Capítulo 18
Roberto no entiende la razón por la que la chica de ojos azules huye de él de esa manera. No puede entenderlo. Pero está claro que ella le huye. Y no entiende por qué. No es normal que primero se tome el trabajo de averiguar su teléfono y su correo electrónico y le diga que le pida ser su amigo en el Facebook, y después le esquive como si hubiese sido él quien la hubiera buscado. Está claro que le gustó el piropo que le lanzó en la plaza, cuando ella le miró con esos ojos de gato que tumbarían a cualquiera. Si no, no se hubiera puesto en contacto con él. Pero algo debe de impedirle seguir con el rollo. Un novio quizás. A lo mejor ella quiere quedar, pero luego no encuentra excusas que puedan colar delante del pibe. A lo mejor el tío es celoso, y la controla hasta el colmo de no dejarla ir a ninguna parte sin llevarlo pegado a sus faldas. O también puede ser que de verdad se le tuerzan las cosas; después de todo, si no tuviese ningún interés ¿para qué iba a mandarle la fotografía de los ojos? ¡Vaya foto! La más alucinante que nunca ha visto. Seguro que está trucada. Queda preciosa en su ordenador como fondo de escritorio. No deja de mirarla. Es imposible que esos ojos existan de verdad. Aunque él los ha visto. Y daría lo que fuese por verlos otra vez y comprobar que efectivamente son reales y no un anuncio de lentillas. Porque de tanto mirarlos parece que se le están olvidando. A veces le parece que no le han mirado nunca. Es una sensación extraña, como si sólo los hubiese visto en su ordenador, como cualquier otro salvapantallas. Pero sí le miraron. Sí. Él los vio en la plaza con la misma nitidez con que ve ahora los suyos en el espejo que su madre se empeñó en poner en la puerta de su armario, cuando reformaron la casa para que por fin su hermano Kiko y él pudieran tener cada uno su habitación. ¡Menudo coñazo le había dado su dichoso hermanito hasta que pudo librarse de él! Pero su padre no quiso oír hablar del tema hasta hacía unos meses. Decía que él había dormido toda la vida en la misma habitación que otros dos de sus seis hermanos y no le había pasado nada, que dieran gracias a Dios de lo que les había tocado vivir, porque él había dormido en literas hasta que volvió de la mili, después de haber estudiado la carrera de Medicina compartiendo mesa con sus hermanos. Hasta que se casó con su madre no supo lo que era tener un escritorio sólo para él, y que conste que eso no pasaba únicamente en su familia, en aquella época pasaba en la de medio mundo, y si no que se lo preguntasen a su mujer, que todavía tenía más hermanos que él y su piso era aún más pequeño. Ella había dormido en la misma habitación que sus dos hermanas hasta que salió de su casa vestida de novia. La pobre. Había dejado la carrera de Medicina muy a su pesar, porque se quedó embarazada y alguien tenía que cuidar del niño. Pensaba retomar los estudios cuando el bebé pudiera ir a la guardería, pero en la cuarentena volvió a quedarse preñada y tuvo que olvidarse de ser médica. Se conformó con estudiar podología cuando Kiko y él empezaron la primaria, y ahora es la dueña de su propia clínica, muy cerquita de su casa y del hospital donde trabaja su padre. Se pasan la vida presumiendo de la suerte que tienen de poder ir andando al trabajo. Menos mal que ella se empeñó en que había llegado el momento de que los chicos deberían tener cada uno su habitación. Le costó mazo convencer a su padre, pero lo consiguió, si no, ahora él no podría quedarse las horas muertas mirando aquellos ojos de gata. ¡Qué preciosidad de chiquilla! Tenía que verla otra vez. Tenía que conseguir que volviera a buscarlo, como la primera vez que ella le mandó un mensaje diciéndole que le esperaba en la exhibición de gimnasia del colegio de los pequeños. ¡Como si sólo hubiera un colegio de pequeños! Menos mal que sabía en cuál se celebraba