47

Stara tenía la sensación de que hacía años que no se encontraba en una sala tan atestada. Había nueve mujeres sentadas alrededor de ella, charlando o escuchando en silencio. La más joven contaba solo doce años, aunque su sensatez y su dominio de sí misma eran propios de una adulta. La mayor tenía más o menos la misma edad que Vora y el cabello más encanecido que la esclava, pero poseía una energía que Stara envidiaba. Esta sospechaba que le habría costado mantenerla entretenida de no ser por el trabajo que las mujeres habían traído consigo.

Dado que las Traidoras trataban a todas las mujeres como a iguales, las que vivían en libertad habían contribuido de maneras prácticas al buen funcionamiento del Refugio. Sin embargo, no les encargaban tareas desagradables o que requiriesen un gran esfuerzo físico, pues resultaban demasiado penosas para mujeres que no habían trabajado nunca. En cambio, les enseñaban a coser y tejer, a cocinar y conservar alimentos. Aunque habían huido del Refugio a toda prisa, cada una había conseguido guardar los utensilios necesarios para su trabajo entre la ropa y la comida que se habían llevado, y poco después de llegar a la casa de Kachiro, habían acometido proyectos nuevos.

Convencer a Kachiro de que dejara que las mujeres se quedaran había sido fácil. Ella le había dicho que eran amigas de las esposas de sus amigos que habían huido de sus fincas en el campo y que se marcharían en cuanto los kyralianos fuesen derrotados. Como los amigos de él no parecían saber exactamente cuántas amistades tenían sus esposas, ni les importaba, él había aceptado la media verdad sin cuestionarla.

Ella había tenido que correr el riesgo de que su esposo reconociera a Nachira, pero él tendía a evitar a las mujeres en la medida de lo posible y apenas le dirigió una mirada a la esposa del hermano de Stara. Estaba distraído por la noticia de que los kyralianos se aproximaban a la ciudad, y a menudo desaparecía durante horas para discutir planes con sus amigos.

Nachira se había quedado angustiada al enterarse de que Ikaro seguramente había muerto. Stara había llorado con ella, sorprendida de la profundidad de su propia pena. Había supuesto que tendría que consolar y tranquilizar a Nachira continuamente, pero la mujer, antes tan pasiva, parecía haber cobrado un poco de seguridad en sí misma ahora que no vivía bajo la amenaza constante de asesinato. Aunque era evidente que la pérdida de su esposo la afectaba en lo más hondo, estaba viva y decidida a seguir así.

Stara miró a su hermana política. «¿Cómo me sentiré yo si Kachiro no regresa? —Se había marchado unas horas antes para reunirse con sus amigos, que estaban resueltos a hacer lo necesario para defender la ciudad—. Ha dicho que los kyralianos no tienen ninguna posibilidad, pero no puedo evitar preocuparme. Después de todo, no habrían venido si no se consideraran capaces de vencernos. Espero que tenga cuidado. Tal vez no haya sido totalmente sincero conmigo, pero no es malvado. Solo es un hombre que intenta sobrevivir en una sociedad que juzga con excesiva severidad a sus miembros. Yo también lo intento, y tampoco he sido demasiado sincera con él».

Nunca se había sentido tan tentada de hablarle de sus poderes mágicos. Si no hubiera tenido la responsabilidad de proteger a las mujeres, se habría marchado con él para arrojar la poca magia que poseía contra los invasores. Cuando unos estampidos y crujidos habían penetrado en la habitación, ella había tenido que recurrir a toda su fuerza de voluntad para permanecer sentada. Los esclavos le habían comunicado que a unas calles de allí habían oído ruidos de lucha que habían acabado por alejarse.

—¿Otra vez preocupándote por Kachiro? —preguntó una voz a su lado.

Stara dio un respingo y bajó la vista.

—¡Vora! ¡Has vuelto! —Las otras mujeres alzaron la mirada y prorrumpieron en exclamaciones, ahorrándole a Stara el tener que responder a la pregunta de Vora.

—Sí. —Vora se incorporó al círculo de mujeres—. Y traigo noticias.

—Cuéntanos —murmuró una de las mujeres. Todas contemplaban ansiosas a Vora.

—Los kyralianos han entrado en la ciudad —confirmó Vora con expresión grave.

