32

En un extenso patio cercado situado detrás de una de las casas más suntuosas de Calia, doce aprendices se habían dividido en seis parejas. Los compañeros se turnaban para practicar el truco de enviarse magia el uno al otro. Solo canalizaban pequeñas cantidades de energía, y para dar al experimento un toque más interesante, Dakon les pedía que derribaran trozos de azulejos rotos colocados encima del muro trasero.

Jayan, reclinado en la jamba de la entrada al patio, exhaló un suspiro. Solo tres magos se habían ofrecido voluntarios para enseñar el método de Ardalen a los magos y aprendices que habían llegado el día anterior. Como consecuencia, lo que tendría que haber sido un ejercicio rápido estaba ocupando todo el día.

El adiestramiento de los magos por la mañana había resultado bastante sencillo. Por la tarde les había tocado el turno a los aprendices. Por desgracia, muchos de los magos se resistían a dejar a sus discípulos en manos de otros maestros. Dakon le había dicho a Jayan que aunque había conseguido convencer a la mayoría de ellos de las ventajas de esta medida, algunos solo habían accedido cuando Sabin había señalado que las familias de los aprendices tal vez no verían con buenos ojos que sus hijos muriesen en batalla por no haber recibido el entrenamiento que se había ofrecido a todos.

Sin embargo, instruir a los aprendices no era cosa fácil. Algunos apenas habían iniciado su entrenamiento, y dos de ellos ni siquiera habían adquirido un control absoluto sobre sus poderes.

Cuando un aprendiz inexperto quemó sin querer al joven a través del cual intentaba enviar magia, Dakon decidió reorganizar la clase y dividir a los alumnos en tres grupos según su grado de experiencia: los que acababan de comenzar su aprendizaje, los que llevaban unos años entrenándose y los que estaban a punto de emanciparse. Con la ayuda de Jayan, Dakon se hizo cargo del grupo con menos experiencia, que requirió muchas más horas de instrucción que los otros.

La labor de enseñar le había parecido a Jayan tan frustrante como gratificante. Dependía de cada aprendiz. Algunos tenían talento y prestaban atención; otros, no. Adiestrar a los primeros era agradable, pero Jayan descubrió que conseguir que los segundos aprendieran algo estimulándolos —o amenazándolos— también resultaba muy satisfactorio.

«Siempre creí que aplazaría todo lo posible el momento de tomar un aprendiz, pero ahora veo que tiene varios aspectos positivos, y no solo el más obvio, que es la transfusión de energía».

Los aprendices novatos tenían edades comprendidas entre los doce —una edad inusualmente temprana para iniciar el aprendizaje— y los dieciocho. Jayan sospechaba que los mayores habían sido elegidos porque sus maestros preferían instruir a un miembro de su familia, aunque tuviera poco talento, que a un extraño que estuviera dotado para la magia.

Uno de los aprendices que estaba trasvasando energía a otro soltó un chillido y se volvió para mirar a las otras parejas con suspicacia. Una joven —la única chica del grupo, una de las dos que habían llegado con los refuerzos— intentó disimular su sonrisa burlona, pero era evidente que su víctima la conocía lo bastante para saber de dónde había venido el ataque. Jayan supuso que ella le había lanzado un azote apenas lo bastante potente para causarle escozor. La víctima y el aprendiz a quien estaba cediendo energía intercambiaron una mirada y acto seguido fruncieron el ceño.

Jayan dirigió la vista hacia Dakon, que estaba observando cómo los azulejos salían despedidos de lo alto del muro y seguramente no se había enterado de lo ocurrido.

Se oyó una carcajada triunfal suave. Esta vez quien reía era el compañero de la víctima anterior. Al cabo de un instante, la chica soltó un chillido y se dio la vuelta para fulminar a la pareja con la mirada. Al ver la expresión airada y calculadora en sus ojos, Jayan decidió que había llegado el momento de intervenir.

Antes de que pudiera hablar, un mensajero cruzó el patio a paso veloz y dijo algo en voz baja a lord Dakon, que asintió con la cabeza. Cuando el mensajero se marchó, Dakon se dirigió al grupo.

—Creo que es suficiente por hoy. Me parece que todos habéis comprendido la técnica. Siempre que tengáis ocasión, practicad lo que habéis aprendido, pero utilizad siempre dosis pequeñas de energía. Podéis volver con vuestros maestros. —Se encaminó hacia la salida del patio y dedicó a Jayan una sonrisa pesarosa cuando pasó junto a él—. Otra reunión. ¿Se lo dirás a Tessia cuando vuelva?

