14

La sala maestra de la casa de Everran olía a flores de marín, un aroma fresco pero intenso que dotaba a la estancia de una atmósfera tan animada como propicia para la reflexión. Dakon y Jayan se habían acomodado en uno de los bancos. No habían visto a Tessia ni a Avaria en todo el día. Las dos mujeres habían salido temprano para explorar la ciudad y planeaban pasar la tarde con una de las amigas de Avaria.

Everran había desaparecido, pero en aquel momento entró en la sala frotándose las manos con entusiasmo.

—Nuestras visitas empezarán a llegar pronto.

Dakon asintió. Su padre y el abuelo de Everran eran primos, por lo que los unía un vínculo familiar, aunque algo lejano. Dakon había mantenido la costumbre de su padre de alojarse en casa del padre de Everran cada vez que viajaba a Imardin. Cuando, cinco años atrás, el hombre murió de un ataque al corazón, su hijo insistió en adoptar el papel de anfitrión de Dakon en sus visitas a la ciudad.

Everran era un joven simpático e inteligente. Aunque había recibido su herencia a una edad demasiado corta, había sobrellevado la carga con una madurez admirable, y estaba especialmente dotado para la política. A Dakon le había alegrado que Everran se incorporara al Círculo de Amigos, y no solo porque el joven mago le cayera bien. Resultaba alentador que algunos magos urbanos estuvieran tan preocupados por la amenaza sachakana como los lords rurales, y dispuestos a apoyar su causa.

—¿Qué esperan de la reunión? —preguntó Dakon—. ¿Quieren información, noticias?

Everran se encogió de hombros.

—No. Es poco probable que sepas algo que ellos no sepan ya. Hablaremos de cómo enfocar tu entrevista con el rey.

—Agradeceré cualquier consejo. —Dakon hizo un gesto sarcástico—. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que vi al rey, y no fue para tratar asuntos oficiales.

—Nos interesa a todos que consigas tu propósito. Ellos…, ah, aquí llega el primero.

El sonido de unos pasos atrajo su atención hacia el pasillo que conducía hasta allí desde la entrada principal de la casa. Everran se levantó, y Dakon y Jayan siguieron su ejemplo. Un hombre de baja estatura, con un ligero sobrepeso y el cabello negro entrecano, entró acompañado por Lerran, el ujier. Se detuvo para sonreír y saludar con una inclinación de cabeza a Everran y luego a Dakon, cuando el primero los presentó.

—Este es el mago Wayel, de la familia Paren, el nuevo jefe de comercio.

—Enhorabuena. Espero que la transición haya sido poco accidentada.

Wayel se encogió de hombros.

—No ha ido mal, dentro de lo que cabe.

—¿A qué se dedica lord Gregar últimamente? —preguntó Dakon.

—Está en casa, guardando reposo. —A instancias de Everran, se trasladaron a los bancos y se sentaron de nuevo—. He oído que no se encuentra bien. Hay quien dice que renunció a su cargo demasiado pronto y ahora agoniza a causa del aburrimiento, pero tengo entendido que dimitió porque estaba enfermo. Tal vez de muerte.

Al pensar en el anciano lleno de energía que se encargaba de resolver disputas comerciales entre los señoríos, Dakon sintió una punzada de tristeza. No era fácil encontrar hombres como lord Gregar, eficientes y lúcidos. Dakon esperaba que el mago Wayel supiera estar a la altura de su predecesor, aunque no lo envidiaba en absoluto, pues era bien consciente de las exigencias del puesto.

Unas carcajadas resonaron en el pasillo. Dos hombres entraron en la sala, precedidos por el ujier. Todos se pusieron de pie para recibir a los recién llegados.

—Lord Prinan está aquí en representación de su padre, lord Ruskel —le explicó Everran a Dakon—. Lord Bolvin es del señorío de Eyren.

El señorío de lord Ruskel estaba situado en el extremo suroriental de las montañas que se extendían a lo largo de la frontera con Sachaka. Ruskel había sido quien se había topado con los tres sachakanos «perdidos» en su territorio, según recordaba Dakon. Prinan era un mago joven recién emancipado, entrenado por su padre. Saludó a Dakon con deferencia fruto del nerviosismo. Dakon se percató de que Everran había adquirido el hábito de emplear el título de «lord» para referirse tanto al heredero de un señorío como de una casa, una manera de señalar a los vástagos que recibirían la herencia. Era una costumbre cada vez más popular, tal como había comprobado durante sus últimas visitas a la ciudad. No estaba seguro de que le gustara.

Aunque había conocido a Bolvin unos años atrás, el hombre había cambiado considerablemente. Varios años mayor que Prinan, a quien sacaba una cabeza, Bolvin desprendía un aire de madurez poco común en alguien tan joven. Al igual que Everran, había tenido que suceder a su padre a corta edad cuando el buque en que viajaba este había desaparecido durante una tormenta; tenía un señorío entero que administrar, además de la fortuna familiar.

