20

La ventaja de la extenuación fue que trajo consigo un sueño del que Tessia no despertó, a pesar de la pena, la vergüenza y el miedo, sino hasta mucho después de que saliera el sol. La actividad que reinaba en el campamento interrumpió su descanso y ella se entregó a la tarea de ayudar a la gente de Narvelan con los preparativos para el viaje del día. Iban a desplazarse, según les dijo Dakon a ella y a Jayan, hasta una aldea del señorío de Narvelan que tenía fama de ser difícil de encontrar, incluso para quienes habían sido invitados. Por su pequeño tamaño y poca importancia, era improbable que Takado y sus aliados la consideraran un objetivo estratégico —si sabían de su existencia siquiera— a menos que descubrieran que estaba utilizándose como lugar de reunión. Allí, otros magos del Círculo se encontrarían con Narvelan, Dakon y Werrin para discutir el siguiente paso.

Emprendieron la marcha la noche siguiente, después del atardecer. De vez en cuando unas figuras emergían de las sombras para informar a los magos de que el siguiente trecho del camino estaba libre de peligro. Imperaba un silencio casi absoluto, en la medida en que lo permitían los crujidos de las viejas carretas, los quejidos de los animales domésticos aguijados y algún que otro balbuceo de un bebé inquieto.

Aunque la mayoría de los aldeanos eran desconocidos para Tessia, en la oscuridad no dejaba de asaltarla la impresión de que estaba rodeada de gente de Mandryn. Los refunfuños de una anciana, las risas de dos niños que habían olvidado la orden de no hacer ruido, la severa reconvención de su madre…, todo le recordaba a las personas entre las que se había criado. Personas que ahora estaban todas muertas, con la excepción de unos pocos.

Salvo por Tiken, el hijo del herrero, que se había quedado en Mandryn, todos los supervivientes se habían unido al séquito de Narvelan. Entre ellos se encontraban Ullan, uno de los jóvenes mozos de cuadra, que había huido cuando Takado había empezado a atacar a los aldeanos, y algunos de los niños que habían conseguido esconderse. Salia, la hija del panadero, había ido a ver a su hermana a una de las granjas. Había tenido suerte por partida doble, pues Takado y sus aliados habían matado a muchos de los campesinos de la zona y a sus familias después de arrasar la aldea.

Tessia volvió la vista atrás y localizó a Salia, que caminaba junto a una carreta cargada con barriles y sacos. La muchacha bajó la mirada al suelo rápidamente, mordiéndose el labio. Era como si se sintiera culpable, pero eso no tenía sentido. Aunque Salia hubiera estado en la aldea, no habría podido evitar lo que pasó. Ullan, en cambio, no parecía arrepentirse en absoluto de haber echado a correr.

«¿Y por qué iba a arrepentirse? —pensó Tessia—. Habría muerto también si se hubiera quedado. De no haber montado en un caballo y cabalgado para avisar a Narvelan, habríamos tardado más en recibir la noticia del ataque».

No obstante, juzgaba con dureza a Hanara, pues estaba convencido de que el hombre se había ido a toda prisa a reunirse con su amo. Sin embargo, nadie había visto a Hanara regresar a la aldea con Takado, por lo que Tessia suponía que su conducta no había sido peor que la del mozo de cuadra y que simplemente había huido para salvarse. Se preguntó dónde estaría él en aquel momento. Dado que la noticia de un ataque sachakano estaba extendiéndose, era poco probable que alguien estuviera dispuesto a darle albergue.

Habían estado subiendo por una pendiente suave, pero pronto el terreno se niveló para descender abruptamente de nuevo poco más adelante. Dakon miró a Tessia y sonrió.

—Casi hemos llegado —murmuró.

Alguien que iba unos pasos por detrás oyó estas palabras y las comunicó en susurros a quienes lo seguían. Un chirrido rasgó la noche cuando los carreteros se vieron obligados a bajar los frenos para contrarrestar el ángulo pronunciado de la cuesta. Tessia iba inclinada hacia atrás en la silla, con la espalda apoyada en la sólida bolsa de su padre, que llevaba firmemente atada tras ella.

