Capítulo 22

Dicen que cuando Apolo contempló cómo Dafne se transformaba en un laurel, se refugió debajo de la copa que formaban sus brazos convertidos en ramas. Y así se le representa siempre, coronado con las hojas de ese árbol.

Aunque su amor eterno por Dafne no impidió que poco después cayera rendido sucesivamente ante la hermosura de las sibilas Casandra y Cumana. Las dos le rechazaron también. De una se vengó condenándola a que nadie creyera en las verdades que salían de su boca, y con esa maldición vivió hasta su muerte. A la otra le regaló tantos años de vida como granos de arena fuera capaz de recoger en sus manos, pero le negó la juventud eterna. Vivió más de mil años encerrada en una jaula, implorando la muerte como su único deseo.

Pero Roberto no es Apolo, y no tiene poderes para vengarse como él de las chicas que se atreven a despreciarle. Aunque sí puede castigarlas con un arma que siempre le ha resultado infalible, la indiferencia. Esa era la táctica que se había propuesto utilizar para conseguir que la chica de los ojos bonitos se rindiera a sus pies, de la misma forma que se habían rendido otras muchas antes que ella.

No obstante, Dafne tenía razón, Roberto no hubiera llevado su indiferencia hasta tan lejos. No habría podido esperar más de una semana en contestar los mensajes de aquella preciosidad, y ya habían pasado casi tres desde el último sms.

Había otro motivo por el que no daba señales de vida, uno que le impedía ponerse en contacto con ella, y con ninguna otra persona sobre la tierra, por mucho que él lo estuviera deseando. Y lo deseaba. No pensaba en otra cosa desde que le dio el primer plantón. Pero la fatalidad se atravesó en su camino cuando se disponía a cruzar una calle por un paso de peatones, junto a los gemelos que siempre le acompañaban.

Había visto que se acercaba un deportivo a toda velocidad desde el fondo de la calle. Pero él era más chulo que nadie. El deportivo tenía que pararse para que él cruzase a la otra acera, lo quisiera o no lo quisiera su conductor. El paso de cebra le daba a él la preferencia. El coche no tenía más alternativa que cederle el paso. Eso lo sabía él, los gemelos que siempre le reían las gracias y todo el que quisiera mirar cómo un deportivo de lujo se humillaba ante su hazaña.

—¡Ya veréis como le bajo los humos! Este menda levanta el pie del acelerador como que yo me llamo Roberto.

Lo que no sabía Roberto era que el conductor superaba en tres décimas la tasa de alcoholemia permitida. Ni sus reflejos ni su vista podrían reaccionar ante el menor contratiempo.

Los gemelos trataron de evitar que su amigo se precipitase hacia la calzada. Le gritaron que se detuviese y le tiraron de la camiseta para intentar sujetarle.

—¡No seas burro, coño, que ese cabrón no para!

—¡Quieto, joder!

Pero él se lanzó al paso de cebra como si fuera un torero a punto de dominar a un bicho de seiscientos kilos.

Una señora mayor, que esperaba a su lado para cruzar el paso de cebra, le siguió sin darse cuenta de lo que estaba ocurriendo. Ella sólo cruzó porque vio que otro cruzaba. Sin pensarlo. Sólo porque el movimiento de la persona que esperaba a su lado le hizo creer que había paso libre.

Cuando los gemelos vieron cómo la anciana ponía un pie en el asfalto, sus gritos se oyeron en toda la calle como una sola voz.

—¡Cuidado, señora!

Los chirridos de los frenos atrajeron la mirada de los que se encontraban en las inmediaciones. Era un sonido con olor a goma quemada. Un horror que se metía hasta más allá de los tímpanos, de la garganta, de la certeza de que aquel ruido penetrante, que se alargaba con desesperación mientras el coche derrapaba, terminaría en una desgracia.

El conductor trató de esquivarlos, pero no consiguió controlar el deportivo. En cuestión de segundos el coche hizo un trompo y se estampó contra el poste que sujetaba la señal del paso de cebra. La señora perdió el equilibrio antes de que una de las ruedas le pasara por encima de un pie. Roberto recibió el impacto del lateral del coche, que lo arrastró durante unos metros hasta que se estampó contra una farola.

Quedó tendido en el suelo, envuelto en un charco de sangre. El conductor salió ileso gracias a los airbags que saltaron desde la puerta y desde el frontal del vehículo. Lloraba con la cara hundida en los airbags desinflados, aterrado ante lo irreparable.

Media hora después, los tres ingresaban en el hospital. La señora, consciente, el conductor deseando no estarlo, y Roberto inmovilizado desde el cuello hasta las piernas, con numerosas contusiones en todo el cuerpo, las dos piernas con fracturas abiertas, y un brazo y unas cuantas costillas rotas.

Las lesiones no eran tan graves como para temer por su vida, pero una contusión cerebral le había producido una pequeña hemorragia, por lo que decidieron sedarlo hasta que se reabsorbiera la sangre. Después habría que operarle de las dos piernas.