La inquietud asaltaba a Dakon cada vez que veía una aldea o granja desiertas, o un campo sin arar. Se preocupaba a pesar de que aquellas aldeas y granjas desiertas y aquellos campos sin arar ya no eran los suyos, sino los de lord Ardalen, porque sabía que las circunstancias eran las mismas en su señorío.
Su preocupación tenía dos vertientes: cientos de personas que dependían de él habían perdido su hogar, y decenas de ellas habían muerto; y parte de sus tierras —con cuyas rentas debía mantener su señorío, pagar a sus criados y reconstruir Mandryn— habían quedado abandonadas y descuidadas en la época de la siembra y de la cría de los animales domésticos.
«La gente y la tierra son lo mismo —solía decir su padre—. Si desatiendes una de las dos, la otra acaba pagando las consecuencias». En aquellos momentos, mientras buscaba en vano a Takado y sus aliados, Dakon tenía la sensación de estar desatendiendo las dos. Por fortuna, la zona por la que se movían los sachakanos era montañosa y boscosa, por lo que estaba muy poco poblada. Las personas que vivían allí eran en su mayoría cazadores o leñadores, y negociaban y se ponían de acuerdo respecto a sus tributos con hombres contratados por Dakon o Ardalen que también hacían lo posible por evitar la caza furtiva y castigar a los infractores.
Se habían producido menos muertes y desplazamientos que si la invasión se hubiera lanzado contra las tierras bajas, y pocos campos quedarían sin sembrar. Aun así, Dakon habría deseado estar en las tierras bajas, asegurándose de que quienes habían tenido que huir de sus hogares recibieran comida y albergue en las aldeas del sur, y de que no se estuvieran malgastando los recursos.
Por otro lado, sabía que lo mejor que podía hacer con su tiempo era dedicarlo a combatir a los invasores. Cuanto antes consiguieran él y sus compañeros expulsar a los sachakanos, antes podrían volver los desplazados a sus hogares. Él no era el único mago frustrado por no haberlo conseguido aún. Con el lento transcurso de las semanas se había instalado en ellos un estado de ánimo generalizado. Todos estaban descontentos con la situación, y la certeza de que podían forzar un cambio si estaban dispuestos a correr riesgos suponía una tentación muy fuerte. Sin embargo, nadie se quejaba, pues no querían apremiar a los demás a poner en peligro su vida. Todos aguardaban y deseaban que una influencia benévola inclinara la balanza del poder a su favor y no al de los sachakanos.
«Quizá esa influencia benévola haya llegado hoy», pensó Dakon, contemplando a los magos recién incorporados al grupo. Cinco habían llegado la noche anterior, trayendo consigo provisiones muy necesarias y al nuevo aprendiz de Werrin.
Dos de ellos, lord Moran y lord Olleran, eran magos del Círculo de Amigos. Los otros tres, el mago Genfel, lord Tarrakin y lord Hakkin, eran magos de la ciudad. Hasta donde sabían Dakon y Narvelan, Genfel nunca había mostrado apoyo ni oposición al Círculo de Amigos, pero los otros dos magos urbanos eran detractores. La presencia más sorprendente era la de lord Hakkin, que se había mofado abiertamente de Dakon y Everran en el Palacio Real.
Dakon no estaba seguro de por qué habían acudido Hakkin y sus amigos. Tal vez a instancias del rey. Narvelan había insinuado que quizá los motivaba el sentido del deber, o el hecho de que en la ciudad no estaba sucediendo nada interesante.
Lord Hakkin parecía haber asumido el liderazgo de los cinco durante el viaje. Dakon sospechaba que el hombre intentaría hacerse con el mando del grupo entero de no ser porque el rey ya había asignado ese papel a lord Werrin.
Durante el desayuno, los recién llegados empezaron a entender la misión de la que ahora formaban parte.
—Ni siquiera nos hemos acercado a la consecución de nuestro objetivo —concluyó lord Werrin al terminar el relato de su búsqueda.
—¿Y cuál era exactamente ese objetivo? —preguntó lord Hakkin.
