Al principio, Tessia no pudo seguir el consejo de Jayan. Cuando los magos habían pasado, la multitud se cerró detrás de ellos y la arrastró consigo. Su brazo se soltó del de Mikken, y cuando este volvió la vista hacia ella, nervioso, ella agitó la mano para indicarle que se encontraba bien. Siempre que podía, evitaba torcer a la izquierda, hacia el río, y en cambio aprovechaba todas las oportunidades posibles para dirigirse a la derecha, por donde el terreno se inclinaba hacia arriba.
Pronto dejó atrás los últimos edificios de la ciudad, y la muchedumbre avanzaba por las barriadas y entre las barracas improvisadas de los pobres y los que se habían quedado sin hogar. Tessia finalmente consiguió llegar al borde de la aglomeración. Cuando salió de aquella marea humana, se incorporó a un denso muro de espectadores. Mientras caminaba de regreso a la ciudad, se fijó en un grupo de personas un poco mejor vestidas que las demás y el corazón le dio un brinco al reconocerlas.
«Los sanadores —pensó—. ¡Y Kendaria!».
Su amiga la había visto y le estaba haciendo señas. Esquivando gente y zigzagueando entre los espectadores y la orilla de la multitud en movimiento, Tessia se abrió camino hacia ella. Algunos sanadores le dirigieron un ademán cortés de la cabeza, pero no dijeron nada. Ella vio que uno de ellos se inclinaba hacia otro para susurrarle algo, y que los dos fijaban la vista en ella achicando los ojos.
—Aprendiz Tessia —dijo Kendaria, gritando por encima de la algarabía—. ¿Qué está pasando? ¿Por qué está saliendo la gente de la ciudad?
—Seguramente para presenciar la batalla —respondió Tessia, también a voz en cuello—. Y no es una buena idea. Deberían quedarse bajo techo, mantenerse alejados.
Kendaria hizo un mohín.
—No se puede luchar contra la curiosidad de la gente. ¿Desde dónde pensabas presenciarla tú?
Tessia sonrió.
—Jayan me ha recomendado que vaya a algún sitio por ahí arriba. —Señaló la pendiente—. Cerca del palacio. ¿Puedo llegar allí desde aquí?
—Claro, pero tendrás que atajar por las barriadas. ¿Me permites acompañarte?
—Por supuesto. —Tessia posó la vista en los otros sanadores. Kendaria les echó una mirada fugaz y se encogió de hombros.
—No te preocupes, les da igual adónde vaya. —Tomó a Tessia del brazo—. Vamos allá.
Aunque las barracas componían un laberinto caótico y confuso, Tessia no dejaba de avanzar cuesta arriba, manteniendo encendido un globo de luz sobre sus cabezas. Le sorprendió la cantidad de personas que había allí, como si no supieran o no les importara que una batalla que iba a decidir su futuro estuviera a punto de librarse cerca de allí. Muchos parecían demasiado enfermos para preocuparse por ello. Otros estaban borrachos y caminaban arrastrando los pies o tambaleándose, o bien dormían. Tessia intercambió varias miradas con Kendaria, y en cada ocasión notaba que la mujer estaba tan consternada por lo que veía como ella. «Algún día volveré aquí para intentar ayudar…».
Por fin las barracas se hicieron menos numerosas y la pendiente se tornó más empinada. Unos veinte pasos después de la última casucha derruida, Kendaria se volvió hacia ella.
—¿Crees… que podemos conformarnos… con este sitio? —jadeó.
Seguían estando muy lejos del palacio. Tessia se detuvo y miró hacia atrás.
—Creo que sí.
Desde allí se dominaban las barriadas, el camino y el paisaje que se abría frente a la ciudad. La muchedumbre se había distribuido a ambos lados del sendero y se extendía, formando un arco amplio, desde la orilla del río hasta donde comenzaban los refugios, en la falda de la colina. Habían colocado lámparas en torno a la entrada a la ciudad. Al otro lado estaba el ejército kyraliano, dividido ahora en grupos de siete magos que estaban tomando posiciones para formar una fila.
Varios pasos más lejos estaba el ejército sachakano. Su tamaño era dos tercios del de Kyralia. Para la mayoría de los observadores, esto significaba que el bando kyraliano partía con una clara ventaja. Sin embargo, el grupo de recién llegados al ejército sachakano había atravesado el sur de Kyralia sin encontrar resistencia y fortaleciéndose conforme avanzaba. No había manera de saber cuánta energía habían acumulado.
