Eran las cuatro y media.
Dos mujeres jóvenes bajaban paseando por la acera, a la sombra de los toldos que protegían los escaparates. A pesar de que la lona de los toldos era gruesa, el sol, sólo aparentemente contenido, llenaba de un brillo amarillento la larga arcada. Era casi imposible mirar hacia adelante, hacia la calle resplandeciente de sol, y resultaba igualmente desagradable fijarse en los escaparates, cuyos cristales producían confusos reflejos. Por eso iban paseando con la mirada baja, como si se estuviesen observando los pies. Sus rostros traslucían crispado cansancio. Una de ellas hablaba sin parar, sin que la otra atendiese y, desde luego, no era por falta de interés, sino por obstinación. Algo en ambas sugería que una fuese la guardiana y otra la pupila.
Finalmente, con molesta vivacidad, una exclamó:
—Matty, si no te das prisa, no llegaremos a tiempo al médico.
—Stella, pero si acabas de decir que todavía nos quedaba media hora —respondió Martha con demasiada rapidez, como si hubiese estado esperando que la otra suscitase la cuestión, para iniciar una controversia.
Stella la miró con frialdad; pero antes de que pudiese contestar, Martha prosiguió, acentuando, porque estaba resentida, su jocosa protesta:
—No es a mí, sino a ti, a quien le parece imposible que pase yo un nuevo día de matrimonio sin ver al médico. No puedo entender por qué tenías que pedir hora para esta tarde —se echó a reír, para mitigar su protesta.
—No creas que es tan fácil conseguir hora con el doctor Stern. Tienes suerte de que te lo haya arreglado todo.
Pero Martha no quería mostrarse agradecida. Arqueó las cejas, a punto de iniciar una nueva discusión, pero terminó por encogerse de hombros fastidiada.
Stella volvió a mirarla con frialdad, apretó los labios con calculada condescencia y exclamó:
—Fíjate, ¡qué vestido tan bonito! Podríamos hacer tiempo mirando escaparates, digo yo.
Y se dirigió hacia una de las tiendas mientras Martha la seguía con desgana. Stella intentaba colocarse de modo que pudiese observar a través de los reflejos del cristal: una franja del toldo de textura amarillenta, una columna gris, manchas difusas, de colores, que cruzaban unas en pos de otras a medida que pasaban los transeúntes. Sin embargo, los vestidos del interior continuaban invisibles, y Stella acabó por contemplar el reflejo de su propia imagen. Y, complacida, inmediatamente desapareció de ella aquel aire suyo, mezcla de picardía y bondad. La imagen reflejada era la de una belleza morena, esbeltamente redondeada, inmovilizada por una distinción voluptuosa. Completa. O al menos completa hasta que llegase la pareja sexual que su actitud hacía esperar; y, cuando él llegase, le miraría despacio, sorprendida, se fingiría indignada, y continuaría su camino, no sin antes dirigirle una mirada larga y ambigua por encima del hombro. De Stella podían esperarse estas reacciones puras, inequívocas. Pasó entonces a contemplar la imagen de Martha, y en seguida se sintió invadida de celo reformador.
Desde el cristal, Martha le devolvía una mirada ansiosa, como si le desagradase lo que veía, pero estuviese resuelta a enfrentarse a ello con toda firmeza. Apoyado en un par de sólidas piernas morenas, parecía su cuerpo el de una rechoncha colegiala. Grandes mechones de pelo rubio le enmarcaban la cara, ancha y pálida. Los ojos, oscuros, mostraban, una celosa preocupación; la boca estaba prieta.
—Lo que no puedo entender —empezó Martha con aquel humor defensivo que denotaba disposición autocrítica, e incluso la de aceptar las observaciones de otros, siempre que no fueran seguidas de consejos—, lo que no puedo entender es por qué un mes estoy más flaca que un hueso, y al siguiente, gorda como un cerdo. Dices que tienes vestidos que ya llevabas a los dieciséis años. Pues mira, éste es ya el único que me entra —y se echó a reír con amargura mientras intentaba alisar la tela azul, que le formaba arrugas en las caderas.
—Lo que te sucede es que estás cansada —observó Stella—. La verdad es que llevamos semanas sin dormir.
Lo certero de la observación la animó a proseguir. Se encaró a Martha y, resuelta, dijo:
—Deberías arreglarte un poco, con eso bastaría. Este peinado…, si es que llamas a eso peinado, no te va. Si te lo cortases bien, quizá se te rizaría. ¿Te lo has hecho cortar bien alguna vez?
—Pero, Stella —empezó Martha, con una risita débil—, tengo que lavármelo, no está limpio, es sólo… —se tocó el pelo con ambas manos, reculando un paso al ver que Stella se adelantaba dispuesta a mostrarle cómo debía llevarlo.
Tan viva fue la reacción, que Stella se detuvo y exclamó con una risa crispada:
—Bueno, si tanto te molesta…
Martha evocaba la imagen de lo que sin duda había sido sólo tres meses atrás; la imagen de lo que todos habían coincidido en llamar una rubia esbelta. Mirando ahora incrédula a la colegiala gorda que el cristal le mostraba, cerró los ojos desesperada. Volvió a abrirlos al notar en el brazo la mano de Stella. Se apartó bruscamente.
—Tienes que arreglarte. Te voy a llevar ahora mismo a la peluquería, para que te corten ese pelo.
—¡No! —dijo Martha con todas sus fuerzas.
Desencantada, Stella volvió a fijarse en su propia imagen, que de nuevo respondió obediente: entre la lánguida y sugestiva belleza que aparecía en el cristal y el ama de casa enérgica que quería hacerse cargo de Martha no había ninguna relación; ni siquiera eran hermanas.
Contemplando irónicamente a Stella y su afectada postura, pensó que no se hubiese reconocido de haberse visto fugazmente reflejada, mientras paseaba, en uno de los escaparates de la calle, ni de haberse descubierto metiendo en cintura a su marido, frase que no tenía ningún inconveniente en utilizar, incluso delante de él.
Como descubriera, al volverse rápidamente, su mirada, Stella le dijo, enojada, que irían inmediatamente al peluquero.
—No nos da tiempo —suplicó Martha, desesperada.
—Tonterías —replicó Stella.
Y tomando a Martha de la mano, la obligó a seguir calle adelante: la sensualidad de su rostro y de su atractiva figura se había desvanecido por completo ante la urgencia mayor, y el placer, de un buen asesoramiento.
Martha logró soltarse y dijo:
—No quiero cortarme el pelo. —Y luego, como recurso final, añadió—: Voy a llegar tarde a la visita del doctor Stern.
—El doctor Stern te puede visitar en cualquier momento. Yo lo arreglaré. —Preocupada, miró a Martha con enojo y ordenó a continuación—: Espérame aquí. Voy a decirle a la señora Kent que eres amiga, y no me negará el favor.
Y se dirigió apresuradamente calle arriba, para desaparecer en una puerta cuyo rótulo rezaba: Chez París. Coiffeuse.
Según permanecía junto al bordillo repetíase Martha que debiera correr tras Stella y bajarle un poco los humos. Pero, invadida por una lasitud que ya le era familiar, se quedó donde estaba. Hubiera querido que Stella la dejase en paz de una vez y se cuidara de su propia vida —supuesto que tuviera una vida propia—. Y este último hurgonazo de despecho fue como clavar una aguja en la imagen que de sí misma tenía, pues, ¿de quién, sino suya, era la culpa de que hubiera pasado casi todo el último mes en compañía de Stella, de que los cuatro hubiesen emprendido juntos lo que casi había sido una doble luna de miel?
«Y la verdad es que ni siquiera la encuentro agradable…», murmuró con encono, obligándose a reconocer, como siempre hacía en cuanto se quedaba sola, que le disgustaban cuantas cosas se veía obligada a estimar por el hecho de haberse casado.
Aquella exaltación comunal, como una ebriedad, desaparecía en cuanto se quedaba ella sola dejándola exhausta. Pero la verdad es que desde su casamiento apenas había estado sola cinco minutos.
Porque el sol le picaba en la espalda, avanzó para continuar la espera a la sombra de una columna. Miró la calle y los edificios bajos que flanqueaban la acera. A media milla de distancia, donde la calle terminaba, podía percibir la hierba requemada y ondulante del campo africano. El conjunto urbano, sólido y compacto en las calles principales, tendía a desaparecer en cuanto uno llegaba a las laterales. La pequeña ciudad colonial se hallaba en el punto crucial de su crecimiento: en parte ciudad moderna, en parte logro de los pioneros, un enorme edificio de pisos surgía al lado de una destartalada construcción de madera y chapas de hierro, y la mayoría de las arterias morían inesperadamente en un descampado de matojos y hierbas.
Junto a un enorme cobertizo que albergaba una exposición de útiles agrícolas holgazaneaba un grupo de granjeros vestidos de caqui; frente a ellos cruzó un hombre de negocios que llevaba un traje gris de fina franela. Martha siguió con la mirada al hombre, único objeto móvil en toda la abrasada extensión de calle. Se hallaba sumida Martha en una reflexión tan profunda como inquieta. De aquel lago grisáceo brotó la idea: ¿verdad que conozco a ese hombre? Ello bastó para que, recuperada en parte la agudeza visual, se fijara en el individuo que avanzaba hacia ella, mientras en otro lugar de la mente se decía: cuando Stella vuelva, le aseguraré que no me quiero cortar el pelo, como si aquel pequeño acto de desafío representase una protesta contra toda su situación.
El hombre era alto y bastante corpulento; el traje gris le envolvía como una doble piel que le diese seguridad. Su rostro, ya mayor, era de facciones amplias, y respiraba autoridad debido a su nariz afilada; tenía las mejillas un tanto prominentes, y ojos color avellana, profundos, rematados por espesas cejas negras. Era el tipo de rostro inglés que, con escasas variaciones, había visto presidiendo durante tanto tiempo las paredes destinadas en las fincas campestres a los cuadros de familia. Era apuesto; pero, aún más, cada rasgo, cada curva cumplía en su rostro una finalidad importante, de absoluta justeza, como si las partículas que lo componían no hubiesen tenido un solo momento de duda en cuanto al lugar en que debían colocarse.
Martha pensó: he aquí otra persona «completa», acabada, a su modo, como Stella resulta acabada. Sintióse desgarbada, sin gracia alguna, neutra, como un mero pedazo de barro… Dejó incluso de observarle, para concentrarse otra vez en sus propias preocupaciones.