El señorío de Eyren se hallaba en la costa occidental, lejos de cualquier peligro inmediato en caso de invasión, pero aun así lord Bolvin tenía una expresión seria y comprensiva cuando saludó a Dakon. «Él entiende que los sachakanos no se conformarían con conquistar algunos señoríos fronterizos», pensó Dakon.

Antes de que los saludos concluyeran, sonó otra voz procedente de la puerta de la sala.

—Ah, menos mal, no soy el único que llega temprano.

Un hombre de mediana edad alto y esbelto entró en la estancia con un andar elegante. Dakon lo reconoció, sorprendido.

Everran se rio.

—De hecho, llegas puntual por una vez en tu vida, lord Olleran.

Olleran era un lord urbano de pies a cabeza que había reconocido (al rechazar invitaciones de otros lords a alojarse en casas de fuera de la ciudad) que el campo le parecía sucio y aburrido. Pero no era eso lo que hacía que su presencia en aquella reunión resultara tan sorprendente. Estaba casado con una sachakana. Se acercó a Dakon para tomarlo del brazo.

—Bienvenido de nuevo a Imardin, lord Dakon —dijo—. Por si acaso eres demasiado cortés para preguntar, te diré que ha sido mi esposa quien me ha convencido de que me uniera a vuestra causa. Dice que Kyralia le gusta tal como es y me ha ordenado que localice y ayude a todos aquellos que estén haciendo lo posible por que las cosas sigan igual.

Dakon sonrió. Había oído que los fracasos anteriores de lord Olleran en materia de cortejos se debían a su preferencia por las mujeres difíciles. Cuando el hombre se casó con una sachakana, la mayoría de la gente creyó que por fin había superado esa tendencia. Sin embargo, resultó que no se trataba de una sachakana común y corriente. Aunque la habían educado para ser una mujer callada y obediente, se había despojado de este bagaje sofocante después de llegar a Kyralia y trabajar en una serie de proyectos benéficos. Dakon no la conocía, pero ella era popular entre las amigas de Avaria.

—¿O sea que cree que existe una amenaza por parte de Sachaka?

—Su familia lo cree. Le han ordenado que regrese a casa. Ella se ha negado, claro está. —Sacudió la cabeza con tristeza—. Así que no me queda otro remedio que alegrarme de que sea una esposa tan desobediente.

Llegaron más invitados. Dakon conocía a algunos, como lord Gilar. Había otros de los que había oído hablar pero a quienes no había visto en persona antes. Unos pocos eran desconocidos para él. Entre ellos figuraba un puñado de lords rurales o de enviados suyos, así como otros dos lords de la ciudad. Dakon conocía la reputación de uno de ellos, el mago Sabin. Era un diestro espadachín que había estudiado a fondo el arte de la guerra. «Será un buen asesor si alguna vez tenemos que entrar en combate —decidió Dakon—. Pero no estoy seguro de que ahora mismo me resulte útil».

Al poco rato, una confusión de voces reinaba en la sala y nadie se molestaba en volver a sentarse tras saludar a un recién llegado. Los presentes conversaban divididos en grupos pequeños. Cuando el último mago fue acompañado al interior de la estancia y presentado, Everran hizo sonar un pequeño gong para captar la atención de todos. Los invitados guardaron silencio y volvieron la mirada hacia su anfitrión.

—Como ya saben, no he convocado esta reunión únicamente para que gocemos de una buena conversación y una buena cena, que será servida en breve, por cierto. Lord Dakon ha viajado a Imardin desde el lejano señorío de Aylen para entrevistarse con el rey en nuestro nombre. Lo que tenemos que decidir hoy es lo siguiente: ¿qué debe decirle al rey? ¿Qué no debe decirle? ¿Qué pretendemos conseguir? ¿Qué queremos evitar?

Se hizo un silencio breve mientras los hombres se miraban entre sí, indecisos respecto a quién sería el primero en hablar.

—Necesitamos que nos garantice que enviará a un ejército de magos a reconquistar y proteger los señoríos fronterizos en caso de invasión —dijo Prinan—. Al menos, es lo que pide mi padre.

Everran asintió.

—Y tiene razón. —Se volvió hacia Dakon—. ¿Son estas las instrucciones que te dio lord Narvelan?

—Sí —dijo Dakon.

—Pero ¿no es un insulto para el rey insinuar que no tiene la intención de reconquistar los señoríos? —inquirió Bolvin.

Unos magos reaccionaron a esta pregunta encogiéndose de hombros, y otros con gestos de afirmación. Dakon advirtió que varios habían vuelto la cabeza hacia Sabin. Por alguna razón lo consideraban la mayor autoridad en asuntos relacionados con el rey.

—Es la impresión que se llevaría él —convino Sabin—. Sabría que detrás de la petición hay más de lo que parece, y le irritaría que lo considerases tan necio como para no darse cuenta.

—Todo depende del modo en que se lo plantees —terció Olleran, mirando en torno a sí—. Tendrías que decir: «Se rumorea que en la ciudad hay quien opina que no vale la pena luchar en defensa de los señoríos exteriores si sufren una invasión. ¿Qué opináis vos, majestad?».

