Lo primero que hizo Stara después de despertar fue maravillarse de haber podido dormir. Lo último que recordaba de la noche anterior era que, al acostarse, le había dicho a Vora que seguramente no pegaría ojo. En cambio, estaba parpadeando y frotándose los ojos, sintiéndose decepcionantemente fresca y descansada.
Una figura que le era familiar se postró en el suelo, con un crujido audible de las rodillas.
—¿Pusiste alguna hierba en mi bebida? —preguntó Stara, incorporándose.
—Deseabais que el día de hoy se acabara lo antes posible, ama —respondió Vora mientras se ponía de pie—. ¿Ha pasado el tiempo tan rápidamente como queríais?
—Sí. Eres una mujer perversa, Vora. Y te echaré de menos.
La anciana sonrió.
—Vamos, ama. Tenemos que lavaros y vestiros. Os he comprado el manto de boda.
Stara no pudo evitar sentir un pequeño escalofrío de emoción, aunque enseguida se adueñaron de ella el fastidio y la frustración habituales. En Elyne, la novia dedicaba semanas enteras a escoger los adornos y el diseño de su vestido nupcial con la ayuda de su madre, sus hermanas —si las tenía— y sus amigas. En Sachaka las mujeres se ponían un manto, como siempre, aunque por una vez de un color discreto, y un tocado con velo incorporado. Este traje de boda tradicional apenas había cambiado a lo largo de los siglos.
Stara se levantó y contempló el fardo de tela negra que Vora sostenía en las manos.
—Está bien, déjame verlo.
Cuando la mujer desplegó el manto, Stara percibió una ondulación de reflejos diminutos. Se acercó a la tela para examinarla. Un bordado fino cubría la parte delantera, con innumerables cuentas negras en forma de disco.
—Son bonitas —comentó—. A las mujeres de Elyne les encantarían. Me pregunto por qué no han llegado a los mercados.
—Porque solo se utilizan en vestidos de boda —le explicó Vora—. Las cuanas se tallan a partir de la concha de los cuáneos. Es un proceso lento y el caparazón no es fácil de conseguir, por lo que son muy caras. Además, también es tradicional que la novia utilice el vestido que perteneció a su madre. Sin embargo, como vuestra madre se llevó el suyo a Elyne, vuestro padre ha tenido que comprar cuanas nuevas para este.
—Qué generoso por su parte, teniendo en cuenta que cree que no valgo nada como esposa. —Stara se enderezó y se acercó a la jofaina. Empezó a notar de nuevo aquella desagradable sensación de revoloteo en el estómago—. O eso, o se ha visto obligado porque no se atreve a decirle a mi madre que va a casarme por la fuerza.
—Dudo que vuestra madre pueda recibir mensajes en estos momentos —le recordó Vora.
Stara suspiró.
—Cierto. Por esta condenada guerra.
Se despojó de su ropa de dormir, se lavó y dejó que Vora la envolviera en el manto. A continuación, la esclava comenzó a toquetearle el cabello, peinándoselo y recogiéndoselo con cuidado. Cuando quedó satisfecha con el resultado, retrocedió un paso y miró a Stara de arriba abajo.
—Estáis preciosa, ama —dijo y luego sacudió la cabeza—. Estáis preciosa cuando os levantáis de mal humor y desgreñada. Yo lo único que tengo que hacer es conseguir que tengáis aspecto de novia. Ah, ojalá las órdenes que me dan fueran siempre tan fáciles de cumplir.
Stara había reparado en una caja grande que Vora había colocado sobre la mesa. La anciana la abrió y extrajo de ella un pesado rebujo de tela que caía en cascada y joyas. El material era similar a la gasa y estaba recubierto de cuanas que formaban un dibujo elaborado.
—Es el tocado —explicó la esclava antes de dejarlo caer de nuevo dentro de la caja—. Antes de que os lo ponga, ¿os apetece comer algo?
Stara, que sentía como si tuviera un nudo en el estómago, sacudió la cabeza.
—No.
—¿Y qué tal un poco de zumo? —Vora se dirigió hacia una mesa auxiliar para coger una jarra de vidrio—. He traído un poco, por si acaso.
Stara se encogió de hombros. Aceptó el vaso de zumo que la esclava le había servido y tomó un sorbo. Contrariamente a lo que esperaba, su estómago no se rebeló. Al notar que una sensación de serenidad se apoderaba de ella, miró la bebida con recelo.
