22

Un ligero esfuerzo de voluntad y magia bastó para aumentar la temperatura ambiental, y remover el aire ayudó a secar la piel de Jayan. Otra ráfaga de viento artificial desterró la humedad de su ropa, y él se vistió a toda prisa para que el siguiente aprendiz pudiera utilizar la habitación.

El cuarto, que se encontraba en un molino en el límite del señorío de lord Ardalen, había sido un agradable hallazgo. Alguien había instalado un mecanismo ingenioso que, al tirar de una palanca, desviaba agua del río a través de unas cañerías y la vertía en una bañera grande. Otra palanca levantaba un tapón (que perdía un poco) y dejaba fluir de nuevo el agua, que seguramente iba a parar de nuevo al río.

Sin necesidad de discutirlo mucho, el grupo entero —magos, aprendices y criados— se turnaba para bañarse y lavar su ropa. O, para ser más exactos, los criados se lavaban en el río mientras magos y aprendices disfrutaban de un baño que buena falta les hacía.

Jayan recogió su segundo montón de ropa recién lavada y secada y salió de la habitación. Un pasillo corto conducía al exterior, donde habían montado tiendas de campaña. Aunque podrían haberse albergado dentro del molino, tanto los magos como los aprendices preferían permanecer juntos al aire libre, atentos a un posible ataque.

Cuando llegaron, el molino estaba abandonado. Tras una inspección detenida habían encontrado unos armarios vacíos y, por fortuna, ningún cadáver. Los ocupantes sin duda habían recibido el mensaje de Ardalen y se habían trasladado al sur para ponerse a salvo. Sin embargo, había indicios de que alguien había saqueado el lugar. La cerradura de una bodega estaba rota, al igual que el candado de un baúl, cuyo contenido —principalmente ropa sin ningún valor para los ladrones— estaba desparramado por todas partes. Era imposible saber si se trataba de sachakanos o de ladrones corrientes. Circulaban historias de saqueos de aldeas abandonadas por parte de oportunistas locales.

«Es inevitable, supongo —pensó Jayan—. Los muy idiotas seguramente no saben que si los capturan los sachakanos, su muerte hará más fuerte al enemigo. O les da igual».

Jayan se detuvo por un momento en las sombras del pasillo y miró hacia fuera. Vio que Tessia no estaba con los otros aprendices. Los cuatro jóvenes tenían edades comprendidas entre los quince y los veintidós años. Mikken, el segundo mayor después de Jayan, era esbelto, seguro de sí mismo y el más apuesto de todos. Leoran era un tipo observador que compensaba su carácter callado con los comentarios ingeniosos o juegos de palabras que tenía para todas las ocasiones. Refan era entusiasta y siempre secundaba las propuestas y opiniones de los demás. Aken, el más joven, tenía la mala costumbre de decir lo que pensaba sin reflexionar antes si podía ofender a alguien o quedar como un tonto.

Por lo general tendían a ignorar a Tessia, aunque si ella hablaba la escuchaban y respondían con cortesía. Jayan sabía que no tenían muy claro cómo debían comportarse en su presencia. Las jóvenes con quienes trataban habitualmente resultaban fáciles de clasificar: o bien eran ricas y de familia poderosa, o bien criadas, mendigas o prostitutas. Las magas que habían conocido pertenecían todas a la primera categoría, y algunas de ellas tenían cierta fama de atrevidas, sobre todo en lo referente a su actitud hacia los hombres.

Los cuatro se rieron y volvieron la vista a un lado. Al seguir la dirección de su mirada, Jayan vio que los magos estaban de pie, en círculo, a varios pasos de distancia, probablemente discutiendo una vez más sobre la razón por la que no habían tenido un encuentro cara a cara con los sachakanos y deseando que hubiera una forma libre de riesgos de conseguir que el enemigo saliera al descubierto.

Ahora todos los aprendices miraban en la dirección contraria, y Jayan descubrió adónde había ido Tessia. Estaba recogiendo frutos de un árbol y llenando un cuenco con ellos.