Sabin soltó una risita y fijó la vista en Olleran.

—¿Cuántas veces has ensayado ese pequeño discurso? —preguntó en voz baja.

Olleran se encogió de hombros con modestia.

—Unos pocos… cientos.

—¿Y si quiere saber quién ha expresado esa opinión, qué le digo? —inquirió Dakon—. ¿Tendré que darle nombres?

—Dile que son lords que no actuarán a menos que obtengan un beneficio directo de ello —gruñó Wayel—. Magos que, por egoísmo o cobardía, no están dispuestos a poner su vida en peligro.

—Tenemos que hacerles comprender que la pasividad les saldría más cara a la larga —dijo Bolvin—. Los sachakanos no se detendrán cuando hayan tomado unos cuantos señoríos exteriores. Interpretarán la falta de resistencia como un signo de debilidad, y se apoderarán de todo.

—Algunos no se lo creerán hasta que sea demasiado tarde —predijo Sabin—. La habilidad mágica no es exclusiva de los clarividentes.

—Ni de las personas con sentido común —añadió Everran—, pero la mayoría de los renuentes cambiarían de idea si se produjera un ataque. Por el momento tienen un gran concepto de sus aliados más poderosos porque creen que es su obligación, pero ante la noticia de una agresión, tal vez llegarían a la conclusión de que si estábamos en lo cierto respecto a una invasión de los señoríos exteriores, quizá también estemos en lo cierto respecto a las consecuencias de no expulsar a los sachakanos.

—Más vale que cambien de idea —murmuró Bolvin.

Otros asintieron, y se impuso un breve silencio. Dakon se mordió la lengua. No habían respondido a su pregunta, pero tal vez la digresión volvería al punto de partida si esperaba lo suficiente.

—¿Nos ayudarían los más reacios a cambio de dinero? —preguntó Prinan.

La sala vibró con exclamaciones de protesta.

—¡El rey no lo aprobaría! —declaró Bolvin.

Dakon se estremeció.

—Si permite que los sachakanos se adueñen de nuestras tierras sin encontrar la menor resistencia, habrá caído tan bajo que permitir que otros exijan dinero por ayudarnos a liberarnos parecería un delito menor.

—Solo compraremos ayuda si la situación es desesperada —le aseguró Everran.

—Si llegamos a ese extremo, no estoy seguro de que siga sintiendo algún respeto por mis compatriotas —comentó Sabin con un suspiro.

Gilar movió la cabeza afirmativamente.

—¿Son un problema los sachakanos de la ciudad? —Dedicó una sonrisa a Olleran—. Y no me refiero a tu maravillosa mujer, por supuesto.

—Oh, ella es un problema, pero no en ese sentido —dijo Olleran con una mueca poco convincente—. Más bien es mi problemilla privado.

—Representas muy mal el papel de marido sufrido, Olleran —observó Sabin, sacudiendo la cabeza con desilusión fingida.

—En su mayoría son comerciantes —dijo Wayel, haciendo caso omiso de las bromas—. Y también está el representante del emperador Vochira, además de algunas mujeres casadas con kyralianos. —Hizo un gesto con la cabeza en dirección a Olleran—. Supongo que si constituyen un peligro, será solo por las razones habituales: podrían ser espías e intentar sobornar o engañar a ciudadanos kyralianos para que perjudiquen nuestro país de alguna manera.

—Las personas que deberían ser objeto de nuestra preocupación —dijo Sabin— son las familias kyralianas más poderosas, sobre todo las que atraviesan dificultades que podrían solucionarse con una oferta generosa de los sachakanos; deudas, poca demanda de sus productos, competidores…

«Ah, bien —pensó Dakon—. Volvemos al tema de quién podría pronunciarse contra nosotros…».

—¿Quiénes son? —preguntó—. ¿Se trata de las mismas personas que nos critican en la actualidad?

Wayel negó con la cabeza.

—No me parece conveniente empezar a señalar con el dedo a nadie en particular. No sería un enfoque prudente.

Sabin asintió.

—Lo que piensen los lords es irrelevante. No serán ellos quienes tomen la decisión de reconquistar los señoríos fronterizos si son invadidos, sino el rey.

—¿O sea que Dakon debe intentar convencer al rey de que vale la pena conservar los señoríos? —preguntó Prinan.

Everran sacudió la cabeza.

—Solo si tenemos la certeza de que él no lo cree así. Wayel está en lo cierto: mencionar las opiniones adversas sería una justificación peligrosa para pedirle que nos garantice su protección. Probablemente nos preguntaría quién ha expresado dichas opiniones y quién nos ha facilitado esa información, y se resistirá a creerlo si no le ofrecemos pruebas, pues suena como un cotilleo. —Suspiró—. No, para justificar lo que vamos a pedirle, tenemos que presentarle las últimas pruebas.

Los demás dieron muestras de conformidad. Dakon reprimió un suspiro de alivio. Al menos estaban de acuerdo entre sí.