—¿También le has puesto hierbas a esto?
Vora sonrió.
—No, pero se sabe que la flor de crema y el zumo de pachi son relajantes. —Clavó los ojos en Stara—. Bebed. No tenemos toda la mañana.
Sin dejar de tomar sorbos, Stara paseó la vista por la habitación. Vora le había asegurado que las escasas pertenencias que había traído consigo de Elyne —más que nada recuerdos de su madre y sus amigas— le serían enviadas a su nuevo hogar, junto con toda la ropa que habían confeccionado para ella desde su llegada. Mientras apuraba el resto del zumo, echó una última mirada a los aposentos en que había vivido durante los últimos meses.
Entonces dio media vuelta y entregó a Vora el vaso vacío. La mujer lo dejó a un lado y se acercó de nuevo al tocado. Lo levantó, sosteniendo delicadamente por delante la tela. Stara tuvo que agacharse para que la mujer pudiera ponérselo en la cabeza. De inmediato, Stara se sintió sofocada. Apenas veía a través de la tela, y su aliento caldeó enseguida el aire del interior del velo.
—Dejad de darle tirones —le dijo Vora—, o se os quedará torcido.
—No veo nada.
—Os será más fácil cuando estemos fuera.
—¿La ceremonia se celebrará al aire libre?
—No.
—¿Cómo hago para no tropezar o chocar con las paredes?
—Caminad despacio. Yo iré tirándoos del vestido para guiaros. A la izquierda si tenéis que ir en esa dirección, y viceversa.
—¿Y si tengo que parar?
—Un tirón en medio.
—¿Y si tengo que seguir andando?
—Os pincharé con el dedo.
—Estupendo.
—Ahora tenéis que seguirme. ¿Estáis lista?
Stara soltó una carcajada amarga.
—No. Pero no dejes que eso sea un impedimento.
No supo con certeza si Vora sonreía o si había contraído los labios como solía hacer cuando estaba preocupada o molesta. La mujer giró sobre los talones y echó a andar hacia la puerta. Stara la siguió, con el corazón repentinamente acelerado y el estómago tan revuelto que deseó no haberse bebido el zumo.
Justo cuando empezaba a acostumbrarse a ver a través de la gasa, Vora la condujo a una habitación oscura.
—Stara.
Era la voz de su padre. Cuando se volvió, Stara se encontró frente a una sombra en la que no se había fijado antes de que hablara.
—Padre.
—He encontrado un esposo para ti. Eres muy afortunada.
Se hizo un silencio. Ella se preguntó si su padre esperaba que le diera la razón o se mostrara agradecida. Por un breve instante, se planteó la posibilidad de hacer algo por el estilo, pero decidió abstenerse. Él sabría que era mentira, así que ¿de qué serviría?
—Sé una esposa obediente y no me avergüences —dijo él al final.
Entonces ella notó que algo removía el aire cerca de su mano derecha, y sintió a la vez un tirón en el vestido y la ligera presión de un dedo contra su espalda. De pronto tuvo que pugnar por reprimir una risotada. «Me está manejando como si fuera uno de esos títeres que causaban tanto furor en los mercados de Capia el año pasado. Me pregunto qué pensaría mi padre si empezara a agitarme como si unos hilos me movieran los brazos y las piernas».
Entonces se puso seria. Él no le encontraría la gracia. Seguramente nunca había visto un títere. «Somos de mundos distintos. Por desgracia, soy yo quien está atrapada en su mundo, y no al revés».
Guiada por Vora, atravesó la casa y salió al patio, detrás de su padre. Un carruaje los esperaba allí. Stara no alcanzó a distinguir si era lujoso o austero. Su padre subió al vehículo, ella siguió su ejemplo y se acomodó frente a él tras encontrar su asiento principalmente a tientas. A Vora la perdió totalmente de vista. Por un momento le entró el pánico al pensar que tal vez la esclava no asistiría a la ceremonia. Respiró hondo varias veces, diciéndose que se las arreglaría sin ella. «Siempre y cuando pueda caminar despacio».
El carruaje se puso en marcha con una sacudida. Stara oyó unos golpes sordos y un chirrido cuando se abrieron las puertas de la mansión. El carro giró hacia un lado. Se oyó el ruido de un vehículo que pasaba mientras avanzaban por la calle. Su padre guardaba silencio, pero ella percibía el sonido de su respiración. ¿Era más rápida que de costumbre? Ella no tenía idea de a qué ritmo respiraba normalmente. ¿En qué estaría pensando? ¿Tendría algún remordimiento, o se alegraba de desembarazarse de ella?