«Deben de ser ingredientes para algún remedio —pensó, conteniendo un suspiro—. ¿Es que nunca piensa en otra cosa?». Aunque su obsesión con la sanación no molestaba a Jayan tanto como antes —desde que la había visto curar a la mujer con el bulto en la boca—, estaba tan centrada en ello que resultaba previsible e incluso tal vez un poco aburrida.

Ante la mirada de Jayan, Mikken se levantó y se acercó a ella con aire despreocupado. Le tendió las manos y Tessia, ligeramente sorprendida, le entregó el cuenco. Mientras ella continuaba cogiendo fruta, él se puso a hablarle con la mejor de sus sonrisas.

Jayan notó un picor en la piel. No necesitaba oír lo que decía el aprendiz para saber qué se traía entre manos. Salió del pasillo y se dirigió con paso resuelto hacia los dos. Mikken alzó la vista y, al ver que Jayan se acercaba, adoptó una expresión culpable y a la vez desafiante.

—Te toca, Mikken —dijo Jayan. Hizo una pausa, olfateó el aire y sonrió—. Yo en tu lugar no lo dejaría para más tarde.

El joven frunció el ceño y abrió la boca para replicar, pero miró a Tessia de soslayo y cambió de idea. Le pasó el cuenco a Jayan.

—Seguiré el sabio consejo de un colega mucho, mucho mayor que yo —dijo en tono burlón antes de despedirse de Tessia con una sonrisa y encaminarse hacia el molino.

Tessia arqueó una ceja.

—¿Seguís disputándoos un puesto en la jerarquía?

—Oh, no hay ninguna duda de quién manda —dijo Jayan—. Es el populacho el que tiene que establecer su propia jerarquía. ¿Te divierte ser la presa por la que pelean?

—¿Yo?

—Sí, tú. Por desgracia, las magas tienen una reputación muy concreta. Mis jóvenes e ingenuos subordinados intentan decidir si alguno de ellos tiene alguna posibilidad contigo.

—¿Alguna posibilidad? —Se volvió y reanudó su tarea de recoger frutos—. ¿Debo esperar una proposición de matrimonio, o algo mucho más superficial?

—Algo más superficial, indudablemente —respondió él.

Ella soltó una risita.

—Bueno, ¿y cómo puedo dejar meridianamente claro, sin herir su delicado orgullo masculino, que jamás aceptaré semejante proposición?

Jayan se quedó callado, reflexionando.

—Díselo directa y resueltamente. No les des pie a malinterpretarte. Pero tampoco los insultes, claro. Tenemos que viajar con ellos.

Tessia posó los ojos en él de nuevo, dejó caer otro puñado de los pequeños frutos verdes en el cuenco y se lo quitó de las manos.

—Entonces más vale que aclare este punto resueltamente.

Se dirigió hacia los aprendices con grandes zancadas. Jayan la miró y de pronto le entraron dudas respecto a su propio consejo. No pretendía empujarla a encararse con ellos de inmediato. A los tres aprendices más jóvenes les brillaron los ojos al ver que ella se acercaba, aunque Jayan no alcanzó a distinguir si el brillo era de aprensión o de esperanza.

No obstante, Tessia no se embarcó en un discurso para explicarles que no estaba disponible ni les reprochó que se hubieran planteado siquiera esa posibilidad. En cambio, se sentó en la manta sobre la que estaban repantigados y le alargó el cuenco al chico que tenía más cerca, Refan.

—Pruébalos. Están deliciosos.

Refan cogió uno de los frutos.

—Pero si no están maduros.

—Lo están. La gente comete ese error a menudo. ¿Ves la mancha oscura en un extremo? Es lo que te indica que está maduro. Pero solo duran así unas semanas. Cuando el fruto empieza a cambiar de color, es demasiado tarde. Se seca por dentro y se pone fibroso.

Comenzó a pelar el fruto con el que se había quedado. Los demás la imitaron, no sin cierta aprensión. Cuando hincaron el diente en la pulpa, Jayan vio sus miradas de sorpresa. Con curiosidad, cogió un fruto y al probarlo descubrió que ella estaba en lo cierto. Estaba ácido, pero dulce a la vez.

Al poco rato, Mikken salió del molino con el cabello mojado y reluciente.

