2

Cuando Martha despertó, supo que había dormido mal. Había estado a punto de levantarse varias veces, con la idea premiosa de que debía acudir a algún sitio; y parecía que aquella ansiedad tuviera algo de las que le sugerían los atrayentes círculos luminosos que estuvieron encendiéndose intermitentemente, como un aviso, durante todo su sueño. El techo del pequeño dormitorio había girado, iluminado, hasta después de medianoche, cuando la noria se detuvo; los haces de luz amarillenta habíanse inmovilizado entonces en el techo, sobre la cama, en el rostro de Douglas, y también debían haberse reflejado en otras habitaciones, sobre algún hombre que velase leyendo, o alguna mujer atenta al sueño de un niño enfermo.

A las seis estaba totalmente despierta. Afuera el cielo tenía un brillo frío, de un blanco dorado. Se acercaba el invierno. Se apoyó en el codo, para contemplar la gran rueda; inmóvil, bañada por aquella débil luz incolora, se hubiera dicho inmaterial; y toda la disposición del parque de atracciones, abajo, se antojaba chillona, patética incluso. Ya no suscitaba nada en ella, y le molestaba que hubiese podido perturbarle el sueño de tal modo. Pero Martha había nacido —o, al menos, eso parecía— sabiendo que las horas de sueño eran largas, repletas, y de textura similar a las de la vigilia. Se entregaba al sueño recelosa, como quien se interna en territorio enemigo. Y, sin embargo, también sabía que, para la mayoría de la gente, era una cortina oscura que caía repentinamente, y sentía por aquella otra familia del género humano una envidia sencilla, resultado de haber sido educada tan lejos de los círculos mundanos donde hubiera aprendido a servirse de la palabra neurótico como rótulo que hace innecesaria cualquier otra consideración del tema, o como una especie de distintivo, prueba de una sensibilidad superior. Se encontraba en aquella condición primitiva que le permitía respetar sanamente a… Douglas, por ejemplo.

Le miró con curiosidad un tanto ansiosa. Dormía boca arriba, cómodamente tendido entre sábanas y mantas. Dormido resultaba atractivo. Su expresión era franca y tenía la cara llena de color. Laxo, como en reposo después de haber arrojado lejos alguna cosa, un brazo formaba una línea bella y armónica entre cintura y hombro. El torso, que asomaba fuera del embozo, era recio y compacto; la carne tenía un color limpio, saludable; y en algunos lugares su piel blanca aparecía moteada de pecas claras. Tenía un aspecto austero y digno, completamente alejado de ella por el sueño, y devuelto a la autoridad del sentido común. Martha sentía ahora por él un respeto profundo, auténtico. Con simplicidad, que hallaba fundamento y aval en la dignidad de su rostro, pensó: «Debo decirle que dejemos nuestro matrimonio; seguro que no le importará…». En cuanto se despertase, todo quedaría explicado y solucionado. Mientras esperaba ese momento, se sentó en la cama, la vista vuelta hacia afuera. La ciudad, al igual que las atracciones, también parecía pequeña y mezquina tras los esplendores confusos de la noche. Los dos grandes edificios de apartamentos, enfrente, se levantaban blancos y macizos, aunque la lluvia había puesto deslucidos regueros en sus costados. Las ventanas estaban muertas, dormidas. Tras ellos alzábase media docena de edificios comerciales, de paredes relucientes de pintura, lustrosas de opulencia; y, más lejos, detrás de aquéllos, las chozas techadas de plancha ondulada de la ciudad negra, que marcaba los confines del orden; porque, efectivamente, a ambos lados de aquel centro organizado, se extendían los barrios de míseras viviendas habitadas por los nativos. Una única ventanita le daba acceso al menos a tres mundos distintos, muy separados, en apariencia independientes y sin más vínculos que los del odio… Pero estas ideas familiares suscitadas por la simple acción de mirar por una ventana, resultaban una carga demasiado agobiante para iniciar el día. Primero tenía que despertarse Douglas, y luego ya tendría tiempo de mirar por la ventana. Le podía sugerir, por ejemplo, que abandonase en seguida su trabajo, y que ambos se fuesen «a vivir entre el pueblo»…

Saltó de la cama, pero sin hacer ruido, y pasó a la sala de estar. Tal como esperaba, encontró un montoncito de cartas en el mismo lugar en que Douglas las arrojara la noche anterior. Las tomó y volvió con ellas al lecho. La mayoría eran cartas de esas que la gente escribe a los que se casan, para que puedan contar, orgullosos: hemos recibido tantas o cuantas felicitaciones. Al menos, aún no había aprendido a considerar de otra forma los testimonios de cortesía. Procedió, por tanto, a apartarlas, y tomó una de su hermano, que ahora se hallaba en la universidad de Ciudad de El Cabo. La carta rebosaba buen humor y deliberada irónica tolerancia; sus relaciones siempre habían sido armoniosas; para que dos personas se peleen es preciso que tengan en común algún posible tema de disputa.

La próxima carta, expedida también desde la universidad, era de Joss Cohén. La tomó con la mayor alegría; la sostuvo, incluso, antes de abrirla, durante un instante, difiriendo el placer de su lectura. Lo que esperaba de ella era…, mas, ¿acaso había algo que no esperase ella de Joss Cohén? Finalmente rasgó el sobre; eran sólo cuatro líneas.

«Querida Matty:

Tu hermano me comentó que te habías casado la semana pasada. Debo admitir que me cogió de sorpresa. Sin embargo, acepta, por favor, mi enhorabuena. Espero que tu matrimonio sea feliz y próspero. Tuyo,

Joss».

La apartó lentamente, roja de rabia. Lo que más le había dolido era la palabra «próspero». Releyó, intentando evocar a Joss tal como era en realidad, pues aquellas líneas anodinas no traslucían su imagen. Finalmente admitió que se sentía abandonada porque no la había creído digna ni siquiera de dedicarle un rasgo de ingenio. En fin, allá él, se dijo. Y arrojó la carta en el montón de las puramente formales.

La tercera venía de Marnie van Rensberg, y estaba escrita en papel azul con una estrellita rosa en una de las esquinas.

«Querida Matty:

Mamá me ha dado la noticia esta mañana. Se lo dijo tu madre, en la estación, cuando fueron a recoger el correo. Me hace muy feliz que ahora estemos casadas las dos. Te deseo que seas muy feliz. Yo espero un niño para enero. El doctor dice que para febrero: se creen muy sabios. Confío en que sea un niño, porque Dick quiere un varón. A mí no me importa; y, aunque pienso que realmente preferiría una niña, ¿quién quiere ser mujer en este mundo? Ja, ja.

Afectuosamente, tu vieja amiga,

MARNIE».

La cuarta procedía de Solly Cohén, y, en cuanto la abrió, Marta supo que iba a encontrar en ella todo lo que Joss le había rehusado.

«Vaya, vaya, Martha Quest; no me extraña, naciste casadera, no dejaba de repetírselo a Joss, cuando insistía en que era preciso hacer algo contigo. Según me dicen, un alto funcionario: porvenir, retiro, y, sin duda, una gran casa en las afueras. No en seguida, claro; pero ya llegará, ya llegará. Vaya, vaya. Ahora tendrás que ser buena chica, sin ideas difíciles sobre los prejuicios raciales…, o, mejor todavía, sin ideas de ninguna clase. Si hay algo que no te puedes permitir, Matty querida, en el ambiente en que has ido a casarte —que Dios te ayude—, son las ideas.

Bueno, como verás por las señas, ya no estoy en Ciudad de El Cabo. La educación superior, que es una pura m…„ no está hecha para mí, aunque, al parecer, Joss está dispuesto a pasar por ella. Yo estoy haciendo un intento de vida comunitaria en los barrios de color de nuestra gran metrópoli: una lucecita en un mundo malvado. Naturalmente, los boergueses han sufrido una sacudida, y es evidente que ya no podré permitirme visitas de tu clase; pero, si en alguna ocasión tienes ganas de escribir unas líneas desde tu encumbrado mundo de saloncitos de té, cócteles e ingresos considerables, estaré muy contento de saber de ti.

Tuyo,

SOLLY.

Teóricamente, no debo escribir cartas a menos que todo el grupo lo apruebe; pero les explicaré que se te puede dedicar cierta cantidad de ellas, en tanto que víctima del sistema).»

Al principio, Martha se sintió enojada, dolida; pero casi inmediatamente se echó a reír, compartiendo sus sentimientos. Releyendo la carta aisló la palabra «dios», con minúscula, y, luego, boergueses. Esta es la razón de que te hayas metido en ello, pensó maliciosa: el nihilismo. Y en seguida Joss le pareció infinitamente mejor que su hermano; a su lado, Solly era un niño. Pero, al mismo tiempo, pensaba en aquella vida comunitaria como un refugio para ella. Había decidido presentarse allí inmediatamente, aquella misma mañana, y preguntar si podía incorporarse al grupo. No deseaba otra cosa…, una vida simple, con conversación e ideales. Y, además, en el barrio negro… Estaba a punto de saltar de la cama y preparar la maleta —que hubiese sido el argumento más definitivo contra el estar casada—, cuando descubrió otra carta, que había caído entre los pliegues de la manta. Era de su madre.

«Querida pequeña:

Espero que disfrutases la luna de miel, y que ahora no te encuentres muy cansada. Sólo te escribo para decirte que finalmente hemos decidido vender la granja, hemos recibido una buena oferta y nos instalaremos en la ciudad. En algún lugar cercano a ti, para que ahora que estás casada te pueda ayudar y…».

Había una línea que había sido cuidadosamente tachada, pero Martha logró recomponer la palabra niño, y se quedó rígida de indignación.

«De cualquier modo, quizá te pueda ser útil. Nada más por el momento, cariñosamente,

MAMÁ».

La carta afectó a Martha como una fuerte droga. Se dejó caer junto a Douglas.

—¿Qué sucede? —preguntó él al despertar, sobresaltado.

La miró mejor e inmediatamente se sentó en la cama. Bostezó un segundo; todavía conservaba el calor y la placidez del sueño; luego sonrió y la rodeó con el brazo.

—Douglas —anunció ella, furiosa—, he tenido carta de mi madre, y dice que van a venir a vivir a la ciudad; me persiguen, sólo quieren hacerme desgraciada, es lo único…

—Un poco de calma, ¿quieres? —atajó Douglas. Digerida la información que ella le había dado, por último dijo—: Bien sabías que iban a venir a la ciudad un día u otro, ¿qué tiene, pues, de particular?

Martha decidió aislarse en sí misma; y después de un instante, acabó apartándose de él. Douglas se le acercó y le dio unas palmaditas en el hombro: su actitud era de calma, de sensatez realista.

—Mira, Matty —prosiguió—, ya sé cómo te sientes; pero actúas como si te creyeses una víctima del destino, o algo por el estilo. Todas las jóvenes se pelean con sus madres, y las madres se meten donde no las llaman…, tendrías que haber visto a mi hermana y a mi madre antes de que Ana marchase a Inglaterra: parecían perro y gato. Reconozco que tu madre es un poco absorbente. Pero no le hagas caso. Y de todos modos… —se echó a reír de buena gana—. Seguro que con los años serás igual que ella —concluyó bromeando.