—De forma clara y sencilla, para que no crea que estamos sacando conclusiones precipitadas —agregó Wayel en voz baja.

—Dudo que haya peligro de que crea eso respecto a Dakon. —Everran sonrió y le dedicó una inclinación de la cabeza a su invitado—. Y aunque al rey le dé la impresión de que Dakon solo busca su confirmación por su propio interés y no por el de todos nosotros, quizá baste con eso para arrancarle una promesa a su majestad.

—Una promesa a Dakon, no a nosotros —señaló uno de los magos rurales.

—¿Supone eso alguna diferencia, a efectos prácticos? —preguntó otro.

—Es dudoso que el rey Errik haga una promesa semejante al mago de un señorío sin hacérsela también a los demás —dijo Sabin con tranquilidad—. A menos, claro está, que quiera demostrar cierto favoritismo, pero en ese caso sería absurdo arriesgarse a sembrar celos entre los magos rurales. Le interesa que estén unidos, no que compitan entre sí.

—¿Estás seguro? —preguntó Wayel—. Quizá quiera utilizar un ardid similar para dividirnos, a fin de que dejemos de importunarlo.

—No lo hará —dijo Sabin.

Los demás asintieron en señal de aprobación, dejando claro una vez más ante Dakon el respeto que sentían hacia el espadachín.

—De modo que, si hace una promesa, ¿nos la hará a todos? —inquirió Prinan.

Sabin hizo un gesto de afirmación.

—Pero me sorprendería que hiciera ninguna promesa. Nunca cede terreno si no es imprescindible. Al menos en un combate de entrenamiento.

De pronto, la causa del respeto que los demás demostraban hacia el espadachín resultó evidente. «Sabin debe de entrenar al rey —pensó Dakon—. Eso le permitiría obtener información privilegiada sobre el intelecto y la personalidad del soberano. —De pronto, se le ocurrió otra posibilidad—. Me pregunto si es uno de los magos que proporciona energía mágica al rey».

Everran suspiró.

—Supongo que sería demasiado pedir, pero si Dakon consiguiera que el rey le diera detalles sobre la forma y el momento en que nos prestará su ayuda, nos facilitaría la tarea de hacer planes. ¡Ah! Ya seguiremos hablando de ello más tarde. ¡Aquí llega la cena!

Mientras varios criados entraban con bandejas de comida, copas y jarras de vino y agua, los invitados se sentaron en los bancos. Algunos entablaron conversaciones con sus vecinos mientras comían para repasar los asuntos ya tratados. Dakon meditó sobre lo que había oído por el momento. No tenía la sensación de haberse formado una idea más precisa de cómo debía abordar el tema ante el rey. La discusión no parecía llevar a ninguna parte.

Miró a Everran, que sonrió y ladeó ligeramente la cabeza hacia sus amigos, como para preguntar: «¿Estás escuchando esto?».

De repente, Dakon supo exactamente qué esperaba Everran de él. A aquellos hombres poderosos no les gustaba que los presionaran o interrumpieran, sobre todo cuando estaban enzarzados en un debate acalorado. No, correspondía a Dakon tomar nota de lo que se decía y quién lo decía, con el fin de seleccionar a aquellos a los que pediría más tarde consejos concretos para la reunión.

¿Y qué les preguntaría? Lo que necesitaba saber era cómo podía reaccionar el rey Errik a ciertos planteamientos o propuestas. Contra todo pronóstico, Sabin parecía ser el hombre más allegado al rey. En un principio, Dakon habría elegido a Wayel, pero este había hecho algunas preguntas cuya respuesta Dakon había esperado que él conociera, así que quizá llevaba demasiado poco tiempo en el cargo. ¿Y los demás?

Cuando las discusiones se reanudaran, Dakon decidió que dejaría caer algunos comentarios y preguntas pensados para que aquellos hombres revelaran más de sí mismos. Rechazó el vino y en cambio pidió que le sirvieran agua.

Como en todas las visitas anteriores de Dakon a la ciudad, necesitaba un tiempo para acostumbrarse a la sutileza con que se trataban los temas allí. Esta vez tenía que adaptarse deprisa, pues el rey se movía en un terreno político complicado y tortuoso, y Dakon pronto se reuniría con él en persona.

A través de una abertura en el toldo del carruaje, Tessia contemplaba una escena aterradora y a la vez emocionante. Una gran multitud de personas y carros que se abrían paso en direcciones distintas atestaba las calles. Había más personas que carros, y eso que los vehículos eran muy numerosos. Ella nunca había visto tal aglomeración de gente. La masa, la fuerza concentrada que irradiaba, el vocerío ensordecedor, todo ello le aceleraba el pulso.

La razón de que el paseo estuviera tan concurrido se encontraba en el extremo más bajo de la calle. Una muchedumbre se había reunido allí, y el vago sonido de la música se elevaba por encima del gentío. Destellos de color prometían espectáculos extraños.

El mercado.

—Deberíamos haber salido antes —dijo Avaria por cuarta vez, suspirando y atusándose el cabello cuidadosamente recogido.