—¿Qué es eso? —preguntó cuando llegó junto a los demás—. ¿Qué estáis comiendo?

—Ah, Mikken —saludó Tessia—. Bien. Ahora que estás aquí, hay algo que por lo visto tengo que deciros a todos, de forma clara y tajante. —Miró a Jayan—. A ti también.

Horrorizado, Jayan notó que se le encendían las mejillas. Suspiró y puso los ojos en blanco fingiendo aburrimiento, esperando que su sonrojo no fuera demasiado evidente.

—No tengo la menor intención de acostarme con nadie durante este viaje ni después —prosiguió Tessia—, así que sacaos esa idea de la cabeza ahora mismo.

Jayan vio que los cuatro chicos agachaban la cabeza y rehuían la mirada de Tessia. Sin embargo, Aken clavó los ojos en Jayan por un instante con cara de pocos amigos.

—No estábamos… —empezó a decir Mikken, extendiendo las manos, con el tono de quien intenta explicarse.

—Oh, no me creas tan necia como para tragarme eso —lo interrumpió ella—. Sois todos hombres… y jóvenes. Soy la única mujer que hay por aquí. No lo estoy diciendo por vanidad, sino porque no soy tonta. —Rio entre dientes—. También sé que si hubiera una chica más guapa, la situación sería distinta. En fin, a lo que iba: quitaos esa idea de la cabeza. No va a ocurrir. Al fin y al cabo, no es precisamente el mejor momento para quedarme embarazada, ¿verdad?

Los aprendices no respondieron, pero ella reparó en las miradas que intercambiaron.

—¿Qué pasa? —preguntó, con un ligero deje de ira colándose en su voz—. ¿Es que ni siquiera se os había ocurrido la posibilidad?

—Por supuesto que no —espetó Aken—. Tienes poderes mágicos. Puedes impedir que suceda.

Tessia parpadeó, sorprendida, y luego lanzó a Jayan una mirada suspicaz.

—¿Eso es posible? —inquirió en voz baja.

No lo bastante baja, al parecer. Mientras Jayan asentía, los demás irguieron la cabeza con una sonrisa de oreja a oreja.

—¿Eso te hace cambiar de idea, por casualidad? —preguntó Aken con picardía.

Ella lo fulminó con la mirada.

—No cambiaría de idea aunque fueras el último hombre en Kyralia.

Los demás se rieron. Los labios de Tessia se fruncieron y luego se relajaron en una sonrisa.

—Bueno, todos hemos aprendido una lección hoy, ¿no? —Cogió otro fruto, y mientras Mikken examinaba uno, ella comenzó a explicarle cómo saber si estaba maduro o no.

Después de un rato, se volvió hacia Jayan y enarcó una ceja con expresión inquisitiva. «¿Los he convencido?», imaginó él que le preguntaba. Se inclinó hacia él, dirigiendo la vista a los magos, que seguían hablando a varios pasos de distancia.

—¿Sobre qué crees que hablan? ¿Sobre el tema de siempre?

—Seguramente —asintió Jayan.

—Menuda pérdida de tiempo. Si no dieran tantas vueltas a lo mismo, lord Dakon podría dedicar algo de tiempo a darnos clases. No he aprendido nada de magia desde que llegamos a Imardin.

Jayan la miró con incredulidad.

—No sabía que te interesara tanto.

Ella soltó un resoplido suave.

—Es increíble lo que puede conseguir una ligera amenaza contra tu vida y la de otros. Por no hablar de la muerte de tus padres.

—Bueno, si te sirve de consuelo, yo tampoco he recibido clases.

—Tú lo tienes mucho mejor que yo —repuso ella—. Llevas años entrenándote. Yo solo llevaba unos meses.

—Yo podría enseñarte —dijo Jayan. Entonces tragó una bocanada de aire y apartó la vista. ¿A qué venía aquello?

Entonces se acordó de que, meses atrás, lord Dakon le había dicho que ayudara a Tessia a practicar y que al echar una mano a otra persona con su aprendizaje también se beneficiaría él mismo. Pero Dakon no había animado a Jayan a adiestrar a Tessia, algo que los aprendices en teoría no debían hacer.