—¡No!

—Pero… ¿cómo?

—¿Han muerto muchos?

Vora levantó las manos y las demás callaron.

—Un tercio de los defensores ha caído. —Miró a una de las mujeres con el semblante muy serio—. Lo siento, Atarca. —La mujer agachó la cabeza y asintió, pero no dijo nada—. Los demás… —prosiguió Vora—. Cuando ha quedado claro que los derrotarían, se han retirado. Por fortuna, tenían un plan para esta contingencia. Han atacado a los kyralianos desde posiciones ocultas. Los he seguido a cierta distancia durante cerca de una hora. En cuanto he visto que se aproximaban al palacio he regresado aquí. —Se interrumpió para respirar hondo—. Creo que debemos marcharnos de la ciudad mientras podamos.

Las mujeres la miraron en silencio antes de asediarla a preguntas.

—¿Así que el enemigo ha ganado?

—¿Adónde iremos?

—¿Tavara opina que debemos irnos?

—¿Qué pasaría si nos quedáramos aquí?

Stara sintió que un escalofrío le bajaba por la espalda, y después otro. Las mujeres ya estaban expuestas a que las descubrieran y las reconocieran las personas de las que habían huido en un principio. Ahora se sumaba a esto el posible peligro de que los invasores se desquitaran con los habitantes de Arvice. Sin magos que hicieran respetar las leyes, existía el riesgo de que hombres libres descontrolados se aprovecharan del caos para violarlas y robarlas y después culpar de ello a los kyralianos. Por otro lado, los esclavos quizá dejarían de trabajar cuando ya no hubiera amos que les dieran órdenes, y sin nadie que cultivara ni distribuyera alimentos, la gente de Arvice acabaría por morir de hambre.

«Seguramente estamos a salvo aquí…, siempre y cuando Kachiro regrese. Pero ¿qué les harán los kyralianos a los magos que sobrevivan a la batalla? Aunque lo dejaran con vida, dudo que él pudiera protegernos de ellos…».

Así pues, ¿les convenía marcharse? Podría reducir los riesgos a los que se enfrentaban, aunque aumentaría la probabilidad de que las descubrieran o de que las atacaran hombres libres o esclavos descontrolados. «Supongo que podría librarnos de ellos con magia, pero ¿adónde iríamos?».

Pensó en Elyne y en su madre. Pero había prometido ayudar a las Traidoras, y no podía llevarlas allí, teniendo en cuenta las historias que circulaban en Arvice sobre asesinatos de expatriados sachakanos en Capia. «Espero que nadie que recuerde que mi madre está casada con un sachakano haya decidido que eso la convierte en sachakana a ella también». Kachiro había enviado un mensaje a Elyne en un intento de averiguar qué había sido de la madre de Stara, pero no había recibido respuesta.

—Muchos, muchos otros sachakanos se están marchando —les dijo Vora—. Hay colas de carros y personas en todos los caminos que salen de la ciudad.

—¿Adónde se dirigen?

—¿Quién sabe? —respondió Vora—. ¿A las fincas de sus amigos en el campo? ¿O se marchan directamente de Sachaka?

—¿Tenemos amigos en alguna finca de campo, o volvemos al Refugio?

—El Refugio está demasiado cerca del camino que comunica con Kyralia —señaló Nachira—. Si hubiera algún otro lugar, Tavara nos habría enviado allí en vez de indicarnos que regresáramos a la ciudad.

Vora asintió.

—Me temo que tienes razón. —Hizo una pausa—. Vayamos a donde vayamos, tendremos que valernos por nosotras mismas durante un tiempo.

—Estamos acostumbradas a trabajar —aseveró la mujer mayor.

—Pero no labrando la tierra o cuidando del ganado —le recordó Vora. Entonces sonrió—. Pero estoy segura de que nos las arreglaremos. Más difícil será evitar que otros nos quiten lo que tenemos.

—Stara tiene poderes mágicos. Ella podrá impedírselo.

Stara sintió que se le encendía el rostro cuando todas las mujeres la miraron con una sonrisa.

—Solo cuenta con su propia magia —les advirtió Vora—. Los magos que hayan absorbido energía de esclavos serán más fuertes que ella.

