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—Bueno, Matty, ahora ya podrás dedicarte a tu trabajo.

Con esas palabras y un beso de despedida en la mejilla, Doglas marchaba a la oficina, como todas las mañanas, la cara radiante de satisfacción. Joven, amable, seguro de sí, cruzaba el dormitorio desordenado y, camino de la puerta, el paso elástico, sonreía a Martha, envuelta en seda y en sábanas arrugadas y sucias, y desaparecía silbando en el corredor. Aquel aire suyo, de propietario satisfecho, seguía suscitando en Martha una ola de vivo resentimiento a la que siempre sucedía otra, de compunción. Para explicar aquel remordimiento, porque por encima de cualquier otra cosa era esencial poder explicar todas las emociones contradictorias que la asaltaban, ya tenía formada su teoría.

Cuando Douglas hubo salido, de una patada echó la ropa de la cama al suelo y se dejó caer boca arriba sobre las sábanas y almohadas, de pronto más frescas. Se quedó quieta. Enfrente tenía dos límpidos rectángulos de cielo azul y luminoso, en uno de los cuales aparecía suspendida la noria negra e inmóvil del parque de atracciones. El sol culebreaba cálidamente sobre la pared. De arriba, de abajo, de todas partes, le llegaban voces, rumores de limpieza, el llanto de un niño. Pero allí, en el corazón del edificio, continuaban sus dos habitaciones, silenciosas, blancas, vacías. Tendida en la cama, tocando con desagrado la seda del camisón, intentaba relajarse en la conciencia de aquel silencio y de aquel espacio. Pensaba en Douglas, que ya debía estar en la oficina; evocaba aquella expresión de serenidad con que admitía él cualquier broma; volvía todas las noches para compartir con ella el placer de lo que se había contado en el despacho. ¡Cómo le odiaba por ello! Y aquel resentimiento, aquel vivo desagrado, iban dirigidos a su marido.

Olvidando los pocos meses que había pasado en la ciudad antes de casarse, porque se le hacía insoportable pensar en ellos, recordó la época pasada en la granja, durante su niñez. De aquella época había seleccionado varios incidentes que incorporar a su teoría. Uno era aquel joven que…, otro aquel otro que…, y aquella ocasión en la… Después de concentrarse horas y horas, lograba formular lo siguiente: las mujeres odian a los hombres que las dan por conquistadas. No estaba mal como cuento para una revista.

Aquella expresión impersonal las mujeres la reconfortaba, aunque sólo brevemente, porque, apenas formulada, surgía la imagen que parecían traer aparejada: algo buscado, solicitado, caprichoso, que se complace en otorgar favores. No: en aquella mujer caprichosa existía algo extraordinariamente desagradable; y, en cuanto lograba formarse una pequeña idea de ello, se veía obligada a repudiarla totalmente, ¡pertenecía tan sólo al pasado! La aureola de recato de esa mujer era insoportable. Y, sin embargo, entre Douglas y ella se había establecido casi inmediatamente una amistad fraternal; cuando él se echaba alegremente sobre la cama abrazándola en un acto amoroso, de jovial compañerismo, que prescindía de la mujer que debe ser adorada, le despreciaba desde el fondo del corazón, emoción a la que inevitablemente seguía un afecto culpable. Se dijo, franca y llanamente, que la situación era insatisfactoria.

Saltó de la cama, pasó a la sala de estar y se arrodilló ante la librería. Libros. Palabras. Desde luego debía existir algún encadenado de palabras que expresase con certeza y claridad lo que experimentaba, que aislase sus emociones de tal modo, que las pudiese contemplar desde fuera. Pertenecía ella a una generación que, no habiendo encontrado nada en la religión, se había formado en la literatura. Y los libros que le hablaban más directamente eran los escritos en los últimos cien años en la Europa occidental, y, de todos ellos, los de tono más personal, de autoconfesión. Y así, arrodillada ante las estanterías, experimentaba la imperiosa necesidad de dar con la fórmula deseada; porque un hecho notable era su indiferencia a las críticas de sus padres y de sus familiares, o de sacerdotes, profesores, políticos y gente de la Prensa; mientras que, en cambio, una adversa descripción de un personaje parecido al suyo, leído en una novela, la precipitaba a un estado de ansiosa búsqueda espiritual que duraba días. Lo cual viene a decir que en vano declinan los artistas con tanta insistencia la responsabilidad de sus productos so pretexto de que son, simplemente, un «juego divino» o un «trasunto de los fuegos creadores de la ironía», etcétera, cuando las Marthas de este mundo leen su obra buscando ansiosas respuesta a la pregunta: ¿qué puedo aprender sobre mi vida en este libro? En efecto, no sirve de nada…, si bien hay que admitir que siempre llegaba el momento en que, abandonando novelistas y narradores, se volvía Martha hacia aquella otra parte de la estantería, consagrada a libros titulados: «Psicología de…», «Comportamiento de…», «Guía de…», pensando, aunque sin apenas formulárselo, que los novelistas no habían plasmado toda la vida; porque, sin lugar a dudas, el tipo de cosas de las que hablaba con Stella o con Alice no se hallaban reflejadas en la literatura…, o, mejor dicho, lo que no aparecía en ella eran las actitudes mentales que daban por sentadas; de lo cual venía a deducir que en literatura las mujeres continuaban siendo lo que los hombres, o el binomio hombres-y-mujeres, deseaban que fueran. En aquella otra sección de la biblioteca no existían, en cambio, tales omisiones; lo que pensaba y sentía era descrito en aquellos libros con admirable falta de ambigüedad. Y, a pesar de todo, después de horas de búsqueda entre las complejidades y sutilezas de la persona, muchas veces volvía a la habitación sintiéndose profundamente reconfortada por alguna frase tan original y pomposa como: «Por lo tanto, el joven marido deberá intentar ser especialmente comprensivo durante las difíciles semanas que siguen al matrimonio». Puesto que Douglas, en este caso el joven marido, insistía tan lógicamente en basarse en el sentido común, al que tanto apelaba ella, ella, a su vez, debía ocupar de algún modo sitio, mostrándose comprensiva, tolerante, etcétera. Martha podía conciliar discrepancias gracias a una escrutadora y satírica observación de su propio comportamiento, que parecía contemplar desde una posición superior y, desde luego, no influida para nada por su forma de actuar. Ese truco le había valido una considerable ecuanimidad.

En el dormitorio, la cama seguía deshecha, había prendas de vestir por todas partes, y, próxima a terminar la mañana, ella estaba aún por vestirse. Se le planteaba el problema del trabajo. Había comprendido que no era la única en aquella situación de mujer que desprecia a la vez las labores caseras y el ejercer un «trabajo», pero cuyo marido espera, debido sólo a la propia insistencia de ella, que se dedique a alguna ocupación personal. Alice y Stella se hallaban en su mismo caso. Martha había oído hablar a sus maridos en el mismo tono de orgullosa satisfacción con que Douglas se refería a ella: sus esposas no eran como las demás.

Sintiendo la presión distante de este «trabajo». Martha se dirigió disciplinadamente al baño, para arreglarse.