La pendiente terminó tan bruscamente como había empezado, y el bosque se hizo menos denso a ambos lados para revelar un puñado de casas pequeñas con las ventanas iluminadas dándoles la bienvenida. Hombres y mujeres con lámparas esperaban de pie para recibirlos. Tessia oyó suspiros y murmullos de alivio.

Algunos de los seguidores de Narvelan se habían adelantado a caballo para avisar a los aldeanos de su llegada inminente y ayudarlos con los preparativos. De forma silenciosa y eficiente, repartieron a los visitantes entre las casas, que estaban repletas de camas improvisadas. Encerraron a los animales en corrales. Guardaron las carretas en las cuadras.

Los magos y los aprendices se alojaron con Crannin, el burgomaestre, que tenía una casa no mucho más grande que aquella en la que se había criado Tessia. Tras una cena abundante pero sencilla, todos se retiraron a dormir. Crannin y su esposa Nivia cedieron su habitación a los magos. El burgomaestre y Jayan durmieron en el suelo del salón, y Tessia compartió la habitación de los niños con la mujer de Crannin. No vio el menor rastro de los niños. Tal vez los estaba cuidando algún vecino.

Aunque estaba cansada, Tessia tardó mucho rato en dormirse. Yacía despierta escuchando la respiración de la mujer que tenía cerca y pensando en todo lo que había ocurrido desde que había acudido sola a la Residencia de Dakon y había hecho magia sin proponérselo para ahuyentar a Takado.

Si no hubiera salido de casa a escondidas con la esperanza de impresionar a su padre, ¿habría descubierto su poder de todos modos? Lord Dakon creía que sí. Pero tal vez lo habría descubierto mucho más tarde. Tal vez se habría encontrado en la aldea en el momento en que Takado lanzó su ataque. Tal vez estaría muerta.

«Y, a juzgar por la descripción de Tiken, seguramente Takado o uno de sus aliados me habría apresado y utilizado antes de matarme. Pero supongo que quizá yo habría reaccionado de la misma manera y empleado la magia para defenderme. La diferencia es que él no me habría dejado con vida después de usar la magia contra él, y yo habría sido demasiado débil e inexperta para salvarme».

De no haber descubierto la magia en el momento en que lo había hecho, probablemente habría muerto, al igual que sus padres. Todos habrían muerto de cualquier modo, aunque ella se hubiera quedado en Mandryn en vez de acompañar a Dakon a la ciudad.

Entonces se preguntó qué habría pasado si Dakon no se hubiera marchado. Tiken no estaba seguro de cuántos magos habían atacado Mandryn, pero Takado no estaba solo. El muchacho había corrido a esconderse tras haber visto a dos de ellos, pero tenía la certeza de que había más.

Dakon era solo un mago. Dos magos sachakanos podrían haberlo derrotado con facilidad si previamente hubieran absorbido gran cantidad de energía de sus esclavos. Después de matarlo, Takado y sus aliados habrían procedido a masacrar a los aldeanos. Ella y su familia estarían muertos de todos modos.

Tenía que alegrarse, muy a su pesar, de que el ataque se hubiera producido cuando ella se encontraba lejos. No se le ocurría otra situación hipotética en que ella hubiera sobrevivido. Y no había una sola situación hipotética en la que sus padres se hubieran salvado.

A menos, claro, que lord Dakon y algunos otros magos hubieran estado prevenidos del ataque a tiempo para preparar una defensa contra él. Pero era inútil imaginar aquella posibilidad. Nadie podía adivinar el futuro. Ni siquiera los magos.

Cuando por fin concilió el sueño durmió profundamente, y cuando despertó, la esposa de Crannin ya no estaba allí, y un olor a comida que se estaba cocinando inundaba la casa. La penumbra parecía indicar que era de madrugada. Su estómago emitió un gruñido. Había una jofaina de agua en el suelo, a unos pocos pasos, y un vestido limpio, y ella sintió una oleada de alivio y gratitud. Una vez limpia y enfundada en el vestido, que le venía grande, se recogió el cabello por detrás y siguió el rastro de los olores hasta la cocina.