—Entonces, ¿por qué no le damos nuestra energía? —propuso Nachira. Las mujeres se quedaron calladas e intercambiaron miradas inquisitivas. A continuación asintieron con la cabeza—. Ya está —continuó Nachira—. De todos modos, la mayoría de los magos debe de haber gastado toda su energía durante la batalla. Stara no tardará mucho en tener más fuerza que ellos.

La mujer mayor arrugó el entrecejo.

—Lo mejor sería que ellos no llegaran a enterarse de que tenemos algo que puede interesarles —dijo en tono sombrío—. Más vale que encontremos un sitio donde escondernos, un lugar aislado.

—Ah —dijo Stara.

«Un sitio donde escondernos. Un lugar aislado…».

—¿Ah? —repitió Vora.

—Conozco un lugar. —Stara notó que se le aceleraba el pulso—. Un lugar en las montañas. Pero no sé cómo llegar.

Se le cayó el alma a los pies. «Me pregunto si soy capaz de seguir los mapas de Chavori. Primero tendría que conseguirlos. —Parpadeó al darse cuenta de que se había puesto de pie. Las mujeres la miraban con expectación. Aquellas mujeres tan extraordinarias. Flexibles. Fuertes—. Eso es lo que vamos a hacer. Nos iremos y crearemos nuestro propio Refugio». Se volvió hacia Vora.

—¿Puedes comunicarte con las esposas?

Vora arqueó las cejas.

—Puedo intentarlo.

—Pues inténtalo. Explícales que nos marchamos y pregúntales si quieren acompañarnos. Yo voy a salir a… buscar una cosa. Todas las demás: mientras estoy fuera —miró a las mujeres—, juntad todos los efectos personales que seáis capaces de llevar a cuestas y poneos ropa de viaje. Cuando regrese… —Se interrumpió para hacer una inspiración honda y tranquilizadora—. Cuando regrese nos marcharemos de Arvice. Rumbo a las montañas.

Mientras las mujeres se dispersaban para reunir sus pertenencias, Stara se dirigió a toda prisa a su dormitorio. Abrió varios arcones, en busca de prendas oscuras. Pronto se haría de noche, y ella no quería ser vista. Oyó unos pasos detrás de sí.

—He enviado un mensaje a las esposas —dijo Vora, acercándose a otro baúl—. ¿Estás planeando lo que yo creo?

—¿Y qué crees que estoy planeando?

—Un pequeño hurto vespertino, para el cual te convendría tapar esa piel elynea que tienes. —Vora extrajo algo del arcón y se lo tendió. Era un manto de color verde oscuro que le llegaba hasta los pies. Stara lo cogió y empezó a cambiarse.

—Yo diría más bien que voy a tomar algo prestado sin permiso, pero sé que no te convencería. —Stara agarró la manta azul marino que una de las mujeres había tejido y le había regalado en agradecimiento por su ayuda, y se cubrió los hombros con ella. Se calzó un par de sandalias y salió a toda prisa de la habitación, seguida por Vora—. ¿Vienes conmigo? —preguntó.

—Por supuesto.

Stara lanzó una mirada hacia atrás y sonrió.

—Gracias.

El aire del exterior estaba agradablemente templado, aunque aún retenía el olor a humo. El sol descendía sobre el horizonte. Pronto la ciudad quedaría envuelta en una oscuridad encubridora. «Y ese será el momento oportuno para escabullirme».

El patio estaba desierto. Stara se preguntó adónde se habían ido los esclavos mientras ella y Vora cruzaban sigilosamente las puertas que daban a la calle. Se alejaron rápidamente, ocultándose en las sombras que proyectaban las altas murallas de la ciudad. La tez más oscura de la esclava y su atuendo anodino la hacían pasar incluso más inadvertida que Stara en la penumbra.

Reinaba un silencio turbador, roto de vez en cuando por gemidos, las pisadas de alguien que corría, o el sonido de un carro al pasar. Llegaron a una avenida importante y de pronto el aire se llenó de ruidos. La calle estaba repleta de gente. Vehículos cargados con personas y sus pertenencias pasaban traqueteando, todos en dirección a las afueras de la ciudad.