Era un cuarto de baño moderno. Una ventana alta dejaba ver otra parcelita de cielo claro y azul sobre los árboles del parque. La bañera era amplia, blanca, y la llenó de una masa pesada de agua ligeramente verdosa, cuajada de lentejuelas de luz; los armaritos y los estantes mostraban igual blancura; todo era relucir de barniz blanco. Martha se quitó el camisón, y quedó a solas con su cuerpo. Ya no era aquel cuerpo dócil y obediente que había sido compañero tan agradable. Blanco, sólido, libre de máculas, carecía, sin embargo, de soltura, de sensibilidad, como si a los huesos les molestase la carne; ardoroso, inexplicablemente hinchado, parecía tener ideas propias. Bajo la carne compacta, fuerte, debía subsistir una estructura ósea que seguramente no había cambiado, y esa idea la tranquilizó. Resiguió con la mirada aquellas formas carnosas pensando con inquietud que el matrimonio dependía de ellas…, porque de hecho esto era lo que la sociedad les permitía —a Douglas y a ella—, encerrarse a solas en dos habitaciones con cuarto de baño. Contempló su cuerpo casi como el jinete se pregunta si su caballo conseguirá ganar la carrera, y no sólo lo encontró diferenciado de su cerebro por la necesidad de mantener vigilante aquella mirada fría y desapasionada, sino que lo vio separado en compartimentos estancos. Después de todo gracias al «libro». Martha poseía un mapa de su cuerpo, de modo que cada zona quedaba marcada por el nombre de una sensación física distinta, y su mente no era tan sólo consciente de aquella entidad autónoma —su cuerpo—, sino, además, de cada una de sus partes, que podían, o no, entrar en juego en un momento dado. En algunos instantes sentía que sólo se mantenía ensamblada, y con dificultad, por un acto de voluntad. Empezó a comprender que aquella idea de sí misma era una ofensa contra lo que en ella había de más profundo y real. Volvió a pensar en las sencillas mujeres campesinas, que podían serlo en paz, siguiendo sus instintos, sin verse obligadas a pensar y a desintegrarse en fragmentos. Durante aquellas primeras semanas de matrimonio Martha siempre se hallaba acompañada por aquella otra mujer de color, que era como una hermana invisible, más sencilla y juiciosa que ella; y por más que recordase estadísticas y progresos, la verdad es que continuaba envidiándola desde lo más profundo del corazón. Aunque sin tener, naturalmente, ninguna intención de emularla: su lealtad hacia el progreso se lo impedía.

A aquella hora de la mañana el sol penetraba en brillantes rayos por la alta ventana. Martha se colocó de modo que le cayesen en el cuerpo; la piel resplandecía con suave iridiscencia, y el calorcillo volvía a amalgamar sus personalidades infelizmente desconectadas; empezó a sentirse impregnada de bienestar. Pero aún quedaba un rito que observar. De uno de los estantes de arriba tomó los botes y los tubos de goma prescritos por el doctor Stern y lavó en el agua verde y ondulante las emanaciones del amor. Luego volvió a llenar la bañera para tomar lo que consideraba su baño. Se sumergió en él mientras los rayos solares avanzaban por los costados de la bañera hasta caer en el agua, y de nuevo volvió a sentirse entera y en paz, flotando en la luz y el agua como un pez. Hubiera podido permanecer así toda la mañana, de no ser por aquel asunto del trabajo; salió del baño demasiado pronto, y pensó con leve ansiedad que aquellas zonas de ternura de pechos y vientre eran exactamente lo que podía esperar después de una vida amorosa tan intensa. La idea del embarazo cruzó su mente, pero la alejó en el acto. Mantener a Martha Quest, ahora Knowell, a flote en aquel mar de caos y sensaciones, era ya bastante tarea para verse, además, embarazada; no, todo hubiese sido demasiado complicado. El vestido le venía estrecho y se dijo que tendría que comer menos. De manera que hizo té, que tomó con pan y mantequilla, contenta de privarse de una comida.

Eran las diez de la mañana y tenía todo el día por delante. Podía empezar su trabajo cuando quisiera. Pasó a la otra habitación y se sentó cómodamente en el diván. O mejor, intentando sentirse cómoda, porque el diván consistía en un colchón duro y grueso, colocado sobre una cama de las que hacían los nativos, cubierto con una tela de color castaño, irregularmente tejida. Cómodo no lo era; pero se adecuaba pasablemente al resto de la habitación, y Martha lo había elegido porque en él podía sentarse sin tener que rendirse a las imposiciones de una silla.

Por aquella habitación semejante a una cajita había pasado toda clase de muebles, luego desaparecidos. Ahora tenía dos magníficas sillas dispuestas en perfecto ángulo sobre una alfombra de un verde limpio. Una mesa nueva, de madera clara, rodeada de cuatro sillas a juego, ocupaba la esquina opuesta. Las cortinas, de una tela llamada tejido indígena, de grano basto que atrapaba bolsas de luz amarilla, eran del mismo color castaño del sofá. Se podía afirmar con toda seguridad que los muebles que habían ocupado aquella habitación, y desaparecido de ella con sus distintos ocupantes, en nada se diferenciaban de los que ahora la llenaban. Al pensar en ello Martha sintió una vaciedad indefinida, corrosiva, una especie de hambre: ¡Ella lo encontraba todo tan práctico y satisfactorio! Paseó la mirada por la habitación, de sillas a ventana, de mesa a aparador, sin que sus ojos se detuviesen en ningún objeto, precipitándose siempre hacia el próximo, como si en aquel fuese a encontrar la cualidad que buscaba.

El piso no era suyo, sino propiedad de la misma gente que la había acompañado hasta el matrimonio. Casi inmediatamente sus pensamientos se alejaron del lugar en el que se hallaba sentada, de aquellas cajas blancas en el corazón del edificio, y lentamente fue probando varios de los habitáculos alternativos que le ofrecían los libros. Después de todo, no existían tantos; y cada uno correspondía a un tipo de vida que debía rechazar inmediata e instintivamente. Estaba, por ejemplo, el modelo de la infancia de su padre, un cottage en la campiña inglesa, honesta simplicidad y las costillas de la casa marcándose a través del revocado de los cañizos; y, fuera, el campo verde, lozano, aunque dócil, domesticado; no le servía. O bien —y esto significaba sumergirse en otra corriente que nutría la sangre de sus venas— una casa victoriana, alta y estrecha, abarrotada de muebles pesados, oscuros; cerrada y acolchada, repleta y almohadillada, con atmósfera de cosas no dichas. Si el cottage campestre podía aceptarse con una sonrisa indulgente, como un pariente encantadoramente ingenuo, la casa estrecha y oscura no admitía ni tan siquiera el estudio, resultaba demasiado próxima, demasiado peligrosa. En cuanto a la casa que se empezaba a construir en todas partes, en todos los países del mundo, la casa moderna, cosmopolita, capaz de ser levantada de raíz de un continente y depositada en otro sin crear incongruencia alguna, no, no había ni que pensar en ella. ¿Lo único que quedaba era aquel piso en el que se hallaba sentada? Pero no pertenecía a él, no vivía en él, estaba esperando que la llevasen a alguna otra parte…

Hacia las once se obligó a ponerse en movimiento; sabía que tanto Alice como Stella estaban libres para atender a sus ocupaciones, como ella, y era probable que alguna, o ambas, pasasen a verla. Así es que puso a hervir agua para el té y preparó unos bocadillos, dispuesta a pasar el resto de la mañana chismorreando o sola, lo cual también era agradable.