También el señor Maynard se hallaba preocupado, aunque sólo una diminuta mueca irónica en sus labios podía revelar si sus preocupaciones eran o no agradables. Vio a la muchacha ensimismada que se hallaba junto a la columna, y casi iba a pasar de largo, pero aminoró el paso: le parecía conocerla. Entonces recordó que, aún no hacía una semana, había oficiado de juez en su casamiento. Martha le miraba sin verle; él se sintió enojado de que no recordase una figura tan importante en lo que seguramente había sido una ceremonia igualmente importante para ella. Este malestar se vio sustituido inmediatamente por una urgencia más sincera: quizá pudiese ella indicarle dónde se encontraba su hijo Binkie, si es que alguien conocía su paradero.
Se detuvo con decisión junto a ella, obstruyendo así su mirar preocupado, y saludó:
—Buenas tardes, señora Knowell.
Martha giró rápidamente la cabeza, para ver quién le hablaba, y se sonrojó. Tras mirarle con mayor atención, en seguida exclamó:
—¡Oh, es usted, señor Maynard!
—¿Qué tal le prueba el matrimonio? —preguntó el señor Maynard por poner fin a la violenta situación.
Martha reflexionó profundamente antes de responder:
—Bueno, sólo hace cinco días que nos casamos.
—Una observación muy juiciosa.
Mientras ella le miraba expectante, él reparó, sorprendido, en el cansancio de su aspecto y expresión de infelicidad que tenían sus labios. Y, sin embargo, aquel examen crítico reprimió en el señor Maynard el instinto de instruir. Por algo era magistrado y descendiente de magistrados y terratenientes. Se dio cuenta de que estaba intentando encontrar el tono apropiado. Martha le ahorró toda preocupación, al preguntarle:
—¿Ya ha vuelto a casa Binkie?
—Pensé que quizás usted tuviera noticias suyas.
—La última vez que le vimos fue ayer, a las dos de la madrugada, cuando nos fuimos de las cataratas. Estaba diciendo que las iba a cruzar a nado aunque fuese lo último que hiciera en su vida. Y seguramente lo hubiese sido —añadió, por completo indiferente.
—Supongo que, además, estaría borracho —apuntó el señor Maynard con una mueca.
—Borracho, no… —Pero seguramente esto le pareció demasiado rudo, porque añadió—: Bueno, no había bebido más que de costumbre.
El señor Maynard la miró con fijeza, comprendió que no era una crítica, sino información dada con la mejor voluntad, y dijo:
—Imagino que el hecho de que el río esté infestado de cocodrilos no le iba a detener…
—Oh, estoy segura de que no lo decía en serio —se apresuró a responder en tono maternal—. Es que un grupo de jóvenes dijo que iban a cruzarlas. Aseguran que hace tres años uno intentó nadar hasta la isleta, ya sabe, la que se ve cuando el río está bajo, y las aguas le arrastraron. Se lo recordamos precisamente al irnos. Además, Binkie es demasiado juicioso.
—¿Juicioso, Binkie? —exclamó el señor Maynard, con tremenda amargura.
Sintiéndose incluida en su resentimiento, Martha se apartó un poco al tiempo que comentaba:
—Bueno, yo no soy responsable de lo que él haga…
El señor Maynard dudó antes de acercarse de nuevo a ella.
—Mire, jovencita, me interesa muchísimo saber por qué cree que Binkie es una persona juiciosa. Bebe como una esponja. Si puede pasarse sin trabajar, no da golpe. Y, cuando no arma un escándalo, no deja títere con cabeza allí donde se encuentre.
Procuró dar todo su peso a esas frases, aislándolas para presentárselas como una especie de desafío.
Martha calló un momento, para reflexionar, y observó:
—Siempre sabe lo que hace —y pareció como si este comentario lo explicase todo.
—Me asombra. De verdad me asombra —dijo a la espera de que ella continuase.
Martha le dirigió de pronto una amistosa sonrisa y comentó:
—Yo, de usted, no me preocuparía; dentro de veinte años también será magistrado; no creo que deba inquietarse —y rió, como si la idea le pareciese muy divertida.
—Yo no dilapidé mi juventud. Nosotros no armábamos escándalos ni destrozábamos locales.
Martha arqueó de pronto las cejas.
—¿De verdad? Yo creía que sí, vaya, al menos a juzgar por las novelas. Aunque seguramente en Inglaterra ustedes le debían dar otro nombre a eso.
—¿Ustedes? ¿Qué quiere decir? —preguntó enojado.
Martha le contempló como si temiese una deliberada insidia, y por fin señaló, sonrojándose por tener que ponerse esas palabras en la boca:
—Las clases altas, naturalmente, ¿quién si no?
Irónico, agraviado, el señor Maynard comentó:
—Mi hijo Binkie también utiliza la palabra vosotros…, y del mismo modo.
—Precisamente por eso acabará siendo magistrado —Martha se echó a reír, divertida de verdad, y le miró a los ojos, esperando que también él riese.
Pero el señor Maynard, que se sentía herido, no lo hizo.
—¿Se cree inmune a esta ley?
Este giro de la conversación dio inmediatamente en su punto sensible. Perdida la apariencia de confianza con la que se protegía, Martha contrajo el rostro y le miró con un destello de ansiedad, para, luego, desviar la mirada. El señor Maynard no tenía idea de por qué lo hacía.
Se arrepintió, y, conciliador, añadió:
—Bueno, gracias. Seguro que Binkie volverá a aparecer a medianoche. No sé cómo puede pensar que sea posible faltar tres días seguidos de la oficina, sin siquiera telefonear para disculparse… Su jefe me llamó esta mañana. —Y, notando la amargura que cobraba su voz, se apresuró a compensarla con una nota sarcástica—: No crea que le pregunto por interés propio. Por lo que a mí respecta, hace tiempo que decidí que la sociedad no perdería gran cosa si Binkie acabase pasto de los cocodrilos. Pero mi esposa va a estar descompuesta de jaqueca hasta que vuelva.
Seguro de haber terminado la conversación en tono de conveniente dignidad, disponíase a dar media vuelta y despedirse con un «Buenas tardes», cuando sorprendió en Martha una mirada de conmiseración tal, que se detuvo.
Martha le sonrió y él le devolvió la sonrisa.
—Bueno, señor Maynard —empezó precisamente el mismo tono de sarcasmo autocompasivo que él había utilizado—, si Binkie ha aprendido a olvidarse de los terribles dolores de cabeza que causa, debe de ser porque se da cuenta de que, de no hacerlo así, estaría privando a alguien de un placer.
Pero, desmoronada esa frase lógica, agregó torpemente:
—Quiero decir…, todos sabemos que esas neuralgias… además, están tan pasadas de moda —concluyó enojada. Y terminó añadiendo—: Sí, ya sé: por más que las quisiéramos desterradas, las jaquecas siguen existiendo…
Decidido a pasar por alto la última parte de lo dicho, el señor Maynard optó por dedicar a la primera un irónico:
—¡Vaya, vaya!
Aunque sus relaciones con su esposa estaban basadas en ese principio, hubiese considerado poco caballeroso, aun en presencia de amigos varones, formular serias quejas a propósito del «elemento femenino». Y, sin embargo, ahora se hallaba ante una representante de aquel mismo elemento que parecía no ver deslealtad alguna en expresar lo que él consideraba un punto de vista masculino. Lo primero que se le ocurrió fue que había perdido contacto con los jóvenes; y en segundo lugar se dio cuenta de haber pulsado una cuerda que le llevaba a ser instintivamente galante.
Llenando, pues, de cortesía la voz y con un diminuto fulgor de complicidad en los ojos, se le acercó más y dijo:
—Creo que es usted una persona en extremo interesante.
Pero Martha le dedicó una mirada de censura, e incluso se apartó un poco. Él cambió inmediatamente de tono, pero guardó el hallazgo para mejor ocasión.
En voz más baja, como un conspirador, inquirió, los ojos muy abiertos:
—Dígame, señora Knowell, ¿acostumbran ahora los jóvenes a pasar en grupo la luna de miel? En mis tiempos, la luna de miel era una oportunidad de estar a solas.
—Sabe muy bien que hicimos lo imposible por librarnos de Binkie y toda su pandilla —respondió ella resentida.
—Me refería a la otra pareja, a los Mathews.
Por un instante sintió Martha la tentación de repudiarlos también a ellos, pero, era un problema de lealtad, de modo que se echó a reír y aseguró que lo habían pasado maravillosamente y que juntos se habían divertido de lo lindo.
El señor Maynard la observó, antes de enarcar sus gruesas cejas y espetarle con sequedad:
—Al menos, esa es la impresión que da.
Si lo que esperaba era azorarla, sólo consiguió que Martha contuviese una risita, y le mirara a los ojos, con inteligencia. Por lo cual se apresuró él a decir:
—Nuestra generación no ha tenido tanto éxito como para esperar que los jóvenes sigan nuestro ejemplo.
Le parecía que acababa de hacer una concesión de extraordinaria magnanimidad, pero ella sólo sonrió con escepticismo, al tiempo que respondía:
—Gracias.
Se hizo otra pausa. Martha estaba pensando que había en él un aire dieciochista, que, después de todo, tenía su encanto: a menos de cincuenta metros de allí, los agricultores continuaban ociosos, discutiendo de precios y del tiempo y del problema laboral, todo eso a un paso del imponente, marmóreo vestíbulo del cine. Se preguntó entonces si Stella tardaría mucho en regresar. Aquella conversación sobre generaciones tenía un sabor rancio, antañón; se sentía indispuesta contra el señor Maynard, sobre todo por aquel intentó suyo de flirtear un poco. Pensó que siempre había un punto en que los hombres, pulsando una especie de botón, parecían esperar que una se transformase en algo distinto y capaz de divertirles. Y ese «convertirse en algo distinto» la había llevado a la situación en que se encontraba: casada, firmada y rubricada en contra de todo lo que estaba convencida de ser. Y además —ahí sus emociones se aunaban a una convicción total—, ¡el pobre señor Maynard era tan mayor! Ahora deseaba, ya demasiado tarde, haberle parado los pies: ¡haberse atrevido a pensar que podía merecer una sola mirada suya!
