13

Al principio, Tessia avistó una extraña zona plana en el espacio comprendido entre dos montañas y se preguntó qué sería. Parecía un segundo cielo, pero más oscuro, y ocupaba un espacio en el que debía haber tierra.

Entonces el carruaje salió de la curva que rodeaba una colina, y se abrió ante ellos una enorme extensión azul. Ella sabía que debía de tratarse del mar. ¿Qué otra cosa podía ser? Era llano, pero se movía sin cesar, como si estuviera vivo. Rizado como la superficie de un estanque acariciado por el viento, de vez en cuando formaba espuma como un río impetuoso. Además, en el agua flotaban unos objetos que ella solo había visto en pinturas: buques diminutos y barcas incluso más pequeñas.

No se había acostumbrado aún a la majestuosidad de la vista cuando Imardin apareció ante sus ojos.

Era evidente que se estaban acercando. El camino estaba cada vez más transitado, en un flujo constante de personas con sus carretas, carruajes y bestias de tiro. La carretera serpenteaba a lo largo del ancho río Tarali hacia una cordillera del sur. A Tessia le habían dicho que la ciudad yacía al pie de la primera montaña, en el punto en que el río desembocaba en el mar, lo que les proporcionaba un refugio natural donde amarrar sus embarcaciones.

El carruaje dejó atrás la colina, y Tessia contempló asombrada la masa de piedra y tejas que se desplegaba ante ellos.

—Pareces sorprendida, Tessia —observó Jayan, sonriendo con petulancia.

—Es más grande de lo que suponía —reconoció, reprimiendo su irritación.

—Imardin es tres veces más pequeña que Arvice, la ciudad principal de Sachaka —le informó Dakon—, pero los sachakanos prefieren mansiones extensas de una sola planta. Los kyralianos construyen viviendas de dos o tres plantas, muy juntas entre sí para que quepan más en un espacio más reducido.

Tessia se volvió hacia él.

—¿Habéis estado en Arvice?

Dakon sacudió la cabeza con una sonrisa.

—No, pero me la describió un amigo muy poco dado a la exageración.

Tessia dirigió de nuevo la mirada hacia la ciudad e intentó identificar los lugares clave que había visto en mapas y grabados. La carretera por la que circulaban, que había sido pavimentada hacía ya un tiempo, atravesaba la ciudad describiendo una curva suave y después discurría por la costa.

«En el lado desde el que nos acercamos se llama Vía Norte, dentro de la ciudad se llama Vía Principal y al otro lado se convierte en la Vía Sur», recordó. Todo resultaba muy sencillo y lógico.

Había cinco calles amplias paralelas a la Vía Principal, cada una situada a mayor altura en la falda de la montaña. Desde el puerto ascendía otra arteria que cruzaba las seis calles y llegaba hasta el Palacio Real. Se trataba del Paseo del Rey, y en su confluencia con la Vía Principal se encontraba la extensa plaza del Mercado.

La maraña de edificios que se alzaban ante ella ocultaba casi todos estos detalles. Tessia alcanzaba a ver unos tejados alineados con las calles, pero por lo general componían un batiburrillo de formas y tamaños. Solo las torres del Palacio Real, en la zona alta de la ciudad, se distinguían con claridad. Cuando el carruaje pasó entre las primeras estructuras que bordeaban el camino, resultó aún más evidente que aquella no era la ciudad ordenada y limpia que se perfilaba en los mapas.

Las primeras viviendas eran casuchas claramente construidas con materiales de desecho. Estaban ocultas en parte tras muchedumbres de personas sucias y delgadas vestidas con harapos. Una mujer cuya sonrisa dejaba a la vista los pocos dientes ennegrecidos que le quedaban se acercó cojeando al carruaje, sosteniendo en alto una cesta con fruta arrugada. Tessia reparó en que guardaba cierta distancia. Otros salieron al paso del carruaje, ofreciendo productos con un aspecto no mucho más fresco o atractivo. Al mirar detrás de ellos, Tessia vio los brazos alzados de una hilera interminable de personas apiñadas contra las paredes de las casuchas, en una especie de saludo continuo al vehículo en marcha. Cayó en la cuenta de que eran mendigos que tendían hacia ellos la mano o algún recipiente, pidiendo una moneda. Cuando miró con mayor detenimiento, vio llagas que había que lavar y vendar, signos de enfermedades causadas por una mala nutrición, bultos que un cirujano experto habría podido extirpar con facilidad. Le llegaban olores a basura y excrementos, infecciones y sudor rancio.