A aquella hora los tenderos ya habían acabado el reparto, que efectuaban los repartidores nativos, y pronto tendría la carne, las verduras, todas las cosas que había encargado por teléfono; colocarlas en su sitio le llevaría pocos minutos. Preparar un ligero almuerzo para Douglas no podía llevarle más de media hora. En el largo intervalo que faltaba aún para el almuerzo, Martha se detuvo una vez más frente al espejo, con el aire de quien está dispuesto a sorprenderse con lo que allí vea. A consecuencia de su largo y poco satisfactorio examen, tomó aguja, tijera y tela, y al poco se hallaba sentada ante la máquina de coser. La sombra de vaguedad había desaparecido de su rostro: por vez primera, desde que se levantase aquella mañana, se concentraba en lo que hacía con las manos. Poseía el don de hacer vestidos de cóctel, o de baile, de un retal insignificante, incluso de cortinas fuera de uso, o de vestidos viejos que su madre conservaba. Y siempre eran un éxito: los podía transformar sin esfuerzo…, a no ser por las largas horas de ensueño y meditación que por sí solas podían ocuparle media semana; cuando una mujer dice, con modestia ingenua, que ha conseguido hacerse un vestido por diez chelines, lo que nunca toma en cuenta es el largo proceso de adaptar la tela a su imagen, las horas de creación. Incluso hoy en día son muy pocas las mujeres que valoran su tiempo. Aunque los vestidos de noche que hacía eran siempre un éxito, parecía como si la seguridad con que los retocaba la abandonase cuando se trataba de reformar uno de calle. Sus amigas podían exclamar con la mayor lealtad que era un traje maravilloso, pero sus voces sólo tenían auténtico sello de envidia cuando le elogiaban los trajes de noche. ¿Qué conclusión sacar de ello?

La verdad es que, cuando Douglas volvía a casa, a la hora del almuerzo, el día ya casi había terminado. Porque no llegaba antes de las cuatro; y, después, ya sólo era cuestión de tiempo hasta que sus miradas se encontrasen en una pregunta. En el Sports Club todos sus conocidos se alegrarían muchísimo de verles; y después habría baile allí mismo o en alguno de los hoteles. Parecía que el día fuese tan sólo una pequeña introducción a la noche, como si el espectáculo de la puesta de sol abriese las cortinas al momento en que las luces de las calles se encendían apareciendo, con ellas, una sensación de vitalidad y excitación. En los hoteles, en los clubs, en los bailes, las orquestas empezaban la sesión a las ocho, y se podía oír la música desde cualquier lugar de la ciudad, como si bajo ella existiese escondido un enorme depósito de nostalgia que la inundase. Eran las noches de invierno africano, duras, claras, frías; la luminosidad de las estrellas encendía la oscuridad con un brillo que desplazaba al destello cálido y superficial de las luces urbanas. En los patios blancos de los hoteles los braseros ofrecían un poco de calor inútil al aire seco y frío, y grupos de jóvenes se formaban y disolvían a su alrededor: dentro no había sitio para todos; no había sitio para toda la gente que, súbitamente, necesitaba bailar.

Noche tras noche cambiaban, del Club al Plaza, y de ahí al McGrath’s; las pequeñas fiestas que empezaban al anochecer acostumbraban a integrarse en un gran todo hacia medianoche. A medianoche todos bailaban, como si un alma única les animase; bailaban y cantaban abandonadamente, a media luz, tragados por aquella aguda, exquisita conciencia de pérdida y cambio inminente que les llegaba desde Europa a través de mares y continentes; y debajo de todo ello bullía una marea de emociones que era como un veneno. Aquí y allá empezaban a verse uniformes; y quienes los vestían procuraban llevarlos con modestia, como disculpándose, como si se hallasen en misión secreta, pero a sabiendas de que todas las miradas de la sala estaban pendientes de ellos. Empezaban a oírse rumores. Tal regimiento iba a ser llamado a filas; iban a alistar a toda la población; aunque seguramente el asunto del alistamiento no tenía la menor importancia, pues los jóvenes de la ciudad no pensaban en otra cosa que en el momento de vestir un uniforme; y todo esto antes de que se decidiese por qué había que ir a la guerra. Todos anhelaban verse absorbidos por algo mucho más importante que su persona, y, de hecho, ya lo habían sido. Y como toda guerra, antes de estallar, imita aspectos de la guerra anterior, no tenía ninguna importancia cuan a menudo jóvenes graves y presuntuosos aseguraban ante enmudecidos auditorios que el mundo no podía sobrevivir a un mes de guerra moderna, que todos serían aniquilados por armas secretas, nuevas; en cuanto una orquesta interpretaba Tipperary o Keep the Home Fires Burning —cosa que hacía a la primera oportunidad imaginable— toda la concurrencia se transformaba en congregación de devotos adoradores de lo que sus padres habían tenido a bien recordar de la guerra del 14. Entre baile y baile se formaban grupos que discutían los sucesos de Europa, o, más exactamente, intercambiaban frases leídas aquella mañana en el Zambesia News. El hecho de que aquel periódico no dejase de contradecirse un día tras otro, impertérrito de seguridad, no importaba lo más mínimo; la guerra iba a estallar; y noche tras noche la juventud bailaba y cantaba preparándose para ella. Los trabajos y las jornadas, el amor y su práctica, no eran sino preparativos para aquel momento en que cientos de ellos marcaban el paso y gritaban, dispuestos en grandes círculos, al redoble del tambor, que no oían como sonido, sino como plasmación de su propio pulso; aquello constituía la culminación de la jornada, lo que le daba sentido real, el momento de la verdadera entrega.

Luego, la música se interrumpía súbita, devastadoramente. Los directores del local se adelantaron saludando con rígida cortesía, indiferentes a los ruegos, a las imprecaciones sobre su dureza de corazón, y la masa de jóvenes salía al aire quieto y helado, bajo el centelleo de la Cruz del Sur. Era entonces cuando Martha y Douglas cobraban conciencia de estar casados, pues la «cuadrilla» —los que todavía no se hallaban prometidos a chicas cuya única preocupación era casarse lo antes posible con los sentenciados— salía, cantando y marcando el paso, hacia el parque de atracciones, que mantenían abierto hasta la madrugada. Los matrimonios jóvenes marchaban a algún piso; y en ese instante se evidenciaba que había ciertas discrepancias entre las opiniones de maridos y esposas. Stella, Alice y Martha, que habían formado parte de aquel único y entregado corazón media hora antes, ahora enmudecían, e incluso dirigían miradas tolerantes a sus respectivos esposos, unidos por planes comunes de alistamiento. Es natural que cualquier matrimonio, iniciado en el supuesto de que debe proporcionarse satisfacción y felicidad al menos durante unos años, se resienta cuando una de las partes da muestras de tal inquietud por «largarse a la guerra» —como comentaban con acritud las muchachas—, en cuanto una guerra, la que sea, se presenta.

Cuando Martha y Douglas llegaron a casa, al pequeño dormitorio, desarreglado y brillantemente iluminado, sembrado aún de las prendas desechadas horas antes, invadido por la música fuerte, tristona y amarga que llegaba de la feria —la noria continuaba arrastrando su reluciente carga de barcas—, su alborozo se había debilitado, experimentaban una sensación de anticlímax. Arropados y sumergidos en aquella música imposible de acallar aunque cerrasen las ventanas, Martha se acurrucaba junto a Douglas y le pedía seguridades de que realmente no iba a dejarla; justo lo mismo qué se producía en los dormitorios de Stella y Alice. Douglas, atrayendo varonilmente a Martha hacia sí, murmuraba palabras tranquilizadoras, mientras seguía con la vista, por encima de su cabeza, los destellos de la noria: hasta que no le habían ofrecido la ocasión de escapar, no había podido darse cuenta de lo intolerablemente pesada y vacía que resultaba su vida. Y cuanto mayor era su determinación de no quedar excluido, más fuertemente abrazaba a Martha consolándola. Tenía entre sus brazos un cuerpo femenino cálido y confiado, no deseaba otra cosa que amarla y sentirse orgulloso de ella —su orgullo se sustentaba, sobre todo, de aquellas ansiosas querencias por su amor—, pero no servía de nada. Porque, justo cuando interpretaba un papel totalmente inconsistente con lo que pensaba —el joven héroe que parte a la guerra en busca de aventuras—, Martha le imploraba con aquella antiquísima voz femenina que él encontraba tan irritante. Después de un largo silencio, durante el cual deseaba que ella se hubiese dormido, para poder soñar él en su aventura, sin sentimientos de culpabilidad, una vocecita obstinada, fea, apuntaba que continuaría habiendo guerras mientras los hombres fuesen tan infantiles. Douglas deshacía entonces su abrazo y, rígido a su lado, empezaba a explicarle en tono categórico que, como sin duda comprendería, debían prepararse… Mas era en vano: aquel tono oficial ya no tenía poder de convicción ni siquiera para quienes lo empleaban. Martha reía, burlona, y Douglas se sentía ridículo.

