El explorador tenía el rostro manchado con ceniza y grasa, y la ropa ennegrecida con barro seco. Dakon había visto al hombre presentar su informe muchas veces, pero no conseguía acordarse de su nombre. «Debe de ser bueno en su trabajo. Me da la impresión de que reclutamos constantemente a exploradores nuevos porque la mayoría de los que tenemos desaparecen enseguida…».
—En Lonner vivían unos cientos de personas —le dijo el hombre al mago Sabin.
—¿Queda alguna de ellas con vida?
—Que yo haya visto, no. Hay un montón de cadáveres en un prado, pero no todos los habitantes están allí.
—¿Los demás se marcharon a tiempo?
El hombre se encogió de hombros.
—Eso espero.
—¿Cuántos sachakanos?
—Poco más de sesenta.
—¿Y cuántos de ellos son magos?
El explorador torció el gesto.
—Solo he contado a los magos. Calculo que hay el doble o el triple de esclavos.
Sabin frunció el ceño y miró a lord Werrin, que se encogió de hombros.
—Tal vez han vestido a algunos esclavos como magos para engañarnos —aventuró Werrin.
—Tal vez —convino Sabin—. Ya veremos qué dicen los otros exploradores. Gracias, Nim.
El explorador hizo una reverencia y se marchó. Todas las miradas se posaron en la aldea que tenían delante. Lonner era una población típicamente pequeña, construida a ambos lados de un camino y a la orilla de un río. «Igual que Mandryn», pensó Dakon con una punzada de dolor por su pérdida.
El ejército kyraliano había dejado el sendero, y aguardaba escondido detrás de una granja y un bosquecillo. Los criados y las carretas con provisiones aguardaban varios cientos de pasos largos más atrás, en el camino, aunque algunos sirvientes se habían ofrecido a quedarse con el ejército para cuidar de los caballos mientras los magos luchaban.
Dakon estaba de pie entre los siete asesores y líderes militares.
—No debemos descartar la posibilidad de que más amigos de Takado se hayan unido a él —dijo Narvelan.
Sabin asintió.
—Aunque, a juzgar por cómo ha crecido su ejército, debe de ser amigo de la mitad de los magos de Sachaka. No, me preocupa más que quienes no se consideran sus aliados o amigos se unan a él, pues hay muchos más al otro lado de la frontera. —Volvió la vista hacia la aldea con el entrecejo fruncido.
—¿Qué debemos hacer? —preguntó Hakkin—. ¿Nos enfrentaremos a ellos a pesar de todo?
La arruga entre las cejas de Sabin se hizo más profunda.
—Seguimos aventajándolos en número, aunque no por mucho.
—Nosotros tenemos el método de Ardalen. Eso podría inclinar la balanza a nuestro favor —añadió Dakon.
—Me temo que nuestras ventajas se verían reducidas en un enfrentamiento directo —dijo Sabin—. La energía que tenemos es la misma, tanto si combatimos en equipo y canalizamos nuestros azotes a través de uno de nosotros como si luchamos por separado.
—Pero nuestra defensa será más eficiente. Los que agoten su energía quedarán protegidos por el escudo de su sección y vivirán para luchar otro día —señaló Hakkin.
—Entonces, ¿podemos evitar un enfrentamiento directo? —preguntó Bolvin.
—Todo apunta a que no —contestó Werrin. Alzó el brazo para indicar la aldea, y todos volvieron la mirada hacia allí.
Un flujo constante de personas que salían de entre las casas estaba formando lentamente una columna gruesa que se extendía hasta los campos abiertos que flanqueaban el camino. Dakon sintió que un escalofrío le recorría la espalda. Si todos ellos eran magos sachakanos, su número se había incrementado en efecto de forma alarmante.
—Al parecer sus exploradores les han informado de nuestro avance —murmuró Werrin.
—Y no consideran que nuestra superioridad numérica sea un problema —agregó Narvelan.
Sabin respiró hondo y soltó el aire. Miró a los otros magos.
—Entonces, a menos que alguno de vosotros esté en desacuerdo (y si queréis debatirlo más vale que os deis prisa), yo digo que ha llegado la hora de comprobar los efectos de nuestra superioridad numérica y nuestras habilidades de combate mejoradas. —Sabin paseó la vista por los otros seis magos, que asintieron, y esbozó una sonrisa sombría—. Queda decidido, entonces. —Se volvió hacia el resto de los magos, que caminaban de un lado a otro en grupos mientras esperaban a que sus líderes determinaran el siguiente paso—. Preparaos —dijo en voz muy alta—. Los sachakanos vienen hacia nosotros buscando pelea y vamos a darles una lección que nunca olvidarán. Repartíos en vuestras secciones de combate. Desplegaos para formar una columna tan ancha como la suya. Escudaos y estad preparados. ¡Es hora de entrar en acción!