—Claro.

Los aprendices habían formado un corro para charlar, y cuando Dakon se alejó echaron a andar hacia la puerta. Todos saludaron a Jayan con la cabeza al salir. La última fue la joven. Jayan calculó que era dos o tres años menor que él. Una chica guapa, y a juzgar por el modo en que le sonreía, era plenamente consciente de ello.

—El maestro Jayan, ¿verdad? Me han dicho que estuvisteis en la batalla de Tecurren —comentó ella, clavando en él sus ojos de largas pestañas.

—Aprendiz Jayan —la corrigió él—. Y sí, estuve allí.

Cuando ella ladeó la cabeza y le sonrió de nuevo, lo invadió una oleada inesperada de irritación y repugnancia. Conocía esa mirada. Había tratado con bastantes magas, y sabía cuándo una de ellas lo estaba juzgando.

—¿Y cómo fue? —Abrió mucho los ojos—. Debes de haber pasado tanto miedo…

—Sabíamos que éramos más que ellos y que seguramente los venceríamos. —Se encogió de hombros.

Ella se acercó a la salida y dirigió la vista al exterior. El callejón estaba desierto.

—Fíjate. No se han tomado la molestia de esperarme. ¿Me acompañas a la sala de reunión? —Le enlazó el brazo con la mano—. Puedes contarme todo sobre la batalla por el camino.

Él le agarró la mano, la desprendió de la parte interior de su brazo y la soltó.

Los ojos de la chica relampaguearon con furia, pero su expresión se suavizó de nuevo y ella asintió como si la hubiesen reprendido.

—Me he pasado de la raya. Solo intentaba ser amable.

—¿De veras? —preguntó él, sin poder contenerse.

Ella arrugó el entrecejo.

—Por supuesto. ¿Qué otra cosa estaba haciendo, si no?

Él sacudió la cabeza.

—Estamos en guerra, no de fiesta. Esto no es la ciudad. No es un lugar adecuado para… para coquetear y buscar un marido. O un amante.

Ella puso los ojos en blanco.

—Ya lo sé, pero…

—Y hay otras chicas aquí. Mujeres más jóvenes e inexpertas. ¿Has pensado en cómo podría afectarlas tu «amabilidad»? ¿No se te ha ocurrido que puede incitar a los chicos aprendices a creer que todas las magas están… disponibles, o dar a los magos mayores la impresión de que las mujeres son demasiado frívolas e irresponsables para dominar la magia?

A la joven se le desorbitaron los ojos de asombro. Abrió la boca y la cerró de nuevo. Entonces entornó los párpados.

—Estás presuponiendo demasiadas cosas, aprendiz Jayan —dijo con los dientes apretados.

Alzó la barbilla y salió del patio con paso decidido. Se detuvo y miró a Jayan por encima del hombro.

—Los hombres jóvenes siempre se forman ideas estúpidas sobre las mujeres, por muy recatadas o cordiales que sean. Tú mismo acabas de demostrarlo. Antes de culpar a nadie, fíjate bien en ti mismo. Te sorprendería descubrir quién es en realidad el frívolo e irresponsable.

Se marchó dando grandes zancadas.

Jayan inspiró profundamente y suspiró. La rabia que se había apoderado de él ante el coqueteo de la chica había remitido demasiado deprisa, dejándole avergonzado por su arrebato.

—Vaya, eso ha sido divertido.

La voz sonó a su espalda. Jayan giró sobre sus talones, vio a Tessia de pie junto a la puerta de la casa y torció el gesto al pensar que tal vez ella solo había oído la última parte de la discusión.

—No estoy dispuesto a que me consideren un trofeo —respondió—. Si ella conociera a mi padre, no estaría tan interesada en mi linaje.

Tessia sonrió y se le acercó.

—Tal vez no sea tu linaje lo que le interesa. Por lo visto, o eso me aseguran las amigas de Avaria, eres bastante guapo. Además, has participado en una batalla, lo que te confiere cierto encanto a ojos de algunas mujeres.

Él la miró fijamente, incapaz de pensar una respuesta que no pareciera ridícula o presuntuosa. Ella sonrió.

—En fin, me alegro mucho de no ser una de ellas, si es así como reaccionas. —Paseó la vista por el patio—. ¿Cómo han ido las clases?