Encontró allí a Nivia, que ayudaba a una criada a preparar el desayuno. No la dejaron echarles una mano, pero le hicieron preguntas sobre lo sucedido en Mandryn. Tessia obvió los detalles más truculentos y en cambio les habló de la llamada mental de Narvelan, del viaje subsiguiente y del estado en que se encontraba la aldea cuando llegaron.

—¿Qué cree que harán los magos? —preguntó la criada.

—No estoy segura —admitió Tessia—. Matar a los sachakanos, con toda probabilidad. Supongo que tendrán que localizarlos, y luego combatir contra ellos.

—¿Luchará usted también? —inquirió la mujer, abriendo mucho los ojos.

Tessia reflexionó.

—No exactamente, pero lo más seguro es que estaré allí. Lord Dakon probablemente luchará, y nos necesitará a Jayan y a mí para incrementar su fuerza. No podemos separarnos demasiado de…

Se interrumpió al oír un grito procedente de fuera. Nivia soltó el cuchillo con el que había estado picando verdura, se secó las manos y salió a toda prisa de la cocina. Tessia la siguió hasta la puerta principal. La mujer la abrió ligeramente y echó un vistazo al exterior antes de abrirla del todo para salir. Tessia avistó entonces a varios jinetes que entraban en la aldea. Kyralianos, a juzgar por su aspecto. Y por sus vestimentas y gestos, Tessia supuso que se trataba de magos que habían acudido en su ayuda.

Unas pisadas resonaron por el pasillo a su espalda, y Dakon, Werrin y Narvelan se abrieron paso entre Tessia y Nivia, salieron de la casa y se dirigieron hacia los recién llegados dando grandes zancadas.

—Así que ya están aquí, ¿no?

Tessia se volvió para ver a Jayan salir del salón, atusándose el pelo despeinado. Hizo una mueca y comenzó a frotarse el hombro.

—Supongo —respondió Tessia—. ¿Los reconoces?

Retrocedió un paso para dejarlo acercarse a la puerta.

—Ah. Lord Prinan, lord Bolvin, lord Ardalen y lord Sudin. Con sus aprendices, por lo que parece. Y sus respectivos criados.

Al mirar por encima del hombro de Jayan, Tessia vio que los hombres estaban desmontando. Los jinetes que llevaban ropa más sencilla tomaron de inmediato las riendas de los caballos. Los jóvenes se quedaron atrás mientras sus maestros saludaban a Dakon, Werrin y Narvelan.

—Bueno, ¿vamos a conocer a nuestros nuevos aliados? —preguntó Jayan. Sin esperar una respuesta, salió y caminó hacia el grupo con paso tranquilo.

Tessia lo siguió, de mala gana. De pronto había cobrado una conciencia muy clara de lo distinta que era. Una mujer entre muchos hombres. Una nata de origen humilde entre jóvenes ricos procedentes de familias poderosas. Una principiante entre magos bien entrenados. Resultaba demasiado fácil imaginar que todos eran como Jayan.

Los magos apenas los miraron a ella y a Jayan, pero los aprendices observaron a este último con interés. Unos pocos fijaron en ella una mirada de extrañeza, antes de dirigir su atención hacia otras cosas. No fue sino hasta que los magos terminaron de saludarse que Dakon hizo una pausa para presentarles a Jayan y a Tessia. Todos la contemplaron sorprendidos.

Ella cayó en la cuenta, demasiado tarde, de que el vestido demasiado grande que Nivia le había dejado les había dado la impresión de que era una aldeana. «La mujer no posee un vestuario tan suntuoso y elaborado como el que gusta a las señoras de ciudad». Tessia enderezó la espalda y respondió con toda la dignidad que fue capaz de mostrar, esperando que nadie se percatara de lo avergonzada y cohibida que se sentía de repente.