Para sorpresa de Dakon, los magos respondieron con gritos de júbilo. Él sabía que algunos eran demasiado jóvenes o ingenuos para comprender el peligro al que se enfrentaban, pero creía que la mayoría no estaba deseando entablar una batalla de magia.
«Pero llevamos demasiado tiempo moviéndonos con cautela, evitando enfrentamientos o sin encontrar al enemigo. En cierto modo es satisfactorio poder plantar cara por fin a los sachakanos; medir nuestras fuerzas con ellos y desahogar nuestra furia, sea cual sea el resultado».
Sabin rodeó el bosquecillo, pasó junto a la granja y salió al camino, con Dakon y los otros asesores a la zaga. El resto del ejército los siguió. Ante ellos, las tropas sachakanas formaban un muro alargado que avanzaba hacia ellos. Al dirigir la vista hacia atrás y hacia los lados, Dakon vio que el ejército kyraliano se había divido en secciones de cinco o seis magos. Estos grupos se habían disgregado a izquierda y derecha en los campos formando una línea discontinua tan ancha como la de los sachakanos. Cada grupo había designado a uno de sus miembros para que lanzara azotes y a otro para que generara un escudo, y los demás aportarían su energía a uno u otro, según fuera necesario.
Durante un rato interminable, no se oían otros sonidos que el roce y las pisadas de las botas que avanzaban a través de los campos y por el camino, la respiración de quienes estaban cerca y el tenue silbido del viento. Dakon notaba que el corazón le latía a toda prisa.
Se dio cuenta de que estaba preocupado por Jayan y Tessia. Se había discutido mucho sobre si los aprendices debían permanecer al lado de sus maestros o quedarse en la retaguardia. La tradición dictaba que debían estar cerca de los maestros, por su propia protección y por si el mago necesitaba más energía. Sin embargo, si un mago acumulaba antes de la batalla toda la energía que pudiera absorber de un aprendiz sin ponerlo en peligro, no necesitaba llevarlo consigo. A menos que matara para arrebatar a su víctima hasta la última gota de energía, como los sachakanos. Hasta donde Dakon sabía, el rey no había abolido la ley que prohibía a los maestros kyralianos matar a sus aprendices para apropiarse de su magia. Como la mayoría de los aprendices procedían de familias poderosas, era improbable que la derogara. ¿Lo haría si la situación se tornaba lo bastante desesperada?
Los aprendices que habían cedido energía quedaban en una posición vulnerable si los separaban de sus maestros. No obstante, en un enfrentamiento directo, el mago enemigo estaba demasiado ocupado luchando para localizar y atacar a los aprendices. El peligro residía más bien en los aprendices o los esclavos del enemigo. Las acometidas de los esclavos solo podían ser de naturaleza física, pues no sabían utilizar su propia magia.
Por otra parte, como formaban un grupo tan numeroso, los aprendices estaban menos expuestos a los ataques enemigos. A algunos les dejaban su energía intacta para que pudieran defender al grupo. Dakon había propuesto que asignaran a Jayan este papel, ya que, a diferencia de la mayoría de los magos, disponía de una segunda aprendiz de quien extraer energía. Jayan, uno de los aprendices mayores y con más experiencia, había sido nombrado su líder temporal.
«O sea que no tengo nada de que preocuparme», se dijo Dakon, y acto seguido continuó preocupándose. Solo cuando se percató de que podía distinguir los rostros de los sachakanos volvió a centrar toda su atención en el enemigo. Entonces oyó a Sabin mascullar una maldición.
—¿Ese de ahí es…? —murmuró Werrin.
—Sí —respondió Sabin—. El mago favorito y más leal del emperador Vochira, el ashaki Nomako.
—Eso explica el aumento súbito de tropas.
Se oyó una orden y los sachakanos se detuvieron. Dakon buscó al dueño de esa voz y se sobresaltó al reconocer a Takado. Sintió que el odio crecía en su interior.
«Takado. Mi antiguo invitado. Un viajero que supuestamente estaba allí para satisfacer su curiosidad sobre el país vecino. Ya desde el principio albergaba la intención de regresar con un ejército. Acertamos al desconfiar de él. —Dakon frunció el entrecejo—. Deberíamos habernos encargado de que muriese en un accidente».