Aquellas sensatas observaciones le parecieron de la mayor brutalidad; pero, apenas sucumbir a la pasión de la ira, apoderóse de ella una sincera emoción. Pues lo que Douglas había dicho, frase por frase, daba en el blanco de sus terrores más profundos y personales. Si se había quedado en la colonia, cuando lo que quería era abandonarla, y se había casado, cuando deseaba sentirse libre y aventurera —haciendo, por tanto, lo contrario de lo que más anhelaba— no había razón para pensar que no fuese, cumplidos los cincuenta, exactamente como su madre: una mujer estrecha de miras, convencional, intolerante, insensible. El miedo le daba frío, le hacía temblar. Le faltaban palabras para expresar aquella sensación de abrumadora fatalidad que pesaba sobre todos, sobre su madre, sobre sí misma. Saltó de la cama, lejos de la mano cálida y consoladora de Douglas, y se acercó a la ventana. Fuera, el amarillento sol ya empezaba a calentar, y todo era actividad.

—Mira —dijo categórica—, lo que sucede es esto: que yo recuerde, siempre han estado en esa granja, pegados a la pobreza como moscas a la miel, siempre soñando en todo tipo de escapatorias románticas, en las que yo creí años y más años. Y ahora, de repente, todo resulta sencillísimo; todo aquello, ya ves, no sirvió de nada. Y eso es lo más importante, que todo haya sido en vano.

Notando que alzaba dramáticamente la voz, calló, disgustada consigo misma.

Douglas la contemplaba. Había en sus ojos una expresión que la sorprendió. Volvió a observarse a sí misma. Llevaba un camisón tenue, y él la debía encontrar atractiva de aquel humor. Estaba totalmente furiosa. Con gesto de desprecio, tomó la bata y se cubrió antes de añadir taxativamente:

—Ya veo que estoy haciendo el ridículo.

Pero, como le viese herido, apenado, inició una rápida explicación encaminada a compartir sus sentimientos:

—Todo se reduce a que, cuando no eran las carreras, era una mina de oro o una herencia. Y, mientras tanto, enterrados en la pobreza más absurda…

Su voz había alcanzado de nuevo aquella nota dramática, y volvió a callar. ¡Aquello no era lo que sentía! Le resultaba imposible decir lo que quería de modo que no sonase a falso. Silencio… Sintió que un cansancio imposible la llenaba. Súbitamente pensó: todo esto es tremendamente aburrido… Tenía el vago sentimiento de que todo aquello estaba pasado de moda: la época de rebelarse dramáticamente contra los padres había quedado atrás: era algo demasiado manido. Solly era totalmente ridículo, él y sus comunidades; abandonar la universidad… ¿para qué? Todo ello había sido dicho y hecho anteriormente. Ignoraba por completo de dónde le venía aquella abrumadora sensación de insulsez, de repetición, de futilidad.

—En fin —concluyó con voz alegre pero resuelta—, ¿qué más da? Hagamos lo que hagamos ¿qué más da? Cuando tengamos su edad, seremos tan estúpidos y reaccionarios como nuestros padres…; siempre ha sido así. ¡Más vale que empecemos a acostumbrarnos!

—Pero, Matty —protestó Douglas impotente—, ¿qué demonios quieres que le haga? Yo, desde luego, te apoyo, si es eso lo que quieres.

Pero vio que Martha tenía una expresión en la que se mezclaban miedo y desesperanza, y decidió que aquello había llegado ya demasiado lejos. Se levantó de la cama y se le acercó.

—Mira, no te preocupes. Yo te cuidaré, no sucederá nada.

Martha se le abrazó.

—Lo siento —dijo con falsa animación—. Qué tonta soy.

Douglas la besó, le dio unas palmaditas con el afecto de un hermano, y, luego, añadió:

—Dios mío, voy a llegar tarde al despacho. Debiste despertarme antes —entró silbando en el baño, y empezó a afeitarse.

Martha volvió a la cama, acomodó un espejo en un pliegue de las mantas e intentó cepillarse el pelo, para darle forma. No quería que él la viera, y, cada vez que Douglas entraba a buscar algo, se volvía rápidamente. Pese a eso cuando por fin apareció vestido del todo, comentó:

—El pelo no te está nada mal así.

Se le veía de muy buen humor. Frotándose las manos dijo que no debía llegar tarde. En la oficina habían preparado algo especial para recibirle: era su primer día de trabajo después de la boda. Mientras recogía algunos papeles, y echaba una ojeada eficiente, como de costumbre, para comprobar que no había descuidado nada, le recomendó:

—No vayas a olvidar que esta noche tenemos una fiesta en casa de los Brodeshaw…

Martha dijo rápidamente:

—Douglas…

Se detuvo, a punto de salir:

—Voy a llegar tarde.

—Douglas, ¿por qué no vamos a Inglaterra…, o a algún sitio…? —le preguntó resentida—. Después de todo, dijiste…

Pero él la interrumpió en seguida:

—Se prepara una guerra; no podemos correr riesgos.

El diario estaba sobre la cama: bastaba con echar una ojeada a los titulares. Pero Martha persistió:

—Si estalla la guerra, allí será mucho mejor que aquí; al menos, la viviríamos de verdad.

—Te aseguro, Matty, que voy a llegar con retraso… —y salió apresuradamente.

Se quedó un rato tal como estaba, rodeada por el desparramado diario, las cartas, el espejo, el cepillo y un montón de ropa de cama, comprada para la boda. Los titulares del periódico le inspiraban el más profundo cinismo. Entonces descubrió, abierto sobre la cama, un pequeño librito. Lo cogió. Era la agenda de Douglas. Volvió a dejarlo: ciertamente, uno de sus principios más firmes hacía de la mujer que lee las cartas, o registra los bolsillos de su marido, el más negro traidor de la decencia. La agenda continuaba abierta, al alcance de la mano. Después de todo, sólo era una agenda; y, quizás, aquellos compromisos la incumbiesen… Logrando un acuerdo con sus principios, y sin llegar a tocarla, se acercó más y leyó lo apuntado para las dos semanas siguientes. No había ni un solo día sin alguna fiesta, baile o comida. Y desconocía la mayoría de nombres. La pequeña agenda, abierta junto al diario de alarmantes titulares negros, era el más fuerte de los posibles comentarios a su situación. Vio la carta de Solly, perdida entre los pliegues de la sábana, en la que había una dirección garabateada con grandes letras. Su ansiedad se concentró totalmente en un: «tengo que escapar de todo esto». Se levantó y vistió rápidamente. Toda su ropa estaba arrugada por haber estado en la maleta. Tendría que volver a ponerse el vestido azul, el de la víspera. Se tranquilizó pensando que a Solly no le iba a importar mucho su aspecto, puesto que se había convertido en un personaje bien intencionado y monástico de aquella organización comunitaria. En pocos minutos el piso desordenado quedó atrás, y andaba por la calle.

Apenas hubo doblado la esquina y el bloque de pisos desapareció de la vista, le pareció como si el edificio, y su matrimonio entero, hubiesen dejado de existir. Su sensación de libertad era enorme. Consideraba su matrimonio, y la vida a la que se veía obligada, con desagrado, con horror. Todo cuando representaba le parecía falso y ridículo; la Matty que, al parecer, estaba teniendo tanto éxito en todo ello era por completo ajena a la Martha, que ahora paseaba en plena libertad en una mañana fría y espléndida. El paseo hasta el barrio de los negros era corto, y caminó lentamente, deteniéndose bajo los árboles de la acera, para coger algunas hojas de los setos o tirar de la hierba alta que crecía en cualquier resquebrajadura del pavimento.

Lo que más la confundía era la realidad de su éxito. Las últimas semanas, con toda su confusión, turbulencia e hilaridad, tenían un hilo central que las recorría: el encanto que los demás encontraban en su matrimonio. ¿Cuántos la habrían besado, profundamente conmovidos? Todo el mundo estaba contento por ello. ¿Por qué? ¿Por qué estaban tan contentos si —y con eso llegaba al mismo meollo del problema— apenas la conocían? Ella, Martha, se sentía extraña a todo aquello, y, por tanto, en lo hondo de su corazón, les acusaba de insinceridad. Concluyó que no podían sentir lo que expresaban, y que todos aquellos amigos y relaciones establecidas dentro del círculo matrimonial, no lo eran. El conjunto constituía un gigantesco engaño social. A partir del momento en que consintiera en casarse con Douglas, asunto que no era de la incumbencia de nadie —y de este punto estaba absolutamente segura—, excepto de ellos dos, se había puesto en movimiento una especie de maquinaria que seguramente iría incluyendo cada vez a más y más gente. Martha sólo sentía una confusa desesperación al pensar en la cantidad de personas que eran felices gracias a ellos.

Comenzó a caminar todo lo deprisa que podía, como si escapase de algo tangible. Mentalmente ya estaba con Solly: no sabía a ciencia cierta cuál sería su reacción; pero ahora la autenticidad de sus relaciones con los chicos Cohén, algunas veces difíciles, pero siempre basadas en lo que realmente pensaban y sentían, no podía traicionarla.

La calle elegida por Solly se hallaba en la zona más mísera de la ciudad. No pudo evitar una sonrisa amarga a medida que la pobreza aumentaba a su alrededor: ¡Solly siempre quería lo peor de lo peor! Aquellas casas, construidas hacía tiempo, para los nuevos colonos, eran pequeñas, sin pretensión alguna, simples conchas de ladrillo cubiertas de ondulada chapa de hierro. Ahora cada una de ellas albergaba media docena de familias. Cada una era como un pueblo, con desmedrados niños andrajosos por todas partes, ropa colgada en los portales y arroyos por donde corría agua sucia. Entre dos de aquellas barracas se hallaba una casa pequeña, levantada del suelo, en medio de un trozo de jardín rodeado por una alambrada. Era el único jardín de la calle, el resto eran parcelitas de tierra sucia, pobladas de latas, harapos y hierba pisoteada. Allí, dentro del recinto de flamante alambrada, se veía tierra buena y oscura, con cuidadas hileras de verduras verdes, lozanas. La cancela era nueva, estaba pintada de blanco y tenía un gran cartel que rezaba: «Utopía». Martha volvió a reír pensando que aquella nota irónica debía ser de Solly. Estaba abriendo la cancela cuando oyó una voz. Apareció un joven, que salía de un pequeño cobertizo portando una regadera, y le preguntó qué quería.

—He venido a ver a Solly Cohén —dijo con un amago de desafío, olvidada, hasta ahí, de que los otros miembros de la comunidad podían rechazarla.

Era un muchacho muy joven, judío con todo el aspecto de un intelectual, aunque, al parecer, deseaba ofrecerlo de campesino. Tras una pequeña pausa, asintió con la cabeza y dio media vuelta.

