38

Cada vez quedaba más claro que contemplar el techo de la tienda no ayudaría a Tessia a conciliar el sueño de nuevo. Suspirando, se volvió de costado y miró a las otras jóvenes que dormían en sus catres. Alguien había decidido que, ahora que había más mujeres aprendices en el ejército, debían dormir todas en la misma tienda. Eran cinco, sin contar a Tessia, con edades comprendidas entre los catorce y los veinticinco años.

«¿De verdad somos todas las aprendices que hay en Kyralia? —Debía de haber más de setenta aprendices varones, aunque ella no estaba segura de si la cifra estaba distorsionada por los magos que tomaban aprendices nuevos para fortalecerse con vistas a su participación en la guerra—. ¿Cuántas mujeres poseen un poder mágico que nunca llegan a desarrollar? ¿Cuántas no saben siquiera que lo tienen?».

Se preguntó por qué estas chicas en particular habían llegado a ser aprendices. Tessia sospechaba que todas estaban un poco asustadas por encontrarse en medio de una guerra, incluso las que adoptaban una actitud frívola o entusiasta ante la perspectiva de presenciar un combate.

«Sin embargo, nadie se ha quejado de que los aprendices tengamos que quedarnos esperando con los brazos cruzados mientras nuestros maestros se van a luchar».

Sintió una oleada de temor. Aunque no había muerto ni un mago en la batalla anterior, eso no significaba que en esta ocasión fuese a ocurrir lo mismo. Podían cometerse errores. Los sachakanos podían impedir esta vez que los kyralianos se retirasen, si se daba el caso.

Pero al menos ella no tenía que preocuparse por Jayan. Una vez más, pese a que era un mago superior, lo habían dejado al cargo de los aprendices. Era una decisión lógica, ya que él había asumido el papel de líder antes y todos lo consideraban un héroe por haber «derrotado» a tres sachakanos «él solo» en la bodega de bol. Ella no podía por menos de reconocer que la solución que se le había ocurrido era ingeniosa, y admirar su agilidad mental.

«Y ahora las chicas son todavía más propensas a derretirse por él. —Recordó la conversación que había tenido la noche anterior con las aprendices—. Y han empezado a sentir lo mismo por Mikken. Suspiran al pensar en su trágica pero valiente huida del paso, su viaje de vuelta a solas y el hecho de que se haya reincorporado al ejército cuando podría haber regresado a Imardin».

Tessia suspiró. No conseguiría pegar ojo. «Ya puestos, mejor me levanto a ver si puedo hacer algo útil».

Lo más silenciosamente posible, se puso de pie y se cubrió los hombros con la manta. Recogió sus botas, salió de la tienda y se sentó sobre una caja para ponérselas. Aunque no era noche cerrada, no habían aparecido las primeras luces del día, pero aun así alcanzaba a distinguir a lo lejos las figuras que patrullaban el perímetro del campamento, así como las siluetas acabadas en punta de las otras tiendas. Las brasas que aún ardían en las hogueras empezaban a apagarse, y las lámparas titilaban, sedientas de aceite.

Tessia se levantó y comenzó a caminar sin rumbo. Decidió que solo iba a dar un paseo por el campamento. Los aprendices varones dormían en las tiendas de sus amos, o en sus refugios individuales. Ella pasó junto a un grupo de ellos que se entretenía con algún tipo de juego. Al verla le hicieron señas para que se acercara, pero ella les sonrió cortésmente y siguió su camino.

Una franja de unos diez pasos largos de ancho atravesaba el campamento, y no fue sino hasta que lo cruzó y pasó junto a otras tiendas que ella se dio cuenta de que separaba la zona de los aprendices de la de los criados. Allí las tiendas eran rectangulares y ostensiblemente más sencillas. Vio mesas cubiertas con ollas, cacerolas y teteras, así como con cestas y cajas llenas de sacos, frutas, verduras y otros alimentos. Vislumbró a personas que dormían muy juntas, sin nada que las separara del suelo salvo mantas o esteras de hierba seca. Percibió el tufo de los animales que estaban encerrados en jaulas o corrales.

Entonces una mezcla familiar de olores captó su atención. Se paró en seco al reconocer el hedor de la enfermedad combinado con el de los remedios, y acto seguido echó a andar de nuevo a paso veloz. Una tienda rectangular grande apareció ante ella. Se detuvo frente a la entrada, examinando los colchones improvisados con hierba seca y cubiertos con mantas, los hombres y mujeres enfermos, los cuencos que contenían excrementos o agua para lavarse y la mesa cubierta de remedios, algunos de ellos ya mezclados, algunos en proceso de preparación.

En las sombras del fondo de la tienda había alguien inclinado sobre un paciente. Tessia alcanzaba a oír el sonido áspero de una respiración anhelosa. Ella entró en una tienda y se acercó.

—Tengo un poco de ungüento de costrafresca en mi tienda —dijo—. ¿Voy a buscarlo?

La figura se enderezó y se volvió hacia Tessia. En vez del rostro sorprendido de un hombre, ella se encontró frente a una sonrisa radiante y conocida.

—¡Tessia! —exclamó Kendaria—. Me habían dicho que estabas aquí. Iba a buscarte, pero los sanadores me han asignado el turno de noche.

—¿Estás sola? —Tessia miró a los otros pacientes—. ¿Ni siquiera tienes un ayudante?

Kendaria arrugó el entrecejo.