Su voz le hizo prestar atención; le estaba preguntando:
—Quisiera aprovechar esta oportunidad para preguntarle si los muchachos, o, si lo prefiere, la pandilla, se comportaron tan mal como para que deba esperar una cuenta de daños.
En esta ocasión, bajo su aparente severidad, yacía una petición de ayuda. Martha contestó inmediatamente, compadecida:
—Oh, no se preocupe. Estoy segura de que no sucederá nada.
Él rechazó la compasión, un tanto arisco, mientras decía:
—Me aterra el que Binkie llegue a comportarse tan atrozmente que me vea obligado a dejar mi puesto, aunque, quizás, usted no vea en ello ninguna desgracia —añadió.
Martha resolvió que era un magistrado imponente: ¡qué severidad tenía su voz! Como él no se movía, empezó a hablar, proporcionándole la información que evidentemente esperaba, como quien, ante tanta insistencia, se dispone a hurgar en una herida con un cuchillo.
—Binkie y la pandilla se nos unieron a eso de medianoche. Irrumpimos en uno de los hoteles e hicimos que nos abriesen el bar…
—Ilegal —comentó el juez Maynard.
—Desde luego. Entonces nosotros, nosotros cuatro quiero decir, nos las arreglamos para desaparecer mientras la pandilla lo celebraba a conciencia…
Aprovechó este momento para sonreírle irónicamente, y él, bien que a desgana, correspondió a su sonrisa.
—Luego condujimos toda la noche, hasta llegar al hotel. La pandilla nos dio alcance a eso de las ocho de la mañana. Afortunadamente, el hotel no estaba lleno y había habitaciones para todos. Teniendo en cuenta las circunstancias, la pandilla no se comportó mal del todo. La última vez el director se enojó mucho con Binkie. ¿Recuerda usted los monitos que se acercan al hotel, en busca de comida? Bueno, pues Binkie y los otros cogieron uno, lo emborracharon y se lo llevaron a la terraza. Allí se les escapó y armó una buena. Pero al final lo agarraron, o sea que no sucedió nada. El monito estaba mareado —añadió sin emoción, pero con una mueca de disgusto—, y Binkie y él acabaron bailando en el césped. La verdad es que tuvo gracia.
—Muy divertido.
—Sí que lo fue. Teniendo en cuenta —agregó fríamente— que el grupito lleva años armando esas grescas, y que, aun así, nunca ha salido nadie lastimado, no deben estar tan locos como aparentan.
—Excepto el chico de los Mandolis, que se precipitó por las cataratas hace tres años.
Martha se encogió de hombros: no le parecía un grave porcentaje de víctimas. Y, con voz distinta, más dura e impaciente agregó:
—De todos modos, va a estallar la guerra.
—Puesto que será la segunda guerra mundial que veo, tengo la ventaja de saber que las locuras cometidas con la excusa de que son tiempos de guerra, no quedan canceladas cuando la guerra acaba. Muy al contrario.
De nuevo, sin quererlo, había hecho una observación certera. El señor Maynard, cuyas relaciones con sus semejantes estaban basadas en la necesidad de que le rindiesen cierto grado de pleitesía, descubrió que aquella joven, que hasta entonces no había reconocido ciertamente tal obligación, se transformaba, de pronto, en un ser desvalido. Se le había acercado, y le aferraba la manga. Tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Señor Maynard —dijo, angustiada—, señor Maynard…
Pero jamás llegaría a saber qué deseaba de él. Luego pensó que, seguramente, le quería pedir que la divorciara tan informal y rápidamente como la había casado, y se sintió irracionalmente herido de que fuera al magistrado a quien apelase.
Una voz aguda y alegre resonó a sus espaldas.
—¡Vaya, si es el señor Maynard! —exclamó Stella según le asía ambas manos y, con eso, tomaba el lugar que hasta entonces ocupase Martha—. Es maravilloso volverle a ver, señor Maynard.
—¿Cómo está? —preguntó él cortésmente, con la irritación del hombre que encuentra atractiva a una mujer que no le cae bien. Y, apartándose, dedicó a Martha una educada sonrisa.
—Voy a dejarla en manos de su… ¿dama de honor? Y, con una inclinación de cabeza, las abandonó. Pensaba con enojo: «No se conforman con una sola cosa… Por lo visto, tengo que oficiar de cura y de confesor. ¡Que se hubiera casado por la Iglesia!». A pesar de todo, le quedaba la sensación de haber quedado en deuda; y se volvió, a desgana, para observar las dos mujeres, que cruzaban la calle al parecer enfrascadas en una vehemente discusión.
—Pero si acabo de tomarte hora —dijo Stella, enfadada—. Y ha rechazado a otra cliente. Ahora no puedes decirme que no.
—No me voy a cortar el pelo —dijo Martha, con toda calma—. Y nunca te he dicho que fuese a hacerlo. Todo fue idea tuya.
Ahora le resultaba facilísimo resistirse; diez minutos antes le hubiera sido imposible. Miró por encima del hombro la figura firme y confiada del señor Maynard, que empezaba a doblar la esquina.
—Es una peluquera muy buena, Matty: acaba de llegar de Inglaterra. Y, además —añadió Stella escandalizada—, tienes un aspecto deplorable, Matty, y has de estar presentable para tu marido.
Martha se echó a reír de buena gana.
—¿Dónde está el chiste? —preguntó Stella, suspicaz.
Sabía que aquella risa, que jamás había comprendido, era la inmunidad de Martha ante ella, y dijo furiosa:
—¡Oh, muy bien, volveré y le diré que lo anule!
De nuevo se encaminó a Chez París, y, al cabo de medio minuto, reemprendían el paseo.
—Vamos a llegar tarde a la consulta —observó Stella, con reproche. Pero Martha dijo:
—Todavía faltan diez minutos.
El consultorio se hallaba en un edificio bajo y blanco, al otro lado de la calle. Mirando hacia arriba podían ver una serie de ventanas, cerradas contra el sol, cuyo verde destacaba bajo su brillo intenso.
—El doctor Stern tiene la sala de espera más agradable de toda la ciudad, muy moderna —comentó Stella devotamente.
—Anda, vamos —respondió Martha; y entraron de seguido.
En el primer piso había un corredor con muchas puertas, todas rotuladas «Privado». Stella llamó a una de ellas. La abrió casi de inmediato una mujer de uniforme blanco, que la asía con fuerza, como si temiese un asalto. Tenía aspecto irritado; pero luego, al ver a Stella, dijo con nerviosa amabilidad:
—Es maravilloso veros, querida, aunque estoy muy ocupada, de verdad.
—Esta es Martha —dijo Stella—. Ya sabes, la chiquilla mala que se casó con Douggie a espaldas de todo el mundo.
La joven dedicó a Martha una sonrisa, amistosa pero molesta, y salió al pasillo cerrando la puerta tras de sí. Del bolsillo se sacó un resto de cigarrillo, lo encendió y dio unas chupadas como si en ello le fuera la vida.
—La verdad es que no puedo hacerlo, pero ya se arreglará —dijo exhalando densas bocanadas.
Era una muchacha esbelta, con lacios mechones de pelo negro y desgreñada y ojos azules, pálidos y preocupados. Su cuerpo, delgado, carecía de relieves bajo el uniforme pese a no ser éste más que un lejano pariente de aquellos rígidos moldes creados por las mujeres mayores para ocultar los encantos de las jóvenes.
—Mi Willie conoce a tu Douggie, de pequeños siempre andaban juntos —dijo con cansada indulgencia.
Martha no se mostró sorprendida ni por la información ni por el tono utilizado, aunque jamás había oído hablar de Willie.
—Dios mío, estoy muerta —prosiguió Alice—. El doctor Stern es un pedazo de pan, pero trabaja hasta caer rendido, y no se da cuenta de que los demás también nos cansamos. Mi jornada, en principio, terminó hace una hora.
—Oye —dijo Stella rápidamente—, entonces será muy fácil. Cuela a Matty en seguida, que la visite, y, luego, nos vamos a tomar algo.
—Oh, imposible, querida —protestó débilmente Alice.
Pero Stella le dio un decidido empujoncito hacia la puerta, y la otra asintió, diciendo:
—Bueno, de acuerdo, pero hay muchas por delante; veré si lo arreglo.
Volvió a guardarse en el bolsillo, ya apagada, la punta del cigarrillo y entró en la habitación que tenía el rótulo de «Privado».
Martha siguió a Stella a la sala de espera, que estaba llena. Había unas quince o veinte mujeres, algunas en estado de gestación, que observaban celosamente la puerta del consultorio. Martha tomó asiento sintiéndose culpable porque les iba a robar el turno. Stella, en cambio, aguardó de pie; con la expresión de la persona para quien no rigen las reglas ordinarias.
Casi inmediatamente se abrió la puerta del consultorio, una voz suave se despidió de una dama y la mujer apareció, roja de placer, mirando con desafío a las que todavía esperaban.
—Vamos —dijo Stella en voz alta—, ahora nos toca a nosotras.
Empujó a Martha hacia adelante a la vez que Alice registraba con la mirada la sala de espera y decía con aquella voz amable y nerviosa que le era característica:
—Sí, le toca a usted, señora Knowell.
Stella siguió a Martha hacia la puerta; pero Alice la interceptó con una mano, dirigiéndole una mirada profesional, mientras con la otra hacía entrar a Martha. La puerta se cerró tras de ella excluyendo a su acompañante.
Penetró en una habitación amplia y silenciosa, con una mampara blanca en una de las esquinas, bañada por la luz verdosa que filtraba las persianas. Una mesa enorme ocupaba la mitad de la pared opuesta, y detrás de ella se hallaba sentado el doctor Stern, de espaldas a la luz. Llevaba una inmaculada chaqueta blanca, sobre la que destacaba su cara pálida, de párpados pesados; la miró un instante, sus ojos, claros y fríos, pestañearon mientras la consideraba, y volvieron a bajarse, según decía:
—Tome asiento, por favor.
Martha se sentó preguntándose por dónde iba a empezar: la verdad es que no quería ningún consejo. Miró hacia la cabeza del doctor Stern, que había adelantado el cuerpo mientras ojeaba rápidamente algunos papeles. Tenía el pelo espeso, negro, ondulado; su cuello era blanco y delgado; muy joven. De pronto, viendo en él al hombre joven, sintió embarazo. Entonces él dijo:
—Le ruego que me perdone un momento… —y volvió a mirarla antes de volver a los papeles.
