Hanara se pasó la mano por el cabello y suspiró. Notó el tacto de la suciedad, el sudor y la rigidez de las canas. Llevaba una mochila pesada que le provocaba dolores en las articulaciones. Respiraba de forma entrecortada.
El hombre que iba delante de él se detuvo y miró hacia atrás. La expresión enloquecida y hosca de lord Narvelan se suavizó.
—Tómate tu tiempo, viejo amigo —le dijo—. Ya no somos tan jóvenes.
«Solo tengo unos treinta años —pensó Hanara, que, al igual que muchos esclavos, había envejecido más deprisa que los hombres libres—. Y eso que en los diez últimos años no he sido un esclavo, sino un criado. Aunque no he notado una gran diferencia».
Habría podido dejar a Narvelan y buscar trabajo en otra casa, pero ¿quién se lo habría dado? Nadie. No, estaba condenado a servir a lord Narvelan, el Emperador Loco, como lo llamaban los criados de palacio. Estaba loco, pero era astuto.
Narvelan había sido a efectos prácticos el gobernante de Sachaka durante la última década. Aunque en teoría debía consensuar todas las decisiones con otros dos magos, casi ninguno de los kyralianos que habían asumido las funciones de cogobernantes había demostrado la inteligencia ni la determinación suficientes para plantar cara a Narvelan. Lord Dakon había conseguido imponerse durante un tiempo, antes de que lo asesinaran y su cuerpo apareciera vacío de energía pero sin un solo corte o arañazo. Solo lord Bolvin, que había accedido a ese cargo recientemente, había conseguido alguna vez hacer frente con éxito al Emperador Loco.
Cuando Bolvin había vetado el plan de Narvelan de apartar a los hijos de los magos sachakanos de sus padres para que los criaran familias kyralianas, el patrón de Hanara había adoptado una actitud airada y paranoica. Se había negado a asistir a las reuniones durante tres meses, y solo había vuelto cuando habían empezado a tomar decisiones en su ausencia.
A partir de ese momento, la situación había ido a peor, con conflictos entre los magos y peticiones enviadas al rey. Finalmente, hacía una semana, había llegado un mensaje del monarca en el que les comunicaba que «retiraba» a Narvelan de su puesto. Al día siguiente, Narvelan había ordenado a Hanara que preparase el equipaje para un viaje que iban a realizar a pie.
Narvelan, que iba varios pasos más adelante que él, se había detenido. Hanara supuso que su patrón había llegado a la cima de la colina. Siguió caminando con paso cansino, obligando a sus piernas doloridas a subir la cuesta. Cuando llegó por fin a la cumbre, Narvelan estaba sentado con las piernas cruzadas sobre el suelo rocoso.
—Deja tu mochila —le indicó—. Bebe un poco de agua. Y come algo.
Hanara lo obedeció y vio que su patrón paseaba la vista en torno a sí. La colina se alzaba al final de la llanura, donde el extremo de la cordillera hundía sus raíces en el suelo. Aunque habían recorrido más de la mitad del camino a la frontera, seguramente les faltaba aún la mitad de jornadas de viaje, pues a medida que se acercaran a las montañas, las pendientes cada vez más pronunciadas entorpecerían su marcha.
«¿Vamos hacia Kyralia? —se preguntó Hanara—. ¿Intentará Narvelan persuadir al rey de que cambie de idea?». Sin embargo, no se dirigían al paso fronterizo. Miró a su patrón, pero se quedó callado.
Narvelan posó la vista en él.
—Te estás preguntando adónde vamos —aseveró.
Hanara no respondió. Había aprendido que era inútil hacer preguntas cuando su patrón estaba de ese humor. El hombre oiría la pregunta que quería oír, no la que le formulase Hanara.
—Diez años —dijo Narvelan—. Durante diez años he trabajado, todos los días y casi todas las noches, para que este país continúe bajo control kyraliano. Diez años me he pasado luchando por mantener débil al enemigo para evitar una nueva invasión.
Volvió la mirada hacia Arvice, que se hallaba ya muy por detrás del horizonte. Tenía los ojos encendidos de rabia.
—Podría haber regresado a casa, casarme y tener una familia. Pero ¿habría gozado de la paz y la seguridad de la que disfrutan todos los demás gracias a mí? De no ser por mis esfuerzos, Sachaka se habría recuperado, se habría hecho poderosa y nos habría atacado otra vez. No. Tuve que renunciar a una vida normal para que los demás pudieran llevar una. ¿Y me lo ha agradecido alguien? —Narvelan clavó la vista en Hanara y después la apartó—. ¡No! ¡Ni una vez! ¡Y ahora están dando al traste con todo lo que he hecho! Tanto trabajo, tantos sacrificios para nada. Van a liberar a los esclavos de las granjas. Dejarán que los sachakanos se casen y engendren a más invasores. Permitirán que vengan aquí —señaló la zona con un movimiento amplio del brazo— y cultiven la tierra de nuevo. El objetivo de dejar que este territorio se convirtiera en un erial era reducir la cantidad de alimentos que podían producir los sachakanos, para que su población se mantuviera en un número pequeño y manejable. Debía ser una barrera protectora más entre Kyralia y Sachaka. Fue mi gran idea, ¡mi visión!
