«¿Quién habría imaginado que los caballos resultarían tan esenciales para la supervivencia del ejército?», pensó Dakon.
Al hacer memoria, recordó la discusión que los líderes habían mantenido antes de la batalla sobre si debían dejar magos al cuidado de los caballos o no. Todos habían estado de acuerdo en que necesitarían toda la energía posible para combatir contra los sachakanos. De poco consuelo serviría salvar a los caballos si Kyralia acababa en manos de los sachakanos por ello.
«Dejar a los aprendices bajo la protección de un mago también habría sido arriesgado —pensó Dakon—. Pero al menos ellos cuentan con un poco de magia propia, su inteligencia y la posibilidad de decirnos si han sido atacados».
Según los criados que cuidaban los caballos, solo los había acometido un puñado de sachakanos. Unos pocos habían bastado para sembrar el caos. Por fortuna, el plan de los sachakanos consistía en robar las monturas, no en matarlas. Les habría resultado fácil sacrificarlas en un momento, pero en cambio cada uno había montado sobre un caballo, había empuñado las riendas de todos los que había podido, y se había marchado.
En cuanto los criados habían comprendido cuáles eran sus intenciones, habían salido valientemente de sus escondites para desatar y cortar los ronzales a fin de liberar a los caballos y aguijarlos para que arrancaran a correr. Luego, cuando los sachakanos se habían ido, los sirvientes habían hecho lo posible por atrapar y reunir a las cabalgaduras dispersas.
«Espero que el rey los recompense por su valor y la rapidez con que reaccionaron —pensó Dakon—. A nadie se le había ocurrido indicarles lo que debían hacer si los atacaban. Todos actuaron por iniciativa propia».
Ninguno de los magos sabía que se habían llevado a los caballos hasta que intentaron batirse en retirada. Sabin solo había fabricado anillos con gemas de sangre para los líderes de cada sección y había alegado que estar conectado con demasiadas mentes le impediría concentrarse. Por la misma razón no le había dado uno a Jayan.
Mientras el ejército se retiraba, los sachakanos lo seguían. El tener que esperar a que los criados recuperasen los caballos había retrasado la huida. Varios kyralianos más habían muerto cuando el mago que los protegía había consumido toda su magia. Al final, menos de diez magos cargaban con la responsabilidad de escudar al ejército entero. El enemigo continuó atacando y persiguiendo implacablemente a las tropas kyralianas.
«Estaban decididos a aprovechar su situación de ventaja, una ventaja que no deberían haber tenido. Disponían de menos efectivos, incluso tras la incorporación de nuevos aliados. No deberían haber tenido la oportunidad de recobrar la energía que habían perdido en la última batalla».
Pero la habían tenido. La energía que extraían de sus esclavos, más numerosos que los aprendices y criados con que contaban los kyralianos, más la que habían arrebatado a los aldeanos que habían matado, había permitido a los sachakanos rechazar la ofensiva y perseguir a sus atacantes hasta Puentefrío, donde habían abandonado la persecución para dar caza a los habitantes del pueblo que no habían huido con la rapidez suficiente.
«A pesar de todo, han caído muchos de sus guerreros. Nosotros hemos perdido casi un tercio de nuestras tropas, pero ellos han perdido más».
Dakon dirigió la vista hacia el camino que se curvaba ante él y guiaba sus ojos hacia la aglomeración de muros y tejados que tenía delante. Imardin. La capital de Kyralia. «No puedo creer que nos hayan hecho retroceder hasta aquí».
De pronto, su caballo se apartó bruscamente de la orilla del camino. Sujetando las riendas con más fuerza y afianzándose en la silla, Dakon miró hacia atrás. Nada. Solo unas espigas que se mecían en la brisa. Ninguna planta de curren parecía distinta de las demás o más peligrosa.