«Pero nosotros tenemos la de toda esta gente —se recordó a sí misma—. Seguro que será más que suficiente».
Las luces que flotaban encima de ambos ejércitos proyectaban sendos círculos luminosos en el suelo. Dos figuras se dirigieron del bando kyraliano al enemigo. Tessia los reconoció: eran el rey Errik y el mago Sabin.
Desde el lado contrario, otra figura dio unos pasos al frente. Tessia entornó los ojos y sintió un escalofrío cuando reconoció a Takado. La imagen de su rostro mirándola con expresión lasciva le vino a la memoria. Al pensar en todo el daño que él había hecho desde entonces, supo que había sido muy afortunada, no solo por haber descubierto la magia en su interior que le había permitido quitárselo de encima, sino porque él no había podido arriesgarse a matarla en aquel momento.
«Ah, pero ojalá lo hubiera matado, en vez de arrojarlo al otro extremo de la habitación. Me habría odiado a mí misma por ello, pues no sabía que planeaba invadir Kyralia, pero nos habría ahorrado muchas muertes y mucho dolor».
Este pensamiento trajo consigo una rabia profunda, y por un momento se imaginó que estaba allí abajo, lanzando el azote final contra Takado, el que lo reduciría a cenizas o le rompería en pedazos todos los huesos del cuerpo. Entonces se estremeció, repelida por sus propias fantasías.
«¿Cómo puedo pensar en herir y matar, si lo que más quiero es sanar a la gente y salvar vidas? —Suspiró—. Supongo que llevo a una pequeña guerrera dentro, después de todo».
—¿Qué crees que están diciendo? —preguntó Kendaria.
Tessia se encogió de hombros.
—¿Están enumerando sus puntos fuertes y los puntos débiles de los otros? ¿Se están insultando?
—Estarán intercambiándose amenazas, supongo.
—Sí, esa clase de cosas. Tal vez están invitando al otro bando a rendirse.
De improviso, un destello voló desde Takado hacia el rey Errik. De inmediato, el aire comenzó a vibrar, inundado de luces. Un sonido como de trueno retumbó en la ladera y dio lugar a un rumor sordo y constante, pues el último estampido nunca llegaba a apagarse antes de que sonara el siguiente. Entre los rayos deslumbrantes, Tessia vio que Errik y Sabin retrocedían tranquilamente para reincorporarse a su grupo. Tessia reconoció a Dakon entre ellos.
De pronto tenía el corazón desbocado a causa del miedo. Los aprendices no habían presenciado las últimas dos batallas, pues se habían quedado en un lugar seguro, lejos del peligro. La impaciencia y la frustración por no saber qué ocurría se habían apoderado de ella, pero ahora casi echaba de menos aquella ignorancia. Si Dakon o Jayan caían en combate, ella sería testigo de su muerte, y no estaba segura de querer serlo.
«¡Jayan! ¿Dónde está Jayan?». Empezó a buscarlo con la mirada.
—Al público le están entrando dudas —observó Kendaria.
—¿Qué? Ah. —Tessia advirtió que el arco formado por espectadores empezaba a recular a toda prisa, atropellándose unos a otros en su desesperación por alejarse lo máximo posible del calor y la vibración de la magia.
Por el momento, ningún azote, perdido o deliberado, había salido de los confines del campo de batalla. ¿Estaban escudando la ciudad los kyralianos? Por otro lado, ella tampoco había visto que los sachakanos lanzaran un ataque evidente que no estuviera dirigido al ejército.
«La matanza de plebeyos y la destrucción de edificios ya vendrán después. Por ahora, es más importante para ellos centrar toda su energía en el combate. Mal podrán considerarse vencedores si derriban algunas paredes pero no derrotan al enemigo».
—Resulta bastante espectacular —comentó Kendaria en voz baja—. De no ser porque intentan matarse unos a otros, me parecería incluso bonito.
Tessia miró a su amiga. Un resplandor iluminó el rostro de Kendaria por un momento, revelando una expresión de asombro y tristeza.
—Ah… Un enemigo menos.
Tessia bajó la mirada y escrutó las filas enemigas. En efecto, un sachakano había caído. Un esclavo intentaba llevárselo a rastras. Tendió la vista más allá de la línea enemiga y divisó dos figuras diminutas que yacían en la hierba, alzando la cabeza de vez en cuando para mirar la batalla.
