Capítulo 38

Aún no se había recuperado del esfuerzo de subir las escaleras, y a medida que avanzaban por el pasillo, y pasaban por delante de los cuartos que precedían al de Roberto, le costaba más trabajo respirar.

No podía creer que fuera a verle.

Cuando llegaron a su habitación, los latidos se le salían por la boca, por la nariz y por todos los poros de la piel.

Detrás de aquella puerta la esperaba la persona que había ocupado su mente desde aquel maldito día en que pasó por debajo de su brazo.

En una sala de espera cercana, se encontraban varios chicos y chicas del grupo de mayores.

Dafne entró en la habitación detrás del gemelo que le guiñaba los ojos, seguida de Paula y del otro gemelo. El cuarto no era demasiado grande. El padre de Roberto había conseguido que no tuviese que compartirlo con ningún otro enfermo, pero había dos camas y dos mesillas de noche que se convertían en mesas auxiliares extendiendo unos rieles.

A Dafne le sorprendieron las dos camas vacías. Esperaba encontrar a Roberto tumbado, inmovilizado por las escayolas de las que habían hablado sus amigos y su hermano Kiko en la piscina.

Pero aquella misma mañana le habían quitado las vendas del pecho, la escayola del brazo y la que le llegaba hasta la ingle, y le habían sustituido la de la otra pierna por un vendaje. Dafne se topó de frente con él al entrar en la habitación, sentado en una silla en la que le habían colocado varias almohadas, dos alrededor de los brazos, una en la espalda y otra sobre una banqueta en la que apoyaba la pierna vendada. Él se quedó mirándola fijamente y le sonrió.

En el pasillo que formaban las dos camas, estaban sus abuelos y su madre.

Dafne se horrorizó al pensar que su primer encuentro con el Rata, después de todo lo que había pasado, se efectuaría ante aquella multitud. Pero la madre y los abuelos de Roberto abandonaron la habitación, aduciendo que había demasiada gente allí para el enfermo y que se bajaban a la cafetería a merendar algo.

El gemelo que discutía con Paula fue el primero en hablar, se llamaba Eduardo, pero todos lo conocían por «el Pichichi» debido a la habilidad para meter goles en los partidos de fútbol que le caracterizaba desde que era pequeño. Llevaba el pelo de punta y los pantalones caídos hasta la cadera.

—A ver qué te tienen que contar estas dos, que dicen que nos hemos hecho pasar por ti no sé dónde este verano.

Roberto no había dejado de mirar a Dafne desde que entró en la habitación. Sonreía como si todo aquello no tuviera nada que ver con él.

—No entiendo nada.

Dafne no podía hablar. Paula le dio unos pequeños golpes en un brazo, tratando de empujarla a decir cualquier cosa, pero su boca permanecía cerrada como si alguien o algo la obligara a callarse. Roberto seguía sonriendo.

—¿Me va a contar alguien qué pasa?

Al Pichichi se le habían subido los colores. Roberto no había escuchado su discusión con Paula, pero conocía muy bien a su amigo, sabía que tenía que haberse peleado con alguien.

—Bueno, ¿qué? ¿Qué es eso de que se han hecho pasar por mí este verano?

El Pichichi miró a las dos primas y se encogió de hombros. Nadie decía una palabra. Se miraban unos a otros como si cada cual cediera su turno al que tenía al lado, Dafne a Paula, Paula al Pichichi, y este a su hermano.

Roberto seguía sonriendo, como si todo aquello le divirtiese más que le intrigase o le irritase.

—¿Alguien se anima a decir algo?

El corazón de Dafne continuaba golpeándola tan fuerte que pensaba que los demás lo debían de estar oyendo.

Al contrario de lo que le pasaba normalmente, no le sudaban las manos ni se había puesto roja con aquella tensión, como le había sucedido al Pichichi, pero el párpado del ojo derecho le temblaba de tal manera que estaba completamente segura de que también tenían que verlo los que estaban en la habitación. Sobre todo Roberto, que no dejaba de mirarla fijamente a los ojos.