Suspiró y sacudió la cabeza. Había perdido su caballo favorito en Mandryn; luego, mientras perseguían a los invasores, había cambiado de montura con la mayor frecuencia posible porque resultaba imposible darles un cuidado adecuado. Cuando, debido al crecimiento del ejército, ellos tenían acceso a un pienso mejor y algo de tiempo para descansar, él había descubierto que se estaba encariñando con el caballo castrado pardo que le había tocado en suerte, y le había puesto Curem de nombre por el color de su pelaje.
Tiro, el caballo nuevo, tenía la irritante costumbre de intentar morderlo. Además, era feo. Dakon no sabía cuál de los magos que habían muerto era el dueño de Tiro, pero, fuera quien fuese, debía de tener una paciencia infinita.
Se volvió hacia Narvelan. El joven mago tenía una expresión sombría y preocupada. Como siempre últimamente. El amigo alegre que Dakon conocía todavía afloraba de vez en cuando, pero ahora el sentido del humor de Narvelan tenía un toque macabro. Era el único mago que había estado dispuesto a quedarse con la yegua de lord Werrin. Ninguno de los demás la había querido, pues sabían que les traería constantemente a la memoria el sacrificio de su antiguo dueño.
Dakon se estremeció al recordarlo. Cuando la energía de los últimos magos comenzaba a agotarse, lord Werrin había cubierto a todas las tropas con un escudo mientras pugnaban por montar en sus caballos y huir. El rey le había acercado un caballo. El mago había murmurado unas palabras al monarca, que había palidecido y había clavado la mirada en él por un momento. Entonces el rostro de Errik se había puesto tenso. Tras asentir y estrechar el brazo a su amigo, había dado media vuelta, llevándose la yegua consigo.
Werrin seguía manteniendo el escudo cuando el último de los magos se alejaba ya sobre su montura. Dakon se había detenido por un momento para volver la vista atrás, antes de que Narvelan le gritara que se marchara y los dos se lanzaran al galope.
Werrin no debió de sobrevivir mucho tiempo más.
Más tarde, ese mismo día, los elyneos se habían incorporado al ejército.
«Ah, qué consecuencias tan nefastas puede tener elegir mal el momento —pensó Dakon—. Si ellos hubieran llegado uno o dos días antes… O, si hubiéramos sabido que venían, tal vez habríamos esperado un día más para enfrentarnos a los sachakanos».
Habían sobrevenido muchas tragedias porque no habían recibido información a tiempo. Él no se habría marchado de Mandryn si hubiera sabido que Takado iba a atacar. Habría evacuado la aldea. Si el rey hubiera estado seguro de la invasión de los sachakanos y de cuándo planeaban iniciarla, habría podido prepararse para afrontarla, tal vez incluso evitarla.
Nadie podía predecir el futuro, ni siquiera los magos. E incluso ellos solo podían formarse una idea aproximada de la fuerza del enemigo o de la suya propia. Dakon había estado convencido de que con un ejército más grande que el del enemigo no podían perder la batalla. Se había equivocado, al igual que muchos otros.
¿Volverían a equivocarse? No tenían otro remedio que intentar calcular de nuevo la fuerza de ambos bandos basándose en lo que sabían. Habían muerto más sachakanos que kyralianos, pese a sus esfuerzos por copiar el ardid de sus adversarios y protegerse unos a otros. Por tanto, aunque los kyralianos habían perdido a muchos de los suyos, seguían siendo más numerosos.
Una vez más, habían sobrevivido para volver a fortalecerse. Por el momento, solo habían conseguido extraer de sus aprendices la energía de un día. Los sachakanos, en cambio, tenían la de los esclavos y la de los desafortunados que se cruzaban en su camino. Por desgracia, no habían tenido tiempo de desalojar de forma eficiente las aldeas situadas entre Puentefrío e Imardin. Por otro lado, estaban los criados del ejército, abandonados en Puentefrío. Aunque les habían avisado que huyeran con un poco más de antelación que a los aldeanos, no era improbable que los sachakanos les hubiesen dado alcance.