—¡Alto! —gritó Sabin.
Dakon se detuvo, y los sonidos que lo rodeaban cesaron.
Se hizo un silencio. La expectación se palpaba en el aire. «¿Cómo puede una quietud casi absoluta estar tan cargada de tensión? Se supone que la quietud infunde sosiego».
—Magos de Kyralia —dijo Takado en voz muy alta—. Formáis un ejército magnífico. Estoy impresionado. —Dio un paso hacia delante, mirando de izquierda a derecha—. Sin duda estáis aquí para poner fin a nuestras ofensivas. Para tomar represalias por la muerte de vuestra gente. Para enviarnos de vuelta a nuestra patria. —Hizo una pausa y sonrió—. Os aviso desde ahora que solo podéis alcanzar uno de estos objetivos. No vamos a regresar a casa. Hemos venido a conquistaros, a recuperar aquello a lo que cometimos el error de renunciar en el pasado. A unificar de nuevo nuestros territorios. Esto, aunque al principio resulte doloroso, a la larga nos beneficiará a todos. —Sonrió—. Como es natural, no permitiremos que os venguéis de nosotros. Sin embargo… —Movía los ojos de un lado a otro, mirando a algunos kyralianos a la cara. Se detuvo por un instante al avistar a Dakon, y sus labios se curvaron en una leve sonrisa. Aquella expresión fugaz de arrogancia encendió de ira a Dakon—. Podéis poner fin a nuestros ataques. Si nos cedéis la soberanía de vuestro país pacíficamente, nosotros la aceptaremos pacíficamente. Rendíos y uníos a nosotros.
—¿Y quién nos gobernará? ¿Vosotros o el emperador? —La voz de Sabin hendió el aire.
Al volverse ligeramente, Dakon vio que el maestro de la guerra miraba primero a Takado y luego a otro sachakano. Tal vez al hombre de los ojos entornados, supuso Dakon. «¿Qué distintivos llevan los magos del emperador para indicar su rango? Un anillo, ¿no?». El hombre lucía muchos aros en los dedos, como estaba en boga entre la mayoría de los sachakanos, y la lejanía impedía a Dakon ver si alguno de ellos llevaba grabada una marca del emperador.
—El emperador Vochira apoya nuestra campaña de reconquista de los territorios que nos pertenecieron.
Sabin esperó, pero cuando quedó claro que aquella era la única respuesta que iba a recibir, rio entre dientes y se volvió de nuevo hacia Takado.
—No sé quién es más necio, si tú o tu emperador. Será interesante ver cuál de vosotros dos sigue con vida cuando termine esta guerra. Yo apuesto por el emperador Vochira, pues no tenemos la menor intención de dejar que ocupéis Kyralia, y aunque consigas huir de nosotros y arrastrarte de regreso a tu país, dudo que sobrevivas mucho tiempo.
Takado sonrió.
—Entonces yo apuesto a que los dos seguiremos con vida, ya que si insistís en luchar contra mí tendré carta blanca para librar a Kyralia de sus magos, y nada complacería más al emperador Vochira. No tengo deseo alguno de gobernar en su lugar cuando mis amigos y yo podemos quedarnos con todo esto. —Extendió los brazos hacia los lados y los dejó caer sobre sus costados—. ¿Os rendís?
—No —dijo Sabin, escueta y rotundamente.
Takado dirigió la vista a los aliados que lo rodeaban.
—Los muy insensatos quieren pelea —gritó—. ¡Vamos a dársela!
Takado se volvió bruscamente hacia Sabin y lanzó un azote luminoso. Estalló a un brazo de distancia de la nariz de Sabin. Al instante, el resto del ejército sachakano liberó su energía, y de pronto la magia vibraba y destellaba en el aire. Dakon aferró la parte superior del brazo de Sabin e invocó su propia energía para trasvasársela al maestro de la guerra. Los otros magos del grupo de asesores siguieron su ejemplo o bien posaron la mano en Werrin, que los estaba escudando a todos.
Los escudos resistieron. Los azotes de respuesta inundaron el espacio entre ambos ejércitos. No cayó un solo mago, ni sachakano ni kyraliano.
Sin embargo, el calor y la vibración eran tan intensos, que ambos bandos comenzaron a retroceder. Replegándose despacio, sin deshacer la formación, los ejércitos enfrentados se situaron a una distancia soportable. El intercambio de azotes se avivó y el fragor de la magia abrasó el aire de nuevo, pero esta vez todos mantuvieron su posición.