Martha avanzó por el caminito. El sol, ya alto, arrancaba a la tierra caliente un olor peculiar, de agua en evaporación. Pequeños brotes de lechugas verdes, relucientes, apuntaban en la tierra oscura, y gotas de agua colgaban brillantes de sus hojas. Las acababan de regar: podía percibir el rumor profundo y blando del agua que era bebida, absorbida por la tierra reseca. Avanzó lentamente, deleitándose en aquel sonido. Recordó cómo en la granja, después de las tormentas, las pequeñas plantas de mijo conservaban en su centro una única gota de agua, reluciente, redonda, perfecta…; pero alguien la estaba observando, alguien a quien su presencia no agradaba. Se apresuró a subir los escalones. La suciedad que hubiese podido existir había sido eliminada hasta el último rastro. La terraza era un pequeño cuadro de cemento rojo oscuro, limpio y reluciente. La puerta de entrada estaba recién pintada de un azul intenso. Pintura fresca, limpieza…, las ventanas estaban inmaculadas. Abrió la puerta azul y se encontró en la sala de estar. Estaba vacía. La habitación no era grande, pero lo parecía porque no tenía casi nada. El suelo, de cemento rojo, mostraba un trozo de estera, a rayas moradas y amarillas. Había media docena de sillas bajas, de madera, barnizadas de amarillo. En todas las paredes había libros. Y eso era todo. Encontrar semejante habitación en aquella calle…; pero en aquel momento una puerta se abrió de golpe, y apareció Solly. Su rostro mostró gran sorpresa; pero en seguida modificó su expresión.

—¿Qué haces aquí? —preguntó, desconcertado.

Martha tomó asiento sin que él la invitase a hacerlo.

—¿No te importa que haya venido a verte, verdad? —preguntó, en un tono no exento de agresividad.

Sólo podía responder que no le importaba. También él tomó asiento; su expresión era de desgarrada cortesía. Martha le observó en busca de cambios. Desde su último encuentro, Solly había pasado por la universidad, disputado con su familia, viajado hasta Inglaterra, y, a punto de acabar luchando en España, había tenido un lío amoroso, y, tras volver a la universidad, la había dejado para siempre. Pero en su rostro no se advertían marcas de ninguna de esas experiencias. Parecía exactamente igual que antes; alto, muy delgado, con el mismo aire tosco y nervioso en todos sus movimientos. Su cara tenía rasgos muy marcados, con todo el aspecto de un joven intelectual judío: vivaz y crítico, pero con una excesiva carga de sarcástica hostilidad hacia sí mismo. Sus vestidos, en cambio, sí habían cambiado. Tenía puestos pantalones cortos, azul oscuro, y camisa de un castaño herrumbroso, que llevaba por fuera de los pantalones. Estaba muy moreno.

—Me gusta el nombre que habéis elegido para vuestra comunidad —dijo Martha dispuesta a reír con él.

—No lo escogimos nosotros. Ya se llamaba así.

—Oh… ¿Quieres decir que la gente de color ya la llamaban Utopía? —preguntó desencantada, pero conmovida.

—Exacto. ¿Estúpido, verdad?

Viendo que se burlaba de ella, apostilló:

—¡Y yo que pensé que teníais el talento de reiros de vosotros mismos!

Pero Solly no se hallaba dispuesto a ser provocado. De todos modos, Martha se atrevió a balbucear:

—¿Podría venir y quedarme a vivir aquí?

La miró, sonriente al principio, y, luego, muy serio.

—Vaya, vaya —comentó por fin. Y añadió con mucho tacto—: Creía que acababas de casarte.

—Sí. Pero quiero… —le resultaba imposible dar explicaciones—. Bueno, de todos modos no hubiera debido casarme. Me gustaría venir a vivir aquí. ¿Por qué no? —preguntó como un niño.

Solly, que había estado preparando algunos gestos de sorpresa y diversión, simplemente se encogió de hombros.

—No puedes hacer eso —dijo finalmente en tono de reproche.

Martha se sentía furiosa.

—Entonces ¿por qué me escribiste aquella carta? —preguntó con toda inocencia.

—Pero Matty… —y en ese momento recuperó su modo de ser habitual. Iba a mostrarse sencillo y natural—: Pero, Matty, uno no se puede casar una semana, y descasarse a la siguiente.

La miró inquisitivamente, el rostro lleno de inteligente comprensión, ya que no de afecto. Sentíase cada vez más desmoralizada. Se daba cuenta de lo loca que había sido. Y, aun así, preguntó débilmente:

—¿Quieres decir que todo el mundo se siente igual, que es algo como la viruela, que hay que pasarlo y ya está?

—Como yo no he estado casado nunca… —empezó enfáticamente, pero en seguida cambió de tono—. ¿Por qué tomaste marido?

—No tengo la menor idea —contestó, contristada.

—De todos modos, aquí no puedes vivir —advirtió por fin—. Para empezar, no hay ninguna mujer.

Martha se sintió enrojecer, y se puso furiosa. Por vez primera se le ocurrió que Solly podía interpretar su insistencia como interés personal hacia él. ¡Intolerable! Belicosa, exclamó:

—¿No queréis mujeres?

Solly recuperó inmediatamente su garbo:

—Preguntamos a algunas si querían venir; pero, desgraciadamente, no hay manera de apartaros de vuestros destellos y vuestros vestidos. Supongo que te das cuenta de que aquí todo es común: los libros, el dinero, todo. Y no fumamos ni bebemos.

—¿Todos sois solteros? —preguntó sarcásticamente.

—Naturalmente —y añadió—: Pero se permite el matrimonio.

Martha se echó a reír con aire despectivo:

—Cualquiera puede ver que las parejas lo echarían todo a rodar.

—Por fortuna ninguno de nosotros piensa casarse, o sea que no hay nada que temer…

Se mantenía rígida en la silla, con un destello de rabia en la mirada, sonrojada…, mientras Solly la miraba fijamente, aparentando tranquilidad.

—Y, además, tampoco eres judía —dijo en tono que denotaba embarazo.

Era algo que no se le había ocurrido; e inmediatamente comprendió lo imperdonable de su omisión. Enrojeció aún más. Sentía el sofoco en toda la cara, y le hubiese gustado esconderla, y decir algo como: o sea que ahora sois elitistas; pero un extraño sentimiento de culpa la detuvo.

—En efecto, es una razón contundente —comentó en un intento de parecer despreocupada, superficial. Pero, como viera que él se hallaba aún un tanto confuso, continuó—: ¿Cuántos sois?

—De momento, cuatro. Intentamos adaptarnos al modelo de las colonias de Israel.

—¿Israel?

—Para ti, Palestina —dijo sin poder reprimir una súbita sonrisa desbordante.

—¿Y qué vais a hacer cuando empiece la guerra? —preguntó extrañada.

—Cuando los viejos hayan terminado sus piruetas diplomáticas y veamos qué es lo que están tramando, decidiremos. Si deciden empezar una guerra contra la Unión Soviética, me declararé objetor de conciencia, y, si es contra Hitler, pelearé.

Se sintió empequeñecida ante aquella claridad de ideas.

—Es agradable tener las cosas tan bien planeadas, estar tan seguro de todo —intentó chancearse; pero le pareció una pobre sorna.

—Nada te impide hacer otro tanto —adujo Solly.

Se levantó y, con un ademán familiar, volvióse para examinar los libros de las estanterías. Apenas había tenido tiempo de fijarse en algunos títulos desconocidos, obra de autores nuevos, cuando él dijo, por bromear:

—No, Matty, esos no te los puedo prestar. ¡Es una biblioteca comunitaria!

—No iba a pedirte ninguno. —Se dirigió hacia la puerta—: Bueno, creo que es cosa de que regrese a casa.

Solly se hallaba manifiestamente arrepentido:

—No tienes por qué salir corriendo. No te vamos a comer.

Dudó un instante antes de sentarse otra vez. Se sentían, de pronto, llenos de fervorosa amistad. Ambos recordaban cuan a menudo habían estado así, sentados en un cuartito repleto de libros, allá, en el campo: afuera las carretas tiradas por bueyes avanzaban pesadamente entre nubes de polvo rojo y los granjeros, vestidos con anchos monos color caqui, corrían del almacén al garaje, y de allí a la oficina de correos, portadores de cartas y bolsas de comida; los negros se arremolinaban ante la puerta del almacén, contando monedas y hablando con excitación sobre las compras que iban a efectuar. Martha miró por la ventana: una masa de casuchas sucias y enjambres de niños de piel oscura, marcados por la pobreza; pero, debajo de la ventana un muchacho judío estaba escardando un huertecillo de patatas.

—¿No tenéis criados?

—Claro que no.

—Pues no creo que vayáis a ganar nada no teniéndolos —dijo, dudosa—. Aunque, naturalmente, os lo vais a pasar muy bien.

Su tono revelaba que aquel era un fin que no podía menos de aprobar; pero Solly la contempló con sarcasmo, como si poseyese una verdad inaccesible para ella.

Se hizo un silencio. De afuera le llegaba el golpeteo de la azada en la tierra blanda: zup, zup, zup. Alguien abrió un grifo en alguna parte de la casa, cerca de ellos; el agua manó con estrépito y, luego, el grifo volvió a cerrarse…; y, de nuevo, silencio.

—¿Estudias todo el día, seguís alguna disciplina, trabajáis mucho? —volvió a intentar Martha.

—Sí.

—Pues, para eso, os podíais haber quedado en los barrios blancos. ¿Para qué habéis venido a vivir aquí?

—Estamos en contacto con la gente del barrio —contestó, a la defensiva; al parecer, este era un punto débil.

—¿Crees que les podríais dar clases? —inquirió Martha muy animada.

Pero él se echó a reír de buena gana.

—Desde luego que podríamos. Y tú, también, dentro de cinco años, cuando ocupéis un alto cargo en la administración, podrías poner tu granito de arena recogiendo entre los ricos para ayudar a los menesterosos.

Se encogió de hombros, la puya no le había alcanzado.

—¿Qué clase de contactos son esos? —insistió, pese a la frialdad de la palabra, cuyo significado se le escapaba.

Intentaba imaginarse la escena: Solly y sus amigos, hablando, en aquella habitación, con algunas de las pobres gentes que ahora veía por la ventana.

—La verdad es que la comunidad mestiza —dijo Solly abruptamente— es una pérdida de tiempo. Su posición, a medio camino entre los negros y los racistas blancos, les hace inestables; en el fondo, todos ellos son unos pequeño-burgueses.

¡Los despreciaba! Martha, muy sorprendida, se atrevió a observar:

—Después de todo, también son seres humanos.

—Exactamente —respondió con aquella misma expresión triunfal—. Exactamente. Todos somos seres humanos, y cualquiera es tan bueno como su vecino, todos iguales a los ojos de Dios.

—Muy bien, eres tú quien habla de Dios, no yo. ¿Qué tiene Dios que ver con todo ello?

Irradiaban tanta hostilidad como amistad habían establecido momentos antes.

—Además —persistió ella—, sólo hay unos cientos de mestizos frente a millones de negros; así pues, ¿qué sentido tiene?

—Intentamos instalarnos en la zona reservada a los negros; pero la ley lo prohibe. Por eso escogimos lo que nos pareció menos malo.