Aliviado por el cambio de tema, Jayan señaló con un movimiento de la cabeza la salida del patio. Los dos la cruzaron y se dirigieron hacia la calle principal.

—Han tardado un poco, pero creo que la mayoría le ha cogido el truco.

Ella suspiró.

—Cuando Dakon imparte por fin otra clase, resulta que es sobre algo que ya sé. —Hizo una mueca—. No seguirá entrenándonos, ¿verdad?

Él negó con la cabeza.

—Y menos aún ahora que es uno de los asesores militares. Cuando no estemos cabalgando o luchando, estará ocupado asistiendo a reuniones.

—Debe de ser frustrante para ti, estando tan cerca del final de tu adiestramiento.

—Lo es. Pero si lo hubiera terminado, tal vez solo sería un mago superior durante unas semanas o días si nos derrotan. Al menos de esta manera Dakon tiene dos aprendices de los que absorber energía.

—Pero si fueras un mago superior, dispondrías de tu propia fuente, y el ejército contaría con un guerrero más. —Soltó una risita—. Y las mujeres tendrían otra razón para incordiarte con sus coqueteos y su interés. —Hizo una pausa y lo miró—. No me sorprendería que Dakon te enseñara magia superior pronto, por ese mismo motivo.

A Jayan le dio un vuelco el corazón. Tal vez Tessia estaba en lo cierto, pero esta posibilidad despertó en él una renuencia inopinada. «¿Por qué? ¿Me da miedo tener que valerme por mí mismo, ser responsable de mi propia vida?».

Tessia le sonreía con complicidad. «Nunca le he hablado de mi frustración por el retraso del fin de mi entrenamiento —pensó él—. Es algo que ha deducido ella sola. Me comprende. Y creo que por fin ha dejado de odiarme».

De pronto tuvo claro por qué era reacio a finalizar su aprendizaje con Dakon. No quería apartarse del lado de Tessia.

Parpadeó, sorprendido. «¿De verdad se trata de eso? ¿Es eso lo que realmente siento por ella?». Lo asaltó una sensación extraña, agradable y dolorosa a la vez. Lo asombró que la admiración que siempre le había profesado se viera súbitamente reforzada en el momento en que él tomaba conciencia de ella. Entonces recordó lo que ella había dicho antes.

«… te confiere cierto encanto a ojos de algunas mujeres. En fin, me alegro mucho de no ser una…».

Se le cayó el alma a los pies.

Era posible que sus propios sentimientos cambiaran. «Entonces también es posible que cambien los suyos. —Intentó desterrar estos pensamientos de su mente—. No. Olvídalo. En tiempos de guerra no conviene encariñarse demasiado con nadie, ni que nadie se encariñe contigo. Cualquiera de los dos podría morir en cualquier momento. Más vale no hacer que las cosas resulten más dolorosas… para ninguno de los dos. De hecho, sería mejor para ella que me odiara.

»Lo cual es una suerte, porque se me da muy bien conseguir que las mujeres me odien».

Mientras caminaba en dirección a la casa de la que se había adueñado Takado en la pequeña aldea, Hanara se cruzó con dos esclavos que cargaban con los restos del reber que habían asado para la cena. Se detuvo por un momento para agacharse y coger un trozo grande de carne. Vio que quedaba todavía la mitad del animal, por lo que los esclavos cenarían bien aquella noche. Pero Takado solía quedarse despierto hasta altas horas de la noche discutiendo cuestiones estratégicas con sus aliados más cercanos, así que si Hanara y Jochara no arramblaban con toda la comida que pudieran, no quedaría nada para cuando Takado se retirase a dormir.

Hanara iba dando mordiscos a la carne mientras se dirigía a toda prisa a la casa, donde sacó una de las muchas botellas de vino que había encontrado en la bodega. Se detuvo, se terminó la carne masticando y tragando rápidamente, y se limpió la grasa de las manos para no correr el riesgo de que se le resbalara durante el trayecto de vuelta.

Regresó trotando para compensar el tiempo que había perdido, sujetando la botella en brazos cuidadosamente. Junto a la hoguera que habían encendido en medio del camino solo quedaban los tres aliados más directos de Takado: Rokino, su viejo amigo ichani, Dachido y Asara.

Hanara se postró ante ellos y alzó la botella. Notó que se la arrebataban de las manos. Takado guardaba silencio. Tras una breve espera, el esclavo gateó hacia atrás, se puso en cuclillas y miró en torno a sí. No vio a Jochara por ninguna parte.

