Capítulo 34

Roberto giró la cabeza hacia el lado derecho de la cama, abrió los ojos y vio a su madre. Hacía casi dos meses que había ingresado en el hospital, pero había perdido la noción del tiempo. Y no sólo del tiempo, también del espacio y de la razón por la que se encontraba tendido en aquella cama.

Trató de incorporarse y comprobó que tenía escayoladas las dos piernas y el brazo derecho, y vendado el tronco desde debajo de los hombros hasta la cintura. Parecía una momia.

Sentía una extraña tirantez en la cara interior de uno de sus muslos. Era la única sensación de dolor que experimentaba, a pesar de lo aparatoso que debía de ser su aspecto.

Su madre le acarició el pelo y le dio un beso en la frente.

—¿Cómo estás, cariño?

Se notaba la boca reseca, con un sabor a metal, dulzón y amargo a la vez, que le recordaba la consulta del dentista. Al otro lado de la cama, se encontraban su padre, sus abuelos y su hermano. Su padre llevaba puesta la bata blanca que a él tanto le fascinaba cuando era pequeño, con su nombre bordado en azul en el bolsillo superior, sobre el anagrama del hospital.

—¿Qué pasa, machote? ¿Has visto qué pedazo de suite te hemos reservado? ¡Mira qué vistas hemos encargado para ti!

Roberto recorrió con la mirada la habitación a la que le habían trasladado desde la Unidad de Cuidados Intensivos, y miró hacia el ventanal. Debían de estar en un piso muy alto, porque desde la cama únicamente podía ver el cielo. Sin nubes, de un azul tan brillante que casi parecía blanco. Ese cielo típico de los meses de verano, que abrasa con sólo mirarlo.

—¿Dónde estamos? ¿Qué hago aquí?

Le picaba la garganta, y la sequedad de la boca se convirtió de repente en una quemazón que le subía hacia la nariz y le bajaba hacia el estómago.

—Tengo sed. Me duele la garganta.

Su padre le acercó un vaso de agua y le incorporó levemente la cabeza para ayudarle a mojarse los labios.

—Te acaban de desentubar. Es normal que sientas una pequeña irritación. Se te pasará enseguida. Bebe despacito.

—Me duele mucho el muslo. ¿Qué me ha pasado?

—No te preocupes, no tiene importancia. Hubo que hacerte un injerto y te extrajeron un poco de piel. ¿No recuerdas nada del accidente?

—¿Accidente? Sí… Claro… Hubo un accidente… Claro…

—No importa. No pasa nada si no lo recuerdas. Llevas muchos días sedado. Ahora estás aturdido. No te esfuerces. Puede ser que tengas una pequeña amnesia postraumática. Te atropelló un coche y te lanzó contra una farola. El golpe fue tremendo. Pero afortunadamente ya ha pasado todo. Ahora sólo tienes que pensar en recuperarte.

Roberto miró a sus abuelos e intentó sonreírles. Tenían la misma mirada que sus padres, una chispa de alegría mezclada con una sombra de cansancio que ninguno podía ocultar. Su hermano Kiko también parecía contento. Roberto le tendió la mano del brazo sin escayolar y trató de estrecharle la suya, pero apenas tenía fuerzas para nada. Tampoco para hablar. Aun así trató de dirigirse de nuevo a su padre. Apenas se le entendía.

—¿Una farola?

—No te preocupes, machote, no hace falta que lo recuerdes.

