18

Jayan estaba convencido de que no existía una palabra que describiera adecuadamente el cansancio que sentía. «Cansado» se quedaba corta. Incluso «agotado» se quedaba corta. No le cabía duda de que estaba al borde del desmayo. Tenía que echar mano de toda su fuerza de voluntad para obligar a sus piernas a continuar aferrándose a la silla de montar, y a su espalda a mantenerse recta.

En algún momento del día, su conciencia había empezado a desvanecerse. Primero, dejó de fijarse en su entorno a menos que alguien llamara su atención sobre él. Luego comenzó a percibir a Dakon, Tessia y Werrin únicamente como unas sombras que siempre estaban cerca; solo despertaba de este estado cuando no lo estaban. Después, cuando el dolor de su cuerpo se hizo tan intenso que él tenía que esforzarse por ignorarlo, acabó por encerrarse en sí mismo durante las largas horas de viaje, confiando en que su caballo siguiese a los demás sin que él lo guiara.

Una sensación extraña lo asaltó mientras descendían hacia el valle que había sido su hogar durante tanto tiempo. Una premonición, tal vez. Tenía la certeza de que algo malo estaba a punto de suceder. Sin embargo, cuando Dakon, que encabezaba la marcha, cruzó el puente y entró en Mandryn, Jayan se dio cuenta de que no podía hablar. No podía moverse ni tirar de las riendas para que su caballo se detuviera. No podía evitar contemplar los cadáveres desperdigados por todas partes: en el camino, en los portales, colgando de las ventanas. Miraba, pero no alcanzaba a distinguir los detalles. La extenuación le nublaba la vista y la conciencia. Tenía los oídos sordos. O quizá imperaban la quietud y el silencio de una aldea cuyos habitantes estaban todos muertos.

Entonces oyó algo al fin. Pasos. El sonido sensual y metálico de una espada al desenvainarse. Miró a Dakon, que caminaba delante de él (¿cuándo habían desmontado? Estaba tan cansado que sin duda había echado pie a tierra de forma maquinal). El mago no parecía haber oído nada. Jayan abrió la boca para gritar una advertencia, pero no consiguió emitir sonido alguno. «¡Es una emboscada! —quería exclamar—. ¡Cuidado!». Unas figuras borrosas surgieron de las sombras. Hubo un destello cegador y…

—Jayan.

Sobresaltado, Jayan abrió los ojos y miró en torno a sí, parpadeando. Volvía a estar montado a horcajadas sobre el caballo. No se encontraba en Mandryn. El camino ascendía ante él por una ladera, pero su montura se había detenido.

—¡Jayan, despierta!

Tessia. La primera voz había sido distinta. Era la de Dakon. Jayan se enderezó y al volverse sobre su silla los vio a los dos, varios pasos por detrás, mirándolo fijamente. Werrin, el mago del rey, tenía el entrecejo fruncido.

«Me he quedado dormido en la silla —pensó—. Es una suerte que no me haya caído. —Sonrió con ironía—. Cuando por fin domino el arte de dormir en la silla, no se me ocurre nada mejor que tener la misma pesadilla».

Dio la vuelta a su cabalgadura y bajó por el camino para unirse a los demás. Dakon tenía una expresión sombría y ojeras oscuras. Tessia estaba pálida, pero le brillaban los ojos.

Durante los primeros días del viaje, Jayan se preocupaba constantemente por Tessia, cosa que lo irritaba profundamente. Tal como esperaba, ella no se había quejado una sola vez y cabalgaba en silencio durante toda la jornada, con aire resuelto. Ahora que la conocía, a Jayan le inquietaba que ella no exteriorizara su sufrimiento y que se quedara rezagada. Sin embargo, en los últimos días estaba demasiado absorto en su propio agotamiento para hacer nada aparte de comprobar de vez en cuando que ella siguiera allí, lo que lo hacía sentir culpable.

—Lord Werrin y yo seguiremos adelante —dijo Dakon—. Tessia y tú esperaréis aquí.