Durante largo rato, nadie habló. Dakon no podía apartar la vista del enemigo. Cada vez que un ataque sacudía el escudo de Werrin, su corazón daba un brinco. Cada vez que Sabin descargaba un azote contra los sachakanos, Dakon alimentaba esperanzas que se desvanecían cuando la energía se estrellaba contra un escudo. Veía que la cabeza de Narvelan se movía adelante y atrás mientras el joven mago observaba el desarrollo de la batalla en otras partes. Sin embargo, Dakon no se atrevía a desviar la mirada.
«Creo que me da miedo no ver el azote que acabará conmigo», pensó Dakon.
—No están escatimando energía, desde luego —comentó Narvelan.
—No —convino Sabin—. ¿Cómo vamos?
—Aguantando —respondió Narvelan—. No estamos asestando tantos golpes como ellos. Ni con tanta potencia, sospecho.
—¿Nos estamos conteniendo? —preguntó Hakkin—. ¿Hay alguna manera de decirles a las otras secciones que luchen con más fuerza?
Werrin asintió.
—La hay, pero…
—¡Ahí está la señal! —dijo uno de los magos de ciudad—. Tenemos a un mago agotado…, ¡no, a dos!
—Ahora hay uno en casi cada sección —añadió Narvelan.
Dakon se obligó a mirar a Sabin. «Seguramente está pensando que esos magos habrían muerto si sus equipos no estuvieran protegiéndolos. Los sachakanos no se protegen entre sí, hasta donde sabemos, y aun así no ha muerto todavía uno solo de ellos».
—¡Le hemos dado a uno! —exclamó Narvelan.
Dakon miró en la dirección en que señalaba su amigo, pero Werrin le tapaba la vista. Un momento después se oyó un golpe sordo y un chasquido, y uno de los sachakanos que estaban más cerca salió despedido hacia atrás. Cayó al suelo, pero los esclavos que rondaban detrás de la línea enemiga se lo llevaron a rastras.
Cayeron tres sachakanos más. A Dakon se le levantó el ánimo con una sensación de triunfo. «¡El método de Ardalen da resultado! —pensó—. Pronto caerán como moscas».
—Tenemos que batirnos en retirada —dijo Sabin—. Enviad la señal a los demás.
Dakon soltó un grito ahogado de incredulidad. Echó un vistazo en torno a sí y observó cómo se transmitía el mensaje a lo largo de la fila de secciones kyralianas. Cuando contó el número de magos que llevaban un trozo de tela blanca en la mano izquierda —señal de que habían consumido toda su energía—, su incredulidad dio paso al miedo.
«Estamos prácticamente acabados —comprendió—. Hemos perdido». En algunas secciones solo quedaban dos miembros con energía en reserva. Estos grupos fueron los primeros en abandonar el campo de batalla. Cuando los siete líderes emprendieron la retirada, Dakon dirigió su atención hacia el enemigo, intentando ver si los seguían.
Hanara, acuclillado en el suelo junto a su amo, notó que el corazón le martilleaba el pecho. Había visto caer a dos aliados de Takado y a tres de los magos que habían llegado con el representante del emperador. Uno de ellos había estallado en llamas. A otro la cara y el pecho se le habían desfigurado y convertido en una masa sanguinolenta justo antes de que el hombre cayera de espaldas y quedara despatarrado en el suelo. También había visto a un esclavo partido en dos por un azote perdido, y se había sentido orgulloso y agradecido de que, en previsión de este peligro, Takado le hubiera ordenado que echara el cuerpo a tierra y mantuviera la cabeza gacha.
Hanara había percibido la sorpresa y el espanto en los rostros de los magos sachakanos que seguían luchando; las vacilaciones y la determinación mientras combatían. «¿Cuántos pondrán en duda que la conquista vale la pena después de esto? —se preguntó Hanara—. Dudo que su vida en Sachaka sea tan dura como para que merezca la pena morir por un trozo de tierra». Sin embargo, la posesión de tierras era uno de los mayores símbolos de la libertad. La posesión de tierras y el uso de la magia. Las primeras eran muy escasas. Y tal vez había demasiado de lo segundo en Sachaka. «Esta sí que es una reflexión interesante…».
Se levantó un murmullo entre los magos. Al alzar la cabeza, Hanara observó que los kyralianos se movían.
«¡Se retiran! ¡Hemos ganado!».