Vora y ella tuvieron que cruzar caminando en zigzag, esquivando animales y personas. Cuando llegaron al otro lado, volvieron a encontrarse con calles desiertas, aunque en cierto momento se abrieron unas puertas y surgió un torrente de carros que se dirigían hacia la avenida principal.

—Tal vez por la noche haya menos gente —comentó Stara en voz baja.

—Lo dudo —murmuró Vora.

Finalmente llegaron a la casa en la que Stara recordaba haber estado en su única visita al amigo de su esposo. Le había sorprendido descubrir que Chavori vivía en una mansión tan espectacular. Sin embargo, resultó que pertenecía a su padre, y que Chavori ocupaba una habitación recóndita situada en la parte posterior de la residencia, a la que se accedía más fácilmente por una entrada para esclavos. Era un indicador claro de lo que su familia opinaba sobre el hecho de que se dedicara a trazar mapas.

Stara encontró abierta la puerta para esclavos.

—Qué raro —musitó.

Vora se encogió de hombros y echó una ojeada al interior.

—Tal vez los esclavos han huido. Eso explicaría que no se hubieran molestado en asegurarse de que la puerta estuviera cerrada antes de marcharse.

Entraron sigilosamente. A Stara el corazón le latía con fuerza en el pecho. Si alguien las descubría… Bueno, ella podía fingir que estaba buscando un lugar donde esconderse. Su ropa evidenciaba su condición de mujer libre. O podía fingir que estaba buscando a Kachiro. Tal vez no se acordarían de ella, pero Kachiro era un visitante asiduo.

La habitación de Chavori se encontraba al final de un largo pasillo que pedía a gritos una mano de pintura. Ella avanzó por él lo más silenciosamente posible. Cuando llegó ante la puerta, se sintió aliviada al comprobar que también estaba entornada. No sería necesario forzarla para entrar. Pero ¿y si otra persona había robado los mapas? Este pensamiento la hizo pararse en seco, con una mano en el pomo de la puerta. Entonces oyó unos sollozos y una voz de hombre que repetía un nombre.

Esa voz le resultaba familiar. Demasiado familiar.

Tras intercambiar una mirada con Vora, empujó la puerta para abrirla del todo. Era un cuarto pequeño y bien ordenado, como ella lo recordaba. Un escritorio grande cubierto de pergaminos y utensilios de escritura ocupaba un lado de la habitación. Junto a la pared opuesta había una cama estrecha y, sentado en ella, estaba su esposo, sosteniendo contra su pecho a un Chavori inconsciente.

«Inconsciente, no —se corrigió a sí misma al ver la herida sanguinolenta en su pecho—. Muerto».

Kachiro alzó la vista hacia Stara, y a ella le partió el alma la aflicción que vio en su rostro. Él parpadeó y una expresión de reconocimiento asomó a sus ojos, que se abrieron desorbitadamente por la sorpresa.

—¿Stara?

—Kachiro —jadeó ella, apresurándose a acercarse y arrodillarse ante él—. Oh, Kachiro, lo siento mucho.

Él bajó la mirada hacia Chavori, y Stara leyó en su expresión que se debatía entre sentimientos distintos. Miedo por haber sido descubierto, supuso ella. Odio, seguramente hacia sí mismo por sentir miedo. Entonces sus ojos se arrasaron en lágrimas y él se tapó la cara con una mano manchada de sangre. Ella extendió el brazo para acariciarle la cabeza.

—Sé que lo querías —le dijo—. Lo sé… todo. —Él se estremeció y la miró fijamente—. No olvides que me crie en Elyne. —Ella le dirigió una sonrisa amarga—. No te juzgo en absoluto. Incluso entiendo por qué te casaste conmigo.

—Lo siento —dijo él con voz ronca—. Soy un esposo terrible.

Ella se encogió de hombros.

—Te perdono. ¿Cómo no voy a perdonarte? Eres un buen hombre, Kachiro. Tienes buen corazón. Estoy orgullosa de ser tu esposa. —Se enderezó y le tendió la mano—. Ven, vámonos a casa.

Él posó la vista en Chavori de nuevo y suspiró profundamente.

—Quiero incinerarlo como es debido. Los kyralianos no sabrán quién es. Lo enterrarán.

Stara sintió que se le erizaba el vello. Había olvidado la costumbre sachakana. Otro escalofrío la recorrió. «Hasta Kachiro cree que los kyralianos han vencido».