—Es mi castigo por haber tenido la osadía de nacer mujer. Además, casi todos han logrado dormirse, aparte de este de aquí. —Tomó a Tessia por el brazo y salió con ella de la tienda—. De todos modos, no vivirá mucho más, lo cuide quien lo cuide —añadió en voz baja—. Pobre hombre.

—Si quieres, voy a buscar mi bolsa —se ofreció Tessia—. Tal vez puedo aliviarle el dolor.

Kendaria sacudió la cabeza.

—Lo que le he dado bastará. Bueno, ¿cómo te va? He oído muchas historias sobre persecuciones a sachakanos, batallas y demás, y tú has estado allí desde el principio. ¿Cómo te las has ingeniado?

Tessia se encogió de hombros.

—No sé si el ingenio ha tenido nada que ver. Simplemente seguía a lord Dakon allí donde iba. Y él va allí donde lo llevan lord Werrin, el mago Sabin y, últimamente, el rey. Y ellos van allí donde los sachakanos los obligan a ir. —Dirigió la mirada hacia la tienda—. Por lo visto has conseguido que el gremio te deje ejercer un poco la sanación.

—Solo me encargan las tareas aburridas o desagradables que ellos no quieren realizar. —El rostro de Kendaria se ensombreció—. Me tratan como a una criada casi todo el rato y me mandan a buscarles comida o bebida. Uno incluso se creyó con derecho para meterse en mi cama, pero sus intenciones eran tan obvias que puse un poco de pemeino debajo de mi almohada y se la soplé en los ojos. Estuvo lagrimeando durante días.

—¡Qué horror! —jadeó Tessia—. ¿Has denunciado su comportamiento?

—Por supuesto, pero el líder del gremio me dijo que como la mayoría de la gente cree que las únicas mujeres que acompañan a los ejércitos están allí para servir a los hombres, no debería extrañarme que algunos hagan presuposiciones sobre mí.

Tessia la miró boquiabierta.

—¿Que dijo qué? ¿También presupone eso sobre mí, o sobre las otras aprendices o magas? —Sacudió la cabeza—. ¿Piensa lo mismo de las criadas? ¿Se esfuerzan por darnos de comer y ayudarnos, solo para que las traten como… como…?

Kendaria hizo un mohín y asintió.

—Más de una mujer ha venido a pedirme un medio preventivo contra el embarazo. ¿Quién crees que me consiguió el pemeino? No es un ingrediente curativo.

Tessia, escandalizada, se había quedado sin habla. Se planteó la posibilidad de decírselo a lord Dakon. Estaba segura de que él se lo contaría a su vez al mago Sabin. Pero ¿haría alguien algo al respecto? Incluso si lo prohibían, ¿acatarían la prohibición los hombres que se aprovechaban de las criadas?

—¿Es verdad lo que dicen sobre ti? —inquirió Kendaria titubeando ligeramente.

La pregunta arrancó de sus pensamientos a Tessia, que se volvió hacia la sanadora.

—¿Qué dicen sobre mí?

—Que sabes sanar con magia. Que arreglaste una espalda rota.

—Ah. —Tessia sonrió—. En parte sí, y en parte no. He estado intentando utilizar la magia para sanar, pero aún no he encontrado la manera. Solo he conseguido hacer cosas como recolocar huesos rotos en su sitio, mantener cerrada una herida mientras la coso o contener la salida de sangre. Y hace poco he descubierto cómo obstruir las vías del dolor para insensibilizar una zona del cuerpo. Pero eso es todo.

—Entonces, ¿cómo arreglaste la espalda rota?

—No estaba rota, solo desalineada. En cuanto puse los huesos en su sitio, todas las vías se enderezaron y se desobstruyeron. Eso sí, había una fuerte hinchazón que tuve que reducir.

—Pero… ¿cómo sabías que no estaba rota?

Tessia reflexionó por un momento. Los sanadores normales no podían ver el interior del cuerpo de sus pacientes, por supuesto. «No había pensado en la ventaja tan grande que esto supone. He estado menospreciando a los sanadores por errar en sus diagnósticos, cuando en realidad no es culpa suya».

—Puedo ver a la gente por dentro —explicó.

Kendaria sonrió.

—Aunque no seas capaz de sanar realmente a los pacientes con magia, lo que haces es maravilloso. —Su sonrisa se desdibujó ligeramente—. Y por eso a los sanadores no les entusiasma lo que haces. Temen que, si los magos aprenden a sanar, les arrebaten a sus clientes más ricos.

—¿Y cómo pueden impedir que siga haciéndolo?

—Convenciendo al rey de que, como no tienes una formación avalada por el gremio, podrías causar más daños que beneficios por tu ignorancia. O diciéndole que los magos acabarán quitándoles todo el trabajo a los sanadores, lo que les dificultará la labor de hacer obras de caridad en favor de personas que no pueden permitirse pagar a un mago. Aunque en realidad tampoco hacen muchas.

Tessia rio con suavidad.

—En otras palabras, tienen miedo de acabar viviendo en las mismas condiciones que un humilde sanador de pueblo.

—Sí. —Kendaria le dirigió una mirada muy seria—. No los infravalores. Su gremio es el más poderoso de la ciudad. No renunciarán a lo que tienen sin presentar batalla.

