21

Stara notaba el calor del sol en la espalda mientras el carromato ascendía por la ladera de la colina. Cuando los caballos que tiraban del vehículo y de su pesada carga llegaron a la cima, la joven se quedó sin respiración al contemplar la vista que se abría ante ella.

Una gran ciudad se extendía en abanico sobre el terreno que tenía delante. Su parte más amplia lindaba con la costa, y más allá se divisaban las aguas oscuras del mar. En el ápice del abanico se encontraba la desembocadura de un río. Los edificios y caminos que partían radialmente de aquel punto estaban unidos entre sí por las curvas concéntricas de unas calles transversales.

«Arvice. —Sonrió—. La ciudad más grande jamás construida. Estoy en casa, por fin».

Hacía quince años que esperaba aquel momento; quince largos años desde que su padre la había llevado a Elyne junto con su madre y las había dejado a las dos allí. Ahora, por fin, él la había mandado a buscar, como había prometido tanto tiempo atrás.

La fila de carros se sumía en sombras conforme descendía por la cuesta del otro lado. Ella sintió un escalofrío y se arrebujó en el chal que llevaba sobre los hombros. Durante quince años de su vida, había visto el sol ponerse sobre el mar, tiñendo la ciudad de Elyne de dorado y rojo. Ahora, si quería presenciar el espectacular encuentro entre el sol y el agua tendría que despertar lo bastante temprano para no perderse el amanecer.

«Tengo la sensación de haber viajado de un extremo a otro del mundo».

Por otro lado, el clima de Elyne era parecido al del sur de Sachaka. Ella casi habría preferido que no lo fuera. Los mismos tipos de plantas servían de alimento al mismo tipo de animales. Los mismos tipos de árboles daban los mismos tipos de frutos, que eran robados por los mismos tipos de pájaros. Los mismos paisajes de tierras fértiles de labranza la rodeaban. Solo de vez en cuando reparaba en algo que le resultaba exótico y poco familiar; un ave desconocida, un árbol extraño.

Las montañas le habían parecido mucho más estimulantes y dignas de interés, con sus precipicios de piedra fría, cumbres vertiginosas y árboles que crecían raquíticos y torcidos en pendientes asombrosamente pronunciadas. El viento cantaba allí con la voz de una mujer demente y eternamente joven, y se respiraba un aire fresco, vivificante y puro.

En una o dos ocasiones, los conductores de los carros habían avistado figuras lejanas en los senderos que discurrían a tal altura que parecían impracticables. Ichanis, habían dicho. Le habían asegurado a Stara que era poco probable que los asaltaran. A los ichanis no les interesaban los materiales para tintes con que comerciaba su padre, y aunque hubieran tenido la tentación de robarlos para venderlos, las vasijas de barro en que los transportaban eran demasiado pesadas y frágiles para que valiera la pena llevarlos a cuestas por aquellos escabrosos caminos de montaña. Sabían que no encontrarían dinero en el carromato, y que solo había los alimentos mínimos.

Aun así, los carreteros habían proporcionado a Stara ropa de hombre. Una mujer tan hermosa como ella sí que era algo que valía la pena robar, le dijeron, intentando engatusarla con elogios para que accediera a ponérsela.

No había necesidad de que la adularan. A ella le había gustado vestirse con los pantalones y el sayo. No solo eran prendas más prácticas que los vestidos que solía llevar, sino que casi tenía la sensación de estar trabajando ya para su padre cuando ayudaba a los hombres en las tareas más sencillas para dar más credibilidad a su disfraz, lo que les parecía de lo más divertido.

Sin embargo, ella dudaba que su padre le encargara esa clase de trabajos cuando llegara a Arvice. En su calidad de hija de un ashaki sachakano, se le encomendarían labores más decorosas, como cerrar tratos comerciales y agasajar a los clientes, o supervisar el proceso de elaboración del tinte y asegurarse de que los pedidos fueran preparados y entregados.

Estaba bien entrenada para asumir estas responsabilidades. Su madre, que había ejercido las mismas funciones en Elyne durante años, había hecho participar a su hija en cada etapa del proceso. Al principio, a Stara no le gustaba nada, pero un día le había pasado por la cabeza que tal vez su padre la admitiría de nuevo a su lado antes si su presencia le resultaba útil, y desde entonces se había consagrado a aprender todo lo posible sobre su oficio.

Stara se sonrió, imaginando que enumeraba todas sus aptitudes ante su padre.

