Desde su camastro en el pajar de las caballerizas, Hanara alcanzaba a ver la luz parpadeante. Era la tercera noche que aparecía, alternando lentamente entre un brillo más intenso y otro más suave de acuerdo con un código que todos los esclavos estaban obligados a aprender. La luz se encendía cada vez en una ubicación distinta, de manera que si alguien de la aldea reparaba en ella y la buscaba en el mismo lugar la noche siguiente, no la divisaba. Transmitía el mismo mensaje una y otra vez.
«Informa». «Informa».
Desde que la había visto por primera vez, Hanara pasaba aterrorizado todas sus horas de vigilia, que eran muchas, pues dormía muy poco. Aquel mensaje solo podía tener un destinatario en la aldea: él. Y solo había una persona que podía esperar que Hanara se comunicara con él: Takado.
Hanara no había obedecido aún. Se había pasado tres noches hecho un ovillo en el camastro, incapaz de conciliar el sueño hasta que el agotamiento se apoderaba de él, intentando fingir que no había visto la señal o que no sabía cómo interpretarla.
«Pero la he visto, y sí que sé. Cuando Takado me lea la mente, sabrá que lo he desobedecido».
Se recordó a sí mismo que ya no pertenecía a Takado y no tenía por qué dejarse dominar por él. Era un hombre libre. Ahora estaba al servicio de lord Dakon.
«Pero lord Dakon no está aquí. No puede evitar que Takado venga por mí».
Era posible que Takado dedujera que la falta de respuesta a su señal significaba que Hanara había sido puesto efectivamente en libertad. O que se había marchado de la aldea. Tal vez se daría por vencido y se iría.
A Hanara por poco se le escapó una carcajada.
«En serio, ¿qué hará?», se preguntó.
A Takado no le gustaba desperdiciar la magia, por lo que intentaría evitar el conflicto. Se presentaría en la aldea con la intención de pedir a lord Dakon que le devolviera a Hanara.
Lord Dakon diría que la decisión correspondía a Hanara. Le resultaba muy fácil imaginar la escena. Entonces Takado miraría a Hanara. Lord Dakon también. La aldea entera posaría en él la mirada. Todos sabrían que una posible negativa de Hanara tendría consecuencias nefastas. Si Takado atacaba el pueblo y alguien moría como consecuencia de ello, todos culparían a Hanara.
Pero lord Dakon no estaba en la aldea. No aparecería para recibir a Takado. Cuando Takado descubriera que ningún mago protegía Mandryn en aquel momento, ¿qué haría?
«Me matará por haberlo desobedecido».
¿Se marcharía entonces o, habiendo matado a uno de los criados de lord Dakon, atacaría también a los aldeanos? Cabía la posibilidad de que, pese a su antipatía hacia Hanara, los vecinos intentaran protegerlo en nombre de lord Dakon. En cuyo caso, morirían.
«La única alternativa que me queda es acudir al encuentro de Takado».
Entonces Takado le leería la mente y se enteraría de la ausencia de lord Dakon. ¿Atacaría el pueblo igualmente? No si deseaba evitar el conflicto.
«Por otro lado, también leería en mi mente que hay otro mago cerca dispuesto a defender Mandryn en caso necesario».
Hanara consiguió esbozar una sonrisa, aunque esta se le borró enseguida. El problema residía en que Takado no averiguaría esto si no leía la mente de Hanara. La única información que disuadiría a Takado de ir a buscar a Hanara era la única información que solo podía averiguar a través del propio Hanara.
«Eso no es del todo cierto. Podría averiguarlo a través de otros aldeanos, si tuviera motivos para hablar con ellos o leerles la mente».
Sin embargo, Takado nunca se dignaría hablar con plebeyos, y leerle la mente a cualquiera de los habitantes del pueblo se consideraría una agresión. Solo lo haría si hubiera decidido atacar la aldea, en cuyo caso actuaría deprisa y no perdería el tiempo leyéndole la mente a nadie.
Hanara suspiró y resistió el impulso de incorporarse y echar un vistazo por la ventana del pajar para comprobar si la señal seguía parpadeando a lo lejos.