—Expulsarlos de Kyralia —respondió Narvelan—, preferiblemente sin que nadie resulte muerto. Para expulsarlos es necesario encontrarlos primero, y el problema reside en que, incluso cuando tenemos una ligera idea de dónde están, se esfuman antes de que podamos plantarles cara. Debemos acercarnos con sigilo, enviar avanzadas para averiguar cuántos son, pues no podemos enfrentarnos a ellos mientras no sepamos si hay alguna posibilidad de vencerlos en caso de que decidan luchar contra nosotros.
—¿Saben que estáis intentando darles caza? —inquirió el mago Genfel.
—Sí —contestó Werrin—. Han capturado y asesinado a bastantes de nuestros exploradores para estar al tanto de nuestras intenciones. Los exploradores que han conseguido volver nos han dado informes contradictorios sobre su número, pero hemos sacado lo bastante en claro de sus descripciones para identificar a ciertos individuos.
—Creemos que hay más de un grupo —continuó Narvelan—. Cada vez que un explorador ha visto al enemigo ha contado a siete u ocho magos y a varios esclavos. No obstante, las descripciones de los individuos no concuerdan. Obtenemos combinaciones diferentes. Quizá estén rotando a los miembros de cada grupo para confundirnos.
—Presumiblemente se reúnen de vez en cuando —dijo lord Olleran.
—Supongo que sí —convino Narvelan—. Aunque debemos considerar la posibilidad de que sean grupos independientes entre sí, tal vez incluso rivales. La única ventaja para nosotros, en cualquier caso, es que por el momento cada grupo parece lo bastante pequeño para que podamos derrotarlo en batalla.
—Aun así, debemos tener cuidado —dijo Werrin—, porque si vencemos a los sachakanos sin matarlos y luego intentamos escoltarlos hasta la frontera, es probable que ellos pidan ayuda a los otros grupos. Y entonces nos superarían en número.
—¿O sea que necesitamos más magos? —preguntó lord Tarrakin.
—Sí.
—Más de cinco, a juzgar por lo que contáis —dedujo lord Hakkin, paseando la vista por el grupo—. ¿Cuántos sachakanos creéis que hay en total?
—Poco menos de veinte.
—¿Eran tantos desde el principio?
—Lo dudo.
—O sea que se están incorporando nuevos miembros. ¿Hay alguien vigilando el paso fronterizo?
—Los exploradores que hemos enviado ahí no han regresado.
—De modo que debe de haber sachakanos allí también. —Lord Hakkin se pellizcó el labio inferior entre dos dedos—. Un mago debería ir a comprobarlo. Tiene más posibilidades de volver con vida que un explorador.
—Siempre y cuando no tenga un encuentro con un mago sachakano —señaló Narvelan.
—Uno solo no representaría un problema.
—Uno solo basta para pedir ayuda a otros. El camino que conduce al paso fronterizo está expuesto a la vista y flanqueado por abruptos acantilados de piedra. No resulta fácil acercarse sin ser descubierto, y el mago que enviáramos podría quedar atrapado entre el paso y sachakanos que acudieran a socorrer a sus aliados.
—Pero habéis dicho antes que los sachakanos están evitando un enfrentamiento directo con nosotros —le recordó lord Moran—, pues no quieren arriesgarse a matar a un mago kyraliano por la misma razón por la que nosotros no queremos matar a uno de ellos.
Prinan se encogió de hombros.
—Aun así, si cuentan con que nuevos aliados crucen el paso fronterizo para unirse a ellos, tendrán que lidiar con quien intente evitarlo. Tal vez prefieran esperar a que su número sea lo bastante grande para tomar y ocupar territorios antes de matar a ningún mago kyraliano, pero si cerramos el paso fronterizo tal vez no les quede otra alternativa.
Los otros magos asintieron en señal de conformidad.
—Razón de más para atacarlos antes de que sus fuerzas aumenten hasta ese punto —arguyó lord Hakkin—. Si tenemos que ser los primeros en derramar la sangre de un mago, que así sea. Después de todo, los invasores son ellos. Nosotros nos estamos defendiendo.
Werrin le dedicó una sonrisa crispada.
—Mientras el rey no decida lo contrario, debemos esforzarnos por alcanzar nuestro objetivo sin causar bajas entre los sachakanos.
Hakkin arrugó el entrecejo.