—¿Está aquí su familia? —preguntó.

—No. Se han ido. O han muerto. Al igual que los demás. Motara. Dashina. Todos. Soy el único… —Cerró los ojos con el rostro demudado.

—Hazlo —lo instó ella—. Si no te importa, te espero aquí. No sé si estoy preparada para ver eso.

Él asintió, y acto seguido levantó el cuerpo de Chavori en brazos y lo llevó fuera. De pronto, el joven parecía muy frágil y menudo, y Kachiro más alto y corpulento.

En cuanto se marchó, ella dirigió su atención a los mapas y comenzó a rebuscar entre ellos.

—Quiero asegurarme de que aquí no queden copias —le susurró a Vora—, ni notas ni esbozos. Nada que demuestre que el lugar que él describió existe.

Los mapas que había sobre la mesa eran de los volcanes del norte, con las corrientes de lava marcadas con líneas rojas onduladas. Ella se detuvo por un momento al darse cuenta de lo cerca que Chavori debió de estar de las cimas para hacer sus mediciones. «Es más valiente de lo que parece. O parecía. —Sintió una punzada de dolor por la pérdida—. ¿Qué más habría inventado y descubierto si los kyralianos no le hubieran arrebatado la vida tan pronto?».

Había varios tubos de los que Chavori utilizaba para transportar sus mapas apoyados contra la pared en un rincón de la habitación. Stara cogió uno, lo abrió por un extremo y dejó caer los rollos de pergamino sobre la mesa. Los desplegó, uno por uno. Eran mapas de la costa de Sachaka. Ella masculló una palabrota. ¿Cuánto tardaría Kachiro en incinerar el cadáver de Chavori y regresar?

Oyó que Vora exhalaba un suspiro de frustración y, al volverse, vio que la anciana estaba examinando las carpetas con pergaminos que había en un cofre pequeño, abriendo las tapas y sacudiendo la cabeza.

—Tiene una letra espantosa —comentó la esclava—. Podríamos tardar semanas en leer todo esto.

—¿Podemos llevárnoslo con nosotras?

Vora echó un vistazo al cofre e hizo una mueca.

—Pesa bastante.

Stara agarró otro tubo.

—¿Y enviar a alguien a recogerlo?

—¿Qué hacéis? —La voz de Kachiro procedía de la puerta.

Stara se quedó helada, dándole la espalda.

—No podemos permitir que su obra se pierda —dijo. La mentira le dejó un regusto amargo. «Pero de una forma extraña es cierto. ¿Quién sabe qué pasaría con los mapas si los dejáramos aquí? Tal vez estemos salvándolos de la destrucción».

—No —oyó que decía Kachiro—. Eso no le habría gustado. Guárdalos de nuevo en los tubos.

Ella oyó que sus pasos se acercaban, y se volvió hacia él con una sonrisa lánguida. Él cogió los mapas que estaban sobre la mesa y, tras enrollarlos, los introdujo en el tubo. Recogió la mitad de los tubos y se los entregó a Stara. Le dio la otra mitad a Vora. Luego, con un gruñido, levantó el cofre.

—Llevemos esto a un lugar seguro —dijo antes de salir de la habitación dando grandes zancadas.

Caminó a toda prisa durante el trayecto de regreso, y aunque Stara y Vora no iban tan cargadas como él, les costaba seguirle el paso. El sol se había puesto, y la oscuridad creciente lo despojaba todo de color. Por fin llegaron a la casa de Kachiro y entraron. Stara vio el asombro reflejado en el rostro de su marido cuando se encontró frente a aquella multitud de mujeres en la sala maestra. Las otras esposas también estaban allí, con sus hijos. Stara no tenía idea de si estaban enteradas de la suerte que habían corrido sus esposos. Entre las mujeres había varias que Stara sabía que eran esclavas, vestidas con ropa similar a la de las mujeres libres. Tavara no se hallaba entre ellas. Por alguna razón, esto llenó de alivio a Stara.

Kachiro depositó el cofre en el suelo.

—¿Adónde vais?