Se dieron media vuelta y, alejados, se disculpaban incluso, si por casualidad llegaban a rozarse. Douglas se durmió al poco rato. Con la noria girando y desparramando musiquilla, Martha no lograba conciliar el sueño. Estaba de mal humor, se despreciaba por sucumbir a aquel mecanismo de ocultas, peligrosas emociones. Pues se había sorprendido imaginándose enfermera, convertida en ángel de la guarda. Mas todo lo sabemos, ¡ay!, sobre ese ángel de la guarda, empezando por lo que en realidad oculta; y, así, Martha siempre acababa pensando en su padre. Ponderó el hecho indudable de que, pese a sus discursos sobre la ineptitud y la corrupción de los líderes de su guerra, sobre la pérdida de vidas y la inutilidad de todo ello; pese a ponerle a Martha en las manos libros como Sin novedad en el frente que, irascible, le apremiaba a leer para que comprendiese qué era en realidad, pese a atacar esa misma guerra con la más brutal y amarga conciencia de haber sido traicionado, debajo de todo ello existía siempre una invisible corriente de añoranza. En aquella época se había sentido vivo… «La camaradería —exclamaba—, la camaradería. ¡No he vuelto a sentir camaradería como aquélla!». Para concluir con aquel terrible: «Fue la única época verdaderamente feliz de mi vida».

Parada ya la noria, Martha logró, por fin, entregarse al sueño. Por la mañana era un ser distinto, capaz de resistir sin dificultad las insinuaciones del ángel de la guarda, de blanca túnica; en condiciones de examinar lúcidamente las alternativas…, o mejor dicho, la única alternativa, pues la posibilidad de acabar acostumbrándose a aquella vida de tés, cócteles y, a su debido tiempo, niños, quedaba totalmente descartada. Intentaba aunar los confusos sentimientos que la embargaban y adecuarlos a los claros, agudos conceptos sobre la vida que encontraba en Solly y en Joss, y que eran los mismos que ella sustentaba. Evidentemente lo que en verdad quería era que apareciese en su vida un hombre, que la tomase de la mano y la introdujese en aquel mundo nuevo. Pero, al parecer, tal hombre no existía. Y, por lo tanto, leyendo los periódicos disfrutaba del cinismo que despertaban en ella. El Zambesia News, por ejemplo, atravesaba en aquel momento un período de total y mal disimulada incertidumbre. Por una parte recordaba a sus lectores la naturaleza atroz de la Alemania hitleriana; por otra, parecía hacerlo a regañadientes. Era difícil olvidar que aquellas mismas atrocidades, los campos de concentración y todo lo demás, habían sido omitidas por el Zambesia News y sus seguidores hasta que se hizo imposible continuar ignorándolos; e incluso ahora —como otros grandes diarios de otros países— sólo la furia invasora de Hitler provocaba su indignación. Martha se mostraba igualmente despreciativa leyendo los diarios que llegaban de la metrópoli. En cuanto a aquel otro saber, más profundo, aquel pulso que realmente la movía, extraído de su pasión casi religiosa por la literatura, aquel saber que equivalía a una visión del género humano como algo noble que había sido encadenado y traicionado…, lo sentía desvanecerse enteramente bajo la presión de aquel divertido cinismo sustentado por todo cuanto la rodeaba y, en especial, por su propio comportamiento. A pesar de toda su preocupación e introspección, de todos sus votos de actuar racionalmente —si era posible determinar en qué consistía un comportamiento racional—, el hecho era que sus días transcurrían ociosos, sin otra ocupación que prepararse para la primera bebida del atardecer, preámbulo de la gran culminación emotiva de medianoche, cuando se incorporara al círculo de parejas intoxicadas, regidas por el redoble del tambor.

Unas seis semanas después de la boda, toda esa confusión se vio trastornada, convertida en una corriente única, la mañana que la sorprendió un violento acceso de náuseas. El letargo le hizo murmurar, a modo de consuelo, que debía de ser por no haber dormido bastante, y, quizá, sólo fuese un poco de resaca. Y al fin consiguió olvidarlo.

Dos días más tarde, en el piso de Stella, después de un baile, encontró a Maisie. Llevaba un vestido de tul blanco, plisado, con volantitos, como una cunita de bebé, del que emergía su rostro, bonito y perezoso, plácidamente satisfecho de una vida que al parecer no turbaba el hecho de que su prometido se estuviese adiestrando para ser piloto. Se aproximó y, tomando asiento junto a Martha, murmuró vagamente:

—Hola, Martha —como si se viesen a diario.

Y, efectivamente, se veían en los bailes, pero siempre de un extremo al otro de la sala. Se inclinó, habiendo arrancado una tira de sucia tela blanca —producto de un pisotón— que le colgaba del dobladillo, y que, convertida en una pelotita, arrojó a un rincón de la habitación, y se sentó mirando inquisitivamente a Martha; se hallaba acalorada y tenía gotitas de sudor en la cara.

—Lo llevas muy bien, todavía no se te nota nada —comentó bondadosa según miraba sin disimulo el vientre de Martha.

—¿Qué quieres decir? —preguntó ella.

Maisie quedó perpleja.

—Lo siento —se apresuró a disculparse—. Creía que…

Alguien le había hablado, y aprovechó la oportunidad para levantarse y sentarse en otro lugar. Durante el resto de la noche la miró de vez en cuando, resuelta a no ser sorprendida. Se fue antes que Martha, cogida del brazo del piloto, dirigiendo una vaga sonrisa de despedida a todos los presentes, Martha incluida.

Luego Martha le diría indignada a Douglas que era el colmo: la gente ya empezaba a decir que estaba embarazada. A lo que él respondió, un tanto cohibido, que eso mismo le habían insinuado algunos de los muchachos del Club.

—¿Quieres decir que piensan que nos tuvimos que casar con prisa? —exclamó, furiosa.

Sentía aquello como un insulto hacia ambos, en tanto que seres libres, dueños de hacer lo que quisieran. Pero Douglas no comprendió su indignación, y le dijo, riendo, que, después de todo, puesto que la mayoría de la gente se casaban por obligación… Martha se echó a reír, pero se sentía violenta.

Volvió a olvidar el incidente, hasta que recibió de su madre una carta que inmediatamente la sorprendió por su tono aparentemente despreocupado. Al final le preguntaba qué tal se sentía. Se puso roja de indignación: ¡habían montado una conspiración contra ella!

Durante algunos días nada le hizo recordar el tema; luego, recibió una de aquellas encantadoras cartas de la señora Talbot, escrita en el mismo tono de apresurada disculpa que observaba al hablar. Le preguntaba por qué su querida Matty no pasaba a verla una mañana: le hubiese gustado tanto poder hablar con ella a sus anchas.