«¿Es que nadie más se ha dado cuenta?». No había oído a los mozos de cuadra o a la gente de la aldea comentar nada al respecto. Si la hubieran visto, sin duda alguien habría ido a investigar. No se toparían con Takado a menos que él así lo quisiera. Si no encontraban nada, ¿enviarían de todos modos un aviso al otro mago que debía proteger Mandryn? «¿Dónde está ese otro mago, a todo esto?». La señal procedía de las cumbres y las colinas que rodeaban la aldea. Según sabía Hanara por haber acompañado a Takado en sus viajes, las poblaciones de los señoríos exteriores solían estar a un día de trayecto en carruaje unas de otras. En medio no había más que cabañas pequeñas y chozas de granjeros.
Dudaba que el otro mago viviera en una cabaña. ¿Dónde vivía, entonces? Y si alguien lanzaba un ataque contra Mandryn, ¿cuánto tardaría él en llegar?
Debía de haber alguna forma de averiguarlo. Se acercó al borde del pajar y bajó la vista hacia las cuadras. Había una lámpara sobre una mesa en torno a la que los criados habían estado jugando con unas fichas pequeñas de cerámica y un tablero. Los hombres se habían marchado, dejando la partida inconclusa.
Oyó unas voces apagadas procedentes de algún lugar situado detrás de las caballerizas.
—¡Hanar!
Dio un brinco y miró hacia las puertas de las cuadras. El jefe de las caballerizas estaba allí de pie.
—Baja —ordenó Ravern.
Respirando hondo para tranquilizarse, Hanara se levantó, se sacudió las briznas de paja de la ropa y bajó por la escalera de mano hasta el suelo de las cuadras. Cruzó la puerta detrás del jefe de caballerizas. Ravern lo llevó detrás del edificio, donde había tres figuras conocidas de pie: los dos mozos de cuadra y Keron, el mayordomo. Observaban atentamente algo que estaba al otro lado de las caballerizas.
El estómago se le contrajo al darse cuenta de que estaban mirando la señal. Keron se volvió hacia él. Estaba demasiado oscuro para que Hanara alcanzara a distinguir la expresión del hombre. Un brazo se alzó y señaló la luz con el dedo.
—¿Qué opinas, Hanar? ¿Sabes qué es?
Aunque el tono del mayordomo era amigable, tenía un dejo de preocupación.
Hanara dirigió la mirada hacia la señal.
«Informa». «Informa».
Si les explicaba lo que era, mandarían llamar al otro mago. Por otro lado, si habían visto la señal en noches anteriores, quizá se preguntarían por qué él no los había avisado antes. Tal vez se enfadarían y lo expulsarían de la aldea.
Ya estaban preocupados. Era posible que mandaran llamar al mago de todos modos, si los incitaba a ello.
—No lo sé —les dijo—. ¿No es normal?
Se hizo un silencio interrumpido por un suspiro de Keron.
—No. No es normal. Alguien debería ir a echar un vistazo —les dijo a los demás.
Un silencio más largo. Hanara veía lo suficientemente bien en la penumbra para advertir que los dos jóvenes intercambiaban una mirada. El jefe de las caballerizas suspiró de nuevo.
—De acuerdo. Por la mañana.
«Necios —pensó Hanara—. Y cobardes. Tienen demasiado miedo para hacer nada. Van a aparentar que no existe con la esperanza de que desaparezca sola».
Tal como había hecho él.
No irían en busca del otro mago a menos que estuvieran seguros de que era necesario. Lo malo era que, en cuanto se enteraran de que Takado estaba allí y representaba una amenaza, tendrían poco tiempo para pedir ayuda al otro mago. ¿Habría alguna manera de convencerlos de que fueran a pedir ayuda antes? Tal vez sí.
—¿Existe algún peligro? —preguntó al jefe de las caballerizas en voz baja.
—No lo sé —reconoció el hombre.
—Usted dijo que vendría otro mago a protegernos. ¿Sabría él diferenciar si se trata de algo malo o no?
El hombre lo miró fijamente y asintió con la cabeza.