—No tienes suficientes esclavos —dijo Asara, dirigiéndose a Takado—. Un líder debe tener más esclavos que los demás.

Takado se encogió de hombros.

—Podría intentar hacer venir algunos más, pero no puedo ir yo mismo a buscarlos, y a aquellos en los que confío lo suficiente para encomendarles la tarea los necesito aquí. Sería un insulto pedirles un favor tan banal.

—Entonces quédate con uno de los míos —le ofreció Asara—. No, con dos. —Se volvió y gritó—: ¡Chinka! ¡Dokko!

Takado volvió la vista atrás hacia Hanara con expresión meditabunda y divertida.

—Me servirías mejor si no te mantuviera permanentemente agotado, ¿verdad, Hanara?

El esclavo se inclinó hacia delante hasta tocar el suelo con la frente.

—Mi vida es vuestra y podéis disponer de ella a vuestro antojo —respondió.

La mujer se rio.

—Ah, aquí llegan.

Con una mirada discreta y fugaz, Hanara advirtió que Takado había apartado su atención de él. Todos los magos estaban contemplando a un par de esclavos que se habían arrojado al suelo frente a Asara. Se trataba de una mujer esbelta y fuerte y de un hombre corpulento y musculoso.

—Son dos de mis mejores esclavos —afirmó Asara con orgullo—. Están en buenas condiciones. Chinka trabajaba en las cocinas, pero también se le da bien lavar, zurcir ropa, remendar zapatos, tratar heridas leves, transportar cargas ligeras y realizar otras labores generales. Dokko no solo sirve para los trabajos pesados; es muy hábil para fabricar y construir cosas, y tiene buena mano con los caballos. —Se volvió de nuevo hacia Takado—. Animales que, por cierto, me sorprende que no hayas adquirido todavía. Viajaríamos más deprisa si los tuviéramos.

—¿En serio? —Takado sacudió la cabeza—. Los caballos necesitan comida, descanso y esclavos que cuiden de ellos. Y, a menos que consiguiéramos también monturas para los esclavos, viajaríamos tan lentos como ahora.

—Pero no tenemos por qué llevar los esclavos a todas partes. Podríamos lanzar ataques fulminantes, sin avisar, y regresar al sitio donde los hayamos dejado.

Takado asintió.

—Sí, puede haber ocasiones en que el riesgo de dejarlos solos y desprotegidos valga la pena. Aun así, por el momento prefiero no tener que ocuparme de un caballo.

—No tendrás que hacerlo si aceptas a mis esclavos.

Takado se quedó callado, absorto en sus pensamientos. Hanara contuvo el aliento. ¿Cómo afectaría a su situación la llegada de dos esclavos más? Tendría menos trabajo. Sin lugar a dudas sería un alivio cargar con menos peso todos los días, aunque esto no ocurriría si el botín de Takado seguía creciendo. Por otro lado, Hanara no poseía habilidades comparables a los músculos del hombre o la versatilidad de la mujer. Y si Takado se la llevaba a la cama… Hanara sabía que no podría competir en eso.

«Pero soy un esclavo fuente —pensó—. Siempre estaré en una posición privilegiada por ello».

Takado asintió.

—Los acepto. Te lo agradezco, Asara. Es todo un detalle por tu parte. Salta a la vista que estás renunciando a unos esclavos muy valiosos.

La mujer restó importancia al asunto con un gesto elegante.

—Los echaré de menos, pero me he dado cuenta de que he traído a demasiados esclavos. Te hacen más falta a ti que a mí.

—Chinka. Dokko —dijo Takado—. Levantaos y sentaos detrás de Hanara.

Ellos obedecieron, mientras Hanara mantenía la vista baja. Oyó que se acomodaban detrás de él. Por un momento le pareció que uno de ellos desobedecía a Takado y ocupaba un lugar a su lado, pero cuando echó un vistazo descubrió que se trataba de Jochara, que había regresado. El joven sujetaba un tubo de metal que contenía el mapa de Kyralia que Takado había traído consigo.

—Vosotros dos, y tú también, Jochara, debéis seguir las órdenes de Hanara a menos que entren en conflicto con las mías. ¿Me habéis entendido?