Por otro lado, lo atormentaba la idea de que ella pudiera morir por pura falta de entrenamiento. Sin duda las circunstancias eran lo bastante extremas para justificar una ligera desviación de las normas.

Tessia tenía la vista fija en él, pero cuando el joven aprendiz la miró de nuevo ella se apresuró a asentir.

—¿Ahora?

Jayan contempló a los demás. Estaban atiborrándose de fruta, demasiado enfrascados en su banquete para prestar mucha atención a lo que hacían Tessia y Jayan. Él se puso de pie. Ella siguió su ejemplo y lo miró con expectación. Embebido en sus pensamientos, Jayan se alejó de los demás, preguntándose qué diantres podía enseñarle a Tessia.

—Métodos de defensa más sofisticados —dijo en voz alta—. Es la opción más obvia para la primera lección.

—Me parece razonable —contestó ella.

Así que él empezó a explicarle las distintas maneras en que podía modificar su escudo. Lord Dakon le había enseñado a generar un escudo básico, pues eso era todo lo que un aprendiz principiante y poderoso necesitaba saber de entrada. ¿Qué le había dicho él? «No conviene confundir a un aprendiz principiante con complicaciones. Para empezar, basta con que te acostumbres a crear un escudo fuerte; luego, cuando seas capaz de hacerlo sin pensar, podrás empezar a pulir la técnica».

Jayan no era consciente de que tenían público hasta que una voz sonó cerca de su hombro.

—Nunca he probado eso. ¿Me lo enseñas?

Al volverse, vio a Leoran de pie detrás de él. Contempló al muchacho, se encogió de hombros y le indicó con un gesto que se uniera a Tessia.

—Claro. Esta técnica podría salvarte la vida a ti también.

—¿Y la mía? —preguntó Aken.

Sin esperar una respuesta, el joven aprendiz se colocó rápidamente junto a Leoran. Con una sonrisa irónica, Jayan se volvió hacia Mikken y Refan. Ellos sacudieron la cabeza.

—Ya nos la sabemos —dijo Mikken.

Jayan continuó enseñando las diversas formas de escudos que conocía, y al cabo de un rato Mikken salió al frente para ayudarlo. El aprendiz mayor les reveló un método del que Jayan no había oído hablar, aunque tenía fallos importantes. Se pusieron a debatir las ventajas y los inconvenientes, utilizando cada uno a los otros aprendices para sus demostraciones.

—¡Basta! ¡Parad ahora mismo!

Todos se sobresaltaron al oír el grito. Cuando se dieron la vuelta, vieron a lord Ardalen, el maestro de Mikken, que se dirigía hacia ellos a paso veloz.

—¿Qué estáis haciendo? —quiso saber el mago—. Os estáis dando clases unos a otros, ¿verdad? —Cuando llegó junto a ellos, posó la mano sobre el hombro de Mikken con expresión comprensiva pero con una voz que evidenciaba su ira mientras miraba a Jayan—. Supongo que crees que estás enseñándoles a tener iniciativa y a colaborar, y así es, pero no deberías. Los aprendices tenéis prohibido instruir a otros aprendices. No se os permite impartir clases mientras no seáis magos superiores.

—Pero ¿por qué? —preguntó Aken con evidente frustración.

—Es peligroso. —Esta respuesta procedía de lord Bolvin, el maestro de Leoran, que también se había acercado a ellos.

Jayan se percató de que los otros magos se aproximaban también. Dakon tenía el entrecejo arrugado. El aprendiz sintió una punzada de culpa y miedo al pensar que tal vez había ofendido a su maestro.

—¿Qué está pasando? —inquirió lord Dakon cuando se encontró junto a ellos. Una vez que le explicaron la situación, la arruga de su entrecejo se hizo más profunda—. Entiendo. Tened por seguro que aquí Jayan está lo bastante capacitado para instruir a otros sin peligro. Casi ha completado su formación, así que he empezado a prepararlo para el día en que tenga un alumno propio. Vuestros aprendices no tienen nada que temer.