Su modo de mirar era tan impersonal que la ansiedad de ella desapareció en seguida. Bostezó. Sintió que un pesado cansancio la embargaba, como inducido por el silencio frío de la sala. Un rayo de amarillo sol se colaba entre las rendijas de la persiana e iba a caer sobre la mesa. Sus ojos no podían apartarse de él, prisioneros. Volvió a bostezar. Oyó la voz del doctor:
—Permítame que la felicite por haberse llevado al joven Knowell. Hace bastante que le conozco.
Sonaba bastante paternal; y de nuevo le hizo pensar que seguramente no era mayor que Douglas, el cual se había sumado con entusiasmo a la insistencia de Stella de que visitase al doctor en seguida: «Sí, el doctor Stern es exactamente lo que necesitas…; sí, ve a visitarle, Matty, y así le conoces. Te enseñará todos los trucos».
Pero, como los trucos Martha ya los conocía, no tenía nada que decir. Con la mirada todavía fija en la mancha amarilla de luz, se arrellanó en el cómodo sillón. El doctor Stern le preguntó:
—¿Tiene sueño?
—No he dormido demasiado —asintió, sin moverse.
El doctor Stern volvió a contemplarla y notó que ella tenía puesta la mirada en Alice, ocupada en doblar algo blanco detrás de la mampara.
—Déjelo, señora Burrell, quédese un momento en la otra habitación. Ya la llamaré.
Alice salió dirigiendo a Martha una sonrisa conciliadora.
—Deje la puerta abierta —dijo él, pensando que eso tranquilizaría a Martha, aunque ella no lo apreció: la hubiese preferido cerrada.
El doctor Stern, de ningún modo tan despreocupado como parecía, dio una rápida ojeada a su reloj. Percatada, Martha se incorporó en el sillón.
—Bueno, señora Knowell… —comenzó delicadamente.
Y, después de una pequeña pausa, le dio toda una conferencia destinada a la instrucción de las jóvenes esposas. Hablaba despacio, como si temiese olvidar algo por demasiado familiar. Cuando hubo terminado, Martha le dijo obstinadamente que según tal y tal autor era preferible tal otro método. La miró con viveza, dando a entender que no estaba acostumbrado a tanta mundanidad; y a punto estuvo de pasar al tono que empleaba con casadas de más experiencia. Pero se contuvo: Martha podría parecer categórica, pero su rostro reflejaba ansiedad, y tenía las manos crispadas en el regazo.
Aprovechó para salirse por la tangente describiendo una conferencia sobre control de natalidad a la que había asistido en Londres, y terminó con una broma un poco atrevida. Martha rió. Él añadió otro par de chanzas, hasta que le pareció que ella ya reía con naturalidad, y volvió a su tema dando un rodeo:
—Yo tenía una paciente que…
Y pasó a recomendar el método que ella misma había sugerido, con tanto fervor como si jamás hubiese abogado por otro. Su voz, pausada, un tanto cansina y distante, era en extremo apaciguadora; Martha ya no se sentía ansiosa; pero, para que todo quedase en su punto, concluyó con un pequeño discursito que, bien analizado, sólo quería decir que todo estaba bien, que no tenía por qué preocuparse y que debía tomar las cosas con tranquilidad. Como estas frases habían aparecido con bastante frecuencia, pasó a señalar amablemente que algunas mujeres parecían pensar que el control de la natalidad era una especie de magia; bastaba con comprar lo necesario y guardarlo en un rinconcito de un cajón. Debido a esta actitud mental, prosiguió, la tasa anual de nacimientos era como para sorprender a cualquiera. Rió, para que ella lo hiciese también, y la miró inquisitivamente. Martha rió, en efecto; pero, de nuevo, una sombra de preocupación pasó por su cara. Él se dio cuenta, y mentalmente tomó nota. Se hizo un silencio. Esta vez su mirada al reloj fue involuntaria; la sala de espera estaba llena de mujeres, y debía tranquilizarlas a todas, por razones distintas: decirles que todo iba bien, que no tenían por qué preocuparse, porque, si uno estaba preocupado, no dormía; y que, naturalmente, todo el mundo tenía preocupaciones de vez en cuando y que, naturalmente, naturalmente, naturalmente…
También Martha vio esta vez su mirada, y se levantó. El doctor hizo lo mismo y la acompañó hasta la puerta.
—¿Y qué tal anda su marido? —quiso saber.
—Muy bien, gracias —respondió Martha automáticamente; luego, y porque creyó ver algo más que cortesía en la pregunta, se volvió y le miró interrogante.
—¿Qué tal va su estómago? —insistió él.
—Oh, los dos tenemos digestiones de avestruz —respondió, riendo, según recordaba lo mucho que habían comido y bebido en las últimas semanas.
Luego dudó, y dijo rápidamente:
—Lo de su estómago ¿no será nada grave, verdad? —su voz tenía toda la arrogancia de quien goza de perfecta salud: ella misma lo notó—. ¿Qué es lo que tiene? —repitió; pero su solicitud sonaba a falso.
—Temo haber sido indiscreto —dijo el doctor Stern—. Pero me parece mal que él no se lo dijese. Pregúntele.
Le sonrió al tiempo que le tendía la mano asegurándole que, si necesitaba ayuda, o si quería verle aunque sólo fuera para charlar un rato, podía telefonear. Martha le estrechó la mano y abandonó el despacho con la mismísima apariencia de agradecido placer que había observado en la anterior paciente.
Según salía, las otras mujeres la miraron críticamente: aquella sonrisa confusa y reveladora les parecía ridícula. Pero, en cuanto Stella se levantó para unírsele, perdieron interés y volvieron a mirar hacia la puerta cerrada.
—¿Qué tal? ¿Te ha gustado? —preguntó con urgencia Stella; y Martha le respondió, con reticencia, que era muy agradable.
Como no parecía que fuera a decir nada más, Stella le sonsacó, riendo:
—¿Has aprendido algo nuevo?
Por vez primera Martha pensó que no. La sensación de haber sido comprendida y apoyada era tan fuerte, que se detuvo en seco en el corredor, e, inmóvil, le sorprendió descubrir que, de hecho, el doctor Stern no había dicho absolutamente nada, mientras que, a su debido tiempo, Douglas recibiría una factura de media guinea, ¿a cambio de qué?
Stella la tomó del brazo, y de nuevo volvió a encontrarse en movimiento. Martha comentó con irritación que el doctor Stern tenía algo de vieja, acurrucado tras su mesa, como si fuese un paquetito envuelto en un delicado papel blanco, poniendo todo su tacto para con las pudorosas recién casadas que le visitaban.
Stella rió en seguida y confesó que ella tampoco prestaba jamás la menor atención a lo que decía; su marido y ella habían utilizado determinado método durante tres años y recordaba perfectamente que el doctor Stern les había dicho que era del todo inútil.
—Entonces —preguntó Martha sin el menor agradecimiento—, ¿para qué querías que le visitase?
—Pero… —Stella se sentía sorprendida y agraviada—, Jai es una persona muy agradable. Además, está muy al día en todo, de veras.
—No puede ser mucho mayor que tú —apuntó Martha, con la misma voz confusa y resentida.
Le sorprendía que Stella se sintiese tan profundamente impresionada; esa era la única explicación que podía encontrar a aquella actitud suya, de retirarse como si hubiesen ofendido su dignidad:
—Si no quieres tener un médico verdaderamente científico…
Martha terminó por agradecerle el favor. Habían llegado a la puerta del rótulo de «Privado», donde debían esperar a Alice, y Stella olvidó su enfado mientras intentaba hacer girar silenciosamente la manecilla de la puerta para que Alice supiese que ya estaban allí.
Del otro lado de la puerta Alice aguantaba el pomo para que no chirriase, mientras observaba al doctor Stern esperando el momento oportuno para introducir a la próxima paciente. De costumbre, después de acompañar a una paciente hasta la puerta, él volvía directamente a la mesa. Pero en aquella ocasión, habiéndose despedido de Martha con su estilo calmoso y paternal, se acercó a la ventana y miró hacia la calle por entre las rendijas de la persiana. Parecía cansado, exasperado incluso. Alice esperaba que se quejase otra vez de ser médico de mujeres. «No acabo de entender de dónde me viene esta reputación —refunfuñaba—. Las nueve décimas partes de mi clientela son mujeres. Mujeres a las que no les sucede absolutamente nada». Pero no lo dijo. Alice sonrió al verle ajustar el postigo de modo que la mancha de sol, que ya había avanzado hasta el borde de la mesa, volviese al espacio vacío del centro sobre la pulida superficie. Al volverse, vio su sonrisa, pero prefirió no darse por enterado. Frunció ligeramente el ceño y comentó que antes de tres meses, a buen seguro, volvería a tener a la señora Knowell en su despacho, esa vez para pedirle con lágrimas en los ojos que le ayudase a abortar…, conocía el paño.
Alice no sonrió; le disgustaba cuando se ponía de aquel humor. Por eso le miró con frialdad. Se dio cuenta entonces de que el cansancio no le impedía enderezarse, ni que su rostro cobrase nueva atención y voluntad. Se sentó, diciendo:
—Mañana ábrale una ficha a la señora Knowell.
Y estuvo a punto de añadir, riendo: «y resérvele una habitación en la maternidad». Pero recordó a tiempo que ese no era el tipo de bromas que se podían hacer con la señora Burrell, que era muy sentimental; su enfermera anterior había sido mejor compañía. De todos modos, hizo algunos cálculos automáticamente. En enero o febrero, pensó. Incluso anotó algo en su agenda. Su cara tenía un gesto de complacencia.
—Eso es todo, señora Burrell. Gracias por quedarse… Y no me deje que la haga trabajar demasiado —a lo cual añadió una sonrisa de fatigado encanto.
Alice no respondió. Mentalmente estaba formulando sus reproches: «¡siempre tiene que salirse con la suya…!». Y luego, como aldabonazo final, «¡Dios me libre de un marido así! No me casaría con él ni regalado».
—¿Quién es el próximo? —preguntó bruscamente.
—La señora Black —respondió Alice dirigiéndose hacia la puerta, para llamarla.
—Ya debe estar a punto de empezar otro niño —comentó él.