Habían charlado sobre la infancia y la educación de Tessia, el motivo por el que su padre se había mudado a Mandryn, el modo en que Tessia había descubierto sus poderes (Avaria no había puesto en duda su afirmación de que Takado simplemente le había «dado un susto») y todos los incidentes interesantes que se sucedieron durante el viaje a Imardin. Tessia empezaba a preguntarse si había agotado todos los relatos interesantes de su vida antes de que terminara su primer día en la ciudad.

También tenía la sensación de estar hablando demasiado de sí misma. Sin embargo, cuando le hacía a Avaria preguntas parecidas, la mujer empezaba a referir alguna anécdota de su infancia o de sus estudios, pero invariablemente se interrumpía al acordarse de otra cosa que quería preguntarle a Tessia.

—Tal vez llegaríamos antes a pie. —Tessia echó un vistazo a la multitud que pasaba junto al carruaje.

—Me temo que no es una buena idea. Aparte de sufrir unos cuantos empujones, nos robarían antes de que llegáramos —dijo Avaria con un gracioso encogimiento de hombros.

—¿Nos robarían? —Tessia miró alarmada a su anfitriona.

Avaria le dedicó una sonrisa amarga.

—En efecto, aunque probablemente no nos daríamos cuenta enseguida. Los carteristas son muy hábiles en Imardin. En su mayoría son niños; su pequeño tamaño les permite escabullirse rápidamente entre la gente. Aunque uno los vea a tiempo, los criados no tienen ninguna posibilidad de alcanzarlos.

—¿Niños? —Tessia observó más atentamente la multitud. El día anterior había visto algunos críos terriblemente delgados y sucios. No le sorprendía que estuvieran lo bastante desesperados para recurrir al hurto.

Su padre le había hablado de los pobres de Imardin. Cuando ella le había preguntado por qué no tenían dinero, la explicación había sido larga y complicada. Él le había enumerado una serie de razones: había demasiado poco trabajo para tanta gente, nadie estaba dispuesto a tomar a su servicio a personas tullidas o con problemas mentales, algunos no tenían a nadie que cuidara de ellos cuando caían enfermos, y si perdían su empleo a causa de su dolencia, podían morir de hambre antes de recuperarse; otros resultaban heridos mientras trabajaban, y si sus empleadores no se ocupaban de ellos, acababan en una situación similar.

No era la primera noticia que tenía Tessia, ni desde luego sería la última, de que, a diferencia de lord Dakon y su padre, muy pocos lords se preocupaban por sus subordinados o eran plenamente conscientes de sus responsabilidades. Algunos eran unos necios. Otros veían a sus subordinados como meras mercancías. Y otros eran directamente perversos.

—Pobrecillos —comentó Avaria—. Nacen en la pobreza y los educan para que se conviertan en ladrones. Si la ciudad padece esta lacra, se lo tiene merecido por no cuidar mejor de su gente.

Tessia asintió, extrañada ante aquella manera de referirse a la ciudad como si fuera una persona.

—Pero no debe de ser tan fácil cuidar de una ciudad entera como de una aldea.

—No. —Avaria sonrió y sus ojos centellearon cuando miró a Tessia, tal vez en señal de aprobación, aunque la joven no estaba segura de ello.

El carruaje empezó a moverse. Tessia se preparó para cuando se detuviera de nuevo, pero el vehículo continuó avanzando. A continuación dobló una esquina y se paró una vez más.

—¡Hemos llegado! —anunció Avaria alegremente. Se puso de pie, retiró la capota del carruaje y se apeó. Uno de los dos criados que viajaban en la parte posterior del carro ya estaba allí para ayudarla a bajar. Mientras Tessia descendía por la escalera pequeña empotrada en un costado del vehículo, el segundo criado se acercó para tenderle la mano. Aunque ella no aceptó su ayuda, le sonrió para mostrarle su agradecimiento.

Él le devolvió la sonrisa cortésmente y la siguió cuando ella echó a andar al lado de Avaria, que enlazó el brazo con el suyo.

Tessia miró en torno a sí y parpadeó sorprendida. No estaban en el mercado, como ella había supuesto, sino en una bulliciosa calle lateral, más estrecha que las vías principales y bordeada de comercios pequeños.

—Bienvenida a la calle de la Vanidad —dijo Avaria, dándole unas palmaditas en el brazo—, donde pueden encontrarse las mejores tiendas de Imardin.

—¿O sea que no están en el mercado?

—Oh, no. El mercado está lleno de verduras, cereales y animales apestosos. La única tela que se vende allí es la que sirve para hacer sacos de grano o sillas de montar, y lo más parecido que tienen a un libro son las tablillas enceradas en las que llevan la contabilidad.

Avaria guio a Tessia a un lado de la calle. La proximidad de la otra mujer, aunque inesperada, le resultaba reconfortante. Hombres y mujeres elegantemente vestidos atestaban la calle. Dúos y tríos de músicos tocaban y cantaban a un lado de la calzada y de vez en cuando un transeúnte dejaba caer una moneda en las tazas de hierro que descansaban a sus pies. Tessia advirtió que estas tenían números pintados en los lados.

