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Clareaba desde hacía una hora, y el cielo se había teñido gradualmente de un rojo inquietante mientras la tierra seguía siendo una llanura negra, interrumpida aquí y allá por las siluetas de edificios y árboles. El color bañaba los contornos de los rostros y se reflejaba en los ojos, dando a las facciones familiares un aspecto extraño pero en cierto modo apropiado, pensó Dakon, después de lo ocurrido la noche anterior. Personas que él creía conocer y a quienes atribuía un carácter benévolo habían mostrado su lado más oscuro, o una debilidad que les impedía enfrentarse a la mayoría aunque no estuvieran de acuerdo con ella.

El rey había decidido que Narvelan encabezaría todos los ataques contra las fincas sachakanas, pero que en cada ocasión dirigiría a un grupo distinto de magos. «Una decisión interesante —había pensado Dakon—. Nos obliga a todos a tomar parte en la matanza, para repartir la responsabilidad entre nosotros. Si todos nos sentimos culpables, nadie empezará a culpar a otros».

Dakon se preguntaba qué ocurriría cuando le llegara el turno y él se negara a participar.

Por el momento no había habido una escasez de voluntarios. Lord Prinan se había unido al tercer grupo, tras confesar a Dakon que temía que si no se fortalecía sería un lastre en las batallas futuras.

«¿Seré yo un lastre? —se preguntó Dakon—. Si solo extraigo energía de Tessia estaré más débil, pero no seré un lastre. Si eso significa que seré uno de los primeros en caer en la próxima batalla, que así sea. No pienso matar esclavos para arrebatarles su energía».

—Vos podríais dejarlos agotados en vez de eso —le había sugerido Tessia, sin duda consciente de las posibles consecuencias que tendría su negativa a participar.

—Y Narvelan echará un vistazo después para asegurarse de que estén muertos —había replicado él—. No te preocupes. Solo es cuestión de esperar. En cuanto el rey se percate de que es imposible que nuestra presencia en Sachaka siga siendo un secreto, le dará igual si los esclavos sobreviven o no.

Las fincas se encontraban a unas horas de camino unas de otras, por lo que solo habían asaltado siete. En todas las casas posteriores a la primera habían encontrado magos. Todos se habían resistido contra los atacantes y habían sido derrotados. Nadie había mencionado si había miembros de la familia de los magos presentes, ni qué había sido de ellos. Dakon dudaba que todos los parientes de los propietarios de las fincas estuvieran ausentes, y también dudaba que alguno hubiera quedado con vida.

El sonido de varios cascos de caballos atrajo la atención del ejército hacia el camino secundario por el que se había marchado Narvelan con su último grupo. En efecto, el destacamento estaba regresando. Se disgregó cuando se incorporó al resto del ejército; los magos ocuparon de nuevo sus posiciones anteriores en la columna y Narvelan se acercó al rey una vez más.

En vez de reanudar la marcha, el rey se volvió hacia Sabin y asintió. El maestro espadachín hizo girar a su caballo y retrocedió a lo largo de la columna. Al pasar junto a Dakon, lo miró a los ojos.

—El rey pide a sus asesores que se reúnan con él.

Dakon asintió y, cuando Sabin se encontraba demasiado lejos para oírlo, suspiró.

—Buena suerte —murmuró Jayan.

—Gracias. —Dakon posó la vista en Tessia, que le dedicó una sonrisa de conmiseración, y luego espoleó a su caballo hacia delante.

Se detuvo junto a lord Hakkin y observó a los otros asesores, que se dirigían al frente de la columna. El líder de los elyneos se unió a ellos. Cuando Sabin regresó con los asesores que faltaban, todos se colocaron de cara a los demás, formando un círculo de monturas con sus jinetes.

—Necesitamos un lugar seguro donde acampar —dijo el rey—, pero no parece haber cerca de aquí ningún sitio en el que pueda ocultarse un grupo numeroso como el nuestro. El mago Sabin propone que continuemos cabalgando.