De repente, el carruaje redujo la marcha. Se oyeron unas voces. El vehículo giró y disminuyó la marcha de nuevo. Cuando se detuvo, su padre se puso de pie y se inclinó hacia la portezuela.
Stara permaneció sentada, preguntándose por qué habían parado y cuánto tiempo tendría que esperar antes de que prosiguieran su camino.
—Bájate, Stara —le ordenó su padre.
Perpleja, ella se acercó a ciegas a la puerta del carruaje y se apeó. A través de la gasa vio que se encontraban en otro patio. Notó un tirón en el vestido y, al volverse, advirtió que Vora estaba de pie tras ella. El alivio la inundó.
—¿Hemos llegado? —susurró.
—Eso parece, ama —respondió la anciana.
«De modo que mi esposo vive cerca de la mansión —pensó Stara—. ¿Es para que mi padre pueda mantenerme vigilada?».
Oyó que Sokara intercambiaba un saludo formal con otro hombre. Cuando cesaron las voces, una ligera presión en medio de la espalda la impulsó a caminar. Vora y ella se dirigieron hacia un borrón oscuro en las paredes blancas. Lo atravesaron y se encontraron inmersas en una luz dorada.
Las indicaciones de Vora la condujeron hasta otra habitación bien iluminada. Oyó que se cerraban unas puertas, y que Vora exhalaba un largo suspiro.
—Estamos en la habitación de la novia, ama —explicó la esclava—. En todas las mansiones hay una, pero permanece cerrada salvo cuando se celebra una boda. Echad una ojeada, si queréis. Los hombres tardarán un rato en terminar sus negociaciones.
—¿Qué negociaciones? —preguntó Stara, levantándose el velo.
Se hallaban en una habitación pequeña sin otro mueble que un banco largo. En cada rincón ardía una lámpara que llenaba de luz el espacio.
—Forman parte de la ceremonia. Aunque han pactado todos los detalles previamente, simularán un tira y afloja. Vuestro futuro esposo fingirá tener dudas y alegará que vuestro precio no es lo bastante bajo. Vuestro padre enumerará vuestras virtudes y amenazará con llevaros de vuelta a casa.
—¡Ja! —exclamó Stara—. ¡Eso me encantaría oírlo! —examinó las paredes más atentamente. Había escenas pintadas directamente sobre el estuco, retratos de hombres y mujeres. Cuando se dio cuenta de lo que estaban haciendo, se rio—. ¡Qué impúdico! Si alguien en Elyne… ¡Oh, cielos! ¡No sabía que la gente hiciera esas cosas!
—Su propósito es prepararos para el lecho conyugal —le informó Vora.
Stara miró a la mujer y su hilaridad decayó.
—Son imágenes un poco… atrevidas para alguien que se supone que es una joven doncella. Seguramente asustan más de lo que excitan.
Vora se encogió de hombros.
—Los hombres y las mujeres tienen toda clase de ideas extrañas unos sobre otros, y casi todas son erróneas. —Dirigió la vista hacia la puerta al oír el sonido de unos pasos al otro lado—. ¡Deprisa, poneos el tocado y venid aquí! —siseó.
Stara se dejó caer en el banco y notó que Vora recolocaba el velo en su sitio. La puerta se abrió.
Un hombre entró. Era demasiado joven para ser su padre.
—Stara —dijo. Una chispa se encendió en su mente. Aquella voz le resultaba familiar, aunque no acertaba a identificarla—. Bienvenida a mi hogar.
—Gracias —respondió ella.
El hombre se acercó hasta quedar de pie frente al banco, cogió la orilla del velo y lo levantó. Mientras la tela le caía por la espalda, ella lo miró, sorprendida.
—¡Ashaki Kachiro!
—Así es —dijo él, sonriendo—. Tu vecino.
«Pero si mi padre te detesta —tenía ganas de decirle—. Me leyó la mente por haber hablado contigo». Entonces recordó que Kachiro tampoco era un enemigo de su padre. Se volvió hacia Vora, que se encogió de hombros.
—Ah, sí, tu esclava. La he comprado para que tengas una cara conocida cerca mientras te adaptas a tu nueva vida.
Stara lo miró de nuevo y casi sin darse cuenta le sonrió, encantada.
