30

La típica casa sachakana era un laberinto formado por grupos de habitaciones conocidos como alojamientos. El padre de Stara vivía en el alojamiento maestro, y ella en los alojamientos familiares, contiguos a este. Ikaro y Nachira dormían en el alojamiento de los hijos, una zona reservada para el heredero del amo.

En el centro del alojamiento de los hijos había una gran sala principal desde la que se accedía a todas las habitaciones. Estos cuartos más pequeños estaban vacíos, menos el dormitorio de la pareja. La falta de muebles les confería un aire de tristeza y reproche: debían estar habitadas por los sobrinos de Stara.

«Ya es bastante malo no poder cumplir esta expectativa —pensó Stara mientras Vora la guiaba hasta la sala principal—, pero que se lo recuerden a uno todos los días debe de ser terrible, sobre todo con el temor añadido a morir asesinado por ello».

De pronto, se le revolvieron las entrañas con un miedo creciente. «Y mi hermano me está pidiendo que haga recaer esa expectativa sobre mí. ¿Qué ocurrirá si yo tampoco puedo tener un hijo?». Sabía lo que diría Vora: «No vale la pena perder el tiempo preocupándose por problemas que aún no han surgido, ama». Stara no estaba de acuerdo. Prefería: «Más vale prevenir que curar».

Nachira se levantó para recibir a Stara y la besó en ambas mejillas, haciendo que sus joyas entrechocaran con un tintineo agradable. Stara correspondió al gesto. Se sentaron en unos taburetes acolchados en el centro de la sala. Vora, después de hacer una reverencia, ocupó su lugar habitual en el suelo, sobre un cojín, detrás del asiento de Stara. Aunque siempre que se acurrucaba allí la anciana soltaba un gruñido y se frotaba las articulaciones, rehusaba las invitaciones a sentarse «a la misma altura» que ellas, y si se lo ordenaban ponía mala cara y hacía comentarios negativos hasta que Stara la dejaba regresar al cojín del suelo.

—¿Está aquí mi hermano? —preguntó Stara, mirando en torno a sí.

—Está asegurándose de que el ashaki Sokara no vaya a regresar antes de lo previsto —dijo Nachira con su voz suave y ronca—. Ha oído que uno de los esclavos especulaba con esa posibilidad.

—Todavía me parece increíble que nuestro padre pueda enfadarse porque sus hijos mantengan una conversación entre sí.

—Ya lo creo que se enfadará —Nachira arrugó el entrecejo—, si se entera de ello a través de los esclavos. Le diremos que lo hemos hecho con la intención de mantenerte vigilada y distraerte para que no intentes salir de nuevo.

—¿No cabe la posibilidad de que te lea la mente y descubra que no es verdad?

La mujer parpadeó.

—No. Al menos, eso espero. No lo ha hecho nunca. Bueno, desde aquella vez, después de la boda, cuando quería cerciorarse de que yo no estaba implicada en alguna conjura secreta contra él. Pero fue bastante amable conmigo.

Stara apartó la mirada.

—¿No habría sido más lógico que lo hiciera antes de la boda, si creía que había alguna justificación para ello?

—Mi padre habría suspendido la boda. Habría sido una descortesía mostrar semejante desconfianza en ese momento.

—¿Pero después no? —Stara miró de nuevo a Nachira a los ojos.

La mujer bajó la vista.

—No tanto. Además, fue bastante amable…, como te he dicho. Me pareció que no valía la pena molestar a mi padre por algo así.

Stara asintió y suspiró. Esto confirmaba su sospecha de que leer la mente de una persona libre —aunque fuera de la familia— no era un acto cotidiano ni comúnmente aceptado.

Vora la había llevado a los aposentos de su hermano todos los días desde aquel primer encuentro en los baños. A veces Stara acudía por la mañana, a veces más tarde. Aunque aquel puñado de entrevistas no bastaba para darle la sensación de que conocía bien a Nachira, le parecía que la mujer era una persona sincera. La idea de que la esposa de Ikaro albergara intenciones ocultas —o guardara cualquier otro secreto aparte del de su esterilidad— se le antojaba improbable.