—Tenga un poco de corazón —protestó Alice indignada—. El otro no tiene más que seis meses.
—Más vale tenerlos joven —adujo él—. Es el mejor método. —Y añadió—: También usted debería ir pensando en formar una familia.
Alice se detuvo, la mano en el picaporte, y dijo, enfadada:
—¡Qué manera de agobiar! Como me salga con menos de cinco, cuando se case…
La miró con fijeza; acababa de comprender que estaba realmente enfadada; y de nuevo deseó tener una enfermera con quien no hubiese de medir cada palabra. Pero ella le estaba diciendo:
—Ustedes, los judíos, tienen un sentido tan fuerte de la familia que… ¡lo detesto!
Él pareció adoptar una actitud más rígida y retractarse un poco; luego rió, diciendo:
—Seguramente hay muchas razones que lo justifican.
Alice le miró vagamente, y luego descartó la historia con un:
—No veo por qué no debemos dejarnos en paz los unos a los otros.
—Yo tampoco, señora Burrell, yo tampoco —y puso en la frase una fuerza salvaje.
Ella le miró sorprendida.
—Usted es el tipo de hombre que escogería una esposa por tener una buena pelvis —farfulló.
—Hay modos peores de escogerla —bromeó él.
—¡Dios mío!
—Bueno, haga entrar a la señora Black. Venga, decídase.
Alice abrió la puerta y llamó:
—Señora Black, por favor.
Cerró la puerta después de dirigirle una sonrisa a la nueva paciente, que ya se disponía a tomar asiento; y cruzó la habitación hacia la salida, mientras, con voz pausada y profesional, el doctor empezaba:
—Y bien, señora Black, ¿qué puedo hacer por usted?
Se reunió con Martha y Stella, y dijo:
—Esperadme, tengo que avisar a la otra enfermera…
Volvió casi al instante, y sacando del bolsillo una colilla arrugada, la encendió. Luego empezó a atusarse los mechones de pelo negro que hubieran debido enmarcarle airosamente la cara, pero que, en verdad, semejaban las greñas de una bruja.
—¡Bonito aspecto! —refunfuñó según se pasaba el peine con ambas manos, el cigarrillo suspendido en los labios.
Finalmente intentó arreglarse un poco el vestido, sin ningún resultado, y volvió a exclamar con voz violenta y quejosa:
—¡A la porra todo! Voy a dejar este trabajo. El doctor Stem me tiene hasta la coronilla. Harta, harta…
Martha y Stella, unidas momentáneamente en su comprensión, intercambiaron una sonrisa divertida, y se dedicaron a hacer una serie de vagas observaciones prácticas hasta salir a la atmósfera caldeada de la calle. Observaron a Alice con precaución; pero, al parecer, ya se había recobrado. Stella abandonó de inmediato la femenina obsequiosidad que usan las mujeres para protegerse mutuamente en tales ocasiones, y comentó, celosa:
—No creía que el doctor Stern fuese una persona tan difícil de llevar.
—Oh, no, si no lo es —replicó Alice cuidando de no dar a la frase un aire de dignidad que pudiese incomodar a Stella—. De todos modos, tengo que dejarlo. No estudié la carrera para acabar con este tipo de trabajo. Igual podría estar haciendo de recepcionista en un hotel.
—Tú estás loca: ¡trabajar estando casada! —dijo Stella—. Yo ya he avisado a mi jefe. Y eso que nosotros no tenemos un céntimo, pero es demasiado: no puedo estar para mi marido y, además, echar los bofes en una oficina.
Ahora fueron Alice y Martha quienes intercambiaron una sonrisa divertida mientras Stella acababa de perfilar su idea:
—Los hombres no saben lo que es, creen que la cocina y el trabajo de la casa se hacen solos.
—¿Acaso no tienes criado? —preguntó Alice, ausente; pero, antes de que Stella pudiese responder, preguntó—: ¿Qué te ha parecido el doctor Stern, Matty? Si no te ha gustado, me ahorraré abrirte una ficha.
—Todos los médicos son iguales —comentó Martha sin ingenio—. Y, además, yo nunca estoy enferma.
—Pero si es muy bueno —exclamó Alice, inmediatamente, a la defensiva—. Con los niños es realmente estupendo.
—Pero yo no voy a tener ningún niño; al menos, durante unos años.
—Te comprendo muy bien —manifestó Alice en seguida—. Siempre le estoy diciendo a Willie que ya tenemos bastantes preocupaciones en la vida, para enredarnos, además, con niños.
—¿Cómo os las apañáis? —preguntó Martha a boca de jarro.
Alice se echó a reír con aquel desembarazo que Martha encontraba tan aquietador:
—Pues la verdad es que no nos preocupamos mucho. Por suerte, me basta con saltar desde el borde de la mesa.
Habían llegado a una esquina.
—Creo que me voy a casa, guapas, si no tenéis inconveniente —dijo Alice—. Es posible que Willie vuelva temprano, y tampoco me apetece tomar nada.
—Pero no, mujer —protestó Stella—. Lleguémonos en un momento a casa de Matty. Puedes telefonear a Willie y pedirle que venga.
Una vez más, Martha se encontró arguyendo que, naturalmente, debían ir las dos a su piso; la idea de quedarse sola le aterraba; aunque, mientras lo hacía, otra voz le solicitaba, con ansiedad y urgencia, que se librase de aquellas obligaciones.
—Bueno —aceptó Alice afablemente—, iré y tomaremos algo para celebrar vuestra boda.
Martha guardó silencio. Ahora, ganada su causa, tenía que prepararse a soportar otro rato en compañía de Stella y de Alice. Acabemos cuanto antes, pensó, «y luego…». Pero sabía que luego empezaría la batalla consigo misma: tenía la impresión de hallarse sumida en una vorágine. Las tres mujeres siguieron, pausadamente, calle abajo, protegiéndose con las manos del sol que les daba en los ojos. Alice antes de comentar, preocupada la voz:
—Acabo tan deshecha… a lo mejor estoy embarazada. ¿Cómo saberlo? Dios mío, ¿y si lo estoy?
—Bueno, ¡no tienes más que saltar desde una mesa! —dijo Stella con una risa tosca.
—Sí, sí, de acuerdo; pero es esta continua preocupación lo que me deprime. A veces pienso que más me valdría tener un niño y acabar de una vez. Eso, al menos, me daría nueve meses de paz y tranquilidad.
—Pues no sé para qué trabajas con un médico, si él no puede hacer nada —apuntó Stella dirigiendo a Martha una mirada que le invitaba a servirse de una información tal vez útil.
Alice parecía molesta, pero Stella insistió:
—Tengo entendido que ha echado una mano a más de una.
Llena de orgullo profesional, protestó Alice:
—Eso lo dicen de todos los médicos.
—¿Y acaso no es cierto? —dijo Stella, enfadada.
—Si el doctor Stern practicase todos los abortos que le piden, no le quedaría tiempo para nada más. No hay día que no se lo pidan una o dos llorando a mares.
—¿Y qué hacen? —preguntó Martha, involuntariamente fascinada.
—Oh, si son muy tozudas, van a Beria o a Johanesburgo. Pero la mayoría acaban por acostumbrarse a la idea —respondió Alice con una risa nerviosa, y las manos, inconscientemente, se le fueron a la pelvis.
Stella, con risa fuerte y estridente, comenzó a contar la historia de la última vez que había quedado embarazada.
—Y ahí me tenéis, después de atizarme el segundo vaso de ginebra, tumbada en el sofá, sollozando; todo había empezado muy bien, pero apareció la vecina. Estaba exasperada. Me dijo que me iba a denunciar a la policía. Vieja desgraciada. No puede tener hijos y por eso quiere que las otras los tengamos por ella. Le dije que no se metiese donde no la llamaban y, naturalmente, no hizo nada. Lo único que quería era fastidiarme, darme un mal rato.
Pero las últimas palabras habían logrado que su rostro y su voz se llenasen de compasión hacia sí misma.
—¿La policía? —preguntó Martha desconcertada.
—Es ilegal —explicó Alice condescendiente—. Interrumpir un embarazo es contrario a la ley. ¿No lo sabías?
—¿Quieres decir que una mujer no puede decidir si quiere o no quiere tener un hijo? —preguntó Martha exaltada de indignación.
Su vehemencia divirtió a Stella y a Alice, y ahora les tocó a ellas intercambiar una sonrisita tolerante.
—Mira —dijo Alice, indulgente—, no es para tomárselo tan a pecho. Todo el mundo sabe que hay más abortos que nacimientos, y que la mitad de las mujeres que tienen hijos no los deseaban; pero, si el gobierno insiste en dictar leyes absurdas, allá ellos; al menos, eso es lo que yo digo. Supongo que no tiene nada mejor que hacer. No te preocupes, querida. Si tienes algún problema, telefonéame y te ayudaré; y no dejes que el gobierno te quite el sueño, hay cosas mejores en qué entretenerse.
Celosa, Stella añadió rápidamente:
—Ya le he dicho a Matty que me tiene a la vuelta de la esquina, y experiencia, precisamente, no me falta, aunque no sea enfermera.
Sorprendida, Alice abandonó la lucha por la posesión del alma de Martha: hasta entonces había ignorado que estuviese en juego.
—Bueno, así que no hay por qué preocuparse, ¿no? —admitió fácilmente.
Habían llegado al bloque de pisos. Era un edificio ancho, cuya blancura el sol acentuaba; el pavimento se había recalentado tanto, que el alquitrán se pegaba a los pies, y en su gris reluciente destacaban mil irisaciones oleaginosas. Un solitario árbol se erguía junto a la puerta; constituía una mancha de suave verdor donde posar los ojos y descansarlos del blanco cegador, del reluciente gris y del azul duro y brillante del cielo. Bajo el árbol estaba de pie una mujer nativa. Llevaba de una mano a un niñito, con la otra sujetaba a otro algo mayor, y a la espalda, en una especie de alforja de tela, tenía un tercer pequeñín. Los dos mayores se cogían a los pliegues traseros de la falda. Martha se detuvo y la miró. Aquella mujer resumía sus pensamientos de disgusto, presentando el problema en su forma más cruda. Aquella mujer nativa, que parecía contenta y a gusto, resultaba extraordinariamente atractiva, comparada con Alice y Stella y su bulliciosa ansiedad. Martha la notó sencilla, conformada, íntegra. Y entonces comprendió que estaba procediendo a idealizar la pobreza; recordó que la mortandad infantil de la colonia era de las más elevadas de todo el mundo. Y sin embargo…
Alice y Stella, al darse cuenta de que estaban solas en el portal, volvieron atrás y descubrieron a Martha absorta en la contemplación del árbol. Porque era eso lo único que veían.