Para entonces, Crannin, que ya había salido de su casa, invitó a los magos a comer con él mientras discutían los planes. Pidió disculpas porque con tanta gente no había espacio suficiente para los aprendices, pero aseguró que llevarían fuera una mesa y comida lo antes posible.

«O sea que otra vez me excluirán de las conversaciones importantes —pensó Tessia divertida—, pero al menos esta vez no seré la única».

Cuando los magos entraron en la casa de Crannin, los aprendices se quedaron cerca de la puerta principal, mirándose sin decir nada. Parecían agotados. Tessia supuso que habían cabalgado hacia allí tan rápidamente, o casi, como Dakon en el camino de vuelta a Mandryn.

Al cabo de unos minutos, unos hombres de la aldea salieron de otra casa y sacaron bancos y mesas de un establo. Después de lavarlos, los cubrieron con telas. Unas mujeres emergieron de la casa de Crannin con comida y vino, que dispusieron sobre la mesa en un pequeño festín. Los aprendices se sentaron a comer, y pronto surgieron entre ellos conversaciones en voz baja. Dirigían a Jayan todas sus preguntas sobre Mandryn y los sachakanos, pero Tessia se alegraba de poder permanecer callada y de que fuera él quien tuviera que tratar con ellos. Para su sorpresa, su relato sobre el ataque fue menos descriptivo que el que ella había referido a las mujeres de la aldea.

—Creo que no debemos contar demasiadas cosas a nadie —le murmuró él después de un rato—. No estoy seguro de cuánto quiere Dakon que sepa la gente.

Tessia sintió una punzada de preocupación. ¿Le había dicho a Nivia algo que no debía?

—¿Como qué? —preguntó.

—No lo sé —contestó él con una ligera irritación, y se volvió hacia uno de los aldeanos, que se acercaba. Tessia advirtió que el hombre la miraba a ella.

—Aprendiz Tessia, disculpe mi atrevimiento —dijo el hombre. Tras un momento de silencio, añadió, atropelladamente—: Lleva usted una bolsa de sanador.

—Así es —dijo ella al ver que él se quedaba callado—. ¿Cómo lo sabe?

—Lo siento. Me ha parecido que olía a medicinas, así que he echado una ojeada dentro. ¿A quién pertenece?

—A mi padre —respondió ella—. O más bien le pertenecía. Él… era el sanador de Mandryn.

La desilusión se reflejó en el rostro del hombre.

—Ah. Lo siento. Había creído que… Disculpe.

Comenzó a alejarse, pero ella extendió el brazo hacia él para detenerlo.

—Espere. Aquí no tienen sanador, ¿verdad?

El hombre negó con la cabeza con expresión adusta.

—¿Está alguien enfermo?

—Sí —respondió él con el entrecejo fruncido—. Mi esposa. Está… está…

—Yo era ayudante de mi padre —le dijo Tessia—. Tal vez no pueda hacer nada, pero no me cuesta nada echar un vistazo.

—Gracias —dijo él con una sonrisa—. La llevaré hasta donde está ella. Y pediré a alguien que lleve su bolsa.

Tessia vio sorprendida que Jayan se levantaba y la seguía. Cuando estaban lo bastante lejos de los otros aprendices para que estos los oyeran, la asió del brazo.

—¿Qué estás haciendo? —musitó—. No eres sanadora.

Ella clavó la vista en él.

—¿Y qué? De todos modos tal vez pueda ayudar.

—¿Y si Dakon te necesita? Ahora eres una aprendiz, Tessia. No es… no es…

—¿No es qué?

Jayan torció el gesto.

—No puedes irte a hacer de sanadora cuando te dé la gana. No resulta… apropiado.

Ella lo miró con los ojos entornados.

—¿Qué te parece más «apropiado», Jayan? ¿Dejar que una persona enferma o que sufre se quede así, o incluso muera, solo porque te preocupa lo que piensen los otros aprendices y sus maestros, o quedarte sentado sin hacer nada, malgastando espacio y comida?