No recordaba la farola, pero sí el coche rojo que se acercaba a toda velocidad hacia el paso de cebra que él se empeñó en cruzar. Recordaba a la señora que esperaba a su lado, los gritos de los gemelos que trataban de detenerlos, y su pie en la calzada, convencido de que el duelo con aquella maravilla de deportivo sólo podía tener un vencedor. Recordaba el otro pie todavía en la acera, su cuerpo inclinado hacia delante y el chirrido del frenazo. Lo demás se movía en una nebulosa en la que no podía distinguir el sueño de la realidad. La sirena de la ambulancia. Los tubos de la Unidad de Cuidados Intensivos. Las enfermeras. Su madre. Su padre. Los abuelos asomados a un cristal y saludándole con la mano. Los ojos de Dafne. Los gemelos. La señora que esperaba a su lado para cruzar. Los mensajes del móvil. Los monitores de los otros enfermos. El olor a medicina. El miedo. Su hermano Kiko llorando a los pies de la cama. Los médicos. Las batas blancas. La cancha de baloncesto donde esperó a Dafne sin resultado. El chasquido de sus piernas. La gente arremolinándose a su alrededor. El deportivo rojo. Dafne subida a la grupa de una moto que debería haber conducido él. Un ardor en la garganta con olor a hospital. Dafne en la fuente de la plaza porticada. El dolor en el muslo derecho. Dafne callada. La boca seca. Dafne en el deportivo rojo. Su madre diciéndole cariño. Dafne que no acude a una cita. Ni a otra. Ni a otra. Su padre repitiéndole «tranquilo, machote» una y otra vez, su hermano llorando en el cristal de la UVI, Dafne con la mirada esquiva, sus abuelos, su madre con el gesto triste, el olor a hospital, Dafne en el Chino, su madre, su padre, los gemelos gritando cuidado, la señora que cruza, el rojo de la sangre…

Roberto cerró los ojos y volvió a quedarse dormido. De nuevo soñó con el accidente, con los gemelos, con Dafne, con sus padres, con sus abuelos y con su hermano Kiko.

Media hora más tarde se despertó con la misma sensación de sequedad en la garganta, pero con más lucidez y más ganas de permanecer despierto. Allí continuaban sus abuelos, Kiko y sus padres, que mantuvieron con él una conversación similar a la anterior.

A lo largo de todo el día se adormiló y se despertó a cada rato, hasta que poco a poco los periodos de vigilia comenzaron a superar a los del sueño, y a última hora de la tarde recobró el sentido por completo.

-oOo-

Y mientras Roberto se despertaba, en casa de Paula, muy cerca del hospital, recién llegadas de la plaza en la que habían sufrido su primer plantón con el que habían tomado por el Rata, Dafne y su prima se dedicaban a diseñar una estrategia con la que poder salir de su laberinto particular. Paula trataba de tranquilizar a Dafne, que no paraba de moverse y de morderse los padrastros.

—¡Mira, prima! Lo primero que tenemos que hacer es encontrar el hilo por el que tirar de la madeja.

—¡Joder, tía, ya estamos con los refranes!

—¡Que no! ¡Que no es un refrán! Que tenemos que encontrar el quid de la cuestión.

—¿El quid de la cuestión? ¡Paula! Me estás poniendo de los nervios ¿sabes? ¡Dime de una vez qué vamos a hacer ahora!

Paula encendió el ordenador, colocó las manos sobre el teclado y se metió en la dirección de correo electrónico de Dafne.

—Ahora mismo lo vas a ver.

Con una rapidez asombrosa, pese a utilizar únicamente un dedo de la mano izquierda y dos de la derecha, le escribió un mensaje al Rata en el que le decía que tenían que verse para contarle algo que no podía esperar; que sentía no haber podido ir a la cita, pero que le juraba que esta vez sería la definitiva, que pusiera él la hora y el sitio. Después le escribió el mismo correo a la dirección del falso Roberto. Los mensajes terminaban advirtiendo al destinatario de que tenía un mensaje idéntico en la otra dirección, y que lo había escrito por duplicado para estar segura de que lo recibía, ya que sus teléfonos móviles, tanto el que utilizaban antes del verano para sus citas, como el que habían estado usando últimamente, se encontraban apagados o fuera de cobertura.

—¡Ya está! ¡Primer paso dado! Si los dos contestan lo mismo, o dicen algo del otro correo, es que son la misma persona.

Y eso querrá decir que alguien ha utilizado el ordenador del Rata. Alguien muy cercano a él, que conoce su contraseña y que sabe que él sigue todavía en el hospital. Es decir, su hermano o los gemelos. Pero si no son ellos, no habrá respuesta desde el correo del Rata, puesto que sigue en el hospital. El otro nos responderá con cualquier excusa sobre por qué no contesta el correo que hemos enviado a la otra dirección. Y eso sólo puede significar una cosa.