—Tendré cuidado —le aseguró Tessia—. No pienso alborotarlos para luego desaparecer, como hizo mi abuelo. Él solía decir que su error había sido intentar cambiar la mentalidad de los sanadores de un día para otro. Habría tenido más éxito si hubiera introducido los cambios gradualmente, de forma que ellos no los notaran. Pero era joven e impaciente, y moría mucha gente… ¿Qué son esos gritos?

Las voces de fondo eran cada vez más fuertes y numerosas. Kendaria escuchó con expresión ceñuda.

—¡Corred! ¡Subid a los carros!

—¡Ya vienen!

—¡Dejad eso y daos prisa!

De pronto había personas por todas partes, corriendo entre las tiendas y gritando. Los criados empezaban a salir de sus tiendas. Se oían expresiones de incertidumbre procedentes del interior de las tiendas de los sanadores. Un hombre se acercó con aire resuelto a Kendaria y posó una mano sobre su hombro. Ella soltó un chillido, asustada.

—El ejército viene hacia aquí y los sachakanos les pisan los talones. Tenemos que subir a todo el mundo en los carros y marcharnos. No hay tiempo para desmontar el campamento. Hay que sacar a la gente de aquí. —Miró a Tessia, parpadeando—. ¿Aprendiz Tessia? El maestro Jayan la busca. —Señaló hacia el centro del campamento.

—Gracias —dijo Tessia. Se volvió hacia Kendaria—. Buena suerte.

—Igualmente.

Tessia dio media vuelta y avanzó a paso acelerado entre las tiendas. Tuvo que esquivar a varios hombres y mujeres que corrían hacia las afueras del campamento, donde seguramente estaban enganchando caballos y gorines a los carros con la mayor rapidez posible. Después de cruzar la franja que separaba las tiendas de los criados de las de los magos, ella empezó a seguir a varios aprendices que caminaban en la misma dirección.

Cuando salió al camino y llegó ante la tienda del rey, vio a Jayan de pie sobre una caja grande. Estaba gritando órdenes y repitiendo la misma información una y otra vez, en respuesta a las preguntas frenéticas de los aprendices.

—Nuestro ejército se está retirando. Los sachakanos los siguen. Pronto llegarán aquí. Debemos estar preparados. Los criados están trayendo los caballos. —Hizo una pausa y fulminó con la mirada a uno de los aprendices—. ¡Dejad de hacer preguntas estúpidas e id a ver si vuestro caballo está aquí! —rugió. Se volvió hacia otro lado y señaló—. ¡Tú, Arlenin! Veo que alguien se está acercando con tu caballo. Sí, no podría pasar por alto a esa bestia repugnante aunque estuviera en el otro extremo del país. Ve a buscarla.

Tessia se llevó la mano a la boca para reprimir una carcajada, y entonces sintió un gran afecto hacia él. Las tonterías le hacían perder la paciencia. Aunque esto no era siempre un rasgo positivo en tiempos de paz, en aquellos momentos era justo lo que los aprendices necesitaban para dejar a un lado el pánico y organizarse.

Aunque pareció una eternidad, al cabo de solo unos minutos todos estaban montados sobre sus cabalgaduras y preparados. Cuando la multitud que rodeaba a Jayan se hizo menos densa, ella consiguió acercarse a él. Un criado acudió para informar a Jayan de que los carros estaban cargados y listos. Jayan caviló por un momento.

—Entonces marchaos. Iréis más lentos que nosotros. ¿Podéis tomar alguna ruta que no sea el sendero principal, para apartaros del camino de los sachakanos?

—Sí. Ya se había elegido una, por si surgía la necesidad.

—Bien. En marcha, entonces.

El hombre se inclinó en una ligera reverencia y se alejó a toda prisa. Por algún motivo esto le provocó un escalofrío a Tessia. «Por si no fuera ya bastante difícil acostumbrarse a que Jayan se comporte como un mago superior y sea tratado como tal, verlo en el papel del líder me resulta de lo más extraño».

—Jayan —lo llamó.

Él volvió la cabeza hacia ella, pero otro grito desvió su atención. Alguien dio unos golpecitos en el hombro a Tessia. Cuando se dio la vuelta, se encontró frente a Ullin, criado y antiguo mozo de cuadra de Dakon, que le tendía las riendas de su caballo. Ella las cogió con una sonrisa y echó a andar a paso vivo.

Solo entonces echó un vistazo a la silla de montar y advirtió que la bolsa de su padre no estaba allí. Se la había dejado en la tienda.

—¡El ejército! —gritó alguien, y varias voces corearon el aviso.

Tessia dirigió la mirada hacia el camino, pero los caballos de los aprendices que tenía delante le impedían ver nada. Apartó la vista, montó en la silla y miró de nuevo hacia allí.

Ante ella, una sombra oscura cubría el camino y avanzaba con rapidez.

Por un momento, se impuso un silencio inquietante que le permitió oír los gritos lejanos de los carreteros y los bramidos de los gorines que llegaban de algún lugar situado detrás del mar de tiendas de campaña, así como el estruendo de los cascos de caballos. Una brisa vigorosa hacía restallar las lonas de las tiendas. Tessia descubrió que el sol había salido sin que ella hubiese reparado en ello.

—¿Dónde está la bolsa de tu padre? —preguntó una voz conocida.

Al volverse, Tessia vio que Jayan estaba a su lado, y Mikken junto a él.

—En la tienda. No he tenido tiempo de ir a buscarla.

Jayan la miró fijamente y luego tendió la vista hacia el ejército que se aproximaba.

—Tal vez todavía haya tiempo.