—¡Gracias! Gracias otra vez.
Él le devolvió la sonrisa y le tendió la mano.
—Ven, acompáñame. He organizado un banquete para celebrarlo. Espero que sea de tu agrado.
Ella extendió el brazo y dejó que él la tomara de la mano. Salió de la habitación de la novia con Kachiro, que la guio de nuevo a la sala inundada de luz dorada. Al mirar alrededor, ella vio varios globos de luz que flotaban cerca del techo. «Magia. Nunca he visto a mi padre tomarse la molestia de utilizar globos de luz». La estancia estaba decorada con unos pocos muebles elegantes y una alfombra azul marino que cubría el suelo. Se dirigieron a dos sillas.
Durante las horas siguientes, Stara se vio agasajada con platos deliciosos preparados al estilo tanto elyneo como sachakano, mientras charlaba con un hombre que no solo parecía interesado en ella sino que también le parecía interesante. Poseía varias tierras que producían rentas por sus cosechas y animales. Asimismo, explotaba varios bosques y comerciaba con los muebles fabricados con la madera que extraía. Casi todos sus clientes eran de la zona, pero quería ampliar el negocio a Kyralia y Elyne. Sin embargo, la guerra con Kyralia lo estaba haciendo imposible por el momento.
Ella no podía creer la suerte que tenía. «Esto es demasiado bueno para ser cierto. Pero no debo olvidar que, aunque me resulta atractivo y parece agradable, yo no he dado mi consentimiento para esto. Me pregunto si lo sabe…».
Un buen rato después de que terminaran de comer, los criados empezaron a servirles una comida más frugal y ella se percató del tiempo que había transcurrido. Tomaron algunos bocados, hasta que Kachiro se levantó y le indicó que hiciera lo mismo.
—Ha llegado el momento de que te enseñe tus… mis aposentos —dijo.
Tras cogerla de la mano otra vez, la guio por otra puerta hasta un pasillo. Al volver la vista atrás, Stara vio que los globos de luz parpadeaban y se apagaban, uno tras otro. Respiró hondo y soltó el aire lentamente. «Es un hombre apuesto. Mientras sus costumbres en la alcoba no sean repugnantes, la noche no tiene por qué ser desagradable. Quizá incluso resulte placentera. Al fin y al cabo, me cautivó cuando lo conocí… —Oyó unos pasos detrás, y supo que Vora los seguía. El alivio dio paso a una nueva preocupación—. ¡Espero que ella no esté obligada a quedarse para mirar!».
Al final del pasillo llegaron a una gran sala blanca. Como en el salón principal, los muebles eran finos y de buena calidad. Otra alfombra azul cubría el suelo. Había unos cuadrados de tela lisos colgados en las paredes. Ella se obligó a ignorar la cama y volverse hacia él.
—¿Todos estos muebles son obra de tus trabajadores?
Él asintió.
—Un amigo diseña las formas, y mis esclavos los fabrican. Tiene buen ojo.
—Sí que lo tiene —convino ella—. Son preciosos.
Él aún la tenía cogida de la mano. Stara era muy consciente de ello y de la calidez de su tacto. «Prácticamente no he tocado a nadie desde que llegué aquí. En Elyne todo el mundo es muy sobón, y en cambio los sachakanos se comportan como si el contacto fuera una afrenta…».
—Me temo que debo dejarte ahora —dijo Kachiro—. Hay asuntos urgentes que reclaman mi atención en la ciudad. No obstante, volveré mañana. Mis esclavos están a tu disposición, y le hemos asignado a tu esclava una habitación para ella sola cerca de aquí a fin de que pueda atender a tus necesidades rápidamente.
«¿Se va? —Stara sintió una punzada de desilusión que le hizo gracia a ella misma—. ¿De verdad estaba deseando que llegara este momento? ¿Le he dado la impresión de estar muy nerviosa?».
—Ah, sí —fue lo único que consiguió balbucir, desconcertada—. Lo estoy deseando.
Él le soltó la mano y sonrió de nuevo, antes de dar media vuelta y marcharse.
Stara lo observó alejarse por el pasillo, y cuando él desapareció tras una esquina, se acercó a la cama, se sentó en el borde y miró a Vora.
—Así que el vecino de mi padre. Al que se supone que le tiene tanta aversión.
La esclava se encogió de hombros.