—Sí. No te preocupes por eso. Vete a dormir.
Mientras se alejaba captó fragmentos de la conversación. Uno de los peones jóvenes se quejó. Después de trepar por la escalera del pajar, Hanara aguzó el oído. En efecto, cuando los hombres volvieron sacaron y aparejaron un caballo.
—Está oscuro, así que cabalga despacio al principio, pero pronto saldrá la luna y podrás avivar el paso —aconsejó el jefe de las caballerizas—. Entrega el mensaje y vuelve enseguida. Lord Narvelan te dará una montura fresca. Te espero aquí mañana por la noche.
A Hanara se le heló el corazón. «¿Mañana por la noche? ¡El otro mago debe de vivir a una jornada entera a caballo de aquí!».
Takado estaba más cerca. Mucho más cerca.
Cuando el golpeteo de los cascos se extinguió a lo lejos, Hanara se tendió boca arriba con el corazón desbocado. «¡Eso lo cambia todo! —¿Sabía Takado que el único otro mago de la zona vivía a un día de viaje de distancia?—. Seguramente —pensó Hanara—. Prestó atención a ese tipo de detalles a lo largo del trayecto hacia aquí. Seguramente tomó nota de dónde viven todos los magos kyralianos».
Así pues, lo único que le impedía presentarse en Mandryn y matar o llevarse a Hanara era la creencia de que lord Dakon se encontraba allí.
Acabaría por descubrir que esto no era así. Hanara podía quedarse, esperando que no lo descubriera antes de que llegara el otro mago o lord Dakon regresara. O bien podía marcharse e ir al encuentro de Takado. Este tal vez no lo mataría si Hanara acudía a él por su propia voluntad.
Sin embargo, Hanara no se atrevía a moverse. Se resistía a abandonar la esperanza de que si aguardaba un poco no tendría que enfrentarse a Takado. Después de todo, también existía la posibilidad de que Takado lo matara de todos modos por haber desobedecido su señal durante tanto tiempo. Permaneció inmóvil, esperando, mientras el tiempo transcurría con una lentitud insoportable.
De pronto, un sonido proveniente de abajo atrajo su atención. Rodó hasta el borde y miró hacia abajo. Ravern estaba de pie, con los brazos cruzados, mientras el otro mozo de cuadra joven salía de un compartimento vacío. Los dos contemplaban un caballo empapado en sudor que caminaba de un lado a otro de las caballerizas. El mismo animal en el que se había marchado el mensajero había regresado sin jinete.
El terror invadió a Hanara, dejándolo sin aliento. «Está aquí. Takado está aquí. ¡Y ahora lo sabe todo!». Apenas oyó al jefe de las caballerizas cuando ordenó que ensillaran a dos monturas más, maldiciendo y mascullando que el mensajero debía de haberse caído del caballo. Le faltó valor para mirar a los hombres mientras se preparaban con armas que no les servirían de nada y salían de las cuadras.
No obstante, cuando se hubieron ido, él descendió la escalera temblando y salió a la oscuridad de la noche. Intentó convencerse de que se marchaba para salvar la aldea, pero sabía, con una certeza que le resultaba familiar, que se marchaba para salvarse a sí mismo.
A Tessia la había sorprendido e impresionado ver que Everran y Avaria tenían dos carruajes, uno para uso diario y el otro reservado para visitas al Palacio Real. Puesto que el palacio estaba a menos de dos calles de distancia, parecía una frivolidad poseer un vehículo especial para desplazarse hasta allí.
Sin embargo, tenía que admitir que el carruaje para el palacio era espectacular, y utilizarlo para trayectos normales en los que toparía contra los peatones y otros vehículos requeriría reparaciones constantes. Hecho de madera bien pulida con accesorios de oro, una capota de piel fina que llevaba impreso y pintado el incal de la familia —una moda heráldica de la época anterior a la invasión sachakana que se había reimplantado—, el carruaje proclamaba a los cuatro vientos que sus ocupantes eran ricos e importantes. Los cuatro guardias uniformados y con látigos en las manos también dejaban claro que nadie debía retrasar la marcha de aquel vehículo.