Él le sostuvo la mirada con expresión vehemente y escrutadora. Entonces dejó caer los hombros.

—De acuerdo. Pero yo iré contigo.

Ella se mordió la lengua para no protestar, suspiró y echó a andar rápidamente en pos del hombre cuya esposa estaba enferma. Estaba deseando que Jayan viera a la mujer a quien quería dejar a merced de su dolencia, fuera cual fuese, solo por resultar «apropiado». Que aprendiera que a la hora de sanar había factores mucho más importantes que tener el título de sanador. Que descubriera que la habilidad y los conocimientos que ella poseía eran valiosos, y se diera cuenta de que desperdiciarlos sería un error.

Hizo una mueca. «Más vale que sea capaz de ayudar a esa mujer, pues de lo contrario no conseguiré demostrarle gran cosa a Jayan».

La casa a la que los condujo el hombre estaba a las afueras de la aldea. Su guía solo se había detenido una vez para pedirle a un muchacho que cargara con la bolsa del padre de Tessia. Una vez dentro de la casa, ellos lo siguieron escaleras arriba hasta un dormitorio en que una mujer dormitaba en una cama.

Que la mujer estaba enferma era innegable. Estaba tan delgada que los huesos se le marcaban bajo la piel tirante de los hombros, el cuello y la cara. Tenía la boca abierta, y cuando Tessia entró, se apresuró a limpiarse un hilillo de saliva, avergonzada.

Tessia se acercó a un lado de la cama y dedicó una sonrisa a la mujer.

—Hola. Soy Tessia —dijo—. Mi padre era sanador, y yo he sido su ayudante durante buena parte de mi vida. ¿Cómo se llama?

—Paowa —respondió el hombre—. Le cuesta hablar.

La mujer tenía los ojos desorbitados de miedo, pero consiguió esbozar una sonrisa e inclinar la cabeza a modo de saludo.

—Bien, si me permite, la examinaré un poco.

La mujer abrió la boca. Tessia sintió de inmediato un escalofrío de espanto y compasión. Un bulto ocupaba un lado de su boca.

—Ah —dijo Tessia—. He visto algo parecido antes, pero casi siempre en hombres. Le duele cuando come, o incluso cuando percibe el olor de la comida, ¿verdad?

La mujer asintió.

—¿Mastica o fuma hojas?

La mujer miró a su marido.

—Solía masticar dunda hasta que esto se lo impidió —dijo él—. Su familia se dedicaba a la caza hasta hace una generación, así que conserva algunas de esas costumbres de la montaña.

Tessia hizo un gesto afirmativo.

—Es un hábito difícil de dejar, por lo que he oído. Esta afección se conoce como «boca de cazador». Puedo extirpar el bulto y coser la herida, pero antes debe prometerme dos cosas.

La mujer asintió vigorosamente.

—Utilice el enjuague bucal que le proporcionaré. Tiene un sabor horrible y seca tanto la boca que le parecerá que jamás podrá volver a escupir, pero evitará que se le ensucie la herida.

—Así lo hará —aseguró el marido, sonriendo—. De eso me encargo yo.

Tessia movió la cabeza afirmativamente.

—Y deje de mascar dunda. Puede llegar a matarla.

Un destello de rebeldía brilló en los ojos de la mujer, pero Tessia la miró fijamente, con expresión seria, hasta que al cabo de un momento el destello se extinguió.

—También me ocuparé de ello —dijo el marido con voz suave.

—Ahora déjeme ver el tamaño.

Tessia palpó con delicadeza el interior de la boca de la mujer. Su padre había tratado bultos como aquel. Aunque por lo general conseguía extirparlos, algunos de los pacientes se desmejoraban y morían al cabo de un par de años. Otros llegaban a viejos. Su padre tenía la teoría de que esto dependía de la fuerza con que el bulto se hubiera «pegado» a la carne que lo rodeaba.