Paula levantó las cejas en un gesto de impaciencia, indicándole así que, llegados al punto en el que se encontraban, le tocaba llevar la batuta. Pero a Dafne le resultaba imposible. Seguía paralizada. Ni siquiera se atrevía a devolverle la mirada a Roberto. Al contrario, intentaba rehuirle escondiéndose detrás de su prima y del gemelo que había discutido con ella.

De no haber sido por Paula, que la empujó hacia delante hasta situarla justo enfrente de la banqueta donde el Rata reposaba su pierna vendada, no habría conseguido despegar los labios.

En aquel instante, se habría cambiado por cualquier persona que pasase por el pasillo del hospital, ya se tratase de una enfermera, de un familiar, o del más grave de los pacientes, aunque fuera en camilla camino del quirófano para que le operasen de la peor de las enfermedades. Pero sabía por experiencia que eso no sucedería. Que la tierra no podría tragársela, por mucho que lo deseara.

Y lo deseaba. Pero no hay escondite posible cuando la verdad empuja.

Ya no podía evitarlo más, tenía que hablar si no quería que Roberto la tomara por una idiota.

Tragó saliva. Le miró tratando de controlar la respiración y el temblor de su ojo derecho, y se atrevió a decirle.

—Venimos de parte de Dafne, soy su hermana.

Roberto volvió a mirarla a los ojos. Se le veía muy pálido, las ojeras se le marcaban hasta los pómulos, y el hueso de las cejas parecía más abultado que nunca. Había adelgazado.

Dafne retiró la mirada y señaló a Paula con un gesto de la mano.

—Esta es mi prima. Mi hermana nos ha encargado que averigüemos si algún amigo tuyo ha estado enviándole mensajes este verano como si fueras tú, utilizando el nick de El que faltaba por aquí.

Roberto no dejaba de mirarla ni de sonreír. Era una mirada parecida a la que ella creía que le dirigía a veces en el Chino. No parecía sorprendido, ni molesto, ni confuso, aunque simuló endurecer el tono de voz al preguntarle:

—¿Y por qué no ha venido ella para averiguarlo en persona?

—Está en Londres. Viene el lunes.

—Pues dile que no me gustan los recaderos. Que si quiere averiguar algo, que tenga lo que hay que tener y que venga ella misma el lunes a preguntármelo.

Dafne se dio la media vuelta. No podía soportar estar tan cerca de él. No podía controlar la respiración, ni el bombeo de su sangre, ni el latido del ojo derecho. Estaba claro que no debería haber ido a verle.

Antes de que Roberto pudiera decir nada más, cogió a Paula del brazo y salió con ella de la habitación al tiempo que contestaba.

—Vale.

Segundos después, en el pasillo que conducía hacia los ascensores, se cruzaron con el hermano de Roberto, quien las saludó como si las conociera de siempre. Llevaba un maletín en una mano y en la otra una bolsa de gimnasia. Eran las ocho y media de la tarde.

Paula se mordió la lengua hasta que llegaron al recibidor de los ascensores, donde se encontraba también la puerta que daba a las escaleras por las que había subido su prima.

—¿Pero tú eres tonta o qué, tía? ¿Para esto me has hecho venir? ¿No eras tú la que iba a contarle toda verdad aunque te costase la vida?

—No he podido, joder. ¿No has visto cómo me temblaba el ojo?

—¿Qué ojo?

—¡Este! ¡Mira cómo me tiembla! Se habrá pensado que soy una pipa y una pringada.

—Pues claro que se lo habrá pensado. Y de paso me has hecho quedar a mí como una imbécil. ¡No te tiembla nada! ¡Qué ojo ni qué mierda!

Y era cierto, aunque Dafne sentía el latido del ojo como si fuese un tic que tendría que apreciarse a simple vista, en realidad era más una sensación debida a su nerviosismo que un auténtico temblor que se apreciase desde fuera.

Paula la miraba sin poder dar crédito a lo que había pasado. Estaba a punto de apretar el botón de llamada del ascensor, cuando vio cómo se acercaban los gemelos desde el pasillo de las habitaciones. El que había discutido con ella se colocó a su lado.

—¡Qué prisa tenéis! Para mí que sabéis que habéis metido la pata y por eso salís corriendo.

