshacerse del niño —dijo Stella, implacable.

Pero se notaba que no era sentida aquella indignación. Tanto Martha como ella tenían sus propios planes. Martha había hablado de seguir un cursillo de la Cruz Roja. Se le ocurrió un día, al propagar los diarios la especie de que el enemigo —todavía indefinido, como el espacio en blanco de un impreso oficial que debe ser rellenado a tenor de las circunstancias—, podía avanzar en tromba sobre África bajo el signo de la svástica, o bien de la hoz y el martillo. Si aquello se producía, la población negra, siempre tan ingrata para con los colonos británicos, se pondría, naturalmente, del lado de los invasores hallándose, como se hallaban, soliviantados por sediciosos y agitadores, y por las influencias liberales inglesas. Esta perspectiva alegró los ojos de incontables mujeres; debían prepararse; y, a su debido tiempo, se anunciaron cursillos de la Cruz Roja.

—Matty y yo pensamos unirnos a una sección de ambulancias —dijo Stella, muy propia—. Después de todo, si os alistáis, ¿qué ocupaciones van a quedarnos aquí a nosotras?

Martha había señalado de pasada esa circunstancia, al igual que el cursillo de la Cruz Roja, y Stella se había apropiado ambas ideas. Los silencios incómodos de los esposos contribuían a su perseverancia. Una de aquellas mañanas, a las diez, Martha y Stella se encontraron asistiendo a la primera de una serie de conferencias.

Estaban en una sala amplia, con hileras de pupitres escolares. Llenaban la habitación unas sesenta mujeres que, a juzgar por la hora, debían ser amas de casa o jóvenes desocupadas. La conferenciante era una mujer mayor, gorda, coloradota, de alegres ojillos negros. Bajo los ribetes de una enorme cofia asomaban algunos rizos de un gris metálico que, ensortijados en las mejillas, servían para evidenciar que continuaba siendo una mujer. Encorsetada su humanidad en el uniforme blanco, se apoyaba en pies grandes y abiertos, premio a su trabajo. Su nombre era Dorothy Dalraye, conocida durante los últimos treinta años por sus amigos y colegas, que ahora debían de ser varios millares, como Dolí. Se presentó a sí misma diciéndoles alegremente:

—Bueno, chicas, como a partir de ahora vamos a estar juntas durante seis semanas, llamadme sister Dolí.

Y empezó con una serie de brillantes observaciones dando a sus vivarachos ojillos negros una expresión de insinuante sugestividad, de modo que el auditorio escuchaba como si fuese inminente algún chiste subido de color. Pero no, al parecer sus indirectas se referían a la guerra que se avecinaba, o, más concretamente, al enemigo todavía innominado. Martha interpretó sus ambigüedades en el sentido de que ella, a diferencia de Stella, pensaba luchar contra Hitler y no contra Stalin; y, finalmente, algunas referencias al «Huno» dejaron la cosa clara. Que todo aquello eran recuerdos de la última guerra se hizo evidente cuando la nombró, exactamente como hubiera podido hacerlo el señor Quest, «la Última Inmencionable», aunque sin su nota amarga de decepción. Sister Dolí había luchado al lado de los muchachos en la Última Inmencionable, y en varios frentes. Los enumeró. Contó un sinfín de anécdotas, al parecer, a voleo. Pero Martha se fue dando cuenta, poco a poco, de que todo aquello no era tan improvisado como parecía. Aquel grupo de sesenta mujeres había perdido su individualidad. Lentamente las iba amalgamando. La escuchaban en silencio, y cada rostro mostraba entusiasmo, como si fuesen llevadas por la alegre y franca sister Dolí a contemplar diferentes y emocionantes panoramas del país. Sister Dolí, astuta y con la confianza de quien ha repetido lo mismo muchas veces, iba creando una imagen de sí misma, y por lo tanto de ellas, equiparable a la de un ministro de la caridad, tremendamente alegre y modesto, infatigable y dedicado, que diese por sentado el valor físico. Pero tras aquella imagen, absolutamente genuina, se ocultaba otra: y ésta era la que atraía como una golosina al auditorio: la aventura. Sister Dolí les prometía aventuras. De nuevo Martha vio el barro, la miseria y la carnicería de las trincheras recreada en la memoria de alguien que había sido víctima de ellas —de pasada había comentado la pérdida de su hijo, en Passchedaele— como si hubiesen sido algo limpio, cortés y excitante. Aquella alegre y curtida combatiente les habló durante unos veinte minutos; luego, creyendo que ya había dicho bastante, decidió referirse a la disciplina. El tema no era, evidentemente, tan popular como el de aquellos inspirados recuerdos, quizá porque aquellas mujeres, en su mayoría casadas con funcionarios, pensaban que, en su posición, su deber era disciplinar a otros, no someterse ellas a una disciplina. En esto se parecían a sister Dolí. De todos modos, y a juzgar por su apariencia de crítico escepticismo, pensaban que la disciplina de las enfermeras, como su uniforme, no era tanto un problema práctico como de jerarquía. Observaban detenidamente el uniforme, el blanco impoluto, las hebillas y distintivos rituales, y el velo blanco, de romántica caída, con el sentido común de amas de casa habituadas a desdorar las cosas. Empezaron a carraspear y a moverse, como el público en el teatro. Al momento, sister Dolí, decidida a impedir que se desintegrasen en una colección de individualidades, pasó a atacar el tema principal del día: cómo hacer una cama. Lo hizo no sin haber añadido, con una especie de resentida severidad, y mirando hacia la pared, para que no pudiese ser acusada de mirar a nadie en concreto, que, según algunos, aunque, evidentemente, ella no podía saber si era cierto o no, los jóvenes de hoy carecían del sentido vocacional de su generación.

Martha ya había decidido que no iba a dedicar un mes y medio, aunque en realidad sólo se le exigían unas pocas horas por semana, a escuchar a aquel vetusto caballo de batalla que, sin embargo, sugería continuamente la imagen de una escolar feliz jugando al hockey. Así es que pasó el rato intentando decidir cuál era el común denominador de aquella masa de mujeres, porque debía existir cierto tipo especial de mujeres que, al primer toque de corneta, corrían a aprender cómo cuidar a «los muchachos». Sin ningún género de dudas, así era como se veían, y sister Dolí fomentaba dicha tendencia: sus mentes albergaban la imagen del ángel blanco entre hombres heridos, pese a las amenazas que decían cernirse sobre la población civil. Pero la única diferencia apreciable que consiguió establecer entre sí misma y las otras era que las demás tomaban minuciosos apuntes sobre cómo debían doblar la ropa de cama.

Miró hacia Stella, que se hallaba acurrucada seductoramente en el banco, la mirada fija en sister Dolí. Era evidente que no escuchaba una sola palabra de lo que estaba diciendo. Se la hubiese dicho empeñada en ofrecer el aspecto de un observador distanciado. Daba la casualidad que vestía un traje de blanco hilo, cuya severidad pretendía resaltar sus curvas delicadas; o quizá fuese que había creído que el blanco era el color más idóneo para un cursillo para enfermeras. Pero su carita color melocotón, sus lánguidos ojazos negros, y el cuerpo joven y esbelto cubierto de blanco eran un cruel contrapunto a la única otra figura vestida de blanco en aquella habitación, la gorda y sudorosa sister Dolí, sólo a unos pocos pasos enfrente de Stella. Al parecer, sister Dolí también lo sintió; o al menos captó su falta de atención, porque, durante las pausas en que esperaba que la clase copiase frases como: «la cama del paciente debe ser mantenida limpia y arreglada con el mayor esmero», clavaba con claro reproche sus encendidos ojillos en Stella, dedicada a contemplarla con indolente atención. Dándose cuenta de que Martha la observaba, Stella indicó, con un leve movimiento de ojos, la puerta. Martha le respondió con un gesto inquisitivo, y Stella se encogió de hombros, petulante. En cuanto sister Dolí dio por terminada la clase, Stella tomó a Martha del brazo y salieron corriendo. Lo primero que dijeron fue:

—Vayamos a ver a Alice.