Sin embargo, Kyralia tenía unos aliados nuevos: los elyneos.
Su líder, enviado por el rey de Elyne, era un mago de baja estatura pero inteligencia aguda llamado Dem Ayend. El Dem cabalgaba en cabeza, junto con el rey y Sabin. Dakon alzó la mirada hacia los líderes, y sus ojos se desviaron de inmediato hacia la vista que se abría ante él. Habían coronado una cuesta pequeña próxima a la ciudad, y ahora divisaban el paisaje que la rodeaba.
Que estaba recubierto de viviendas improvisadas y de gente.
Se le encogió el corazón cuando comprendió de qué se trataba. Las barriadas de las afueras de la ciudad eran diez veces más extensas que antes debido a la llegada de los desplazados procedentes del campo, que apenas poseían más pertenencias que las que habían podido acarrear y se habían instalado allí donde habían encontrado un hueco. Conforme el ejército se acercaba, Dakon notaba un hedor cada vez más intenso. Lo había percibido antes, pero había supuesto que emanaba de los excrementos de los numerosos animales domésticos que pacían en las laderas del ancho valle y que seguramente habían traído consigo quienes huían de los invasores. Ahora lo reconoció como el olor característico de las personas que vivían hacinadas y en pésimas condiciones de salubridad. Era un olor que ya asociaba con las barriadas de la ciudad, pero que ahora había empeorado mucho.
Cuando las tropas se hallaban más cerca, la gente empezó a dirigirse hacia ellas por entre las barracas, y pronto se formó una multitud a ambos lados del camino. «¿Cuánto sabrán? ¿Se habrán enterado de nuestra derrota, o esperan un anuncio triunfal de nuestra victoria?». Dakon vio que ya había personas alineadas a los lados de las calles de la ciudad.
Miles de rostros atentos observaban al rey mientras atravesaba las barriadas extendidas al frente de su ejército. Se desató un vocerío ensordecedor. Dakon no podía distinguir si la muchedumbre los aclamaba o los abucheaba, si simplemente hablaban entre sí a gritos para hacerse oír por encima del estruendo o si vociferaban contra el ejército, pero el sonido estaba cargado de expectación.
Las tropas se abrieron paso hasta la plaza del Mercado, donde el rey se detuvo. Lord Sabin hizo un gesto a los magos y aprendices para que se apiñaran detrás de él, con la espalda hacia los muelles. Acercaron un carro, y el rey descabalgó sobre él. Permaneció allí de pie, en silencio, contemplando con expresión serena y paciente la multitud que estaba reuniéndose ante él. Lord Sabin subió al carro y se colocó a su lado.
—Por favor, callaos para que el rey pueda hablar —dijo en voz muy alta y repitió la petición varias veces.
Poco a poco, el ruido se atenuó.
—Habitantes de Kyralia —comenzó el rey Errik—, vuestros magos han estado luchando por vuestra libertad. Luchando y muriendo. Se han enfrentado al enemigo en dos batallas; dos veces se han batido en retirada.
Al fijarse en las caras del público, Dakon vio consternación y temor. El rey hizo una pausa lo bastante larga para que asimilaran la noticia antes de proseguir. Sonrió.
—Pero, como suele ocurrir con la magia, nada es sencillo o simple. —Dakon observó divertido que algunos asentían como si supieran de qué estaba hablando el rey—. Los sachakanos tal vez nos han vencido, pero han pagado cara su victoria. Muchos murieron en la primera batalla, mientras que nuestros magos sobrevivieron para poder luchar de nuevo. En la segunda, se produjeron bajas en ambos bandos, pero nuestras fuerzas estaban muy igualadas. Perdimos por un margen mínimo. —Hizo otra pausa y escrutó al gentío con semblante adusto—. La tercera batalla decidirá nuestro futuro. —Un asomo de sonrisa se dibujó de nuevo en sus labios—. Creo que podemos ganarla. ¿Por qué? Porque nuestro destino ya no depende únicamente de los magos que tengo detrás. Depende de vosotros.