Aquel parecía estar bastante suelto, como si fuera una piedra grande y ligeramente blanda inserta bajo la piel. La cosa prometía. Tessia sacó los dedos y se los secó con un trapo que el esposo de la mujer le ofreció. Ella dudó por unos instantes si debía intentar cortar el bulto o no.

«Como ha dicho Jayan, no soy sanadora. Pero he visto hacer esto antes. Sé cómo hacerlo. Si no intervengo, el bulto pronto se hará tan grande que ella morirá de hambre o asfixiada. Cuento con todo el material necesario, bueno…, excepto la abrazadera para la cabeza». Su padre utilizaba un artilugio que había diseñado y encargado al herrero que fabricara para mantener abierta la boca de los pacientes cuando tenía que trabajar con los dientes o algo por el estilo. Impedía que lo mordieran a causa del dolor o el pánico.

Unos golpes en la puerta hicieron salir de la habitación al hombre, que regresó un momento después con la bolsa de su padre. Ella le pidió que despejara la mesa situada junto al lecho y, mientras él lo hacía, llevó a cabo la comprobación rutinaria de los ritmos del corazón y la respiración que su padre siempre realizaba. Una vez que el espacio estuvo libre, abrió la bolsa y comenzó a extraer instrumentos, bálsamos y una pócima tranquilizante.

—Tómese esto primero —le indicó Tessia a la mujer, tendiéndole la pócima—. Necesito que se tumbe de costado, al borde de la cama. Coloque unas almohadas debajo de su cuerpo y su cabeza. Le saldrá sangre y saliva de la boca, así que conviene proteger la cama con telas y poner una jofaina abajo.

La pareja siguió sus instrucciones sin rechistar, lo que por algún motivo la hizo sentir menos segura de sí misma. Confiaban en ella. ¿Y si cometía algún error?

«No pienses en ello. Actúa».

Al recordar el consejo de su padre respecto a dejar participar a los miembros de la familia, pidió al marido que frotase la mejilla de la mujer por dentro y por fuera con un bálsamo adormecedor. Esto tenía la ventaja añadida de que el bálsamo no afectaría a las manos de Tessia.

Sacó varias cuchillas y examinó su filo, pero cuando empezó a preparar el quemador, oyó gemir a Paowa. Al alzar la vista, advirtió que la respiración de la mujer se había acelerado de pronto. Paowa tenía la mirada fija en las cuchillas. Tessia sintió una punzada de conmiseración.

—Todo saldrá bien —prometió a la mujer—. Le dolerá; mentiría si le dijera lo contrario, pero el bálsamo alivia, y trabajaré lo más rápidamente posible. Habré terminado enseguida, y a usted no le quedará más que un corte debidamente cosido en la boca.

La respiración de la mujer se hizo un poco más lenta. Su marido se sentó en la cama detrás de ella y comenzó a masajearle los hombros. Tessia respiró hondo, cogió una cuchilla y cayó en la cuenta de que no había purificado ninguna de ellas.

Y comprendió que si tardaba mucho más, el miedo se apoderaría de la mente de la mujer.

«No hay problema», pensó, y ejerciendo ligeramente su voluntad, calentó la cuchilla que sujetaba por medio de la magia para purificarla. Acto seguido, puso manos a la obra.

No resultó fácil, pero tampoco sucedió nada inesperado o desastroso. Media hora después, había extirpado el bulto, suturado el corte y aplicado una pasta protectora. Después comprobó los ritmos de la mujer de nuevo y declaró que su trabajo había sido un éxito. Cuando la mujer se tendió boca arriba, exhausta por el dolor y el miedo, Tessia se irguió y se tambaleó, mareada de pronto debido del cansancio.

—Siéntate.

Parpadeó sorprendida al oír la voz de Jayan, pues se había olvidado de su presencia. El aprendiz le ofrecía un taburete de madera. Agradecida, ella se sentó y la cabeza se le despejó de inmediato. Atrajo la bolsa de su padre hacia sí, rebuscó dentro y extrajo una sustancia limpiadora de heridas que conocía.