En el interior del carruaje, un pequeño globo de luz mantenía a raya el frío del aire nocturno además de proporcionar iluminación. Everran y Avaria estaban sentados enfrente de Dakon, Jayan y Tessia. Todos iban elegantes y a la última moda. Everran se había puesto una sobretúnica del mismo estilo de las que llevaban Jayan y Dakon cuando Tessia había ido a cenar con su familia a la Residencia, confeccionada con la tela roja que Avaria había comprado en la calle de la Vanidad. Avaria lucía un vestido morado muy ajustado por la cintura, con un escote estrecho por debajo del cuello abotonado que habría resultado escandalosamente atrevido si hubiera dejado al descubierto piel en vez de una capa de tela roja. La falda tenía asimismo una raja a cada lado que revelaba la tela roja de la enagua.
Tessia se había enfundado un vestido ceñido hecho de la tela verde que su anfitriona había adquirido unos días antes. Para su gran alivio, era liso por delante y, aunque también tenía aberturas estrechas a los lados de la falda y a lo largo de las mangas, la tela que llevaba debajo era de un recatado color negro.
Dakon y Jayan llevaban sobretúnicas también, en negro y azul marino. Aunque en la aldea estas vestimentas parecían extravagantes y un poco ridículas, ahora presentaban un aspecto digno y apropiado. Tessia decidió que les sentaban bien a los dos, y se preguntó si eso significaba que estaban mejor adaptados a la vida urbana que a la vida en Mandryn.
«Tal vez Jayan —pensó—, pero quizá Dakon no». Su maestro no parecía particularmente relajado. La combinación de su ropa negra y su expresión ceñuda daba una impresión de ensimismamiento y mal humor. En cambio, Jayan, con su atuendo de ciudad, parecía tranquilo y seguro de sí mismo, y Tessia incluso intuía por qué Avaria y sus amigas lo encontraban apuesto.
Al sentirse observado, Jayan se volvió hacia ella.
«El hecho de que reconozca que es guapo no significa que no sea también irritante y arrogante», se recordó a sí misma, devolviéndole la mirada con frialdad antes de dirigirla hacia otro lado.
El carruaje redujo la velocidad hasta detenerse, y uno de los guardias abrió la portezuela.
—Lord Everran y lady Avaria, de la familia Korin —anunció.
Everran se levantó de su asiento y bajó del carruaje, seguido por Avaria, que se sujetaba la falda cuidadosamente para evitar que se enganchara con algo o se le subiera por encima de los tobillos al apearse. Cuando el guardia pronunció su nombre, Dakon se puso de pie, y Jayan siguió su ejemplo. Tessia, la última en dejar el vehículo, descendió con cuidado. Como no estaba acostumbrada al vestido, tomó agradecida la mano que Dakon le tendía y consiguió llegar al suelo sin exhibir demasiado los tobillos, o al menos eso esperaba. Por lo visto mostrar la piel desnuda de cualquier parte de los pies o las piernas se consideraba vulgar y ordinario.
Cuando alzó la vista hacia Avaria, se sintió aliviada al ver que la mujer asentía en señal de aprobación. Entonces Tessia posó la mirada en el Palacio Real y se le cortó la respiración.
Lo había visto antes varias veces, pero nunca tan de cerca y sin que algún otro edificio tapara parte de la vista. Delante de ellos había una puerta enorme suspendida de gruesas cadenas por encima de los hombres y mujeres que se dirigían a paso tranquilo hacia el interior del palacio. La puerta estaba flanqueada por dos torres elevadas, con lámparas encendidas en las angostas ventanas, entre las almenas que coronaban los edificios y a lo largo de los muros que se extendían a ambos lados.
Everran y Avaria fueron los primeros en pasar bajo la puerta suspendida para llegar a un puente que salvaba un foso abierto entre la muralla exterior y la interior, lleno de un agua que reflejaba las luces de alrededor. En la muralla interior había otra entrada, esta vez adornada con un par de puertas de hierro pesadas que estaban abiertas, brindándoles una bienvenida majestuosa pero sobria. Tessia se fijó en los grabados de las puertas, que representaban el nombre de familia y el incal del rey Errik.