Dakon advirtió que algunos fruncían el ceño, pero más que nada en señal de desconcierto. Se oyó un murmullo que se apagó enseguida. El rey extendió las manos como si quisiera envolver a la multitud entre sus brazos.
—Depende de que cedáis vuestra energía a vuestros magos, una energía que todos poseéis, con independencia de lo ricos o pobres que seáis. Y si os pido que la cedáis es porque jamás le exigiría esto a ningún hombre o mujer. No sois esclavos, aunque si los sachakanos se salen con la suya, pronto lo seréis. Yo prefiero morir a sufrir la humillación de que me impongan sus costumbres bárbaras, o se las impongan a mi pueblo. —Enderezó la espalda—. Pero si decidís ceder vuestra energía a vuestros magos, no será solo la fuerza mágica lo que utilicemos para vencer a los sachakanos. Será la fuerza de la unidad, de la confianza y el respeto por lo que somos capaces de hacer todos, magos y no-magos, ricos y pobres, criados y patrones; la fuerza de la libertad por encima de la esclavitud. —Elevó la voz—. Demostraréis que no hace falta ser mago para tener el poder y la influencia necesarios para derrotar a nuestros enemigos.
Al oír el tono apasionado del rey, Dakon sintió un escalofrío. Escudriñó las caras de la gente otra vez. Muchos tenían clavada en el rey una mirada llena de esperanza y admiración. Cuando Errik levantó los brazos y abrió de nuevo las manos en un gesto exhortativo, se oyeron voces de aprobación.
—¿Qué dice el pueblo de Kyralia? —rugió el rey—. ¿Nos ayudaréis? —La respuesta fue una mezcla de asentimientos y aclamaciones—. ¿Os ayudaréis a vosotros mismos? —Estallaron gritos de júbilo más fuertes—. Entonces, venid y donad vuestra energía a quienes tienen el deber de protegeros.
La gente se acercó en tropel. Dakon se percató de que la sonrisa de Sabin daba paso a una expresión de alarma. A pocos pasos del carro, la oleada de personas topó con una barrera invisible. Sin embargo, ellos no parecieron amilanarse. Tenían los brazos extendidos, con las muñecas hacia arriba.
—¡Sí! ¡Oh, sí! —exclamó una voz junto a Dakon. Al volverse, vio que Narvelan contemplaba a la muchedumbre con ojos brillantes, casi ávidos. Miró a Dakon—. ¿Cómo podemos perder ahora? Aunque Takado encontrara a los criados…, ¿cómo van a igualar lo que tenemos aquí? Toda esta gente, suplicándonos que tomemos su energía. El rey… No me imaginaba que esto se le diera tan bien.
—Seguramente él tampoco —señaló Dakon—. No es que haya tenido que hacerlo nunca.
—No —convino Narvelan—, pero si es el resultado de una buena formación, quiero contratar a su profesor.
Dakon rio entre dientes. Sabin se volvió hacia los magos y les explicó cómo debían organizarse para absorber energía de la muchedumbre. Dakon se puso serio. Tendrían que darse prisa, o la duda y la impaciencia acabarían por enfriar el entusiasmo de la gente.
«Y no tenemos la menor idea de cuánto tiempo disponemos antes de que los sachakanos lleguen para rematarnos».
La idea de extraer energía de cientos de hombres y mujeres normales y corrientes había incomodado tanto a Jayan en un primer momento, que había tenido que hacer un gran esfuerzo para realizar cada paso del ritual más o menos simplificado. Aunque los voluntarios estaban nerviosos al principio, en cuanto los que estaban detrás del primero vieron lo sencillo que era el proceso y que el hombre se encogía de hombros con una sonrisa antes de marcharse caminando, se tranquilizaron y empezaron a charlar entre ellos.