Siempre escribía las cartas en grueso papel blanco, con caligrafía puntiaguda y tinta negra; daban una impresión de descuidada elegancia, que despertó la curiosidad de Martha: jamás había conocido a nadie que no escribiese cartas utilitarias. Las cartas, como la misma señora Talbot, traslucían una existencia muy alejada de aquella ciudad colonial. ¿Cuál era aquella vida que la señora Talbot parecía tan ansiosa de ver compartida por Martha? ¿Y qué era aquel «hablar a sus anchas»?

—Pero si cenamos con ellos, o pasamos juntos la velada, al menos tres veces por semana —señaló Martha a Douglas, bastante sorprendida.

—Oh, ve a verla, Matty; estará muy contenta.

Martha había descubierto que, pese a lo que se pudiera proclamar por su aspecto, la señora Talbot no rondaba los treinta y cinco años, sino que rebasaba los sesenta; era muy rica, pero de un modo que parecía pedir disculpas por el hecho desagradable de que existieran cosas como el dinero. Durante aquellas veladas solía llevarse a Douglas a alguna habitación apartada —habiéndose disculpado convenientemente— para discutir con él inversiones y compras.

—No tiene un pelo de tonta —decía Douglas con aprecio. A lo cual siempre añadía—: ¡Es una maravilla, un encanto! Si no ¿por qué ibas a pensar que tenía poco más de treinta años? ¿No es extraordinaria?

—Pero Elaine… —empezó Martha, celosa.

—Oh, Elaine está muy bien, es muy buena chica —dijo Douglas desentendiéndose de ella.

Que alguien pudiese decir de Elaine que era buena chica hacía reír a Martha…, era más fácil tolerar a la sorprendente señora Talbot. En el fondo de su difícil crítica de aquella mujer, yacía la arrogancia física de Martha, el orgullo de los jóvenes. Ella era joven, completa, donosa y sentía, secretamente, un tremendo escalofrío de repulsa ante todo lo viejo y repugnante. Durante todavía diez años —estaba convencida que a los treinta terminaban la juventud y la prestancia—, la naturaleza le permitía ser joven y atractiva. Que la señora Talbot fuese bella a los sesenta no era justo.

—No puede tener sesenta años —protestó, esperanzada.

Pero los tenía. Martha le dijo a Douglas que no quería tener con ella ninguna charla «a sus anchas»; pero la mañana siguiente a la recepción de la carta, poco inclinada a ocuparse como solía, sintió el impulso de visitar a la señora Talbot. Eran las nueve y media, tarde ya para aquella sociedad, que empezaba a trabajar a las ocho. Martha cruzó el parque y paseó a lo largo de las avenidas: la casa de la señora Talbot era una de aquellas deliciosas residencias de la ciudad antigua. Árboles y setos en flor la ocultaban casi por completo. La puerta daba inmediatamente al caminito del jardín, y no a una gran terraza. La casa tenía aspecto recoleto, como si estuviese orientada hacia el interior, quizá debido a esa discreta puerta negra de pulido aldabón. Tanto la casa como su propietaria evocaban irremediablemente aquella Inglaterra que Martha conocía sólo por las novelas. Por más que la puerta estuviese flanqueada a ambos lados por pointsetias, cuyas hojas, puntiagudas y retorcidas, de seda escarlata, colgaban de los tallos sedosos, desnudos y brillantes, era evidente que sólo buscaban crear un contraste irónico.

Martha llamó. Un sirviente nativo la hizo pasar y le pidió que esperase en una salita lateral que servía de recibidor. Repasó lo que recordaba de sus lecturas inglesas y entonces vio, tal como esperaba, una mesa con una bandejita llena de tarjetas. Se le ocurrió que la frase «dejarse caer» podía tener para la señora Talbot un sentido totalmente distinto del que le daban ella y sus amigos. Inmersa aún en esos pensamientos, apareció el señor Talbot, a quien había visto muy raras veces, salvo en el Club, cuando su mujer daba alguna fiesta. Llevaba bata oscura, de seda, era alto y corpulento, de rostro moreno y fuerte, y avanzó, parándose frente a ella para tenderle la mano desde lejos, disculpándose de andar en ropa de casa. Se sentía violenta, por lo que pensaba de él. No le gustaba el señor Talbot ni su manera de entrar en el saloncito de su esposa, antes de marchar, con expresión de hombre que rinde tributo obligado a las diversiones de las mujeres; además, parecía un espía: el modo en que miraba a su esposa siempre hacía que Martha se sintiese incómoda. Y, por último, era viejo, y desagradable debido a las miradas que le dedicaba, irónicas e íntimas, que hacían imposible desenredarse de él. Ahora la obligaba a pensar en él como hombre, y balbuceó un poco al decirle que se proponía visitar a la señora Talbot. Él respondió muy cortésmente que no creía que su esposa estuviera ya levantada, pero que, si no le importaba esperar un poco…

Inmediatamente dijo que no, claro que no; que sólo había salido a dar un paseo, que podía volver otro día.

Él mantuvo la mirada fija en Martha, con la misma íntima concentración, mientras le preguntaba si le gustaría ver a Elaine.

Martha respondió que sí, que estaría encantada.

El señor Talbot se hizo a un lado para cederle el paso, y Martha se sintió incómoda al adelantarle, como si temiese que súbitamente fuese a ponerle las manos encima. En el pasillo, tras indicarle la puerta de la sala de estar, volvió a disculparse por ir en bata. Luego abrió otra puerta; Martha pudo entrever un gran sillón de cuero oscuro, una pipa humeante sobre una mesita, un montón de diarios; el señor Talbot entró en la habitación después de dirigirle otra de sus miradas irónicas.

Al penetrar en la sala de estar notó el contraste con el castaño varonil del estudio en el que él se había encerrado. La sala de estar era una habitación espaciosa, de techo bajo, bastante oscura. Se hallaba enteramente alfombrada de una moqueta muelle de flores rosas. Estaba repleta de muebles que Martha identificó instintivamente como antigüedades. Era una habitación agradable, como de una novela victoriana; imposible permanecer en ella sin pensar en el país salvaje que quedaba afuera. Martha no dejaba de mirar por las ventanas, veladas por delicados visillos, como para asegurarse de que verdaderamente estaba en África. Quizá todo se había desvanecido…, tan fuerte era el poder de aquella habitación para destruir otras realidades.

Elaine salió a su encuentro desde una pequeña terraza soleada, cerrada por cristaleras y tan llena de plantas, que parecía un invernadero. La muchacha, que llevaba una amplia bata de hilo, estaba arreglando las flores.

Preguntó a Martha, con encantadora formalidad, si le apetecía salir al porche, y Martha la siguió. Había una sillita de rafia y se sentó en ella mientras contemplaba a Elaine colocar unas alverjillas rosa y malva en unos floreros plateados y estrechos que parecían pequeñas trompas.

Elaine dijo que su madre jamás se levantaba ante de las once, comentario que acompañó de una sonrisita que no invitaba a compartir su regocijo y que mostraba, más bien, el deseo ansioso de que nadie lo encontrase sorprendente. Parada junto a los caballetes cargados de plantas, regaderas de cobre, tijeras de podar, alverjillas y rosas, y con los gruesos guantes de jardinería, tenía Elaine el aspecto de frágil, aunque devota, asistenta consagrada al estilo de vida de su madre. Martha la contempló descubriendo en sí un afán protector. Aquella muchacha debía ser defendida de las cosas desagradables que ocurrían tras las relucientes cristaleras del solano. Su fragilidad, su aspecto fatigado, los cercos que tenía bajo los ojos, la alejaban totalmente de todo posible trato igualitario por parte de Martha. Notó Martha que llevaba su deseo de protección al extremo de censurar los temas de conversación: al cabo de poco rato estaban hablando de jardinería. Sonó un timbre en algún lugar próximo y Elaine se excusó apresuradamente, abandonó las flores, y se dirigió hacia una puerta que daba al dormitorio de su madre.