—No —dijo ella con firmeza—. No contiene nada que no pueda conseguir en otro sitio.

Él clavó los ojos en ella de nuevo y abrió la boca para hablar, pero entonces se acercó otro aprendiz.

—¿Qué hacemos? —dijo—. ¿Galopar delante de ellos, o apartarnos para dejarlos pasar?

—Están aminorando el paso —observó Mikken.

Era cierto. Los caballos que abrían la marcha iban ahora a medio galope. Instantes después, Tessia vio que avanzaban al trote y luego al paso. Lord Sabin y el rey cabalgaban en cabeza. Ella escrutó los rostros y suspiró aliviada al divisar a lord Dakon. Se percató de que montaba sobre un caballo distinto.

Pero algo no iba bien. ¿Dónde estaba el resto del ejército? Angustiada, empezó a buscar de nuevo… en su memoria. Los nombres de quienes seguramente habían caído. Los nombres de los muertos.

Cuando los magos se detuvieron, se miraron entre sí, volviendo la cabeza de un lado a otro mientras realizaban un recuento de los supervivientes. Tessia leyó el mismo horror en la cara de todos. Algunos incluso pestañearon para contener las lágrimas.

«Un tercio —pensó ella—. Hemos perdido a un tercio. ¿Y dónde está lord Werrin?».

Vio que el rey se inclinaba hacia Sabin y señalaba hacia algún punto del camino situado detrás de ellos. Sabin asintió y se puso de pie sobre los estribos.

—Aprendices, reuníos con vuestros maestros —gritó—. Cabalgaremos a Imardin.

Mientras Sabin espoleaba a su caballo hacia delante, Tessia oyó a Jayan soltar una maldición. Se había levantado sobre los estribos para echar una ojeada por encima de la cabeza de los magos.

—¿Qué pasa? —preguntó ella.

—Vienen hacia aquí —dijo, dejándose caer de nuevo sobre la silla—. Los sachakanos vienen hacia aquí. Deberíamos haber evacuado Puentefrío. Ahora es demasiado tarde.

Ambos empuñaron las riendas e hincaron los talones en los ijares de sus cabalgaduras, que se abalanzaron hacia delante con el ejército.

El esclavo había dicho que Stara debía acudir a la sala maestra al cabo de una hora, para acompañar a su esposo mientras recibía a Chavori, su invitado. Esto había hecho gracia a Vora, pues era el mismo tiempo que ella le había indicado a Stara que debía tardar en prepararse para ir a casa de Motara.

—Aprende deprisa —comentó mientras extendía dos mantos de bordados elaborados sobre la cama—. ¿El azul o el naranja?

—El azul —dijo Stara.

—No os lo preguntaba a vos, ama —dijo Vora con una risita—, aunque estoy de acuerdo. El naranja es más adecuado para las reuniones multitudinarias, en las que quieras llamar la atención. El azul es un color sereno, más indicado para las veladas tranquilas con una visita solitaria.

Stara se preguntó por un momento si con «solitario» quería decir «soltero» o si simplemente se refería a que Chavori llegaría solo. Decidió no formular la pregunta en voz alta, pues podía dar lugar a otro discurso innecesario sobre lo peligroso que sería que hiciera caso de la posible insinuación de su esposo de que tomara a Chavori como amante.

Cuando Stara estuvo vestida y cargada de joyas, Vora declaró que estaba lista.

—No olvidéis mi consejo, ama —dijo la esclava, agitando un dedo frente a ella.

Stara rio entre dientes.

—¿Cómo voy a olvidarlo? Es guapo, pero no tanto. ¿Sabes algo de Nachira?

—No desde el último mensaje —suspiró Vora—. Los esclavos dicen que está enferma, pero se resisten a dar más detalles.

—No me extraña, teniendo en cuenta que mi padre puede leerles la mente y matarlos por revelar sus planes. Todavía no puedo creer que Ikaro y él hayan partido hacia Kyralia sin avisarme. —Sacudió la cabeza—. Deben de haberse ido justo después de mi boda, pero mi padre no me dijo nada.

—Según los esclavos, Nachira cayó enferma también el día después de vuestra boda.

Stara miró a Vora.

—¿Hay algo que podamos hacer?

—¿No perder las esperanzas? —Con un suspiro, Vora señaló la puerta—. Vuestro esposo y su invitado os esperan.

Aunque Stara ya conocía el camino, la esclava la guio por los pasillos hasta la sala maestra. Llegaron a la puerta, entraron y Vora se postró. Dentro de la estancia, Kachiro y Chavori admiraban uno de los muebles diseñados por Motara. Stara movió un brazo de manera que las pulseras tintinearon al entrechocar. Los dos hombres alzaron la vista.

—Ah —dijo Kachiro—. Mi esposa ha llegado al fin.

Sonriendo, extendió los brazos y le hizo señas para que se acercara. Ella caminó hacia él y lo tomó de las manos. Su esposo le besó los nudillos y luego le soltó una mano y se volvió de forma que ambos se encontraran de cara a Chavori. El joven esbozó una sonrisa, un poco nervioso.

—Es un placer volver a verte, Stara —dijo.

—El placer es mío —respondió ella, bajando la vista.

