Capítulo 39
Cuando regresó del hospital, su madre la esperaba con cara de pocos amigos y con la escopeta cargada. Se examinaba el lunes de tres asignaturas y no había tocado los libros en todo el sábado.
La bronca no tuvo nada que envidiarle a las del resto del verano. En un solo segundo, se evaporó el recuerdo de las risas que las habían unido el día anterior, mientras disfrutaban la una de la otra junto a su prima Paula y a su tía, como si fuera hija única. Un segundo nada más para volver a sentirse el bicho raro de la familia, la irresponsable que lo único que tiene en común con su madre es la preocupación por los exámenes de septiembre. En su caso, la falta de preocupación, y en el de su madre, la falsa esperanza de que todavía no estuviera todo perdido.
Y estaba claro que ya no podía recuperarse nada, ni los exámenes, ni la posibilidad de conseguir que algún día Roberto se fijase en ella en lugar de empeñarse en Cristina, ni el tiempo, que se había evaporado como el agua cuando se deja en una cazuela en el fuego.
Y es que hay cosas que no esperan al día siguiente. Se van acumulando en el cesto de las cosas por hacer y acaban olvidadas y cubiertas de polvo.
Su madre había tratado de hacerle entender que no siempre es posible recuperar al día siguiente lo que no se ha hecho hoy. Había colocado los libros uno sobre otro para que se los encontrase así cuando volviese a casa. Una torre de ladrillos a punto de desplomarse al menor contratiempo.
Hasta que no vio aquella pila de libros, no reparó en que ya se había acabado el verano. Todo el verano.
El tan repetido «tengo mucho tiempo por delante» se había transformado en una sensación de manos vacías que no había forma de remontar.
Había tenido más de dos meses para preparar las últimas evaluaciones de siete asignaturas. No era demasiada materia, las habría recuperado si hubiese estudiado. Quizá no todas, pero sí las suficientes como para no tener que repetir curso.
Sin embargo, había sido incapaz de mirar a largo plazo, y ahora se enfrentaba a la certeza de que había perdido aquellos dos meses y medio.
No sabía cómo superar aquella sensación de fracaso que se volvió contra su madre y contra los libros que le esperaban encima de la mesa como una acusación.
En lugar de agachar la cabeza, y admitir el error, se enzarzó con Teresa en una de sus broncas. Nada más entrar en el salón, señaló los libros y miró a su madre con un gesto de desprecio.
—¿Qué mierda se supone que es esto?
—Tú sabrás. No soy yo la que tiene que examinarse pasado mañana. ¿Dónde has estado? ¿A quién le has pedido permiso para salir?
Dafne había aprovechado que su madre había preparado una de sus tardes de cine para quedar con Paula e ir al hospital. Pero no contaba con que Teresa había cambiado de planes en el último momento y regresó a casa antes de lo que Dafne había calculado.
—¿Y a ti qué te importa?
—¿Cómo no me va a importar? Te estás jugando el curso. ¿Es que no te das cuenta?
—¡Tú sí que no te das cuenta de nada! ¡Nunca te ha importado lo que me pasa! ¡Estoy harta! ¡Harta! ¡Harta! ¡Harta!
Y comenzó a llorar mientras gritaba dándose golpes en la cabeza.
—¡No puedo más! ¿Por qué me tiene que pasar todo siempre a mí? ¿Por qué? ¡No es justo! ¡Todos os habéis vuelto contra mí!
Teresa trató de acercarse para calmarla, pero antes de que lo pudiera evitar, Dafne tiró al suelo los libros con toda la furia que pudo descargar en un puñetazo.
—¡No tienes ni idea de lo que estoy pasando, joder! ¡Me va a estallar la cabeza! ¡Déjame en paz! ¡Quiero morirme!
El mundo entero tenía la culpa de que hubiera pasado el verano encerrada. Ella sólo era una víctima de las manías de los profesores y de la presión a la que la había sometido su madre para que estudiase.
La vida le resultaba tan injusta que no podía admitir ninguna responsabilidad en lo que le estaba sucediendo. Ni en los suspensos, ni en su comportamiento con Teresa en los últimos tiempos, ni en la mentira en la que había vivido desde hacía meses, ni en no haber sabido evitar que la historia con Roberto le hubiera estallado en la cara.
Para todo encontraba una explicación que darse a sí misma.