—No tendría sentido que os casara con uno de sus enemigos, ama, y tampoco podía ofrecer a su hija a un aliado que podría interpretarlo como un insulto y romper algún trato.
—Y por eso eligió a alguien con quien no lo une ningún vínculo.
—Sí. Y aunque Kachiro no le cae bien, vos dijisteis que os parecía decente.
Stara asintió. Ahora casi tenía la impresión de que su padre no era el monstruo que ella creía. «No. Me leyó la mente. Eso sigue haciendo que sea un monstruo».
—¿Por qué crees que se ha ido?
—¿El ashaki Kachiro? —Vora frunció el entrecejo—. Seguramente es verdad que tiene asuntos urgentes de los que ocuparse. Dudo que ningún hombre se alejara de vuestra cama por su propia voluntad. Alguien de menor valía habría tenido mucha prisa. Tal vez no quiera presionaros.
—Nos hemos pasado el día comiendo y hablando. ¿Eso forma parte de la tradición?
Vora sonrió.
—No. Nada de lo que ha hecho forma parte de la tradición.
Stara suspiró.
—En fin. Al menos mi padre me ha dejado quedarme contigo.
Al oír esto, Vora frunció el ceño.
—Sí —dijo, en un tono que no denotaba una gran alegría.
—Ah. —Stara hizo una mueca, presa de una pena repentina—. Lo siento, Vora. No sabía que quisieras quedarte.
La mujer alzó la vista hacia ella y le sonrió con picardía.
—Estoy encantada de seguir siendo vuestra esclava, ama, pero me preocupan el amo Ikaro y el ama Nachira. Estando aquí no puedo hacer nada para ayudarlos.
A Stara le dio un vuelco el corazón.
—¿Siguen estando en peligro?
Vora torció el gesto.
—Nunca se sabe.
—¿Crees que mi padre sospechó lo que estabas haciendo y te vendió a Kachiro para quitarnos a ambas de en medio?
—Es posible.
Stara suspiró de nuevo y se recostó en la cama.
—Entonces más vale que me dé prisa en tener un hijo. —Con la vista fija en el techo, se preguntó cuánto tardaría, si sería habitual que Kachiro se marchara para atender sus asuntos y si a ella llegaría a gustarle la vida recluida de esposa y madre.
—Vamos, ama —dijo Vora—. Levantaos para que os ayude a salir de ese vestido.
Las calles de Calia eran un hervidero de actividad. Dakon caminaba dando grandes zancadas por la calle principal intentando localizar a Tessia, que se había ido en busca de remedios e ingredientes hacía varias horas. Al ver una tienda que vendía hierbas y especias, se volvió y dio un paso hacia ella.
Entonces notó que le entraba una piedra por el agujero del zapato.
Masculló una maldición y siguió andando, pero el movimiento hizo que la china rodara hasta situarse debajo del talón y, con el siguiente paso, se le clavó en la planta. Sacudió el pie hasta que la piedra fue a parar a la punta del zapato, se dirigió de nuevo hacia un lado de la calle y se refugió en el espacio oscuro que había entre dos edificios.
«Debería cambiarles la suela —se dijo. Pero cuando agarró el zapato para quitárselo, se fijó en las costuras deshilachadas, los desgarrones y las suelas gastadas—. No, tendré que conseguirme unos nuevos».
Había pospuesto al máximo el cambiar sus zapatos por otros, pese a que sabía que le daban un aspecto desaliñado. Los otros magos creían que tenían que ofrecer una imagen digna y arreglada para infundir respeto a los kyralianos de a pie, pero a Dakon no le gustaba aprovecharse de las personas que más estaban sufriendo en aquella guerra.
«Nos presentamos en su pueblo, les ordenamos que recojan sus pertenencias y se marchen, y luego les decimos: “Por cierto, tendrás que apañártelas sin tus zapatos y tu mejor abrigo”».
Cuando consiguió deslizar el pie fuera del zapato oyó unas voces femeninas que salían de la casa que tenía detrás, a través de una ventana abierta.
—… allí ocurrió lo mismo. Primero llega la gente de la última aldea que han invadido los sachakanos, huyendo de ellos. Luego aparecen los magos y nos dicen que nos vayamos.
—No entiendo por qué tenemos que marcharnos antes de tiempo. Mis ukkas se morirán si nadie las riega o les da de comer. ¿Y si al final los sachakanos no vienen? Todo habría sido en balde. Totalmente inútil.