Los magos se habían distribuido en una hilera larga. La multitud se arremolinaba alrededor, y una persona se acercaba a un mago en cuanto el voluntario anterior se apartaba. Casi todos los que llegaban ante Jayan intentaban levantarle la moral y lo instaban a «darles su merecido a los sachakanos» o a «eliminar a esa escoria».
Él asentía siempre y les aseguraba que haría cuanto estuviese en su mano. También les daba las gracias. El tiempo transcurría en lo que parecía una sucesión interminable de muestras de apoyo, palabras de aliento y trasvases de energía. Bajo la cordialidad existía una sensación latente de urgencia, una tensión que lo habría impulsado a mirar hacia atrás continuamente si desde el lugar donde estaba se hubiera podido divisar el exterior de la ciudad.
El rey recorría la fila, agradeciendo su colaboración a la gente y dando muestras de ánimo. Jayan vio que las familias de los magos acudían a saludarlos y expresaban su alivio por verlos con vida. También fue testigo del dolor de quienes se enteraban de que sus seres queridos habían muerto. Su padre y su hermano no hicieron acto de presencia. Le habría asombrado que lo hicieran.
Cuando el día tocaba a su fin, el cansancio se apoderó de él, por lo que dejó de preocuparse y de pararse a observar aquellos encuentros emotivos, y centró su atención en la tarea de absorber energía. Los rostros aparecían y desaparecían, uno tras otro. Él ya no se fijaba en si los brazos que le ofrecían estaban limpios o sucios, cubiertos con harapos o con telas finas. Pero entonces, un par de brazos especialmente delgados lo hicieron detenerse y mirar dos veces al voluntario que tenía delante.
Un niño de no más de nueve años le devolvió la mirada.
Detrás de él, el número de voluntarios se había reducido a unas pocas personas, lo que le permitió dirigir la vista entre ellas hacia la multitud que se había formado a la orilla de la plaza para observar y esperar a que comenzara la batalla final. La penumbra del atardecer lo envolvía todo. La jornada había terminado. Habían tomado prácticamente toda la energía que la gente podía ofrecer. Jayan tenía sed. Mikken le había llevado comida y agua hacía un rato, pero el aprendiz ya no estaba cerca de allí.
Miró al niño y sacudió la cabeza.
—Eres un jovencito muy valiente —le dijo, sonriendo—, pero no extraemos energía de los niños.
El muchacho se encorvó. Exhaló un suspiro hondo y cómico. Entonces se llevó la mano al bolsillo y la tendió hacia Jayan.
«¿Qué hace? ¿Pretende darme dinero, o se trata de otra cosa? Eso está sucio…». Dejó a un lado sus dudas y abrió la palma. El niño dejó caer en ella un objeto pequeño y oscuro. Sonrió.
—Te dará suerte. —Acto seguido, dio media vuelta y se alejó corriendo.
Jayan examinó el objeto. Era un cuadrado de cerámica sin esmaltar, con una esquina desportillada. Alguien le había hecho un agujero en la parte superior para pasar por él un cordón de cuero o esparto, y en la superficie había grabadas unas líneas que formaban la figura estilizada de un insecto que él reconoció por haberlo visto en uno de los libros de Dakon.
«Una inava —pensó—. Me pregunto si el niño sabía que las inavas son originarias del norte de Sachaka. Seguramente, no».
Tras guardárselo en el bolsillo, alzó la vista y cayó en la cuenta de que si nadie se había acercado para ocupar el lugar del niño era porque la muchedumbre se había dispersado. Los magos caminaban de un lado a otro o estaban reunidos en grupos. Echó un vistazo alrededor, localizó a Dakon y a Tessia y echó a andar hacia ellos. Al verlo, Tessia le hizo señas.