«Me cae bastante bien —caviló Stara—. No he visto nada en ella que me disguste, excepto tal vez su pasividad absoluta. Si yo tuviera miedo de que mi suegro quisiera matarme, le exigiría o al menos le rogaría a mi esposo que me alejara del peligro».

Quizá alejarse era imposible. ¿Adónde podían ir Ikaro y Nachira? Sin el favor ni la protección del padre de Stara, no tendrían dinero, profesión o tierras que heredar.

«Pero incluso esto sería mejor que la muerte, ¿no?». Podrían irse a Elyne. Incluso mientras ella lo estaba pensando, sabía que la pareja seguramente descartaría esta opción. Nachira no podría adaptarse a la vida en otro país, y a Ikaro le preocuparía que su padre pudiera hacerles la vida imposible desde el otro lado de la frontera, ya que tenía contactos comerciales a través de su madre.

«Mamá jamás haría nada que pudiera perjudicarnos —pensó Stara—. A menos que ella no supiera que nos está perjudicando. Podrían inducirla a ello mediante engaños».

Oyeron pasos, y las dos se volvieron hacia la puerta, tensas. Al ver entrar a Ikaro, Nachira suspiró aliviada.

Ikaro sonrió.

—Mi padre no ha regresado, y no esperan que vuelva hasta dentro de unos días. —Se sentó y su expresión se tornó seria cuando miró a su esposa—. Pero hay otra noticia que acaba de llegar. El emperador ha declarado oficialmente su apoyo a la invasión de Kyralia y está convocando a los magos para que se incorporen a su ejército. Cuando mi padre se entere de esto me enviará allí a luchar.

Stara oyó que Nachira contenía el aliento. Marido y mujer se miraron por un momento, antes de posar la vista en Stara.

—Tendrás que tomar tu decisión antes de lo que esperábamos, Stara. —Ikaro extendió el brazo para tomar a Nachira de la mano—. Lo hemos hablado, y estamos de acuerdo en que lo menos que podemos hacer es darte lo que pides. Te enseñaré magia superior.

Stara se volvió hacia Vora. La mujer sonrió y asintió en señal de aprobación. A Stara la invadió un cúmulo de emociones: primero una sensación de impotencia, después, repugnancia hacia sí misma. «Voy a rendirme. Voy a casarme con un desconocido y a darle un hijo porque mi padre es un monstruo. No podría ser más patética. —Luego, sintió un orgullo extraño seguido por una fuerte determinación—. Pero no solo estaré rindiéndome, sino tomando una decisión; la de salvar una vida. —Finalmente, la embargó un terror que se instaló en su ánimo como si hubiera encontrado un hogar entre sus huesos—. Si mi padre ha elegido a un hombre repulsivo, no lo aceptaré con los brazos cruzados. Quizá Ikaro me ayude, pero si no lo hace encontraré la manera de ayudarme a mí misma».

Cayó en la cuenta de que estaba resuelta a echarles una mano desde el momento en que se había enterado del dilema de Nachira e Ikaro. Ingenuamente, tal vez, pues aún no sabía si decían la verdad o se habían inventado la amenaza que pesaba sobre la vida de Nachira para convencer a Stara de que colaborara con ellos. Sin embargo, todos sus sentidos le decían que el miedo de su hermano y su esposa era real. Lo percibía hasta en el menor de sus gestos, casi se respiraba en el aire.

—Entonces lo haré —les dijo—. Me casaré e intentaré darle un heredero a nuestro padre.

Los dos sonrieron, se pusieron serios y volvieron a sonreír mientras daban las gracias y pedían perdón a Stara. Nachira rompió a llorar; Ikaro la consoló. A Stara le levantó el ánimo ver el afecto evidente que se profesaban el uno al otro, pero enseguida volvió a caer en el desaliento.

«Oh, madre, voy a casarme y a tener un hijo, y tú no estarás a mi lado para ayudarme y compartir la experiencia». Stara supo entonces que no solo la aterraba poner su vida en manos de un extraño, sino también quedarse atrapada en Sachaka sin nada que le resultara familiar, sin nadie en quien confiar ni con quien hablar. No era precisamente la clase de sitio que habría elegido para criar a un hijo.

Nachira se levantó de golpe.