—No lo sé, Ti. He oído unas cosas sobre esos sachakanos… Dicen que se comen a los bebés de sus esclavas. Que los crían para eso. Los engordan y luego los meten vivos en el horno.
Dakon, que estaba sacudiendo el zapato para sacar la piedra, se quedó inmóvil.
—¡Oh, qué horror! —exclamó la segunda mujer.
—Y como no pueden ir a la guerra cargados con bebés, han estado comiéndose niños kyralianos en vez de eso.
—¡No!
Dakon sacudió el zapato de nuevo y la china cayó al suelo. «¿De dónde habrán sacado semejante rumor? —se preguntó mientras volvía a calzarse—. No es posible que se lo crean de verdad. Nunca he leído ni oído nada sobre estos hábitos».
Lo más probable es que se tratara de un bulo que alguien había difundido por venganza o para asegurarse de que nadie se planteara la posibilidad de traicionar a Kyralia. O tal vez para convencer a quienes se resistían a obedecer la orden de dejar sus hogares.
«Pero ¿qué consecuencias tendrá ese rumor cuando todo esto haya acabado? ¿La gente seguirá creyéndolo? Si perdemos, solo hará que la ocupación y el retorno a la esclavitud resulten aún más aterradores. Pero si ganamos… no será más que otra razón para odiar a los sachakanos. No tengo idea de hasta dónde nos llevaría ese odio. Bastante difícil resulta imaginar que podamos vencer a los sachakanos, un pueblo mucho más antiguo y refinado, que además nos dominó durante años».
Cuando se dispuso a cruzar la calzada de nuevo, se encontró con una larga columna de jinetes y carretas que le impedían el paso. Al dirigir la vista hacia el principio de la fila, vio la espalda de varios hombres bien vestidos. Supuso que las personas que pasaban por su lado eran criados, y las carretas transportaban las provisiones que tanta falta hacían.
«Más magos para nuestro ejército —pensó Dakon—. Espero que haya zapatos nuevos en esas carretas».
—Ah, bien —dijo una voz conocida detrás de su hombro—. Espero que hayan traído a un par de sanadores, o al menos algunos remedios y vendas limpias.
Dakon se volvió hacia Tessia.
—¡Ahí estás! ¿Has encontrado lo que buscabas?
Ella arrugó la nariz.
—Más o menos. El sanador de la ciudad ha subido tanto los precios que deberían meterlo en la cárcel. He tenido que visitar a una viuda loca que vive en las afueras. Pone en sus remedios toda clase de cosas absurdas sin propiedades curativas comprobadas, así que he comprado ingredientes en lugar de eso. —Alzó una cesta llena de plantas, tanto frescas como secas, debajo de las cuales Dakon alcanzaba a ver tarros y objetos envueltos—. Me pasaré la noche en vela preparando mis propios remedios.
Las plantas despedían un olor intenso y no particularmente agradable. Cuando pasaron los últimos criados y carretas, Dakon hizo señas a Tessia para que lo siguiera, y echó a andar tras ellos.
—¿Deberíamos reclutar a ese sanador? —preguntó.
A pesar de los esfuerzos de los sachakanos por matar a todo aquel que se cruzara en su camino, algunas personas conseguían huir de los pueblos que atacaban. Muchos de los refugiados estaban heridos, y Tessia había dedicado todo su tiempo libre a tratarlos.
—No. Aunque no fuera demasiado viejo para eso, cobraría tanto que al finalizar la guerra sería el único hombre rico que quedara, gane quien gane.
—Podríamos ordenárselo —dijo Dakon.
Un brillo asomó a los ojos de Tessia, pero enseguida se apagó y ella sacudió la cabeza. Acto seguido, delató sus pensamientos mordiéndose el labio.
—Bueno, no nos vendría mal un poco de ayu…
—Lord Dakon, ¿lo que acaba de pasar por aquí es lo que yo creo que es?
Al volverse, los dos vieron que lord Narvelan se dirigía hacia ellos con aire decidido.
—Nuestro ejército —confirmó Dakon.
—Ya era hora —dijo el joven mago—. ¿Cuántos crees que se han unido a nosotros esta vez?
—Unos cincuenta.
—Entonces el rey ha hecho las cosas bien. Veamos quién está aquí.