—Nosotros no tenemos problemas —dijo Martha con risa un tanto desafiante al verse observada—. Nosotros estamos muy bien; pero, ¿y ella?
Alice pareció no entender; pero Stella, tras una mueca de disgusto, se echó a reír con fuerza. Y, dirigiéndose a Alice, dijo en tono agudo:
—Matty es un poco rojilla, ¿lo sabías? Bueno, tuvimos que apartarla de los rojos antes de que se casara: se exalta fácilmente y se preocupa mucho por nuestros hermanos negros.
Volvió a reír como antes; pero, al parecer, Alice no creyó necesario imitarla.
—Vamos, querida —dijo cariñosamente a Martha—. Tomemos de una vez esa dichosa copa, si no te importa.
Martha se reunió con ellas, obediente. Pero Stella no podía quedarse callada. Y continuó, ingeniosa:
—Para ellos es distinto. No son gente civilizada y no les cuesta nada tener niños; todo el mundo lo sabe.
Habían empezado a subir la amplia escalera. Alice comentó con total indiferencia:
—El doctor Stern tiene una consulta para las nativas. Las mañanas del domingo. Le gusta tanto que la gente eche hijos al mundo, le digo yo, que no puede parar ni aun los domingos.
Stella se detuvo sin poder evitarlo:
—¿El doctor Stern trata a los negros? —preguntó horrorizada.
Al parecer, estaba en peligro inminente de perder una paciente.
—Tiene muy buen corazón —dijo Alice con vaguedad, pero consolidando su adhesión al doctor—. Sólo les cobra seis peniques, me parece —y continuó el ascenso precediendo a las otras.
Stella había callado. Su rostro expresaba una serie de emociones distintas, la más fuerte de las cuales era la duda. Finalmente el doctor Stern produjo en ella esa pequeña revolución ideológica que sirve para cruzar el golfo de la filantropía. Aún indecisa, observó:
—Bueno, desde luego, tenemos que ser amables con ellos.
Martha, que estaba tres peldaños detrás de ella, no pudo menos de echarse a reír. Alice la miró sorprendida; Stella, con rabia.
—Aunque, si todo el mundo fuese como tú, no habría forma de controlarlos —añadió Stella, en tono agrio—. Todo eso está muy bien, pero todo el mundo sabe que no son más que animales, y que tienen los hijos como si tal cosa… —Y concluyó, aún recelosa—: El doctor Stern, siempre tan moderno.
—Está preparando un estudio —dijo Alice, que les esperaba en el rellano—. Dice que no es verdad que sean distintos de nosotros, que son exactamente iguales.
Stella, profundamente sorprendida y confusa, prorrumpió en una de sus risas vocingleras y vulgares:
—¡No me hagas reír…!
—Pero si es una cosa científica —protestó Alice sin fuerza.
—¡Ah los médicos…! —sugirió Stella en el mismo tono indulgente que Alice había utilizado antes al referirse al «gobierno».
Al reunirse con ellas en el descansillo, Martha dijo amargamente:
—Por lo visto, tampoco al doctor Stern le interesan más que para escribir artículos sobre ellos.
Alice se sintió ofendida.
—Bueno, si es para ayudarles, supongo que a ellos no les importará, ¿no crees? Además, es muy bueno con ellos. ¿Crees que se podrían encontrar muchos médicos que, después de trabajar como él lo hace toda la semana, noches incluidas, estuviesen dispuestos a dedicar las mañanas del domingo a las mujeres negras y a sus hijos? Y eso sin cobrarles prácticamente nada.
—La verdad es que, para ellos, seis peniques significan lo que para nosotros diez chelines —apuntó Martha.
Alice ahora ya no podía contenerse:
—¡Pero no para él!
—Pues no sé de quién será culpa —dijo Martha acalorada.
Stella cortó la discusión en seco según abría la puerta.
—¡Oh, basta ya! Tomémonos esa copa —dijo, impaciente—. No le hagas caso a Matty. Douggie ya le enseñará un poco de sentido común. No se puede ser rojilla y estar casada con un funcionario del Estado.
Entraron. Martha se sentía agudamente deprimida por la veracidad de lo que Stella acababa de decir. Empezó a sacar vasos y botellas, hasta que Stella se los quitó, impaciente, de las manos. Se sentó entonces y dejó que ella arreglase las cosas a su gusto; tenía la sensación de haber pasado por eso muchas otras veces.
Alice, ajena a todo ello, acomodada en un sillón, exhalaba bocanadas que pronto la dejaron envuelta en un halo de humo azul.
—No me lo creeréis, pero la verdad es que estoy rendida —murmuró según extendía la mano, para tomar, sin mover para nada el resto del cuerpo, el vaso que Stella le entregaba.
Se hallaban en una habitación bastante pequeña, aunque agradable; estaba decorada con cortinas modernas, a rayas, alfombras de tono claro, y alegres cojines, de colores chillones. Es el gusto de Stella, pensó Martha amargamente; aunque en seguida se repitió que era culpa suya, si lo toleraba. Menos mal que no tardaría en marchar, y entonces…
Tomó el vaso que Stella le ofrecía, y relajó todo el cuerpo, como había hecho Alice.
Stella, que se hubiera dicho acompañada por dos cadáveres, se mantenía erecta y enérgica en la silla, y se dedicó a entretener a Alice con una divertida descripción de la luna de miel «de ésta y su marido».
—Tenías que haber visto a Matty quitarse de encima a los chicos: parecía que no hubiese hecho otra cosa en su vida. Pobrecilla, no tuvo noche de bodas; nos la pasamos enterita conduciendo, y sólo nos detuvimos dos veces…, nunca he visto nada tan divertido. Llegamos al hotel a las dos de la madrugada, y luego se presentaron todos los chicos, hasta que, a la noche siguiente, decidimos, por fin, que ya era hora de que Matty celebrase sus nupcias, y los escoltamos hasta su habitación cantando, todos, el himno nupcial, y lo último que le vimos hacer fue quitarle los zapatos a Douggie y acostarle.
Se echó a reír, y Martha con ella. Pero Alice, que había permanecido con los ojos cerrados, comentó en tono apacible que Douggie era un tipo fantástico, y que Matty no tenía por qué preocuparse, porque todos aquellos alocados muchachos acabarían siendo maridos estupendos, y, si no, que tomase como ejemplo a Willie, que había sido uno de los peores, y que ahora era un modelo de sobriedad.
Aquella referencia a su marido le hizo incorporarse, y con voz resuelta dijo que debía irse; Willie era un pedazo de pan, nunca se metía en nada…, pero, de todos modos, no quería ser ella la que diese el mal ejemplo… Hizo un esfuerzo por levantarse del sillón, apuró el vaso y estrechó nerviosamente la mano de Martha.
—Lo siento, pero he de marchar, de verdad. Espero que nos veamos pronto; Willie y Douglas son tan buenos amigos… Pero ahora, de veras, es preciso que…
Dirigió una sonrisa apresurada a Stella, inició un ademán de despedida, y salió apresuradamente, taconeando por la escalera.
—Es una farsante —dijo Stella, acomodándose a sus anchas—. Si no tiene a Willie bien amarrado, no hay modo de que se esté quieta.
Martha no respondió.
—No es así como hay que tratar a un hombre. No les gusta. Hay que dominarlos sin que ellos se den cuenta.
Martha pensó con enfado que Stella y Alice hablaban de sus maridos como de alguna especie de animal salvaje que tuviesen que domesticar.
Stella la miró, y comentó con acento amonestador que Martha todavía era muy joven; pero que no tardaría en descubrir que el modo de conservar a un chico como Douggie era darle tanta cuerda como quisiese, para que pudiese ahorcarse sólito con ella.
El ambiente empezaba a ponerse tenso, como el humo del tabaco que ya había empezado a formar una tenue nubécula azul entre las dos. Martha estaba rogando: ojalá se vaya.
Stella hizo algunas observaciones más, que fueron recibidas en silencio. La miró enojada y dijo que, si ella fuese Matty, lo que haría sería dormir cuanto le hiciese falta y, luego, tomarse la vida con calma.
Se levantó y se miró un instante en el espejito que tenía en su reverso la tapa del bolso. Todo estaba en orden. Cerró el bolso y paseó la mirada por la pequeña habitación: arregló un cojín, y volvió la mirada hacia Martha, que estaba tendida sin ninguna gracia en la silla.
Martha le devolvió la mirada advirtiendo la desgana que la invadía en cuanto aquella mujer se le ponía delante. Stella debía haber adquirido aquella seguridad perfecta con su madurez, a la edad de… ¿A qué edad? Pero había visto fotos de cuando tenía quince años, y ya entonces parecía tan hecha como ahora.
Parecía que, por fin, había llegado el momento de la partida. Martha pugnó por incorporarse. Y en seguida se sintió rebosante de culpabilidad. Porque la cara de Stella mostraba genuina preocupación por ella; y Martha recordó que Stella, en todo caso, era la amabilidad y la afabilidad personificadas… ¿Qué otra cosa podía ser la amabilidad, sino aquel deseo de dedicarse con total devoción a la vida de otra persona? Martha se hallaba demasiado cansada incluso para poner un poco de ironía en su pensamiento. Besó a Stella torpemente en una de sus mejillas, siempre un tanto coloradas, y le dio las gracias. Stella pareció animarse, se sonrojó un poco, y dijo que, si necesitaba cualquier cosa, no tenía más que… Y finalmente se fue, sonriente, lanzándole un beso desde la puerta, justo con aquella actitud de gracia competente que tanto deprimía a Martha.