Jayan advirtió divertido que los magos se enzarzaban en una discusión sobre el tema, al tiempo que formaban un nuevo círculo que excluía a sus subalternos. Volvió la vista hacia Tessia, que lucía una sonrisa sardónica. Ella le devolvió la mirada, se encogió de hombros y se dirigió de nuevo hacia la manta y el cuenco de fruta, que estaba casi vacío. Jayan la siguió, con los demás aprendices a la zaga.

—Menuda faena —comentó Aken, dejándose caer sobre la manta, enfurruñado.

Los otros asintieron.

—Bueno… —empezó a decir Jayan—. ¿Creéis que protestarían si nos pusiéramos a jugar al Kyrima? Se supone que es bueno para desarrollar las habilidades estratégicas de combate.

Los demás alzaron la vista, entusiasmados. Tessia encorvó la espalda.

—Oh, qué maravilla —farfulló con sarcasmo.

Jayan no le hizo caso. Sabía que accedería a jugar si él se ponía lo bastante pesado. Además, no se le daba nada mal. Mientras los demás se dividían en parejas, se volvió hacia ella.

—No puedes dejarme sin pareja —dijo.

Ella puso mala cara, asió el cuenco y se levantó.

—No habrás olvidado mi discursito de antes, ¿verdad, Jayan? Ni aunque fueras el último hombre en Kyralia.

A Hanara le resultó reconfortante comprobar que muchos de los nuevos aliados de su amo llevaban más de un esclavo consigo. Algunos tenían hasta diez, aunque no todos eran esclavos fuente. Ahora que sabía esto, podía tolerar a Jochara, más aún teniendo en cuenta que Takado aparentemente prefería encargar a Hanara las tareas más complicadas, ya que Jochara, que aún no se había familiarizado con las costumbres de su amo, era más lento a la hora de entender lo que se le pedía.

Si Takado los hubiera incitado a luchar entre sí para ganarse su favor, habría quedado claro que no quería dos esclavos fuente y que mataría al perdedor. No obstante, como permanecían muy poco tiempo en el mismo sitio, había tanto trabajo por hacer que tanto Hanara como Jochara estaban agotados cuando llegaba la hora en que Takado les daba permiso para dormir.

«Si cada aliado nuevo le ofrece obsequios, no vamos a poder cargar con todo», pensó Hanara mientras se reacomodaba el peso que llevaba sobre los hombros.

Los aliados de Takado habían aumentado a doce. Los esclavos del paso fronterizo enviaban a los recién llegados a las montañas, donde había esclavos apostados a intervalos regulares, cada uno de los cuales conocía únicamente la ubicación del puesto anterior y del siguiente. Cuando Takado instalaba el campamento al término de cada jornada, mandaba a un esclavo al final de la fila para comunicar a los aliados que llegaran dónde podían encontrarlo.

Dos más habían llegado hasta ellos la noche anterior. Por fortuna, los regalos que les habían traído eran comestibles. Takado tenía más necesidad de alimentos para sus partidarios y esclavos que de pesadas chucherías de oro. Aunque saqueaban las granjas y aldeas de la zona, los lugares habitados estaban muy separados unos de otros y la mayoría de sus ocupantes se había marchado, llevándose consigo la poca comida de que disponían. Incluso los que eran lo bastante insensatos para quedarse tenían los graneros casi vacíos, pues el invierno había llegado a su fin hacía muy poco.

A veces se topaban con animales domésticos a los que sacrificaban y asaban; el resto del tiempo vivían de la caza. Por fortuna, no tenían que preocuparse de que las hogueras o el humo delataran su posición, pues por lo general alguno de los magos asaba la carne por medio de la magia. Los esclavos con una habilidad especial para rastrear presas los mantenían informados sobre la ubicación y el número de los magos kyralianos.

Cuando Takado empezó a ascender por una cuesta empinada que formaba un ángulo pronunciado con la ladera, Hanara se inclinó hacia delante y lo siguió. Detrás de sí oía los jadeos de Jochara. Gotas de sudor resbalaban por su espalda y le empapaban la camisa que el jefe de caballerizas le había dado. Esa vida, el tiempo que había pasado en Mandryn, ahora le parecía un sueño. Había sido una tontería por su parte creer que podía durar. Estar de nuevo al servicio de Takado le resultaba reconfortantemente familiar. Era duro, pero él conocía las reglas. Aquel era su lugar.