—¡Vaya pérdida de tiempo! —exclamó Martha dejándose llevar por el aburrimiento y la insatisfacción—. Todas esas tonterías sobre cómo hacer las camas.

—Es un poco más arriba, en esta misma calle —dijo Stella tirándole del brazo.

—Y haber pagado todo ese dinero por el cursillo…

—Oh, bueno… de todos modos, todavía confío en que no haya guerra.

—¿Que no? —Martha se detuvo y la observó; realmente quería saber por qué lo había dicho.

—Andrew dice que no hay manera de que empiecen el entrenamiento; y, si fuese a haber guerra, ya estarían entrenando a gente como Douglas y Andrew, ¿no crees? Lo comentó esta mañana. Yo había pensado que podían empezar a jugar a soldaditos en cualquier momento.

Olvidó el tema y dijo:

—Anda, vamos, Matty, es aquí mismo.

—Pero si no le hemos avisado la visita. Quizá no quiera vernos.

—No digas tonterías —replicó enérgicamente Stella.

El problema quedó resuelto así y se encaminaron hacia el piso de Alice. Stella llamó a la puerta de un modo que sugería discreta determinación. Su mirada reflejaba vivo interés. Hubo un largo silencio.

—Ha salido —dijo Martha, esperanzada.

Sabía que, como ella, Alice prefería pasar a solas sus momentos de crisis.

—Tonterías —repitió Stella, y volvió a llamar.

Otro largo silencio. Mudando de estilo, la otra golpeó la puerta perentoriamente.

—Sólo quiere deshacerse de nosotras —comentó con aquella risa alegre y astuta.

Alice abrió la puerta en el momento exacto en que Stella se echaba a reír. Estaba enojada.

—Somos nosotras —dijo Stella, y entró con desenvoltura.

Alice vestía una bata vaporosa, rosa pálido, comprada pensando en la joven lozana que fue de soltera; pero ahora tenía amarillenta la tez, estaba demacrada, y las pecas parecían haberse multiplicado en el cutis pálido y cetrino. El pelo, negro, le colgaba sin vida sobre los hombros.

—¿Qué tal? —preguntó Stella en seguida.

Alice la miró distante y dijo que no se encontraba bien.

Stella, figurita crispada de frustrada disposición, dijo:

—¡Oh, basta ya, Alice! —pero arrugó la frente y, decidiendo cambiar de táctica, añadió diplomáticamente—: ¿Quieres que te prepare una taza de té?

—Oh, sí, por favor. De verdad, estoy muerta.

Y, dejándose caer en una silla, se quedó inmóvil. En cuanto Stella hubo desaparecido en la cocina Alice abrió los ojos y miró a Martha como preguntando: ¿puedo confiar en ti? Martha, que también se había desplomado en una silla, le preguntó inocente:

—¿Es verdad que basta con saltar desde una mesa?

Hubiese deseado parecer competente, pero su rostro sólo expresaba desagrado.

—¿Sabes que fui al doctor Stern y me dijo que no estaba embarazada? —prosiguió, anhelante.

—¿Áh, sí?

Era una respuesta discreta, Alice seguía siendo la enfermera profesional que recuerda sus deberes. Pero no era eso lo que Martha quería.

—Dijo que no me preocupara.

Se hizo un pequeño silencio, y, por fin, Alice observó en tono vago:

—No creas que lo saben todo.

Martha sintió alarma, pero la rechazó.

—Sin embargo parece muy buen médico para estas cosas…

A lo cual Alice sólo pudo replicar que sí, que lo era. Apareció Stella con una bandeja. Se sentó y, mientras servía el té, asaetó a Alice a preguntas. Ella contestó evasivamente, con el buen humor que se oculta tras la total indiferencia. Difuminada como una nube, inerte como el agua, permanecía sentada, con los párpados entornados, haciendo pequeñas observaciones que consiguieron exasperar a Stella. Tras diez minutos de durísimo interrogatorio Stella había conseguido arrancarle la siguiente información: Alice creía estar en su tercer mes de gestación.

—¡Pero… qué dices! —Stella se hallaba estremecida de horror ante tal incompetencia—. ¡Tres meses!

Siguieron detalles clínicos, que Alice confirmó como si no guardasen relación alguna con ella, como si no fuera posible que se refiriesen a su persona.

—No sé, querida, de verdad que no sé —iba repitiendo.

—Bien tienes que saberlo —exclamó Stella, exasperada—. O tienes el período, o no lo tienes.

—Es que, sabes, nunca llevo esas cuentas.

Esto hizo que Martha afirmase con orgullo que tampoco ella lo hacía. Porque Alice y ella pertenecían a otra familia femenina, distinta de la de Stella, que explicó, con radiante satisfacción, lo mucho que sufría durante aquellos días. Alice y Martha la escucharon con tolerante contrariedad.

Habiendo fracasado en eso, Stella rumió durante un rato la manera de atacar por un frente más íntimo. Martha había comentado más de una vez con Douglas que, dándole la oportunidad, Stella seguramente les confesaría toda su vida marital, con pelos y señales. Las mujeres a cuya tradición pertenecían Alice y Martha estaban dispuestas a hablar de la menstruación o del embarazo con la mayor franqueza; pero, pese a la libertad con que enjuiciaban el tema, tenían por tabú discutir el acto sexual. Lo cual significaba que toda su información sobre cómo reaccionan sexualmente otras mujeres procedía de sus maridos, sistema que tiene ciertas desventajas. Stella se había sentido más de una vez molesta por las reticencias de Martha y Alice, que le parecían de un pudor vergonzoso, casi un insulto a su amistad. Pero en esta ocasión no insistió; volvió a preguntarle directamente qué pensaba hacer. Alice rió, cansada, y dijo que ya lo había probado todo. Cuando le pidieron pormenores precisó que había tomado ginebra y, luego, un baño caliente. Aquella falta de profesionalidad sorprendió a Stella, que procedió a aleccionarla con un discursito corto, pero eficiente, que Martha encontró extraordinariamente interesante, pero que fue escuchado por Alice con indiferencia y algún que otro reprimido bostezo. Stella le facilitó los nombres de tres mujeres, dos mestizas y una blanca, que podían hacer el trabajo por un precio módico. A lo que Alice replicó, por primera vez aquel día realmente emocionada, que había visto demasiadas chicas malogradas para siempre por esa clase de mujeres, para que se le ocurriese acercarse a ellas.

—Bueno, ¿y qué me dices del doctor Stern?

Alice respondió enojada, con la severidad de una maestra, que si Stella no iba con cuidado, e insistía en hablar así de médicos muy honrados, podía buscarse un disgusto. Stella se incorporó; se había sonrojado y estaba enfadada, a punto de romper en las más duras invectivas. Alice la miró con lasitud disculpándose según decía:

—Anda, siéntate, Stella, no tengo fuerzas para enzarzarme en una pelea.