—Fuera de la ciudad —respondió Stara. Dejó los mapas, se situó frente a él y le escrutó los ojos—. Como no sabía cuándo volverías… o si volverías siquiera, empecé a organizarlo todo. Creo que estaremos más a salvo si pasamos una temporada fuera de Arvice. Chiara tiene amigos en el campo. —Esto último era una mentira, por supuesto.

Él enarcó las cejas y asintió.

—Sí, será lo más seguro para vosotras. Y deberíais llevaros esto también. —Señaló el cofre.

Ella frunció el ceño.

—¿Y tú? ¿No vendrás con nosotras?

Kachiro vaciló por un instante y meneó la cabeza.

—No. Los kyralianos no pueden matar a todos los magos sachakanos y esperar que los esclavos sigan trabajando, tanto si los liberan como si no. Moriremos de hambre. Alguien tiene que quedarse para intentar salvar algo de lo que tenemos. —Hizo un mohín—. Y aunque se me da mejor negociar que luchar, si se presenta la oportunidad de expulsarlos, o al menos de cobrarnos una pequeña venganza, quiero estar aquí para aprovecharla.

Un orgullo teñido de melancolía se apoderó de Stara. Le dio un beso en la mejilla y, al ver que Kachiro parecía sorprendido, clavó en él una expresión severa.

—Haz el favor de cuidarte. Te enviaré a un mensajero cuando lleguemos a casa de los amigos de Chiara.

Él asintió y sonrió, cansado.

—Vosotras cuidaos también. Debería ir con vosotras, para protegeros…

Todas las mujeres emitieron un murmullo de disconformidad.

—Formaremos una piña y tenemos esclavos que nos defenderán —le aseguró Chiara.

—Bien. Ha oscurecido y nos conviene alejarnos de Arvice lo máximo posible antes de detenernos a descansar —dijo Stara, volviéndose hacia las mujeres. Recogió los tubos y los repartió entre ellas—. Coged uno cada una, y distribuid el peso de esto entre vosotras. —Se agachó, abrió el cofre y les entregó las carpetas con notas.

—Seguro que los esclavos pueden cargar con eso —dijo Kachiro.

Stara no tuvo el valor de decirle cuántos esclavos habían huido. Ya se sentía bastante culpable por dejarlo allí, en la ciudad. Por un momento, tuvo la tentación de convencerlo de que se marchara con ellas, pero en su sueño de un Refugio auténtico no había lugar para hombres.

—Prefiero que carguen con alimentos y otros objetos de primera necesidad —replicó—. No te preocupes; así repartidos no serán tan difíciles de transportar. —Ahora las mujeres la miraban con expectación. Ella sonrió a Kachiro y le rozó la mejilla—. Adiós.

Él esbozó una leve sonrisa, le tomó la mano y se la besó.

—Gracias.

Se contemplaron por un momento más, y entonces ella hizo un esfuerzo por apartarse de él.

—Andando —dijo, señalando la puerta.

Las mujeres consiguieron sonreír e incluso hacer algunos comentarios desenfadados mientras salían detrás de Stara, como si estuvieran a punto de partir en un viaje de placer. Stara no volvió la vista para no ver a Kachiro allí de pie, solo, mirando cómo se marchaban.

Una vez fuera, exhaló un profundo suspiro de alivio, antes de echar a andar a un paso rápido pero no fatigoso. Las mujeres se quedaron calladas, abandonando todo intento de fingir jovialidad. Vora se acercó a Stara para caminar junto a ella.

—¿Por dónde crees que deberíamos salir de la ciudad? —murmuró la esclava.

—Por la avenida principal —respondió Stara—. Los demás caminos estarán abarrotados. Salta a la vista que somos un grupo de mujeres que viaja sin acompañantes que las protejan. Prefiero no tener que utilizar la magia salvo para cosas importantes. La gente tal vez evite la ruta por la que llegaron los kyralianos.

—Supongo que si los kyralianos han ganado, no tendrán motivos para marcharse de la ciudad.

—Y si han perdido, estarán muertos.

Siguieron adelante a toda prisa, y no se oía más que el roce de la ropa, el repiqueteo de los pasos y la respiración de las mujeres. Les llegaba el eco de sonidos lejanos procedentes de distintas partes de la ciudad. Una detonación sorda. Un grito de rabia. Un alarido que las hizo parar y estremecerse. Stara notó una tensión que crecía en su interior. Resistió el impulso de arrancar a correr. «Solo un trote —le rogaba su mente—, no una carrera». Pero no quería cansarse ni cansar a las mujeres. Quizá esa energía les haría falta más tarde.