—Han avistado a los sachakanos desde las torres del palacio —le informó—. Llegarán dentro de una hora, más o menos. —Arrugó el entrecejo—. ¿Crees que nos hemos fortalecido lo suficiente esta vez para vencerlos?
Jayan asintió.
—Aunque hubieran capturado a todos los criados y habitantes de las aldeas, estos solo serían unos pocos cientos de personas. Nosotros hemos absorbido la energía de miles.
—Los sanadores han llegado hace una hora. Dicen que los criados se separaron y partieron en direcciones distintas para que los sachakanos tardaran mucho tiempo en seguirles el rastro a todos. Los sanadores cuentan con sus propios caballos, claro está, así que han cabalgado directamente hacia aquí.
Él notó el dejo de repugnancia en su voz.
—Es poco probable que alguna de las personas que haya caído en manos de los sachakanos necesite los cuidados de un sanador —señaló él.
—Cierto, pero atendían a varios enfermos. Yo habría esperado a que los sachakanos marcharan hacia Imardin y luego habría vuelto para ver si mis pacientes habían sobrevivido. —Esbozó una sonrisa irónica—. Pero tengo que reconocer que desde un punto de vista egoísta me alegro de volver a ver a Kendaria.
Él sonrió.
—Supongo que esta noche las dos saldréis por ahí para encontrar personas a quienes sanar. Espero que no abandonéis la seguridad de la ciudad.
Tessia le hizo una mueca y frunció el ceño de nuevo.
—Mientras tú luchas contra los sachakanos por primera vez.
Lo invadió el miedo por unos instantes, pero logró dominarlo. «La energía de miles —se recordó a sí mismo—. No podemos perder».
—Al menos esta vez podré colaborar de alguna manera.
—Ten cuidado, ¿de acuerdo?
Su mirada era tan intensa, y su tono de intranquilidad tan evidente, que él descubrió que no podía mirarla a los ojos. «No debo hacerme ilusiones pensando que siente algo más que preocupación por un amigo —se dijo—. De todas formas, es agradable que a alguien le importe si vivo o muero —pensó, sin poder evitarlo—. Dudo que a mi padre y a mi hermano les importe».
—Claro —le dijo—. No me he pasado casi una década estudiando, con unas ganas tremendas de emanciparme solo para morirme ahora que soy mago superior.
Ella arqueó las cejas.
—Bien. Solo quería asegurarme de que tu emancipación repentina y tus primeras experiencias como líder no se te hubieran subido a la cabeza o te hubieran hecho concebir más ideas absurdas.
Jayan alzó la vista hacia ella.
—¿Más ideas absurdas? ¿A qué te refie…?
—Estaré observándote —advirtió Tessia—. Aunque… ¿dónde crees que tendrá lugar la batalla? ¿En la ciudad?
—No —contestó él. «¿Se estará refiriendo a mi idea de fundar un gremio de magos?»—. Tanto nuestra magia como la del enemigo podría causar víctimas inocentes, y las casas que recibieran un impacto acabarían reducidas a escombros. Saldremos a su encuentro. ¿A qué te refieres con ideas absur…?
—¿Cuál crees que sería el mejor punto de observación?
Él sintió una punzada de inquietud. «Debería mantenerse a salvo, escondida y alejada del peligro». Sin embargo, como dudaba que fuera a hacerlo, intentó pensar en un lugar seguro.
—Algún sitio elevado, cuanto más cerca del palacio, mejor. Evita las casas. Si un azote perdido se dirige hacia ti, lo peor que puedes hacer es estar dentro de una casa.
—Pero podría alcanzarme un azote perdido de todos modos.
—Si tienes los pies en el suelo, basta con que crees un escudo. Si estás dentro de una casa que se viene abajo, tendrás bastantes más problemas de los que ocuparte.
—Ah. —Sonrió de oreja a oreja—. Ya te entiendo.