Stella se sentó. Tras una pausa preguntó con dulzura engañosa, y una pizca de modesto interés, si quizá, después de todo, Alice quería tener el niño. A lo que Alice respondió alegremente:

—Algún día habrá de ser, ¿no?

Volvió a reír dando la impresión de hallar en su risa un placer infinito; y, al mismo tiempo miró a Stella desafiante, triunfante, muy divertida.

Stella encontró sus ojos con acusadora sorpresa, se volvió, como aparentando indiferencia, y cambió de conversación.

Al abandonar el piso, Stella comentó fríamente que era irresponsable por parte de Alice insistir en un hijo pasando, como pasaban, tantas estrecheces, y que, de todas formas era un crimen tener un niño cuando la guerra estaba a punto de estallar; finalmente, y tras un largo silencio, añadió que ella, personalmente, estaba demasiado delicada para ser madre, que podía dejar la vida en el parto. Dijo esto de un modo especulativo que hizo que Martha añadiese, divertida, que, con todo lo que acababa de decir, sería una absurdidad que quisiera tener un hijo. Stella adujo otras razones:

—Sería hacerle una mala pasada a Andrew; sería incapaz de ello.

Se despidieron casi inmediatamente y sin lamentarlo.

Martha se encaminó a casa lentamente, pensando en Alice. Se sentía violenta y confusa. La mujer embarazada, como abstracción, le inspiraba una fuerte repugnancia que evocaba en ella varias imágenes en rápida sucesión, todas ellas desagradables. De su infancia le llegaba el recuerdo de susurros, de intimidades molestas y escondidas indisposiciones. Sobremanera espantoso era que todos aquellos secretos furtivos, que ella y sus amigas repudiaban con tanta firmeza, la estuviesen esperando a su alrededor, igual de fuertes, tal como los temía: Alice, por estar embarazada, quedaba clasificada en el grupo de la gente mayor, o, al menos, así lo sentía Martha. A causa de ella, se sentía atrapada, consciente de sus ataduras. Hizo un esfuerzo mental por alejar esa idea, y se alegró pensando que no estaba encadenada: ¡era libre! Aquel piso medio sumergido en la penumbra, aquella muchacha pálida, cetrina, enfermiza, con la batita rosa, le parecían una prisión sofocante. Pero, al mismo tiempo, sentía brotar una emoción más profunda hacia Alice, algo que provenía de una curiosidad inconsciente, algo cálido, tierno, protector. Era una emoción no muy alejada de la envidia. Dentro de seis meses, Alice tendría un hijo. No era mucho tiempo. Pero, en cuanto hubo formulado este pensamiento en palabras, volvió a reaccionar y notó el estremecido impulso de escapar. Podía imaginarse la escena: Alice, blanda y desfigurada, con un bebé feo, babeante, llenando biberones, cambiando pañales entre todo tipo de olores.

Cuando llegó al piso, se desnudó y examinó con ansia cada centímetro de su cuerpo. Intachable, entero, perfecto: la carne todavía era suave y firme, no tenía ni una sola tara. Pasó a examinarse los pechos, incómoda: debía reconocer que eran más pesados que otrora. Estaban más llenos, algo más rojos…, sintió que la invadía el pánico, acallado en seguida por la ciega confianza en el doctor Stern. Cimentaba su tranquilidad el que, después de la segunda visita, Douglas y ella hubiesen seguido con toda exactitud los rituales prescritos. Era libre. Continuó gozando su libertad toda la tarde, aunque la imagen de Alice no la abandonaba, y se preguntó cómo podía estar tan contenta ante la idea de esperar un hijo si apenas hacía un mes había hablado de ello con total aversión.

Cuando Douglas volvió de la oficina, le describió los acontecimientos del día, calificando el cursillo de miserable pérdida de tiempo, y riéndose de las frustradas homilías de Stella, y de la vaga determinación de Alice. Pero Douglas, que en ocasiones, cada vez más frecuentes, recordaba su condición de funcionario gubernamental, afirmó, de manera más bien gratuita, que Stella iba a buscarse un lío en cualquier momento: procurar abortos era ilegal, fue la frase tajante que utilizó. A esto Martha replicó con un colérico ataque a los gobiernos que pretenden decir a las mujeres qué tienen que hacer con su cuerpo; era el colmo de los insultos a la libertad personal. Douglas la escuchó, mohíno, y dijo, por toda respuesta, que la ley era la ley. Así que Martha tuvo que refugiarse en sí misma, lo cual significa que se puso alegre, dura e indiferente. Douglas insistió en saber qué pensaba hacer, desestimado el cursillo para enfermeras, y Martha comprendió que sobre todo le preocupaba verla excluida de la guerra, lejos de las aventuras que él buscaba con tanto afán; y esa renuencia la acentuaban sus propias ensoñaciones en cuanto a ciertos aspectos de aquella aventura.

Llevado de su celo oficial, llegó a hacer varias y muy juiciosas observaciones sobre lo inadecuado de poner en peligro a las mujeres. Martha pensó que debía de estar bromeando; para una mujer joven nada hay tan sorprendente como la facilidad con que los hombres, incluso los inteligentes y de mentalidad liberal, retroceden al viejo autoritarismo en cuanto sienten su potestad amenazada, y dicen cosas de una trivialidad y pomposidad sin proporción alguna con su nivel de pensamiento.

Al principio Martha se mostró incrédula, luego, atemorizada, y finalmente empezó a despreciarle. Se hizo todavía más alegre y brillante, para fascinarle, y en seguida le despreció, más aún, por dejarse fascinar; pero él, que comenzaba a intuir los manejos de Martha, volvió a replegarse en su actitud oficial. Martha se burló de él despiadadamente, y se pelearon. El resultado de aquel odio fue una velada extraña, que terminó a las cuatro de la madrugada en la feria, con Martha, mareada y aturdida, rodando en la gran noria, como si todo su porvenir dependiese de su facultad de continuar allí. Por encima de la ciudad apagada, en la que unas pocas ventanas dispersas mostraban los lugares donde los trasnochadores se rendían, por fin, al sueño, Martha se mantuvo asida, hundiéndose enfermizamente hacia la tierra y luego ascendiendo de nuevo, hasta que también la rueda dejó de funcionar, y cesó la música, y no tuvieron más remedio que irse a dormir. Desde la ventana de la habitación podían contemplar sobre la calle las primeras luces del alba. Los criados nativos empezaban a llegar de las reservas, a tiempo de iniciar el trabajo.

Se despertó sobresaltada; el otro lado de la cama estaba vacío. Se oían ruidos en el piso vecino. Se dio cuenta de que eran casi las once. Estaba todavía en camisón, intentando encontrar la bata, cuando la puerta empezó a abrirse muy suavemente. Aquel movimiento precavido cesó; alguien que estaba al otro lado dejó caer algo; la puerta se abrió de golpe, hasta dar contra la pared, y en la habitación apareció su madre, que intentaba coger paquetes caídos por todas partes.

—Ah, ya te has levantado —dijo, cortante—. No quería despertarte, intentaba no hacer ruido.

Luego, alcanzando un último paquete para formar un gran montón sobre la cama, dijo, socarrona:

—Menuda vida te das, tumbada en la cama hasta las once.

Esta picardía provocó en Martha el desagrado de costumbre. Se había puesto la bata, que abrochó de arriba abajo.