Hanara tendió la vista hacia las granjas y los sembradíos de la zona. Aunque se suponía que estaban abandonados, había señales de que alguien vivía allí y labraba la tierra. La visión de Narvelan solo había llevado a que los bandidos y los ichanis se instalaran ahí. «Tenemos suerte de que no nos hayan atacado», se dijo, pero ahuyentó este pensamiento de inmediato. Narvelan era poderoso. Había utilizado a varios criados como esclavos fuente. Era lo bastante fuerte para vencer a los ichanis, que solo tenían a uno o dos esclavos a quienes extraer energía.
—No culpo al rey por destituirme —dijo Narvelan, con la voz cargada de tristeza y arrepentimiento. Hanara le dirigió una mirada de sorpresa—. No debería haber dejado de asistir a las reuniones. Si me hubiera comportado de un modo razonable, no le habría dado motivos para deshacerse de mí. —Frunció el entrecejo—. Me enfadé porque querían minar los planes a los que había consagrado tanto tiempo. No era consciente de que existía una manera de llevarlos a cabo de todos modos. Una manera más rápida. No se me había ocurrido todavía. Si la hubiera pensado antes…, tal vez me habrían dado la razón. Si mis planes no hubieran sido tan complicados.
La mirada de Narvelan se perdió en la lejanía. Permaneció callado, con los ojos vueltos hacia Arvice durante largo rato, cavilando. De pronto, devolvió su atención al lugar y el momento en que se encontraba. Respiró hondo, suspiró, sonrió y recorrió lentamente con la vista la llanura, las colinas, las montañas y el monte que acababan de coronar.
—Este es un buen sitio. No sé qué alcance tendrá su poder, pero tendremos que conformarnos con ello. —Miró a Hanara.
El criado se encogió de hombros. Narvelan solía decir cosas incomprensibles como aquella, sobre todo cuando se enfrascaba en uno de sus monólogos. Observó que su patrón abría su mochila y hurgaba en su interior.
—¿Dónde está? Sé que está por aquí. ¡Ah!
Sacó el brazo. Sujetaba algo en la mano cerrada en un puño. Echó un vistazo alrededor y posó la mirada en una roca grande y plana. Se deslizó hacia él y se detuvo frente a sus piernas cruzadas. A continuación, el mago recogió una piedra más pequeña y la sopesó.
—Esto servirá.
Abrió la mano y, con un tintineo musical, un objeto liso y brillante cayó sobre la roca plana. Hanara sintió que su corazón dejaba de latir por un instante.
Era la piedra de almacenaje, la que los elyneos habían dejado en poder de los kyralianos, por si alguna vez volvían a entrar en conflicto con los sachakanos. Narvelan debía de haberla robado. Los otros magos no habrían aprobado que se la llevara.
Narvelan alzó la vista hacia Hanara, y de pronto pareció darse cuenta de algo.
—Ah, perdona, Hanara. No había pensado qué hacer contigo. Supongo que estamos juntos en esto.
Hanara abrió la boca para preguntar por qué.
Entonces, Narvelan levantó el brazo y lo dejó caer. La piedra golpeó la gema de almacenaje. Se abrió una grieta. Hanara tuvo unos instantes para preguntarse por qué esa grieta despedía una luz blanca cegadora.
Después, no sintió ni pensó nada más.
El sendero era angosto y empinado. Serpenteaba por la ladera más abrupta de la montaña, subiendo y bajando para sortear rocas enormes o grandes simas en el suelo. Los cazadores habían advertido a Jayan y Prinan que el paso por el camino era demasiado accidentado para los caballos, y aunque habrían deseado declararlo impracticable para los humanos, en realidad solo costaba un gran esfuerzo recorrerlo.
Jayan envió magia sanadora a sus piernas y notó que el dolor remitía. Había tenido que hacer esto cada vez con menor frecuencia durante los últimos días. «Tal vez me esté poniendo en forma —pensó. Volvió la vista atrás y vio que toda la ropa, la piel y el cabello de Prinan estaban recubiertos de polvo salvo por las manchas más oscuras de sudor que tenía bajo los brazos, en el pecho y la espalda—. Y mi aspecto es igual de lamentable —se dijo—. Dudo que ningún miembro del Gremio nos reconociera, y si lo hicieran se divertirían mucho».