«Sus esclavos. Me pregunto si Hanara se halla entre ellos. —Al pensar en él se acordó de su sonrisa tímida y nerviosa—. ¿De verdad nos traicionó marchándose y avisando a Takado de que la aldea se encontraba desprotegida? Creía que estaba contento, o al menos aliviado, por gozar de libertad y seguridad. Supongo que en el fondo nunca llegué a comprenderlo».
—Ah, otro menos. Y otro —murmuró Kendaria—. ¿Ha caído alguno de los nuestros?
Tessia recorrió la línea kyraliana con la mirada.
—No. —Había una figura situada en un extremo que le resultaba familiar. El corazón le dio un vuelco cuando la reconoció.
«Jayan. Ahí está. Vivo».
Estaba de pie, apretando con una mano el hombro de lord Everran. Lady Avaria se encontraba en el mismo grupo. Tessia reparó en que otros magos le trasvasaban energía. Se preguntó cuál de los dos lanzaba azotes y cuál escudaba al grupo.
Dirigió la vista hacia el otro lado, y le llamó la atención un esclavo que huía de la batalla. Ante los ojos de Tessia, tropezó y cayó de bruces. Entonces su pie se elevó, y él empezó a deslizarse de regreso hacia la línea sachakana, arañando la tierra en vano. Cuando llegó cerca de su amo, este lo agarró de un brazo. Un cuchillo destelló. Hubo un momento de quietud. Después, el sachakano volvió a la batalla, mientras el esclavo permanecía inmóvil tras él.
Tessia no podía apartar la mirada de aquella figura diminuta. «Acabo de presenciar algo de lo que me han hablado en muchas lecciones y que he visto representado en muchos simulacros de batallas. Un sachakano que mata a su esclavo arrebatándole su energía. Pero eso significa que…».
—¿Vamos ganando? —preguntó Kendaria, casi sin aliento. Miró a Tessia—. Sí, ¿verdad? Casi todos ellos han caído.
—No es fácil saberlo.
Un mago sachakano solo le quitaba la vida a un esclavo fuente si estaba agotando su energía. Si estaba desesperado. Mientras ella observaba, el sachakano que había matado a su esclavo dejó de luchar y se resguardó detrás de otro mago.
Pero no todos los sachakanos buscaban la protección de sus aliados. Aunque más de la mitad había muerto o se parapetaba detrás de sus compañeros, los demás combatían con aplomo. Ella se obligó a examinar el bando kyraliano, y se le elevó el ánimo.
No había muerto uno solo de ellos. Miró con mayor detenimiento. Solo un grupo había buscado el amparo de otro. Por la ropa que llevaban, Tessia supo que se trataba de los elyneos.
«¡Ah! Los elyneos no deben de haber tomado energía de la gente kyraliana. Se habría considerado una insolencia que ellos, los lanianos o los vindeanos extrajeran magia a personas que no fuesen compatriotas suyos. Y también es posible que los kyralianos se hubieran negado a ceder magia a extranjeros, por más que estos hayan venido a ayudarnos».
La recorrió una oleada de emoción.
—La cosa pinta bien —dijo.
Kendaria soltó una risita.
—Sí, ¿verdad?
No había plantas que ocultaran a Hanara a la vista de los kyralianos ni que le dieran la falsa impresión de que lo protegían de las ráfagas de magia que volaban hacia él. Se agachaba cada vez que veía que un azote se aproximaba, aunque el escudo de Takado los desviaba todos.
A solo una docena de pasos de donde se encontraba, un mago sachakano estalló en llamas. Los que se resguardaban detrás de él se dispersaron rápidamente a derecha e izquierda. Uno de ellos tropezó sobre unos esclavos que avanzaban a tientas hacia su amo muerto. Se volvió hacia ellos y los maldijo, y entonces una expresión reflexiva y calculadora asomó a sus ojos. Se acercó a uno de los esclavos, lo aferró del brazo y desenvainó su cuchillo con un movimiento fluido. El chillido de protesta del esclavo cesó bruscamente cuando el hombre comenzó a extraer energía de él.
Los otros esclavos se levantaron y arrancaron a correr. Para cuando el mago terminó, se habían refugiado entre los esclavos que sujetaban a los caballos. El mago puso mala cara y fue a resguardarse. Hanara vio que el esclavo muerto tenía los ojos abiertos, fijos en el cadáver de su amo, y se estremeció.