—Tonterías; lo único que buscáis es impresionar; eso es todo.

Solly golpeó suavemente el brazo de la silla con sus dedos largos y huesudos y bostezó. Martha tardó unos segundos en comprender que el bostezo había sido deliberado. Se levantó inmediatamente y dijo:

—Me voy, tengo que hacer.

—¿Deberes de ama de casa? —preguntó sarcástico.

Se detuvo detrás de la silla mirando con añoranza aquella habitación tan agradable, los libros, acariciando la atmósfera de devota libertad, sintiéndose exiliada. Pero también sintió otra cosa, una profunda piedad hacia Solly. De repente, le parecía muy joven y absurdo.

—Bien —dijo en tono neutro—, en cuanto estalle la guerra todo esto habrá acabado. Pero, mientras dure, será muy agradable.

La contempló en silencio, considerando si valía la pena tomarse con ella el trabajo que iba a emprender. Por fin, dijo:

—Oye, Matty, déjame que te dé una pequeña conferencia sobre la situación internacional.

Le dirigió una sonrisa desmesurada a la que ella correspondió con otra, de gratitud. Al mismo tiempo notó, consciente sólo a medias, que, a diferencia de su hermano, Solly no podía tomar nada en serio. O, al menos, así era como ella lo veía: aquella especie de jocoso engreimiento, las comillas invisibles con que aislaba las frases, la manera de recalcar las si-tu-a-cio-nes, hacían difícil darle crédito. Pese a eso, todavía en pie junto a la silla, le escuchó. Habló durante diez minutos, como quien pronuncia una conferencia, pero con lenguaje mordaz, de calculado cinismo, que se adaptaba muy bien a lo que ella misma creía. Y, aunque el enfoque de lo que ocurría en Europa fue frío, sencillo, lógico, su mordacidad y cinismo no podían menos de fomentar los que la propia Martha ya sentía. Así que, en cuanto hubo terminado, ella le dijo secamente:

—Está bien, pero de una u otra forma, habrá guerra, ¿no?

—¿Qué está bien?

Se encogió de hombros evitando la dura agresividad de la mirada de Solly, que de nuevo empezó a bromear:

—Sí, Matty querida, la vida es dura, la vida es difícil. La gente se mata, las vacas entran a comerse las rosas, y la violencia siempre asoma su fea cabezota.

Martha comentó, incongruente:

—Mi padre estuvo en la última guerra. Siempre habla de ella.

—¿Y qué? —fue su respuesta. Y luego, con voz seca, enojada, muy distinta de la que ella le conocía, sin duda porque, por primera vez, era producto de una convicción, de un profundo sentimiento personal, añadió—: Eso no saca a los judíos de los campos de concentración. ¿Qué importarán? ¿Te importan a ti, acaso? Si el gobierno británico lo desease, podría poner fin a todo eso en un mes. Y tú… bien sé lo que sientes —ahora se puso a imitar su voz perpleja e insegura—: evitemos las rudezas, hagamos que todo sea lo más agradable posible.

Aquella hostilidad la confundió tanto, que, segura de ser, a sus ojos, el tan odiado enemigo, sólo acertó a balbucir:

—Pero, Solly… —y se refugió en el silencio.

Él ya sólo esperaba verla marchar; aun así, Martha preguntó:

—¿Qué sabes de Joss?

—No nos escribimos.

Se dirigió hacia la puerta.

—Se ha adherido al Partido Comunista —oyó.

—Bueno, yo siempre lo tuve por comunista.

—Ha entrado en el Partido, lo cual es muy distinto de andar echando ideas al viento.

En su voz había tal desprecio que Martha se volvió para preguntar:

—¿Y qué? ¿Te importa que haya entrado?

Pero en seguida vio que la pregunta se la dirigía a sí misma. Con su antigua sonrisa de enojo, Solly tomó un diario que había a su lado y se lo entregó. Era un periódico delgado, sin peso. Lo contempló un tanto dudosa. Se llamaba The Warchdog. Los titulares, grandes, estridentes, la impresionaron en seguida. Oyó reír a Solly y se dio cuenta de que estaba aguantando el periódico como algo que fuese a explotarle en la cara. Le sonrió apesadumbrada.

—Es un diario rudo y malo —dijo Sollly—, que no te vean con él. ¿Qué dirían tus nuevos amigos por no hablar ya de tu marido?

Dejó pasar aquel comentario, porque no se sentía identificada en absoluto con su marido ni con su círculo. Volvió a mirar el periódico. El estilo declamatorio y el lenguaje turbulento la afectaron desagradablemente, como si todo su organismo hubiese sido inyectado de alguna poderosa sustancia irritante que debiese eliminar. Pero, según lo ojeaba con más calma, vio que repetía, ni más ni menos, lo que Solly acababa de decir sobre la situación internacional. El siguiente comentario de Solly resumió lo que ella pensaba en ese momento.

—Dicho en un pulido lenguaje intelectual y en una habitación confortable, es como si nada sucediese; pero, en esos términos, la cosa cambia ¿verdad?

Dejó el periódico sobre una silla y le miró. Necesitaba herirle como él la estaba hiriendo. Preguntóle:

—Entonces ¿por qué no ingresas, también tú, en el Partido?

Solly continuó con su sonrisa imperturbable; Martha decidió que debía pertenecer al Partido, pues, de lo contrario, no exhibiría aquella expresión satírica. Tras una pausa, cambió de táctica:

—¿Quién paga esta casa y esta pacífica existencia intelectual?

Solly se había sonrojado; ella insistió:

—Vuestros padres, seguro. Es decir, que tu contribución proviene de los beneficios de una tienda próspera gracias a su clientela de nativos; sentado esto, no veo en qué nos diferenciamos tú y yo.

Él estaba esperando la ocasión de poder atacarla; pero Martha, encantada de su ventaja, continuó apresuradamente:

—Así es que te dejaré con tu «independencia» hasta que el toro se meta en vuestra torre de marfil.

Salió de prisa, cerrando la puerta tras ella, y cruzó presurosa el jardín. Naturalmente, sólo verduras, pensó con despecho, pero a punto de echarse a llorar. ¡Naturalmente, los grandes intelectuales no necesitaban flores! En el rato que había permanecido dentro de la casa la tierra alrededor de las lechuguitas que empezaban a crecer se había secado. Pequeños granos de tierra grisácea salpicaban regularmente la base del plantío, más rica, oscura y húmeda. Al otro lado del jardín, el muchacho continuaba recalzando patatas. Cuando pasó por su lado, no levantó la cabeza. De pronto oyó que la llamaban por su nombre. Solly se hallaba en la terraza.

—Matty, ¿quieres asistir a una reunión que tenemos aquí esta noche?

Dudó antes de darse vuelta y gritar irónicamente:

—Lo siento, pero tengo que ir a una fiesta… —no pudo terminar.

Solly parodiaba un acceso de hilaridad.

Le volvió la espalda y se alejó bajo los árboles que daban sombra a la acera. Pasaron algunos minutos antes de que pudiese sonreír pensando en sí misma y en Solly, pesarosa de tener que dejarle. Se sentía desamparada: y sólo el recuerdo de la cruda pantomima con que Solly la había despedido impidió que volviese corriendo para decirle que, naturalmente, asistiría a la reunión. Cuando llegó al piso se entretuvo en arreglar el vestido que llevaría a la fiesta aquella noche; irónica, pensaba en lo que Solly hubiese dicho de verla ocupada en eso. Pero había algo mucho más fuerte, una sensación como de: ¿Ah, sí? ¡Pues ya le enseñaré yo! La enseñanza consistía en arreglarse el vestido y componerse para resultar lo más atractiva posible. Y sólo entonces recordó el momento en que le había hecho pensar que acudía ella al hombre, no a la persona entregada a aquel romántico ambiente de la vida comunitaria —y la idea le causó tanto embarazo, que se sintió sofocada; jamás se lo perdonaría—. Reviviendo la entrevista, sólo podía verla bajo esa luz; cuanto habían dicho traslucía por esa otra emoción, el enfrentamiento sexual; y a ella atribuía la agresividad de él y aquel mirar sarcástico. Le empezó a odiar vivamente. Al poco, el recuerdo de su encuentro se había convertido en algo insoportable; según daba furiosas puntadas al vestido, repetía exasperada: «¡Idiota! ¡Idiota redomado!». E incluso: «¿No sabrán ver de otro modo a las mujeres?».

Cuando Douglas regresó por la tarde, la joven que le recibió se hallaba extraordinariamente alegre, y le divirtió con una descripción jocosa de cómo se había apresurado a visitar a Solly —todo él inteligencia, con pantalones azules y tostado por el sol— y cómo había preguntado si podía incorporarse a la comuna. Porque, como todo el mundo sabe, todas las chicas pasamos por esos momentos en que desearíamos no estar casadas.

—Yo también —confesó Douglas en tono de disculpa antes de besarla y reír contristado.

Aquella confesión mutua les encantó. Volvían a sentirse unidos en el más cálido de los afectos, lo cual les llevó casi inmediatamente a la cama —como él dijo, todavía disponían de media hora—. La media hora fue divertidísima. Desbordados de contento, experimentaron dos nuevas posturas, autorizadas por el manual de los recién casados, y su mutua eficiencia llenóles de renovado gozo. Luego, viendo que ya eran las seis, hora sagrada de los cócteles, saltaron de la cama y se vistieron a toda prisa. Salieron en el coche hacia el lugar de la fiesta, con aquel semblante de elegante indiferencia que habían aprendido a mostrar en público.

La casa del coronel Brodeshaw se hallaba en una zona de la ciudad que había estado de moda antes de que los nuevos suburbios residenciales empezasen a extenderse. Había varias avenidas flanqueadas de enormes casas umbrosas, rodeadas de grandes jardines, que constituían lo más próximo a lo que pudiera llamarse una arquitectura peculiar de la colonia. Habían sido construidas, pensando en las exigencias del clima y en la comodidad, por gente con dinero y criterio suficientes para no necesitar de aquella especie de superlujo de casas ostentosas que ahora privaban. De hecho, eran la expresión natural del inglés habituado a administrar ésta o aquella porción del Imperio Británico y ducho, por tanto, en adaptarse a climas difíciles. La comodidad era su común denominador. Los alojamientos del servicio, construidos en fila en la parte trasera del jardín —lo que hacía pensar en establos—, eran amplios, pero no en consideración al bienestar de los criados, sino a su número. Las habitaciones eran espaciosas y frescas; las terrazas, enormes; fuese cual fuera el aspecto exterior de aquellas casas, extensas, informes, o a menudo destartaladas, vivir en ellas era una delicia.