«Sé leer y escribir, hacer sumas y cuentas. Sé cómo convencer a un cliente de que pague el doble de lo que pretendía originalmente, y conseguir que pague de buen grado. Sé dónde y cómo se elaboran todos los tintes, qué minerales contienen y en qué tipos de tela se fijan mejor. Me sé el apellido de todas las familias importantes de Elyne y Sachaka, y conozco sus alianzas. Y, lo que es más importante, puedo… tengo…».

Sintió que el corazón le daba un vuelco. Hasta en su imaginación le costaba revelar a su padre su mayor secreto, algo que ni siquiera le había contado a su madre.

Unos años después de su llegada a Capia, Stara había entablado amistad con la hija de una amiga de su madre. Un mago acababa de tomar como aprendiz a Nimelle, que se había llevado una desilusión al comprobar que había muy pocas chicas aprendices. La joven le había realizado a Stara una prueba y había descubierto en ella un gran potencial mágico. Sin embargo, cuando Stara había preguntado a su madre qué haría si su hija tuviera dotes para la magia, la respuesta había sido firme y rotunda.

—Te necesito aquí conmigo, Stara. Si te convirtieras en aprendiz de un mago, tendrías que vivir con tu maestro durante muchos años. Estás lejos de tu padre. ¿Quieres que te separen de tu madre también?

Stara no había logrado reunir el valor suficiente para abandonar a su madre. Al enterarse de ello, Nimelle había opinado que estaba «desaprovechando» su don. Se había ofrecido a liberar ella misma los poderes mágicos de Stara y a enseñarle lo básico, siempre y cuando lo mantuviera en secreto. Stara había aceptado entusiasmada. Después, había aprendido a utilizar su magia leyendo los libros que Nimelle le prestaba y practicando con ella.

«Echaré de menos a Nimelle —pensó—. Es la única persona que nunca me ha tratado de un modo distinto por ser medio sachakana».

Las dos habían contenido las lágrimas al despedirse. No obstante, Stara sospechaba que Nimelle estaría demasiado ocupada durante una temporada para echar en falta su amistad. Después de que le concedieran su independencia como maga superior el verano anterior, Nimelle se había casado en otoño y esperaba su primer hijo.

«Yo también estaré demasiado ocupada ayudando a mi padre para añorarla —se dijo con decisión—. Las dos hemos iniciado una nueva vida». Aun así, ya estaba deseando recibir la primera carta de Nimelle.

El carromato avanzaba ahora por un camino largo y llano envuelto en la penumbra del anochecer. De cuando en cuando aparecía algún recinto amurallado que le recordaba las mansiones sachakanas típicas, con sus interminables muros curvos enlucidos.

También se fijó en los esclavos que trabajaban en los campos. Sentía una ligera incomodidad cuando los veía. Los años que había pasado en Elyne habían sembrado en ella cierta aversión hacia la esclavitud, pero al mismo tiempo recordaba con gran cariño a los esclavos que la habían cuidado y mimado en su niñez.

«Estoy segura de que los esclavos domésticos viven mucho mejor que los del campo —reflexionó—. Pero, como dice mi madre, “la esclavitud es la esclavitud”». La detestaba, y Stara sabía que era una de las razones por las que sus padres se habían separado y su madre había regresado a Elyne.

Había otros motivos, y Stara lo sabía. Le habían contado algunos, y ella había deducido otros. Su madre se había fugado del hogar familiar para casarse con el hombre a quien amaba y luego había descubierto que en su tierra era una persona diferente de la que ella había conocido en Elyne. No le quedaba otro remedio, según le había explicado a Stara. Uno tenía que ser duro y cruel para sobrevivir en el mundo de la política sachakana y conseguir que los esclavos le obedecieran. Aun así, ella no soportaba ver el efecto que esto producía en él. Al final, su esposo le había permitido volver a Elyne. Ella reconocía que si él hubiera sido más implacable le habría prohibido que se marchara, o se habría quedado con sus dos hijos.

El hombre que los visitaba todos los años era tan cariñoso y desprendido como siempre. Stara lo observaba con detenimiento, buscando indicios de un monstruo oculto, pero nunca los encontraba.

«Tal vez porque nunca tenía que azotar a un esclavo cuando estaba en Elyne».

Su hermano Ikaro había viajado a Elyne varias veces. Tres años más joven que Stara, siempre había mostrado una actitud reservada que rayaba en la descortesía. Años atrás, ella le había confesado a su madre que tenía envidia de él por ser el que se había quedado en Arvice, aunque por otro lado lo compadecía por haber crecido lejos de su madre. Sin embargo, cuando había expresado estos sentimientos a su hermano durante una de sus visitas, él había replicado con desdén que daba igual que un hombre se hubiese criado sin mujeres a su alrededor, pues no eran tan importantes como los varones.

