Hacia el final del día, los informes sobre la distancia entre el ejército y el rey se volvieron más frecuentes. Al principio ambos contingentes avanzaban por el camino, reduciendo el espacio que los separaba a un ritmo constante. Entonces recibieron la noticia de que el rey había acampado a las afueras de Puentefrío y esperaría a que ellos llegaran. Dakon no pudo evitar exasperarse al enterarse de que el rey iba a ceder más terreno a los sachakanos, seguramente por la comodidad de tener una ciudad cerca que pudiera satisfacer las necesidades del ejército.
Pero tenía sentido. Los criados estaban agotados. Varios habían caído enfermos y tenían que transportarlos en carreta. Como la mejor comida estaba reservada para los magos, algunos de los criados habían comido carne que conservaban mucho tiempo después de la matanza. Dos habían muerto, sin que los sanadores del gremio o Tessia pudieran ayudarlos.
—Su organismo expulsa toda el agua y los alimentos que les damos sin asimilarlos —había explicado ella—. Veremos más casos como estos si la comida empieza a escasear.
Era increíble que ella pudiera arreglar una lesión de espalda y en cambio fuera incapaz de curar un simple desarreglo de los intestinos que causaba la muerte. Sin embargo, Refan tenía la ventaja de que la magia le confería una mayor capacidad de recuperación. La descripción de Tessia de cómo había notado que la magia reparaba el cuerpo de Refan le había parecido fascinante a Dakon. Confirmaba lo que todos los magos creían desde hacía tiempo pese a que no tenían más pruebas que su longevidad, la rapidez con que sanaban y su resistencia a la enfermedad.
Un murmullo que se levantó entre los magos y aprendices que lo rodeaban lo arrancó de sus pensamientos. Miró al frente y vio la causa de los comentarios. Más adelante había un pueblo, casas que salpicaban ambos lados del camino.
Puentefrío. Delante de la población se divisaban varias hileras de tiendas de campaña y carros, con figuras diminutas que pululaban en el espacio que había entre ellas. «El rey y el resto de los magos kyralianos —pensó Dakon—, que aumentarán nuestros efectivos a poco más de cien».
En el centro, a un lado del camino, se alzaba una tienda grande rayada con los colores de la familia del rey. Ya empezaba a formarse una multitud alrededor de la tienda, sin duda debido a la expectación por la llegada del ejército.
Las tropas apretaron el paso, y las voces que Dakon oía en torno a sí aumentaron de volumen. Echó un vistazo en derredor y reparó en la emoción y el alivio que reflejaban los rostros tanto de los aprendices como de los magos. No obstante, Tessia tenía el entrecejo fruncido.
—¿Qué te preocupa, Tessia? —le preguntó.
Ella alzó la vista hacia él.
—No estoy segura. Cada vez que se incorporan a nuestras filas magos nuevos, tenemos que enseñarles muchas cosas. No solo el método de Ardalen; también hay que explicarles que no deben alejarse del grupo, o quién está al mando. ¿Disponemos de tiempo para todo eso esta vez?
Dakon dirigió la mirada hacia las tiendas que tenían delante y reflexionó.
—Puede que tengamos que ceder más terreno para ganar el tiempo que necesitamos.
Ella asintió.
—Hay otra cosa que me tiene inquieta.
—¿Sí?
—Lord Ardalen nos enseñó cómo trasvasar energía a otro mago. Él murió en el paso. ¿Es posible que los sachakanos que lo mataron tuvieran la oportunidad de leerle la mente y descubrieran el truco?
Dakon sacudió la cabeza.
—Mikken dijo que su maestro murió al instante, en cuanto su escudo quedó neutralizado.
Tessia torció el gesto.
—Supongo que debemos estar agradecidos por ello.
Él suspiró.
—Sí, supongo que sí. Aunque… no sé si un sachakano hubiera prestado demasiada atención a eso, de todos modos. No habría entendido la importancia de lo que estaba viendo, pues en ese entonces todavía no habíamos luchado con ellos en un enfrentamiento directo. En cambio, estoy seguro de que si capturaran a un mago kyraliano ahora, le registrarían la mente a conciencia.
—Entonces esperemos que no tengan ocasión de hacerlo.
La cabeza de la columna había llegado a la orilla del prado en que se había montado el campamento. Todos guardaron silencio cuando los líderes del ejército se acercaron a la tienda del rey. Dakon vio que tres hombres aguardaban en fila. Reconoció al joven de en medio. Quienes flanqueaban al rey Errik eran magos que le doblaban la edad y estaban considerados dos de los hombres más poderosos y ricos de Kyralia.