—O sea que, incluso si conseguimos localizar uno de sus grupos, pedirán la ayuda de otro grupo y acabaremos en inferioridad numérica. Somos incapaces de evitar que sus aliados atraviesen el paso y continúen nutriendo sus filas, mientras nuestro número aumenta más lentamente. Pero incluso si fuéramos bastantes para plantarles batalla, no serviría de nada porque no podemos encontrarlos. —Sacudió la cabeza—. ¿Por qué me he tomado la molestia de venir? Para eso podría haberme quedado en casa aguardando la llegada de nuestros nuevos amos sachakanos.
Dakon no pudo evitar sonreír al oír aquel uso de la primera persona del plural. Lord Hakkin no llevaba cabalgando un día tras otro, semanas enteras en busca de los sachakanos, sin encontrar nada salvo restos de campamentos y kyralianos muertos.
—Tenemos que cambiar de táctica —dijo lord Olleran—. Hacerlos salir de su escondrijo. Engañarlos para que cometan un error.
—¿Y cómo proponéis que lo hagamos? —quiso saber Werrin.
Dakon sonrió ante su despliegue de paciencia. El grupo ya lo había discutido muchas veces.
—Acorralándolos a todos. Tendiéndoles una trampa.
—Para acorralarlos tendríamos que dividirnos en grupos más pequeños y vulnerables.
Olleran se encogió de hombros.
—Es más peligroso que mantenernos en uno solo, pero minimizaríamos ese peligro si permaneciéramos lo bastante cerca unos de otros para ayudarnos mutuamente si uno de los grupos sufre una agresión.
—¿Cómo sugerís que nos demos instrucciones entre nosotros para coordinar nuestros movimientos, o que llamemos para pedir ayuda?
—Podríamos realizar llamadas mentales… si el rey nos lo autoriza.
—¿Y avisar a nuestra presa de nuestras intenciones o nuestros puntos débiles? —Werrin negó con la cabeza—. Solo daría resultado si ya los tuviéramos cercados. Para ello necesitaríamos separarnos en muchos grupos diferentes. Cuantos más grupos haya, más probable será que las comunicaciones se embarullen.
—¿Y qué me decís de tenderles una trampa? —preguntó lord Moran.
Werrin recorrió el grupo con la mirada.
—Alguien tendría que ofrecerse voluntario para hacer de cebo.
Lord Ardalen sacudió la cabeza.
—Puede que esté dispuesto a arriesgar mi vida, pero me niego a arriesgar la de mi aprendiz. —Dakon observó complacido que muchos de los recién llegados asentían.
—Por supuesto, no estamos dispuestos a correr riesgos a menos que estemos seguros del éxito —dijo Hakkin.
—Si estuviéramos seguros, no habría riesgos que correr —señaló Narvelan.
Siguió un largo silencio, y Dakon percibió signos de hilaridad contenida entre sus colegas, sobre todo entre aquellos que habían viajado con lord Hakkin.
—Seguramente no tardaremos en recibir refuerzos considerables —dijo. Se volvió hacia Hakkin—. Anoche dijisteis que otros planean unirse a nosotros.
Hakkin, que tenía la mirada clavada en los ojos de Dakon, la apartó por fin.
—Sí. Tengo noticia de… veamos… al menos cinco magos que han dicho que vendrán, pero no sabría deciros cuándo piensan ponerse en camino o cuándo llegarán.
—Necesitamos más de cinco —murmuró Bolvin, ceñudo.
Prinan soltó un fuerte resoplido de rabia.
—¡Si hubieran visto lo mismo que nosotros, los cuerpos de hombres, mujeres y niños asesinados, nuestros compañeros magos no tardarían tanto en mover el trasero para venir a defender su país!
—O tal vez eso los convencería de encerrarse en sus casas —repuso Narvelan en voz baja.
Hakkin irguió la espalda y adoptó una expresión seria.
—Vendrán. Cumplirán con su deber. Pero esta invasión ha cogido a muchos desprevenidos. Los viajes a los confines más remotos de Kyralia para participar en una guerra de magia no son precisamente una actividad común.
—Tengo una pregunta —dijo el mago Genfel.
Todas las miradas se posaron en él.
—Aunque al final nos las arregláramos para reducir a esos magos, ¿cómo los llevaríamos hasta la frontera?