Para cuando llegó a lo alto de la cuesta, estaba resollando. Takado, que no llevaba ninguna carga, había aumentado su distancia respecto a él y se había detenido más adelante en la cresta para escuchar lo que le decía un esclavo que pertenecía a otro de los magos. Como el muchacho era rápido y ágil, lo utilizaban como explorador y no como porteador.

—… visto la luz. He oído el pum, pum —contaba el chico, señalando el camino que llevaba al paso fronterizo, que surcaba como una herida el bosque que se extendía a sus pies.

—Una batalla de magia —dijo Takado, mirando a lo lejos con el ceño fruncido—. ¿Cuánto hace de eso?

—Media raya de sombra —respondió el esclavo—. Tal vez más.

El modo en que el muchacho conseguía calcular el tiempo con tal precisión sin un reloj de sombra era un misterio. Takado miró a Hanara y al resto del grupo pero guardó silencio y dirigió la vista de nuevo hacia el bosque. Hanara podía imaginar lo que estaba pensando. ¿Los esclavos apostados en el paso no se habían encontrado con nuevos aliados potenciales? ¿Se habían topado los recién llegados con kyralianos en vez de con los esclavos? ¿Habían ganado o perdido?

Takado y sus aliados no habían considerado al grupo de kyralianos que los perseguían una amenaza seria, pues eran solo siete frente a doce sachakanos. Sin embargo, Takado quería evitar matar magos kyralianos hasta que la superioridad numérica de los sachakanos fuera avasalladora y les permitiera resistir las represalias que sin duda se producirían.

Tras hacerle un gesto al esclavo para que se retirara, Takado echó a andar pendiente abajo hacia el camino y el escenario de la batalla. Hanara sintió un nudo en el estómago y oyó que Jochara soltaba una maldición detrás de él. Aunque los otros tres aliados de Takado no protestaron, ordenaron a sus esclavos que mantuvieran la boca cerrada y no hicieran ruido.

Entonces el tiempo se ralentizó. Cada vez que daba un paso, Hanara escrutaba con la mirada el bosque y el suelo irregular que tenía delante. Aguzó el oído por si sonaban voces o los silbidos con los que los esclavos se comunicaban a veces entre sí. Takado avanzaba a un ritmo prudente, pisando con cuidado. Cuando llegaron al pie de la cuesta, empezaron a atravesar el valle por el que discurría el camino. Cada minuto se hacía eterno.

Cuanto más se acercaban al camino, más se aceleraba el pulso de Hanara. Intentaba respirar de forma silenciosa, pero el esfuerzo que suponía cargar con las pertenencias de Takado era demasiado grande, por lo que al poco rato estaba jadeando por falta de aire.

De pronto, Takado se paró en seco y alzó una mano para indicar a los demás que se detuvieran también. Hanara se percató de que ahora tenían el camino a la vista. Aguardaron en silencio.

Unas voces llegaron hasta ellos desde algún lugar situado más adelante. Takado permaneció inmóvil. Relajó los hombros lentamente. Pasó su peso de una pierna a la otra. Cruzó los brazos.

Dos hombres aparecieron cabalgando en un recodo del camino. Delante de ellos caminaba otro, vestido con ropa fina, maniatado y con sangre en la sien. Los seguían cuatro esclavas jóvenes, encorvadas y flacas.

A Hanara se le erizó el vello de la nuca cuando reconoció a los jinetes. Eran dos de los amigos ichanis de Takado, Dovaka y Nagana. Ambos habían sido desterrados hacía ya unos años, y estaban bronceados y curtidos por haber sobrevivido en las montañas del norte y el desierto de ceniza. Había algo en Dovaka, el mayor, que provocaba a Hanara malestar en el estómago y picor en la piel.