Los jóvenes Knowell atravesaron varias avenidas pobladas de mansiones de ese tipo abandonándose a la agradable nostalgia del pasado. Comentaron que era lástima que ya no se erigiesen casas como aquellas. Estacionaron el coche, junto a una docena de otros, en la explanada abierta junto a un hermoso seto de hibisco y subieron por un pequeño sendero que era como un túnel de verdor. A través de los claros de follaje eran visibles los aspersores que regaban el suave césped verde y, más allá, el jardín delimitado por un cálido muro de ladrillo rojo, orlado de dondiegos, y un cielo luminosamente azul que, próximo el ocaso empezaba a mostrar ribetes blancos. Muy pronto parecería como si el follaje hubiese sido jalonado de fláccidos jironcitos de tela blancuzca. Unos pasos más adelante, podía verse ya la terraza delantera —un jardín dentro del mismo jardín, porque estaba repleta de tiestos pintados, con plantas en flor—, festoneada por una enredadera de flores doradas. Y, naturalmente, la gente; pero la terraza era tan grande como cualquier espaciosa habitación, y podía acomodar gran número de invitados entre sus columnas de ladrillo y sus macetas floridas.

Distinguiendo, desde lejos, algunas caras conocidas, Martha sintió cierta decepción: seguía nutriendo la idea de que su matrimonio la iba a introducir en un mundo nuevo y pleno de emociones. Vio a Donovan y a Ruth Manners, y buscaba nuevos conocidos cuando Douglas comentó:

—Creo que estará presente el señor Player.

Intentaba quitarle importancia, pero no pudo impedir una nota de complacida deferencia. Martha miraba a su alrededor, por si veía al aludido, cuando llegaron al final de las escaleras y fueron recibidos por el coronel Brodeshaw y su esposa. El coronel era hombre alto, delgado, un poco cargado de espaldas, con un bigotito negro y piel atezada, y tan militar en cuanto a modales y aspecto, que Martha no tuvo que esforzarse en encontrarle ningún otro rasgo característico. Su esposa, plenamente entregada a su función de anfitriona, vestía traje negro de estampado claro; menuda, ágil, sonriente, resultaba una coronela perfecta.

Martha aún no había avanzado dos pasos cuando se vio envuelta en el caluroso abrazo de la señora Talbot, y bienvenida por la sonrisa cálida, aunque tímida, de su hija. Martha sabía que, de cuantos se sentían felices a causa de su matrimonio, la más feliz fuese quizá la señora Talbot. En la última semana había recibido de ella nada menos que tres encantadoras notas en las que le daba la bienvenida a… ¿qué? Ahora, rodeándole los hombros con el brazo, la apartaba de los que paseaban por la terraza y la llevaba hacia una silla vecina de la suya. Por encima del hombro sonrió a Douglas y susurró:

—Habrás de permitirme que te robe a Matty por unos minutos.

Y Douglas, sonriente y agradecido, pareció dispuesto a esperar.

La señora Talbot poseía todos los encantos. Cada movimiento, cada entonación suya era un prodigio de mesurada gracia. Al tomar asiento al lado de Martha, lo hizo con un movimiento apresurado, como disculpándose, como si deplorase perder en esa simple operación parte de la atención que deseaba conceder a Martha. Vueltas hacia ella, madre e hija le sonrieron con calurosa amistad antes de repetirle lo mucho que celebraban que Douggie se hubiese casado por fin, lo espléndido, lo adecuado, lo… Cuando una de ambas alcanzaba jadeante el final de una frase, cuyos superlativos apenas lograban expresar lo que sentía, la otra la continuaba: competían en inmolarse ante Martha.

Inmóvil en su asiento, sonriendo un poco cohibida, Martha las miraba alternativamente, y, temerosa, sin duda, de ser asfixiada por aquel solícito asedio, trataba de fijarse en ellas. Así logró ver que la señora Talbot era una mujer alta, rubia, de cuerpo delicado, flexible, y rostro oval, de pequeñas facciones, rosado todo él, como por efecto de un fino esmalte. Todo en ella, pelo, cara, vestido, era tan perfecto, tan exquisitamente creado, que se sentía la tentación de estudiar a la hija para encontrar en ella la materia prima de la que había salido aquella obra de arte. Elaine era, como su madre, una criatura delgada y grácil, pero su rostro ovalado, y los ojos grandes y grises, mostraban un algo de cansancio, una naturaleza enfermiza. Su piel era pálida, y tenía ojeras de un azul lívido. Martha paseó la mirada sobre ambas, percibió las afectuosas miradas que continuamente intercambiaban, como para darse mutua confianza, y lo único que se le ocurrió fue que debía existir algo perverso en aquella muchacha de dieciocho años que seguía tan aferrada a su madre. Ella misma se sentía amenazada por aquella estrecha intimidad. Y, como lo único que precisaba decir era «gracias» y «es muy amable», se dejó absorber por otro problema que la preocupaba mucho más. Porque esos mirones espirituales que atrae todo matrimonio acaban inevitablemente por sugerir una pregunta: ¿qué habrán encontrado ellos en el matrimonio, o qué echarán de menos en él? Ya que la señora Talbot y su hija no podían hallarse encantadas de que fuese Martha quien se había casado con Douglas —pues no la conocían, como Martha se apresuró a decirse—, quizá lo que las llenaba de tal alegría era la idea misma del matrimonio. Martha intentó formarse una imagen del señor Talbot, y sólo entonces comprendió que ni siquiera sabía si existía. En las últimas semanas había oído hablar a menudo de la señora Talbot, pero siempre mencionada como «la señora Talbot y Elaine», «Elaine y la señora Talbot»: eso era cuanto la gente decía al referirse a la familia Talbot. Ambas envolvían a Martha con su afecto acariciante, y juntas se levantaron al unísono, después de haberle dirigido una sonrisa llena de intimidad, que —incluso en asunto tan nimio como era el estar de acuerdo en volver a liberarla— se convirtió en una mirada de mutua comprensión. Los jóvenes Knowell fueron invitados a pasar una breve velada con la señora Talbot y con Elaine —y también, desde luego, con el señor Talbot, que no se sentía menos contento que ellas por su matrimonio; «a menos que esté ausente», «siempre tiene tantísimo que hacer»—, y las dos mujeres se fueron a sentar algo más lejos, donde se dedicaron a derramar sobre Douglas sus reservas de encanto.

Así Martha logró quedar sola un momento, y pudo mirar desde la terraza, que semejaba una habitación con tres paredes cubiertas de verde follaje, el paisaje que se ofrecía a sus ojos. Los últimos rayos solares penetraban por entre las hojas poniendo dibujos de sombras en los rostros de los invitados. Había, quizás, una cuarentena de personas sentadas, todas con un vaso en la mano, sumergidas en aquel brillo verduzco. Martha distinguió a Donovan, que, sentado en el borde de su silla, dirigíase a Ruth Manners:

—Pero, querida, si nunca he visto nada tan divertido… —oyó su voz tenue, antes de que la bajase para inclinarse hacia delante y continuar la frase en tono más quedo.

Sin duda murmuraba de alguien: la sonrisa discretamente maliciosa de Ruth así lo daba a entender.

Junto a Ruth estaba sentado un joven a quien Martha jamás había visto. Inmediatamente se dio cuenta de que acababa de llegar de Inglaterra; lo evidenciaban su cara rosada y su expresión, precavida, de quien se halla sometido a prueba. Por el modo en que Ruth y él se sonreían, parecía claro que formaban pareja.

Más al extremo de la terraza, en un pozo de verde sombra, el señor Maynard estudiaba, con irónico pero moderado desdén, a sus invitados. Junto a él se hallaba la formidable mujer que era su esposa, que, en voz aguda y recia, de mando, dictaba un veredicto sobre algo que la tenía apasionada:

—Así es que le dije, ¡eso está completamente fuera de la cuestión!

Se volvió para mirar a su marido, en busca de apoyo; pero él continuaba con la vista perdida al frente, golpeando suavemente con los dedos el vaso que sostenía en la mano. El clinc, clinc, clinc, llegaba amortiguado a través de voces y risas, como si su irritación hubiese cobrado sonido; Martha observó a aquella enérgica mujer de cejas oscuras, cuya arma preferida —recordó— eran los dolores de cabeza, y sintió una fuerte sensación de incongruencia. A punto de acusar a la señora Maynard de no tener idea de la época en que vivía, descubrió, sentado no muy lejos de su hijo, al señor Anderson, un hombrecillo elegante, que irradiaba mal humor por el hecho de tener que hallarse en aquel lugar y dar conversación. Y Martha vio con sorpresa que era precisamente en su esposa, sentada a su lado, en quien descargaba su enojo. El hecho que hubieran conseguido convencer al señor Anderson de abandonar su retiro le recordó que se trataba de una fiesta importante, y empezó a buscar al señor Player. Recordando haber visto brevemente un hombre corpulento, de cara encendida, buscó en vano: no podía haber llegado.

La silla vecina continuaba vacía. Donovan se acercó a Martha y, sentándose, comentó alegremente:

—Vaya, vaya, Matty. Así que, por fin, te hemos situado convenientemente.

Dejó pasar esta referencia a su boda; intentaba descubrir en su cara algún indicio de que recordaba lo desagradable de su último encuentro; pero no lo halló. Donovan la distrajo con una anécdota escandalosa sobre su anfitriona. A lo cual Martha contestó que, en cuanto la dejase, seguramente contaría alguna anécdota despreciativa y divertida sobre su matrimonio. Él rió con picardía conforme comentaba que durante la última semana no había hecho sino oír anécdotas a propósito de ella.

—De verdad, Matty. ¿Por qué desaprovechas una ocasión como esta para exhibirte? Fíjate en Ruth, se acaba de prometer, y va a dar una gran fiesta, y le haremos regalos caros, y verás como todo le saldrá muy bien, a ella y a sus amigos.

—Pero quizá nadie cuente anécdotas divertidas acerca de su boda —objetó Martha—. No se puede tener todo a la vez.

—Es verdad —admitió—, es verdad.

Miraba si entre los invitados había alguno que le pudiese sugerir una anécdota, pero Martha le preguntó:

—¿Qué tal es el novio de Ruth?

—Va hacia arriba. Secretario del secretario del señor Player. Dinero, familia, todo. —Y con el tono de alegre despecho que le era propio, añadió—: Después de todo, no se podía esperar menos de Ruth, teniendo en cuenta todo lo que han hecho por ella.

—Sí, sí… Pero ¿qué tal es? —insistió Martha, inocente, observando aquel rostro pequeño, correcto, perfectamente inglés, de bigotito rubio, y la ropa, que, sobria, sólo daba una vaga idea del cuerpo que ocultaba: correcto, adecuado, controlado.

Donovan hizo una mueca divertida, luego, bajando la voz para adoptar un tono que por primera vez expresaba el reconocimiento de que, después de todo, se conocían el uno al otro bastante bien, dijo:

—Matty, la verdad es que nunca aprenderás. ¡Ya te he dicho más que suficiente!

Se echó a reír con él apreciando de verdad aquel ingenio, que, por decisión de su propietario, nunca rebasaba los límites de lo socialmente aceptable. Pero prosiguió, con aquella sorprendente franqueza que utilizaba para revelar lo que verdaderamente sentía:

—De todos modos, Matty, si una chica se casa con un hombre adinerado y todo eso, ¿qué más puede pedir?

Parecía realmente ofendido. Ella estuvo a punto de soltar una carcajada, pero le vio sonrojarse. Por fin, él se levantó con garbo y dijo:

—Bueno, Matty, tengo que dejarte.