Werrin y Sabin hicieron señas para que el ejército se detuviera a varios pasos del rey. La larga columna se ensanchó poco a poco conforme los magos y aprendices se agolpaban ante la tienda. Cuando el movimiento cesó y los sonidos se apagaron, Werrin y Sabin descabalgaron e hicieron una reverencia, y el resto de las tropas siguió su ejemplo.
—Lord Werrin —dijo el rey Errik, plantándose ante ellos—. Mago Sabin. Mis fieles amigos y magos. Me alegro de volver a veros. —Saludó a uno tras otro, aferrándolos de los brazos, y luego irguió la espalda, se volvió hacia el ejército y alzó la voz—. Bienvenidos, magos de Kyralia. Habéis arriesgado la vida para hacer frente a nuestro enemigo, acudiendo con presteza y valor en auxilio de nuestro país. Aunque hemos perdido la primera batalla, estamos muy lejos de la derrota. Han venido conmigo los demás magos de Kyralia, salvo los que están demasiado débiles para cabalgar y luchar. Ahora formamos un solo ejército, y como tal debemos prepararnos para combatir contra el enemigo con todas nuestras fuerzas. Contamos con la ayuda de magos procedentes de otras tierras. —Se volvió y señaló con un gesto a cinco hombres que se encontraban cerca. Dakon advirtió, para su sorpresa, que dos eran lanianos altos y cubiertos de tatuajes, y los otros tres pertenecían a la menos imponente raza vindeana. Entre unos y otros estaba el mago Genfel, visiblemente satisfecho de sí mismo.
El rey había hecho una pausa, y su expresión se tornó más adusta conforme escrutaba los rostros de los recién llegados.
—No hay tiempo que perder. Los líderes que se reúnan conmigo para discutir nuestra estrategia. Los demás podéis descansar, comer y acampar para pasar la noche. Para mañana habremos decidido cuál será nuestro siguiente paso.
Cuando el monarca se volvió de nuevo hacia Sabin, las tropas se rebulleron y comenzaron a dispersarse. Dakon miró a Tessia.
—El deber me llama otra vez —dijo.
Ella curvó la comisura de la boca en una media sonrisa.
—Cuento con que me presentéis un informe detallado más tarde, lord Dakon —dijo en tono altanero antes de espolear a su caballo para seguir a la multitud.
Él rio por lo bajo, cabalgó hasta donde estaba el caballo de Werrin, se apeó y entregó las riendas a un criado que lo esperaba. Narvelan ya estaba rondando por allí. Dakon se acercó al joven mago.
—Esos son lord Perkin y lord Innali —carraspeó Narvelan.
Dakon miró a los dos hombres mayores que antes se encontraban a los lados del rey.
—¿Los patriarcas no oficiales de Kyralia? —Se encogió de hombros—. Tenían que sacar la cabeza tarde o temprano. Y dudo mucho que vayan a quedar excluidos de esta reunión.
—Supongo que no —dijo Narvelan, con voz débil a causa de la resignación.
—No dejes que te intimiden —le dijo Dakon—. Puede que tengan más dinero y un linaje que se remonta a los tiempos anteriores a la ocupación sachakana, pero ni una cosa ni la otra sirven para nada en una batalla. Tú has combatido y matado sachakanos. Eso te hace mucho más digno de admiración que un par de viejos que solo pueden presumir de apellido.
—Supongo que tienes razón —dijo Narvelan, y suspiró—. Casi desearía que las cosas fueran de otro modo. Aunque la segunda vez resultó más fácil. Y la tercera.
Dakon miró a su amigo con el ceño arrugado.
—¿Qué resultó más fácil?
—Matar sachakanos. —Narvelan posó la vista en Dakon, nervioso—. No sé si sentirme aliviado o preocupado por el hecho de que me resulte cada vez más fácil.
—Siéntete aliviado —le aconsejó Dakon—. Si todo va bien, mataremos muchos más sachakanos. Y si no, dudo que tengamos la oportunidad de cavilar sobre si resultó fácil o no. Ah, tenemos que entrar.
El rey, Werrin y Sabin se dirigían hacia la tienda. Dakon vio que los otros asesores militares los seguían despacio. El rey hizo una seña a los dos patriarcas, que se adelantaron con grandes zancadas para entrar tras él. Dakon, Narvelan y los demás pasaron al interior después.
Había unas sillas de madera dispuestas en círculo. El rey ocupó la más grande y elaborada, y los otros se sentaron en las demás. El mago Genfel presentó a los magos vindeanos y lanianos.