—Sentémonos a charlar —propuso Kachiro, y acompañó a Stara al taburete más lejano de los tres que había en la sala. Tenían ante sí una mesa pequeña en la que unos cuencos con nueces relucían a la luz del globo mágico de Kachiro. Este retrocedió un paso e indicó a Chavori que se sentara en medio, antes de acomodarse al otro lado del joven—. Háblanos de tu viaje a las montañas. Stara no sabe nada de tus habilidades ni de tus aventuras, Chavori, y estoy seguro de que le gustaría oír algo sobre ellas.

El joven lanzó una mirada fugaz a Stara y se ruborizó.

—Yo… nosotros… Supongo que primero debería explicar lo que hago. Trazo cartas de navegación y mapas, pero en vez de copiar lo que han hecho otros, viajo por los lugares cuyo mapa estoy trazando y mido, lo mejor que puedo, aplicando los métodos que me enseñó un marino mercante y también algunos que ideé yo mismo, las distancias y la ubicación de todo. Bueno, no de todo, sino de los puntos de referencia que son importantes para la gente que utiliza los mapas.

Stara advirtió que Chavori volvía la vista en repetidas ocasiones hacia un cilindro grande de metal que estaba apoyado contra una pared. Parecía muy pesado.

—¿Has traído algunos de esos mapas? —preguntó ella.

—¡Oh, sí! —Se levantó de un salto y se acercó con aire decidido al cilindro. Lo levantó, lo llevó hacia los taburetes y se sentó de nuevo. Pero no lo abrió. Acarició el metal con sus largos dedos.

«Tiene manos elegantes para ser un sachakano —pensó Stara—. Hay muchos con manos que hacen juego con sus hombros, grandes y fuertes. De hecho, su constitución es más propia de un kyraliano, aunque no el color de su piel. Me pregunto…».

—¿Has terminado el mapa que estabas trazando para el emperador?

Chavori asintió.

—Al menos en la medida en que me ha sido posible con la información de la que dispongo. —Se volvió hacia Stara—. Como a la mayoría de la gente los mapas le parecen confusos, lo he recopilado todo en un plano único y más sencillo. Pero hay zonas en blanco, y me niego a añadir información que no haya corroborado yo mismo.

—Enséñanoslo —lo apremió Kachiro.

Chavori le dedicó una sonrisa luminosa y aferró un extremo del tubo. La tapa se desprendió con un chasquido musical. El joven metió la mano y extrajo un grueso rollo de papel.

Empezó a desenrollarlo hasta que una hoja grande cayó al suelo y se enroscó de nuevo automáticamente. Kachiro levantó la mesa y la colocó a un lado para que Chavori pudiera extender el mapa sobre la alfombra y alisarlo con sus elegantes manos. Tras mirar en torno a sí, Kachiro cogió los cuencos con nueces y los colocó encima de las dos esquinas más alejadas del plano. Acto seguido, se descalzó de un pie y depositó el zapato sobre la esquina que tenía al lado, lo que provocó que Chavori arrugara la nariz. Stara se quitó una pulsera y la dejó caer sobre la esquina que faltaba, con lo que se ganó una sonrisa de aprobación por parte del joven.

El papel estaba cubierto de líneas finas de tinta. Cuando lo miró más de cerca, Stara soltó un pequeño grito ahogado al ver los dibujos diminutos de montañas, casas y barcos, así como la elaborada orla decorativa que enmarcaba el mapa.

—¡Es precioso! —dijo.

—Chavori es todo un artista —convino Kachiro, dirigiendo una mirada afectuosa a su amigo.

Este se encogió de hombros.

—Sí, a la gente le gusta esa clase de cosas, pero a mí me parecen un poco ridículas. No son muy compatibles con la precisión.

Stara señaló un grupo grande de edificios dividido en dos por el dibujo de una avenida amplia y del Palacio Imperial.

—Así que esto es Arvice, donde nos encontramos.

—En efecto.

Ella miró las hileras de montañas. En la parte superior del mapa había una figura azul grande, y de lo alto de algunas de las montañas surgían unas rayas rojas onduladas que descendían por los lados.

—¿Qué representa esto?

—El lago Jenna —le dijo Chavori— y los volcanes del norte. Escupen fuego y ceniza, así como lo que las tribus dúneas llaman sangre de la tierra.

—¿Esto rojo de aquí?

—Sí. Brota a chorros y se desliza por las laderas de las montañas. Está tan caliente que te quemaría si te acercaras. Cuando se enfría se solidifica, dando lugar a rocas de formas extrañas.

—¿Vive gente en la zona?

—No. Es demasiado peligroso, pero las tribus se aventuran de vez en cuando a ir allí para recoger piedras preciosas que afirman que tienen propiedades mágicas. Yo he encontrado gemas iguales en cuevas que están más al sur, y no he percibido el menor asomo de magia en ellas.

—Me gustaría explotar esas minas —le dijo Kachiro—. Si conseguimos que las tribus dúneas nos revelen el secreto de las gemas, podríamos venderlas a precios muy altos. Pero aunque no lo consiguiéramos, los joyeros nos pagarían una buena suma por ellas.

—Deberías averiguar si a Motara se le da tan bien el diseño de joyas como el de muebles —propuso ella.

Un brillo de interés asomó a los ojos de Kachiro.

—No es mala idea…

Chavori se encogió de hombros.

—Mientras ganemos lo suficiente para que yo pueda continuar con mi trabajo… Ahora deja que le enseñe a Stara cómo es un mapa bien hecho.