—¿En plena luz del día, majestad? —preguntó Hakkin—. ¿No nos exponemos a que alguien nos vea?

El rey asintió.

—Lo que hicimos anoche acabará por saberse, tal vez dentro de un par de días, pero debemos suponer que no tendremos tanta suerte y que la noticia de nuestra llegada empezó a difundirse desde nuestra primera parada. Quizá no consigamos viajar más deprisa que los mensajes sobre nosotros, pero todavía podemos llegar antes de que el enemigo tenga tiempo de prepararse o de esquivarnos.

—Pero ¿cuándo dormiremos? —preguntó Perkin—. ¿Y qué hacemos con los caballos?

Sabin esbozó una sonrisa lúgubre.

—Cuando la noticia se nos adelante, buscaremos una posición que podamos defender y nos turnaremos para descansar. Nos llevaremos los caballos frescos que encontremos por el camino. En cada finca hay unas caballerizas, donde se guardan entre cuatro y veinte caballos. Esa —señaló con un movimiento de la cabeza las murallas blancas a lo lejos— tenía más de treinta. Enviaré a unos criados a buscarlos.

—¿Qué haremos cuando las noticias sobre nosotros nos precedan? ¿Qué harán ellos? —preguntó Bolvin.

—Avanzaremos lo más rápidamente que podamos, a fin de que dispongan del menor tiempo posible para juntarse y prepararse.

—¿Viajaríamos tan deprisa como las noticias si no nos detuviéramos a atacar las casas sachakanas durante el trayecto? —preguntó Dakon.

—Sí —respondió Sabin—, pero necesitamos fortalecernos también.

—Tenemos la piedra de almacenaje —observó Dakon.

Sabin se volvió hacia Dem Ayend.

—Pero no debemos utilizarla salvo en caso estrictamente necesario. Sería un desperdicio si la usáramos y fracasáramos de todos modos por no haber hecho el esfuerzo de valernos de nuestra propia fuerza.

El Dem torció los labios al oír esto, pero guardó silencio.

—Además, hay que evitar que los sachakanos se fortalezcan —agregó Narvelan—. Sería una insensatez dejarles una fuente de energía que pueden utilizar en nuestra contra. No queremos que nos ataquen por la retaguardia o que bloqueen nuestra vía de escape.

Esta vez fue Sabin quien adoptó una expresión divertida. Dakon miró a los otros magos, que asentían en señal de conformidad, y sintió un escalofrío que le bajaba por la espalda y se instalaba en algún lugar de su vientre como un nudo glacial. «Van a seguir matando esclavos —comprendió—, hasta llegar a Arvice. Y todo porque son demasiado orgullosos para utilizar la piedra de almacenaje de los elyneos. Porque tienen miedo. —Por un momento se quedó sin habla, y cuando se recuperó de la impresión, la conversación había derivado hacia otros temas—. Nada de lo que diga les hará cambiar de idea. Quieren que tengamos las máximas posibilidades de ganar. Las vidas de unos miles de esclavos no les parecerán importantes en comparación con eso».

—Lord Dakon —dijo el rey.

Dakon alzó la vista y cayó en la cuenta de que no había escuchado la última parte de la conversación.

—¿Sí, majestad?

—¿Queréis reunir un grupo y partir al frente de él en busca de comida para el ejército?

Un alivio tardío se apoderó de él.

—Sí, eso puedo hacerlo. —Era una misión que podía llevar a cabo con la conciencia tranquila.

—Bien. —El rey entornó los párpados ligeramente—. Me gustaría comentar esto con vos más a fondo. Los demás podéis volver a vuestras posiciones.

Mientras los otros se retiraban, el rey acercó su caballo al de Dakon.

—He notado que no habéis participado en ninguno de los asaltos a las fincas —dijo el rey, clavando en él unos ojos penetrantes e impasibles—. No estáis de acuerdo en matar a los esclavos, ¿verdad?

—No, majestad. —Dakon sostuvo la mirada del rey y el corazón se le aceleró un poco por el temor.