Pocos minutos después, volvió para decirle que su madre ya estaba despierta, y que le complacía mucho que Martha la visitase. Si a su querida Matty no le importaba ser tratada con tan poco cumplido —y en este punto Elaine volvió a ofrecerle aquella sonrisita ansiosa, como reconociendo, al menos, la posibilidad de lo jocoso— ¿tendría inconveniente en pasar al dormitorio? Martha se acercó a la puerta, esperando que Elaine la acompañase, pero la muchacha continuó con las flores, pálida figura difuminada por la bata amarilla, sumergida en el sol que se concentraba a través del techo ardiente del solario.

Martha aún tenía los ojos llenos del resplandor solar y la habitación permanecía casi completamente a oscuras. Se detuvo, cegada, justo al otro lado de la puerta, y oyó que la señora Talbot murmuraba una afectuosa bienvenida desde las sombras. Avanzó a tientas y se sentó en una silla que alguien colocaba junto a ella. Y por fin vio a la señora Talbot; estaba levantada, vestida con una bata, una débil silueta agitada por el goce que aquella visita le proporcionaba, aunque más agitada todavía en disculparse por no estar vestida.

—Matty, querida, si hubiese sabido que ibas a venir…, pero soy tan perezosa, que no consigo levantarme antes de las doce. Es estupendo que hayas venido apenas haberte escrito. A las viejas hay que perdonarnos los caprichos…

Lo de «viejas» dejó a Martha sorprendida; sin embargo, no lo hacía por coquetear. Intentó escudriñar la penumbra: ansiaba ver a la señora Talbot antes de que se hubiese compuesto para el público. Cuanto logró ver fue una figura delgada que, envuelta en un insinuante susurro de sedas, se inclinaba sobre la cama. La señora Talbot encendió un cigarrillo; casi inmediatamente la chispa roja fue apagada; comprendió que aquel aturdimiento se debía a una simple alteración de su rutina.

—En cuanto he oído tu voz, he telefoneado al peluquero, para que no venga esta mañana. Estoy segura de que, por una vez que se me vea el pelo un poquito gris, no ocurrirá… Cuando te llegue la edad de encanecer, querida Matty, no cometas la locura de teñirte: es un verdadero martirio. Si lo hubiese sabido…

Ahora Martha veía mejor. El rostro de la señora Talbot se destacó de las sombras como un borrón blanco. Se trataba de alguna máscara de maquillaje.

—¿Quiere que salga mientras se viste? —preguntó, violenta.

Pero la señora Talbot se incorporó en un remolino de sedas, diciendo:

—Si no te importa, Matty, me encanta que te quedes.

Y lanzó una risita nerviosa al tiempo que sus ojos buscaban a Martha, para descubrir su reacción. Martha pensó que sus disculpas, su deferencia, eran bastante sinceras, y no, como ella había supuesto, una actitud afectada. El nerviosismo de la señora Talbot era el de una duquesa que hubiese sobrevivido a la Revolución Francesa y que, tímidamente, continuase luciendo, en la intimidad de su dormitorio, una empolvada peluca, temerosa de perder, con la nueva moda, toda su identidad.

Contempló cómo aquella figurita se levantaba, acercábase a la ventana y tiraba de los cordones. Inmediatamente, la habitación fue inundada por la turbia luz amarillenta. La señora Talbot llevaba un ropón de un gris delicado, con mangas cubiertas de volantes; desde la base del cuello al borde del pelo estaba totalmente cubierta de una pasta blanca, seca; sus ojillos brillaban como agujeros oscuros a través de aquella máscara. El cabello, claro, suave, lo llevaba recogido en la nuca; no se le veía el menor mechón gris. Se sentó ante un gran tocador y empezó a desmaquillarse cuidadosamente con trocitos de algodón. La habitación era larga, de techo bajo, apagada; las cortinas, de color nacarado, la alfombra, gris perla, y los muebles, de madera brillante y clara, como si acabasen de ser lacados. El conjunto sugería un casto alejamiento del mundo; e, incluso como estaba, en el taburete, inclinada ante el espejo, perdido momentáneamente aquel encanto sumiso en el esfuerzo de la concentración, la señora Talbot aparecía frágil, distante, ajena a todo. Bajo la pasta blanca iba surgiendo, por retazos, la piel. Murmuró:

—Sólo es un minuto, Matty…

Al poco se levantó y fue a un antiguo lavabo, un gracioso aguamanil descansaba junto a una jofaina reluciente decorada con un dibujo de rosas. Estaba claro que grifos con agua fría y caliente hubieran sido una nota demasiado moderna en aquel altar del pasado. Mientras la señora Talbot se rociaba vigorosamente de agua la cara, el aire se vio invadido por un olor a violetas. Entretanto, Martha, aún en pleno examen de todos los detalles de la habitación, se había fijado en la cama. Era muy grande —demasiado grande, pensó involuntariamente— para la señora Talbot. Pero entonces vio que era una cama doble, con dos almohadas. Tenía que readmitir al señor Talbot, a quien ya había olvidado. Aquella cama, desarreglada, enorme, le produjo un efecto desagradable, de algo indecoroso: comprendió que era debido al pijama masculino que había sobre la almohada, en el mismo lugar en que lo habían dejado. Era un pijama de seda, a rayas castaño, y evocaba con fuerza la persona del señor Talbot, como lo hacía, también, una jarrita con pipas que descansaba sobre la mesilla de noche. Martha se sintió tan violenta que apartó la vista y sintióse enrojecer. Sin duda la señora Talbot se percató, dando por concluidas las abluciones, de sus sentimientos, porque dobló el pijama de cualquier manera y lo metió bajo la almohada mientras comentaba:

—Los hombres, siempre tan dejados…

Se sentó al borde de la cama, con el aire de alguien dispuesto a dedicar a los amigos cuanto tiempo reclamen.

Ahora debían conversar, iniciar aquella charla «a sus anchas». Martha vio un destello de afecto en la mirada de la señora Talbot y se preguntó: ¿me apreciará de verdad?; y, si me aprecia, ¿por qué? Pero ella había empezado a hablar de Douglas: lo bueno que era, y siempre tan inteligente y útil, y con tanta visión para esas cosas de las finanzas, verdaderamente tan horribles; y luego —como siguiendo un impulso— qué adorable que se hubiese casado con una chica tan encantadora. Martha rió involuntariamente; pero en seguida se arrepintió viendo el gesto de sorpresa que reflejaba la cara de aquella mujer deliciosa. Se levantó y empezó a pasear por la habitación palpando las cortinas, que se escurrían entre los dedos como gruesa y sedosa piel, tocando con el dedo, llevada por la curiosidad, la madera del tocador, de brillo tan suave, que era extraño que opusiese a su contacto dureza de auténtica madera. La señora Talbot la observó inmóvil, en sus labios una sutil sonrisita.

