Capítulo 41

A las ocho y media de la tarde de aquel domingo, Dafne estaba pisando casi sin resuello el último peldaño de la escalera que conducía a la octava planta del hospital, donde se encontraría por primera vez a solas con Roberto. Ocho pisos que hubiera subido sin esfuerzo si tratase de vencer su fobia a los ascensores, tal y como le aconsejaban todos.

Pero el miedo no se vence a voluntad, ni siquiera cuando tratamos de convencernos de que no hay otro camino que quererlo para poder romper las cadenas que nos atan a nuestros propios fantasmas. Y Dafne no tenía la más mínima esperanza en que ella pudiera liberarse de los suyos, por mucho que lo quisiera. Es más, ni siquiera sabía si lo quería de verdad. Sus miedos eran suyos. Y con ellos había que quererla.

No obstante, aunque el terror a los ascensores fuese algo contra lo que se negaba a luchar, aquella tarde trató con todas sus fuerzas de superar otro desafío, otro imposible que le producía la misma o parecida tensión: tenía que subir sola a ver a Roberto. У así lo hizo.

Había quedado con Paula en la puerta de su casa para que la acompañase. Sin embargo, al llegar al hospital lo pensó mejor y le pidió a su prima que la esperase en la calle.

Empezó a subir con la mejor de las predisposiciones. Cada escalón suponía un paso más hacia el momento en que se enfrentaría definitivamente con la verdad. Pero no había llegado aún al último tramo cuando ya se había arrepentido de haberle dicho a su prima que se quedase abajo. Por mucho empeño que quisiera ponerle, y lo quería con toda su alma, si volvía a bloquearse como la tarde anterior, no tendría quién la sacase del aprieto.

Al llegar al vestíbulo de la octava planta, permaneció durante unos segundos con la puerta de la escalera entornada, tratando de aclarar sus ideas mientras recobraba el aliento, dudando entre volver a bajar o dirigirse hacia el pasillo de las habitaciones.

Todavía no se había decidido cuando vio acercarse al gemelo que siempre le guiñaba un ojo. Llevaba las manos en los bolsillos y una gorra de béisbol con la visera hacia atrás.

—¿Qué pasa, flaca? ¿Vienes o vas?

Dafne se puso derecha y tomó aire antes de responderle.

—Vengo. Y no vuelvas a llamarme flaca, ese no es mi nombre.

—Ya lo sé. Tu nombre es tan bonito como tú. Por cierto, yo me llamo César, aunque casi todos me dicen Zamora.

—¿Y tú por qué sabes mi nombre?

—Porque sí. Aunque yo prefiero llamarte flaca. ¿O prefieres cariño?

—Yo ya tengo quien me llame cariño, gracias.

—Me imaginaba que terminaría siendo así. Aunque tenía que intentarlo por si acaso. ¿No te parece?

—¿Que te imaginabas qué?

—Bueno, más que imaginar, casi casi podría haberlo asegurado. Ya oíste a mi hermano ayer. Nosotros sabemos más de lo que tu prima y tú os creéis.

—¿Qué sabes? ¡Suéltalo ya, joder! ¡Ya te vale con querer hacerte el interesante!

César había llamado al ascensor. Lo había dejado pasar un par de veces mientras hablaban, hasta que, en un momento determinado, cuando vio que llegaba vacío, sujetó las puertas. Antes de que Dafne pudiera reaccionar, se acercó a su oreja de la misma forma que la tarde anterior y volvió a decirle flaca en voz baja. Después se metió en la cabina y le guiñó un ojo mientras desaparecía detrás de las puertas correderas.

Era la segunda vez que los gemelos presumían de saber algo que parecía tener que ver con ellas. Dafne se sentía tan vulnerable que otra vez estuvo a punto de volver por donde había venido.

Pero no podía dejar las cosas a medias. Tenía que enfrentarse a uno de los fantasmas que más le preocupaban de todos los que había conseguido acumular en los últimos meses. Esta vez no podía echarse atrás. No saldría de la habitación número ocho sin haberle contado a Roberto lo que había ido a contarle.