Capítulo 20

Lo primero que salió de su cuarto cuando llegaron los suspensos fue el ordenador. Su madre había sido tan tajante que Dafne ni siquiera intentó convencerla de lo contrario.

—¡No vuelves a tocar este trasto hasta que apruebes todo lo que te ha quedado! ¿Entendido? Ahora mismo me ayudas a llevarlo al trastero, y ahí se quedará hasta septiembre. Después, ya veremos. Y no se te ocurra utilizar el de tus hermanas si no quieres terminar en el pueblo yendo a la academia de la parroquia. Desde ahora, estudiarás aquí, en el salón, delante de mí. Me vendrán muy bien unas horitas todos los días para leer. ¡Esas van a ser mis vacaciones! Mañana mismo te busco una profesora de matemáticas.

—De eso nada. Yo no quiero una profesora particular. No sirven para una mierda.

—¡Sirven para lo que tienen que servir! Tú vas a estudiar este verano aunque me cueste a mí la salud. Ya me encargaré yo de vigilarte bien.

—¡Pues vas lista si te crees que porque estés delante voy a estudiar más! Si no me entran las cosas, no me entran y punto. ¿Vale?

—¡Eso es lo que tú te crees! ¡Claro que te van a entrar! ¡Puedes estar segura de que sí!

—Pues no sé cómo. ¡Tú flipas!

—No seas impertinente, niña. ¡Te parecerá bonito hablarle así a tu madre!

—¡Precioso!

—¿A que termino dándote un tortazo?

—¿A que no?

Y el cuerpo de Dafne se tensó de una forma tan desafiante, tan agresiva, que Teresa se dio media vuelta y se dirigió a su habitación sin poder creer lo que acababa de ver y sin poder contener las lágrimas.

Durante unos instantes, Dafne permaneció en el salón, inmóvil, en la misma actitud retadora que había horrorizado a Teresa. Rígida. Un pie hacia adelante, la barbilla hacia arriba, los brazos pegados al cuerpo y los puños cerrados, apretando la nada, sujetando una furia que le deformaba la mandíbula y le agrandaba los ojos.

-oOo-

Desde aquel día, Teresa prácticamente dejó de dirigirle la palabra. Le hablaba, sí, pero sólo para darle órdenes. Aquella sería la única comunicación que se establecería entre ellas durante casi todo el verano.

«Ayuda a tus hermanas a poner la mesa».

«Haz tu cama».

«Dale de comer a Trufi».

«Levántate».

«A las diez en punto, en casa».

Sus hermanas continuaban ignorándola, como siempre, la mayor en su cuarto y la pequeña en su consola. Pero cada vez que se encontraban con ella en la misma habitación, por lo general para comer o para cenar, y su madre salía del cuarto por cualquier motivo, Lliure solía lanzarle una mirada de desaprobación.

De las cuatro, físicamente era esta la más parecida a su madre, aunque en el carácter parecía más enérgica, más firme, menos dispuesta a abandonar sus posiciones cuando se sentía cargada de razón.

A pesar de que sólo tenía cinco años cuando se quedaron solas tras la muerte del padre de Dafne y de Lucía, Lliure había sido desde bien pequeña el apoyo de su madre. Y con el tiempo, conforme fueron creciendo, ella misma se había ido arrogando cierta autoridad sobre las demás que a Dafne le sacaba de quicio, sobre todo cuando la miraba con aquel desdén con el que le recriminaba su comportamiento con Teresa.

—A ver cuándo le pides perdón a mamá, so niñata. No hay derecho a lo que le estás haciendo.

—¿Y a ti qué te importa, doña perfecta?

—Claro que me importa. También es mi madre, y la oigo llorar cada vez que le faltas al respeto.

—¿Y a mí ella no me falta al respeto?

—¿Pero tú estás tonta, o qué? ¿Quién te falta a ti al respeto?

—Vale, vale, vale… ¡No me des el coñazo tú también, joder! Además, anoche te oí discutir con ella y acabó llorando en su cuarto. A ver si ahora voy a ser la única que la hace llorar.

Y era verdad. Dafne no había reparado hasta ese momento en lo extraño que resultaba que Lliure discutiera con su madre. Siempre parecían de acuerdo en todo, como si la hija, a fuerza de sentirse el soporte de la madre, tuviera la misma capacidad de decisión sobre las cosas de la familia, y su criterio contase tanto como el de un adulto. Siempre sensata y dispuesta a echar una mano. Pero aquella noche, las dos habían terminado llorando, cada una en su habitación. Dafne no se paró a pensarlo, al fin y al cabo sólo era una pelea más de las muchas que retumbaban últimamente en la casa. También Cristina había tenido su propia bronca con Lliure y con su madre antes de marcharse a Dublin. Dafne las había escuchado discutir por culpa de una caja. Lliure debía de haberse puesto los zapatos que Cristina utilizaba en los cástings y los habría dejado fuera de su sitio, y su madre, como siempre, habría tratado de mediar en la pelea y acabó metida hasta el cuello. Todas terminaron llorando. Tampoco Dafne le dio importancia aquella vez, pero ahora pensaba que quizá desde aquella discusión se había enrarecido el ambiente en la familia. Cristina se fue como enfadada, Lliure estaba más huraña cada día y Teresa apenas hablaba.

Dafne se levantó de la mesa y le gritó a Lliure mientras salía de la cocina.

—La próxima vez que llore mamá por tu culpa, iré a pedirte explicaciones ¿vale?

Lliure tragó saliva y se esforzó por aparentar que no le afectaba lo que dijese Dafne, pero no pudo evitar que se le quebrase la voz.

Eres tan egoísta que ni siquiera puedes plantearte que los demás también tenemos problemas. No te preocupes, yo sí sé por qué llora mamá cuando discute conmigo.