Tuvo la sensación de que el corazón se estremecía en su pecho. «Creo que no lo soportaría si ella muriese…». Apartó ese pensamiento de su cabeza.
—Entonces, ¿a qué te referías con…?
El sonido de un gong ahogó sus palabras. Tessia desvió la vista. Con un suspiro, Jayan siguió la dirección de su mirada hasta el carro que estaba en el centro de la plaza. El rey había vuelto y estaba encaramándose a él. Sabin lo siguió empuñando un mazo de tamaño considerable. Junto al carro había un gong dorado y grande colgado de un bastidor que seguramente habían transportado hasta allí desde el palacio en una carretilla.
Magos y aprendices se acercaron despacio. Dakon apareció con Narvelan y los otros líderes. Cuando vio a Jayan y a Tessia, les indicó que se aproximaran con un gesto. Se abrieron paso juntos entre la multitud y, cuando llegaron junto a él, se encontraron, curiosamente, con Mikken. El joven le dirigió una sonrisa de disculpa a Jayan.
—Siento haber desaparecido. Me han reclutado como mensajero —murmuró.
Dakon se inclinó hacia Jayan.
—Hay más sachakanos —le dijo—. Aparecieron en el sur hace unos días y han llegado hasta aquí.
A Jayan se le encogió el corazón.
—¿Cuántos? —preguntó.
—Unos veinte.
«Seguro que no son suficientes para enfrentarse a la energía de miles». Pero entonces comprendió que si Takado no creyera que su ejército era un rival digno de las tropas kyralianas, no atacaría de nuevo.
Dakon se volvió hacia Tessia.
—El rey dice que si perdemos esta batalla, los aprendices deberían abandonar Kyralia.
Ella abrió la boca para protestar, pero Dakon alzó la mano para impedírselo.
—Los sachakanos os matarán a todos. Solo tendréis posibilidades de sobrevivir si buscáis asilo en otros países. Entonces tal vez podréis luchar por reconquistar Kyralia en el futuro.
Ella cerró la boca y asintió. El gentío guardaba silencio ahora, y todos posaron la mirada en el rey.
—Pueblo de Kyralia —comenzó Errik.
Mientras el soberano dirigía al público un discurso parecido al que había pronunciado al llegar, pero repleto de agradecimientos y elogios, la atención de Jayan se desvió hacia el pequeño grupo de elyneos que se encontraba cerca de allí. Tenían un aspecto tranquilo y despreocupado. Algunos parecían aburridos, aunque el líder contemplaba al rey Errik con expresión atenta y pensativa. Dakon le había dicho que el método de Ardalen no era una novedad para los elyneos.
«Me pregunto qué otras técnicas mágicas conocen que nosotros no hayamos descubierto aún. ¿Podríamos persuadirles de que las compartieran con nosotros, tal vez a cambio de dejarles formar parte del gremio de magos? —Miró a Tessia de reojo—. ¿De verdad le parecerá absurdo?».
De pronto, todos prorrumpieron en aclamaciones. Jayan se sumó a ellos.
—Esta noche los sachakanos aprenderán a temer al pueblo que antes los temía a ellos —gritó el rey—. ¡Esta noche el Imperio sachakano caerá para siempre!
Se oyeron más aplausos. El rey bajó del carro de un salto, y Sabin lo siguió. Dakon se detuvo por un momento para volverse hacia Tessia. Ella le dio unas palmaditas en el brazo y lo instó a marcharse. Entonces miró a Jayan y entornó los ojos.
—Estaré observándote —repitió en una voz que apenas resultó audible por encima del ruido.
Acto seguido enlazó su brazo con el de Mikken y los dos se alejaron. Jayan reprimió una llamarada repentina de celos y salió a toda prisa detrás de Dakon mientras los magos de Kyralia se encaminaban hacia las afueras de la ciudad para afrontar su última oportunidad de vencer a Takado y sus aliados.