Werrin sonrió.
—Vaciándolos de energía constantemente.
—Naturalmente, pero con el tiempo la recuperarían. No podemos mantenerlos atados. Les bastaría con recobrar un poco de energía para quemar sus ataduras. ¿Disponemos de esposas o de algo parecido?
—Nos turnaremos para mantenerlos inmovilizados por medio de la magia.
—Entiendo. ¿Y qué ocurrirá después de que los llevemos a la frontera? ¿Qué impedirá que vuelvan?
Werrin arrugó el entrecejo.
—Habrá que vigilar la frontera.
Mientras la conversación tomaba este nuevo rumbo, Dakon no pudo evitar que su atención se dispersara. Dirigió la vista al círculo de aprendices, ahora el doble de grande. Tres de los recién llegados, entre ellos el aprendiz de Werrin, eran muy jóvenes y seguramente habían descubierto sus poderes hacía poco. Le preocupaba que tantos magos estuvieran tomando a su cargo a un aprendiz simplemente por la repentina necesidad de contar con una fuente de magia, y que pudieran desatender sus responsabilidades más tarde.
«Sin embargo, también me preocupa Narvelan, que no tiene un aprendiz con el que fortalecerse». Dakon le había propuesto que absorbiera energía de Jayan o de Tessia, pero el joven mago se había negado.
Cayó en la cuenta de que ninguno de los aprendices nuevos era chica. Las familias poderosas de Kyralia podían poner en peligro la vida de sus hijos para defender su patria, pero tendrían que estar muy desesperados para enviar también a sus hijas. Miró a Tessia. Estaba sonriendo, sentada en una manta entre Jayan y el aprendiz de Ardalen. Aunque Dakon había visto alguna que otra lágrima asomarle a los ojos y atisbos de dolor y aflicción en el rostro, ella había aguantado el viaje y las incomodidades sin quejarse. No imaginaba que las hijas de las familias influyentes de Imardin, que habían crecido rodeadas de toda clase de lujos, fueran capaces de sobrellevarlo con la misma entereza.
«Aun así, debería preguntarle más a menudo cómo lo lleva. No debe de resultarle fácil ser la única mujer entre tantos hombres jóvenes, algunos de ellos solo unos muchachos, que se criaron creyendo que las personas de su extracción social son apenas un poco mejores que los criados».
Al parecer, ahora se llevaba mejor con Jayan. Dakon dudaba que se tuvieran mucha simpatía o cariño, pero ninguno de los dos hacía lo imposible por estorbar o irritar al otro, y de hecho se ayudaban sin vacilar en tareas prácticas como la de montar tiendas de campaña. Esto suponía un alivio para él, pues lo último que necesitaban era introducir rencillas en una situación ya de por sí bastante tensa y desagradable.
Habría deseado poder decir lo mismo de los magos. Con un suspiro, Dakon devolvió su atención al debate.
La vestimenta de las mujeres sachakanas siempre había fascinado y escandalizado a Stara. Primero se envolvían en un rectángulo largo de tela de colores vivos, decorado con bordados y toda clase de adornos, desde abalorios y monedas hasta conchas, y se lo anudaban en torno al voluptuoso busto, típicamente sachakano, dejando al aire los hombros y las piernas de un modo que se habría considerado demasiado atrevido en Elyne. Luego, si iban a salir, se cubrían con una capa corta de tela gruesa que se ataban al cuello.
La capa no tapaba las piernas y se abría exageradamente por delante para revelar el pecho, por lo que Stara se preguntaba por qué se molestaban en ponérsela, aunque lo cierto es que no se la ponían a menudo. Las mujeres rara vez se aventuraban a ir más allá de las paredes de sus casas, salvo en carruajes cubiertos para visitar a sus amigas. Se suponía que debían protegerse de las miradas de los hombres.
Habría sido mucho más práctico, además de un modo más fácil de evitar las miradas de los hombres, que vistieran con una capa de ropa recatada femenina, como las mujeres de Elyne. No obstante, Stara tenía que reconocer que le encantaban los mantos sachakanos. Eran mucho más cómodos, y le sentaban de maravilla. En Elyne nadie usaba colores tan intensos.