—He oído algunos informes de la primera batalla —dijo Errik—, pero no un relato pormenorizado. —Miró a Sabin—. Descríbemelo.
Sabin obedeció, y a Dakon le sorprendió todo lo que el líder del ejército había pasado por alto. Sabin había centrado su atención en atacar al enemigo, y contaba con que los que lo rodeaban lo informaran de la situación del resto del ejército kyraliano.
«Es otra ventaja de nuestros nuevos métodos de combate —pensó Dakon—. Él no tuvo que dividir su atención. El inconveniente es esta falta de una visión general».
Sabin pidió a Werrin que refiriera los detalles que a él se le hubieran escapado. Al cabo de un rato, el rey los interrumpió.
—Esta estrategia de luchar en grupos determinó en gran parte lo que pudisteis hacer. Contadme más.
Dakon sonrió mientras Werrin relataba cómo Ardalen les enseñó el truco mágico para ceder energía a otro, y enumeraba los pros y los contras del método. A continuación, explicó cómo unas partidas de Kyrima en que los aprendices hacían las veces de piezas y utilizaban solo azotes de luz les habían inspirado la idea de combatir en grupos en los que a un mago se le encomendaba la tarea de lanzar azotes, y a otro la de generar un escudo, a fin de concentrar la energía.
En aquel momento llegó un mensaje para el rey, y los criados sirvieron comida y bebida. El monarca regresó poco después, con expresión sombría.
—Los sachakanos han tomado Calia —anunció—, aunque no han sembrado tanta destrucción como en otros lugares.
Dakon sacudió la cabeza. Calia era una ciudad importante y próspera gracias a su ubicación cercana a la intersección de dos caminos principales.
—No quieren malgastar su energía —dijo Innali—. Por suerte no queda gente de quien puedan extraer más.
El rey frunció el ceño.
—Entonces, ¿por qué me han llegado noticias de que hay cadáveres?
Werrin suspiró.
—Siempre hay algunos que se niegan a marcharse, que se esconden para que no se los lleven contra su voluntad. Algunos incluso eluden al ejército y regresan a su casa.
—¿Por qué? —preguntó Innali—. ¿No son conscientes del peligro?
—Unos sí, otros no. Creen que pueden ocultarse de los sachakanos, y algunos lo consiguen. Consideran más importante proteger sus pertenencias de los ladrones, cuando no son ellos mismos quienes tienen la intención de robar.
Innali torció el gesto.
—El enemigo no los mantiene con vida para seguir utilizándolos como fuente —añadió Sabin—, así que son un recurso limitado para ellos. —Se volvió hacia el rey—. Los sachakanos cuentan con sus esclavos, pero nosotros contamos con la gente de Kyralia. Si ellos están dispuestos a colaborar, pueden ser nuestro mejor recurso.
—Pero son un recurso que no hemos estado aprovechando —señaló Werrin—. Bastante nos ha costado conseguir que los habitantes de los pueblos y las aldeas abandonen sus hogares, dándoles la oportunidad de reunir los alimentos y los objetos que puedan. No hemos tenido tiempo de convencer a ninguno de ellos de que nos deje extraer su fuerza mágica.
Lord Perkin sacudió la cabeza.
—Además, no podemos extraer energía de las personas de Kyralia porque ya no están aquí. En cambio, están llegando a Imardin a raudales. Las provisiones que llevan consigo no durarán mucho, y la mayoría no tiene un techo bajo el que dormir. Pronto empezarán a morir a causa del hambre y las enfermedades.
El rey juntó las cejas.
—Si los sachakanos decidieran hacerlo, podrían llegar aquí a caballo en cuestión de horas. Los pueblos y aldeas que median entre Imardin y Puentefrío aún no han sido evacuados y, como habéis dicho, eso llevaría tiempo. Más de lo habitual en este caso, pues no solo albergan a sus habitantes, sino también a aquellos que han decidido alojarse en dichas aldeas en vez de viajar hasta Imardin. No soy partidario de ceder más terreno.
»Por otro lado, me han informado de otro grupo de sachakanos, en el noroeste, que se dirige hacia aquí —prosiguió—. Si esperamos demasiado, tal vez se unan al grueso de su ejército. ¿Somos lo bastante fuertes para enfrentarnos a los sachakanos ahora, esta misma noche?
Los magos se miraron entre sí.