En cuanto se quedó sola, Martha rebuscó hasta encontrar unas tijeras y se dirigió al baño muy resuelta. Se arrodilló en el borde resbaladizo y pulido de la bañera, y en una posición verdaderamente inestable se inclinó para mirarse en el espejo del afeitado. Pero estaba demasiado alto para ella. En la habitación contigua había otro, colocado a una altura conveniente; pero, sin que supiese por qué, no era aquél el que quería utilizar. No había nada en su imagen que le agradase. Se encontraba desaliñada, patosa, torpe. Y, lo que era peor, se veía asaltada por recuerdos desagradables de lo que había sido su apariencia en varios momentos de sus diecinueve años; porque, aunque pudiese olvidar cómo se había sentido en sus reencarnaciones previas, lo que de ningún modo podía pasar por alto era su aspecto. La imagen que ahora veía reflejada tenía mucho más en común con su estampa de los quince años, de colegiala regordeta, que con su aspecto de seis meses atrás.
Esta insatisfacción culminó cuando la emprendió a tijeretazos con los densos mechones de pelo seco y rubio que le caían sobre los hombros. Recordó fugazmente que Stella había recalcado la necesidad de un corte; pero no podía ni aun contemplar la idea de someterse a la voluntad de otros. Poco a poco, apretando los dientes para reprimir la comezón de hacerlo a toda prisa, fue cortándose el pelo, todo alrededor, siguiendo una línea recta. Luego palpó aquella masa densa y muerta, y comenzó a recortar las puntas. Por último, levantando algunos mechones aislados, vació algo los que quedaban abajo, para restar volumen a la melena. Al ver cómo se arqueaban las puntas, pensó que quizá Stella tuviese razón al decir que el pelo se le rizaría. Acto seguido puso la cabeza bajo el agua, la enjabonó vigorosamente y luego procedió a secarla a conciencia, con la esperanza de que todas esas atenciones alcanzasen todavía a producir la transformación que la convirtiese en una persona distinta. Barrió el pelo que había caído en el suelo y pasó al dormitorio. Eran más de las seis y ya había oscurecido. Pulsando el interruptor iluminó una habitación alegre cuya vulgar pulcritud la deprimió. Se detuvo ante el otro espejo, e intentó ondular la masa, todavía húmeda, del pelo. Le pareció que su aspecto era todavía peor que antes. Desazonada, volvió a apagar la luz y se acercó a la ventana. Pensó, con humor sombrío, que sin duda no le quedaba sino esperar a la llegada de Douglas, para que le devolviese la confianza; y, sin embargo, durante toda la última semana había tenido que combatir amagos de profundo desagrado hacia él; pero sabía demasiado de cuestiones psicológicas como para no ignorar que era algo muy natural en una recién casada. O, para decirlo más exactamente, no había dejado por ver uno solo de los manuales de que se hallaba abundantemente equipada, tomando al azar frases y párrafos que le parecían adecuarse a su situación, para aplicarlas a la totalidad de las mujeres. Nada era tan paradójico en su situación como el hecho de que, a pesar de insistir en ser única, individual, y en definitiva distinta de cualquier otra persona, sólo pudiese sentirse confortada en sus problemas por generalidades del tipo de: todo el mundo siente esto o lo otro; o: es muy natural que se experimente tal cosa.
Apoyada en el antepecho de la ventana, trató de pensar que se hallaba sola y que podía discurrir claramente, estado por el que, al parecer, llevaba semanas suspirando. Pero estaba trémula de irritación; no podía permanecer quieta. Alcanzó una silla, se sentó, e intentó relajarse. A su espalda, las dos pequeñas habitaciones estaban en la penumbra y los contornos de los muebles apenas esbozaban una sombra pálida, cruzada continuamente por los haces de luz que llegaban de la calle. Bajo sus pies, el delgado pavimento crujía y resonaba con pasos procedentes del otro lado de la pared. Arriba, nuevas pisadas hacían vibrar el techo. Se dio cuenta de que se hallaba intensamente concentrada en todos esos sonidos, y que intentaba aislarlos, para hacerlos inofensivos. Los apartó del pensamiento y miró hacia afuera.
La pequeña y destartalada ciudad colonial había sido absorbida por una luminosa oscuridad. El espejismo de un bloque de pisos se levantaba como un acantilado sobre el mar, y la cornisa de un tejado parecía un codo anchísimo que casi tapase las estrellas. Bajo aquel paisaje aéreo con luna, cielo, tejados y copas de árboles, corrían las calles, bajas e indistintas, las luces de los coches resiguiéndolas lentamente entre los amarillentos hitos del alumbrado callejero. Penachos de humo en que el polvo se mezclaba con el aroma rancio de las flores del parque distante unos cien metros flotaban hacia la parte posterior del edificio, donde se combinarían con los olores, más pesados y complejos, de los arrabales, de la vida de los criados indígenas, llena, rebosante de ruidos, risas y música. Ecos de cantos le llegaban de atrás, de los barrios donde se hacinaban los nativos; y aquella musiquilla viva fluía en la oscuridad uniéndose al zumbido sonoro e insistente que percibía en el baldío frontero. Acababan de llegar las atracciones, y sobre la hierba rala y polvorienta, que bajo la luz despiadada de cien enormes focos aparecía amarilla, se levantaban columpios y tiovivos, y una enorme noria llena de luces. Una vez al año llegaba la feria a la ciudad, siguiendo su recorrido de varias pequeñas ciudades del sur de África, y durante algunas horas ponía brillos y música estridente en la oscuridad de la noche.
La gran rueda giraba lentamente, como una cadena de luces que se confundiese con las lámparas de Orion y la Cruz del Sur. Martha reclinó en la pared la cabeza, aún mojada y motivo de incomodidad, y miró fijamente la noria, cuyo girar comenzaba a calmarla. Poco a poco se apaciguó, y casi le pareció posible recuperar cierto respeto por su persona. Intentó convencerse de que, en el fondo, todo era muy sencillo. Que su matrimonio era una alocada equivocación, el mismo Douglas tenía que haberlo comprendido. Pues, si se puede hablar de humildad al describir este tipo de emoción, Martha se sentía realmente humilde pensando que ambos se habían embarcado en un acto de locura que una simple decisión podía revocar. Ni su personalidad ni la de él tenían nada que ver con ello. Todo aquel desdichado asunto no tenía absolutamente nada que ver con lo que realmente sentían ella o Douglas. ¿O acaso pensaba él otra cosa?
En aquel momento, el impulso que tendía a reunirlos, iniciado cuando se conocieron, y que le había impedido a ella decir que no durante todo el proceso, parecía haberse roto. Pensó que le sería fácil decirle a Douglas, en cuanto entrase en la habitación, que debían separarse inmediatamente; y que él estaría de acuerdo. Puesto que también él compartía su punto de vista de que la ceremonia sólo era un ritual encaminado a conseguir la aprobación de la sociedad, seguramente también consideraría el divorcio en esos términos.
Estos eran sus pensamientos, mientras con los ojos seguía hipnóticamente las vueltas de la gran rueda. En el fondo de su mente, sin embargo, conservaba algunos recuerdos desagradables. Stella desternillándose de risa mientras contaba —y su marido reía con ella— cómo el día siguiente a su boda había decidido volver con su madre, porque había pensado que no le gustaba nada estar casada, y mucho menos con Andrew…, y después de algunos meses de matrimonio, Stella consideraba, al parecer, que aquel estado de ánimo no pasaba de ser un chiste. El hecho de que sus sentimientos actuales pudiesen ser los de todo el mundo la agotaba. Siempre apoyada en la ventana, sintiendo como el cansancio la invadía semejante a una nota muy alta y sostenida de violín que mantuviese la tensión mientras el cuerpo de la melodía iba creciendo como una ola. Las extremidades le pesaban tanto, que le costaba mantenerse en la silla; mientras tanto, su pensamiento, como un espacio brillante y abierto sobre un oscuro edificio, seguía palpitando activamente. La imagen clara y diminuta de Stella, riéndose de su experiencia, fue sucedida por otra: Binkie, enorme, gordo, pesado, bailando grotescamente con el mono en el césped del hotel; se vio a sí misma riendo de la escena, cogida del brazo de Douglas. Finalmente vio una pequeña flor amarilla, al borde mismo de las cataratas, empapada de rocío, sacudida en sus mismas raíces, como una bandera en medio de la galerna, y que recobraba su forma perfecta, estrellada, en cuanto el viento cambiaba de dirección. No podía recordar si efectivamente había visto aquella flor. Le asustaba pensar que no, y sin embargo también en ello encontraba algo consolador. Intentó, una y otra vez, precisar el momento en que la había visto; pero el esfuerzo le ocluyó la mente, como si se hubiese invertido un interruptor. En ese momento le llegó, con un movimiento que rezumaba lenta tristeza, la música del parque de atracciones. Comprendió que rememoraba con reproche el desenfrenado alborozo de los cuatro días anteriores…, la nostalgia le invadía al ritmo de la música, falsa y vulgar. Y, pese a todo, la verdad era que había odiado todos y cada uno de aquellos instantes. Se sublevó de pronto, lúcida: aquello era una mentira que no podía tolerar. Se puso en pie y, apelando al sentido común, se dijo que lo que necesitaba era una noche de sueño reparador.
La puerta se abrió de golpe, luego se encendieron las luces y un hombre joven y alegre se le acercó, la abrazó y, estrechándola contra sí, dijo:
—Ah, Matty, por fin solos y en casa, ¡ya empezaba a ser hora!
Y le dio un beso en la mejilla, lleno de afecto, la devolvió a su asiento y él se quedó en pie, frotándose, lleno de gozo, las manos. Luego, como si algo le hubiese sorprendido, la duda se llevó su amplia sonrisa:
—Pero, Matty, ¿qué has hecho? —dijo.
—Me he cortado el pelo. Pero no lo mires ahora; verás como por la mañana está bien —dijo volviéndose rápidamente.
Por lo que pudiera ser, Douglas respondió:
—Ah, un cambio de peinado, ¿no?
Y de nuevo se frotó las manos, contento. Martha se dio cuenta de que consideraba el arreglo una deferencia hacia él.
—Siento haber vuelto tarde, pero tropecé con algunos de los muchachos y no he podido escaparme. Hubo que celebrarlo.
Casi se sintió enfadada, por su mirada de posesión; pero pudo más la vanidad. Por su manera de mirarla, de frotarse las manos, supo que le habían vuelto a felicitar por su adquisición; y, recordándose que la lisonja podía no tener relación con su verdadera persona, no podía dejar de sentirse menos torpe, más atractiva.
—Creen que he tenido muchísima suerte… —anunció, y, recordando las escenas con los compañeros, en el bar, apareció en su cara una expresión embarazosa, de orgullo.