—Temí que estuvieras enferma; como me asomé y te vi… Si quieres, iré a buscar al médico; no te levantes, puedes quedarte en la cama; y te cuidaré…, al menos, hoy.

—Me encuentro perfectamente bien —dijo Martha sin agrado—. Voy a hacer un poco de té.

Se adelantó con firmeza y mostró el camino; pero la señora Quest no la siguió de inmediato.

Martha se sentó en el diván y escuchó. Su madre estaba siguiendo en la alcoba el ritual que ya había llevado a cabo allí, en la sala. Había quitado flores y jarrones y los había vuelto a colocar; las sillas estaban dispuestas de otro modo, y los libros, todos en su sitio. La señora Quest se había tranquilizado procediendo a arreglar y cambiar todas las cosas de la sala de estar, y ahora hacía lo mismo en el dormitorio. Martha tuvo tiempo de preparar el té y ponerlo en una bandeja antes de que su madre reapareciese.

—He hecho la cama. ¿Sabes que tienes el camisón roto? Te lo voy a coser mientras estoy aquí. No has fregado el baño, está todo mojado —exclamó, agitada.

En una mano llevaba el camisón de Martha. Lo miró y, ruborizándose, añadió con coquetería:

—No acabo de entender como podéis llevar esto tan transparente.

Martha sirvió el té en silencio. Sabía que no tenía motivos para estar tan furiosa. Pero era la violencia de su emoción lo que la mantenía callada; aunque podía asegurarse que nada era tan natural, incluso tan inofensivo y patético, como la necesidad de aquella mujer desafortunada, de entrometerse en cualquier vida que no fuera la suya. Esto se lo decía su inteligencia, y su conciencia le señalaba que estaba haciendo de un grano de arena una montaña; pero la verdad es que temblaba de irritación. La expresión con que miraba a su madre era reflejo de esa profunda hostilidad. Como de costumbre, ese proceder tuvo en la señora Quest el efecto de una acusación. Y así llegaron a la fase siguiente del ciclo fatídico: su madre dijo que no durmiendo lo suficiente perjudicaba a Douglas, porque caería enferma y él tendría que pagar las facturas del médico. Pero Martha se mantuvo implacable, y la señora Quest prosiguió en tono apresurado, de desaprobación:

—Si me das hilo y aguja, te arreglaré el camisón.

Martha se levantó, sacó hijo y aguja, y se los entregó a su madre sin pronunciar palabra. No podía soportar ver el camisón, que todavía conservaba el calor de su cuerpo, apretado con nerviosa posesión por las manos de su madre. Pero decidió aguantar. Después de todo, se dijo, si tanto le gusta… Y luego no tiene la culpa de haber sido educada en esa sociedad… Esta idea le procuró cierto distanciamiento. Quedóse contemplando aquellas manos, viejas y sarmentosas, que le reparaban el camisón. Le hacían compadecer a su madre. Recordar cómo había amado, de niña, las manos de su madre: podía ver unas manos de mujer, blancas, bonitas, que ya no existían.

La señora Quest le estaba hablando de cosas de la granja, de la casa que querían comprar en la ciudad, de la salud de su padre.

Martha apenas la escuchaba. Estaba ocupada en examinar y reparar aquellos bastiones intelectuales que le servían para defenderse; aquel edificio que había cobrado su primera forma tiempo atrás, en su infancia, lo cual, ahora, le hacía casi imposible recordar qué aspecto ofrecía entonces. Cada año se había hecho más complicado, había derivado en nuevas ramificaciones; era como si Martha fuese alguna variedad de insecto cuya supervivencia dependiese de aquellas murallas. Tras ellas, tomándolos de todas partes, se aferraba a los ladrillos de los argumentos, a las piedras de las palabras, descartando las que no encajasen en el edificio.

Contemplaba a su madre desde un pensar profundamente abstracto, como si ni ella ni la señora Quest tuviesen validez alguna en cuanto personas y fuesen, sólo, peones en manos de aquella antigua fatalidad. Podía contemplar una secuencia de eventos inalterables que, precediéndolas, se extendían hacia el futuro. Vio a su madre, convertida en colegiala victoriana, de aspecto un poco relamido, rebelándose en este caso contra un padre patriarcal, estricto. Podía verse en el lugar que ahora ella, horriblemente metamorfoseada, totalmente dependiente de sus hijos en cuanto a sus intereses vitales, fuente y objeto de rencor; delante de sí tenía su madre a una mujer joven de la que sólo podía distinguir claramente el rostro, obstinado. Y tras aquellas mujeres, una serie de sombras de hombres dependientes de ellas, de voluntad quebrantada, víctimas de enfermedades imaginarias. Ésta era la pesadilla, la pesadilla de una clase y de una generación: la repetición. Y, aunque Martha no había leído nada de los grandes intérpretes de los sueños, se había empapado de la literatura menor de los últimos treinta años, que casi trataba exclusivamente de aquello: de una serie de individuos sojuzgados, cuya prisión se hallaba en su propio interior, como las semillas de una enfermedad fatal. Una estructura que nada lograba alterar.

Pero, junto a esta fatalidad inapelable, continuaban brillando diminutas llamas de esperanza: pensó que, a fin de cuentas, aquellas grandes luchas a vida o muerte no siempre se habían desarrollado dentro de la familia; y posiblemente las cosas pudiesen volver a cambiar; pensó también, que, habiendo decidido no tener un hijo, estaba en sus manos romper el círculo.

Así volvió a la conversación, con una pregunta a flor de labios.

La señora Quest estaba hablando sobre la guerra que se avecinaba. No tenía ninguna duda sobre el modo en que se iba a desarrollar. Inglaterra tenía que encargarse de combatir a la vez a Hitler y a Stalin. Martha insinuó que eso, quizá, fuese demasiado difícil. Pero su madre la interrumpió preguntándole dónde estaba su patriotismo, y señalando que nunca había sido buena patriota. Aun sin la ayuda de los perezosos e inútiles americanos, que nunca entraban en guerra hasta no ver la oportunidad de salirse con una buena tajada, Inglaterra podía arreglárselas para abrirse camino hacia la victoria final, como siempre había hecho. Sólo concentrándose en preocupaciones más personales pudo Martha prescindir de la lógica. Así le preguntó sin ambages si había abortado alguna vez. Y se apresuró a decir que lo quería saber «por causa de una amiga». Sorprendida, la señora Quest tardó algunos segundos en ajustarse al nuevo sesgo de la conversación. Vagamente, respondió:

—¿Por qué lo preguntas? ¿Estás…?

Martha suprimió la hostilidad que le provocaba la evasiva y dijo:

—No.

—Pues lo parece —dijo su madre abiertamente, triunfal.

—Pues no lo estoy. —E insistió—: Me gustaría que me dijeses…

No tenía ni idea de lo que esperaba oírle decir.

La señora Quest la miró; su vigoroso rostro con la incierta expresión de quien intenta recordar el pasado.

Martha se repetía que aquella pregunta podía muy bien producir todo tipo de confusiones y violencias. Siempre sucedía así. ¿Qué pretendía que le respondiese su madre? La miró en silencio, deseando un milagro: que su madre hiciese algunas sinceras, elementales observaciones, que pronunciase unas palabras, todo ello sin énfasis, sin dramatismos que creasen una situación embarazosa. Necesitaba las palabras justas.