—Recapitulemos —dijo Sabin—. Después de la batalla, más de la mitad de nosotros había agotado su energía, y la de los demás había menguado en cierta medida. Cada uno de nosotros ha absorbido de su aprendiz o criado la energía de un día. Mañana, habremos absorbido la de dos. Por otra parte, contamos con más de treinta magos que aún no han consumido energía en combate. En total somos más de cien.
»No tenemos idea del grado de agotamiento de los sachakanos después de la batalla, pero matamos a doce de ellos y podemos suponer que varios más quedaron al límite de sus fuerzas. Tienen más esclavos por cabeza que nosotros aprendices o sirvientes. Han estado extrayendo energía de las personas que cometieron la insensatez de no apartarse de su camino. Hasta donde sabemos, no han recibido refuerzos ni aliados nuevos. Son cerca de cincuenta.
—Me da la impresión de que partimos con ventaja —dijo el rey.
Sabin asintió.
—Así es.
El rey movió la cabeza afirmativamente. Cuando adoptó una expresión de determinación, Dakon se aclaró la garganta. Había una cuestión que habían pasado por alto y que había que abordar antes de que el nuevo ejército se lanzara precipitadamente a la batalla.
—Hay otro asunto que deberíamos tratar, majestad. Necesitamos tiempo para adiestrar al resto del ejército en nuestros métodos nuevos.
El rey clavó en él una mirada directa y retadora.
—¿Cuánto nos llevará eso?
—Un día, por lo menos —respondió Sabin.
—Que es más de lo que debería habernos llevado —agregó Dakon—. Muy pocos de nuestros hombres se han ofrecido voluntarios para entrenar a los recién llegados. —Se encogió de hombros—. Disponíamos del lujo del tiempo.
El rey se volvió hacia Werrin.
—Estoy seguro de que podría hacerse más deprisa —dijo Werrin— si todos estuvieran dispuestos a impartir clases. Tal vez unas horas.
El rey posó la vista en Sabin.
—¿Vale la pena privar de sueño a varios magos por ello? —preguntó con una sonrisa irónica.
Sabin asintió.
—Aunque perdimos la última batalla, el valor del regalo de Ardalen quedó demostrado. Aunque éramos más débiles, no murió uno solo de nosotros. Si hubiéramos luchado como solíamos, como luchan ellos, todos los que agotaron su energía habrían perecido. No habríamos perdido a una o dos docenas de magos, sino a la mitad de nuestros efectivos. Sobrevivimos para volver a fortalecernos. Para volver a luchar. Merece la pena renunciar a algunas horas de sueño por ello.
Errik asintió y acto seguido suspiró y miró a Perkin.
—Reunid a todos los que necesiten instrucción. —Miró a Dakon—. Vos tendréis que ocuparos de la tarea poco envidiable de despertar a algunos voluntarios.
Dakon inclinó la cabeza.
—Quisiera hacer petición —dijo uno de los magos vindeanos en un kyraliano vacilante.
El rey se volvió hacia él.
—¿Sí, Varno? ¿De qué se trata?
—¿Se nos permitiría a mi compañero vindeano y a mí aprender magia nueva?
Errik hizo una pausa y fijó la vista en Sabin.
—Debo consultar a mis asesores, desde luego…
—Podemos hacer intercambio —dijo Varno con una sonrisa. Se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta y extrajo un objeto pequeño. Dakon vio que era un anillo, una sencilla alianza de oro con una cuenta roja lisa engastada. Todos la contemplaron con curiosidad y extrañeza.
«¿De verdad pretende comprar el conocimiento con esta joya tan insignificante?», se preguntó Dakon.
—Se llama gema de sangre —explicó Varno—. No es piedra; es vidrio mezclado con sangre de rey vindeano. Le permite acceder a mente del portador. —Sonrió de nuevo—. Viene muy bien cuando barcos comercian lejos.
Esta revelación suscitó un murmullo de sorpresa en torno a la mesa.
—He consultado con él hace poco si podía decíroslo —añadió Varno.
—Comunicación mental —dijo Sabin—, pero sin que otros puedan oírla.
—Sí —respondió Varno—. Mi pueblo conoce secreto de su elaboración desde hace muchos, muchos cientos de años.
—Comunicación en batalla, sin que el enemigo intercepte o adivine tus señales —jadeó Narvelan.
El rey miró a Varno.
—¿Cuánto tardaríais en enseñarnos a fabricar esto?
El vindeano extendió las manos a los lados.
—Unos momentos, nada más.
Errik sonrió.
—Entonces, trato hecho. Creo que la manera más rápida de hacerlo es que vuestros acompañantes asistan con lord Dakon a la clase sobre el método de Ardalen y os instruyan luego, y que mientras tanto vos vengáis conmigo y me enseñéis a elaborar estas gemas de sangre.