Su sonrisa era fría; cambiaron una mirada de disgusto y Donovan, con un aire que recordaba muchísimo a su madre, partió, en busca de otra silla vacía, hacia el otro extremo de la terraza.

Habían vuelto a llenarle el vaso. Según el alcohol surtía sus efectos, empezó a sentirse deprimida. Le desencantaba conocer ya a todo el mundo; recordó entonces sus primeras semanas en la ciudad, cuando toda la gente que había encontrado le parecían fenómenos gloriosos e independientes, meteoros y cohetes que cruzaban veloces su campo visual, para desaparecer de nuevo. Fenómenos que, luego, no se hallaban sometidos al ordenamiento de los círculos sociales. Que Donovan, Ruth e incluso el señor Maynard se encontrasen reunidos aquella noche en aquella terraza gracias a una misteriosa conexión, le hacía sentirse oprimida. Sentía como se apretaban las redes a su alrededor. Pensó que podía pasar el resto de sus días en aquella terraza, o en otras semejantes, repletas de caras de sobras conocidas. En ese instante, y por primera vez, le asaltó un pensamiento: la guerra acabará con todo esto, no podrá continuar siendo igual… Y en seguida se sintió sinceramente apenada y avergonzada. Se dijo que tenía que ser culpa suya que no lograse ver una cara, ni oír una voz, que le hiciesen sentirse feliz de estar allí.

Media docena de sillas más allá, la señora Talbot y Elaine estaban discutiendo con una tercera dama un nuevo método para cortar emparedados, y Martha notó que lo hacían con el mismo encanto y deferencia con que la habían felicitado por su boda. Frente a ellas, otras dos señoras discutían —¿qué iban a hacer, si no?— las iniquidades de sus criados. Al otro extremo de la terraza, la señora Maynard, con la nota más elevada de su voz siempre segura, hablaba de los suyos. El señor Maynard, desde las profundidades de su resignado aburrimiento, continuó la conversación describiendo con deliberada lentitud un caso que había juzgado aquella mañana: un joven nativo había robado algunas prendas de vestir de su patrono; el problema ante el magistrado, él, había sido: tenían que sentenciarlo a prisión, o a ser azotado. Contó la historia con una calmosa objetividad que sonaba a brutal. Pero Martha, observando su rostro, recio y apuesto, viendo posarse sus ojos autoritarios primero en un rostro, y luego en otro, comprendió súbitamente que estaba utilizando a su auditorio, el cual, después de todo, no era una asociación tan arbitraria, como una especie de caja de resonancia. Ahora todo el mundo le escuchaba, dispuestos a participar en la discusión y presentar sus puntos de vista, porque, naturalmente, aquel era un tema, el tema, sobre el que todos se hallaban calificados para hablar. Pero el señor Maynard aún no estaba listo para echar la pelota al aire. Una vez planteados los hechos escuetos del caso, se volvió hacia un caballero igualmente corpulento, de aspecto también autoritario, que se hallaba sentado en una silla cercana, y puntualizó:

—Naturalmente es un problema saber si una sentencia debe ser considerada como castigo o como escarmiento…, y hasta que no se decida, y desde luego no lo han decidido ni siquiera en Inglaterra, ¿cómo se me puede pedir opinión alguna?

La media docena de invitados que, inclinados hacia adelante, la boca entreabierta, estaban a punto de decir lo que pensaban, quedaron desconcertados por la profundidad intelectual de la cuestión que se les planteaba. Callaron, esperando. Una dama murmuró:

—Tonterías, ¡deberían azotarlos a todos!

Pero volvió los ojos, con los otros, hacia el caballero a quien el magistrado se había dirigido. Al parecer estaba reflexionando sobre el problema. Se hallaba cómodamente sentado en la silla, y constituía una figura impresionante, cuerpo y cara una serie de anchas superficies lisas. Su corpulencia era elegantemente disimulada por un traje de magnífico corte, y las áreas grasientas y rosadas mollas de mejillas y mentón apenas parecían interrumpidas por la boca, fina y rosada, y los ojos, pequeños. Sin embargo, cuando levantó la mirada, para, antes de hablar, echar un vistazo preliminar a su alrededor, pareció como si el grueso de su carne ordinaria, de las vulgares mejillas, perdiese toda entidad bajo aquellos ojos fríos, deliberados. Eran ojos de los que nunca se olvidan. Parecía como si toda su personalidad pugnase por ocultarse bajo la apariencia de hombre de negocios dedicado a vivir bien haciendo el bien; pero esa lucha fracasaba: sus ojos calculadores y avispados le traicionaban. En tono despreocupado dijo que, en su opinión, todo el sistema legal referente a los africanos era ridículo y pasado de moda, y debía ser rehecho radicalmente. Entre los que le escuchaban se pudo percibir un ahogado murmullo de decepción. Pero el señor Maynard mantuvo sus ojos escrutadores clavados en la mirada gris del otro y simplemente asintió: lo que quería dar a entender es que no era muy importante que él estuviese o no de acuerdo, pues su tarea era administrar la justicia, no cambiarla. Martha esperaba de aquella gente una oleada de protestas; no en vano había pasado la mayor parte de sus diecinueve años oyendo hablar del problema indígena. Quedó sorprendida viendo que callaban.

Fue la señora Maynard quien habló por los demás; lo cortés de su desacuerdo hizo comprender a Martha que aquel lustroso cerdo debía ser el señor Player. Apenas podía creerlo…, un hombre no puede convertirse en leyenda sin someterse a ciertas condiciones; y le parecía demasiado simple que las personas acabasen convirtiéndose, inevitablemente, en las caricaturas que de ellos hacían sus peores enemigos. Además, le costaba asociar aquella cara, llena y rosada, con aquella otra, ancha y acalorada, que en una ocasión había visto, por un segundo, en las carreras de caballos. La señora Maynard estaba declarando firmemente que resultaba obvio que para los nativos eran mejor unos cuantos latigazos, que la prisión, porque para ellos la cárcel no constituía castigo alguno. Después de todo, no eran más que niños. En ese momento una docena de señoras enojadas dieron muestras de su aprobación. Martha escuchó con cansado interés: el consenso que expresaban era del todo previsible. Una después de otra, dijeron, en varios tonos, que a los nativos había que pararles los pies. Martha perdió entonces algunos comentarios, distraída por algo que acababa de advertir. Dos de las palabras usuales no habían salido a relucir: negro y cafre; esto significaba o bien una evolución de la opinión, o bien que aquel círculo de gentes era distinto y menos brutal de los que anteriormente había frecuentado.

Se había hecho un silencio y Martha volvió a prestar atención. En aquel momento se hizo audible la voz del bando contrario. La señora Talbot estaba diciendo, desafiante, con voz entrecortada, que no se debía azotar a los pobrecillos indígenas, y que debían ser buenos los unos con los otros. Su hija murmuró en señal de aprobación, por lo que fue premiada con una mirada de agradecido afecto por parte de su madre, a quien su propia osadía había hecho enrojecer. Pues, aunque lo de «pobrecillos indígenas» ciertamente no era nada nuevo, sí constituía una novedad el que no debiesen ser azotados ni indígenas ni niños, por su propio bien.

Arribados a ese punto, el jovencito llegado de Inglaterra, secretario del secretario, manifestó que, a su modo de ver —y dirigió una mirada rápida y bastante nerviosa hacia el señor Player—, la opinión pública en la colonia se hallaba atrasada. El silencio que se hizo fue una delicada reprensión al recién llegado, como si le acusasen de ignorar la cantidad de problemas que todos tenían. Ruth observó, con voz clara, que el progresismo consideraba que los castigos físicos sólo empeoraban a los delincuentes. Lo del «progresismo» pasó sin comentarios en atención a que Ruth era muy joven y había sido educada casi enteramente en Inglaterra. Entonces Douglas afirmó vehemente, con aquel ligero tartamudeo que, descubrió Martha, podía ser una delicada deferencia para con sus superiores, que, si algo necesitaba la colonia, eran buenas viviendas y buena comida, y que no podría avanzar mientras la gran masa de la población continuase tan atrasada. Volvió a hacerse un silencio que Martha aprovechó para mirarle con agradecido afecto; todo el mundo se volvió hacia el señor Player. El gran personaje asintió afablemente hacia Douglas, y dijo:

—Estoy de acuerdo.

Volvió a hacer otra pausa, para que todos pudiesen reflexionar; dirigiendo su mirada gris y reposada hacia la concurrencia, empezó a hablar; Martha oyó, con sorpresa, como aquel pilar de la reacción, aquel hombre, símbolo de «la Compañía», expresaba un punto de vista liberal. A Martha aquello le pareció imposible. En seguida muchas de las personas que habían permanecido calladas intervinieron en la discusión. Martha repasó todas las caras intentando adivinar qué relacionaba entre sí a todos aquellos abanderados del progreso. Al principio no lo logró. Pero luego empezó a vislumbrar que la mayoría eran «hombres de negocios», y no «funcionarios estatales». La discusión continuó, y hasta que no hubo oído las frases «mayor eficiencia», «desaprovechamiento de la fuerza laboral», etc., repetidas con harta frecuencia, no comprendió de qué se trataba.

Lo que acababa de comprender quedaba implícito en el resumen final efectuado por el señor Player. Decía que los blancos estaban dando al traste con sus propios intereses; si se quería que los negros (y Martha se dio cuenta de que el uso de esta palabra, tan cargada de emociones, era deliberado) no pensasen en revueltas, había que alimentarlos y alojarlos; y él, el señor Player, echaba sobre todo la culpa al director del Zambesia News, por los despropósitos que persistentemente servía a sus lectores. Durante los diez últimos años, continuó el señor Player, habíase fomentado la ignorancia mediante una política que sólo podía calificarse de monstruosamente estúpida; cualquier deseo de mejora que los nativos expresasen era tomado inmediatamente como impertinencia, sedición o algo peor. Después de todo, corría el siglo XX, concluyó el señor Player, la mirada fija en un hombre que se hallaba en la parte central de la terraza.

Siguiendo la dirección de su mirada escrutadora Martha advirtió a un caballero que, enrojecido y disgustado, apretaba con fuerza un vaso de whisky. Como resultaba obvio que el señor Player no efectuaba ningún movimiento por casualidad, aquel caballero debía hallarse, por fuerza, relacionado con la Prensa. En cuanto el señor Player hubo terminado, el desconocido dijo en tono agresivo que la Prensa no tenía por qué amparar los intereses de ningún sector particular de la población. La mirada que dirigió al señor Player constituía todo un desafío. El señor Player se la devolvió antes de añadir que a nadie podía beneficiar el que los negros (y esta vez la palabra fue utilizada como una pequeña concesión a la Prensa) estuviesen mal nutridos y mal alojados, viviendo en unas condiciones que no les permitían rendir en el trabajo. Se detuvo, y prietos los ojos antes de lanzar su última embestida, añadió:

—He oído, por ejemplo, que en la mina Canteloupe, gracias a una política de alimentación y alojamiento adecuados, se ha conseguido un aumento de producción bastante considerable.