—¿Te sorprende todo este desorden, Matty? —preguntó en tono algo quejoso. Y en cuanto Martha se volvió rápidamente por ver a qué podía referirse, continuó vivaz—: Siempre parece horroroso, hasta que no se arregla. Elaine es tan buena: luego viene y me lo arregla todo. La habitación, por lo demás, es preciosa; pero ahora, con cremas y algodón por todas partes, debe parecer horrenda. Lo que sucede es que…

Calló con una sacudida de hombros como dando a entender que nada le hubiera gustado tanto como poderse abandonar a la cómoda condición de mujer mayor, sólo que no sabía cómo hacerlo. Martha contempló involuntariamente el lado de la cama en que dormía su esposo y, al ver que ella había sorprendido su mirada, se sonrojó, culpable. Esto, obviamente, era una de las cosas de Martha que no podía comprender la señora Talbot: parecía desconcertada.

Tras una pequeña pausa, dijo:

—Espero que seáis buenas amigas Elaine y tú, Matty. Es tan agradable, tan sensible, y le cuesta mucho hacer amistades. A veces pienso que es culpa mía…, pero siempre hemos estado tan unidas, y no sé a qué es debido, pero…

La mirada que Martha le dirigió fue mucho más hostil de lo que pretendía, y la blanca piel de la señora Talbot se sonrojó uniformemente. En aquel momento, y a pesar de aquella huella de cansancio visible bajo sus ojos, parecía una jovencita en una situación comprometida. Martha no podía imaginarse amiga de aquella amable y núbil jardinerita; incapaz de evitar una sonrisa irónica, miró de hito en hito a la señora Talbot, como acusándola de querer ser deliberadamente obtusa. La mujer protestó:

—Pero, Matty, si tú eres tan amante del arte, si tenéis tanto en común…

Vio que los ojos se le llenaban de lágrimas.

—Pero si no tengo nada de artista —replicó obstinada, aunque, naturalmente, con la secreta esperanza de que quizá, de ofrecérsele una oportunidad, accediese un día al arte.

—Pero, con todos esos libros que lees…, y, además, cualquiera puede ver que… —la señora Talbot lloraba rebelándose contra un destino que persistía en hacer que ni siquiera Martha llevase dentro un artista—. Y Elaine es tan agradable, nadie como yo sabe lo dulce que es…; aunque a veces me pregunto si será lo bastante fuerte para salir adelante, como hacéis todos los jóvenes. ¡Todos estáis tan seguros de vosotros mismos!

De nuevo pudo evitar otra alegre sonrisa que hizo callar a la señora Talbot. Miraba a Martha con extraordinaria picardía. Por su parte, ella esperaba que iniciase la verdadera conversación: ¿qué era lo que la señora Talbot pretendía comunicarle? La mujer suspiró, iniciando un movimiento como si fuese a encogerse de hombros, y retornó al tocador. Una vez allí, procedió a aplicarse metódicamente una crema tras otra, mientras continuaba hablando, haciendo pausas para retocarse la boca o hacer más suave la línea de los párpados.

—Me gustaría tanto que Elaine se casara. Con tal que hiciese un buen matrimonio, ya no tendría que preocuparme más… Nada me haría más feliz, Matty, ¡nada! Y se relaciona con tan poca gente, siempre amigos míos, además; y es tan tímida. Oh, Matty, y vosotros tratáis a tanta gente joven, sois unos jóvenes tan valientes y emprendedores.

Martha no se imaginaba a Elaine alternando con los viejos lobos del Club, ni con los muchachos, los más jóvenes, los chicos.

—Me parece que el tipo de chicos que tratamos no le gustaría —observó Martha; y captó otra de sus astutas miradas.

Sintió que había algunas cosas que ya debiera haber comprendido; pero estaba desorientada.

—Douglas, por ejemplo —dijo la señora Talbot con una pizca de reproche—, es un chico excelente.

Martha rumiaba: tiene que ser totalmente imposible que haya pensado en Douglas para Elaine. La idea resultaba descabellada, incluso brutal.

—Es tan amable —murmuró la señora Talbot—, tan servicial, tan inteligente en todo.

Martha se vio devuelta a su pesadilla personal, debido a la incongruencia de asociar a Douglas con Elaine. No lograba tropezar con ningún muchacho o chica sin buscar en ellos, ansiosamente, el padre y la madre: así era como iban a acabar, no tenían escapatoria. No podía encontrar una persona mayor sin preguntarse qué influencias inalterables les habían hecho lo que eran.

No podía dar ningún paso, emprender ninguna acción, por nueva e imprevista que fuese, sin temer secretamente que, de hecho, aquel algo nuevo y arbitrario se convirtiese en parte del proceso inevitable en cuyo poder se hallaba: ese monstruo burgués, la repetición. Era como la obsesión del neurótico que tiene que estar tocando continuamente un objeto, o musitando cierta fórmula numérica para mantenerse a salvo de los poderes maléficos; como la persona que por las noches no puede acostarse sin comprobar un montón de veces si la puerta está bien cerrada y los fogones apagados. Estaba pensando: si la señora Talbot se casó con su esposo, Elaine acabará por casarse con alguien como su padre, no tiene otra salida; ¿cuál es, pues, la relación que no llego a establecer entre Douglas y el señor Talbot?

Pero la señora Talbot estaba hablando de nuevo.

—Te voy a mostrar algo, Matty…, me gustaría que lo vieses, es algo que no enseño a todo el mundo…

Se puso a buscar, presurosa, en los cajones. Sacó una fotografía grande, enmarcada en cuero. Martha, adelantándose, la tomó, con la impresión de ver confirmada su pesadilla. Era la foto de un joven de uniforme, un muchacho que sonreía francamente, con expresión juvenil y, al mismo tiempo, sensible y triste.

—Casi nadie lo sabe —lloró convulsa la señora Talbot—; estábamos prometidos y lo mataron en la guerra, en nuestra guerra; no tienes idea de lo bueno, de lo agradable que era.

Le temblaban los labios. Volvió la cara mientras extendía la mano para recuperar la fotografía. Martha se la entregó y volvió a sentarse en la silla. Estaba pensando: así que Elaine tiene que prometerse con este joven: ¿es posible que su madre vea a Douglas bajo este punto de vista?

Pero todavía había más: su madre, la señora Quest, también había estado prometida a un joven encantador. Y aquel muchachito, de cara débil y enternecedora, todavía sonreía desde una pequeña fotografía enmarcada, que se hallaba en el tocador de su madre, recordándole constantemente aquel amor, que el señor Quest apenas podía reprocharle, pues la foto se hallaba semisumergida, y prácticamente invisible, entre un montón de cosas que se referían a su vida matrimonial. Martha se había sentido incluso perturbada por el hecho de que en su vida no hubiese aparecido un chico como aquél; había contemplado especulativamente a Douglas con aquella idea…; pero no, él no era ni débil ni encantador, no podía usurpar aquel papel.

Se sentó en la silla, en silencio, ceñuda; y, cuando la señora Talbot la miró, descubrió a una joven que parecía enojada, muy distante de ella. Primero dudó, y finalmente se le acercó, y la besó en la mejilla.

—Perdóname —dijo—. Las viejas somos muy egoístas…, y probablemente tienes tus problemas. Olvidamos…

Vaciló un momento. Martha, aún cejijunta, tenía la mirada fija en ella. Por fin continuó, en tono culpable:

—Los hijos…, son lo mejor de la vida. Ojalá hubiera tenido no uno, sino una docena. Pero mi marido… —miró apresuradamente a Martha y, luego, guardó silencio.