Le sorprendió percatarse de que estaba inspeccionando su reserva de magia, dándole toques muy suaves para asegurarse de que continuaba allí, lista para que ella la invocara. Se sentía tentada de protegerlas a todas con un escudo, pero aunque había aprendido esta técnica como parte de su entrenamiento básico, no se había molestado en practicarla durante años y no estaba segura de cuánta energía necesitaría gastar para extender el escudo sobre tanta gente. Aun así, estaba lista para erigir una barrera, y también para lanzar un azote, en caso necesario.

Se encontraban cerca de la avenida principal. Ella aflojó el paso al ver los escombros esparcidos sobre la calzada. Al otro lado había casas en llamas que emitían un resplandor parpadeante y caliente. Las mujeres se lamentaron en voz baja al ver toda aquella destrucción. Todas se detuvieron en la esquina para contemplarla en un silencio lúgubre.

Stara oyó un sonido apenas perceptible a su derecha. El corazón le dio un vuelco cuando se percató de que el movimiento que había captado con el rabillo del ojo no era la oscilación de sombras proyectadas por el fuego. Extendió los brazos de golpe y retrocedió, empujando a las mujeres hacia atrás.

Pero ellas se movían con demasiada lentitud, pues no habían reparado en el peligro. Dos figuras aparecieron más adelante, en la avenida, caminando despacio y mirando en torno a sí. Un hombre y una mujer. Su atuendo era kyraliano. Stara se quedó paralizada y oyó que las otras mujeres contenían el aliento.

De pronto, el hombre dio media vuelta y quedó de cara a ellas. Stara, presa del miedo, liberó magia instintivamente en forma de una fuerza que se llevara por delante a los invasores.

Y así ocurrió. Los dos extranjeros salieron despedidos sobre la avenida y cayeron al suelo como peleles.

«¿Están muertos?». Stara fijó la vista en los kyralianos, esperando a que se movieran. El tiempo transcurría muy lentamente, y ella tomó conciencia de la respiración anhelosa de las mujeres asustadas que la rodeaban. Hasta Vora jadeaba a causa del miedo.

—No se mueven —dijo Chiara. Dio un paso hacia delante—. Creo que los has fulminado.

—Más vale asegurarnos —aconsejó Tashana.

Stara respiró hondo y avanzó. Las mujeres la siguieron. Llegaron frente al hombre. El corazón le dio un brinco al advertir que él estaba consciente, y alzó una barrera de magia. El hombre había caído sobre un trozo de muro. Cuando Stara se acercó, él se impulsó con los brazos y se volvió boca arriba. Tenía el pecho cubierto de la sangre que le manaba de una herida. Ella dirigió la vista al muro y vio el extremo destrozado del gancho de una lámpara, cubierto de un líquido reluciente.

Los ojos del hombre pasaron de un rostro a otro. Stara invocó su magia de nuevo, preparándose para rematarlo, pero entonces una expresión de reconocimiento y sorpresa asomó al rostro del extranjero.

—Vosotras… —dijo, con la voz ronca de dolor, y la mirada clavada en las mujeres que estaban detrás de ella.

—Es el que no nos delató —dijo Nachira—. El que nos descubrió en el Refugio y se fue sin avisar a los demás.

El horror se adueñó de Stara. ¿Por qué había tenido que abatir precisamente al único invasor que había mostrado un poco de compasión?

—Pero no recuerdo haber visto a una chica —añadió Nachira.

Stara echó un vistazo detrás del joven y vio que la mujer yacía de costado con los ojos cerrados. «No se han defendido. Tal vez no les quedaba energía. —Era imposible distinguir si la mujer estaba inconsciente o muerta. Stara contrajo el rostro—. Con la suerte que tengo, resultará ser otra persona a quien no debería haber matado». Suspiró y dio media vuelta.

—Vámonos de aquí —dijo.

