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Al principio, el camino que se adentraba en Sachaka surcaba la piel desnuda de las montañas, siguiendo una línea tortuosa en su abrupto descenso. Más adelante, llegaba bruscamente a las colinas de abajo, donde discurría en un recorrido más suave por el fondo llano de los valles, paralelo a los cursos de agua.

Sin embargo, el ejército kyraliano no se había internado de inmediato en el terreno menos accidentado. Había acampado al amparo de un bosque. Aunque era la última hora de la tarde, todos menos el primer encargado de montar guardia se habían retirado a dormir. «O a intentarlo», pensó Tessia con ironía. Se había quedado tendida en su catre, escuchando la respiración de las otras mujeres, totalmente despierta y sin dejar de preocuparse por Jayan y el resultado de aquella invasión.

En esos momentos, mientras el ejército avanzaba en silencio hacia las tierras bajas y pobladas de Sachaka, la joven estaba agotada y lamentaba no haber conseguido pegar ojo. «Cansada física y mentalmente. Cansada de preocuparme; cansada de discutir con Jayan por lo que estamos haciendo».

Habían hablado en otras dos ocasiones, cuando él se había ofrecido voluntario para acompañar a los magos que iban a investigar los conjuntos de edificios que habían encontrado en el camino, y más tarde, brevemente, cuando se acercaban a la primera población.

Ahora él se había marchado a caballo con unos veinte magos dirigidos por Narvelan por un camino secundario en dirección a las murallas blancas lejanas que relucían a la luz de la luna.

«Lo que creo que me molesta más es que sé que tiene razón —pensó ella—, pero por otro lado estoy convencida de que no la tiene. La invasión es un error. Nos convierte a nosotros en los agresores. Nos hace más parecidos a los sachakanos, menos seguros de ser mejores que ellos.

»Y sin embargo no puedo evitar pensar que tendríamos que cometer actos mucho peores para rebajarnos a su nivel de crueldad e inmoralidad. Tal vez el daño que hagamos quede equilibrado por el bien. Podríamos transformar Sachaka en un lugar mejor, acabar para siempre con la esclavitud.

»Pero eso tendrá un precio. Cambiará el concepto que tenemos de nosotros mismos. ¿Hasta qué punto estamos dispuestos a refrenarnos para comportarnos de una forma correcta y ética? Si justificamos esto, ¿nos resultará más fácil justificar cosas peores? Si los kyralianos creemos que un poco de maldad es perdonable si se hace por una buena razón, ¿qué otras cosas perdonaremos, o daremos por sentado que otros perdonarán? —Suspiró—. Si Jayan está en lo cierto, estamos poniendo en riesgo nuestro futuro por el bien de un pueblo que ha destrozado nuestro país. No estoy segura de que muchos magos se jugaran la vida si vieran las cosas desde esta perspectiva. Tal vez unos pocos sean así de nobles, pero no todos lo son. No, la mayoría de los magos está aquí para aprovechar nuestra superioridad mágica repentina, creo que con el fin de vengarse».

Un rumor suave entre los magos la arrancó de sus pensamientos. Ella dirigió la vista por el camino secundario hacia las siluetas imprecisas de los edificios lejanos. Unas sombras se movían ante ellos. Aunque Tessia no alcanzaba a distinguir las figuras, se movían con las sacudidas rítmicas de unos jinetes que se aproximaban al galope. Algo en la prisa con que avanzaban le infundió un temor profundo.

Cuando los jinetes se encontraban más cerca, las sombras dieron paso a rostros reconocibles. Tessia se sintió aliviada al comprobar que Jayan estaba entre ellas y que no faltaba nadie. Él tenía una expresión adusta y taciturna, al igual que los demás, con la excepción de Narvelan. Su espalda recta sugería una actitud desafiante o indignada.

«¿O estoy haciendo una interpretación exagerada?», se preguntó ella al observar a Narvelan y a los otros dos mientras se reunían con el rey, Sabin y el líder de los elyneos. El resto del grupo se dispersó; algunos se quedaron a escuchar la conversación entre los hombres, otros se alejaron. Tessia vio que Jayan sacudía la cabeza y conducía su caballo hacia donde se hallaban Mikken, Dakon y ella.

—¿Y bien? —murmuró Dakon—. ¿Os han dispensado una bienvenida cordial nuestros vecinos?

Jayan torció los labios en algo que no llegaba a ser una sonrisa.