Ese día ella había perdido buena parte del respeto que le tenía. El temor a que él opinara lo mismo de ella que de las demás mujeres, sobre todo respecto a su valía para el comercio, enturbiaba la expectación y la emoción de haber llegado por fin a su destino. Pero Stara estaba resuelta a no dejar que él arruinara su nueva vida.

Los terrenos situados entre las mansiones a ambos lados del camino se habían reducido poco a poco hasta desaparecer por completo y ceder el paso a largos muros sin más hueco o abertura que la entrada de algún que otro callejón ancho. Los carreteros habían dejado de silbar alegremente para adoptar una expresión alerta y adusta. Los esclavos iban y venían a toda prisa por el camino con la mirada baja. La única iluminación procedía de las lámparas de los carreteros y los esclavos y del brillo tenue de fuentes de luz ocultas al otro lado de las paredes. Stara se sintió tan exaltada como desilusionada al caer en la cuenta de que habían entrado en la ciudad y de que esta no era en absoluto como ella esperaba. Los edificios, a diferencia de los de Capia, la capital de Elyne, no se arremolinaban en torno a un gran puerto en un despliegue de luces titilantes. En cambio, se escondían detrás de murallas en un laberinto interminable y misterioso.

El carromato redujo la marcha cuando se encontraban cerca de unos grandes portones de madera, y a Stara se le aceleró el pulso al percatarse de que debía de ser la mansión de su padre. El vehículo se detuvo y el carretero jefe anunció su llegada con un grito. No hubo respuesta, pero se oyó un golpe metálico y las puertas comenzaron a abrirse, revelando un amplio patio enlosado e iluminado por varias lámparas. Los muros que rodeaban a Stara eran blancos y solo estaban interrumpidos por puertas y los extremos de unas vigas oscuras de madera. El corazón le latía a toda prisa. Mientras el carromato atravesaba la puerta, sus ojos buscaron a su padre en el patio, pero todas las personas que veía eran desconocidas.

Cuando el vehículo se detuvo, se arrojaron al suelo. Al mirar alrededor, ella advirtió que todos tenían la cabeza inclinada hacia ella y los pies apuntando hacia atrás, de modo que sus cuerpos se alejaban de ella radialmente en todas direcciones.

«Esclavos —pensó—. ¿Estarán acostumbrados a hacer esto? ¿Qué debo hacer ahora?». Se volvió hacia la casa. No apareció ninguna figura paterna conocida. Algo confundida y desilusionada, se arrellanó en su asiento y esperó a ver qué sucedía a continuación.

—Nadie os dirá lo que debéis hacer, ama —murmuró una voz cercana. Al bajar la vista, ella vio a un carretero reclinado contra el vehículo, con su atención aparentemente puesta en otra cosa—. Ahora sois vos quien da las órdenes.

Stara entendió de golpe lo que ocurría. Nadie le diría dónde estaba su padre a menos que ella preguntara. Ni siquiera se pondrían de pie si ella no se lo ordenaba. En Elyne, una mujer debía esperar a que la recibiera su anfitrión —o al menos un mayordomo— antes de apearse de un carro. Pero no estaba en Elyne. En Arvice ella no era una invitada, sino un miembro de la familia que gobernaba la finca.

—Volved a vuestras ocupaciones —dijo ella en voz alta.

Los esclavos se levantaron despacio del suelo y reanudaron sus tareas, aunque con una lentitud cautelosa. Stara reparó en que un hombre con un gorro rojo impartía órdenes a algunos de ellos. Se irguió y bajó del carromato con toda la dignidad de que fue capaz. Se dirigió al hombre del gorro rojo.

—Quiero ver a mi padre, si está en casa.

Él se inclinó, doblándose esta vez por la cintura, antes de hacer una seña a un esclavo sin camisa que estaba cerca de la puerta.

—Vuestro deseo será satisfecho, ama. Seguid a este hombre y él os llevará ante el ashaki Sokara.

Mientras entraba en el edificio detrás del esclavo, Stara respiró hondo. Un aroma familiar se percibía en el aire, pero ella no fue capaz de identificarlo. La silueta delgada del esclavo la guio por un pasillo estrecho de paredes enlucidas, como las del exterior. Llegaron a una amplia sala. Stara reconoció la disposición de aquel espacio. La estancia ocupaba el centro de la casa; era la «sala maestra», donde su padre se reunía con sus invitados, los agasajaba y les daba de comer. Varias puertas comunicaban la sala con otras partes de la vivienda. La casa de su madre seguía el mismo diseño, al igual que otras casas construidas por sachakanos en Elyne.

