Capítulo 35
Roberto se había despertado aquel sábado con ganas de recuperar su vida. Nada más tomarse el desayuno que le llevó la auxiliar de enfermera, unas galletas que no sabían a nada, y un vaso de leche sin el menor rastro de cacao, le pidió a su madre el teléfono móvil y llamó a su hermano.
—¿Qué pasa tronco? ¿Hoy no vienes a verme o qué?
Kiko le respondió con la voz pastosa, reprimiendo un «todavía no me he levantado, a ver si te enteras de que a estas horas no se llama a nadie y mucho menos estando de vacaciones», que sustituyó por un «¿qué hora es?», para evitar empezar el día discutiendo.
Roberto le hablaba como si todo el mundo tuviera que levantarse a la misma hora que él. Como si la vida tuviese que empezar cuando él la empezaba, y acabar cuando él la acababa.
—Son las ocho y media, colega. Hora de que te levantes y me traigas el portátil y el teléfono móvil con el cargador.
—¿Y para eso me despiertas, macho? ¿No me lo podías pedir a una hora decente?
—Pues no. No pienso desperdiciar el primer día que la boca no me sabe a lata sin hacer absolutamente nada. ¡Venga, chaval! Levanta el culo y tráeme el ordenador.
—Pero si sólo tienes una mano… ¿Cómo piensas escribir, imbécil?
—Para cualquier cosa que yo tenga que hacer, me basta y me sobra con una mano. ¡Vamos! ¡Ponte las pilas y vente para el hospital cagando leches. Que ya has dormido más de la cuenta!
—¡Tu puta madre!
—Que es la tuya.
—Pues eso. Vete a tomar por culo.
Kiko desconectó su móvil y volvió a taparse con las sábanas. No había nada que le molestase más que le despertasen con prisas o con estridencias. Cualquier grito, timbre o chirrido que se adelantara a la hora en la que tenía previsto levantarse —y cuando estaba de vacaciones era únicamente cuando se despertase, porque ya había dormido un siglo— le ponía de mal humor. Vale que su hermano había salido de un accidente que pudo costarle la vida. Vale que todos pasaron mucho más miedo del que ninguno quería reconocer. Él mismo había sentido tanto terror que cuando llegaba a casa ni siquiera se atrevía a pisar el cuarto de Roberto; ni a utilizar su maquinilla ni su espuma de afeitar; ni a ponerse las deportivas que a veces le cogía sin que él se diera cuenta, y volvía a dejar en su armario antes de que regresara; ni su gorra de visera; ni su cazadora del siete; ni nada de lo que él guardaba, a veces incluso bajo llave, como si con sólo mirarlo se lo fueran a estropear. La idea de que aquellas cosas podían quedarse sin dueño le ponía la piel de gallina. Sí. Había sido horrible, lo más horrible que había vivido nunca hasta ahora. Y vale que no hubiera soportado mucho tiempo más aquella sensación de que no podía hacer nada, excepto rezar, como le decía su madre algunas noches, cuando volvía a casa después de haber permanecido días enteros en la antesala de la UVI. Y había rezado. Desde luego que había rezado. Más que nunca en toda su vida. Más incluso que cuando se preparaba para la primera comunión. Le había pedido a Dios con todas sus fuerzas que no consintiera que su familia pasara por más angustias. Que los dejase ya, que no apretase tan fuerte, porque estaban a punto de ahogarse. Vale. Sí. Vale que había sido horrible. Pero lo que no vale es que ahora él se crea que los demás vamos a estornudar cuando él se resfríe. Eso no vale. No señor. Y mucho menos a las ocho de la mañana. Como si no supiera que las vacaciones son para dormir, y que eso es lo más sagrado. Pero claro que lo sabe, lo sabe muy bien, porque él no se ha levantado en vacaciones antes de las doce de la mañana en toda su vida. Por eso no ha llamado a los gemelos, porque ellos ni siquiera le hubieran cogido el teléfono. Pero a ellos no quiere molestarlos, claro, ellos estarán durmiendo ahora tranquilamente, en su cuarto que imita el camarote de un barco, forrado de madera por todas partes, y con una cama encima de la otra. Con las persianas subidas o completamente a oscuras, dependiendo de a cuál de los dos le haya tocado elegir. Había tantos juguetes en aquella habitación que parecía imposible que hubieran jugado con todos. Pero sí lo habían hecho. Y el caso es que cada uno sabía perfectamente de quién era cada velero, cada coche de carreras, cada moto, y cada juego de la consola. Hacía tiempo que su madre andaba detrás de que regalasen los más antiguos, decía que ya no tenían edad de jugar con la mayoría y que podrían hacer felices a muchos otros chicos, pero los gemelos se resistían a desprenderse de ninguno, todos les traían recuerdos de un cumpleaños, de unos reyes, o de un sobresaliente. Para eso sí que eran idénticos. Para otras cosas no. Como para las preferencias entre las matemáticas y la literatura, o entre los videojuegos de fútbol o los de tíos duros que atemorizan a toda una ciudad. Pero en cuestión de sentimientos los dos eran unos tolis. Aunque eso sí, gamberros y malos estudiantes como pocos, pero con la suerte de que podían darse la panzada el día antes del examen para sacar buenas notas; ni guapos ni feos, pero con una potra tremenda para quedarse con las tías más potentes; listos, imaginativos y simpáticos, pero sobre todo capaces de meterse y de salir de cualquier lío como el que entra y sale de su casa. En más de una ocasión, sus padres habían tenido que ir a por ellos a comisaría. Como cuando les dio por los graffiti, y se dedicaron a pintar todas las vallas que encontraban, incluso las de las cocheras del metro. ¡Menuda se armó con aquella movida! Acabaron todos en la Fiscalía de Menores, acusados de atentar contra la propiedad municipal. Roberto también participó. Su padre le castigó sin paga durante cuatro fines de semana seguidos. Se creía que así evitaría que se comprase los espráis. Pero no le sirvió de nada, porque, como buen grafitero, conocía multitud de alternativas. Rotuladores, pintura plástica, tizas, velas, destornilladores para chapas, piedras, bujías y fresadoras para rayar cristales, ácidos para corroerlos… Hubo hasta juicio. Casi todos tuvieron que hacer servicios a la comunidad, limpiando vallas y barriendo calles, además de pagar un pastón de multa. Algunos no volvieron a pintar un graffiti en su vida, pero los gemelos y Roberto parecía que lo llevaban en la sangre, no podían ver un trozo de muro sin dejar su sello personal. Eso sí, nunca dibujaron en los muros artificiales que la Junta Municipal había colocado en algunos parques, ni participaron en concursos con los que se quería llevar al redil a los artistas callejeros. A ellos lo que les atraía era el riesgo de que les pillasen, quedar para echarse unas piezas en los sitios más peligrosos, y dejar sus firmas como el artista que deja un autógrafo. Echarse unos tags en los vagones del metro cuando los encerraban en las cocheras era la hazaña de la que más habían fardado.
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Kiko se durmió con la determinación de no levantarse hasta el mediodía. Había quedado con sus amigos en comer en la piscina, para celebrar la vuelta de las vacaciones de la mayoría de ellos.
Hasta que no cerrasen el polideportivo por la tarde, no tenía intención de ir al hospital. Entonces, y sólo entonces, le llevaría a su hermano el móvil y el ordenador, no cuando a él se le antojase. No había por qué correr tanto.