Se oyó un murmullo de afirmación. Hanara miraba el suelo con los ojos desorbitados. «¡Me ha puesto al mando! —El corazón empezó a latirle con fuerza. Era una responsabilidad aterradoramente importante—. ¿Y si no me obedecen? ¿Y si cometen algún error? ¿Seré castigado por ello? ¿Y si…?».

Una voz desconocida interrumpió sus pensamientos agitados.

—Magos… vienen… —jadeó un esclavo mientras se arrodillaba—. Muchos. Rápidos. Del. Empera… dor. Llevan. Anillos.

Aunque los magos no se habían movido, sus sonrisas se habían desvanecido. Ninguno de ellos expresó en voz alta la preocupación que se reflejaba en el rostro de todos. ¿El emperador había enviado tropas para detener a Takado? ¿Estaban a punto de atacar? Los silbidos de los exploradores se habían oído en un extremo de la aldea.

Takado se levantó. Dio una serie de órdenes en tono imperioso, y Hanara y los otros esclavos salieron disparados para poner sobre aviso a todos los magos o a los esclavos de los magos que dormían, pues ellos sabían cuál era la mejor manera de despertar a sus amos. Al poco rato, el camino estaba atestado de magos y esclavos. Hanara se colocó un paso por detrás de Takado, que estaba entre Dachido y Asara.

«Qué interesante —pensó Hanara—. Rokino es quien conoce a Takado desde hace más tiempo, pero es un ichani. Dachido y Asara están por encima de él en la jerarquía y son mucho más astutos que los otros amigos ichanis de Takado. Últimamente el amo parece apreciar más su compañía y sus opiniones que las de los demás».

Cuando los últimos rezagados se incorporaban a la multitud que rodeaba a Takado, un grupo numeroso de jinetes apareció en un recodo del camino. Unos globos de luz flotaban por encima de ellos. Las armas y las cuentas de la ropa relucían bajo su resplandor. Hanara buscó con la mirada los anillos del emperador y vislumbró algún que otro destello dorado.

Allí había por lo menos cuarenta magos. Sus esclavos brillaban por su ausencia.

El hombre que iba en cabeza del grupo era alto, de piel arrugada y cabello negro entrecano. Hizo avanzar a sus hombres y ordenó que se detuvieran a diez pasos largos de la muchedumbre. Con la espalda recta y la cabeza erguida, recorrió la multitud con la mirada antes de posarla en Takado.

—El emperador Vochira os envía saludos —dijo—. Soy el ashaki Nomako.

—Bienvenido, ashaki Nomako —contestó Takado—. ¿Debo enviar mis saludos al emperador a través de vos, o tenéis la intención de quedaros y uniros a nosotros?

De alguna manera, el hombre consiguió poner la espalda aún más recta.

—El emperador Vochira ha decidido apoyar vuestros esfuerzos por conseguir que Kyralia vuelva a estar bajo la influencia del imperio, y me ha ordenado que os proporcione la ayuda y el asesoramiento que necesitéis, además de poner a vuestra disposición este ejército de magos leales a Sachaka.

—Qué generoso por su parte —comentó Takado—. Con vuestro apoyo podemos conquistar Kyralia más rápidamente y con menos riesgos para nuestros compatriotas. Si contamos con el beneplácito del emperador, mejor todavía. ¿Aprueba también que yo dirija este ejército?

—Por supuesto —dijo Nomako—. Reconoce el mérito de quien lo merece.

—Entonces, sed doblemente bienvenidos —dijo Takado. Dio unos pasos al frente para salvar la distancia que los separaba y tendió la mano. Nomako descabalgó y se la estrechó. Cuando se soltaron, Takado señaló con un movimiento de la cabeza a su hueste de seguidores—. ¿Habéis cenado? Hemos asado un reber hace un rato, y es posible que quede un poco.

—No hace falta —respondió Nomako—. Hemos comido al atardecer. Nuestros esclavos estaban esperando a que los mandáramos a buscar…

Mientras Nomako hablaba de cuestiones de orden práctico, Hanara reparó en el modo en que cambiaba la expresión del hombre cada vez que Takado miraba hacia otro lado. «Una expresión calculadora —pensó Hanara—. No ha venido porque esté de acuerdo con Takado. Siempre hemos sabido que al emperador Vochira no le gustaría que Takado emprendiera sus correrías sin su autorización previa. —Hanara sintió que un escalofrío premonitorio le bajaba por la espalda—. Este hombre va a intentar recuperar el control de la situación en nombre del emperador. Y no le resultará tan fácil como cree».