—El propietario de la finca no estaba en casa. Solo había… esclavos. —Apartó la vista con expresión angustiada.

—¿Y los esclavos? —lo animó a continuar Dakon al cabo de un rato.

Jayan suspiró.

—No se han alegrado de vernos ni les han entusiasmado nuestros planes respecto a ellos.

—¿Así que Narvelan les ha ofrecido la libertad?

—Sí. —Jayan arrugó el entrecejo y miró de nuevo a Dakon. Tessia percibió dolor, culpabilidad y oscuridad en sus ojos antes de que su semblante se tornara más inexpresivo—. Cuando llegamos nos abrieron las puertas y luego se arrojaron al suelo. Narvelan les pidió que se levantaran. Les aseguró que los liberaríamos si ellos colaboraban con nosotros. Entonces comenzó a hacerles preguntas. Nos dijeron que su amo no estaba y nos explicaron quién era, pero cuando él les preguntó por su paradero y ellos respondieron, era evidente que mentían. —Hizo una mueca—. De modo que Narvelan le ordenó a uno que se acercara y le leyó la mente. Descubrió que habían enviado mensajeros a su amo, que está visitando a un vecino, y que le son leales. Lo temen, pero le son leales. No entienden lo que es la libertad. Nuestra oferta no significaba nada para ellos.

»Nos pusimos a discutir sobre qué hacer a continuación, pero Narvelan dijo que no había tiempo. Los esclavos ya estaban corriendo la voz sobre nuestra presencia. Teníamos que detenerlos y absorber su energía. Y eso hicimos, mientras Narvelan partía para interceptar a los mensajeros. —Se interrumpió para inspirar profundamente—. Cuando regresó, vio que habíamos cumplido con lo acordado; habíamos dejado a los esclavos con vida pero demasiado débiles para moverse. Los miró y dijo que teníamos que matarlos, pues de lo contrario, en cuestión de horas, recuperarían la fuerza suficiente para marcharse y alertar a las autoridades de nuestra llegada. Así que… —Jayan cerró los ojos—. Así que los mató, para que los demás no… no nos sintiéramos responsables.

Un escalofrío de espanto bajó por la espalda de Tessia, que oyó a Mikken mascullar una maldición. Ella intentó no imaginar a los esclavos, demasiado débiles para moverse, comprendiendo al ver morir al primero de sus compañeros que ellos correrían la misma suerte, sabiendo que no podían evitarlo ni intentar huir siquiera.

Dakon dirigió la mirada hacia Narvelan y el rey, antes de posarla de nuevo en Jayan.

—Ah —dijo.

En vez de ira, Tessia vio tristeza en el rostro de su maestro. Entonces él entornó los ojos. Ella se volvió hacia los líderes militares, que habían empezado a avanzar. Narvelan cabalgaba junto al rey, sonriendo.

«¡Sonriendo! Después de matar a tantos… ¿A cuántos?». Miró a Jayan.

—¿Cuántos? ¿Cuántos esclavos? —inquirió, y entonces se preguntó por qué de pronto le parecía tan importante saberlo.

Él la miró con extrañeza.

—Más de cien. —Su expresión ceñuda se desvaneció y consiguió esbozar una leve sonrisa—. Ni siquiera tus dotes de sanación te servirían para salvarlos, me temo. Esta vez no. —Desvió la vista—. Ojalá pudieras.

«No estaba pensando en salvarlos —pensó ella—, pero a juzgar por su expresión, aclarárselo no ayudaría mucho». Dakon espoleó a su caballo para que comenzara a andar, y Jayan y Tessia lo siguieron. Cabalgaron en silencio. Las palabras de Jayan se repetían una y otra vez en la mente de Tessia.

—Lo que no entiendo —dijo Mikken al cabo de un rato— es por qué Narvelan pensó que matar a los esclavos impediría que los sachakanos descubrieran que estamos aquí. En cuanto su amo regrese a casa, le quedará muy claro que algo no marcha bien. Y seguro que a los sachakanos no les pasarán inadvertidos unos cientos de kyralianos que están cruzando su territorio y acampando en él.

—Cierto —convino Dakon—. Me pregunto por qué se nos pasó siquiera por la cabeza que podríamos acercarnos sin ser descubiertos. Y por qué aquellos que tienen más experiencia lo propusieron siquiera.

—¿Creéis que dijeron lo que creían que tenían que decir para convencer al ejército de que viniera, sabiendo que una vez que estuviéramos aquí no cambiaríamos de idea? —preguntó Tessia.