Volvió a tomarla en los brazos y la apretó fuertemente al tiempo que exclamaba:
—¡Y cuánta, pero cuánta razón llevan!
Luego, manteniéndola todavía abrazada, pero ya sin fuerza, porque estaba pensando en ellos y no en Martha, empezó a contarle, con total camaradería, compartiendo su gozo con ella, algunas de las cosas que habían dicho. Al principio, Martha, en parte ansiosa, en parte encantada, le animaba a continuar:
—¿Y qué más? ¿Qué otras cosas dijeron?
Pero luego se apartó bruscamente, molesta, abochornada:
—Pues no le encuentro ninguna gracia, me parece asqueroso.
Toda pudor, le volvió la espalda; Douglas la miró, entre avergonzado y travieso, y por fin dijo:
—Pero, Matty, por Dios, no es para hacer una escena…
Martha se desnudó en silencio, tirando en todas direcciones el vestido azul, las bragas, la combinación. Y, desnuda ya, se quedó en pie; pero, visto su estado de ánimo, no cabía pensar en un acto de coquetería.
Sin embargo, para Douglas, aquello no era tan evidente. Desnuda, y aunque enfadada, le pareció propiciar el perdón. Tras desvestirse a su vez, se echó en la cama y le hizo sitio en ella. Martha, aún ceñuda, se tendió castamente junto a él; el enojo ponía el acostarse desnudos en la cama al mismo nivel que estar sentados ante la mesa del desayuno. A Martha le irritó que él no pareciese comprenderlo así. A punto de darse media vuelta y apartarse de Douglas, el instinto de complacerle hizo que se volviese hacia él. Se encontraba allí, junto a aquel hombre joven, por amor; el amor parecía ser la clave de todo lo bueno: como un espejismo contemplado a través de las puertas doradas de la sexualidad. Si el amor no era verdad, nada lo era: las creencias de toda una generación resultaban ilusorias. Se amaron. Se hallaba demasiado cansada para persuadirse de que no había sentido absolutamente nada. La cabeza le martilleaba, estaba exhausta.
—Dios mío, estoy cansadísimo, Matty —dijo Douglas, según se apartaba de ella. Y luego, con un bostezo de satisfacción, preguntó—: ¿Cuántas horas habremos dormido en estos últimos quince días?
Ella nada contestó. Su lealtad hacia el amor le obligaba a pretender que no estaba desilusionada, y que —en aquel instante en que se sentía enferma de repugnancia— no le encontraba repulsivo. La imagen del amante que la sociedad ofrece a las mujeres, y que ellas fomentan tanto tiempo, ya se había desprendido de Douglas, como el respaldo de un dibujo estarcido que se somete al agua. Gracias a que el dibujo permanecía intacto, sin daños, le era posible mantener su benevolencia. Era eso, precisamente, lo que permitía a tantos matrimonios subsistir en términos de paz y amistad.
Le escuchó, sonriendo maternalmente, mientras él calculaba en voz alta cuántas horas habían dormido, operación que le llevó varios minutos: le gustaba ser concienzudo.
—¿Te das cuenta de que nuestro promedio de sueño, durante las últimas seis semanas, no habrá pasado de tres horas por día? —preguntó orgulloso.
—¿Es horroroso, verdad? —aceptó Martha en el mismo tono.
Tras una pausa, continuó él:
—¿Verdad que ha sido estupendo, Matty?
Ella afirmó entusiasmada que sí, que lo había sido. Y, al mismo tiempo, le miró con incredulidad, para asegurarse de que estaba bromeando. Pero Douglas le sonreía en la penumbra. Sencillamente, no podía comprender que la satisfacción y placer de él se basasen menos en ella que en la opinión que su matrimonio merecía a los demás.
Desilusionado por su silencio, Douglas, tozudo, insistió:
—¿Verdad que todos se han portado estupendamente con nosotros, Matty? ¿A que sí? Ha sido un comienzo extraordinario.
Ella se lo confirmó con todo entusiasmo. Pero ahora Douglas estaba alertado, notaba su preocupación, y súbitamente le preguntó:
—¿Has ido al médico? ¿Qué te ha dicho?
—Oh, no gran cosa —dijo ella, adormecida y de mal humor—. No parece saber mucho más que nosotros, aunque representa tremendamente bien el papel de médico eminente.
Esto Douglas no podía aceptarlo:
—Es muy bueno, Matty…, de verdad.
Acicatados sus sentimientos maternales por la ansiedad de Douglas, en seguida le aseguró que había sido muy amable, y que le había encontrado agradable en extremo.
—Bueno, eso está mejor. Con él no tienes por qué preocuparte —se detuvo—. Bien, ¿qué te ha recomendado? Esos trastos son un engorro, están bien para los solteros pero… —rió fuerte.
—Me contó un chiste sobre esto.
—¿Qué chiste?
Martha lo repitió.
—Es un tipo extraordinario el doctor Stern, ¿verdad, Matty?
Martha dudó. No quería, tampoco, ponerse a pensar sobre la mecánica del control de natalidad, que, de pronto, le parecía repugnante. Pero, como desde el principio había resuelto ser eficiente por orgullo, mantenerse alegre y realista, no podía decirle cómo aborrecía lo de las cremas y los pedazos de goma que a partir de entonces iban a acompañar lo que el doctor Stern había llamado su vida amorosa —como si ésta fuera algo distinto de la vida en sí—, no podía decirle, aunque de momento era totalmente cierto, que hubiera deseado ser como las mujeres nativas, y esperar un niño cada año. Deseaba, al menos, que todo aquello no se convirtiese en una mera broma. También hubiera querido llorar sin ningún freno; era, todo, demasiado irrazonable.
De repente Douglas comentó:
—Ahora no hemos tomado ninguna precaución. ¿No te parece un poco loco, Matty?
—Oh, no te preocupes —se apresuró a responderle, sin ganas de dejar la cama.
Pensaba que no había motivo de preocupación, porque el acto había sido lo que el doctor Stern llamaba «insatisfactorio», como si no se hubiera producido; y, ajena a él, y le parecía injusto, si no antinatural, que de él pudiese engendrarse un niño.
—Quizá sería mejor que te levantases y fueses al baño —apuntó él, un tanto inquieto.
—Según los textos —respondió, con una rabia contenida de la que fue la primera en sorprenderse—, esos dragoncitos tuyos reptan a tal velocidad, que ahora ya debe ser demasiado tarde.
—Bueno, pero quizá sea mejor que nada —apremió él.
—¡Oh, déjalo!, estoy demasiado cansada para levantarme —exclamó irritada—. Y, además —añadió con firmeza—, no pienso tener hijos durante algunos años. Sería estúpido, ahora que se acerca la guerra.
—Verás, Matty… —pero no halló palabras que oponer a esa actitud irracional—. De cualquier modo —prosiguió con firmeza— es la última vez que confiamos en la buena suerte. La verdad es que hemos estado haciendo muchas tonterías. No es la primera vez.
—Oh, no te preocupes, no pasará nada —le dijo, complaciente, bastante segura en su convicción, compartida afortunadamente por cuantas mujeres que jamás han quedado embarazadas, de que la concepción, como la muerte, es algo extraordinario que puede llegarles a otras, pero nunca a una misma.
—¿Le has dicho al médico lo de tus períodos? —insistió.
—¿Qué tenía que decirle? —preguntó, enojada, soltándose de su brazo para extenderse a su lado, pero sin tocarle.
—No sé, tú habías dicho que eran un poco irregulares.
—Oh, deja ya de atosigarme —lloriqueó, mortificada—. Según los textos, hay miles de mujeres que tienen períodos irregulares antes de concebir. No significa absolutamente nada.
—Pero, Matty, ¿por qué no quieres ser un poco razonable? —imploró él.
Permaneció callada. Nunca había sido más vivo el deseo de llorar. Pero eso la hubiese puesto a su merced y a explicarle cosas que ella misma no comprendía: aquella sensación, como de hallarse atrapada, enjaulada. Dos semanas antes su cuerpo todavía era suyo, libre, algo con lo que podía contar. No se hubiera dignado preocuparse, ni tan siquiera considerar, un período más abundante, o quizá su misma ausencia. Ahora, en cambio, su preciada intimidad, su independencia, rescatada tan tardíamente a las cautelosas indagaciones de su madre, se veía amenazada por la impertinencia de un extraño.
—Matty —insistió él—, ¿no crees que es irresponsable lo que haces?
—Estoy tan cansada, que podría ponerme a gritar —rezongó desafiante.
Silencio. La música que llegaba del terreno baldío penetraba en la habitación con un palpitar sordo. La gran noria resplandeciente de luz continuaba su lento girar. «Como un maldito anillo de boda», pensó, exasperada, dejándose llevar por la desesperación, ya que no podía llorar libremente.
—Espero que por la mañana estés de mejor humor —dijo Douglas fríamente, tras una pausa.
Su mente comenzó a elucubrar puyas hirientes con la eficacia de una máquina tragaperras. Se sentía sorprendida por la violencia de algunas de las frases que le venían a la boca. Volvió con cautela la cabeza y, al verle la cara, cuya preocupación ponía de manifiesto la intermitencia regular de las luces, lo encontró muy joven: un muchacho nada más, y con toda la adustez de un chico. En un tono distinto comentó:
—El doctor Stern mencionó algo a propósito de tu estómago.
Él volvió rápidamente la cabeza.
—¿Qué te ha contado? —dijo, a la defensiva.
—Nada…, sólo lo mencionó. ¿Por qué no me lo habías dicho?
—Oh…, no sé…
Aquel orgullo, que intentaba esconder una debilidad, le agradó. Martha avanzó la mano y la descansó en su brazo, por encima del codo, que se contrajo antes de ceder.
—Tengo una úlcera, nada importante… Cuando me duele, tengo que moderarme.
No pudo refrenar un impulso de disgusto ante la idea de la úlcera; pero, luego, sintió compasión.
—Creía que con las úlceras había que seguir un régimen especial.
—Oh, no te preocupes. —Y añadió, arrepentido—: Cuando la noto, suprimo las grasas.
—Eres muy joven para tener una úlcera —dijo por fin.
Y luego, pensando que la frase parecía una crítica, apretó con más fuerza su carne dura y cálida. Pero lo notó laxo. Se había dormido y respiraba profundamente.