No era solo que sus esclavas fueran siempre chicas famélicas, sumisas y aterrorizadas. Su conversación reflejaba tal ansia de violencia que incluso repelía a otros ichanis. Cuando Takado avanzó entre los árboles y salió al camino, a Hanara se le encogió el corazón. El resto del grupo lo siguió.

—¡Takado! —saludó Dovaka al verlos—. Tengo un regalo para ti. —Bajó de su caballo de un salto, agarró al hombre atado por el cuello de la camisa, le propinó un empujón hacia delante y lo obligó a postrarse de rodillas frente a Takado—. El mensajero del emperador Vochira. Nos informaron de que había cruzado el paso fronterizo por delante de nosotros, así que le hemos dado alcance para averiguar qué mensaje pretendía transmitir.

—¿Mensajero? —repitió Takado.

—Sí. Llevaba esto.

A Dovaka le relampaguearon los ojos cuando le tendió un cilindro de metal. Takado lo cogió, deslizó el extremo hasta separarlo y extrajo un rollo de pergamino. Lo desplegó, y sus labios se curvaron en una sonrisa despectiva.

—De modo que el emperador está enviando magos a pararnos los pies —dijo, mirando a sus aliados por encima del hombro—. O al menos es lo que quiere que crea el rey de Kyralia. —Dirigió su atención al mensajero—. ¿Es eso cierto?

—¿Me creeríais si os dijera que sí? —dijo el hombre, desafiante.

—Probablemente no.

Takado asió la cabeza del hombre entre las manos y clavó la mirada en él. Se impuso un silencio absoluto salvo por el canto de algún que otro pájaro y el bramido lejano de algún animal. Entonces Takado se enderezó.

—Tú crees que es verdad. —Hizo una pausa mientras contemplaba al hombre con aire reflexivo—. Te perdono la vida si te unes a nosotros.

El hombre pestañeó y entornó los ojos.

—¿Qué os hace pensar que no me escabulliría a la primera oportunidad que se me presentara?

Takado sacudió la cabeza.

—El hecho de que has fracasado, Harika. Tu misión consistía en entregar el mensaje al rey de Kyralia, pero sobre todo en evitar que nosotros lo interceptáramos. Quizá el emperador Vochira no te lo haya dicho con estas palabras, pero sabes que es verdad. Aunque consiguieras llegar hasta el rey kyraliano y convencerlo de que no mientes respecto al contenido del mensaje que te hemos arrebatado, aunque te las arreglaras para regresar a casa, Vochira ordenaría tu ejecución o tu destierro. —Takado sonrió—. Me temo que, pase lo que pase, acabarás muerto o convertido en un ichani.

El mensajero bajó la vista con la frente arrugada.

—No pierdes nada uniéndote a nosotros —prosiguió Takado—. Puedo prometerte algo que el emperador no puede: si triunfamos y tú sobrevives, dejarás de ser un lacayo sin tierra y sin esclavos. Podrás apropiarte de terrenos, recuperar la posición social perdida y hacerte con un patrimonio que legar a tu hijo.

El mensajero respiró hondo, suspiró y asintió.

—De acuerdo —dijo. Alzó la mirada y la fijó en Takado—. Me uniré a vosotros.

—Bien. —Takado sonrió, y las ataduras se soltaron de las muñecas del hombre—. Levántate. Mi esclavo echará un vistazo a esa herida.

Takado se volvió y le hizo señas a Hanara. Luchando contra el fuerte impulso de mantenerse alejado de Dovaka, Hanara se dirigió rápidamente hacia él, depositó su carga en el suelo y extrajo algo de agua limpia y un paño para lavar la herida de Harika. Mientras trabajaba, observó que Takado y Dovaka se apartaban ligeramente de los demás, hablando en voz demasiado baja para que él los oyera, con una actitud y unos gestos relajados y amistosos. Sin embargo, los movimientos de Takado parecían de una lentitud deliberada, como si se esforzara por aparentar tranquilidad.

«Está enfadado con ellos, seguramente porque no han querido ir a donde los esclavos les indicaron —pensó—. No le resultará fácil mantener a Dovaka y a Nagana bajo control. Dovaka acabará por desafiar la autoridad de Takado, y cuando eso suceda, espero estar muy, muy lejos».