—¿Que El que faltaba por aquí ni siquiera sabe quién es el verdadero Roberto?

—¡Exacto! Y entonces tendremos que dividirnos en la próxima cita, para vigilar la vanguardia y la retaguardia. ¡Y no me vengas con el rollo de que vanguardia y retaguardia son un refrán, porque no lo son!

—Un refrán no, pero una chorrada sí. ¿Y si nadie contesta a ninguno de los dos mensajes?

—Entonces, seguro que no contesta nunca a ninguno más. Porque se habrá sentido pillado y no le quedará otro remedio que desaparecer. Si nadie contesta, se acabó el problema. Y, como dicen los ingleses, no news, good news, que sí es un refrán, pero no de mi madre.

-oOo-

Aquella noche, Dafne no pudo dormir. No podía imaginar lo que pasaría si su hermana Cristina y su madre llegaran a enterarse de lo que había hecho. Lo más probable sería que el ordenador de su cuarto volviera al trastero por una larga temporada. Aunque también corría el riesgo de que volviese al trastero por culpa del resultado de sus recuperaciones. Sólo faltaba un fin de semana para que empezasen los exámenes de septiembre y, desde luego, ni por asomo sabía ni siquiera una pizca más que cuando la suspendieron en junio.

Aparte de la hora y media diaria de clases con la profesora, no había conseguido concentrarse ni un solo minuto en todo el verano en las matemáticas, la lengua, el inglés, las naturales, las sociales, la música, la plástica o la tecnología. Estaba clarísimo que no la libraba nadie de repetir aquel curso. No había pensado en otra cosa que en Roberto. O, mejor dicho, en el falso Roberto. El que faltaba por aquí. El sinvergüenza que había jugado con sus sentimientos.

Hubiera sido preferible no empezar nunca con aquella farsa. Le habría ido mejor en todos los aspectos de su vida. Se habría olvidado de Roberto. No habría suspendido. Se habría ido de vacaciones. Y no habría entrado en contacto con alguien del que no sabía ni su nombre. A lo mejor ni quiera le habría llegado la regla. Estaba segura de que le había venido por culpa de los nervios. De la ansiedad que la hacía temblar continuamente, pensando en la pesadilla insoportable del me querrá o no me querrá.

Y para colmo, había sido tan tonta que cuando utilizaba la razón y pensaba que aquella historia era imposible, porque Roberto, en caso de querer a alguien sería a su hermana y no a ella, desechaba inmediatamente aquellos pensamientos para no ponerse más nerviosa de lo que ya estaba.

La noche fue larga. Apenas conseguía quedarse dormida cuando la despertaba el ajetreo de su propio corazón. Cuando conseguía volver a dormirse, soñaba que tenía necesidad de ir al cuarto de baño y no encontraba ninguno en ninguna parte. Y cuando se despertaba otra vez se daba cuenta de que las ganas eran reales y por eso no podía dormir.

Y así, del sueño al duermevela, y de la cama al cuarto de baño, llegó la claridad.

La misma claridad que se colaba por las persianas del cuarto de Paula, que dormía a pierna suelta con la tranquilidad de quien no tiene que ponerse el despertador porque aún está de vacaciones.

La misma que inundaba la habitación de los gemelos, que un día amanecía a oscuras y al siguiente no, porque a uno le gustaban las persianas bajadas y al otro, subidas. Su madre había tratado de ponerlos de acuerdo de todas las formas posibles, pero no consiguió nunca que a los dos les gustasen las persianas subidas o bajadas, de manera que terminó con la discusión como Salomón con la de la niña a la que reclamaban las dos madres, la mitad para cada uno. Aquella noche había tocado las persianas subidas, por lo que uno de ellos dormía con la cabeza debajo de la almohada para evitar que le despertase la luz.

La misma de la que Kiko huía cerrando su ventana a cal y canto, porque su cuarto estaba orientado al este, y a él le molestaba cualquier rayito de sol que le diese en la cara.

La misma que había despertado a Roberto a primera hora de la mañana, antes de que la enfermera entrase en su habitación para tomarle la temperatura y darle su medicación.

La claridad de un día que les cambiaría a todos.