Varno asintió enérgicamente con la cabeza.
—Es lo más rápido.
El rey se puso en pie e indicó a los demás que se levantaran también.
—Aparte del mago Sabin, Werrin y Varno, que deben acompañarme, todos debéis seguir las instrucciones de lord Dakon. —Dakon advirtió que los dos magos lanianos intercambiaban una mirada de incertidumbre. Sabin se inclinó hacia el rey para susurrarle algo, y el monarca volvió la mirada hacia los dos, con aire pensativo—. Vuestra ayuda y el hecho de que estéis dispuestos a arriesgar la vida por el bien de nuestro país es un pago más que suficiente —dijo en voz baja—. Id con lord Dakon.
Cuando el rey y sus acompañantes se marcharon, los que quedaban miraron a Dakon con expectación. Por unos instantes, se dio cuenta de que se había quedado sin habla. Tras recuperarse de la sorpresa, forzó una sonrisa y comenzó a darles instrucciones. Lo alivió ver que los magos asentían. Poco después, todos salían de la tienda, concentrados en la tarea que tenían entre manos.
Cuando Hanara abrió los ojos de nuevo, no notó ningún cambio al principio. Todavía estaba oscuro. Él seguía tendido junto a la entrada de la tienda de Takado. Su amo aún estaba en el catre del medio, roncando ligeramente. Hanara se incorporó ayudándose con los brazos y echó una ojeada al exterior. Las tres figuras de los otros esclavos seguían en el mismo lugar que antes de que él se durmiera, en unas mantas extendidas sobre el suelo, al aire libre. Hanara sabía que había dormido, pero ¿cuánto tiempo?
De pronto se percató de que alguien gritaba a lo lejos, aunque lo bastante cerca para que él pudiera entender las palabras.
—¡Despertad! ¡Vienen los kyralianos! ¡Nos atacan!
Sonidos apagados de gente que se movía y voces de protesta surgieron de otras tiendas. Entonces Hanara oyó un gruñido bajo detrás de sí. Apartó la vista de la entrada de la tienda y se acercó a Takado.
—Amo —dijo en voz baja pero apremiante—. Nos atacan, o están a punto. No sé si es una trampa o no. ¿Queréis que vaya a averiguarlo?
Takado juntó las cejas y se incorporó de golpe.
—No. —Cerró los ojos con fuerza y se frotó la cara—. Tráeme algo de beber.
Hanara corrió hacia un arca pequeña que Takado se había llevado de uno de los pueblos. Encima había una botella medio vacía, una jarra de oro y una copa a juego.
—¿Agua o vino?
—Vino —espetó Takado—. No…, agua. —Sacudió la cabeza—. Tráeme las dos cosas. Deprisa.
Hanara cogió la botella y la jarra y se las acercó a Takado. Este bebió primero de la botella, luego de la jarra, y se echó agua en la cara. Devolvió bruscamente la botella y la jarra a Hanara, se dirigió hacia la salida de la tienda y desapareció.
Hanara aprovechó la ocasión para beber un poco de agua. Sabía a cieno. Pensó en probar con el vino pero decidió no hacerlo. Necesitaría tener la cabeza despejada para servir eficientemente a su amo en la batalla, en caso necesario. Pero ¿qué debía hacer a continuación? «Si los kyralianos se disponen a atacar, él seguramente querrá absorber toda la energía posible, así que más vale que despierte a los demás. —Hanara se sentía sorprendentemente tranquilo cuando salió de la tienda y dio unos golpecitos a los esclavos para despertarlos. Cuando empezó a explicarles la situación, los esclavos recorrieron el campamento con la vista, nerviosos—. No tienen lo mismo que yo —pensó Hanara, sonriendo—. Una vida entera al servicio de Takado ha inculcado en mí el sentimiento de que da igual si muero esta noche. Tal vez por eso estoy sereno».
Sin embargo las dudas comenzaron a asaltarlo de nuevo, como la noche siguiente a la batalla, cuando Takado había desaparecido con Asara y Dachido y había regresado con caballos nuevos, pero con un humor pésimo. Hanara no sabía qué había enfurecido tanto a Takado, pero su amo no había recobrado la confianza ni la buena disposición. A lo largo del día siguiente, Takado había extraído magia de sus cuatro esclavos dos o tres veces y había dado caza a los kyralianos lo bastante tontos para cruzarse en su camino con una ferocidad aterradora. Incluso había perseguido animales domésticos.