Si le había faltado el respeto a su madre era porque ella no la comprendía. Si había suspendido siete evaluaciones era porque no podía soportar las injusticias del colegio. Si no había aprendido nada con la profesora particular era porque no había sabido enseñarle. Y si la farsa que había montado para atraer al Rata había salido mal era porque se había metido por el medio un desconocido que lo había estropeado todo.
No tenía la culpa de que todos se hubiesen puesto de acuerdo para volverse en su contra. La rabia no la dejaba ver otra cosa que enemigos por todas partes. Ni un solo error que pudiera achacársele a ella.
—¡La vida es una mierda!
Teresa trató de ayudarla. Pero mientras más dulcemente le hablaba su madre, más se encerraba ella en su furia.
—Tienes que mirar dentro de ti misma. Es ahí donde está el problema, no en los demás.
—¡Déjame en paz!
—Pero, hija, no lo comprendes, no puedes convertirlo todo en una tragedia.
—¡Que me dejes, joder!
No hizo ni un solo gesto de acercamiento para tratar de entender lo que Teresa le decía. Ni una palabra que pudiera interpretarse como un sencillo mea culpa, ni una actitud que pudiera confundirse con una señal de arrepentimiento. Nada que mostrase la sensación de vacío que empezaba a pesarle como una piedra. Únicamente gritos, llantos y acusaciones. Y una distancia cada vez más grande con el resto del mundo.
Delante de Teresa mantuvo hasta el último momento la postura de la víctima con la que se ceban todos los males de la tierra, no podía hacer otra cosa.
Pero la frustración y la sensación de culpa fueron en aumento cuando, después del último «déjame» que le dirigió a su madre, se encerró en su habitación y se encontró sola en la cama.
No sólo tenía la casi total seguridad de que en un par de semanas comenzaría las clases en el mismo aula que el curso anterior, lo que suponía separarse de Paula y volver a pertenecer al grupo de pequeños, a quienes ahora ella consideraba unos pipas que sólo sabían jugar con los móviles y con los mp3, sino que ni siquiera había conseguido que Roberto la conociera, aunque sólo fuera por dentro, a través de las cosas que le había dicho a su impostor.
Todo el verano perdido para nada. O mejor dicho, para darse cuenta de que, por mucho que queramos evitarlo, el tiempo corre siempre en contra.
Y para colmo, la historia de El que faltaba por aquí no hacía más que complicarse. El gemelo que discutía con Paula las había acompañado hasta la plaza tratando de congraciarse con ellas. Les había contado que había salido una noticia en la televisión sobre una red de pederastas que captaban a sus víctimas en internet. La televisión había dicho que los pederastas se ganaban la confianza de los chicos poco a poco, y que terminaban averiguando todo sobre ellos. La ciudad en la que vivían, su dirección, y los datos sobre los miembros de su familia; y lo que era más importante, las razones que podrían utilizar para someterlos a un chantaje para que acudieran a sus citas.
Dafne no quería ni pensar que ella ya le había proporcionado a El que faltaba por aquí casi todos esos datos. Y los que no le había dado ella, los había averiguado Dios sabe cómo. Incluso conocía el pueblo de los abuelos, y se había ocupado de demostrarle que, igual que había ido hasta allí, podría cumplir su amenaza de llamar a Teresa.
Paula había sugerido que acudiesen a la policía, pero eso sería agravar el problema. Su madre no podía enterarse de aquella historia. Había utilizado el ordenador de sus hermanas a pesar de que ella se lo había prohibido expresamente. Le había cogido el móvil para hablar con él sin tomar precauciones de que no pudiera quedarse con su número de teléfono.
Y había utilizado el nombre de Cristina, sus books, y las fotos antiguas de su familia para subirlas al facebook. No. Su madre no podía saber nada de eso. Dafne lo sabía, y el impostor también.
Estaba tan aterrorizada que ni siquiera se atrevía a meterse en internet para ver si había enviado un nuevo comentario, o para intentar quitar las fotos. No sabía qué hacer. Las ideas le bailaban en la cabeza fuera de control. La sensación de que tenía todos los frentes abiertos al mismo tiempo agudizaba su sentimiento de fracaso. Su madre, los exámenes, Roberto, el que le había suplantado, y Cristina, que volvía al cabo de dos días. Las cosas no podían estar peor.