Cogió el rollo de papel y separó de él otra hoja que colocó sobre la primera. El mapa estaba trazado de forma mucho menos artística, y la mitad estaba en blanco. En vez de figuras de montañas, había conjuntos de curvas concéntricas. Allí donde aparecían edificios dibujados en el otro plano, solo se apreciaban unos puntos.

—Esto no solo muestra la ubicación de cada montaña, sino también la de los valles que yacen entre ellas —le explicó Chavori. Deslizó el dedo por los espacios situados entre las formas concéntricas que representaban las montañas—. No solo indico el valle, sino su amplitud, al dejar espacios más grandes. ¿Ves esto? —preguntó, señalando una zona en blanco atravesada por una línea azul serpenteante—. Es el valle más hermoso que puedas imaginar. No hay sembradíos, solo enkas salvajes que pacen allí. Este río desciende en cascada por el medio. Está completamente rodeado de montañas. —Movió los brazos hacia arriba con un gesto elegante, y luego los abrió—. Y en lo alto se extiende la bóveda más grande de cielo azul.

Se le empañaron los ojos por el recuerdo, y Stara sintió una punzada de nostalgia. ¿Volvería a salir de la ciudad algún día? ¿El viaje que había hecho desde Elyne sería el último que realizaría en su vida?

Bajó la vista y encontró las letras que componían el nombre de Elyne. Estaban escritas en diagonal, paralelas a una línea roja trazada a lo largo de la cordillera en la esquina superior izquierda del mapa. Ella comprendió que la raya roja debía de marcar la frontera. Y si una línea azul simbolizaba un río, ¿esa línea negra gruesa que atravesaba las montañas desde la frontera con Elyne y llegaba hasta Arvice representaba el camino? Se fijó de nuevo en las montañas y de pronto tuvo la sensación de que el mapa adquiría profundidad.

—Ah —dijo—. Ahora entiendo la ilusión que crea esto. Es como si estuviéramos mirando los territorios desde arriba. El punto del centro donde las líneas de las montañas se cruzan es la cumbre.

—¡Exacto! —Chavori se volvió hacia Kachiro—. Tenías razón: tienes una esposa excepcionalmente inteligente.

Kachiro esbozó una gran sonrisa.

—Sí, ¿verdad? —respondió, orgulloso.

Chavori posó la vista en Stara y luego en Kachiro.

—¿Qué más puedo enseñaros?

Kachiro contempló el mapa, pensativo.

—¿Has traído algún plano de Kyralia?

La sonrisa triunfal de Chavori se desvaneció, dando paso a una mueca de tolerancia.

—Por supuesto. Todo el mundo quiere planos de Kyralia hoy en día.

—Estamos en guerra con ellos —señaló Kachiro.

—Lo sé, lo sé. —Con un suspiro, Chavori cogió el rollo de nuevo. Desprendió varios mapas parecidos al primero y finalmente extendió uno de los que estaban más bellamente ornamentados, con dibujos de ciudades y monumentos.

Kachiro señaló el paso fronterizo y abrió la mano sobre las montañas que separaban Kyralia de Elyne.

—Por lo que he oído, tengo entendido que los ichanis se unieron bajo el mando del ashaki Takado más o menos por aquí. Cuando fueron suficientes para formar un ejército, se desplazaron a las zonas rurales del norte y tomaron varios pueblos y aldeas.

Chavori sacudió la cabeza.

—Lo que yo he oído es que no se molestan en quedarse para someter a la gente. En vez de eso, han estado destruyendo las poblaciones y expulsando a sus habitantes.

—Dudo que los expulsen —dijo Kachiro—. Seguramente los matan y les arrebatan su energía. Si los hicieran huir hacia el ejército kyraliano, estarían proporcionando a sus enemigos más personas de quienes extraer energía. ¿Para qué dársela a otros, cuando pueden aprovecharla ellos mismos?

—Sí, probablemente tienes razón. —Chavori hizo un gesto amplio desde las montañas hasta el cúmulo de edificios señalados con la palabra «Imardin»—. Deben de estar dirigiéndose hacia la capital. Pero, ahora que lo pienso… —Alzó la mirada hacia Kachiro—. ¿Recuerdas que te dije que me crucé con el ejército de Nomako cuando venía de regreso a Arvice?

—Sí —asintió Kachiro.

—Me fijé en que las tropas estaban repartidas en tres grupos. Nomako iba en cabeza del primero y más grande. —Chavori miró de nuevo el mapa—. Era casi como si pretendiera dividir el ejército después de cruzar la frontera.

—¿Por qué habría de hacer eso? —preguntó Kachiro.

Chavori se encogió de hombros.

—Si estás en lo cierto, para poder asolar regiones diferentes de Kyralia y asimilar energía de la gente por el camino. Los kyralianos no querrán partir sus fuerzas en tres, o en cuatro, si ninguno de los grupos sachakanos se une al de Takado, para enfrentarse a ellos.

—Entonces todos los grupos llegarán a Imardin a la vez.

—Y los que no hayan encontrado resistencia seguirán fuertes y listos para la batalla.

—Hmmm. —Kachiro estudió el mapa con los párpados entornados—. ¿Y qué grupo es más probable que haya encontrado resistencia?

Chavori abrió mucho los ojos.

—¡El de Takado! Es el que estaba allí primero, y si Nomako ha calculado bien el ritmo de su avance, el que los kyralianos habrán escogido como primer objetivo. Para cuando se reúnan con las tropas de Nomako, las de Takado serán las más débiles.