—Hay que beber un poco de raka para cerrar el acuerdo —declaró.

—Ya voy yo a buscarlo —dijo Vora y se puso de pie entre crujidos de sus articulaciones. Se volvió hacia Ikaro—. Debéis cumplir vuestra parte del trato ahora, amo.

Él se rio entre dientes.

—Tienes razón, Vora. Podrían interrumpirnos en cualquier momento. —Entornó los ojos y sonrió—. No tardes en volver con el raka, pues necesitaremos a alguien con quien practicar.

Vora apretó los labios, pero sus ojos irradiaban cariño. Poco después, arrellanados en los cojines, tomaban sorbos de la bebida caliente. Ikaro le indicó a Vora que colocara su cojín entre ellos y se arrodillara. Desenfundó el cuchillo corto y curvo que llevaba al cinto y contempló a Stara, sin el menor rastro de humor en el rostro.

—Para empezar, debes romper la piel —le dijo—. Es ahí donde se encuentra la barrera mágica natural que nos protege a todos de la voluntad de otros cuando no está extendida formando un escudo. —Dio la vuelta al cuchillo y le ofreció la empuñadura—. Cógelo. La única forma de aprenderlo es percibiéndolo por ti misma.

Ella agarró el cuchillo. El mango estaba caliente por el contacto de Ikaro. Vora se remangó un brazo y lo extendió.

—Bastará con un toque muy leve. La hoja está muy afilada.

Por un momento, Stara no se atrevió a moverse. Vora la miró como juzgándola. Decidida de pronto a que la anciana no volviera a presenciar un momento de debilidad, Stara apretó el cuchillo contra la piel de la mujer. Cuando lo apartó, se formó una gota de sangre. Stara tuvo que reprimir el impulso de pedir perdón.

—Ahora, coloca la mano sobre el corte —prosiguió Ikaro—. Cierra los ojos. Proyecta tu mente y localiza a Vora.

Stara obedeció, y la intensidad de lo que percibió la asombró. En muchas de sus clases de magia, Nimelle unía las mentes de las dos, pero aquella experiencia era muy distinta. Stara no solo era consciente de la presencia de Vora, sino de su cuerpo entero, incluso de su mente. Si se concentraba, alcanzaba a oír los pensamientos de la mujer.

Lo que percibía con mayor claridad era la energía mágica que impregnaba todas las partes del cuerpo de la esclava.

Oyó la voz de Ikaro a lo lejos.

—¿Notas la fuerza en su interior?

Se obligó a sí misma a asentir.

—Bien. Ahora, absorbe un poco de esa fuerza. Invócala, como harías con tu propia energía.

Con cuidado, tímidamente, Stara intentó acceder a la energía del interior de Vora. La hizo fluir hacia sí, pero luego notó que se le escapaba.

—¿Adónde se ha ido?

—La has canalizado hacia fuera, sin darle forma. No te preocupes; le suele pasar a todo el mundo al principio. Vuelve a intentarlo, pero esta vez conecta esa energía con la tuya propia. Absórbela de manera que pase a formar parte de tu energía.

Sin apartar su atención de la energía de Vora, Stara buscó su propio poder. De pronto tuvo la impresión de que veía dos formas humanas luminosas conectadas entre sí por el punto en que se tocaban. Sentía la barrera que rodeaba la energía de Vora, percibía la brecha abierta allí donde había cortado la piel.

A continuación, centró su voluntad y absorbió energía del cuerpo de Vora. La energía respondió a su voluntad y fluyó hacia su interior.

—La tengo —dijo Stara—. Está dando resultado.

—Bien. Ahora, para evitar que otros perciban lo que estás haciendo, debes fortalecer tu barrera. De lo contrario, solo retendrá la energía que posees de manera natural. Nuestro padre puede detectar la fuga y saber qué es lo que te he enseñado. Por eso debes aprender también a absorber energía sin que se produzcan fugas.

La hizo volver a empezar y detenerse varias veces, alertándola cada vez que captaba una fuga. Ella era consciente de que habían transcurrido algunas horas cuando él la declaró competente para utilizar la magia negra sin que otros la descubrieran. Escrutó el rostro de Vora en busca de señales de cansancio, pero la anciana tenía el mismo aspecto de siempre.