Jayan arrugó el entrecejo, echó una ojeada alrededor y se llevó una impresión al reconocer el sitio. Era un trecho del camino cercano a Mandryn que Dakon y él recorrían ocasionalmente a caballo en sus paseos matinales. La aldea no estaba lejos.

Tessia parecía tener ganas de protestar, pero estaba demasiado cansada para discutir. Jayan se sentía igual. Si había más de uno o dos sachakanos vigilando la aldea, listos para atacar a cualquier mago que se acercara, era improbable que los cuatro sobrevivieran. Sin duda Dakon consideraba que era inútil poner en peligro la vida de Jayan y Tessia además de la suya y la de Werrin. Tal vez quería asegurarse también de que Tessia no se encontrase con un cuadro demasiado desagradable. Jayan observó cómo Werrin espoleaba a su caballo en pos del de Dakon y los dos ascendían por la ladera antes de desaparecer por el otro lado.

—Se supone que tengo que permanecer cerca, ¿no? —preguntó Tessia en voz baja—. De ese modo, tanto él como yo estaremos más seguros, o algo por el estilo.

—Quizá —respondió Jayan, pensando en su pesadilla—. Pero no servirá de nada si hay sachakanos aguardando emboscados.

Ella no respondió y se limitó a quedarse sentada mirando la colina.

—Supongo que podríamos dar una vuelta por aquí a pie —propuso él al cabo de un rato—, para estirar y desentumecer las piernas.

Ella bajó la vista hacia su montura y dedicó una sonrisa lánguida a Jayan.

—Me temo que, si lo hiciera, no podría montar de nuevo. Cuando Dakon regresara, me encontraría tumbada a un lado del camino, con las piernas inutilizadas.

Jayan asintió para mostrar su conformidad.

—Además, deberíamos estar preparados para huir en caso de que aparezcan los sachakanos.

—Bueno, al menos esta vez puedo estar segura de que ninguno de ellos querrá seducirme. —Deslizó los dedos por el cabello que se le había soltado de la trenza e hizo una mueca—. Estoy sucia, y tengo llagas encima de las llagas por el roce de la silla.

Jayan le dirigió una mirada cansina, sorprendido de que aún fuera capaz de tomarse a broma la situación cuando su hogar y la confirmación del destino de sus padres estaban a pocos minutos a caballo de allí. Cuando Tessia le devolvió la mirada, su sonrisa se esfumó y desvió la vista.

«Está avergonzada —comprendió él—. Debería decirle algo ingenioso y reconfortante». Pero todo lo que se le ocurría eran frases trilladas o que le darían la impresión de que sentía un interés romántico por ella, algo que deseaba evitar a toda costa.

De modo que no dijo nada. La expresión de angustia que había asomado a los ojos de Tessia tantas veces durante el viaje volvía a estar allí. Definitivamente era mejor quedarse callado, decidió Jayan.

Cuando Dakon y Werrin aparecieron en la cima de la colina, Tessia sintió náuseas. Una parte de ella estaba desesperada por obtener una respuesta, por liberarse de la incertidumbre de no saber qué había sido de sus padres. La otra parte no quería oír noticias si eran malas.

Los dos magos tenían una expresión lúgubre. Cuando aminoraron el paso para reunirse con ella y con Jayan, Dakon la miró directamente con conmiseración. Sacudió la cabeza.

Por un momento, ella intentó pensar en otro significado posible, en otra cosa que él hubiera querido comunicarle. Luego respiró hondo y se obligó a afrontar la verdad. Dakon no era tan tonto para hacer un gesto así sin saber cómo lo interpretaría ella.

«Están muertos —se dijo—. Mi padre. Mi madre. Se han ido. Así, sin más. —Le producía una sensación irreal, como la noticia del ataque hacía tantos días—. ¿Qué hará falta para que lo asimile? ¿Tengo el menor deseo de asimilarlo?».