Todo esto lo asimiló de un vistazo, pues había un hombre sentado en una gran silla de madera en el centro de la habitación. Cuando lo reconoció, notó que su corazón brincaba de alegría.

—Padre —dijo.

—Stara. —Él sonrió y le indicó con un gesto que se acercara.

Ella cruzó la estancia y se sintió desengañada al ver que él no se levantaba para saludarla. Vaciló, sin saber qué hacer.

—Siéntate —sugirió él, señalando una silla más pequeña situada junto a la suya.

Ella así lo hizo, suspirando con un alivio apropiado y no del todo fingido.

—Ah. Y yo que creía que después de pasarme el día sentada, no querría ver una silla ni en pintura.

—Viajar resulta agotador —convino él—. ¿Cómo ha estado el viaje? ¿Te han tratado bien mis hombres?

—Ha sido interesante, y sí —respondió ella.

—¿Tienes hambre?

—Un poco. —En realidad, tenía un apetito voraz.

A una ligera seña de su padre, un gong sonó al otro lado de la sala. Un momento después, un esclavo entró corriendo en la estancia y se postró ante él.

—Tráele al ama Stara algo de comer.

El esclavo se puso en pie de un salto y se alejó apresuradamente. Stara se quedó mirando la puerta por la que había desaparecido. El hombre había escenificado tanto su llegada como su marcha de un modo tan dramático que Stara no podía evitar encontrarlo cómico. Tuvo que reprimir las ganas de reír.

—Acabarás por acostumbrarte a los esclavos —le aseguró su padre—. Al final te olvidarás de que están ahí.

Ella posó los ojos en él y se mordió el labio. «No quiero acostumbrarme a ellos hasta el punto de olvidarme de que están ahí —pensó—. Lo siguiente sería olvidarme de que son personas».

La conversación derivó hacia su madre. Stara le habló a Sokara de las últimas transacciones y de los clientes nuevos, así como de una idea que su madre estaba acariciando: la de lanzar el negocio del tinte de velas.

—Las lonas para las velas nunca se han teñido, pero si logramos convencer a las personas adecuadas de las ventajas de la tela teñida y la idea se vuelve popular, podríamos abrir todo un mercado nuevo. —Sonrió de oreja a oreja—. Fue idea mía. Estaba mirando a unos niños que jugaban con barcos de juguete, y entonces…

Para su irritación, unos esclavos escogieron ese instante para entrar en la sala con comida. Ella esperaba alguna expresión admirativa por parte de su padre, o al menos una opinión, pero él estaba totalmente distraído en aquel momento. Sacó dos cuchillos pequeños pero de aspecto mortífero de una caja colocada junto a su silla y le tendió uno a ella.

Con un suspiro leve, Stara observó el extraño ritual que se desarrollaba ante ella. Los esclavos se turnaban para hincarse de rodillas frente a su padre. Él elegía unos trozos de lo que le ofrecían, los ensartaba con el cuchillo y se llevaba la comida a la boca. Acto seguido, gesticulaba hacia ella para que probara aquel plato y el esclavo se arrastraba hacia un lado hasta estar arrodillado ante Stara.

Su madre le había descrito el ceremonial que se seguía en Sachaka durante las comidas y le había advertido que el amo de una finca siempre comía antes que los demás. Stara no estaba segura de cuánto debía probar, pues él no cogía mucho de cada plato y al parecer faltaban unos cuantos.

Cada vez que ella terminaba de comer de un plato, el esclavo permanecía donde estaba hasta que su padre hablaba. Decía «ya está», la miraba y le indicaba que despidiera al esclavo cuando ya no quisiera comer más.

Antes de saciar del todo su hambre, pero mucho después de que el ritual dejara de ser una novedad para ella, él agitó una mano y dijo simplemente «marchad». Los esclavos se retiraron a paso veloz sin hacer ruido con los pies descalzos sobre las alfombras. Su padre se volvió hacia ella.

—Dentro de una semana recibiré unas visitas importantes y tú estarás presente. Tienes que familiarizarte con las costumbres de los sachakanos. La esclava que cuidaba de ti cuando eras niña te enseñará lo que necesitas saber. —Sonrió con una expresión un poco contrita—. Me gustaría haber podido darte más tiempo para aclimatarte antes.

—Lo superaré —dijo ella.

Él asintió y le escrutó el rostro con la mirada.