«Eso es bueno. No quiero arrebatarle demasiada energía. No es joven, y ya consume bastante corriendo de un lado a otro detrás de mí y de Ikaro».

—¿Necesitaré más clases? —preguntó.

—No. —Sonrió—. Aprendes muy deprisa.

Stara echó su cabellera hacia atrás con un gesto de orgullo fingido.

—Supongo que tengo un talento innato.

Ikaro sonrió brevemente y se quedó pensativo.

—Tal vez es lo que se habría descubierto si no hubieras aprendido magia en Elyne. Entonces nuestro padre se habría visto obligado a enseñarte de todos modos.

—O a hacerte matar —murmuró Vora—, como a la mayoría de los natos.

Stara los contempló con incredulidad, y luego sacudió la cabeza.

—No puede ser. Sé que los sachakanos ejecutan a los esclavos que resultan ser natos, pero ¿de verdad matan también a los miembros de su propia familia?

—Los natos son… —Ikaro intentó encontrar una palabra apropiada.

—Peligrosos —aventuró Vora, levantándose y colocando su cojín como estaba antes—. Bichos raros. A los ashakis les disgusta no poder decidir quién tiene poderes mágicos y quién no.

—Por lo visto deberían llamarlos antinatos —reflexionó Stara en voz alta.

—En realidad, es mejor no mencionar la palabra —le advirtió Ikaro—. Además, debes tener cuidado cuando te fortalezcas, si esa es tu intención. La ley prohíbe que un mago absorba la energía de un esclavo que no le pertenece sin el consentimiento de su amo. Ni siquiera yo puedo fortalecerme aquí sin pedir permiso. Todos los esclavos que hay en esta casa son de nuestro padre.

—¿También Vora?

—Ella también.

—O sea que acabamos de infringir la ley.

Su hermano se encogió de hombros.

—No hemos utilizado la magia superior para fortalecer a nadie, solo para dar una clase.

—Pues bien, acumular energía no es mi objetivo ahora mismo. Solo quiero asegurarme de adquirir todas las habilidades que pueda necesitar cuando… Bueno, más adelante.

—Entiendo —dijo Ikaro y esbozó una sonrisa amarga—. Después de haberte envidiado durante todos estos años, ahora lo que deseo es que goces de la mayor libertad posible, para que sobrevivas y seas feliz.

Ella sonrió y le dio unas palmaditas en la mano.

—Yo deseo lo mismo para vosotros dos.

—Bien, en ese caso… —dijo Vora.

Todos se volvieron hacia ella.

—… hay otra cosa que Stara necesita aprender. Algo que podría salvarle la vida algún día.

Ikaro lanzó a Stara una mirada inquisitiva. Ella se encogió de hombros para indicar que no tenía la menor idea de qué estaba hablando la mujer. «¡Aunque estoy deseando saberlo!», pensó.

—Bueno, ¿de qué se trata? —preguntó Ikaro.

Vora desplegó una sonrisa irónica.

—De cómo matar a alguien acostándose con él, amo.

Nachira se tapó la boca con la mano y miró a su marido con los ojos como platos. Aunque Ikaro sonreía, se había ruborizado ligeramente.

—¿Y cómo se supone que debo enseñarle eso? —le preguntó a Vora.

—Vos sabréis —respondió la mujer con expresión desafiante—. Sin duda hay alguna manera de hacerlo sin recurrir al incesto y sin ofender a vuestra esposa.

Ikaro asintió.

—Tienes razón. Mi padre me explicó cómo se hace, aunque nunca he tenido necesidad de valerme de ese truco en particular, así que no tengo idea de si me saldría bien. —Se volvió hacia Stara—. Al parecer, es más fácil para las mujeres que para los hombres. Elegir el momento preciso es esencial.

Ella lo miró con expectación.

—¿Por qué?

—En el instante del… esto… de mayor placer, la barrera natural de la que hablábamos desaparece. ¿Sabes… sabes a qué me refiero?

—Sí —respondió ella—. Sé cuál es el momento fulminante al que te refieres. —Se percató de que Ikaro tenía el rostro aún más congestionado—. Por lo que dices deduzco que, cuando la barrera desaparezca, lo percibiré.