—¿Tiene una jarra pequeña y limpia con tapa? —preguntó al marido—. ¿Y un cuenco con agua limpia?

El hombre le llevó dichos objetos, y para asegurarse de que la jarra estuviera limpia, ella la remojó en agua que hizo hervir valiéndose de la magia.

El hombre observaba tranquilamente sin hacer comentarios, como si fuera normal y frecuente que el agua rompiera a hervir por sí sola.

Tessia vertió un número determinado de gotas del limpiador en cierta medida de agua. Se la pasó al hombre y le explicó cómo utilizarla, así como cuándo debía cortar y quitar los puntos de sutura. El marido sacó una bolsita, y ella oyó el tintineo de unas monedas.

—No, no hace falta que me pague —le aseguró.

—Pero ¿cómo si no voy a compensarle las molestias? —inquirió él.

—Su aldea entera nos está alimentando y dando cobijo. Seguro que eso reduce las provisiones de comida de todos. Además, mi maestro tampoco vería con buenos ojos que yo aceptara dinero por esto.

El hombre se guardó la bolsita a regañadientes.

—Entonces me encargaré de que cada uno de ustedes dos se coma uno de mis rasuks más gordos para cenar —dijo con una sonrisa.

—Esa sí que es una oferta a la que difícilmente puedo resistirme —respondió ella, sonriendo un poco abochornada—. Más vale que volvamos por si nuestro maestro nos necesita. —Bajó la vista hacia Paowa, que dormía con la boca cerrada y las facciones relajadas—. Y recuerde: nada de dunda a partir de ahora.

—Yo lo recordaré. En cuanto a ella… —Se encogió de hombros—. Haré lo posible por ayudarla a dejarlo.

Caminaron en un silencio cansino y cómodo hasta donde los esperaban los otros aprendices. Por las sombras que proyectaban los árboles, ella dedujo que solo habían transcurrido unas horas. A petición suya, el esposo de Paowa fue a llevar la bolsa de su padre a casa de Crannin en vez de guardarla en el establo. La próxima vez que alguien echara una ojeada dentro, tal vez no sería tan prudente o respetuoso con el contenido.

Cuando avistaron a los aprendices, ella se percató de que Jayan la observaba, y lo miró de soslayo. La estaba contemplando con expresión de perplejidad.

—¿Qué pasa? —preguntó ella.

—Estoy… eh… impresionado —dijo él, sonrojándose—. Lo que has hecho ahí… Yo la habría dado por muerta.

Ella sintió que se le encendían las mejillas también. Jayan estaba reconociendo su capacidad, tal como ella quería, pero por alguna razón, esto no le producía una sensación de triunfo, sino más bien de… vergüenza.

—Solo parece impresionante —repuso, apartando la vista—. En realidad ha sido sencillo. Un trabajo de rutina.

—Ah —dijo Jayan en un tono demasiado transigente.

«¡No, no ha sido sencillo! —tenía ganas de decir ella—. ¡No sé por qué he dicho eso!». Sin embargo, Jayan había desviado su atención hacia los aprendices, e incluso si a ella se le ocurría una manera de desdecirse sin quedar como una tonta, era demasiado tarde para intentarlo.

Los últimos rayos de sol teñían de dorado las hojas más altas del bosque cuando los magos salieron de la casa de Crannin. Dio comienzo un banquete servido al aire libre en mesas improvisadas e iluminado por numerosas antorchas y lámparas. Cuando colocaron delante de Tessia y Jayan un rasuk grande y gordo para cada uno, Jayan comentó con petulancia que Tessia sí que sabía tratar a los aldeanos y que no le sorprendería que engatusara a los carteristas para que le metieran dinero en el bolsillo.

Dakon no encontró un momento para hablar en privado con sus aprendices hasta después de la cena. Se los llevó aparte de la mesa principal y caminó con ellos hasta donde terminaba la aldea, y volvieron la vista atrás. Desde ahí, el espectáculo y el jolgorio de la gente que reía y bebía daban la impresión de que estaban celebrando una fiesta, lo que hacía que el dolor y el sentimiento de culpa por la pérdida de Mandryn resultaran más difíciles de sobrellevar. Dakon miró a Tessia y Jayan. Ambos parecían cansados pese a no haberse pasado el día en la silla de montar.