—Sí. Creo que los errores que cometas serán fáciles de perdonar, sobre todo porque tienes la excusa de haber recibido en parte una educación elynea. —Su sonrisa se desvaneció—. Has de saber que estoy pensando en uno de los hombres para que sea tu esposo.

Stara pestañeó y se dio cuenta de que no podía moverse. ¿Esposo?

—Un enlace entre nuestras familias fortalecería una alianza que se ha intentado forjar durante los últimos años. Tu esclava te dirá lo que necesitas saber, pero ten por seguro que poseen muchas tierras y cuentan con el favor del emperador.

«¿Esposo?».

—Además, por desgracia —prosiguió él, con el ceño fruncido—, la esposa de tu hermano es incapaz de darle hijos. Si tú no nos proporcionas un heredero, nuestras tierras acabarán en manos del emperador Vochira cuando tu hermano muera.

—¿Esposo? —soltó ella con un gemido gutural, sin poder evitarlo.

Él la miró con los ojos entornados.

—Sí. Ya eres un poco mayor para seguir soltera y sin hijos, pero tu sangre elynea sin duda compensará esta carencia. A diferencia de los elyneos, los sachakanos creen que un poco de sangre extranjera es una ventaja y no un defecto.

¿Un poco mayor? ¡Solo tenía veinticinco años!

—Creía que… —Notó su propio tono de indignación y se interrumpió para inspirar y espirar—. Creía que querías que viniera para ayudarte a llevar el negocio.

Los labios de su padre se desplegaron en una sonrisa y se le escapó una risita, lo que crispó los nervios a Stara. Con la misma rapidez, la sonrisa se transformó en una expresión de comprensión.

—Realmente lo creías, ¿verdad? —Sacudió la cabeza e hizo una mueca—. Tu madre no debería haberte dejado venir con esa idea equivocada. En Sachaka las mujeres no se dedican al comercio.

—Yo podría —murmuró ella—. Si me dieras una…

—No —dijo él con firmeza—. Los clientes no solo se burlarían de ti, sino que dejarían de tener tratos conmigo. Eso no se estila aquí.

—¿Así que en vez de eso me venderás como si fuera un tarro de tinte? —exclamó—. ¿Vas a casarme con alguien sin darme voz ni voto en el asunto?

Sokara clavó la vista en ella con expresión cada vez más dura, y a ella el alma le cayó a los pies.

«Está decidido a hacerlo. Era su intención desde el principio. Es imposible que mamá lo supiera. De lo contrario, jamás me habría enviado aquí». Todas sus esperanzas de trabajar para su padre, de iniciar allí una nueva vida con él, se vinieron abajo. Se levantó y se alejó unos pasos antes de volverse hacia él.

—No puedo creerlo. Mandaste a buscarme… y me engañaste para que viniera. Con el fin de venderme como a una res.

—Siéntate —dijo él.

—¿Qué esperabas, que me alegrara por ello? —rugió—. ¿Que después de vivir quince años en Elyne, dedicando casi todo mi tiempo a trabajar en beneficio tuyo, estaría encantada de convertirme en la esposa de un desconocido? O, mejor dicho, en una ramera. No, en una esclava, pues al menos a las rameras les pagan por sus servi…

—¡SIÉNTATE!

Ella no pudo contener un estremecimiento. Con la respiración agitada, cerró los ojos y obligó a la rabia que tenía dentro a enfriarse y remitir. Cuando lo consiguió, abrió los párpados y lo miró.

—¿De verdad me has hecho venir para esto?

La ira había ensombrecido la mirada de Sokara.

—Sí —gruñó.

Stara se acercó a la silla y se sentó con lo que esperaba que fuera una actitud decidida y digna.

—Entonces, con todo respeto, no me queda otro remedio que rechazar tu oferta. Regresaré a Elyne.

Él la contempló achicando los ojos, y entonces torció la boca en una sonrisa sardónica.

—¿Tú sola, sin guardias ni nadie que te proteja?

—Si es necesario, sí.

—Las montañas están infestadas de ichanis. Son desterrados; no les importa a qué familia deshonran o perjudican. Jamás llegarías a tu destino.

—Estoy dispuesta a intentarlo.

Él sacudió la cabeza con un mohín.

—Tienes razón. Fue un error dejarte en Elyne durante quince años y esperar que volvieras sin ideas absurdas en la cabeza, aunque, por otro lado, no sé qué te hace pensar que tu futuro sería tan distinto en Elyne. Tu madre lleva años diciéndome que tu época para casarte ha pasado hace tiempo y que casi todas las mujeres de tu edad ya han tenido al menos un hijo. —Enderezó la espalda—. Deberías consultar tu futuro con la almohada, y es evidente que yo tengo que replantearme mis planes para ti. Ten presente que sigo esperando que te comportes como una buena sachakana delante de nuestras visitas.