Comentó durante un rato en qué consistía aquella nueva política. Martha pensó que la mina debía de estar relacionada, sin duda, con sus intereses comerciales y que posiblemente él mismo había iniciado la reforma en cuestión. El caballero de la Prensa le escuchó, ceñudo, sin apartar la vista de su vaso. El señor Player volvió a clavarle la mirada según señalaba:

—Quizás algunos se pregunten por qué algo que, después de todo, es un experimento, no ha sido considerado digno de publicación por un periódico que pretende representar a todo el mundo.

La víctima se sonrojó aún más, resistió unos segundos, y por fin dijo torpemente:

—Siempre estamos dispuestos, no lo duden, a publicar noticias que de verdad sean tales.

El señor Player apartó de él la mirada y empezó a considerar otras vertientes del tema hasta que, pasado un rato, se puso a hablar de otra cosa. No miró más al tipo de la Prensa. Todos le escuchaban en silencio: funcionarios, hombres de negocios, dos miembros del Parlamento, la Prensa, mientras él continuaba expresando opiniones que el noventa por ciento de la población blanca consideraba peligrosos y avanzados. Algunas caras obstinadas, incluso irónicas, parecían querer dar a entender que todo aquello estaba muy bien para el señor Player, que no tenía que rendir cuentas ante ese noventa por ciento, sino sólo a sus accionistas extranjeros. Se notaba que, sin ese aguijonazo, nadie hubiera pensado en aquellos accionistas, sobre todo dado el hecho de que hacerlo les habría llevado a otras reflexiones, tales como que la Compañía era, indirectamente, propietaria de gran parte del Zambesia News, y de la mayoría de las empresas que anunciaban en sus páginas.

Adentro, en la gran habitación visible tras los abiertos ventanales, sonó el teléfono. Un criado indígena, que vestía bombachos blancos y un fez rojo, apareció para anunciar que había una llamada para el señor Player. El secretario del secretario hizo un movimiento como para levantarse, pero se inmovilizó por la mirada que le dirigió el señor Player al ponerse en pie y, rígido, descompuesto, se quedó sentado junto a Ruth. Se hizo un largo silencio mientras todos escuchaban la voz que llegaba desde adentro. La señora Brodeshaw lo rompió comentando con una sonrisa que el señor Player tenía un caballo que corría en las carreras, en Inglaterra, y todos rompieron a reír apreciativa, relajadamente.

Martha estaba contemplando al señor Maynard que, ajeno a los demás, tenía aire de indulgente fastidio. La mirada de ella, persistente y especulativa, acabó por surtir efecto, porque se levantó pesadamente y se le acercó, y sentándose a su lado dijo:

—¿Qué pretenden nuestras jovencitas cambiando cada día de peinado?

—Sólo me he cortado el pelo —dijo Martha, violenta porque todos le habían visto cruzar la terraza para sentarse a su lado.

Pero, como la señora Brodeshaw dijese algo sobre sus rosas, la conversación ganó nuevo impulso.

—¿Ha vuelto Binkie?

—Volvió anoche —dijo el señor Maynard. Su cara se había contraído momentáneamente, sólo un segundo, antes de mostrar total indiferencia—. Y, como resultado, su madre es ahora otra mujer —puntualizó.

En ese momento regresó el señor Player. Todos le miraron expectantes, prontos a felicitarle, o consolarle, por el caballo que tenía corriendo en Inglaterra; pero el señor Player tomó asiento y se inclinó hacia el joven secretario para murmurarle algo al oído. Estaba rojo de soberbia.

El señor Maynard, que contemplaba la escena aguantando el vaso entre las manos, comentó:

—Es un jovencito muy guapo.

—¡Oh, sí, mucho! —aceptó Martha despreciativa.

—¿Se ha dado cuenta de que el tipo de inmigrante está cambiando? La época de los hermanos menores está periclitando. Es una pena…, yo creo mucho en los hijos menores. Pero ahora nos llegan… los tipos de los que los hijos menores, y yo lo soy, intentábamos escapar al abandonar Inglaterra.

Pensar en el señor Maynard como en un hijo pequeño hizo reír a Martha, y él la miró desconcertado.

—En los viejos tiempos…, pero usted, naturalmente, no debe recordarlo… —se interrumpió con un suspiro.

Martha tuvo la sensación de haber sido dejada de lado, porque no continuó la frase. En lugar de eso, pasó a preguntarle, con voz aparentemente indiferente, pero íntima, que enlazaba con su encuentro del día anterior:

—Y bien…, ¿qué deducciones ha sacado de todo ello?

Miró primero a lo largo de la gran terraza y, luego, volvió a fijarse en ella.

Martha exclamó en seguida:

—Es horroroso. ¡Horroroso!

Volvió a examinarla y advirtió:

—Eso es lo que me ha parecido. Mirándola pensaba que, si sus sentimientos son tan fuertes, no le haría ningún daño disimularlos. Vaya…, si es que puedo permitirme darle un consejo desde la perspectiva de mis…, ¿cuántos…?, cincuenta y seis años.

—¿Por qué tengo que disimular? —preguntó ella.

—Pues porque… porque… no está bien demostrar ciertas cosas.

—Vaya, si ni siquiera sabía a quién miraba: no me había reconocido —le acusó.

—He observado —dijo escabullándose— que las mujeres de su edad son realmente muy inestables en cuanto a su aspecto. Hasta que no alcanzan los treinta no empiezan a conservar durante seis meses el mismo aspecto. Mi esposa… —se detuvo y frunció el ceño.

Se había entablado una discusión al otro extremo de la terraza. Martha oyó la palabra «guerra», y se enderezó interesada.

—Naturalmente, el señor Player debe hallarse preocupado por la situación internacional —apuntó Maynard—. Un hombre que controla la mitad de los minerales de la meseta central no puede permanecer insensible ante la perspectiva de una paz duradera.

Martha digerió aquella información; lo que le estaba diciendo relegaba a toda la gente allí reunida a un limbo de desprecio. Le resultaba más difícil, sin embargo, comprender el porqué de esas palabras. No lograba encontrar ninguna fórmula suficientemente educada para expresar lo que sentía. Él la miró de nuevo, y Martha se sintió desconcertada, porque el señor Maynard podía ver claramente lo que a ella le hubiese gustado responder.

—Querida señora Knowell, si me permite que le dé un consejo… —Pero volvió a reprimirse—: Aunque, bien mirado, ¿para qué? De todos modos hará lo que mejor le parezca.

—¿Qué consejo? —preguntó ella verdaderamente interesada.

Pero él se revolvió en la silla y dijo con aquella hosquedad que le servía de defensa:

—Mire, dejémoslo en esto: que estoy muy contento de haber llegado casi a los sesenta. —Se detuvo, y añadió, mordaz—: Puedo dejarlo todo tranquilamente en manos de Binkie.

—También hay otros —se atrevió a decir con dificultad; estaba pensando en Joss y Solly.

Súbitamente se le ocurrió que existía un parecido extraordinario entre aquel hombre digno y el rebelde que habitaba el barrio de los mestizos. ¡Naturalmente! Era su modo de hablar, salvaje, destructivo.

Pero el señor Maynard señaló:

—Creo que damos una importancia excesiva a nuestros hijos.

Parecía cansado, abatido. Sintió pena por él. Intentaba encontrar palabras con qué expresarlo, cuando él indicó con la cabeza el otro extremo de la terraza, para llamar su atención sobre lo que allí ocurría. Estaba hablando el coronel Brodeshaw.

—… un delicado asunto —oyó—. Si se llama a filas a los negros, surge el problema de si se les debe armar o no. A su debido tiempo, habrá que plantearlo ante la Cámara…

La concurrencia volvía a ser utilizada como banco de pruebas. Esta vez no existía ninguna duda, ninguna divergencia de opinión, no se necesitaba, siquiera, discutir. De un extremo a otro de la terraza se oyó un murmullo de «claro que no; eso faltaría». La cuestión había sido rechazada tan rápidamente, que el coronel Brodeshaw, como un orador abucheado y obligado a abandonar la palestra a medio discurso, murmuró:

—Bueno, no es tan fácil de solucionar como suponen.

Todas las miradas se volvieron hacia el señor Player quien, al parecer, no tenía nada que decir sobre el particular. Finalmente, la señora Maynard advirtió:

—Si aprenden a utilizar las armas, pueden volverlas contra nosotros. Y, en cualquier caso, eso de mandar tropas de negros a ultramar me parece una enorme insensatez. ¡Si en Inglaterra los tratan de igual a igual, incluso las mujeres!

No hacía falta decir nada más.

El señor Maynard apuntó:

—Una de las ventajas de vivir en una sociedad como esta, aunque supongo que todavía no habrá llegado a apreciarlo, es que se puede decir todo. En Inglaterra uno tiene que ser muy estúpido para hablar en este tono. En las colonias, en cambio, existe una franqueza admirable, lo cual hace que, en comparación, la política sea cosa de niños.

—Yo lo encuentro indignante —dijo Martha, sublevada.

—Sí —dijo tabaleando en el vaso—. Pero, llegada la colonia al extremo de hablar, en una reunión como esta, de revueltas populares, hay motivos para pensar que la política va a convertirse en algo mucho más complicado de lo que es ahora.

—El señor Player ha estado hablando de eso.

—Con toda la razón y con una franqueza desarmante. Iluminado por su propio interés… ¡y lo que nos ha costado llegar a ello! Recuerdo que, cuando los médicos declararon, hace un año, que la naturaleza no había dotado a los nativos para subsistir exclusivamente a base de maíz, y conservar la salud, se les consideró la mismísima voz de la revolución. Pero avanzamos, ¡avanzamos! Durante mi juventud, mi clase, tal como le gusta decir a usted, que no tiene inhibiciones, se dedicó abiertamente a poner a la masa obrera en el lugar que le correspondía. Pero, cuando el año pasado visité Inglaterra, las cosas habían cambiado muchísimo. Sin duda los trabajadores continuaban en el mismo lugar, pero todos los de mi clase parecían exclusivamente interesados en probar no sólo que los obreros merecían una vida mejor, sino que ya la habían alcanzado. Y, además, casi me resultó imposible mantener una conversación con mis amigos y familiares, porque todo eran vacíos, pausas y circunloquios, para no utilizar las palabras que antes se empleaban. Volví a este país con una gran sensación de descanso, porque aquí todavía se le llama al pan, pan, y al vino, vino, y es posible utilizar el vocabulario que me enseñaron durante mi admirable educación. Es verdad que ya no puedo exclamar: «los cafres se están desmandando», pero me está permitido decir: «los negros necesitan mano dura», y eso es algo por lo que doy las gracias.

Martha no sabía qué responder. Esta sucesión de frases, unas dulces, brutales otras, no le permitía deducir de qué lado estaba. Por fin se atrevió a observar, con una simplicidad que esperaba él supiese perdonarle:

—Si cree que es horrible, ¿por qué no…?

—No he dicho que me pareciese horrible. Al contrario, si hay algo que mi generación haya aprendido bien, es que, cuanto más cambian las cosas, más inalterables permanecen.