Recordó que su madre no había querido que ella naciese. ¿Cómo había conseguido aceptarla finalmente? ¿Era esto lo que pretendía saber? Pero en aquel momento, mientras la contemplaba, sólo acertaba a pensar que la señora Quest había pasado una juventud enérgica, libre, había hecho su vida —era la frase exacta que había empleado, mucho antes de que las hijas de la clase media empezasen a hacerlo—; y, como consecuencia de ello, se había peleado con su padre. Se había casado ya mayor.

Ahora llevaba ya muchos años convertida en aquella hembra realista y sobremanera eficiente; pero, escondida en algún lugar, debía hallarse la madre que la había gestado. Era un hecho incontrovertible que Martha había salido de aquel cuerpo blanco y femenino. Podía recordar a su madre desnuda; había sido muy bella, con un cuerpo blanco, fuerte y espléndido, caderas anchas, pechos duros y fuertes: el ideal helénico de belleza. Las manos blancas, delicadas y fuertes que Martha recordaba habían pertenecido a aquel cuerpo albo y tierno. Aquellas manos la habían cuidado siendo niña. ¿Por qué su madre no podía resucitar a la mujer que había sido, dirigirle las palabras sencillas y apropiadas que necesitaba?

Estaba manoseando con dedos torpes e hinchados el fino camisón de Martha, como si hubiese decidido no confesar su desaprobación; frunció el ceño. Se sentía extraordinariamente incómoda.

Martha procuró desesperadamente mantener aquella otra imagen, para oponerla a la que ahora se le presentaba. Podía ver claramente a la primera de las dos mujeres, e incluso sentir las ráfagas de ternura emanantes de ella.

Luego, súbitamente, aquella emoción pura y simple tropezó con algo nuevo: sintió piedad, y era como si una mano la estrujase. Estaba recordando otro episodio. Tumbada en la oscuridad de la casa, en la granja, escuchaba el piano, que resonaba a través de las habitaciones. Se había levantado, y atravesando habitaciones oscuras, alcanzado el umbral de una puerta. Su madre estaba sentada ante el teclado, llevaba el pelo recogido en un gran moño que ofrecía destellos dorados donde caía la luz de dos velas, cuya llama flotaba inmóvil sobre sus tallos largos, blancos, transparentes. Tenía lágrimas en las mejillas, y sus labios esbozaban una sonrisa. Los románticos compases de un Nocturno de Chopin se desgranaban en la noche africana acompañados por el zumbido de los grillos y el ritmo trepidante de los tam-tams del poblado nativo. Martha sonrió con un mohín: todavía recordaba el sentimiento de piedad que la había embargado ante aquella escena. Su madre apartó la vista del camisón y le preguntó, celosa:

—¿De qué sonríes?

—Madre —dijo desesperada—, tú no querías que yo naciese, o sea que…

La señora Quest se echó a reír, y respondió que Martha le había venido totalmente por sorpresa.

Martha esperó y, luego, la aguijoneó:

—¿Cómo te sentiste?

Su rostro cuadrado adoptó un ligero aire de precaución.

—Oh, pues…

Pero inmediatamente emprendió el alegre y divertido relato, tantas veces oído, de la dificultad de encontrar vestidos que le viniesen bien, y otros problemas, que no tardó en desembocar en las angustias del parto, experiencia muy dolorosa, como tantas veces le habían repetido.

—Pero ¿qué sentías? Quiero decir que, después de todo, no debió ser tan sencillo… —insistió Martha.

—Oh, no, de sencillo no tuvo nada, ya te lo digo —y comenzó a repetirle que había sido una criatura muy difícil.

—Claro que no era culpa tuya. Para empezar, no tenía bastante leche, aunque no lo sabía; y luego empecé a alternar con leche de vaca, pero no me di cuenta de nada hasta que el médico me dijo que tenía que ser en doble proporción. De modo que, entre una cosa y otra, durante los primeros nueve meses estuve a punto de matarte de hambre. —Se echó a reír de buena gana, y añadió—: No me extraña que te pasases llorando día y noche.

Presa de un rencor ya familiar, volvió a presionarla:

—Pero, mamá, cuando te enteraste de que ibas a tener un hijo…

Su madre la interrumpió:

—Y entonces tuvimos a tu hermano, se portaba muy bien, no como tú.

Se resignó, siempre acababa claudicando; porque, por alguna razón, siempre había parecido justo e inevitable que su madre prefiriese a su delicado hermanito.

Aguantó hasta el final la conocida historia reprimiendo el violento y exasperado deseo de coger a su madre y sacudirla por los hombros hasta que vomitase, en unas pocas frases razonables y consoladoras, la verdad que necesitaba a toda costa. Pero la señora Quest había olvidado lo que pudo haber sentido… Ya no se hallaba interesada. ¿Por qué iba a estarlo? Era mayor y había dejado atrás todas las preocupaciones de ser mujer.

Al cabo de poco volvió a hablar de la guerra, criticó a Chamberlain con cuatro frases tajantes y expresó la opinión de que Churchill era quien debía ocupar el cargo. Los Quest pertenecían a ese sector de la clase media inglesa que de buena gana se haría conservadora, si los conservadores fuesen un poco más eficientes. Pero, vista la realidad, no dejaban de quejarse de la ineficacia y la corrupción del partido por el que sin duda hubiesen votado, de vivir en Inglaterra.

Marchó cercana ya la hora de comer, no sin antes haber aconsejado a Martha que visitase al médico, para que le recetara un buen tónico. Tenía muy mal aspecto y ¿qué iba a pensar Douglas?

El resultado de la visita de su madre fue la renovada decisión de Martha de no limitarse a ser una ama de casa. Debía aprender una profesión inmediatamente, o, al menos, encontrar algún tipo de trabajo. Pero su determinación no era tan firme como daba a entender la inmensa energía con que habló de ella a Douglas.

Se sentía dominada por un tan profundo letargo, que, de hecho, se pasaba la mayor parte del tiempo tumbada en el diván, sin pensar en nada. Se sentía pesada, incómoda, enferma. Y se aferraba a Douglas con la dependencia de un niño. Cuando marchaba él, por la mañana, sentíase desgraciada, y, varias horas antes de que volviese, ya le esperaba con ansiedad. Sin embargo, el orgullo le impedía tanto mostrar esa dependencia, como pedirle que volviese a casa para el almuerzo. Por las noches, la música tristona y estridente de las atracciones se convertía en una obsesión. Se despertaba en mitad de la noche llorando, pero sin saber por qué. Echaba las cortinas, para no ver la noria; pero se quedaba acostada contemplando el juego de sus luces en la tela delgada. Se acusó de todo tipo de debilidades mentales, de estupidez; pero, pese a todo, la monotonía persistente de aquel ciclo de destellos le parecía revelar una verdad definitiva e íntima; era como si se hallase hipnotizada.

Durante el día, se sentaba con un libro e intentaba leer, pero se daba cuenta de que no comprendía una sola palabra. Era como si esperase oír algo, como si sus miembros estuvieran tensos.

Una mañana se sintió muy mal, y de repente, la sospecha que había estado rechazando tanto tiempo se convirtió en certidumbre en un momento. Cuando Douglas regresó a casa, por la noche, le dijo, huraña, como culpándole, que debía de estar embarazada; e insistió en ello pese a sus protestas de que el doctor Stern no podía haberse equivocado. Por fin le propuso que fuese a hablar con Stella, cuya autoridad en la materia era evidente. Martha contestó que lo haría; pero, llegado el momento, rechazó la idea y, en lugar de visitar a Stella, se fue a ver a Alice.