la fiesta de fin de curso aquel día, con una especie de minijuegos olímpicos. Tenía que volver a verla. Eso sí, esta vez tenía que ser ella quien se lo pidiera porque desde luego, por su parte, ya se habían acabado los mensajes pidiéndole una cita, ya estaba bien de arrastrarse, había llegado el momento de actuar. Primero la buscaría y le demostraría que él no está acostumbrado a correr detrás de nadie. Y después le haría ver que ahora le tocaba mover ficha a ella. ¡Qué guapa estaba el día de la fuente! Iba con otras dos que siempre andaban por el Chino, las tres llevaban vestidos de verano. Se les notaba el bikini debajo. Lo recuerda perfectamente. Recuerda las espaldas de aquellas tres chicas, que seguramente se dirigían hacia alguna piscina, caminando bajo un sol de justicia, y cómo una se giró hacia él y le clavó aquellos ojos que ya no podía olvidar. Las envidió cuando pensó que pronto se quitarían aquellos vestidos y se irían directas al agua. Aquella tarde él se moría de calor. Le habían salido hongos por todo el cuerpo. Se hubiera muerto de la vergüenza si alguien se los hubiera visto. No pudo quitarse la sudadera en dos semanas. Y todo porque su hermano no es capaz de usar su propia toalla, y tuvo la feliz idea de ducharse en el gimnasio y utilizar una cualquiera que encontró por ahí. El muy imbécil también le contagió un papiloma en la planta del pie, que había cogido no se sabía dónde. Seguro que había usado sus zapatillas de deporte sin que él se diera cuenta. Tiene la manía de cogerle sus cosas sin pedirle permiso. Aunque también es verdad que sabe que no se las dejaría por muy pesado que se pusiera, por eso no se las pide. Menos mal que a él su madre le recetó una pomada para el papiloma que se lo curó en dos patadas, porque a Kiko le tuvo que tratar en la clínica con rayos láser, ultrasonidos, y no se sabe cuántas mierdas más. Y todavía no han conseguido acabar con la maldita verruga. ¡Resulta que las pibas lo pueden coger en la mismísima vagina si no usan condones, y los tíos en los huevos y en el ano! ¡Qué horror! Dicen que algunos de estos papilomas pueden llegar a convertirse en cáncer. Él conoce a un tarao que se los ha pegado a medio instituto, porque se empeña en no ponerse nunca la goma. Y eso que este año les han dado en el instituto una buena charla sobre enfermedades de transmisión sexual y sobre métodos anticonceptivos. ¡Como si ellos no supieran ya lo que hay que hacer y lo que no! Aunque es verdad que algunos pasan olímpicamente, y luego vienen los problemas y los lloriqueos. Como aquel que se creyó que había dejado preñada a su novia, porque decía que se le había roto el condón. Seguro que el muy pipa no sabe ni cómo hay que ponérselo. Menos mal que el susto se quedó en una falsa alarma, porque la chiquilla tenía sólo catorce años, y ni atada quería hablar de la pastilla del día después, porque no era la primera vez que les pasaba, y le habían dicho que tomarlo por costumbre podría tener efectos secundarios irreversibles. ¡Incluso la esterilidad! ¡Qué fuerte! Hay que ser anormal para dejar que tu piba se lleve esos sustos. ¡Pobre chica! Esa clase de payasos se cargan la imagen de todos. ¡Hay que joderse! Por su culpa tenemos que oír cada dos por tres las chorradas de siempre. Que no estamos preparados para esto y para lo otro, que la juventud de hoy no es como la de antes, que en qué manos van a dejar el mundo cuando nos toque a nosotros, que nos pasamos la vida jugando a la consola o en internet, que lo hemos tenido todo sin esfuerzo, y muchas más tonterías por el estilo. No hay cosa que más rabia me dé que escuchar tantas bobadas juntas. Porque es verdad que nosotros nos pasamos media vida en internet, pero ellos se la pasaban haciendo el moñas como unos frikis. Pero esa es otra historia. Ahora lo único que me preocupa es encontrar esos ojos de gata.