Stara asintió. Aunque una parte de ella deseaba rebelarse, partir hacia Elyne antes de la reunión —o al menos convencer al hombre con quien su padre quería prometerla de que era una arpía enloquecida con la que jamás querría vivir—, no podía evitar sentir un atisbo de esperanza. Quizá había una manera de persuadir a su padre de que su auténtico valor residía en sus dotes para hacer negocios, tal vez de un modo que resultara aceptable para la sociedad sachakana, sin necesidad de convertirse en un útero con piernas. Tenía que intentarlo.

Su padre hizo un pequeño gesto, y el gong sonó de nuevo. Una mujer que tenía mechones grises en el cabello entró en la sala y se postró, con movimientos rígidos a causa de la edad.

—Esta es Vora. Tal vez la recuerdes de tu infancia. Ella seguro que se acuerda de ti. Te llevará a tus aposentos.

Stara consiguió esbozar una sonrisa y apartó la vista para posarla en la mujer. El nombre le sonaba de algo, pero el rostro arrugado no evocaba ningún recuerdo en ella. Vora enarcó las cejas, pero se encogió de hombros y guardó silencio mientras salía de la sala seguida por Stara.

Veinte caballos con sus jinetes ascendían por el empinado sendero tan silenciosamente como cabía esperar de veinte caballos con sus jinetes. Tessia se había acostumbrado tanto al tintineo y el golpeteo de los aparejos, los resoplidos equinos y alguna que otra tos o estornudo ahogados que apenas los oía. En cambio, oía —o más bien no oía— el silencio que reinaba entre los árboles que los rodeaban. Ni gorjeos o silbidos de pájaros, ni el susurro del viento entre las hojas, ni ladridos, bramidos o aullidos de animales.

Tal vez los demás habían reparado en aquella quietud tan poco común, o tal vez notaban una sensación extraña sin identificar la fuente, pero todos escudriñaban el bosque, o mantenían la vista fija al frente o hacia atrás. Expresiones ceñudas surcaban su frente. Intercambiaban miradas inquietas. Un mago hizo un gesto con el dedo y su aprendiz se acercó a lomos de su caballo para entablar una conversación en murmullos. Las señales de este tipo empezaban a convertirse en una especie de lenguaje que el grupo había desarrollado por pura necesidad.

Tessia comprobó que el escudo mágico que mantenía en torno a sí y a su montura fuera resistente y estuviera completo. Todos cabalgaban a diario con las barreras activadas, preparados por si se producía un ataque inesperado. Por la noche se turnaban para proteger el campamento con un escudo, si se veían obligados a dormir al aire libre, o para patrullar la aldea o el caserío al que hubiesen llegado.

Una figura apareció corriendo en el sendero, delante de ellos, situándose valientemente al descubierto. Tessia reconoció a uno de los exploradores a quienes enviaban delante todos los días. Ella sabía que a lord Dakon no le gustaba que utilizaran a no-magos para esta tarea, pues estarían indefensos si los sachakanos los descubrían, pero si uno de los magos se adelantaba solo y se topaba con más de un enemigo, o con un sachakano de poder superior, perecería casi con la misma probabilidad. Los magos eran mucho más escasos que los no-magos.

El hombre tenía una expresión lúgubre. Se acercó al primero de los magos y le habló en voz baja, señalando el camino por donde había venido. Lentamente, la noticia pasó de boca en boca, en susurros.

—Hay una casa más adelante —informó Dakon a Tessia y Jayan—. Todos sus ocupantes menos uno han muerto asesinados no hace mucho. Al superviviente seguramente no le queda mucho tiempo.

—¿Vamos allá a echar un vistazo? —preguntó Tessia—. Tal vez yo pueda ayudar a esa persona.

Él se quedó pensativo por un momento y luego espoleó a su caballo hacia delante. Lord Narvelan y lord Werrin se habían convertido en líderes no oficiales del grupo, aunque Tessia había advertido que esto consistía principalmente en plantear preguntas y ofrecer consejos a los demás, más que en tomar decisiones de verdad. Los otros aceptaban cualquier veto por parte de Werrin, por su calidad de representante del rey, pero se mostraban poco dispuestos a colaborar si él no los dejaba discutirlo entre ellos antes.