Martha alargó la mano para coger el vaso del señor Maynard.

—Lo va a romper —le advirtió.

Efectivamente, lo había roto y tenía las manos mojadas y llenas de cristales. El señor Maynard miró el desastre, enarcó las cejas y sacó el pañuelo. Martha miró alrededor, para ver si alguien se había dado cuenta; pero todos escuchaban a la señora Brodeshaw, que estaba explicando cómo había empezado a formar una organización femenina en anticipación de la guerra.

Un sirviente acudió a recoger los pedazos de cristal.

—Los viejos —dijo el señor Maynard disculpándose— estamos llenos de emociones inexplicables.

—Lo sé —dijo Martha en seguida—. Usted es como mi padre. Ha sido el recuerdo de la guerra del 14 lo que le ha trastornado, ¿verdad?

Tras una mirada de patente malestar, asintió.

—Realmente pensaron que iban a cambiar las cosas, ¿no?

—En aquella época le dimos cierta importancia.

Oyó que alguien la llamaba. Donovan le sonreía con una mueca de maligna alegría que la previno.

—¿No estarás de acuerdo, Matty, verdad? —voceó desde el otro lado de la terraza.

—No estaba escuchando.

La señora Talbot explicó, siempre encantadora:

—Donovan nos estaba diciendo que eres pacifista…, y no te lo reprocho, querida: la guerra es algo tan espantoso —y se interrumpió al tiempo que dirigía una confusa mirada a su alrededor.

—¡Pero si no soy pacifista! —replicó Martha con énfasis.

El señor Maynard la interrumpió rápidamente con un:

—Los de mi generación éramos todos pacifistas…, hasta 1914.

Todos se echaron a reír, como aliviados. Donovan miró a Martha y, como ella le devolviese la mirada, enojada, él se encogió alegremente de hombros y de nuevo se dirigió a Ruth.

Martha comprendió que el señor Maynard la había estado protegiendo, y dijo en voz baja:

—No acabo de comprender por qué no se puede decir lo que uno piensa.

—¿No? Oh, vaya, lo siento por usted.

Aquella profunda ironía hizo que se sintiese demasiado joven, fuera de lugar. Era un rudo golpe para aquellos sentimientos reales que, estaba convencida, debía compartir con todo el mundo, ¿cómo podía ser de otro modo? Tras una pausa, dijo:

—De todos modos, aquí todos se están preparando para la guerra, y todavía no sabemos contra quién vamos a luchar.

Había dicho esto último en voz bastante más alta de lo que pretendía, y el caballero de la Prensa la oyó. En tono enfadado, le dijo:

—Supongo que estará de acuerdo, por lo menos, en que no hay que dejar que la guerra nos coja desprevenidos.

En sustancia, aquel era el contenido del editorial publicado aquella mañana por el Zambesia News.

El señor Maynard respondió en su lugar, impertérrito:

—Me permito decirle que la joven generación, que son quienes van a tener el privilegio de dejarse la vida en la guerra, tiene derecho a saber en aras de qué va a luchar.

Provisto de un segundo vaso, lo atacaba ya a capirotazos. La mirada del periodista captó el ademán y observó un momento a Maynard; luego, una mujer que se hallaba sentada no lejos de él le preguntó con toda deferencia cuál era su opinión sobre la situación internacional. El periodista empezó a explicarse. Martha escuchó aquella sarta de vulgaridades por unos instantes, y en seguida volvió a oír al señor Maynard:

—Es otra de las pequeñas desilusiones de la vida. Ya irá viendo que los periodistas acostumbran a ser tan estúpidos como parecen. Cuando uno es joven, lee lo que escriben admirado del cinismo que despliegan; pero, conforme se hace uno mayor, se da cuenta de que verdaderamente creen lo que escriben. Recuerdo que para mí fue un terrible desencanto. Siempre había pensado que me hubiese gustado la carrera periodística. Pero yo estaba dispuesto a ser un pillo, no un necio.

Había pretendido hacerla reír, pero no lo consiguió. Hubiese deseado protestar, mas, temiendo que despreciase su torpeza, calló. Estaba dispuesta a pasar por extravagante, pero no por ingenua. Y la verdad era que aún tardaría mucho en comprender las poderosas armas que él estaba utilizando.

—¡Ea! —dijo su interlocutor—, déjeme que le sirva otro vaso.

Ya era el tercero, y empezaba a sentirse ingrávida.

—Dígame —preguntó, después de servirse también él—, si no es pecar de indiscreto, ¿qué le decidió a casarse a su edad? ¿Cuántos tiene, diecisiete años?

—Diecinueve —replicó Martha indignada.

—Mis excusas.

Ella se echó a reír y dudó un momento. Sentía que los tres últimos meses habían sido un tremendo torbellino de emociones por el que se había dejado arrastrar, pese a su voluntad, como el pez al extremo del sedal, con la impresión de estar siendo manipulada por algo impersonal e irresistible. Dudaba, a punto de hacer una confesión y buscar su ayuda, de intentar, por fin, explicar cómo había sucedido todo. Le miró y lo vio ocioso, compuesto, un gigantón armado de su apostura y terriblemente sarcástico.

—Si me permite decirlo —advirtió con una afilada sonrisa, muy agradable, que era como una invitación a proseguir—, el noventa y nueve por ciento de los casados no tienen ni la más remota idea de cómo llegaron a ese estado; se lo digo por si se hace la ilusión de ser un caso aparte.

Ese estímulo, unido a un sorbo de cerveza con coñac, la decidió a lanzarse. Le sorprendió agradablemente ver que su voz era tan fría, jocosa y destructiva como la de él. Notó, también, que las palabras, las frases, le salían punteadas de divertido desprecio, como a Solly esa mañana. Era como si tuviese miedo del poder que poseía el lenguaje, utilizado al desnudo.

—Verá —empezó—, no casarse cuando, evidentemente, eso es lo que se espera de uno, era un desafío mayor del que yo estaba dispuesta a emprender. Además, ya debe de saber, puesto que pasa la mayor parte del tiempo casándonos, que casarnos es nuestra primera preocupación…, evidentemente, la situación internacional lo exige así. Lo que menos importancia tiene es con quién se casa uno. Después todo, si lo hubiera hecho con Binkie, por ejemplo, estoy segura que todos, excepto la esposa de usted, por supuesto, lo hubiesen encontrado igualmente maravilloso…

El señor Maynard rompió a reír.

—Continúe —dijo.

—Aunque potencialmente no hubiese sido un matrimonio menos desastroso que el que he realizado. El amor… —se dio cuenta de cómo aislaba la palabra, cual si la rechazase—, como usted será seguramente el primero en admitir, es simple cuestión de… En fin —concluyó, tras algunos minutos de despreocupada descripción de las experiencias más dolorosas ocurridas aquellas últimas semanas—, me casé porque va a estallar la guerra. Y eso es, sin duda, una razón bastante buena.

En su voz no había ni el más ligero asomo de desaliento.

—Admirable —comentó el señor Maynard—. Enteramente admirable. Si me permite que le dé un consejo…

—Oh, le aseguro que comprendo muy bien mi situación.

La miró fijamente:

—Y yo le aseguro a usted que de este modo lo encontrará mucho más soportable.

—No lo dudo —respondió Martha, enojada.

Él estaba a punto de continuar, cuando Martha notó una mano que la tomaba del brazo. Era Douglas. Estaba nervioso, en primer lugar, por interrumpir su conversación con el señor Maynard, y, segundamente, por el aspecto de culpabilidad que mostraba ella. La verdad es que se sentía culpable. Se puso en pie de un salto apenas Douglas dijo:

—Matty, tenemos que marchar.

El señor Maynard la dejó ir cortésmente y volvió a la silla que había ocupado junto a su esposa. Los Knowell se detuvieron en la puerta para estrechar la mano del coronel Brodeshaw y de su esposa. La señora Brodeshaw aprovechó la oportunidad para decir:

—Querida, he estado pensando que quizá querrías participar en el comité coordinador femenino…

La cosa cogió a Martha por sorpresa. La señora Brodeshaw se apresuró a disculparla:

—Aunque, naturalmente, supongo que ahora no querrás preocuparte con este tipo de cosas, ¿verdad, querida? No es justo, os acabáis de casar. Bueno, te dejaremos en paz por el momento —prometió, sonriente. Y luego añadió—: Hay una sugerencia para formar un comité que investigue la situación de los barrios mestizos…

—Precisamente he estado allí esta mañana —comentó Martha.

La señora Brodeshaw quedó perpleja, y finalmente respondió:

—Ah, sí, ya sabemos que estás interesada.

Douglas intervino rápidamente con un:

—Quizá puedan ponerse de acuerdo más adelante, cuando estemos un poco más sosegados.

La señora Brodeshaw volvió a retraerse airosamente. Se despidieron. Douglas y Martha se dirigieron en silencio hacia el coche. Él parecía enfadado y Martha se preguntó por qué.

—Sabes, Matty, creo que te hubieses podido comportar un poco mejor.

—¿Más caritativa, quieres decir? —inquirió molesta.

—No hay nada de malo en ello, sabes.

Se refería a estar «bien» con los Brodeshaw.

—¡Caridad! —farfulló Martha.

La desesperanzaba el que Douglas hubiese pensado tan siquiera en la posibilidad de tal cosa. Pero luego sintió pena: parecía totalmente decepcionado.

—Pero, Matty…

Le tomó del brazo. Se sentía navegar sobre olas de alcohol: era extraordinariamente feliz.

—¿El señor Maynard te estaba echando un discursito? —preguntó.

—Sí. Vayamos a bailar, Douglas.

—¿Al Club? ¿Con toda la cuadrilla?

—La cuadrilla —se burló—. Ya les hemos aguantado bastante, ¿no te parece?

—Vamos a divertirnos los dos solos.

Pero ahora Martha no podía soportar la idea de volver mansamente al piso. Algo de lo hablado con el señor Maynard la había dejado inquieta, insegura…, necesitaba bailar. Además, súbita, inexplicablemente, no se sentía a gusto con él, y no deseaba, en ese estado, una noche de intimidad.

—Anda, vamos, vamos —le apremió, tirándole del brazo.

—Está bien, está bien…, iremos a por Stella y Andy, y, quizá, también podríamos llamar a Willie y a Alice. Será mejor que compremos un poco de coñac…

Apenas le escuchaba. Se notaba exultante, y sentía que le resultaba muy atractiva de aquel modo; le intoxicaba y perturbaba profundamente pensar que la encontrase deseable justo cuando ella le estaba despreciando.

—Anda, vamos, vamos —le dijo, impaciente, y echó a correr sendero abajo, entre los setos, hacia el coche.

Él la siguió corriendo con recias pisadas. Había oscurecido. Los postes de la cancela devolvían su reflejo plateado a una luna enorme, blanca, baja. La ciudad había perdido su aspecto de precariedad. Los tejados brillaban a lo largo de una milla como escamas de sal blanca entre arces de hojas de suave brillo. Las calzadas se extendían sumidas, grisáceas, bajo el destello amarillento que ponían en ellas los faroles.