—De modo que Nomako conquistará Imardin en vez de Takado, y volverá a Sachaka convertido en un héroe, y el emperador Vochira se ganará el respeto de todos por haber sido más astuto que Takado. —Clavó en Chavori una mirada llena de admiración—. Tienes cabeza para la estrategia militar. ¡Tal vez deberías dirigir tú el ejército!

El joven se ruborizó de nuevo. Los dos se miraron por un segundo antes de bajar la vista de nuevo hacia el mapa.

Stara frunció el entrecejo, con la sensación de haberse perdido algo. Claro que ella no era una experta en el arte de la guerra. Aunque estaba convencida de que había entendido todo lo que había dicho Chavori, tal vez se le había escapado algún matiz que ellos dos habían captado.

—¿Puedo preguntar algo sobre la guerra? —inquirió.

—Por supuesto —respondió Kachiro.

—¿Por qué ni vosotros ni vuestros amigos estáis en el ejército? —Kachiro puso una cara larga—. Me alegro de que tu vida no corra peligro —le aseguró Stara—. Prefiero mil veces que estés aquí. Pero sospecho que la razón es política, y me gustaría entender mejor la política sachakana.

Kachiro asintió.

—Algunas de las razones son políticas, otras no. Hace mucho tiempo, mi padre no fue capaz de cumplir una orden del emperador debido a un incendio, y estuvo pagando su deuda durante años. Murió poco después de hacer el último pago. Por eso mi familia no gozó del favor imperial durante una temporada, aunque cada vez ha resultado más fácil restablecer los vínculos comerciales.

Su expresión era tan triste que Stara se arrepentía de haberle hecho la pregunta.

—Otros amigos míos perdieron el favor del emperador por causas parecidas, pero la familia de Chavori disfruta de una buena posición —prosiguió él. Sonrió—. Lo bueno es que, como carecemos de honor familiar y de respeto, no tenemos que alistarnos en el ejército para protegerlos, aunque supongo que nuestra ayuda habría sido aceptada si la hubiéramos ofrecido.

Chavori asintió.

—Le dije a mi padre que si no me trataba con el respeto que merezco, no pondría en peligro mi vida en defensa de nada. Me llamó cobarde. —Se encogió de hombros—. Supongo que esperaba que fuera allí y me mataran, para librarse de mí por fin.

Stara sintió compasión por aquel joven que, pese a su talento, estaba tan infravalorado por su padre como ella por el suyo.

—¿Puedo comprarte este mapa? —preguntó Kachiro.

Chavori se quedó boquiabierto.

—¿Comprarlo?

—Sí. ¿O es que lo necesitas?

—No —se apresuró a decir Chavori—. Los hago para venderlos. Los vendo a montones. Bueno, a montones no. Unos cuantos al año.

—Entonces, ¿me vendes este? —Kachiro dirigió la vista a la pared del fondo de la sala—. Y creo que te compraré algunos más. Tal vez uno de cada país, para colgarlos en aquella pared. Vendrá bien para iniciar conversaciones con las visitas, sobre todo si Sachaka empieza a reconquistar los territorios que fueron sus dominios en otra época. ¿Cuánto quieres por él?

Stara notó que un escalofrío le bajaba por la espalda, así que no oyó el precio que pedía Chavori, ni cuánto más le ofrecía Kachiro. «¿Se estará refiriendo a Elyne? Claro que se refiere a Elyne. Formaba parte del imperio, al igual que Kyralia. Los dos obtuvieron la independencia al mismo tiempo. —Al pensar que la guerra podía llegar a Elyne, se le encogió el corazón—. Muchas de las cosas maravillosas de Elyne derivan de la libertad de la que goza su pueblo».

Kachiro se puso de pie.

—Voy a buscarlo.

Se encaminó hacia la puerta con paso decidido. Se detuvo ante la puerta, volvió la vista hacia Stara y le sonrió antes de marcharse.

La sonrisa hizo gracia a Stara, pero la dejó preocupada. Tenía un toque de picardía. Un toque desafiante. ¿Esperaba que ella sedujera a Chavori allí mismo, en ese momento?

«No soy tan idiota», pensó. Miró al joven.

—¿Cuándo llevarás tus mapas al emperador? —preguntó.

Él hizo un mohín.

—En cuanto me conceda audiencia. Llevo semanas intentando que me reciba. Supongo que la guerra acapara toda su atención. Pero precisamente por la guerra debería echarles un vistazo.

—¿Y eso por qué?

Chavori se puso serio.

—Porque hay lugares en las montañas en que algún enemigo podría ocultarse fácilmente e incluso instalarse. Cuevas y valles donde podrían cultivar la tierra, criar animales que les sirvan de alimento y vivir al margen del resto de la sociedad. Podrían atacar a gente sachakana y desaparecer. Si los ichanis encontraran esos lugares… —Se estremeció—. Cuando termine la guerra con Kyralia, el emperador Vochira estará demasiado ocupado afianzando su dominio sobre aquel país para lidiar con los ataques lanzados desde las montañas.

Stara arrugó el entrecejo.

—Es una posibilidad que asusta. Pero si esos lugares existen, ¿por qué no hay nadie viviendo en ellos ya? ¿Por qué no se han establecido allí los ichanis?

La expresión de Chavori se tornó adusta.