Una vez al otro lado, entraron en el vestíbulo del palacio, semejante al de la Residencia de Dakon, pero más suntuoso y grande. Unos criados recibían a cada visitante y les indicaban que enfilaran un pasadizo que discurría entre dos escaleras. Tessia vio que unas mamparas de papel flanqueadas por dos guardias impedían el acceso a dichas escaleras.
En el pasadizo, Everran repitió el nombre de cada miembro del grupo al criado que los recibió y luego los hizo pasar. Cuando entró en la sala que había al otro lado, Tessia sintió que el corazón le daba un vuelco.
Nunca había visto una estancia tan grande. Calculó que la Residencia entera habría cabido allí dentro. Quizá dos Residencias. Dos hileras de columnas de piedra delgadas ayudaban a sustentar el techo cóncavo y oscuro. En vez de lámparas, unos globos flotantes de luz mágica iluminaban la sala.
Cuadros y tapices descomunales cubrían las paredes, pero lo que más llamó la atención de Tessia fueron las personas. En la estancia bullían cientos de hombres, mujeres e incluso algunos niños, en parejas, familias, grupos pequeños y círculos más grandes. Todos llevaban ropa a la moda, cara y en algunos casos extravagante. Las joyas centelleaban a la luz de los globos. Cuando se adentró en la sala, siguiendo a los demás, divisó a más personas y perdió a otras de vista. «Es como un paisaje humano. Cuando te desplazas, tu perspectiva cambia, ofreciéndote un panorama distinto con detalles que no has visto antes».
Incluso mientras pensaba esto, el panorama cambió de nuevo, y apareció un individuo elegante de la edad de Jayan, rodeado por un semicírculo de hombres. Los acompañantes de Tessia se detuvieron y ella advirtió que todos miraban al grupo.
—Ahí tienes al rey Errik —murmuró Jayan, inclinándose hacia ella.
Tessia asintió. Mientras ella lo miraba, el joven dirigió la vista hacia ellos y paseó la mirada por sus rostros antes de devolver su atención a los hombres que tenía al lado.
—Bueno, nos ha visto —dijo Everran y se volvió hacia Dakon—. Si quiere hablar con nosotros, nos mandará llamar. Mientras tanto, tú y yo deberíamos tener una conversación con lord Olleran.
Dakon asintió. Mientras Everran y él se alejaban, con Jayan a la zaga, Avaria enlazó su brazo con el de Tessia.
—Que hablen de política y comercio entre ellos, si quieren —susurró al oído de Tessia—. Acabo de localizar a Kendaria. Ven, por aquí.
Tessia tuvo que disimular su contrariedad y su decepción. Aunque estaba ansiosa por volver a hablar con Kendaria, iba a verse excluida una vez más de los asuntos que Dakon se traía entre manos. Seguramente se trataba de cuestiones que el oficio de mago llevaba aparejadas y que por tanto ella necesitaba saber, por muy aburridas que fueran. Además, a Tessia podían interesarle temas que a Avaria le parecieran aburridos, o viceversa.
Kendaria estaba observando a un acróbata que realizaba contorsiones ágiles e impresionantes. El joven llevaba unos pantalones holgados, apretados por los tobillos y la cintura, pero tenía el pecho musculoso al descubierto. Tessia se percató de que su actuación estaba atrayendo una atención femenina considerable. Kendaria le guiñó el ojo.
—No me importaría disecar ese cuerpo —musitó—. Me pregunto si sus articulaciones serán distintas de las del cadáver típico. Parecen muy flexibles.
—¡Kendaria! —la reprendió Avaria—. ¡Haz el favor de no decir cosas tan grotescas!
Sin embargo, Tessia no pudo evitar mirar al acróbata con otros ojos, fijarse en las costillas que se le marcaban en la piel y acordarse del aspecto que tenía por dentro una cavidad torácica, de la posición del corazón y de la masa esponjosa de los pulmones. Había aprendido mucho, y estaba deseosa de que Kendaria la invitara a más disecciones antes de que Dakon partiera de Imardin.