Alzó la vista hacia Takado. «¿Posee la fuerza suficiente para resistir como los refuerzos de Nomako, o tendrá que guarecerse detrás de los guerreros del emperador?».
Después de la última batalla, Takado y sus aliados habían recorrido el camino, deteniéndose en cada pueblo o aldea y rondando por la zona para capturar y matar a todas las personas que encontraban. Habían masacrado a cientos.
Pero más tarde, ese mismo día, se habían topado con un grupo de veinte sachakanos que afirmaban haber acudido para unirse a Takado. Aunque este se había mostrado cordial con los recién llegados, más tarde les confió a Asara y Dachido que había reconocido a algunos de los guerreros.
—Son aliados de Nomako —dijo—. ¿Os habéis fijado en lo bien que se llevan con el último grupo que se incorporó a nuestro ejército? Casualmente, también constaba de veinte miembros.
—El momento que han elegido para venir me preocupa tanto como me complace —admitió Dachido—. ¿Crees que Nomako los envió al sur?
Takado asintió.
—Para que se unieran a nosotros justo cuando hubiéramos consumido gran parte de nuestra energía en batallas anteriores.
Asara frunció el ceño.
—Quieren apropiarse de nuestra victoria.
—No si yo puedo evitarlo —gruñó Takado.
Así pues, los tres habían retrasado unas horas más el viaje a Imardin a fin de salir en busca de más energía. Habían matado a personas y animales, cualquier cosa que pudiese proporcionarles unas migajas más de magia.
«Pero no les ha servido de nada», pensó Hanara. Cuando dirigió la mirada más allá de Takado, vio que no había caído un solo kyraliano. No estaban cansados ni buscaban la protección de sus vecinos. Su ataque no perdía fuerza.
En un suspiro, perecieron dos sachakanos más.
—¡Jochara!
El joven esclavo, que estaba a unos pocos pasos de distancia, se puso de pie y acudió a toda prisa junto a Takado. Cuando se disponía a postrarse, la mano de Takado apareció de forma inesperada, como una serpiente, y le asió el brazo. Al ver el fulgor de un cuchillo, Hanara se sobrecogió. Jochara, sorprendido, miró a Takado, continuó mirándolo por unos momentos y, cuando se desplomó sin vida, aún tenía los ojos fijos en él.
—¡Chinka!
Hanara vio que la esclava se encaminaba hacia su amo con la espalda erguida y el semblante adusto. Se arrodilló y le ofreció su muñeca. Takado vaciló solo por un instante, pero luego le tocó la piel con el cuchillo. Ella cerró los ojos y murió con una expresión de alivio en el rostro.
«Así debería morir yo —pensó Hanara sin poder evitarlo—. Aceptando la muerte, sabiendo que he servido bien a mi amo. Pero entonces, ¿por qué tengo el corazón desbocado?».
—¡Dokko!
Hanara oyó un gemido de protesta a su izquierda. Al volverse, vio que el hombretón se ponía de pie trabajosamente y ponía pies en polvorosa. Sin embargo, no llegó muy lejos. Una fuerza invisible lo empujó hacia atrás. Él cayó al suelo y rompió a gritar mientras se deslizaba sobre el terreno. El rostro de Takado era una máscara de ira.
«Le irrita tener que malgastar energía».
Los alaridos del esclavo cesaron. Takado se dio la vuelta y se dirigió hacia el campo de batalla.
—¡Hanara!
Una sensación de calor se extendió por la entrepierna de Hanara. Miró hacia abajo, horrorizado por su pérdida de control, por su incapacidad de dominar el terror y conformarse con su destino. Intentó obligar a sus brazos temblorosos a impulsar su cuerpo hacia arriba.
—¡Hanara! ¡Ve a buscar el caballo!
Un alivio inmenso lo inundó, y recuperó sus fuerzas. Se levantó apresuradamente y corrió hacia donde estaban los esclavos encargados de los caballos. Sus manos, que aún no habían asimilado la información de que no iba a morir, temblaban mientras empuñaban las riendas del caballo. Por fortuna el animal no se resistió, aunque saltaba a la vista que no le gustaba que lo condujeran hacia el ruido y la vibración de la batalla mágica. Hanara advirtió que otros esclavos estaban llevando caballos hacia la primera línea de fuego. Los magos que habían reparado en ello comprendieron aterrados lo que estaba ocurriendo y miraron a Takado con la cara demudada de pánico y rabia.