Como si los mantos no estuvieran lo bastante ornamentados, las mujeres de Sachaka iban también muy enjoyadas. Se cubrían el pecho, las muñecas y los tobillos con múltiples sartas de cuentas, conchas o cadenas adornadas con discos de metal. El negro de sus cabelleras contrastaba con el brillo de los tocados elaborados que lucían. Stara adoptó todas estas prácticas con entusiasmo femenino, salvo una.
Una parte de la costumbre de las mujeres de llevar encima la mitad de su peso en joyas requería hacerse perforaciones. Vora le había contado que la mayoría de las sachakanas llevaba varios pendientes en cada oreja, al menos un arete en la nariz, e incluso algunos en las cejas, los labios y el ombligo.
Stara se había negado en redondo a dejar que Vora le agujereara ninguna parte del cuerpo, para gran consternación de la esclava.
«Espero que mi padre no le haya ordenado que lo haga —se dijo—. Me da igual lo poco que duela; es una barbaridad».
Al pensar en su padre, notó que el estómago se le contraía por los nervios. No lo había visto en toda la semana. Durante los primeros días, ella no le había dado mayor importancia a este hecho y lo atribuía a que debía de estar ocupado. Sin embargo, conforme se acercaba el fin de semana, su irritación iba en aumento. Después de tantos años de verlo únicamente en visitas ocasionales, deseaba conocerlo mejor. Cabía suponer que él también lo deseaba. Al cabo de cuatro días, le envió a Vora para que le pidiera una cita, pero él no respondió.
La mañana anterior, aunque Vora le había advertido que no resultaba apropiado, Stara había salido de su habitación para ir en su busca. Cuando había llegado a los aposentos de su padre, un esclavo había intentado impedirle la entrada. Sabiendo que él no podía tocarla, ella lo había apartado de su camino de un empujón.
Su padre no estaba allí. Stara había regresado a su habitación, decepcionada y frustrada.
Aquella noche, sin embargo, iba a verlo, en compañía de su posible futuro marido. Reprimiendo una expresión de disgusto, se inclinó hacia delante para que Vora pudiera colocarle varias sartas de cuentas sobre la cabeza.
—Y ahora decidme, ama: ¿cuándo podréis salir de la sala maestra? —preguntó Vora. La esclava llevaba toda la semana enseñándole a Stara las costumbres locales, y toda la tarde poniendo a prueba sus conocimientos.
—Una vez que se hayan retirado mi padre y sus invitados.
—¿Cuándo tenéis que salir de la habitación?
—Cuando mi padre me lo ordene. O si me quedo sola con otros hombres. A menos que haya otras mujeres presentes, sin incluir esclavas. O que mi padre me pida que me quede.
—Correcto, ama.
—¿Y si mi padre me pide que me quede, pero en la habitación no hay más que otros hombres?
—Debéis hacer lo que os ordene el ashaki Sokara.
—¿Aunque tenga la sensación de estar en peligro? ¿Aunque uno de los hombres se comporte de un modo… eh… inapropiado?
—También en ese caso, ama, pero el ashaki Sokara no os pondría en esa situación.
—Qué tontería. ¿Y si los ha juzgado mal? ¿Y si tiene que marcharse precipitadamente y me pide que me quede sin haberlo pensado bien? Supongo que, como el padre que es, preferiría que yo tomara medidas para protegerme en vez de dejar que su error desembocara en… en un malentendido o un fallo táctico. Tiene que haber un punto en que él mismo comprenda que la obediencia ciega sería absurda.
Por toda respuesta, Vora apretó los labios en señal de desaprobación, como solía hacer cada vez que Stara criticaba las costumbres sachakanas o a su padre. Este gesto provocaba invariablemente que la joven se enfadara y adoptara una actitud desafiante.
—La obediencia ciega es para los esclavos, los incultos y los pusilánimes —declaró Stara, acercándose a la jarra de agua que estaba sobre una mesa auxiliar y sirviéndose un vaso.
—Todos somos esclavos, ama —replicó Vora—. Las mujeres. Los hombres, a su manera. No existe la libertad, solo diferentes tipos de esclavitud. Incluso un ashaki ve constreñidos sus actos por las restricciones que imponen la tradición y la política. Y el emperador es aún menos libre que ellos.