Paula estiró el cuello y giró la cabeza hacia un lado, para dejarle muy claro que no quería escucharle ni hablar con él. Pero el Pichichi insistió.

—Yo que vosotras no me iría sin lo que habéis venido a buscar. Las dos primas se miraron sin decir nada. Acababa de llegar el ascensor y Paula estaba sujetando la puerta para que no se cerrase. El otro gemelo se colocó al lado de Dafne.

—Roberto quiere veros.

-oOo-

El segundo gemelo se llamaba César, aunque todos lo conocían por «el Zamora» debido a su habilidad como portero de fútbol. Siempre llevaba las manos en los bolsillos.

Desde que eran pequeños, su padre les había entrenado a su hermano y a él como si algún día pudieran llegar a futbolistas profesionales. A su hermano siempre le tocaba disparar el balón desde el punto de penalti, y a él pararlo en la portería. Casi nunca fallaba, y cuando lo hacía era porque su hermano había conseguido un efecto con el que podría engañar hasta al mejor cancerbero de la Liga de Campeones. De manera que no había equipo que pudiera vencerlos cuando les tocaba jugar juntos en el mismo bando.

También llevaba los pelos de punta, aunque no tanto como el Pichichi. Pelirrojos los dos, y con cara de no haber roto nunca un plato, ni una taza, ni un vaso. A los dos se les escurrían los pantalones por la cadera dejando al descubierto su ropa interior.

-oOo-

Paula y Dafne los siguieron otra vez hasta la habitación de Roberto. Ellas en el centro y, los gemelos, uno a cada lado. Ninguna dijo una palabra.

Delante de ellos, una auxiliar de enfermera empujaba un carro de comedor repleto de bandejas con tapas de aluminio que contenían las cenas de los enfermos.

El olor a desinfectantes, medicinas y alcohol, que a Dafne no le resultaba demasiado desagradable, se transformó de pronto en una mezcla de vapores de tortilla francesa, pescado hervido y sopa de verduras.

Dafne comenzó a sentir náuseas. No sabía qué le repelía más, aquel olor a comida insípida o el hecho de estar siguiendo a los dos hermanos sin haber emitido ni una simple protesta.

Tenía razón el gemelo que había discutido con su prima: habían metido la pata. Y la idea de que Roberto pudiera someterlas a un interrogatorio, después de haber recapacitado sobre su extraña visita, la ponía tan nerviosa que estaba a punto de marearse. A estas alturas debía de pensar que era una niñata que no sabía ni hablar.

Cuando llegaron a la habitación, encontraron a Roberto frente a una de las mesillas auxiliares, en la que, en lugar de la bandeja con la tortilla, el pescado y la sopa, había un portátil abierto.

La bandeja que le acababan de servir esperaba en la mesilla que le correspondía a la cama vacía, con la comida cubierta por la tapa de aluminio abombada.

Casi sin levantar los ojos de la pantalla, el Rata les soltó a bocajarro:

—En este ordenador no ha entrado nadie más que yo. Ha estado apagado desde que ingresé en el hospital hasta hace cinco minutos, que me lo ha traído mi hermano. Nadie sabe la contraseña ni la ha sabido nunca. ¿Os ha contado Dafne qué es eso que me tenía que decir tan importante?

Las dos primas se miraron desconcertadas. Roberto giró el portátil hacia ellas y les enseñó la pantalla, donde se podían leer los últimos comentarios de El que faltaba por aquí en el muro de «Gasolina sin plomo».

Después se dirigió a Dafne y la miró a los ojos de la misma forma que la había mirado desde que entró en la habitación por primera vez, como si buscase algo en ellos. No parecía molesto, pero se le había borrado la sonrisa que había mantenido hasta entonces.

—Dile a Dafne que tiene que buscar por otra parte. Ni mis amigos, ni mi hermano, ni yo, tenemos nada que ver con esto.

Y dile también que utilice una clave que no pueda averiguarse con un simple programa.

Paula y Dafne se miraron desconcertadas. Antes de que pudieran decir nada, Roberto continuó hablando con los ojos clavados en los de Dafne.

—Ah, y otra cosa. La próxima vez que alguien pregunte por ella en el Chino, os aconsejo que os escondáis mejor. Se me olvidó decíroslo antes.