—Para acceder allí hay que atravesar una cueva por la que corre un río. Supongo que el curso del río ha cambiado hace poco; he encontrado rastros de un cauce que está seco debido a un corrimiento de tierras que desvió las aguas del río hace unos años. La corriente debió de excavar o ampliar la cueva…

—Aquí tienes. —Kachiro entró en la habitación dando grandes zancadas, con una bolsa pequeña que tintineaba en su mano. Chavori se puso de pie y sonrió con una mezcla de gratitud y vergüenza cuando Kachiro le puso la bolsa en las manos—. Ahora, hay algo que quiero enseñarte. —Kachiro alzó la vista hacia Stara—. Me temo que esto no te resultará interesante, querida —dijo en tono de disculpa.

Ella esbozó una sonrisa.

—Entonces me retiraré a mi habitación, si lo deseas.

Él asintió.

—Te agradezco que hayas mostrado interés por mis mapas —dijo Chavori, dirigiéndole una mirada ligeramente lastimera—. Espero no haberte aburrido.

—No, en absoluto —le aseguró ella—. Me han parecido fascinantes. Estoy deseando ver más colgados en nuestras paredes, y oírte contar cómo los hiciste.

Él le dedicó una sonrisa de oreja a oreja. Ella le devolvió el gesto, dio media vuelta y salió de la sala. Un momento después, Vora salió sigilosamente de un pasillo lateral y acomodó su paso al de Stara.

—¿Cómo ha estado nuestro invitado, ama?

—Sorprendentemente agradable. —Stara soltó una risita—. Es un hombre inteligente, aunque un poco torpe para las relaciones sociales. Ya mejorará con el tiempo, supongo.

Vora emitió un murmullo vago. Llegaron a la habitación de Stara, y la esclava cerró la puerta.

—¿Y bien, ama? ¿Creéis que es el tipo de hombre que confesaría ser el padre de vuestro hijo si lo sobornaran o le hiciesen chantaje?

Stara rio de mala gana.

—Siempre tan sutil, Vora. Sí, lo haría —dijo—. No sé si impulsado por el miedo de perder la honra, o por la tentación de recibir fondos para continuar con su trabajo, pero lo haría. Tranquila, no voy a enamorarme de él.

—Eso es bueno. Aunque… —La esclava frunció el entrecejo.

—¿Qué pasa?

Vora alzó la vista hacia Stara y achicó los ojos, absorta en sus pensamientos.

—Es posible que la causa por la que sigues sin tener hijos haya desaparecido.

Stara sintió que el corazón se le paraba por un instante y que luego empezaba a latir a toda velocidad.

—¿Nachira? ¿Tienes noticias de ella? ¿Es que… ha muerto?

Vora sonrió y sacudió la cabeza.

—No.

Stara exhaló un suspiro de alivio y se sentó en la cama.

—Entonces, ¿qué? —Se le ocurrió una posibilidad que la llenó de emoción—. ¿Está embarazada?

—Hasta donde yo sé, no. —Vora rio entre dientes.

—Entonces, ¡¿qué?! —Stara fulminó a la esclava con la mirada—. ¡Déjate de jueguecitos! ¡Esto es serio!

Vora se quedó callada, con una expresión meditabunda, además de cautelosa, lo que alarmó a Stara. Entonces suspiró.

—Nachira ha desaparecido. O se ha ido o alguien se la ha llevado de casa de tu padre.

Stara clavó la vista en la anciana.

—Entiendo. No se te ve tan preocupada por ello como deberías estar.

—Lo estoy —le aseguró Vora.

—No, no lo estás. —Stara se levantó y se plantó frente a la esclava—. ¿Por qué no me explicas qué está pasando?

Una sombra de temor cruzó los ojos de Vora.

—¿Os fiais de mí, ama?

Stara arrugó el ceño. «¿Me fío?». Hizo un gesto afirmativo.

—Sí, pero todo tiene un límite, Vora.

La esclava asintió y bajó la mirada.

—He averiguado cosas a través… a través de contactos que he hecho con los esclavos de vuestro esposo… que no puedo contaros porque si lo hago y vuestro marido os lee la mente, morirán personas, personas que hacen cosas buenas, personas a las que han ayudado, como Nachira. —Miró a Stara—. Lo único que puedo deciros es que Nachira está a salvo.

Stara escudriñó los ojos de la mujer, que mantuvo la mirada fija en ella. «¿Confío lo suficiente en ella para aceptar esto? —se preguntó—. Creo que le profesa cariño y lealtad a Ikaro, y por tanto también a Nachira. No estoy tan segura de que a mí me quiera tanto, pero no sería de extrañar que me quisiera menos, pues no me conoce tan bien. Aun así, creo que intentaría no tener que elegir entre él o yo. Y eso tal vez implique ocultarme información.

»Podría intentar leerle la mente, pero no quiero hacerle eso. Además, ¿vale la pena poner en peligro a Nachira solo para averiguar qué ha sido de ella?».

—Más vale que esté a salvo —dijo Stara—. Y confío en que, en cuanto puedas, me digas dónde está.

A Vora los ojos se le arrasaron en lágrimas, pero parpadeó para enjugárselas.

—Lo haré. Os lo prometo. Gracias, ama.

—¿Lo sabe Ikaro ya?

—Eso sería imposible. Ella desapareció anoche mismo. Ningún mensajero habría podido comunicarle la noticia tan deprisa, aunque supiera en qué parte de Kyralia se encuentra Ikaro.

Stara se acercó de nuevo a la cama y se tendió.

—Pobre Ikaro. Espero que esté bien.

—Yo también —afirmó Vora—. Yo también.