—Ven, vamos a entrar aquí —dijo Avaria, y atravesó con ella la puerta de una tienda.

En el interior, los sonidos de la calle llegaban amortiguados. Dos mujeres examinaban rollos de tela colocados sobre una mesa. Había otros rollos apoyados en las paredes, en una gama deslumbrante de colores vivos. Un hombre estaba de pie en el vano de una puerta que comunicaba con otra habitación. Cuando Tessia lo miró, él sonrió e inclinó la cabeza educadamente.

—Oh, fíjate —exclamó Avaria de pronto—. ¿No es preciosa?

Guio a Tessia hacia una de las paredes y se quitó un guante para deslizar los dedos con suavidad sobre una tela lisa de un color azul intenso y vibrante.

—Tengo que comprar algo de esto. ¿Qué colores te gustan, Tessia?

Al pasear la vista por la variedad de colores brillantes, Tessia no pudo evitar pensar que eran un poco chillones para su gusto. Intentó imaginar prendas confeccionadas con cada uno de ellos por separado, y se inclinó por el verde oscuro. Le recordaba uno de los ingredientes del bálsamo para heridas favorito de su padre, un aceite de un árbol que crecía en las montañas y que despedía un olor delicioso.

Avaria levantó el rollo y lo sostuvo frente a la cara de Tessia.

—Tienes buen ojo —le dijo—. Esto te favorecerá mucho. —Se volvió hacia el dependiente—. Nos llevamos los dos. Ah, y esto le sentará de maravilla a Everran. —Cogió un rollo de tela color rojo oscuro y le guiñó el ojo a Tessia—. Por fortuna, los pocos rasgos que conserva de sus antepasados sachakanos son los buenos: tiene un cutis envidiable.

«Eso explica el tono dorado de su piel», pensó Tessia. Había advertido diferencias físicas interesantes entre los hombres y mujeres ricos y poderosos de la ciudad y los plebeyos. Los primeros presentaban una diversidad considerable en cuanto a la estatura y la complexión, mientras que los plebeyos tendían a ser menudos y de piel clara, las características típicas de los kyralianos.

Avaria hizo señas al hombre para que se acercara y entabló con él un largo regateo; finalmente extrajo dinero del bolsito bordado que llevaba remetido en la cintura del vestido y contó una suma que estuvo a punto de dejar a Tessia sin aliento. El dependiente envolvió las telas y las entregó a los criados para que cargaran con ellas. Con un suspiro de satisfacción, Avaria salió de la tienda, con Tessia a la zaga, la tomó del brazo de nuevo y reanudó su camino por la calle de la Vanidad.

—¿Qué más podemos comprar? ¡Ya sé! Unos zapatos.

Varias tiendas más tarde, Avaria había adquirido más telas, unos zapatos que harían que Malia soltara chillidos de admiración, un bolsito para que Tessia guardara su dinero en él porque «esa cosa que te ha dado Dakon es demasiado varonil» y unos cuantos espejos de mano. Cuando Tessia vaciló ante un escaparate repleto de instrumentos de escritura, papeles y libros, Avaria, sin mediar palabra, la arrastró al interior de la tienda. Tessia compró unas plumas, tinta y una caja taraceada con maderas distintas para su padre. Avaria elogió su buen gusto.

—Tu padre pensará en ti cada vez que use esto.

A continuación, una tienda repleta de libros llamó la atención de Tessia, que se alegró al ver que Avaria se dirigía hacia allí. Sin embargo, un vistazo rápido bastó para comprobar que entre los tomos sobre sanación no había nada que su padre no tuviera ya. Lord Yerven siempre le llevaba a su abuelo uno o dos libros cuando regresaba de sus viajes a Imardin.

—¿Lees novelas? —preguntó Avaria.

—Encontré algunas cuando me mudé a la casa de lord Dakon —respondió Tessia, acercándose a ella.

Había una hilera pequeña de volúmenes delgados dispuestos dentro de una estrecha caja de exposición.

—¿Y te gustaron?

—Sí. Son un poco… fantasiosas.

Avaria se rio.

—Por eso resultan tan divertidas. ¿Qué has leído?

La luna en el lago. La hija del embajador. Cinco rubíes.

—Son viejas. —Avaria agitó la mano con desdén—. Honarand ha escrito otras mucho mejores desde entonces. Su serie sobre la isla te resultará de lo más cautivadora.

—¿El autor es un hombre?

—Sí. ¿Por qué te extraña tanto?

—Todas están escritas desde el punto de vista de una mujer.

Avaria sonrió.

—Eso no te parecería tan raro si lo conocieras. Ten. —Le entregó dos libros—. Estos son los mejores que ha escrito.

Tessia cogió los volúmenes y se volvió hacia el librero.

—¿Cuánto cuestan?

—Veinte piezas de plata los dos, por tratarse de usted —respondió él.

Ella lo miró fijamente, atónita.