Stara bebió mientras contemplaba a la mujer y reflexionaba sobre sus palabras. «En qué estado tan triste se encuentra este país. Por otro lado, es el más poderoso de la región. ¿Es este el precio del poder? Pero supongo que lo que dice sobre la esclavitud de mujeres y hombres respecto a la tradición y la política también es cierto en Elyne. Y los plebeyos, aunque no son esclavos, están a las órdenes del terrateniente o del patrón. Quizá no seamos tan distintos».
Sin embargo, en Elyne nadie —ni siquiera los plebeyos— podía ser obligado a casarse contra su voluntad. Tenían la posibilidad de dejar de trabajar para el terrateniente o el patrón y ofrecer sus servicios a otro. Se les pagaba por su trabajo.
—Ama, es la hora —le avisó Vora. Cuando Stara se volvió hacia ella, la mujer entornó los ojos—. Tenéis un aspecto aceptable. —Entonces la comisura de sus labios se curvó hacia arriba—. No, sois preciosa, ama…, y muy afortunada por ello.
Stara arrugó el entrecejo.
—No me ha causado más que problemas, y probablemente esta noche volverá a causármelos.
Vora soltó un resoplido suave y señaló la puerta.
—Seguro que nunca os habéis aprovechado de vuestra belleza para manipular a otros, sobre todo a la hora de cerrar algún trato comercial.
—Lo hice una vez, pero el resultado fue justo el contrario del que buscaba. —Stara se dirigió hacia la puerta con paso decidido—. Si las personas no se fijan más que en tu aspecto físico, es que no respetan en absoluto tu mente.
—Eso significa que os subestiman, ama. He aquí una debilidad de la que podéis sacar partido —dijo Vora, siguiéndola.
Stara recorrió los intrincados pasillos de la mansión de su padre. Para tratarse de una esclava, Vora era inusualmente franca. Y mandona. Stara sabía que dejaba que la mujer se saliera con la suya porque no estaba acostumbrada a tratar con esclavos y no tenía arrestos para hablarles con brusquedad como hacía su padre.
Cuando llegaron a la sala maestra, ella sintió que el nudo de su estómago se apretaba. «¿Cómo se comportará mi padre conmigo? ¿Puedo hacer algo para que cambie de idea? ¿Cómo será el tal pretendiente? ¿Debo intentar disuadirlo de casarse conmigo?».
Su padre estaba sentado en la misma silla que el día en que ella había llegado, pero alrededor de él había dispuestos otros asientos, que estaban ocupados. Stara vio a dos hombres con jubones ricamente adornados que estaban sentados a un lado. Se fijó en las fundas de cuchillo que llevaban al cinto y que indicaban su condición de magos. Al otro lado se encontraba otro desconocido, con ropa menos llamativa y sin cuchillo, junto a un hombre a quien ella sí reconoció. Al darse cuenta de quién era, se le cayó el alma a los pies. Como si percibiera su disgusto, su hermano alzó la vista hacia ella y frunció el ceño.
Entonces su padre dirigió la mirada hacia la puerta y la vio allí, esperando. Le hizo señas de que se acercara. Al recordar las lecciones de Vora, Stara bajó los ojos y caminó hasta la única silla desocupada, situada justo enfrente de su padre, y aguardó a que él le diera permiso para sentarse.
—Os presento a mi hija Stara —dijo a sus invitados—. Hace poco que ha regresado de Elyne.
Los hombres estudiaron a Stara por un momento y luego apartaron la vista. Ella tuvo buen cuidado de no mirarlos a los ojos, pues Vora la había prevenido de que se consideraba una grosería.
—Debe de ser un bálsamo para vuestro corazón tener a semejante dechado de belleza y gracia en vuestro hogar, ashaki Sokara —comentó el hombre del jubón sin adornos.
«Qué formal y encantador —pensó ella—. Aunque si soy un bálsamo para el corazón de mi padre, queda claro que su corazón no ha necesitado alivio esta semana».
—Sí, tenéis suerte de haber criado a semejante joya —añadió el más joven de los hombres vestidos con colores chillones.
Stara reprimió una carcajada amarga. Aquello era más específico. Joya. Una pertenencia. Un artículo disponible para su venta. Algo que se guarda en un lugar seguro y solo se saca para lucirlo delante de los invitados.