«Al menos cenamos bien anoche».
Takado había recuperado su seguridad en sí mismo cuando, al atardecer, veinte sachakanos a caballo habían llegado a Calia para unirse al ejército. Habían estado preparándose para la batalla rondando por el noroeste de Kyralia, atacando pueblos y aldeas. Sin embargo, traían consigo noticias de un grupo de magos elyneos que se dirigían hacia el sur para incorporarse a las filas kyralianas. Takado había despertado a sus tropas y había partido con la intención de encontrar y derrotar a los kyralianos antes de que llegaran aquellos refuerzos.
Tras cabalgar durante unas horas, sin embargo, había ordenado al ejército que se detuviera y montara el campamento. Los exploradores de Nomako le habían informado de que los efectivos kyralianos habían aumentado y los elyneos tardarían un día más en llegar. Nomako, que quería obtener más información y debatir las tácticas, había amenazado con retirar su ayuda. En vez de enzarzarse en una discusión, Takado había dicho que ya hablarían de ello por la mañana y se había marchado a su tienda.
Aún no había amanecido. Hanara calculó que faltaban varias horas para el amanecer. No obstante, el campamento era un hervidero de actividad. Los magos iban y venían con paso decidido o estaban reunidos en grupos en los que se palpaba la tensión. Los esclavos corrían de un lado a otro. Hanara vio que Takado hablaba con Asara y Dachido. Nomako se acercó a ellos y apuntó hacia el sur. Takado volvió la vista en esa dirección, dijo algo, giró sobre sus talones y echó a andar hacia Hanara. Este, al reconocer la mirada de su amo, se postró de rodillas y le ofreció sus muñecas. El cuchillo de Takado destelló en su mano.
El trasvase de energía fue rápido y dejó a Hanara mareado. Vio que los otros esclavos se tambaleaban tras soportar el ritual. Entonces Takado bramó el nombre de Hanara y se alejó dando grandes zancadas.
Mientras lo seguía a toda prisa, Hanara tendió la mirada más allá del campamento y lo que vio le aceleró el corazón. Una sombra alargada se extendía por el extremo sur del prado. Una franja oscura de movimiento se acercaba a un ritmo constante, como impulsada por un viento que él solo percibía en su imaginación. El gajo de luna que se ocultaba entre los árboles solo le permitía entrever de forma intermitente la aproximación de los kyralianos.
«Rostros blancos en la oscuridad —pensó—. Su aspecto es el mismo que debían de tener las tribus bárbaras de la antigüedad, pero se han vuelto astutos y fuertes».
Como en una pesadilla, sentía los pies pesados y torpes mientras caminaba hacia ellos, pero se obligó a sí mismo a seguir a Takado. Los recuerdos de los esclavos alcanzados por azotes perdidos se colaron en su mente, pese a sus esfuerzos por ahuyentarlos. «Permaneceré cerca de Takado, agachado. Mientras él resista, yo estaré a salvo. Si fracasa, preferiré estar muerto, de todos modos».
¿De verdad lo preferiría? Una vez más le entraron dudas traicioneras. Las dejó a un lado.
Alrededor de él, magos sachakanos con sus esclavos avanzaban rápidamente. Cuando su amo se detuvo, formaron una fila que se extendía hacia los dos lados de Takado. Asara y Dachido, en vez de permanecer entre su gente, tomaron posiciones junto a él, para demostrar a Nomako quién era para ellos el líder del ejército.
Un globo de luz se encendió muy por encima de la cabeza de Takado, iluminando los rostros pálidos de los kyralianos. Hanara advirtió que habían interrumpido su avance. Se dividieron de nuevo en grupos de cinco o seis magos. Muchos, muchos más grupos de los que había en la última batalla.
—¿Habéis venido a rendiros? —gritó Takado.
—No —respondió una voz—. Hemos venido a aceptar vuestra rendición, ashaki Takado, aunque me imagino que necesitaréis un poco de persuasión.
Todos los ojos se posaron en un joven que se separó de un grupo de magos situados cerca del centro de la fila kyraliana.
Takado estalló en carcajadas.
—¡Rey Errik! El ratoncillo en persona ha venido correteando desde su castillo para lanzarnos sus chillidos, que es más o menos lo único que puede aportar en un combate. —Takado miró a sus compatriotas de ambos lados—. O eso me han dicho.
—Tengo mucho que aportar —repuso el rey. Como si imitara a Takado, paseó la vista a lo largo de la fila de magos kyralianos—. Tengo a mi gente. Tengo magos, unidos por sus conocimientos y su fuerza. Tengo a gente normal y corriente, dispuesta a defender a su país por todos los medios…
—Magos que ya te fallaron una vez —dijo Takado— y volverán a fallarte.