—Eso es lo que he oído. —Respiró hondo, exhaló despacio y miró a Nachira, que los observaba con aire divertido—. Tal como sucede con el método habitual de la magia superior, cuando comienza la absorción, la fuente queda indefensa. Sin embargo, en cuanto te detienes la barrera natural se regenera, por lo que si tu objetivo es matar, tienes que continuar absorbiendo sin parar hasta despojar a la fuente de toda su energía. Huelga decir que te agradeceremos mucho que no mates a tu marido hasta que hayas tenido un hijo.

Stara se rio.

—Por supuesto.

—Nunca se sabe —terció Vora—. A lo mejor Stara le coge cariño a su esposo. —Los tres clavaron la vista en la esclava con suspicacia. Vora alzó las manos en señal de inocencia.

—Oh, no sé quién es. Pero no hay que descartar esa posibilidad. —Los miró a los tres, uno detrás de otro, y se encogió de hombros—. Supongo que si os empeñáis en esperar lo peor, solo podéis acertar o llevaros una sorpresa agradable.

«Claro, ella está la mar de tranquila —pensó Stara—. Nadie va a obligarla a casarse. —Pero entonces recapacitó—. ¿Siento envidia de una esclava? No, hay destinos peores que un matrimonio arreglado…, aunque Vora parece habérselas apañado sola. Espero que siga al servicio de Ikaro y Nachira cuando yo me haya ido».

Para su sorpresa, Stara cayó en la cuenta de que echaría de menos a la anciana mandona.

El humo impregnaba el aire, y sus olores traían a la mente todas las cosas distintas que se habían quemado; algunos revolvían el estómago. Unas vigas de madera, ennegrecidas y todavía incandescentes, sobresalían de los cascotes apuntando al cielo. Había ladrillos y fragmentos de madera y metal esparcidos por todas partes. Ni un solo edificio de Vennea permanecía en pie.

Los muertos yacían entre los escombros. Su ropa se agitaba al viento. No había el menor rastro de sangre, lo que, en cierto modo, hacía que la escena resultara aún más espeluznante.

O quizá fuera el silencio. Se oían sonidos; el crepitar de las llamas, el llanto de un bebé, los pasos de magos y aprendices. Sin embargo, todo sonaba apagado y lejano. «Tal vez el horror me ha dejado sordo —pensó Dakon—. Mi mente no quiere creerlo, y por eso se niega a asimilarlo todo».

—Los sachakanos se han ido —dijo el panadero del pueblo. Cuando los invasores habían registrado su casa, se había escondido en su horno, que apenas se había enfriado lo suficiente para no cocerlo a él, pero tenía quemaduras en las manos y los zapatos chamuscados—. He tenido que salir cuando he sentido que me asfixiaba. Había gente en la calle, saqueando las casas que no estaban en llamas. Me han dicho que los sachakanos se habían marchado.

—¿Por dónde han ido los sachakanos?

—No lo sé.

Werrin asintió y dio las gracias al hombre. Miró a Sabin.

—Tenemos que averiguarlo. ¿Qué creéis que se traen entre manos ahora?

—Todo apunta a que esto es una invasión en toda regla —respondió el maestro espadachín—. El número de enemigos, su acumulación de energía. Ocupar una población no supone una ventaja estratégica para ellos, pero les permite aumentar su fuerza y sus provisiones. Como saben que son demasiado pocos para defender todos los pueblos y aldeas de la periferia, atacan y siguen adelante.

—¿Han escarmentado tras lo de Tecurren?

—Seguramente.

—¿Cuál será su siguiente objetivo?

Sabin se encogió de hombros.

—Nuestra mejor estrategia es trasladar a la gente a un lugar más fácil de defender; evacuar las aldeas y los pueblos periféricos para no dejarles nada que puedan llevarse.

—Da la impresión de que estáis proponiendo que abandonemos los señoríos exteriores —dijo Narvelan con el ceño fruncido.

Sabin asintió.

—Tal vez no nos quede otro remedio. Sé que esto resulta decepcionante después de todos los esfuerzos que el Círculo ha realizado durante los últimos años, pero ¿se os ocurre alguna manera de protegerlos?