—Bien, ¿qué novedades hay? —preguntó Jayan con una tensión evidente en la voz, a pesar del tono bajo en que hablaba.

Dakon suspiró. «¿Cuánto puedo contarles?». Los magos habían convenido en que la discreción era necesaria para que sus planes dieran resultado, pero a juzgar por lo que algunos habían dicho, quedaba claro que tenían la intención de explicar a sus aprendices al menos lo esencial. Además, a Dakon no le parecía justo o sensato arrastrar a los aprendices hacia el peligro sin que ellos lo supieran.

—Vamos a reconstruir Mandryn —anunció.

Dos pares de cejas se elevaron.

—Pero… —Jayan hizo una pausa para lanzar una mirada a Tessia—. ¿Quién vivirá allí? Casi todos han muerto.

—Vendrá gente de otras partes del señorío, o de otros señoríos, en cuanto se difunda la noticia de que ya no hay peligro. Y al final necesitaremos un sitio donde vivir.

—Al final —concedió Jayan—. ¿Y mientras tanto?

—Nos encargaremos de los sachakanos. —Dakon se encogió de hombros—. Esto implica localizarlos, claro está, expulsarlos de Kyralia e instalar puestos de vigilancia en los pasos de montaña para asegurarnos de que no vuelvan.

—¿Expulsarlos? —Tessia parecía sorprendida—. ¿Matarlos no?

Él la miró, preguntándose si estaba decepcionada o enfadada; si deseaba vengarse. Ella le devolvió la mirada y una expresión de incertidumbre asomó a su rostro.

—No, no los mataremos a menos que ellos nos obliguen a ello —respondió Dakon—. Werrin dice que el rey teme que matarlos despertaría más simpatías hacia Takado. Y aunque no fuera así, los allegados de aquellos a quienes matáramos tal vez buscarían un ajuste de cuentas. Entonces nos veríamos forzados a castigar los asesinatos que resultaran de ello. Podría desencadenarse un círculo vicioso de venganzas; ellos tomarían represalias por lo que hiciéramos nosotros en represalia por lo que Takado y sus aliados han hecho. —Torció el gesto—. Un círculo así podría desembocar en una guerra.

Sus dos aprendices asintieron, Dakon esperaba que en señal de comprensión.

«¿Qué preferiría yo? —se preguntó—. ¿Correría el riesgo de provocar una guerra para vengar la destrucción de Mandryn? Oh, quiero que se haga justicia por la muerte de tanta gente de mi pueblo, por la destrucción de la casa en que crecí. —Pensar en los libros únicos e insustituibles que habían quedado reducidos a cenizas resultaba doloroso, pero no tanto como recordar a los hombres, mujeres y niños de a pie que habían sido torturados y masacrados durante su ausencia; criados que conocía desde hacía tanto tiempo que eran como de la familia; personas que habían conocido y estimado a su padre—. Qué cobardía, aguardar a que yo me fuera. ¿O acaso Takado no estaba enterado de mi marcha? En fin, estoy seguro de que el rey no tendría tantos reparos respecto a que matemos sachakanos si un miembro de las familias influyentes de Kyralia hubiera sido asesinado. Lo habría considerado un acto de guerra».

Sin embargo, Dakon entendía la cautela del rey. Probablemente a los sachakanos les divertiría que los kyralianos capturaran a algunos de sus ichanis díscolos y los echaran del país. Pero si osaran matarlos simplemente por haber atacado una aldea pequeña y liquidado a unos cuantos plebeyos, los sachakanos podían llegar a la conclusión de que el imperio necesitaba poner en su sitio a sus vecinos.

Y si el control del emperador de Sachaka sobre su propio pueblo era tan débil como se rumoreaba, no podría detenerlos.