Callaron largo rato. Martha estaba llevando la pesadilla a sus últimas conclusiones: así pues, Elaine acabará por encontrar al joven de sus sueños, incluso tiene una guerra al alcance de la mano, para que lo maten y pueda casarse con otro señor Talbot, y tener, durante el resto de la vida, como todas estas viejas, la foto de su gran amor, del único verdadero, en el cajoncito de los pañuelos.

—No hay nada tan bonito como los niños, Matty. Y ahora se te ve muy bien —dijo súbitamente la señora Talbot.

Aún medio enfrascada en su sueño, Martha comentó ausente:

—Siempre me encuentro bien.

Pero entonces percibió lo que la señora Talbot le acababa de decir, como si las palabras hubiesen quedado suspendidas en el aire a la espera de que ella las interpretase. Condescendiente pensó: ha oído el rumor de que estoy embarazada. Le sonrió y dijo:

—No pienso tener niños durante algún tiempo…; caramba, si sólo tengo diecinueve años.

La señora Talbot reprimió un gesto de sorpresa. La examinó de arriba abajo, con una mirada rápida y escrutadora, y luego, ruborosa, comentó:

—Pero, cariño, es tan bonito tener hijos cuando se es joven. Ojalá yo lo hubiese hecho así. Yo era ya vieja cuando nació Elaine. Naturalmente, la gente dice que parecemos hermanas; pero se nota la diferencia. Ten hijos mientras seas joven, Matty; no te arrepentirás.

Se inclinó hacia adelante dirigiéndole una afectuosa sonrisa, y prosiguió tras una imperceptible vacilación:

—Sabes, las mujeres mayores tenemos un sexto sentido para estas cosas. Sabemos cuándo una chica está embarazada: lo vemos por el brillo de los ojos.

Puso una fría mano en la mejilla de Martha y le hizo girar la cabeza hacia la luz; entornados los ojos, de modo que durante un instante los párpados formaron gruesas arrugas de cansancio, la examinó con mirar profundo e impersonal, y dejando caer la mano, asintió como movida por un reflejo.

Martha estaba enfadada, se sentía disgustada; en aquel momento la señora Talbot le parecía una anciana: el aire sabio y totalmente impersonal de la mujer entrada en años, de la bruja, había aflorado a aquel rostro enjoyado, sin edad.

—No puede ser que esté embarazada —protestó—. Todavía no quiero tener niños.

La señora Talbot dio un pequeño suspiro de resignación. Se levantó y, con voz diferente, dijo:

—Me parece que ahora me voy a bañar, querida.

—Entonces, me marcho —dijo Martha al vuelo.

—¿Vendréis a cenar mañana?

—Con muchísimo gusto.

De nuevo se había convertido en la anfitriona de siempre; adelantóse entre un revuelo de sedas grises y besó a Martha.

—Serás muy feliz —le susurró amablemente—. Muy feliz, puedo intuirlo.

Martha emitió una risita carente de gracia.

—Pero… ¡señora Talbot! —protestó; pero se detuvo.

Quería aclarar lo que consideraba una situación del todo insostenible; era una cuestión de probidad. No era como la señora Talbot la creía; y no tenía ninguna intención de someterse a aquel manejo a base de perfumes y sedas; pues, en el fondo, sabía que era eso lo que hacía: intimidarla. No pudo, sin embargo, continuar. La súplica reflejada en aquellos bellos ojos grises la detuvo. Casi se hallaba dispuesta a confesar para contentarla, que sólo aspiraba a ser feliz con su querido Douglas, y, también para contentarla, tener una docena de hijos, tomar el té cada mañana con Elaine y preocuparse de que se casase con otro muchacho como Douglas.

Rodeándole la cintura con el brazo, la señora Talbot la acompañó amablemente hasta la puerta. Mientras con una mano abría, con la otra estrechó suavemente a Martha, y le sonrió mirándola con atención; su mirada parecía contener tantos conocimientos, tal comprensión irónica, que no la pudo soportar. Tensó el cuerpo y la señora Talbot retiró en seguida el brazo.

—Elaine, cariño —llamó la señora Talbot según, disculpándose, adelantaba a Martha y salía al porche—; ¿te importaría prepararme el baño?

Elaine, que todavía llevaba la misma batita amarilla, estaba pintando una acuarela de las arvejillas rosa y malva, colocadas en los floreros plateados.

—¡Oh! —exclamó la señora Talbot, encantada, conforme avanzaba, rápida, para admirar la acuarela. Se agachó y besó a Elaine en el pelo. La muchacha se apartó un poco, pero su madre la retuvo con el brazo.

—¿Verdad que es maravillosa, Matty? ¿Verdad que está dotada?

Martha observó la acuarela y dijo que era muy bonita. La mirada que Elaine le dirigió era verdaderamente cohibida; y, pese a ello, continuó callada hasta que su madre hubo logrado para ella su cuota de admiración.

Luego, la señora Talbot dijo adiós con la mano y volvió a su habitación. Elaine se levantó diciendo:

—Disculpa, Matty, pero tengo que prepararle el baño a mamá. Prefiere que sea yo, sabes, y no al criado, quien lo haga.

Martha intentó discernir si en sus palabras había conciencia de ser explotada; pero sólo encontró en ellas la antigua, encantadora deferencia.

Se despidieron, y, al volverse, vio que Elaine llamaba a la puerta de la alcoba:

—¿Se puede, mamá?

Paseando calle abajo, Martha recordaba aquella última y profunda mirada que había visto en los ojos de la dama. Tonterías, pensó; cosas de viejas, supersticiones. Ahora no le parecía nada anómalo referirse de aquel modo a la siempre joven señora Talbot.

—¿Cómo puedo llevarlo en los ojos?

Llegó a casa casi a la hora de almorzar. El muchacho de la carnicería había dejado un paquete con carne. Sin saber por qué, no pudo tocarlo. Aquella masa blanda y sanguinolenta le revolvía el estómago: se encontraba muy mal. Tonterías, se repitió con fuerza. Se obligó a desatar el paquete manchado, sacó la carne y la guisó. Viendo como Douglas la comía, se chanceaba de su debilidad. Divertido, él comentó que debía de estar embarazada. Eso la sacó de quicio.

—Pues, de todos modos, Matty, no estaría de más que fueses a ver al doctor Stern, ¿no? No vamos a tener niños ahora, con la guerra a punto de estallar, ¿verdad?

Por la tarde, y como no tuviese a Stella para saltarse la espera, esperó su turno con las otras mujeres; llegado el momento, pasó al despacho del doctor Stern, quien le pidió que se desnudase. Lo hizo y esperó. El doctor Stern, cuyo exquisito tacto le había ganado el derecho a tener la sala de espera constantemente repleta de mujeres devotas de él, exploró, las manos cubiertas por guantes de goma, las partes más íntimas de Martha al tiempo que comentaba la situación internacional. Por último informó a Martha que no creía que estuviese embarazada; podía irse tranquila.

Pero cometió el error de elogiar su complexión; que, según dijo, era de las que facilitan los partos. Martha frunció los labios, resentida, y no respondió. El doctor Stern cambió de tono inmediatamente; dijo que todavía no necesitaba pensar en tales cosas; y añadió que no veía razón alguna para que se quedase embarazada, si había observado sus instrucciones. Aquella observación desalentó a Martha; decidió, sin embargo, recordar que el doctor había excluido tajantemente el embarazo.

Cuando hubo salido, el doctor Stern comentó con la nueva enfermera que los médicos tenían mucha suerte con que los pacientes les creyesen a pies juntillas. La enfermera le rió la gracia e hizo pasar al siguiente.

Martha volvió a casa a pie, de prisa; se moría de ganas de decirle a Douglas que todo estaba en orden.