Pero Avaria estaba decidida a atajar toda conversación sobre anatomía, y, en cuanto Darya y Zakia se unieron a ellas, se entregaron por completo al cotilleo. El tiempo transcurría muy despacio. Mientras escuchaba cortésmente, Tessia observaba cómo la enorme sala se llenaba de gente y reparó en que el volumen de las voces aumentaba exponencialmente a medida que resultaba más necesario elevar el tono para hacerse oír por encima del barullo. El acróbata se marchó, y una mujer que se encontraba cerca comenzó a cantar, acompañada por un hombre que pulsaba las cuerdas de un instrumento extraño en forma de caja que tenía apoyado sobre la rodilla. Las amigas de Avaria se embarcaron en una valoración detallada del atuendo, las joyas y los enredos amorosos de otras mujeres. Casi sin darse cuenta, Tessia se puso a escuchar las conversaciones de los hombres que tenía cerca.
—… el sanador le ordenó que lo dejara, pero él sigue bebiendo, y con eso solo va a conseguir…
—Sarrin dice que deberíamos subir los precios, pero me temo que eso…
—Mandryn, creo, pero…
Oír el nombre de su aldea despertó su interés, pero el comentario siguiente quedó ahogado por las carcajadas de sus acompañantes. Se desplazó disimuladamente hacia la derecha para acercarse al hombre que estaba hablando y a quienes lo escuchaban.
—… siento por los… señoríos de la frontera. No me gustaría vivir allí ahora mismo.
Alguien le respondió algo inaudible.
—Ah, desde luego. Alguien tiene que hacerlo. De lo contrario, esos sachakanos sanguinarios estarán más cerca de nosotros, ¿no? Quizá pronto lo estén, de todos modos, si lo que se rumorea últimamente resulta ser…
De pronto, el hombre bajó la voz, de modo que Tessia ya no alcanzaba a oírlo. Ella notó cierta agitación entre la multitud que los rodeaba. Las cabezas se habían vuelto en la misma dirección. Tessia echó un vistazo por encima del hombro de Avaria, buscando la fuente de aquella distracción.
El rey caminaba hacia ellas. Se detuvo para hablar con alguien, sonrió y siguió andando, con la mirada fija en Avaria y las otras mujeres.
Tessia se inclinó para acercarse a la oreja de su anfitriona.
—Lady Avaria —murmuró—, mire a su derecha.
La mujer echó un vistazo despreocupadamente en aquella dirección y se volvió de nuevo hacia Tessia.
—¿El rey?
—Sí. Viene hacia aquí.
—Sabía que tarde o temprano lo haría —dijo Avaria, encogiéndose de hombros—, para charlar con la nueva y joven aprendiz que está deseando conocerlo.
A Tessia el corazón le dio un brinco.
—No estoy… —empezó a decir, pero se interrumpió. El rey estaba lo bastante cerca de ella para oírla.
«Es imposible que esté aquí solo por mí —se dijo—. Avaria me toma el pelo».
El rey recorrió el círculo de mujeres, sonriendo y llamándolas por sus nombres. A cada una le hacía una pregunta, normalmente relacionada con la salud o la marcha de los negocios de un pariente. Cuando le tocó el turno a Tessia, el rey ensanchó su sonrisa y cruzó el círculo para situarse frente a ella.
—Y tú debes de ser la aprendiz Tessia, la nueva alumna de lord Dakon.
—Así es, majestad —respondió ella, consciente de que las otras mujeres habían dado media vuelta y se alejaban en parejas y tríos. Incluso Avaria. ¿Les había hecho el rey alguna señal para que lo dejaran hablar a solas con ella?
La miró con ojos atentos. «Espero no decir nada que rompa el protocolo».
—Eres una nata, ¿verdad?
—Sí —asintió ella.
—Debe de haberte parecido un poco aterrador, tal vez un mal augurio, descubrir tu don en el momento y el lugar en que lo descubriste.
Tessia frunció el ceño. ¿Se refería a su deseo de convertirse en sanadora? A menos que hubiera oído hablar del incidente con Takado… No, Dakon no le contaría eso.