La mañana calurosa, polvorienta. El viento cálido arrastraba calle abajo montones de hojas secas. Las jacarandas mostraban brazos amarillos, abrasados. Aquel mes en que todo se secaba amarilleando y marchitándose, aquella época del año, tensa y vibrante a la espera de las lluvias que se avecinaban, siempre le daba la sensación de un otoño perverso, y ahora la llenaba de delicada y fría aprensión. Por encima del revuelo polvoriento, el cielo era un espejo de cálida luz azul.

Alice se encontraba sentada en un amplio sillón, vestida con la bata de tafetán rosa.

Acogió a Martha con alegre indiferencia, y le ofreció asiento. Encima de la mesa, a su lado, un montón de libros: La Futura Mamá, Cómo Cuidar de tu Hijo y Tus Meses de Preparación.

Martha les dirigió una ojeada y Alice comentó:

—Si supieses las tonterías que dicen, parece mentira… —y los apartó.

Levantándose se colocó frente a Martha, las manos suavemente apoyadas en el vientre.

—Todavía no se me nota —recalcó con orgullo.

Y se miró el estómago con aquellos ojillos azules, preocupados; parecía estar escuchando.

—Según los textos, no se empieza a notar hasta…; pero yo he hecho mis cálculos, y la verdad es que se revela mucho antes. Al principio pensé que podía ser aire —comentó Alice, el rostro torcido por una pequeña mueca, como de aguzar el oído.

—Creo que yo también estoy embarazada —dijo Martha, nerviosa.

—¿De veras? —Volvió a sentarse, las manos formando una curva protectora, y añadió—: Mira, cuando empiezas a acostumbrarte, la verdad es que resulta bastante interesante.

—No, si no pienso tenerlo —dijo Martha con energía.

Alice no le respondió. Martha comprendió que se había refugiado en aquel su mundo particular, de sensaciones, y que cuanto sucedía afuera la tenía sin cuidado. Reconocía aquella sensación: ¿no era, acaso, la que había estado combatiendo durante las últimas semanas?

Tras una pausa, y como prosiguiendo una conversación que mantuviera consigo misma, Alice exclamó:

—En fin, al diablo con todo; total, ¿a quién le importa? —y soltó una risita nerviosa, seca, mientras cogía un cigarrillo.

—Tú pareces estar muy contenta —observó Martha, casi riendo.

Alice hizo un gesto de sorpresa, y sólo contestó:

—Ahí tienes cigarrillos; coge, si quieres.

La mañana iba avanzando. Alice, tenue y segura en su mundo privado, fumaba sin parar, encendiendo un pitillo con otro, y, de vez en cuando, haciendo algún comentario como:

—Creo que será para febrero.

Cuando, por fin, Martha hizo ademán de marchar, Alice pareció recordar que no se había mostrado todo lo comprensiva que debía. Con la puerta entreabierta, después que Martha hubiese salido, empezó a ofrecerle pequeños consejos, en tono de disculpa, insistiendo, sobre todo, en que fuese a ver a Stella inmediatamente. Martha volvió a casa y tomó el teléfono, pero no consiguió marcar el número de Stella. Rechazó la idea, sentía una viva aversión por ella. Pensaba en Alice, y a pesar de su profundo y persistente abatimiento, y de saber que la red se iba apretando a su alrededor, se notaba presa de un júbilo irracional. «Cualquiera diría», se repetía, enojada, «que estás encantada con la idea…». Con eficiencia que hubiera sido encomiada por Stella, se puso la bata, cerró la puerta con llave, y descolgó el teléfono. Y empezó a beber, con pausada determinación, un vaso tras otro de ginebra, hasta que hubo dado cuenta de toda una botella. Luego se tumbó y se quedó dormida. Se despertó a las cuatro de la tarde; no sentía nada especial, tan sólo cierta debilidad en las rodillas. Se preparó un baño tan caliente, que no podía meter en él la mano; y, apretando los dientes, entró en el agua. El dolor fue tan agudo, que casi se desmayó. Pero, decidida a llegar hasta el final, permaneció en la bañera hasta que el agua se entibió. Cuando salió del baño, estaba escaldada y no podía tocarse la piel. Se dio crema por todo el cuerpo y se acostó en la cama, estremecida al contacto de las sábanas, e incluso lloró un poco, de tanto que le dolía. Volvió a dormirse. Cuando despertó Douglas intentaba abrir la puerta cerrada con llave. Tambaleándose, salió a abrirle.

Naturalmente, Douglas se sintió contrariado ante aquella criatura desgreñada y aturdida, que apestaba a ginebra. Pero una voz fría y eficiente procedió a informarle que todo aquello era necesario. Se sentó, respingando, mientras Martha se subía varias veces a la mesa, para saltar sobre los talones con cuanta fuerza podía. Al cabo de media hora, y no pudiendo soportarlo más, la obligó a acostarse. Con vocecilla triunfal, Martha le comunicó que, si aquello no la liberaba, nada podría hacerlo.

A la mañana siguiente se despertó sintiendo las extremidades como si se las hubiesen pulverizado desde dentro, como si la piel estuviese despegada del cuerpo y fuese sólo una dolorosa cobertura, pero unida, pese a todo, al resto del cuerpo. Douglas se sorprendió al oírle decir, con voz de inequívoca satisfacción, que debía de ser sana y fuerte como un caballo. No podía soportarlo: aquella mujer decidida, de rictus firme y ojos fríos y distantes, le horrorizaba profundamente.

—Pues bien —preguntó Martha en tono práctico—, ¿queremos o no queremos tener ese hijo?

Douglas evitó la respuesta diciéndole que lo primero que debía hacer era visitar al doctor Stern, y se escabulló hacia la oficina intentando olvidar el hecho palpable de que Martha le despreciaba por su debilidad de hombre.

Aquella misma tarde Martha volvió a entrar en el despacho del doctor Stern, y su pánico y desesperación eran tales, que el doctor en seguida se dio cuenta, y le ofreció un trago, que sacó de un pequeño aparador. Martha le observaba, ansiosa, y vio como la miraba de arriba abajo examinándola con la minuciosidad y experiencia que le acreditaban. ¿En quién había visto aquellos mismos gestos? Claro está, en la señora Talbot.

El doctor Stern, la amabilidad personificada, procedió a examinar a Martha. Ella le contó, riendo, las precauciones que había tomado, a lo que él contestó, muy serio conforme observaba la piel amoratada, que aquellas cosas no debían exagerarse. Pero nunca, ni por un segundo, cometió el error de hablarle en aquel tono anónimo, de autoridad masculina, que Martha hubiese repudiado con vehemencia.

Por fin la informó que estaba embarazada, de más de cuatro meses, lo cual la redujo al más completo silencio. La total seguridad, el poder de aquel hombre, de aquel doctor vestido de bata blanca, sentado tras la gran mesa, eran tales, que no acertó a pronunciar las palabras que le venían a la boca. Él, advirtiendo su mirada de reproche, dijo que los médicos no eran infalibles y, casi inmediatamente, añadió que una muchacha estupenda y llena de salud, como Martha, debería estar encantada de tener un hijo. Martha calló, se sentía desolada. Tras una pausa, adujo débilmente que no tenía ningún sentido tener un hijo estando tan próxima la guerra. A lo cual el doctor sonrió imperceptiblemente y dijo que el porcentaje de nacimientos, por las razones que fuese, siempre aumentaba en tiempo de guerra. Se sentía atrapada en una inmensa marea impersonal ante la cual nada significaba ella. Contemplaba a aquel hombre joven, no mucho mayor que ella, en todo caso, contemplaba su rostro responsable, serio, y, en lo más hondo de su corazón, le despreciaba amargamente.