Con un cansancio profundo, pero dejando a un lado sus dudas, se alejó caminando por la avenida. Mientras se marchaba de la ciudad en que había nacido, no volvió la vista atrás. En cambio, se colocó el tubo con mapas sobre el hombro y se concentró en su sueño de un Refugio para mujeres en el que todas serían iguales y libres. Las mujeres de las que se había hecho amiga y a las que había defendido la siguieron.

Hileras de árboles rodeados de arriates con plantas florales bordeaban la amplia avenida que conducía al Palacio Imperial. En cuanto el ejército había llegado a esta vía, los ataques habían cesado. Dakon dudaba que la razón fuera que los magos locales no querían estropear el paisaje urbano. Lo más probable era que hubiesen corrido a formar una última línea de defensa frente a las puertas del palacio.

Dakon echó de nuevo una ojeada por encima del hombro, intentando localizar el punto en que la calle por la que se habían abierto paso luchando se cruzaba con el paseo flanqueado por árboles en el que se encontraban. Cuando dio con él, buscó algún atisbo de movimiento.

—No te preocupes por ellos —dijo Narvelan—. Los dos son muy listos. Permanecerán escondidos hasta que regresemos a buscarlos.

«Si es que están vivos. —Dakon suspiró y miró de nuevo al frente—. Pero, si no lo están… Mi mente sabe que Narvelan tiene razón, pero el corazón me dice lo contrario».

—Debería volver —dijo por centésima vez.

—Te matarían —repuso Narvelan—, lo que no los ayudaría en absoluto.

—Puedo ir yo —dijo otra voz.

Dakon y Narvelan se volvieron hacia Mikken, que cabalgaba a la izquierda de Dakon.

—No —dijeron los dos a coro.

—Cuando oscurezca —dijo el aprendiz—, puedo acercarme hasta allí sin apartarme de las sombras. No importa mucho que yo muera. Además, se supone que debía quedarme junto a Jayan…

—No —repitió Narvelan—. Le serás más útil a Jayan vivo. Si alguien va a regresar allí por la noche, seremos todos nosotros, y algunos más, para estar más protegidos.

Mikken encorvó la espalda y asintió.

Se hallaban cerca del palacio. Al alzar la mirada hacia el edificio, Dakon advirtió que era una versión más grande y suntuosa de las mansiones que habían visto antes. Las murallas, enlucidas y pintadas de blanco, se curvaban sensualmente. Sin embargo, eran mucho más gruesas y altas, y varias torres coronadas con cúpulas se alzaban sobre ellas aquí y allá.

Cuando el ejército se aproximó a las puertas, los magos se separaron en secciones de combate sin mediar palabra. No se oía un solo sonido procedente del edificio. Nadie salió para plantarles cara.

Con un golpe metálico sordo, las puertas se abrieron.

—El emperador os invita a entrar —gritó una voz.

Dakon observó al rey, Sabin y el Dem mientras discutían sus opciones. «Podríamos quedarnos aquí y esperar a que salga alguien. Podríamos entrar todos. O uno de nosotros podría entrar con un anillo de sangre para avisarnos mentalmente si no hay peligro».

Sabin escudriñó los rostros que tenía detrás, buscando un voluntario. «¿Me ofrezco yo? ¿Por qué no? Si Tessia y Jayan están muertos, ¿quién me necesita? Mi Residencia ha quedado destruida, y está claro que no sirvo como protector de los habitantes de mi señorío, que podrán arreglárselas para rehacer su vida sin mí». Abrió la boca.

—Iré yo —dijo Narvelan—. Al fin y al cabo, ya tengo un anillo.

Dakon siguió con la mirada al mago mientras este se dirigía con aire decidido a las puertas y desaparecía en el interior. Transcurrieron varios minutos interminables en silencio. Entonces Sabin soltó una risita.

—El camino está despejado. Ha leído algunas mentes. El emperador ha ordenado que nadie obstaculice nuestra marcha ni nos tienda trampas. —Se volvió hacia los sirvientes y los carros—. Aun así, creo que la mitad de nosotros debería quedarse fuera para proteger a los criados y estar listos para luchar si, a pesar de todo, esto acaba desembocando en una batalla.

Transcurrió más tiempo mientras lo organizaban todo. Finalmente estuvieron preparados. Sabin dio la orden, y Dakon, junto con otros cuarenta magos, entró en el Palacio Imperial de Sachaka.