—¿Veinte piezas de plata? Eso es más que un mes de sueldo para un…

Avaria le puso una mano enguantada sobre el brazo y se inclinó hacia ella con expresión seria.

—Esos libros están transcritos a mano. Se tardan semanas en hacer uno. Los libros son caros porque implican un gasto de tiempo y de papel, cuya fabricación también resulta lenta y laboriosa.

Tessia bajó la vista hacia los delgados volúmenes.

—¿Incluso algo tan… en fin, tan frívolo como esto?

La mujer sonrió y se encogió de hombros.

—Todo aquello para lo que existe un mercado es digno de hacerse. En Imardin hay numerosas mujeres a quienes les sobra el dinero y que tienen el corazón solitario pues viven atrapadas en matrimonios concertados por sus padres. —Volvió a encogerse de hombros—. ¿Cuánto vale el consuelo de una fantasía? Aun así, no pagues más de diez piezas de plata por los dos. Yo ofrecería cinco de entrada para empezar a regatear.

Tessia, poco acostumbrada a negociar, solo consiguió que el hombre rebajara el precio a doce piezas de plata, pero compró los libros de todos modos. Esto complació a su anfitriona. Avaria ya le había comprado varios artículos caros, y Tessia sospechaba que también le compraría los libros si no los pagaba ella misma. Por otro lado, quizá habría ocasiones en que Avaria no estaría disponible para entretener a Tessia mientras Dakon y Jayan estaban ocupados con sus importantes reuniones.

Cuando salieron de la tienda, Avaria soltó un grito ahogado.

—¡Oh, mira! ¡Allí está Falia! —De pronto, arrastró a Tessia por el brazo, convirtiendo su paso tranquilo en unas zancadas apresuradas—. ¡Falia, cielo!

Una mujer rubia con un vestido rosa pálido y color crema se volvió, y su rostro se iluminó con una amplia sonrisa cuando vio a Avaria.

—¡Avaria, cielo!

—Te presento a la aprendiz Tessia, que está pasando unos días con nosotros junto con lord Dakon del señorío de Aylen y el aprendiz Jayan de Drayn. Es la primera vez que Tessia visita Imardin.

Falia enarcó las cejas.

—Bienvenida a Imardin, aprendiz Tessia. —Sin dejar de sonreír, ladeó la cabeza y entornó los ojos—. ¿Eres aprendiz de lord Dakon?

—Sí.

—Y Jayan es tu coaprendiz. —La mujer arrugó la nariz—. ¡Te compadezco! Era un mocoso malcriado. Espero que haya mejorado con el tiempo. —Miró a Tessia con expectación.

—En realidad no puedo juzgar, pues no lo conocí cuando era un mo…, esto, un niño —balbució Tessia.

Falia se rio.

—Nuestras familias estaban muy unidas en ese entonces. Ya no lo están. —Hizo un gesto de indiferencia—. Así es la vida en la ciudad. Bueno, ¿y cómo es, ahora que han pasado unos años?

Tessia intentó dar con una palabra adecuada pero no la encontró.

—Mayor.

Tanto Avaria como Falia soltaron una risotada, esta vez con complicidad.

—Supongo que no ha cambiado mucho —concluyó Avaria—. Aunque no está de mal ver.

—¿En serio? —Falia arqueó de nuevo sus expresivas cejas—. Entonces no todo está tan mal. ¿Asistiréis las dos a la fiesta de Darya?

—Por supuesto.

—Yo iba a dirigirme hacia allí, en cuanto comprara unos pastaconos. ¿Me acompañáis? Hay sitio de sobra en mi carruaje.

—¿Por qué no? —Avaria le dedicó una sonrisa a Tessia—. Yo diría que ya hemos gastado lo suficiente por hoy, ¿no crees?

Tessia asintió. Aún no había comprado un regalo para su madre, pero no le cabía duda de que habría más salidas de compras.

Siguieron a Falia por la calle hasta una tienda que vendía especias y otros alimentos, así como un gran surtido de dulces. Los pastaconos resultaron ser unos bizcochos esponjosos en forma de cono y espolvoreados con azúcar muy fino. Falia le explicó que dentro llevaban una pequeña sorpresa de puré de frutas endulzado. Uno nunca sabía de qué fruta se trataba hasta que le daba un bocado.

De alguna manera, Tessia acabó con una bolsa de tiros con sal entre las manos mientras aguardaban a que llegara el carruaje de Falia. Cuando este apareció al fin, Avaria envió a uno de sus criados a decirle a su cochero, que al parecer estaba esperando en la Calle Primera, que regresara a casa sin ellas y las recogiera en casa de Falia más tarde. El otro criado apiló las compras en el carruaje de Falia y se encaramó a la parte trasera.

Durante el trayecto a casa de Darya, las dos mujeres de la ciudad charlaron sobre personas a quienes Tessia no conocía. Fue un alivio para ella, pues estaba agotada. Aunque solo había recorrido a pie una distancia que según sus cálculos era equivalente a atravesar Mandryn dos o tres veces, se sentía como si hubiera cruzado un señorío entero.