Advirtió que los aliados de Takado empezaban a avanzar. Takado no había dado la orden todavía. Aunque Hanara no alcanzaba a ver el rostro de su amo, algo en la postura de Takado le decía que estaba deliberando.
—¡Mantened la posición!
El grito retumbó, y los que se dirigían hacia delante se detuvieron. No era la voz de Takado. Una oleada de rabia e indignación recorrió a Hanara. Nomako, el representante del emperador, había hablado. Tras situarse frente al ejército de Takado, se volvió hacia las tropas.
—Dejad que se vayan. Les hemos demostrado quiénes son los más fuertes. Que recapaciten sobre el futuro y mediten sobre las ventajas de rendirse.
A Hanara le hirvió la sangre. «¿Cómo se atreve? ¡Esa decisión le corresponde a Takado!».
El corazón le dio un vuelco con una mezcla de terror y júbilo cuando Takado salió al frente para encararse con Nomako, rojo de ira.
—Yo soy quien dirige este ejército, Nomako —espetó—. No tú. Ni siquiera el emperador. Si esto no os complace, a ti o a él, márchate a casa y déjanos la lucha a nosotros.
Nomako sostuvo la mirada a Takado y por un momento su rostro se crispó con ira y animadversión. Acto seguido, bajó la vista al suelo.
—Te pido disculpas, Takado. Solo pretendía evitar que perdieras a más hombres.
—¡Entonces eres un idiota! Estaban al límite de sus fuerzas. —Takado apartó la vista y llamó a Dachido y Asara.
—No han perdido a un solo mago —protestó Nomako—, y nosotros casi a una docena. Es un ardid. Una trampa. Prometí a las familias de Sachaka que no sacrificaríamos vidas innecesariamente. Tenemos que analizar lo que hacen y encontrar la manera de combatirlo.
Takado miró a su ejército con expresión ceñuda. Hanara intentó interpretar el estado de ánimo de los guerreros. Muchos parecían dudosos. Algunos habían reculado varios pasos y parecían estar esperando que Takado ratificara la orden de Nomako. Ninguno de ellos parecía ansioso por perseguir a los kyralianos.
«No esperaban que solo se produjeran bajas en nuestro bando».
Con un suspiro, Takado se encogió de hombros.
—Nos quedamos —dijo.
El alivio en el rostro de sus seguidores y de Nomako era evidente. Algunos se juntaron en parejas o grupos para hablar, mientras otros se encaminaban de vuelta hacia la aldea. Nomako se reunió con los tres hombres que parecían ser sus acompañantes de confianza.
Dachido y Asara llegaron junto a Takado.
—¿Cómo lo han hecho? —preguntó Dachido—. ¿Por qué no ha caído uno solo de ellos?
—Se protegen y refuerzan entre sí, cosa que deberíamos hacer nosotros, aunque dudo que podamos contar con la colaboración de cierto círculo —añadió bajando la voz.
Los tres aliados comenzaron a hablar en susurros. Hanara se acercó disimuladamente, esforzándose por escuchar.
—… de lo contrario no se habrían retirado —decía Asara.
—No podemos estar seguros —replicó Dachido—. Podría tratarse de una trampa.
Asara asintió y se volvió hacia Takado.
—Me gusta más la idea que propusiste anoche —dijo—. Yo voto por ponerla en práctica.
—Necesitamos caballos —advirtió Dachido.
Asara se encogió de hombros.
—Podríamos exigirle algunos a Nomako como indemnización.
—¿Y darle la impresión de que necesitamos su ayuda? —preguntó Takado, mirando al representante del emperador con los ojos entornados.
Por toda respuesta, Asara hizo una mueca.
Takado tendió la vista hacia la aldea.
—¿Quedan caballos en la zona?
Dachido siguió la dirección de su mirada.
—Había uno, pero estaba viejo y lo sacrificamos para dar de comer a los esclavos.
—Tal vez encontremos algunos si buscamos más lejos —dijo Asara.
—Más al oeste, donde no esperan que vayamos. —Takado sonrió.
—Entonces, ¿lo intentaremos? —preguntó Asara con los ojos brillantes.
—Sí. Y ya tengo pensado el primer objetivo.
Los otros dos lo miraron con expectación.
—¿Os habéis fijado en que no tenían a sus aprendices cerca?
—Ah —dijo Dachido.
—¡Ah! —exclamó Asara.
—Así es —dijo Takado—. Por lo visto han olvidado una de las reglas esenciales de la guerra, y nosotros se la vamos a recordar.