Le preguntó descaradamente si podía practicarle un aborto.

Él contestó de inmediato que no podía hacerlo.

Siguió un silencio largo y difícil. El doctor Stern la contemplaba fijamente, con mirada experta; tomó una estatuilla que tenía sobre la mesa. Era de bronce y, representaba una especie de sirena que saltaba de cabeza desde una roca. La acarició con el dedo y dijo:

—¿Se da cuenta de que su hijo ya es así de grande?

Tenía unas cinco pulgadas. La impresión la desarmó. Había imaginado a aquella criatura como una «cosa», quizá un montón informe, de sustancia gelatinosa; o bien como podía ser a su nacimiento: como un bebé tierno, envuelto en una mantilla; pero desde luego no había pensado en él como un ser vivo de cinco pulgadas, acurrucado dentro de su carne.

—Ojos, orejas, brazos, piernas…, todo está ahí.

Volvió a tocar la estatuilla con el dedo, y, por último, dejó caer la mano y calló.

Martha estaba tan resentida que aún era incapaz de moverse o de pronunciar una sola palabra. Por lo visto, él solo la veía, y seguramente Douglas también, como «una muchacha rebosante de salud».

Entonces el doctor Stern añadió, con sonrisa cansada y divertida, que se maravillaría si supiese la proporción de pacientes que le visitaban, como ahora ella, cuando se daban cuenta de que estaban embarazadas y no querían hijos, y que luego, en cuanto se acostumbraban, lo acogían extraordinariamente contentas.

Martha no respondió. Se levantó, para salir. Él la imitó y, con profunda amabilidad humana, que Martha sólo apreciaría más tarde, dijo que lo pensase bien antes de abandonarse a una de aquellas «chapuceras»: el niño era ya demasiado grande como para andar jugando. Si tenía decidido abortar, debía ir a Johannesburgo, donde, como todo el mundo sabía, contaban con un hospital que era una especie de «industria» de esa especialidad. La palabra la hizo recular, y en seguida se dio cuenta, apreciando satíricamente su habilidad en tratarla, que la había elegido adrede.

Le dio la mano, invitándola a volver y hablar de todo ello cuando quisiese, y se volvió a su mesa.

Martha regresó a su piso sumida en la más negra desesperación. Su amargura se debía, en parte, al conocimiento de que algo en ella empezaba ya a ceder frente a aquel niño. No conseguía olvidar la figurilla, sus curvas de moldeado bronce, sus cinco pulgadas. En el dormitorio se descubrió de pie, en la misma posición en que había sorprendido a Alice, con las manos cuidadosamente dobladas sobre el vientre. De pronto se le ocurrió que el niño se le había adelantado; comprendió que aquel largo proceso había sido de franco engaño de sí misma, y, fugazmente, desechando en seguida la idea, que casi era como si todo el tiempo hubiese estado deseando aquel dichoso niño. ¿Cómo podía haber tomado por otra cosa aquellos movimientos irregulares, pero clarísimos?

Cuando Douglas regresó, le comunicó que no pensaba tener el niño por nada del mundo, y él se mostró en seguida de acuerdo. Esto la hizo sentirse un tanto enojada. Acordaron que fuese inmediatamente a Johannesburgo. Douglas sabía de un número sorprendente de mujeres que habían hecho aquel viaje y habían vuelto con toda tranquilidad.

Martha, que al día siguiente quedó sola para atender a todos los preparativos, no hizo absolutamente nada. Luego apareció su madre. En contra de todas sus intenciones, dejó escapar que estaba esperando un niño; la señora Quest la abrazó en seguida. Su madre estaba encantada; no podía ocultar su contento; dijo que era estupendo, que era, con mucho, lo mejor que podía ocurrirle, que así sentaría cabeza y no tendría tiempo para todas aquellas ideas extrañas, y soltó una risita desafiante, triunfante…; desgraciadamente, no podía quedarse con ella, porque tenía que regresar a la granja; le hubiese gustado tanto… Volvió a besarla y, con voz cálida y emocionada, le dijo que era la mayor experiencia en la vida de una mujer. Y la dejó, los ojos humedecidos, la sonrisa trémula.

Martha se sentía confundida; se sentó pensando que su madre debía de estar loca; sobre todo pensaba con enojo en aquella especie de triunfo que había mostrado. Volvió a levantarse, para preparar la maleta y hacer unas llamadas telefónicas; pero de nuevo todo se diluyó en indecisión. El niño, de cinco pulgadas, con ojos, nariz, boca, manos y pies, parecía muy activo. Se sentó notando cómo se movía en sus entrañas aquella cosa prisionera de su carne y se sintió aún más desgraciada al pensar que llevaba al menos una semana moviéndose en su interior, sin que ella lo hubiese advertido. ¿De qué servía pensar, planear, si existían emociones, que uno no quería reconocer, capaces de minar el terreno en contra de uno mismo? Sintió hacia su madre, hacia su marido, hacia el doctor Stern —porque todos se hallaban unidos en una conspiración en contra de ella— una rabia devastadora. Les dirigió violentos discursos de protesta: discursos tremendos, elocuentes; pero, desgraciadamente, no estaban allí, se encontraba sola.

Algo más tarde, colándose alegremente por la puerta, meneando ligeramente las caderas, los ojos relucientes de interés, apareció Stella. Había oído la noticia; los muchachos ya estaban bebiendo a la salud de Douglas en los clubs.

—Todo el mundo está muy convencido de que os casasteis con prisa —dijo Stella con una risita divertida.

Un pensamiento sorprendente cruzó su cabeza por primera vez.

—Bueno —exclamó al borde de la risa—, si estoy tan avanzada como dice el doctor Stern, ¡lo estaría ya cuando me casé!

Y echó atrás la cabeza riendo a carcajadas. Stella la coreó unos segundos, pero luego miró a Martha con impaciencia, a la espera de que terminase aquel acceso de hilaridad.

—Bueno —preguntó Stella—, ¿y qué piensas hacer?

Y Martha se encontró explicando a Stella, en tono obstinado y firme, con completa seguridad, lo peligroso que podía ser a estas alturas un aborto. Stella fue mostrándose más persuasiva y Martha más y más obstinada. Los argumentos que ahora encontraba para llevar adelante el embarazo eran tan poderosos e incontrovertibles como los que había estado utilizando en contra hacía sólo diez minutos. Descubrió que la idea de tener un hijo la excitaba extraordinariamente.

—Bien, bien, no os entiendo —comentó por fin Stella, disgustada—. Alice y tú estáis locas. Las dos. Completamente locas.

Levantándose, se detuvo frente a Martha, dispuesta a lanzar el ataque final; pero Martha le cortó el paso apuntando, en broma, que también ella debería tener un niño, si no quería verse excluida.

Stella se permitió un remedo de sonrisa, plena y apreciativa; pero inmediatamente la sustituyó por una desaprobadora sacudida de hombros.

—No voy a tener niños por ahora, sería un golpe para Andrew. Pero si tú quieres encerrarte en una guardería, a tu edad, allá tú.

Dirigió a aquella Martha triunfante y jocosa una mirada inquisitiva, se despidió, se puso con esmero los guantes y salió.