«A algunos les preocupa tanto que alguien usurpe su autoridad, que casi dan más importancia a eso que a encontrar a los sachakanos y deshacerse de ellos. No me sorprendería que los sachakanos consiguieran adueñarse de toda Kyralia durante una de esas “discusiones”».

Dakon regresó al cabo de unos minutos.

—Solo Narvelan y nosotros —dijo.

Para sorpresa de Tessia, otros dos magos con sus respectivos aprendices se apartaron de los demás para seguirlos sendero arriba: lord Bolvin y lord Ardalen. Dakon asintió en señal de agradecimiento.

«Por lo visto no todo el mundo prefiere acogerse a la seguridad del grupo mientras un pobre kyraliano de a pie agoniza. Aunque supongo que Ardalen querrá averiguar más sobre lo sucedido. Nos estamos acercando a su señorío».

—¿Ha dicho el explorador qué heridas presentaba? —musitó.

Dakon negó con la cabeza.

Tras varios minutos cargados de nerviosismo, llegaron ante una pequeña construcción de piedra que se alzaba a un lado del camino. Los insectos zumbaban en torno a los cuerpos tendidos boca abajo de dos hombres, uno con canas en las sienes, el otro mucho más joven. Dakon, Tessia y Jayan descabalgaron, pero los demás permanecieron sobre sus caballos, formando un círculo protector alrededor de la parte frontal de la casa.

Tessia cogió la bolsa de su padre y siguió a Dakon, que atravesó la puerta abierta con cautela. Una luz surgió de la nada y reveló una mesa que ocupaba buena parte del espacio. Se detuvieron y miraron en torno a sí, buscando al superviviente.

Cuando se dirigía hacia el fondo de la habitación, Tessia notó que algo se enganchaba a su pie. Al bajar la vista, vio una pierna. Se puso en cuclillas y encontró a un joven tumbado bajo la mesa.

La miraba con ojos aterrados.

—Ahora estás a salvo —le aseguró ella—. La casa está rodeada de magos, es decir, de magos kyralianos. ¿Dónde te han herido?

Dakon bajó la luz, y a Tessia se le encogió el corazón cuando se fijó en la palidez del hombre. Tenía los labios azulados y tiritaba. Sin embargo, ella no encontró el menor rastro de sangre. ¿Había sufrido una lesión interna? El hombre no se había movido. Simplemente la miraba, con los ojos muy abiertos.

—Enséñame dónde te duele —le pidió ella—. Puedo ayudarte. Mi padre era sanador y me enseñó mucho de lo que sabía.

Como él no reaccionó, Tessia pasó a medir sus ritmos. Los intervalos entre sus latidos eran increíblemente largos. Su respiración era alarmantemente superficial. Dakon extendió el brazo y giró una de las muñecas del hombre hacia arriba. Un corte fino ya cerrado por la sangre coagulada destacaba sobre su piel, de una palidez cadavérica.

—Eso no basta para matarlo —señaló Tessia.

Aquellos ojos abiertos de par en par estaban ahora clavados en la cara inferior de la mesa. Mientras Tessia lo observaba, su mirada perdió su intensidad. El hombre exhaló un último suspiro, lentamente. Dakon profirió una maldición. Posó la mano en la frente lívida y la retiró al cabo de un momento.

—Le han arrebatado casi toda la energía que tenía dentro. No le quedaban fuerzas para seguir respirando.

—¿Podríais… podríais vos haberle devuelto algo de fuerza? —preguntó Tessia.

Dakon arrugó el entrecejo.

—No lo sé. Nunca lo he intentado; no he tenido necesidad. Tampoco he sabido de nadie que lo haya hecho. —Miró al hombre con pesar—. Lo intentaría ahora, pero me temo que es demasiado tarde.

Tessia asintió.

—Mi padre siempre decía que intentar hacer volver a alguien de la muerte era absurdo y un error. Había leído que a un hombre se le habían reanudado los ritmos después de pararse, pero que su mente nunca había vuelto a ser la misma.

—Si nos encontramos a otro en la misma situación —dijo Dakon—, lo intentaremos.

Tessia sonrió y sintió una oleada de gratitud y afecto hacia él. Su voluntad de ayudar incluso a las personas más humildes era uno de los rasgos que más le gustaban de él. En las últimas semanas, ella había descubierto que esta compasión era poco común entre los magos.

—¿Crees que sería prudente? Necesitarás toda la energía que posees si tienes que luchar contra los sachakanos —declaró Jayan. Sonrió al ver la mirada de desaprobación que le lanzaba Tessia—. Salvar a un hombre podría costarnos la vida, lo que a su vez podría costar muchas vidas.