—Stara ha pasado muchos años en el extranjero, y todavía está aprendiendo nuestros usos y costumbres —explicó su padre. Posó los ojos en ella y frunció el ceño. Entonces Stara se percató de que lo había estado mirando directamente. Conteniendo un suspiro, bajó la vista al suelo.
—¿Qué edad tiene? —preguntó el mayor de los que iban vestidos con colores chillones.
—Veintidós —respondió su padre. Ella abrió la boca para corregirlo, pero se contuvo.
—¿Y no ha estado casada nunca? —inquirió el joven con tono sorprendido—. ¿No ha tenido hijos?
—No —contestó su padre. Stara notó su mirada clavada en ella—. Su madre tenía instrucciones de impedir ambas cosas, y las cumplió con un tesón admirable.
—No me cabe la menor duda, teniendo en cuenta el modo en que se comportan las mujeres de Elyne.
Stara se esforzó por no sonreír. No había sido el tesón de su madre lo que había evitado que ella se casara o se quedara embarazada. La determinación de Stara de no permitir que nada le impidiese convertirse en comerciante la había llevado a rechazar las pocas ofertas de matrimonio que había recibido, y gracias a la magia había podido gozar de la compañía de sus amantes sin consecuencias no deseadas.
—Siéntate, Stara —dijo su padre.
Ella obedeció. Para su gran alivio, la conversación dejó de girar en torno a ella y se centró en cuestiones políticas. Debía permanecer sentada en silencio y hablar solo si le dirigían la palabra, e incluso entonces tenía que mirar a su padre para pedirle su autorización. Al cabo de un rato, unos esclavos sirvieron comida y bebida, primero a su padre, luego a su hermano, después a los invitados y por último a ella.
Durante la cena hubo varios momentos en que ella, fingiendo un olvido de las normas, estuvo a punto de hablar o de comer cuando no le tocaba, pero se contenía a tiempo. Como el joven debía de ser el elegido por su padre para que fuera su esposo, Stara empezó a dar golpecitos en el suelo con los pies y a aparentar que reprimía algún que otro bostezo mientras él hablaba, con la esperanza de irritarlo.
Después de aquella primera mirada, su hermano no volvió a ponerle la vista encima en toda la velada. Mantenía una expresión distante e indiferente. No decía una palabra salvo cuando los invitados le pedían su opinión.
Se habló muy poco de comercio, para desilusión de Stara. La política acaparaba la conversación. Ella escuchaba, consciente de que aquellos asuntos podían afectar al comercio, sobre todo en Sachaka.
—Sachaka necesita entrar en guerra contra Kyralia —declaró en cierto momento el mayor de los que llevaban colores chillones—, o acabará por volverse contra sí misma.
—Invadir Kyralia solo retrasará lo inevitable —repuso el de vestimenta austera—. Debemos resolver nuestros problemas aquí, no complicarlos involucrando a otros países ni dando a aquellos que son lo bastante osados para desobedecer al emperador más poder del que merecen.
—Si derrotamos a los kyralianos, no estarán precisamente en condiciones de involucrarse en nuestros asuntos políticos —señaló el joven de ropa chillona—. Y quien consiga conquistarlos ganará respeto y poder.
—Pero un país recién conquistado necesita que lo controlen, al igual que los conquistadores, si su ambición se incrementa en vez de verse satisfecha por el triunfo.
—El emperador jamás…
—Kakato —terció el mayor de los de ropa chillona, acallando a su hijo—, no seamos tan arrogantes como para creer que sabemos lo que el emperador haría o dejaría de hacer.
«Por fin un nombre —pensó Stara—. De modo que mi pretendiente se llama Kakato». Se entretuvo un rato pensando en rimas zafias. Cuando devolvió su atención a los hombres, discutían la ruptura del pacto con las tribus del desierto de ceniza, y si se trataba o no de una decisión imprudente o desafortunada.
La velada se prolongó hasta mucho rato después de que terminara la cena. Stara se dio cuenta de que ya no tenía que fingir los bostezos. Cuando su padre le dio permiso al fin para retirarse, ella se levantó e hizo una reverencia con auténtico alivio antes de marcharse.