Aun así, el cansancio no le impidió darse cuenta cuando enfilaron la Calle Cuarta y avanzaron por el lado opuesto del Paseo del Rey hacia la calle en la que se encontraba la casa de Avaria. Al poco rato, el carruaje se detuvo y las dos mujeres se apearon con tal garbo que bajar por la escalera de mano parecía tan sencillo como descender por la escalinata de una mansión. Tessia las siguió hasta la puerta.

Una vez dentro, Avaria la tomó del brazo de nuevo. Por un momento, Falia pareció ofendida, pero entonces se encogió levemente de hombros y se adentró en la casa, con ellas a la zaga.

El hogar de Darya tenía una distribución que Tessia empezaba a reconocer como típicamente kyraliana, al igual que la Residencia de lord Dakon. La puerta se abría a un recibidor desde el que arrancaba la escalera que subía a la primera planta y con aberturas a ambos lados que daban acceso a las habitaciones de la planta baja.

Un criado las condujo hasta un salón de la primera planta con unos ventanales que tenían vistas a la calle. Tres mujeres que estaban sentadas a una mesa redonda se pusieron en pie para recibir a las recién llegadas. A Tessia le sorprendió ver que la anfitriona era baja, regordeta y de un aspecto inconfundiblemente sachakano. Sin embargo, cuando lady Darya sonrió, sus ojos verdes brillaron con simpatía.

—¡Avaria! ¡Falia! —Rozó las mejillas de ambas mujeres con las yemas de los dedos antes de volverse hacia Tessia—. Y esta debe de ser la aprendiz Tessia. Bienvenida. Sentaos. Poneos cómodas. ¡Oh! ¡Habéis traído pastaconos!

Las otras mujeres emitieron exclamaciones de aprobación cuando se depositaron los pasteles sobre la mesa. Los criados llevaron más sillas, así como una fuente de plata para que dispusieran en ella los pasteles.

La conversación que siguió era tan ruidosa, animada y confusa como el ambiente que reinaba en el mercado. Tessia se limitó a escuchar, y durante un rato fue como si todas las demás se hubieran olvidado de su presencia. Las otras dos mujeres eran Kendaria y lady Zakia. Darya se había casado con el hijo mago de un rico mercader… y con toda su familia, añadió en broma. El esposo de Zakia era un lord urbano y también un mago. El marido de Kendaria era primo del rey, y el matrimonio vivía con el hermano mayor de él y su familia. Tessia se percató de que dedicaban mucho tiempo a reírse de sus esposos.

Cuando ya no se podía sacar más jugo del último cotilleo y todas se habían sumido en un silencio especulativo, Avaria señaló a su invitada con la cabeza.

—El padre de Tessia es sanador, y ella era su ayudante antes de descubrir sus poderes por casualidad.

—¡Eres una nata! —Zakia asintió en señal de aprobación—. Debes de ser muy poderosa.

Tessia se encogió de hombros.

—Aún no lo sé, pero me han dicho que así es como funcionan las cosas.

—Kendaria está estudiando para ser sanadora —dijo Avaria, lanzándole a Tessia una mirada significativa.

Tessia parpadeó, sorprendida, y se volvió hacia la mujer menuda que estaba sentada a su lado.

—¿De verdad? —Hizo una pausa—. Creía que… ¿No se supone que las mujeres…?

Kendaria rio con suavidad.

—Dinero —dijo—. Influencia. Y el hecho de que no existe ninguna norma o ley que nos prohíba estudiar para ser sanadoras. En cuanto a la posibilidad de ejercer como tal… —Levantó los hombros, aunque sus ojos expresaban una firme determinación—. Ya veremos cuando llegue el momento, aunque solo he empezado porque quería utilizar mis conocimientos para ayudar a amigos y familiares.

Una mezcla de esperanza y amargura invadió a Tessia. Si su padre hubiera sido rico e influyente, ¿habría podido estudiar ella también? ¿Era Kendaria la primera mujer que desafiaba la tradición?

La mujer se inclinó hacia ella.

—Si lo deseas, te llevaré a ver una disección. ¿Te gustaría?

Tessia sintió un escalofrío. Se acordó de cuando su padre le había descrito con nostalgia lo que había visto y aprendido al presenciar disecciones, las pocas veces que había visitado Imardin y el Gremio de Sanadores para ampliar sus conocimientos. Sus descripciones eran tan aterradoras como fascinantes, y Tessia siempre se había preguntado si, de encontrarse en la misma situación, ella se desmayaría o se embebería en los misterios del cuerpo humano, como había hecho él. Le gustaba pensar que no se desmayaría, y cada vez que trataban una herida sangrienta o se encontraban con un cadáver se preguntaba si aquello era una prueba suficiente de su temple.

—¡Puaj! —exclamó Zakia—. No sé cómo eres capaz de soportarlo. No vayas si no quieres, Tessia. Nadie te lo reprochará.

Tessia sonrió y miró a Kendaria.

—Me encantaría.