Ella tuvo que reconocer de mala gana que no le faltaba razón. El descarnado sentido práctico que se desprendía de ese comentario no hacía sino poner de relieve lo diferente que Jayan era de lord Dakon. La sensatez fría y franca era más difícil de apreciar que la generosidad cálida y esperanzadora. Por otro lado, había reemplazado el desdén y la arrogancia anteriores de Jayan, lo que dejaba traslucir una madurez que antes no resultaba evidente, por lo que ella hubo de admitir para sus adentros que ahora le tenía un poco menos de aversión. Pero solo un poco.

Dakon se enderezó y suspiró.

—Tengo la impresión de que no haría falta mucha energía para llevar a un hombre que se muere por esta causa a un estado que permita su recuperación. Una pequeña parte de lo que absorbo de uno de vosotros todas las noches, muy fácil de reponer. No lo consideraría peligroso a menos que estuviéramos en una situación desesperada.

Jayan sonrió satisfecho. Cuando se levantaron y salieron de la casa, una tristeza cargada de cansancio invadió a Tessia. Se habían enviado mensajes a todos los habitantes de las aldeas, granjas, bosques y cabañas de las montañas en los señoríos que tenían frontera con Sachaka, para avisarles que debían evacuar la zona y dirigirse al sur hasta que hubieran expulsado a los sachakanos. Sin embargo, muchos se habían quedado, pues su subsistencia dependía de las cosechas de primavera, la caza y otras fuentes. Eran presas fáciles para los invasores.

Después de que Dakon, Jayan y ella montaran y se reunieran con los demás, Tessia escuchó a los magos discutir en voz baja cuánto tiempo creían que había pasado desde el ataque contra la casa. Habían encontrado varios restos de campamentos del enemigo así como a sus víctimas, pero no habían visto el menor rastro de los sachakanos. Ella sospechaba que los magos creían que los sachakanos los atacarían hacía semanas y estaban desconcertados porque no había sido así. Algunos conjeturaban que eran demasiado pocos. Querían dividirse a su vez en grupos más pequeños, sin alejarse mucho unos de otros para poder ayudarse entre sí en caso de un ataque, con el fin de hacer salir a los sachakanos de su escondite.

Sin embargo, tal como había señalado Jayan, los sachakanos no atacarían a menos que creyeran que vencerían. No cargarían contra un grupo reducido si sabían que había refuerzos cerca.

«Así que nos dejan seguirlos por las montañas, nos burlan constantemente y matan a los campesinos que encuentran a su paso. Se hacen cada vez más fuertes mientras nuestros magos extraen energía de un solo aprendiz, cuando lo tienen».

Todos los aprendices debían permanecer cerca de sus maestros, tanto por su propia protección como para servir como una fuente inmediata de poder adicional si hacía falta. La fuerza era otro de los temas de discusión recurrentes entre los magos kyralianos. No tenían manera de saber si disponían de tanta magia almacenada como los sachakanos. Se planteaban cuánta energía podía obtenerse de los esclavos, y cuántos esclavos podían llevar consigo los sachakanos. Intentaban calcular cuánta energía poseía cada uno, teniendo en cuenta el número de veces que la habían absorbido de sus aprendices y la cantidad que utilizaban, tanto en labores cotidianas como en tareas más complicadas y duras.

Se había establecido una rutina para cada noche: todos los magos extraían energía de sus aprendices. Ni Werrin ni Narvelan contaban con uno, aunque por lo visto Werrin había mandado a buscar a un joven a quien había prometido tomar como aprendiz cuando alcanzara la edad necesaria para iniciar su entrenamiento. El aprendiz viajaría con un grupo de magos que se habían ofrecido voluntarios para ayudar en la búsqueda.

El rito nocturno de magia superior dejaba claro el grado de dependencia mutua que existía entre mago y aprendiz. El uno era vulnerable sin el otro. A Tessia le resultaba curiosamente reconfortante saber que, aunque tenía una formación limitada y era de poca utilidad para el grupo, estaba contribuyendo tanto a la protección de lord Dakon como a la suya propia. Y la de Jayan. Y, por tanto, la de Kyralia entera.

La transfusión de energía tenía otra ventaja. Permitía que Tessia durmiera bien, a pesar de la rabia, la pena y el temor acuciante de que si los magos kyralianos eran incapaces de rastrear a un puñado de sachakanos renegados y ocuparse de ellos, no tuvieran la menor posibilidad de repeler un ejército invasor.