Apretaron el paso, adelantaron a las carretas y los criados, y alcanzaron a los magos que avanzaban en cabeza cuando llegaban a la casa que Werrin y Sabin habían requisado para utilizarla como lugar de reunión de los magos. Los dos líderes ya estaban de pie en la escalera, esperando a los refuerzos para recibirlos.
Los recién llegados se detuvieron, descabalgaron e intercambiaron saludos con el representante del rey y el maestro espadachín. Tres entraron con ellos en la casa.
—Los rangos vuelven a cambiar —dijo Narvelan—, y nosotros bajamos aún más en la jerarquía.
—Hasta ahora te ha ido bien —señaló Dakon—. Werrin todavía te escucha.
Narvelan asintió.
—Creo que esta vez me retiraré decorosamente al lugar que me corresponde y me quedaré allí. Y no por nada que haya dicho o hecho alguien —se apresuró a añadir—. Pero después de escuchar a Sabin durante las últimas semanas… Es mucho más listo y está mucho mejor preparado que yo. Es un guerrero auténtico. Todo lo que se me ha ocurrido y lo que he propuesto me parece obvio e ingenuo en comparación con su dominio de la estrategia. Además, es un alivio que la responsabilidad pase a otras manos.
Dakon miró a su amigo y apartó la vista. Narvelan había cambiado desde la escaramuza en Tecurren. Aunque habían ganado ese combate, desde entonces el mago se mostraba vacilante y dubitativo. Hablaba de la victoria con un toque de remordimiento. Dakon sospechaba que había cobrado conciencia, por primera vez, de que podía morir en aquella guerra y aún no había encontrado una manera de enfrentarse al miedo. O tal vez era el hecho de saber que había matado a otro hombre. Narvelan le había confesado discretamente a Dakon que no podía evitar sentirse incómodo respecto a aquella victoria, ni siquiera después de enterarse de lo que los sachakanos habían hecho a los aldeanos.
Tal vez sería beneficioso para Narvelan tomarse un respiro de la presión que implicaba la toma de decisiones.
—Yo hace tiempo que decidí que lo más prudente era mantenerse al margen —dijo Dakon—. Después de todo, hay muchas otras tareas que requieren las habilidades de un mago. Yo me estoy concentrando en dar clases a los aprendices. ¿Quieres echarme una mano en eso?
Narvelan hizo una mueca.
—Si me he resistido a tomar un aprendiz durante tanto tiempo ha sido para no tener que dar clases. Soy demasiado joven. No me divierte. Tampoco se me da bien. Seguramente por eso no lo disfruto. Le estoy muy agradecido al rey por dejar que utilicemos a un criado como fuente.
—No te acostumbres —le advirtió Dakon—. Dudo que nadie viera con buenos ojos que suavizara la ley de manera permanente. Es algo demasiado parecido a la esclavitud.
—Ya veremos —respondió Narvelan—. A mí me parece razonable, siempre y cuando remuneremos al criado de algún modo. Y si la idea seduce a muchos magos, al rey Errik le resultará muy difícil reinstaurar la ley.
Dakon arrugó el entrecejo, pues no le gustaba el tono esperanzado de Narvelan. Todavía no había decidido qué respuesta darle al joven mago cuando un criado se les acercó a toda prisa.
—Lord Werrin requiere vuestra presencia en la reunión, lord Narvelan —le comunicó y, mirando a Dakon, agregó—: y también la vuestra, lord Dakon.
Sorprendido, Dakon intercambió una mirada de desconcierto con Narvelan. Entonces se acordó de Tessia y se volvió hacia ella.
—Estaré bien —le aseguró ella—. Tengo mucho trabajo, y Jayan, tal vez tontamente, se ha ofrecido a ayudarme. Mañana los dos apestaremos a raíz de hus.
—Al menos así seréis más fáciles de encontrar —comentó Dakon.
Ella sonrió de oreja a oreja y se alejó en dirección a la casa en que se alojaban y cuyos dueños, como muchos otros en Calia, habían ofrecido a los magos antes de desalojarla y marcharse a Imardin. Dakon posó los ojos en Narvelan, que se encogió de hombros, y asintió con la cabeza para indicar al criado que los llevara ante Werrin.
Desde el recibidor, el sirviente los guio hasta un pasillo y se detuvo frente a una puerta cerrada. Llamó y una voz los invitó a pasar desde el interior. El criado abrió la puerta y se apartó para dejarlos entrar. Lord Werrin estaba de pie junto a una mesa grande sobre la que había muchos papeles desparramados.