—Recuerdo que en el paso fronterizo dijisteis que debíamos procurar no convertirnos en sachakanos. No lo he olvidado. —El rey sonrió por un momento antes de ponerse serio de nuevo—. No creo que haya peligro de eso.

—Espero que tengáis razón. —Dakon posó la vista en Narvelan en un gesto deliberado. Los ojos del rey centellearon.

—Yo también. Pero la decisión está tomada, y debo atenerme a ella. No os obligaré a participar en los asaltos, pero no quiero que parezca que acepto vuestra negativa con demasiada facilidad. Por fortuna, todos los que han reparado en ello dicen que semejantes actos no están en vuestra naturaleza, y que permanecer débil es castigo suficiente para vos. Están más preocupados por vos que enfadados.

Dakon percibió una inquietud auténtica en la voz del rey, y asintió de nuevo.

—Entiendo.

—Espero que lo entendáis de verdad —dijo el rey, y echó un vistazo hacia atrás—. Ahora, más vale que avivemos el paso. Tal como ha señalado Sabin, la rapidez es esencial para nosotros en estos momentos.

Tras lanzar a Dakon una última mirada severa, hizo que su caballo diera media vuelta y se dirigió de nuevo hacia Sabin. Dakon no sabía si sentirse aliviado o preocupado por lo que había dicho el rey. Mientras cabalgaba de vuelta a donde se encontraban Tessia, Jayan y Mikken, meditó sobre las palabras del monarca.

«… permanecer débil es castigo suficiente».

¿Durante cuánto tiempo seguirían pensando esto sus amigos y aliados, mientras el ejército se internaba más y más en Sachaka y se acercaba el momento de la batalla que decidiría el futuro de ambos países?

El sol estaba alto en el cielo cuando Narvelan y su último grupo regresaron por otro camino secundario. Jayan observó que Narvelan intercambiaba unas palabras con el rey antes de volverse y cabalgar hacia él. En su interior se desató un torbellino de sentimientos a los que se sumó el desánimo cuando advirtió que el miedo era uno de ellos. Repugnancia, rencor, deslealtad y miedo.

«Eras amigo de Dakon —pensó—. Siempre hablabas de proteger a la gente de tu señorío y tu país. Siempre defendías al hombre y la mujer de a pie y te quejabas de los magos que se valen de su poder y su influencia para abusar de los más débiles».

Entonces se percató de que Narvelan estaba mirando a Dakon. El mago frenó a su caballo a unos pocos pasos de distancia.

—Hola, viejo amigo —dijo, con una sonrisa cansada y un brillo extraño en los ojos—. Hemos encontrado un almacén grande repleto de comida allí detrás. No lo entiendo, pues el sitio está medio vacío y abandonado, y casi no había esclavos por allí. Yo llevaría dos carretillas.

Dakon forzó una sonrisa.

—Gracias por la información.

Narvelan se encogió de hombros, hizo girar a su caballo y se encaminó hacia el rey.

—Muy bien. —Dakon se volvió hacia Jayan e hizo una mueca—. Será mejor que nos demos prisa, o el ejército se marchará sin nosotros.

Jayan sonrió.

—No lo harán, a menos que de pronto le hayan cogido aversión a la comida.

Retrocedieron a lo largo de la columna reuniendo a los magos y criados que habían accedido a ayudarlos, así como dos carretillas que los sirvientes habían preparado. A continuación enfilaron el camino secundario que conducía a las murallas blancas lejanas, dejando atrás a Tessia y Mikken.

Los magos permanecían callados mientras cabalgaban. Tal vez era por miedo a un ataque, aunque Narvelan seguramente se había ocupado ya de todos los agresores en potencia. Era más probable que su silencio se debiera a la sombría certeza de lo que iban a ver.