Vora la esperaba fuera, en el pasillo. La mujer tenía los labios comprimidos en una raya fina, pero no dijo nada hasta que llegaron a los aposentos de Stara.
—¿Y bien, ama? —preguntó la esclava, como de costumbre sin el menor rastro de servilismo en la voz, pero Stara no se decidía a reprenderla—. ¿Qué os ha parecido vuestro posible futuro esposo?
Stara se sorbió la nariz con displicencia.
—Nada del otro mundo. Es un poco joven para mí, ¿no crees?
Vora arqueó las cejas.
—¿Joven? ¿De qué edad os gustan los hombres?
—¿De qué edad…? —Stara hizo una pausa y miró a la mujer con los ojos entornados—. ¿No es Kakato?
La esclava negó con la cabeza.
—Entonces, ¿es uno de los viejos…? ¡Me tomas el pelo! ¿Cuál de ellos, pues? —Stara se había fijado en que el hombre de atuendo sobrio era el que expresaba opiniones más inteligentes, mientras que el señor de ropa chillona apenas parecía más listo que su hijo.
—El padre del amo Kakato: el amo Tokacha.
—¿Por qué no me lo habías dicho?
—No me lo habéis preguntado, ama.
Stara la fulminó con la mirada.
—Me han ordenado que os enseñe nuestras costumbres, nada más. —Vora extendió las manos a los costados—. Hacer más de lo que se me ha ordenado sería desobedecer.
—Si te ordeno que me cuentes cualquier cosa que podría ser útil o importante para mí, salvo si mi padre te ha prohibido expresamente que reveles esa información, ¿podrías hacerlo?
La mujer sonrió y asintió con la cabeza.
—Naturalmente, ama.
—Entonces empieza. Cuéntame todo lo que pueda ser útil o importante para mí.
Stara levantó los collares que llevaba. Era increíble lo agotador que podía resultar el peso de tantas joyas. Una de ellas se le enganchó en el tocado, y Stara profirió una palabrota. Notó que las manos de Vora tiraban de ella, y pronto quedó libre.
—¿Cómo se encuentra el amo Ikaro? —inquirió Vora mientras guardaba el tocado en una caja de madera.
—No tengo la menor idea. Solo me ha mirado una vez.
—Vuestro hermano es un hombre bondadoso y con talento. Pero, al igual que vos, es un esclavo. Deberíais pedir permiso para verlo. Creo que el amo Sokaro accedería.
—Pero dudo que mi hermano accediera. Si le importa siquiera que yo esté aquí, lo más probable es que esté deseando que me case para perderme de vista. —Stara se desprendió del manto como de una segunda piel y se lo tendió a Vora, que le entregó a cambio un camisón.
—¿Por qué decís eso? —quiso saber la anciana.
—Dejó bastante claro lo que opina de las mujeres la última vez que nos visitó en Elyne.
—Eso fue hace tiempo. A lo mejor descubriréis que ha cambiado. Sería un buen aliado. ¿Queréis que concierte un encuentro, ama?
Stara desvió la mirada.
—No lo sé. Pregúntamelo por la mañana.
—Sí, ama.
Stara se acercó a la cama, se sentó y se recreó con un suspiro largo e indisimulado.
—Sé lo que habéis estado haciendo esta noche —dijo Vora desde la puerta—. Necesitaréis más que eso para desanimar a vuestro posible futuro esposo.
Sus labios volvieron a formar una línea fina. Stara puso mala cara, molesta.
—Por más que los sachakanos traten a las mujeres como ganado, ambas sabemos que las mujeres no somos animales irracionales ni objetos sin conciencia. Tenemos cerebro y corazón. Nadie puede reprocharnos que queramos influir al menos en aquellos a quienes nos quieren vender.
Incluso mientras hablaba, Stara sabía que se había delatado, si no con el comportamiento que había mostrado durante la velada, sí con su reacción a la acertada suposición de Vora.
Los labios de la mujer se relajaron y se curvaron hacia arriba.
—No conseguiréis influir en nadie con una actitud tan obvia, ama. —Acto seguido, giró sobre sus talones y se alejó por el pasillo.
Stara se quedó mirando el hueco vacío de la puerta y se planteó una posibilidad que no se le había ocurrido antes. «¿Es posible que Vora esté de mi parte en realidad?».