—Podemos ir a la aldea sin correr peligro —les informó Dakon—. La gente de la zona dice que los sachakanos se dirigieron hacia las montañas después del ataque. Casi todos los edificios están quemados o dañados, así que no os aconsejo que entréis en ellos, pues podrían venirse abajo. Los muertos… —Hizo una pausa para aspirar profundamente—. Los muertos han sido enterrados. La gente de Narvelan no sabía cuánto tardaríamos en llegar. Los pocos supervivientes, unos niños que consiguieron ocultarse, han facilitado los nombres para las lápidas.

Llegaron a la cima de la colina. Tessia no se había percatado de que estaban avanzando. A lo lejos, una columna de humo emborronaba el cielo.

—Narvelan ha regresado a su aldea para evacuar a su gente —prosiguió Dakon—. Debemos reunirnos con él cuando hayamos terminado aquí. Es posible que, a pesar de lo que nos han dicho, los sachakanos hayan vuelto a escondidas para esperar nuestro regreso.

Siguieron adelante en silencio. A Tessia le resultaba más fácil concentrarse en la tensión y el miedo de los demás que pensar en sus padres. Escrutó los bosquecillos y cúmulos de casas lejanos en busca de algún movimiento o de formas humanas. ¿Estaba observándolos Takado? La imagen fugaz de su rostro lascivo le vino una vez más a la memoria, y la invadió una oleada de miedo.

Entonces recordó el error que había cometido hacía un rato, su ocurrencia sobre los sachakanos y sus intentos de seducirla. Jayan la había mirado de un modo extraño y ella se había percatado de lo que había revelado… «Esta vez puedo estar segura de que ninguno de ellos querrá seducirme». Esta vez. A diferencia de la otra vez. Él debió de comprender qué la había impulsado a utilizar la magia por primera vez. ¿Pensaba que ella había provocado a Takado? ¿Se preguntaba hasta dónde había llegado la «seducción» de Takado?

«Al menos no tengo que preocuparme de que mis padres se enteren».

Sintió que algo se le desgarraba por dentro al pensar esto. De pronto le vinieron a la mente todas las cosas que ellos nunca llegarían a saber. Jamás la verían convertirse en una maga superior. Su madre nunca asistiría a su boda, si algún día se casaba. Su padre nunca la oiría relatar su visita al Gremio de Sanadores o la disección que había presenciado. Ella nunca volvería a ayudarlo a sanar pacientes.

El dolor era casi insoportable. Notó que las lágrimas asomaban y, consciente de la presencia de los tres hombres que cabalgaban a su lado, tragó saliva y parpadeó para secarse los ojos. Se obligó a pensar en otra cosa y acabó preocupándose en cambio por los peligros que tal vez los aguardaban en la aldea.

Tras coronar otra colina, los magos frenaron a sus caballos. Tessia y Jayan los alcanzaron poco después. Ella bajó la vista hacia la aldea y se quedó sin aliento.

Dakon tenía razón. Casi todo el pueblo estaba en ruinas. Muchos edificios parecían juguetes destrozados por un niño de dos años gigantesco, y algunos humeaban todavía. Allí donde antes se alzaba la Residencia no había más que un montón de escombros. Ella buscó con la mirada la casa de sus padres. Costaba localizar entre las ruinas el lugar donde estaba situada.

Dakon espoleó a su caballo para reanudar la marcha, y los demás lo siguieron hacia el fondo del valle. No fue sino hasta que llegaron a donde antes se encontraba el puente cuando Tessia descubrió que Takado lo había echado abajo. Avanzaron a lo largo de la orilla junto a los restos de los arcos, y los caballos vadearon fácilmente el río por aquel trecho en que era poco profundo. Cuando llegaron al otro lado, un muchacho a quien Tessia reconoció como uno de los hijos mayores del herrero salió de detrás de un muro derruido y se dirigió a paso veloz hacia ellos.

—Lord Dakon —dijo, agachando la cabeza en señal de respeto.

—Tiken. Lleva a los aprendices Tessia y Jayan a las tumbas, por favor —le pidió Dakon.

«Las tumbas». Tessia sintió que se le contraía el estómago y se estremeció.