Pero había menos cadáveres de lo que Jayan esperaba. Narvelan no exageraba cuando afirmaba que el sitio estaba medio vacío y abandonado. Muchas de las habitaciones de la casa estaban desnudas. Otras contenían muebles viejos y maltratados. En una habitación había un arcón de madera roto y abierto. Jayan entró y examinó el interior de la caja. Estaba llena de prendas de una tela profusamente decorada. Despedían una fragancia con toques de especias.

—Parece ropa de mujer —dijo en voz alta, palpando la tela—. Nunca he visto a un hombre con vestidos tan finos.

Dakon miró a Jayan a los ojos y frunció el entrecejo.

—Yo solo he visto cadáveres de esclavos.

Un escalofrío recorrió a Jayan.

—Encontremos el dichoso almacén y larguémonos de aquí.

Al poco rato, uno de los magos apareció y les comunicó que había localizado el almacén. Dakon se marchó con el hombre para acercar las carretillas al edificio, mientras Jayan iba en busca de los otros miembros del grupo.

El almacén era un edificio achaparrado e independiente situado en la parte de atrás de la finca. Las paredes del interior estaban recubiertas de estantes. Unas grandes tinajas de cerámica con etiquetas que indicaban variedades distintas de grano estaban apiñadas en el centro de la habitación.

—Son demasiado pesadas para cargarlas en las carretillas —dijo Dakon. Se acercó a los estantes para investigar qué contenían. Estaban atestadas de verduras, cecina, botes de conservas y aceites, y sacos de judías secas—. Llevaos estas… y estas. Esas de ahí, no…

Los magos y los criados pusieron manos a la obra con diligencia. Habrían podido utilizar magia para trasladar los alimentos, pero eran reacios a gastar energía, aunque solo fuera una cantidad ínfima. Pronto la primera carretilla estaba llena, y la apartaron para poder acercar la otra a la puerta.

—Ojalá tuviéramos recipientes o bolsas más pequeñas en las que meter este grano —murmuró Dakon mientras abría la tapa de otra tinaja. Se quedó inmóvil por un momento, colocó la tapa rápidamente en su sitio, alzó la mirada y la dirigió en torno a sí, hasta que sus ojos se clavaron en los de Jayan. Entonces se encogió de hombros y comenzó a ayudar a los criados a llevar la comida hacia la carretilla.

Por fin la última carretilla estuvo cargada, y Dakon hizo salir a todos del almacén. La carretilla empezó a moverse, pero topó con un saco tirado en el suelo y se volcó. Mientras los magos recogían los alimentos para colocarlos de nuevo en la carretilla, Jayan volvió a entrar sigilosamente en el almacén.

Cuando se acercó a la tinaja que había abierto Dakon, percibió el mismo aroma a especias que desprendía la ropa. Agarró el pomo de barro del centro de la tapa y la levantó.

Y debajo vio varios rostros aterrorizados.

La vasija no tenía fondo. Comunicaba con una especie de cavidad subterránea, un buen escondite para aquellas mujeres mientras no se le ocurriera a nadie echar una ojeada al interior de la tinaja. Jayan sintió admiración por quien había ideado aquel refugio tan ingenioso, pero entonces pensó que seguramente su objetivo era servir de protección contra un peligro que no era el de los invasores kyralianos.

«¿A qué pueden temer aparte de a nosotros?».

Una de las mujeres soltó un gemido. La fascinación de Jayan dio paso a la preocupación. No tenía intención de revelar a los otros magos la existencia de aquellas mujeres. Se llevó un dedo a los labios, sonrió en lo que esperaba que fuera un gesto tranquilizador y cerró la tapa de nuevo. Cuando alzó la vista, vio a Dakon de pie en la puerta, con una expresión ceñuda de incertidumbre y temor.

«Está inquieto porque ya ha visto a un amigo suyo sucumbir a la maldad, y no puede evitar temer que ocurra de nuevo».

Jayan se dirigió hacia la puerta y dio a Dakon unas palmaditas en el hombro.

—Tienes razón. Pesan demasiado para llevárnoslas con nosotros —dijo, y acto seguido salió para reunirse con los demás.