La inercia de la despedida la llevó hasta la calle. Su intención era ir de compras; pero, en lugar de hacerlo, se dirigió a la oficina de Douglas. Pidió a la mecanógrafa que la anunciase pero, incapaz de esperar, siguió a la muchacha e irrumpió en el despacho diciendo apresuradamente:

—Douggie, tengo que hablar contigo en seguida.

—Pasa, Stella.

A un gesto suyo, la mecanógrafa volvió a salir. Stella tomó asiento.

—Acabo de ver a Matty.

—Sí, la cosa está un poco complicada —se apresuró a decir.

Pero parecía seguro de sí, incluso orgulloso. Advirtiéndolo, Stella dijo con impaciencia:

—Es demasiado joven, no se da cuenta.

—Oh, no sé…, me da mucho miedo. Se va a lastimar. Me gustaría que le hablases, Stella.

—Pero si le he estado hablando, y no quiere escucharme.

—Después de todo, con una operación adecuada, en Johannesburgo, no hay ningún peligro; pero si se empieza a enredar con ginebra y todas esas tonterías…

Stella descartó con un movimiento de hombros la observación y dijo:

—Es más terca que una mula. Y sólo una niña. Ahora le hace ilusión, claro está; es muy natural.

Douglas la miró rápidamente, y se puso colorado. Los labios le temblaban. Se levantó…, y volvió a sentarse. Palideció.

—¿Qué demonios te sucede? —preguntó Stella, sonriente pero enfadada.

—Volveré a hablarle —murmuró.

Había comprendido. Ahora sólo quería que ella se fuese. Por primera vez, acababa de imaginarse al niño recién nacido. Y se imaginaba a sí mismo convertido en padre. El orgullo le estaba invadiendo. Ya había digerido el trago amargo de que Martha hubiese tomado una decisión sin consultarle, el enojo que le produjera su inconsistencia. Y sentía una extraordinaria exaltación.

Stella se había levantado.

—Estáis locos los dos —dijo.

—Pero…, Stella… —balbució para, luego, tras vacilar, besarla.

—¡En fin…! —exclamó ella riendo.

—Mira, Stella, estoy muy ocupado.

Ella asintió y dijo:

—Venid esta noche a tomar algo. Lo celebraremos. Aunque me parece que estáis locos de remate.

Con envidia inconsciente, volvió a mirar su cara colorada y orgullosa y salió.

Cuando Stella se hubo ido Douglas se apresuró a telefonear a Martha. Ella, la voz alegre, proclamó su convicción de que lo mejor que podían hacer era tener el niño.

—¡Vaya, Matty…! —exclamó Douglas uniendo a eso, en seguida, un grito de éxtasis, que ella acogió riendo audiblemente.

—¿Vienes a comer? —le preguntó. Y luego añadió cautelosa—: Si estás ocupado, déjalo.

—Pues la verdad es que tengo muchísimo trabajo.

—No importa, lo celebraremos esta noche.

—Ah, Stella nos ha invitado para esta noche…

—Oh, pero si Stella… —calló.

—Bueno, luego decidiremos.

Ambos callaron un momento esperando que el otro dijese algo. Finalmente Douglas, grave, consciente, insistió:

—Matty, ¿estás segura?

Ella rió por el tono de su voz, y le contestó bromeando:

—Desde hace una hora.

—Bien, hasta luego, pues.

Colgó el auricular, pero estuvo a punto de volverlo a tomar para llamarle otra vez. Evidentemente, tenía que decir o hacer algo más, otra cosa. Sentía la imperiosa necesidad de dar rienda suelta a sus ánimos, a su orgullo. Le era imposible continuar quieto, trabajando en la oficina. Cruzó hasta la puerta que comunicaba con el despacho de su jefe, y se detuvo ante ella. No, quizá podía decírselo más adelante. Dejó una nota, para decir que estaría de vuelta al cabo de media hora, y salió a la calle. Se dio cuenta de que se encaminaba hacia el piso. Aminoró el paso hasta pararse. Estaba plantado en una esquina, la mirada perdida en el vacío, respirando profundamente, sonriente. En la acera opuesta había una floristería. Se sintió impelido hacia el escaparate. Reparó en unos claveles intensamente rojos. Le mandaría unas flores; sí, claro, eso haría. Pero, a punto ya de entrar en la tienda, recordó la cara de Martha tal como la había visto por la mañana: tozuda, enojada, mohína. No entró a por las flores. Dudó, dio vuelta, y acabó por seguir su camino hacia casa. Le daría la sorpresa de presentarse a la hora de comer. Pero de nuevo se detuvo en la acera, incapaz de tomar una decisión. Poco faltó para que regresase a la oficina. Y menos para que saliese en busca de Martha. Concedió una nueva y larga ojeada a la masa de rojos visibles tras la vidriera. Y entonces pensó: no me vendría mal una copa. Y se llegó paseando hasta el club donde acostumbraba a tomar algo antes de comer.

La primera persona que vio en el bar fue Perry, que estaba tomando unas patatas fritas y una cerveza. Se saludaron y Perry le acercó el plato de las patatas. Douglas lo rechazó con un ademán:

—No, gracias, mi úlcera se está dejando sentir otra vez.

—La mía, cuanto peor la trato, mejor se porta.

Perry le observó fijamente con sus brillantes ojos azules, y preguntó:

—¿A qué se debe ese aspecto radiante?

—Vamos a tener un niño —respondió Douglas, orgulloso.

Las lágrimas le asomaban a los ojos: alcanzaba el clímax de su alegría.

—Estás bromeando —dijo Perry, cortés, pero irónico.

Douglas se echó a reír, y luego dio un grito de contento; los que se volvieron para mirarle sonreían comprensivos.

—Es la pura verdad. —Llamó al camarero—: Sirva una ronda a todos, pago yo.

Un momento más tarde Douglas recibía palmadas de felicitación en hombros y espalda.

—Ea, ea, no seáis locos —decía sonriendo—, ¡quietos ya!

Entonces Perry, muy seria la expresión, hundió la mano en el bolsillo y extrajo unos papeles.

—Esto es lo que necesitas ahora mismo —dijo según colocaba los papeles frente a Douglas.

—No quieras trabajar tanto —respondió él, risueño, al tiempo que apartaba los impresos.

Eran pólizas de seguros. Perry era director de una importante compañía del ramo.

—Es el mejor seguro que existe al sur del Sahara —dijo Perry. Sacó una estilográfica y se la entregó a Douglas—. Firma sobre la línea punteada.

Pero Douglas recogió los impresos y se los devolvió. Sin embargo, mientras bebían y hablaban, volvió a mirarlos y, cuando abandonaban el bar, advirtió:

—No me importaría echar un vistazo a esa póliza en cualquier otro momento.

—Ya te la mandaré —dijo Perry.

—¿Tú crees que es lo que necesito?

—Es la que yo me haría, si estuviese esperando un hijo.

Tras despedirse, Perry se alejó paseando. Douglas pensó: será una sorpresa para Matty. Quería llevarle algo. Corrió llamando a Perry, y juntos se dirigieron a las oficinas de la sociedad. Douglas firmó los documentos allí mismo. Telefoneó a su oficina para decir que no regresaría por la tarde, y salió al encuentro de Martha. Salvó el último tramo del camino a la carrera, y subió precipitadamente con el fajo de formularios en la mano, alegre como un muchacho. Pensaba en la cara que pondría Martha cuando viese el seguro.