Capítulo 25

Desde luego, Roberto no podía haber sido el autor de los comentarios del facebook que tanto habían emocionado a Dafne. Continuaba sedado en el hospital y desde que había ingresado, hacía más de tres semanas, nadie había abierto su cuenta de correo electrónico ni leído sus mensajes del móvil.

El día del atropello, sus amigos habían llamado a su padre momentos antes de que una de las personas que presenciaron el accidente marcase el teléfono de emergencias.

Su padre llegó unos minutos antes que la ambulancia. Les hizo a los tres heridos un reconocimiento de urgencia y organizó su traslado, en una UVI móvil, al hospital en el que él trabajaba, situado muy cerca del lugar del accidente.

Los primeros momentos fueron de una tremenda confusión. Roberto prácticamente no recordaba nada. Sólo ráfagas de gritos y de carreras, mucha gente alrededor, y muchas luces. La luz era lo único que podía recordar del accidente. Luces blancas que a veces se apagaban de pronto y otras le cegaban, como cuando se pasa de la sombra al sol y hay que cerrar los ojos.

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Los gemelos le visitaban a diario, pese a que no podían entrar en la Unidad de Cuidados Intensivos en la que él se recuperaba de la intervención, ni subir a la planta donde su hermano Kiko, sus abuelos y sus tíos esperaban para pasar a verle, siempre de dos en dos, bajo la supervisión de su padre o de su madre.

La mayor parte del tiempo estaba dormido. De cuando en cuando se despertaba, pero era cuestión de segundos porque enseguida volvía a dormirse bajo los efectos de los fármacos.

Algunas veces, cuando abría los ojos y conseguía mantenerse consciente durante unos minutos, se encontraba con la cara preocupada de su madre, que le preguntaba con insistencia cómo se sentía.

—¿Cómo estas, cariño? ¿Te encuentras un poquito mejor? ¿Me oyes, cariño? Soy mamá.

Otras veces era su padre el que se acercaba a su cara y le preguntaba si se encontraba mejor.

—¿Qué pasa, machote? ¿Cómo estás hoy?

Pero él no podía contestarles, ni siquiera sabía si todo aquello estaba ocurriendo en realidad.

Odiaba que sus padres le llamasen cariño y machote, no se daban cuenta de que hacía tiempo que resultaba fuera de lugar. Pero en aquellos despertares tan extraños, en los que sólo veía el tubo que le salía de la garganta y los aparatos que marcaban las constantes del enfermo de la cama de enfrente, aquellas palabras le sonaban a salvación, a que sus padres estaban allí para protegerle, para decirles a los médicos lo que tenían que hacer, para avisar a las enfermeras cuando hubiera que cambiarle el goteo y administrarle los calmantes. Aquellos cariño y machote demostraban que sus padres podrían controlar que todo funcionara perfectamente a su alrededor. Y, por encima de todo, significaban que estaban allí para llevárselo. Para sacarle de aquella habitación y devolverle la vida que siempre había vivido. Una vida en la que la palabra hospital sólo significaba el lugar donde trabajaba su padre.

No tenía consciencia del tiempo que había pasado desde que se empeñó en que podría detener un coche que circulaba a más de cien kilómetros por hora en plena ciudad. No imaginaba que hubieran pasado tantos días como los que en realidad habían transcurrido, pero fuesen dos o veinte, en los momentos en los que recobraba el conocimiento, a él le parecían demasiados. Y la ansiedad por salir de aquella habitación, en la que sólo se oía el ruido de los aparatos, se confundía con la sensación de que los tubos que le salían de la boca y del brazo no eran reales, y que aquella pesadilla sólo terminaría si volvía a cerrar los ojos.

En ocasiones, cuando despertaba, recordaba los ojos de Dafne, con sus pupilas de gato y sus pestañas negras, y los últimos sms que le había enviado.

«Por muxo k tempeñes en no cntstar yo no perderé nunka la speranza».

«K te digo k no la pierdo».

«К no, k no la pierdo».

«К no».

Y no la perdió. Ni siquiera en aquellas circunstancias, en las que no sabía si era de noche o de día, domingo o lunes, sueño o realidad. No. No la había perdido. Por mucho que no pudiera contestar los mensajes que Dafne le estaba enviando, él no había perdido la esperanza.

Y cuando el dolor y los calmantes le dejaban pensar, sólo lo hacía para imaginar cómo enviarle un sms a Dafne en cuanto le sacaran aquel tubo de la boca.

Mientras tanto, alguien a quien Dafne había confundido con él, trataba de aprovechar aquella situación con unas intenciones que ninguno de ellos podía imaginar.