Ni Dakon ni Jayan respondieron. Pero no hizo falta. Ahora ella veía en el rostro de Dakon la ira que había esperado que demostrara antes. Jayan parecía preocupado, lo que hizo que Tessia sintiera una punzada de compasión por él. Debía de sentirse como si hubiera participado en la matanza de esclavos.

—Creo… —dijo Jayan en voz tan baja que Tessia apenas lo oyó—. Creo que tal vez lord Narvelan está un poco desequilibrado. Y que el rey lo sabe y le está dejando hacer lo que supone que los demás tal vez no somos capaces de llevar a cabo.

Dakon asintió despacio, con la vista fija en su vecino y amigo.

—Me temo que quizá tengas razón, Jayan.

Desde el interior del pasillo, Hanara observó a otro hombre que entraba en la sala maestra y era recibido por el ashaki Charaka. El hombre llevaba un cuchillo al cinto, lo que indicaba que también era mago. Saludó a Takado, Asara y Dachido con una curiosidad cordial y un atisbo de admiración. Hanara sintió un orgullo que conocía bien. Era la sensación de larga-vida.

«Mi amo es un héroe. Da igual que no haya conseguido conquistar Kyralia. Es un héroe por haberlo intentado».

A su lado, la esclava de Asara se rebulló.

—Algo no va bien —susurró.

A Hanara se le hizo un nudo en el estómago y la sensación de larga-vida se esfumó. La miró con el gesto torcido.

—¿El qué?

Ella sacudió la cabeza, con los ojos ensombrecidos por el miedo.

—No lo sé. Algo.

Él apartó la mirada. Qué mujer tan necia. Dirigió la vista hacia los magos que se habían reunido para conocer a su amo. El ashaki Charaka era viejo, pero se movía con la seguridad de un hombre acostumbrado al poder y el respeto. Los otros procedían de las fincas vecinas. La mayor parte de sus dominios no estaban en la ruta del ejército kyraliano. Takado y sus amigos, que no podían tomar el camino principal porque los kyralianos estaban utilizándolo, y por tanto se desplazaban a pie, habían tardado dos días en descender de la montaña. Siguieron un sendero directo que los llevó a un terreno situado a unas fincas de distancia de los que probablemente serían invadidos primero.

Los magos aún no sabían nada del ejército enemigo. Era evidente que Takado estaba esperando el momento oportuno para hablarles de ello. En vez de eso, había comenzado a contarles historias de sus primeros días en Kyralia, de las aldeas con gente que dependía de sus propios recursos, que trabajaba a su albedrío las tierras que pertenecían a su señor, sin gozar de su protección. Recalcó lo fácil que le había resultado tomar esas aldeas.

Los otros magos escuchaban atentamente. Hanara observó a uno tras otro. Ninguno de los cinco vacilaba en hacer preguntas que Takado respondía con una sinceridad que los sorprendía de forma palmaria.

—Han desarrollado nuevas estrategias de combate —les dijo Takado, mientras Asara y Dachido asentían—. Luchan en grupo, de modo que cuando un miembro agota su energía, cuenta con la protección de los demás. Cuando el grupo entero agota su energía, se une a otro. Resulta curiosamente eficaz.

—¿Y qué pasa cuando todos agotan su energía? —inquirió uno de los magos.

—Nunca llegaron a ese extremo, aunque les faltó poco —contestó Asara.

—Sospecho que nos encontraríamos frente a un ejército entero de magos agotados que podríamos matar a nuestro antojo. —Takado se encogió de hombros.

—Pero eso no llegó a ocurrir, ¿verdad?

Takado sacudió la cabeza y pasó a describir la primera batalla. Cuando llegó al punto en que el ejército kyraliano comenzó a retroceder, se interrumpió.

—Pero… —dijo uno de los magos—. Si se batieron en retirada, debían de estar prácticamente acabados. ¿Por qué no los seguisteis?

—Por culpa de Nomako —respondió Dachido en un tono bajo y desdeñoso—. Intentó tomar el control en ese momento.

—Quedó como un tonto —añadió Asara—. Habríamos vencido de no ser por la demora. Los kyralianos desalojaron a los habitantes de los pueblos que estaban en nuestro camino, para que no pudiéramos incrementar nuestra energía en la medida en que podríamos haberlo hecho.

—Pero en la siguiente batalla… —empezó a decir Takado.