El rey kyraliano sonrió.
—¿Cuántos de tus aliados murieron en la última batalla?
Takado se encogió de hombros.
—Solo un puñado. Nada comparado con los que mataremos hoy para vengarnos. No estaría mal que tú fueras el primero.
Un resplandor acompañado de un chisporroteo surgió de él. Estalló justo delante del rey, que se tambaleó hacia atrás. Hanara vio que un mago se acercaba a su soberano para ayudarle a recobrar el equilibrio, y acto seguido unos destellos encresparon el aire entre los sachakanos y los kyralianos.
Hanara se arrojó al suelo y se estremeció mientras la magia abrasaba de nuevo el espacio entre los dos ejércitos. Echó un vistazo a través de los restos de las plantas pisoteadas y no del todo crecidas que alguien había sembrado en aquel campo. Intentaba estar atento por si Takado le hacía alguna señal, pero no podía evitar que los ojos se le fueran hacia ambos lados, pues temía el momento en que cayera el primer sachakano.
Ocurrió mucho antes que en el enfrentamiento anterior. Hanara se estremeció y notó que el corazón le daba un vuelco cuando un mago que se encontraba a solo veinte pasos largos de él estalló en llamas. Sintió el calor y se encogió cuando oyó los alaridos. Unos esclavos corrieron hacia allí para apagar el fuego, pero el mago se quedó quieto y no volvió a levantarse. Hanara oyó los lamentos de los esclavos aterrorizados que se habían dado cuenta de que se habían quedado sin amo y sin protección.
Cuando cayó el siguiente mago, Takado soltó una exclamación de disgusto.
—¿Qué tiene que pasar para que confiemos unos en otros? —farfulló—. Haced lo mismo que ellos —rugió—. Protegeos unos a otros.
Al dirigir la vista hacia el final de la fila de magos, Hanara vio que uno retrocedía un paso y luego miraba a sus dos vecinos, indeciso. A continuación, un azote golpeó su escudo y lo hizo caer de rodillas. Se arrastró de inmediato para resguardarse detrás del mago de su izquierda y se puso en pie, visiblemente incómodo pero aliviado.
Uno tras otro, varios magos comenzaron a parapetarse detrás de su vecino o a morir antes de conseguirlo. Hanara se descorazonaba cada vez más conforme más magos perecían o se apartaban de la lucha, y le entraron náuseas a causa del terror. «¿Cómo vamos a ganar a este paso?». De pronto, resonó un grito triunfal. Hanara se alzó apoyándose sobre los codos y vio que uno de los grupos kyralianos se había desintegrado. Dos cadáveres yacían en el suelo, y tres magos se alejaban a toda velocidad. Uno de ellos sufrió una convulsión mientras corría y se desplomó. Los otros dos desaparecieron detrás de la línea enemiga.
Hanara comenzó a observar a los kyralianos con atención, negándose a mirar cuando caía uno de los suyos. Takado soltó una carcajada cuando uno de los enemigos rompió a gritar de dolor, con el rostro ennegrecido y la ropa ardiendo. Todos los magos que rodeaban a la víctima menos uno salieron a la desbandada, en busca de la protección de otros grupos. El mago que no había huido intentó llevarse a rastras al que se estaba quemando, pero ambos fueron derribados y se quedaron inertes en el suelo.
Hanara buscó al rey enemigo y lo localizó en otro grupo, oteando las dos filas con el entrecejo fruncido mientras otro mago le hablaba atropelladamente.
«Les preocupa estar perdiendo —pensó Hanara, animándose—. Intentarán retirarse de nuevo, pero esta vez Takado no los dejará marchar. Los perseguirá hasta cazarlos».
Un sonido cercano amenazó con distraerlo. Con el rabillo del ojo vislumbró a alguien que se acercaba a gatas. Seguro que no era más que un esclavo. Resistió la tentación de volverse.
—¿Hanara? ¿Te llamas Hanara?
Irritado, miró rápidamente hacia atrás. Era uno de los esclavos de Nomako. Hanara hizo una mueca.
—Sí, ¿por qué?
—Un mensaje. Para Takado. Pide que Takado se retire. Los hombres de Nomako están al borde del agotamiento.
Hanara asintió.
—Se lo diré.
Mientras el otro esclavo gateaba hacia atrás, Hanara se dirigió cautelosamente hacia delante, salvando despacio la distancia que lo separaba de Takado.