—Amo —lo llamó Hanara cuando estaba cerca.
—Espera —le ordenó Takado.
Tendió la mirada más allá y vio que varios magos del ejército kyraliano daban unos pasos al frente antes de detenerse.
Quizá había sido un reflejo colectivo, o tal vez una orden de atacar que habían revocado de inmediato. Pero el efecto que produjo fue como el de una racha de viento. La línea sachakana se disgregó de repente. Los magos corrían, los esclavos huían. Todos morían.
Un rugido atronador estalló en la ciudad. Los kyralianos de a pie habían prorrumpido en gritos de alegría. El ruido resultaba ensordecedor.
Takado giró sobre los talones y se acercó a Hanara con grandes zancadas. Cogió las riendas del caballo y montó sobre la silla de un salto. Se detuvo por un momento y bajó la mirada hacia Hanara.
—Sube.
Hanara se encaramó detrás de su amo, demasiado consciente de que sus pantalones húmedos estaban apretados contra la espalda de Takado. Notó que este se ponía rígido y lo oyó sorberse la nariz.
—Si no necesitara un esclavo fuente, Hanara… —dijo Takado.
No terminó la frase. Sacudió la cabeza, espoleó al caballo para que avanzara al galope, y Hanara no pudo hacer otra cosa que agarrarse y esperar que la energía de su amo durase hasta que se encontraran lejos del alcance de los azotes enemigos.
Cuando el sonido ascendió por la ladera y llegó hasta sus oídos, Tessia cayó en la cuenta de que eran gritos de entusiasmo del pueblo de Kyralia. A su lado, Kendaria soltaba chillidos de alegría. Con una sonrisa, Tessia profirió un aullido. Se miraron entre sí y rieron. Se pusieron a dar saltos, agitando los brazos y gritando desenfrenadamente. «¡Les hemos ganado, les hemos ganado!», canturreaba Kendaria. Algo en el interior de Tessia se relajó, como si un nudo se hubiera deshecho, y ella sintió que el miedo y la tensión de los últimos meses abandonaba su cuerpo. Habían vencido. Por fin habían derrotado a los sachakanos. Kyralia estaba a salvo.
De pronto, Tessia se quedó sin aliento y se detuvo, y mientras la euforia cedía el paso al agotamiento, la joven notó que la tristeza se apoderaba de ella otra vez. «Sí, los hemos vencido, pero hemos perdido tanto… Han sembrado tanta muerte y destrucción…».
—Van a perseguirlos —dijo Kendaria.
Tessia dirigió la vista colina abajo de nuevo y divisó a unos criados que avanzaban a toda prisa para llevarles a los magos sus caballos.
La sanadora ya no sonreía.
—Espero que los encuentren cuanto antes. No conviene que se queden merodeando por aquí para atacar a la gente de la zona.
—Casi no queda nadie ahí fuera a quien atacar —repuso Tessia, aunque sabía que eso no podía ser verdad.
La gente había estado rehuyendo a los sachakanos, quedándose atrás para proteger sus posesiones de los saqueadores o para cuidar de los seres queridos enfermos que no podían viajar.
—Bajemos para unirnos a las celebraciones.
Tessia sonrió de oreja a oreja y acomodó el paso al de su amiga.
—Sí. Sospecho que la mayoría de los kyralianos despertará mañana con una resaca espantosa.
—De eso puedes estar segura —dijo Kendaria—. Espero que todavía lleves remedios para el dolor en la bolsa de tu padre.
Tessia se estremeció cuando un pesar que conocía bien se instaló de nuevo en su corazón.
—La perdí después de la última batalla.
Su amiga la miró e hizo una mueca de condolencia.
—Siento oír eso.
—En realidad, no importa. —Tessia hizo un esfuerzo por encogerse de hombros—. Siempre puedo conseguir otra bolsa, instrumentos nuevos y más remedios. Lo verdaderamente importante es lo que me enseñó mi padre. —Se dio unos golpecitos en la frente con el dedo—. Esto es valioso para otras personas; la bolsa solo tenía valor para mí.
Kendaria la miró de reojo.
—Y supongo que pronto no necesitarás instrumentos ni remedios, cuando hayas descubierto cómo sanar con magia.
Tessia logró esbozar una sonrisa.
—Pero eso me llevará un tiempo. Si es que alguna vez lo consigo. Hasta entonces, creo que será mejor que siga haciendo las cosas a la manera tradicional.