—Ah, bien —dijo Werrin—. Esperaba que el criado os encontrara a los dos lo antes posible. Tengo una propuesta para ambos. —Se frotó las manos y miró alternadamente a Dakon y Narvelan—. No quiero que a los magos rurales como vosotros se os deje de tomar en cuenta ni que os quedéis sin representación ahora que tenemos a tantos magos de ciudad en el ejército, sobre todo si perdéis vuestros señoríos enteros. Como mínimo, necesitamos teneros cerca para recordar a los magos urbanos lo que todos perderemos si no nos prestan su colaboración. Debéis participar en todos los planes y reuniones, y para poner esto de relieve, os asignaré a los dos funciones oficiales. Lord Dakon será el encargado de coordinar a los profesores y organizar las clases para los aprendices. ¿Se os ocurre un buen nombre para el puesto? ¿Jefe de profesores, tal vez? No creo que «maestro de aprendices» fuera bien recibido.
Dakon soltó una risita.
—No, me considerarían sospechoso de tomar a mi cargo a los aprendices de todos. «Jefe de profesores» implica que cualquiera que se ofrezca voluntario para enseñar tiene que convertirse en mi subordinado, y dudo que esto fomente el apoyo a la causa. ¿Qué tal «maestro entrenador»?
Werrin asintió.
—Sí. Me gusta. Muy bien. En cuanto a vos —dijo, dirigiéndose a Narvelan—, vuestro trabajo consistirá en mediar entre los magos de campo y los de ciudad, evitar los conflictos o dirimirlos cuando surjan. ¿Estáis dispuesto a asumir esta responsabilidad?
Narvelan guardó silencio por un momento y asintió despacio.
—Sí —dijo con una sonrisa adusta.
—¿Cómo debemos llamaros, entonces?
—¿Maestro del campo? No, no suena bien. ¿De verdad es necesario esto de los títulos?
—Es lo que cree Sabin. El rey lo ha nombrado «maestro de la guerra».
—Qué rimbombante.
Los ojos de Werrin brillaron con una chispa de diversión.
—Yo he conseguido conservar el título de «representante del rey», afortunadamente. ¿Qué os parecería si os nombráramos «representante de los señoríos»? —Werrin se quedó pensativo—. Sí, de ese modo podría llamar al responsable de hablar en nombre de los magos urbanos «representante de las casas».
—A mí me suena bien —convino Narvelan, asintiendo.
—De acuerdo. —Werrin rodeó la mesa y se alisó la ropa—. Ahora debemos reunirnos para hablar de nuestras experiencias y estrategias. Tenemos que introducir a los recién llegados en la dura realidad de la guerra y explicarles nuestra forma de hacer las cosas. ¿Cuento con vuestro apoyo?
Dakon lanzó una mirada fugaz a Narvelan, que sonrió.
—Por supuesto.
—Naturalmente —respondió Narvelan.
Werrin sonrió también.
—Entonces vayamos a echar por tierra las falsas ilusiones de algunos magos bienintencionados y esperemos que no regresen corriendo a Imardin. —Pasó junto a ellos en dirección a la puerta, se detuvo y echó una mirada hacia atrás—. Aunque podéis estar seguros de que el rey los enviaría de vuelta en un abrir y cerrar de ojos —añadió—. De no ser porque le han aconsejado firme y sensatamente que no lo haga, habría venido él en persona. Sabin quiere disponer de tiempo para convertirnos en algo parecido a un ejército cohesionado antes de que el rey venga a dirigirnos.
—Ah, ¿eso quiere? —dijo Narvelan.
—Sí. —Werrin se volvió hacia Dakon—. Por lo tanto, habrá que realizar un adiestramiento intensivo en nuestras nuevas técnicas de combate.
Dakon suspiró, fingiendo desesperación.
—Sabía que no debería haber accedido tan deprisa. Tenía que tratarse de una trampa.
Werrin se volvió de nuevo hacia la puerta.
—No os preocupéis. Contaréis con muchos ayudantes; de eso me encargo yo. Lo único que temo es que los sachakanos no nos den tiempo para prepararnos. Sabin cree que tal vez hayan abandonado el camino para no quedar atrapados entre nosotros y nuestros refuerzos. Pero supone que solo vagarán por las granjas y las aldeas del señorío de Noven durante el tiempo suficiente para acumular fuerzas antes de encaminarse hacia Imardin. Tenemos que estar listos para detenerlos.