Hanara no pudo oír más. El sonido de pasos en el pasillo ahogó las voces. Una fila de esclavos pasó por su lado en dirección a la sala maestra, con bandejas repletas de viandas para el festín que iban a darse anfitriones e invitados. Cuando Hanara percibió el olor a comida, su estómago empezó a dolerle y a hacer ruido. Llevaba días sin comer otra cosa que aves escuálidas asadas con magia y las hierbas y plantas comestibles que encontraba en las montañas.

Cuando los magos terminaron y los esclavos retiraron las últimas bandejas, alguien le dio un golpecito en el codo a Hanara. Al volverse, vio a un niño esclavo que le tendía una de las bandejas, en la que había trozos de carne asada y verduras bañadas en una salsa espesa.

Hanara cogió un puñado de comida y masticó deprisa. Las oportunidades como aquella había que aprovecharlas, tanto en tiempos de guerra como en la tranquilidad de las mansiones sachakanas. El esclavo de Dachido comió con la misma avidez, pero la esclava de Asara no parecía tenerlas todas consigo. Él le lanzó una mirada inquisitiva. Ella contemplaba la comida con el ceño fruncido por la suspicacia, pero Hanara oía los gruñidos de sus tripas.

Cuando él extendió la mano hacia el último trozo, ella se apresuró a cogerlo antes que él. Ni siquiera entonces se lo comió directamente. Examinó con detenimiento el rostro de Hanara y luego el del esclavo de Dachido. Hanara se encogió de hombros. Se volvió para mirar y escuchar a Takado. Al cabo de un momento, oyó que ella estaba comiendo y se sonrió.

—Y ahora, la última batalla —dijo el anfitrión—. ¿Qué salió mal?

Takado torció el gesto.

—Un fallo estratégico. Nomako no me había dicho que había enviado dos grupos al oeste y al sur para que tomaran esas zonas y acumularan energía antes de reunirse con nosotros a las afueras de Imardin. Nomako nos convenció de que esperáramos a que llegara el grupo del sur para que contáramos con la mayor fuerza posible antes de enfrentarnos a los kyralianos. Aseguró que el pueblo kyraliano no accedería a donar su energía a sus señores, pues no eran esclavos. —Sacudió la cabeza—. Yo tenía mis dudas, pero como la mayoría de los guerreros eran ahora sus hombres, y él había amenazado con retirar su apoyo…

—Se equivocaba. Creemos que la ciudad entera donó su energía al ejército kyraliano —dijo Dachido.

Los otros magos se mostraron sorprendidos.

—Yo lo habría considerado improbable, pero no imposible —comentó el ashaki Charaka.

—A mí me parecía un riesgo real —convino Asara—, pero dudaba que tuvieran tiempo suficiente. ¿Todos los habitantes de una ciudad debían donar su energía en unas pocas horas? No tengo idea de cómo se las ingeniaron.

—El caso es que lo hicieron —dijo Charaka y clavó en Takado una mirada poco amistosa.

Hanara arrugó el entrecejo cuando el hombre se disponía a añadir algo más, pero un zumbido en sus oídos le impidió oírlo.

—Te he dicho que algo no iba bien —dijo detrás de él una voz femenina que sonaba débil y lejana.

Hanara oyó un golpe sordo y, al volverse, la vio tumbada en el suelo. Movió la cabeza, lo que le provocó un mareo acompañado de náuseas. Se quedó quieto y cerró los ojos.

«¿Qué está pasando? —se preguntó, pero al instante supo la respuesta. En la sala maestra, el volumen de las voces aumentó. Él abrió la boca e intentó lanzar una advertencia, pero lo único que salió de su boca fue un gemido—. Nos han drogado. Y Takado… no tiene fuerza suficiente para salir de aquí luchando».

—… enfrentaros a nosotros, o podéis cooperar.

—No tenemos tiempo para eso —repuso Takado en un tono sereno que entrañaba una clara advertencia—. El ejército kyraliano está aquí. Los muy idiotas han…

—Lo que hagan o dejen de hacer ya no os incumbe. —El anfitrión. Una voz imperiosa. Más palabras, pero distorsionadas y ahogadas por el zumbido. Hanara sintió que le flaqueaban las piernas. Notó que la pared se deslizaba contra su pecho y que el suelo detenía su caída. Unas figuras borrosas se movían ante sus ojos.

A continuación, una tela áspera le cubrió la cabeza y él no vio más que oscuridad.