El chico asintió antes de alzar la mirada hacia Tessia y dedicarle una sonrisa de condolencia.

—Bienvenida a casa, Tess. Sígueme.

Tessia y Jayan cabalgaron en silencio detrás de Tiken, que los guio hacia la calle principal. Tessia finalmente reconoció la pila de cascotes que había sido su hogar. Se detuvo a escrutarla en busca de restos de algún mueble conocido.

—He encontrado la bolsa de tu padre —dijo Tiken—, y otras cosas que no estaban rotas. He ido guardando todo lo que pudiera ser valioso o útil en un lugar donde la lluvia no lo estropee.

Ella lo miró.

—Gracias. Necesitaré la bolsa, y si las otras cosas son remedios y utensilios me las llevaré también. Podrían resultar necesarios si se produce otro ataque.

Tiken hizo un gesto de asentimiento. Jayan tenía una expresión ceñuda. Ella le indicó al muchacho que siguiera adelante.

Tiken avanzó entre dos edificios de cuyas ventanas salía humo hasta llegar a un pequeño campo de cultivo. Varios montículos alargados de tierra removida se alzaban sobre la hierba. Cada uno de ellos tenía al lado una tabla gruesa y corta que sobresalía del suelo, con nombres toscamente tallados en la superficie.

Jayan soltó una maldición entre dientes.

—Son muchas… —masculló.

Tessia no lo miró. Se sentía vulnerable, y de pronto le molestaba su presencia. Desmontó, hizo una pausa para estirarse y dejar que las piernas recobraran un poco de su movilidad, y echó a andar rígidamente hacia las tumbas. Eran muchas. Dakon había dicho que solo unos pocos niños habían sobrevivido. Todos los demás habían muerto. Neslie, la anciana viuda. Jornen, el herrero, y su esposa. Cannia, la criada que trabajaba en la cocina de la Residencia. Familias enteras habían perecido. Madres, padres e hijos. Mujeres y hombres jóvenes con los que ella había crecido. Los frágiles y los débiles junto con los robustos y los fuertes. Ninguno de ellos representaba una amenaza para Takado, pero todos constituían una pequeña fuente de magia.

Tiken se acercó a un extremo del campo. Ella lo siguió. Tal como suponía y temía, dos de las tablas llevaban grabados los nombres de sus padres.

«De modo que es verdad. Es imposible seguir negándolo».

—No les hicieron nada antes —la informó el muchacho.

Tessia se volvió hacia él, desconcertada por ese comentario. El chico mostraba una mirada grave y angustiada. Aparentaba el doble de la edad que ella sabía que tenía. Tessia sintió un escalofrío. «¿Qué habrá visto?».

—Seguramente porque eran viejos —dijo él—. Y tal vez…, tal vez porque tu padre ayudó al esclavo.

Ella oyó a Jayan maldecir de nuevo, pero hizo caso omiso de él. Vio en su mente el rostro enjuto de Hanara y sus ojos asustados. Paseó la vista por las otras tumbas.

—¿Acaso está…?

—No. No está aquí. —La expresión del muchacho se ensombreció—. No lo hemos encontrado.

Ella arrugó el entrecejo, con la sensación de que la suspicacia se incubaba en su interior como un parásito. «El chico cree que Hanara nos traicionó —pensó—. ¿Por qué habría de renunciar a su libertad? No, solo se habría vuelto contra la aldea si creyera que no le quedaba otro remedio».

—¿Qué les hicieron a los demás? —preguntó Jayan en voz baja, detrás de ella.

El muchacho titubeó.

—Lo que hacen los sachakanos —respondió vagamente.

«No le des más vueltas —le dijo Tessia a Jayan en su fuero interno—. Enterarte de los detalles te atormentará tanto como no conocerlos. Yo prefiero no saberlo».

Jayan repitió la pregunta. Ella se alejó en dirección a la tumba de sus padres, para no oír la respuesta. Arrodillada en el suelo, posó la mano en la tierra que cubría el cuerpo de su padre y dejó que la pena la invadiese y ahogase las voces de Jayan y Tiken.