Prinan alzó la mirada y sonrió de oreja a oreja.
—Ojalá Tessia pudiera verte en este momento. Se daría una buena panzada de reír.
—No me cabe la menor duda —convino Jayan.
Lo invadió un profundo afecto hacia ella, seguido por una ansiedad igual de intensa. «Estará bien —se aseguró a sí mismo una vez más—. Sigue siendo la mejor sanadora del Gremio. De todas las mujeres de Kyralia, o del mundo entero, es la que tiene más probabilidades de sobrevivir al parto».
Pero era la primera vez que daba a luz.
«Ya, pero ha asistido muchos partos. Sabe qué esperar».
Tal vez habían esperado demasiado.
«Teníamos muchas cosas que hacer antes. Desarrollar la sanación mágica y enseñarla a otros. Organizar el Gremio y solucionar todos los problemas. Y los magos tenemos indudablemente un don especial para crear problemas…».
Ante él, el camino se elevaba y rodeaba un peñasco. Para evitar enzarzarse en otro debate interno, se concentró en el recorrido. Comenzó a escalar, agarrándose a las rocas salientes para darse más impulso. Sus pantorrillas protestaron. Sus muslos se tensaron. Finalmente llegó a la cima. Se sentó en el suelo, pugnando por recuperar el aliento. Luego alzó la vista y sintió que su cuerpo entero se quedaba helado.
Durante varios latidos, no pudo hacer otra cosa que mirar.
Lo que hacía diez años había sido un paisaje verde y fértil, ahora era un desierto ennegrecido y asolado. Desde el pie de la montaña hasta el horizonte no se divisaba otra cosa que una tierra desnuda y chamuscada. Se le erizó el vello al avistar unas líneas que partían de un punto situado hacia el norte. Estaban formadas por surcos abiertos en el suelo y de troncos de árboles aplastados. Jayan apenas reparó en que Prinan había llegado a lo alto del peñasco y se había detenido junto a él.
—Ah —dijo Prinan—. El páramo. Por más veces que lo vea, no me acostumbro.
—No me extraña. —Jayan levantó la mirada hacia él—. ¿Los magos que investigaron lo ocurrido siguen creyendo que fue obra de la piedra de almacenaje?
—No conocemos ninguna otra cosa capaz de provocar tal destrucción.
—¿Y el responsable fue Narvelan?
—Desapareció unos días antes, en la época en que la piedra fue robada. Además, había intentado convencernos de la necesidad de arrasar el territorio para debilitar Sachaka.
—Pero nunca sabremos con certeza si eso fue lo que ocurrió.
—No. —Prinan suspiró—. Y hemos perdido la última oportunidad de averiguar cómo se fabrican las piedras de almacenaje.
Jayan respiró hondo antes de ponerse de pie.
—Bueno, si esto es lo que las piedras de almacenaje son capaces de hacer, tal vez es mejor que nadie lo averigüe.
Prinan sacudió la cabeza en señal de disconformidad, pero no le replicó.
—En fin, ¿crees que deberíamos construir otro fuerte aquí?
Jayan bajó la vista hacia el camino y reflexionó.
—Tengo que pensar en ello. Este paso no se atraviesa con facilidad ni con rapidez. El fuerte del paso principal solo entorpecería el avance de un ejército, no lo detendría. Si provocamos algunos corrimientos de tierra para hacer desaparecer algunos tramos del camino, tal vez baste con apostar a unos vigías.
Prinan frunció el ceño y luego asintió.
—Supongo que tienes razón, aunque mi padre opinará que cometemos una irresponsabilidad absurda si no erigimos una gran fortaleza de piedra para bloquear el paso.
—Lo entiendo —le aseguró Jayan—, pero, si ha visto esto —Jayan agitó la mano en dirección al páramo—, sin duda sabrá que hay pocas posibilidades de que Sachaka nos invada de nuevo.
Prinan asintió.
—Puede que Narvelan estuviera loco, pero creo que tenía razón al creer que destruir las tierras de Sachaka debilitaría a su pueblo. Lo que mi padre teme son las represalias. Bastaría un puñado de magos sachakanos para sembrar el caos en Kyralia.
—Entonces recomendaré que aposten a un vigía en el lado kyraliano.
—Supongo que es lo mejor que podemos hacer —dijo Prinan. Suspiró y echó un vistazo por encima del hombro—. Ah, no tiene mucho sentido que nos adentremos en Sachaka. ¿Damos media vuelta?
Jayan sonrió y asintió.
—Sí.
«Volveré al lado de Tessia, para esperar a que nazca nuestro hijo. —Hizo un gesto de fastidio—. Y volveré al trabajo y las discusiones interminables del Gremio de los Magos».