—No —respondió despacio—. Bueno, en el momento me asusté. No sabía qué había hecho. Pero más tarde me resultó… emocionante, debo reconocerlo.
Él se quedó callado, con una arruga en el entrecejo que desapareció cuando sonrió de nuevo.
—¿Te refieres a la primera vez que utilizaste tus poderes, y no al hecho de vivir cerca de la frontera?
—Sí…, pero supongo que vivir cerca de la frontera siempre me ha… preocupado un poco. A no ser que… —Se le aceleró el pulso—. ¿Hay alguna razón concreta por la que deberíamos estar preocupados ahora mismo, majestad?
El rey parpadeó, y una expresión de comprensión asomó a su rostro.
—Ah. Debo disculparme. No pretendía dar a entender semejante cosa. Para quienes residimos en la ciudad, la idea de vivir en la frontera con Sachaka siempre nos atemoriza un poco, pero tú debes de estar acostumbrada.
Hablaba en un tono tranquilizador, y de pronto Tessia supo con certeza que ocultaba algo.
—¿Hay posibilidades de que Sachaka lance una invasión? —le preguntó a bocajarro, y se arrepintió de inmediato. Él parecía totalmente desconcertado. Tessia se dispuso a pedir perdón.
—No lo hagas —la cortó él—. Soy yo quien debería pedirte perdón a ti. Tendría que haber sido más cuidadoso para no alarmarte. —Se acercó a su lado, la tomó del brazo y la guio lentamente a través de la sala—. Ha habido rumores —le dijo en voz baja— de una posible amenaza. Sin duda llegarían hasta tus oídos aunque yo no te dijese nada al respecto. No es ningún secreto por aquí. Pero no temas: no hay grandes ejércitos aguardando al otro lado de la frontera. Lo que nos preocupa es que un puñado de magos sachakanos descontentos decidan crearle problemas al emperador.
—Ah —dijo ella, volviéndose hacia él. Incluso un puñado de magos sachakanos podía causar auténticos estragos en una aldea como Mandryn, sobre todo en ausencia de Dakon—. ¿Está a salvo mi pueblo? ¿Y mi familia?
El rey la miró a los ojos con una expresión recelosa y escrutadora que suavizó al momento con una sonrisa.
—Están a salvo. Te lo garantizo.
Ella respiró hondo y exhaló despacio, intentando obligar a su corazón a latir a un ritmo normal.
—Eso es un alivio para mí, majestad —dijo.
—Sí. —El rey soltó una risita—. Lo es. Lamento haberte alarmado con estas habladurías. Por desgracia, los que pasamos mucho tiempo en la ciudad tendemos a cotillear demasiado sin pensar en las consecuencias. Incluso yo caigo en esa mala costumbre de vez en cuando.
Tessia sonrió ante esta confesión.
—Es verdad que lady Avaria me advirtió que no me tomara demasiado en serio los cotilleos urbanos…, pero los cotilleos y los rumores son cosas muy distintas.
Él se rio y se volvió hacia ella.
—En efecto, así es. Ahora tengo que darte un recado para que se lo transmitas a lord Dakon. —Adoptó una expresión seria—. Dile que se reúna conmigo mañana en el campo de entrenamiento, una hora después del mediodía.
Ella asintió.
—El campo de entrenamiento, una hora después del mediodía —repitió.
El rey hizo una reverencia, y ella tardó unos instantes en reaccionar y corresponder con la zalema femenina que Avaria le había enseñado.
—Estoy encantado de haberte conocido, aprendiz Tessia. Espero que vuelvas a Imardin pronto.
—Ha sido un honor y un placer conoceros, majestad —contestó ella.
Él sonrió y dio media vuelta. Mientras atravesaba la estancia, un hombre uniformado se le acercó con paso decidido para hablar con él.
—¿Cómo ha ido? —preguntó una voz conocida y jadeante detrás de ella.
Tessia se volvió hacia Avaria.
—Bien. Creo. Tal vez. Tengo un mensaje para lord Dakon.
La mujer hizo un gesto afirmativo y sonrió.
—Pues más vale que se lo transmitamos…, lo más discretamente posible.