Narvelan sacudió la cabeza y suspiró. Se volvió hacia Dakon.

—Por lo visto, tú y yo estamos a punto de perder nuestras tierras. Me pregunto si tendremos que renunciar a nuestro título de lord.

—Es mejor eso que dejar perecer a nuestros vasallos —respondió Dakon.

—Por lo pronto quizá no tengamos que abandonar señoríos enteros —dijo Sabin—. Podemos desplazar a sus habitantes a sitios a los que los sachakanos no puedan acercarse sin ser descubiertos, y que resulten fáciles de evacuar.

—¿Y cómo lidiaremos con los sachakanos? —preguntó Narvelan. Sabin arrugó el entrecejo—. Por los informes de los exploradores y los testimonios de los aldeanos, estamos igualados en número con el enemigo, pero ¿son iguales también nuestras fuerzas? Los que luchamos en Tecurren perdimos parte de nuestra energía, aunque la generosidad de los aldeanos ha compensado un poco esa pérdida. Los sachakanos, en cambio, han absorbido la fuerza de pueblos enteros. No confío mucho en nuestras posibilidades. —Sacudió la cabeza—. Por ahora, debemos hacer todo lo posible por ayudar a la gente de aquí. Tal vez hayan quedado personas atrapadas o enterradas. Volveré a ponerme en contacto con el rey utilizando nuestro código de comunicación mental. Preparaos para partir en cualquier momento.

Mientras los magos se separaban y se alejaban en todas direcciones, Dakon buscó a Jayan y Tessia. Ninguno de los dos estaba de pie tras él. Recorrió la plaza de la aldea con la vista y los localizó sentados a ambos lados de un niño, a varios pasos de distancia.

Cuando se acercó advirtió que el muchacho estaba herido y que Tessia lo estaba tratando. Jayan sostenía el brazo del niño, que llevaba envuelto en paños. Pese a encontrarse apoyado, el antebrazo estaba doblado en un ángulo poco natural. Tessia tocó la piel con suavidad.

Entonces, ante la mirada de Dakon, el brazo se enderezó lentamente.

El chico soltó un grito de dolor y sorpresa, y luego rompió a llorar. Tessia echó un vistazo rápido alrededor, y atrajo hacia sí un trozo de madera por medio de la magia. Salieron despedidas varias astillas, y la madera se partió en dos. Ella recogió los pedazos, los envolvió en una tela y le pidió a Jayan que los sujetara mientras ella los ataba al brazo del niño.

«Jamás había visto cosa parecida —pensó Dakon, paralizado de asombro por lo que había presenciado. No dejaba de ver en su mente la imagen del antebrazo que se desdoblaba, aparentemente por sí solo—. Magia. Es evidente que ella ha usado la magia, de una manera absolutamente lógica y beneficiosa. Y es algo que solo un mago podría hacer. Vaya, ¡al Gremio de Sanadores no le hará ninguna gracia cuando se entere!».

Mientras Tessia consolaba al chico y le explicaba para qué servía el cabestrillo y durante cuánto tiempo debía llevarlo, Jayan alzó la vista y pestañeó sorprendido al ver a Dakon.

«Los dos estaban tan absortos —pensó Dakon— que se les podría haber acercado un ejército entero de sachakanos sin que ellos se dieran cuenta. Aun así, no se lo reprocho. Son los únicos que intentan ayudar a la gente».

Por otro lado, la entrega de Jayan le parecía interesante. Últimamente el joven apenas se apartaba del lado de Tessia. Dakon sospechaba que se veía a sí mismo como el protector de la chica, aunque tal vez hubiera algo más. Tal vez Jayan entendía lo importante que podía ser el uso que hacía Tessia de la magia para la sanación, y estaba intentando darle la oportunidad de seguir desarrollando sus habilidades. Dakon se dio cuenta de que aún era capaz de sonreír.

«El intercambio de conocimientos, la sanación con la ayuda de la magia, y el apoyo y aliento de Jayan a otro aprendiz. ¿Quién habría imaginado que esta guerra en la que nos hemos visto metidos tendría consecuencias tan positivas?».