—Amo —lo llamó—. Amo Takado.
Esperó, pero Takado estaba rígido por la concentración. Hanara lo llamó de nuevo, por si no lo había oído.
—¿Qué pasa? —respondió Takado bruscamente.
Hanara repitió lo que le había dicho el esclavo.
Takado frunció el ceño, pero permaneció callado.
—Mi gente nos hace la señal de que se están cansando —informó Asara al cabo de un momento.
—Pero los kyralianos también, creo —dijo Dachido.
—Sí —convino Takado—. Nuestras fuerzas están demasiado igualadas.
—Da igual que esos elyneos estén a una hora o a media jornada de aquí —dijo Asara—. Aunque ganemos aquí, nos encontrarán agotados y no les costará mucho rematarnos.
Takado soltó un gruñido bajo.
—Si nos encuentran.
—Fíjate en sus caras —dijo Dachido, haciendo un gesto con la cabeza en dirección a los kyralianos—. Están preocupados. O saben que los elyneos llegarán demasiado tarde para salvarlos, o no se han enterado aún de que los elyneos están cerca. Que sean ellos quienes se retiren.
Takado se enderezó.
—Solo tenemos que engañarlos. Intimidarlos. —Sonrió—. Cuando veáis que a otro grupo le flaquean las fuerzas, descargad toda vuestra energía contra ellos para que no tengan ocasión de buscar refugio.
Los tres aliados guardaron silencio. Hanara escudriñó la línea enemiga, en busca de grupos que dieran señales de estar agotando su energía combinada. Reparó en un grupo que no parecía estar lanzando azotes.
—Ese con el mago alto al frente —dijo en voz lo bastante alta para que su amo lo oyera—. ¿Están atacando, o solo se escudan?
Takado miró en la dirección correcta.
—Ajá —dijo—. Tenemos nuestro objetivo. —Proyectó un rayo luminoso hacia el mago alto y su grupo. Estalló contra un escudo.
Hanara vio que el hombre se volvía para ver quién los había atacado y se ponía lívido de terror.
Un instante después, una ráfaga de azotes mágicos cayó sobre los cinco magos del grupo. No sobrevivió uno solo.
Hanara observó cómo el espanto asomaba a los rostros de los kyralianos conforme se percataban de lo que había sucedido. Se dio cuenta de que estaba riendo, y lo invadió una oleada de odio hacia sí mismo, seguida por un orgullo contradictorio. «He localizado el objetivo. Takado no lo olvidará».
De pronto, toda su satisfacción se desvaneció cuando cayeron varios sachakanos, uno detrás de otro. Cuando dirigió la vista hacia los atacantes, vio que cinco magos se separaban tranquilamente para colocarse detrás de los grupos vecinos.
«Han descargado la energía que les quedaba deliberadamente, para poder ocultarse antes de que alguien pudiera matarlos. —No pudo evitar admirarlos por ello—. Esta actitud fría y calculadora es lo que los hace más temibles de lo que deberían ser».
Ahora los kyralianos estaban reunidos en grupos de entre diez y quince magos. Hanara oyó que los magos del grupo del rey gritaban órdenes, y los grupos más reducidos se acercaron entre sí para formar cinco grupos más grandes.
Pero no se batieron en retirada.
Hanara alzó la vista hacia Takado. Su amo tenía los dientes apretados en una mueca. Hanara esperó que nadie aparte de Asara y Dachido pudiera verlo. Tal vez de lejos parecía una sonrisa. Cayeron dos magos más, uno a cada lado.
Entonces los kyralianos empezaron a retroceder.
—¡Por fin! —exclamó Takado entusiasmado.
—¿Los perseguimos ya? —preguntó Asara.
—Todavía no —dijo Takado—. Debemos esperar a que se dividan en grupos más pequeños.
—Pero si no lo están haciendo.
En efecto, los kyralianos se replegaban de forma ordenada, protegidos por aquellos que todavía conservaban la energía suficiente para escudar al resto del ejército.
Takado emitió un murmullo, pensativo.
—Seguramente se mantendrán así hasta que lleguen al lugar donde hayan dejado a sus caballos. Puede que esa sea nuestra oportunidad.
Asara inspiró bruscamente.
—¡Ah! Tengo una idea —dijo, y miró a Takado con una gran sonrisa.
Mientras se la explicaba, él también sonrió.
—Es una idea audaz —comentó—. Adelante, ponla en práctica si te atreves.
Tras soltar una risita, ella dio media vuelta y se alejó corriendo del escenario de la batalla.