Se sentía paralizada. Horrorizada. Aquella gente necesitaba ayuda. Necesitaba un ejército de sanadores. Tenía ganas de bajar del carruaje de un salto y hacer algo, pero ¿qué? No llevaba consigo una bolsa con medicinas y utensilios, ni un quemador con el que purificar una cuchilla, ni una cuchilla que purificar. Además, ¿por dónde empezaría?

Una oleada de abatimiento la recorrió y la caló hasta los huesos como una lluvia helada. Mientras se hundía en su asiento notó unos ojos cercanos clavados en ella. Lord Dakon. Tessia no alzó la vista. Sabía que vería compasión en ellos, y en aquel momento era lo último que necesitaba.

«Debería estar agradecida hacia él por comprenderme. Sabe que deseo sanar a esa gente pero no puedo. No quiero su compasión, sino sus conocimientos, recursos y libertad para poder ayudarlos. Y una explicación de por qué viven así y por qué nadie ha hecho nada al respecto».

El camino se ensanchó de pronto y llegaron a un espacio abierto. A un lado, ella vio buques y barcas amarrados a largos muelles de madera que se extendían sobre el río. Al otro lado, una calle amplia ascendía entre casas grandes de piedra. Tessia dedujo que aquello era la plaza del Mercado.

—¿No debería haber puestos instalados? —preguntó.

—Solo en día de mercado, una vez cada cinco días —respondió Dakon.

El carruaje giró y se incorporó despacio al flujo de otros vehículos que avanzaban hacia el Paseo del Rey. La circulación era lenta. De vez en cuando se abría paso un carruaje grande y espectacular sobre el que iban hombres vestidos con colores chillones que obligaban a los otros viajeros a apartarse a golpes de fusta. Tessia se preguntó por qué nadie protestaba por esa brutalidad gratuita. La pareja bien vestida que había vislumbrado en el interior de uno de aquellos carruajes en compañía de sus tres hijos no parecía haber reparado en ello. Aunque lord Dakon no hacía ni decía nada, ella se sintió aliviada al ver que tampoco pedía a Tanner que aligerase la marcha valiéndose de su látigo.

También advirtió que buena parte del tráfico evitaba la zona central de la calzada. Incluso los carruajes más elegantes apenas se atrevían a circular por el centro, y se alejaban de él en cuanto podían. Cuando dos jinetes de uniforme idéntico se acercaron a medio galope por la franja de en medio, ella supuso que eran lacayos de algún tipo que se dirigían al palacio. Debía de estar prohibido entorpecer el paso a quien utilizara la calle para ocuparse de asuntos reales, y la pena o castigo debía de ser severo si incluso quienes iban en carruajes lujosos estaban ansiosos por evitarlos.

—¿Ves esos edificios de la izquierda? —dijo Dakon, desviando su atención del tráfico a las grandes paredes de piedra clara que se alzaban cerca de allí—. Los construyeron los sachakanos cuando gobernaban Kyralia. Aunque hicieron suya la costumbre kyraliana de edificar casas de varios pisos, importaron la piedra de canteras situadas en las montañas de su país.

—¿Cómo? —inquirió ella y, acto seguido, cuando cayó en la cuenta de que la respuesta era obvia, sacudió la cabeza—. Esclavos.

—Así es.

—¿Quién vive en ellas ahora?

—Aquellos lo bastante afortunados para heredarlas o lo bastante ricos para comprarlas.

—¿La gente quiere vivir en casas construidas por los sachakanos?

—Están bien diseñadas. Cálidas en invierno, frescas en verano. Las mejores cuentan con tuberías de agua caliente en los cuartos de baño. —Se encogió de hombros—. Del mismo modo que nosotros consideramos a los sachakanos unos bárbaros por esclavizar a otros, ellos nos consideran unos bárbaros por ser sucios y poco refinados.

—Al menos nosotros aprendimos de ellos cuando estuvimos en contacto con sus costumbres. Adoptamos su tecnología, mientras que ellos siguieron siendo unos esclavistas —aseveró Jayan.

—Nos devolvieron la independencia —señaló Dakon— tras un proceso de negociación y no de una guerra, algo que Sachaka nunca había hecho antes. ¿Esa disposición a conversar en vez de luchar fue fruto de nuestra influencia?

Jayan se quedó pensativo.

—Tal vez.

—¿Cómo era Kyralia antes de la llegada de los sachakanos? —preguntó Tessia.

—Un cúmulo de señoríos independientes que tan pronto convivían en paz como guerreaban entre sí —le dijo Dakon—. No había un soberano que los gobernara a todos, aunque el lord del señorío del sur era el más poderoso con diferencia. Todos los mercaderes acudían a Imardin a hacer negocios, y controlar el centro de comercio le permitió amasar una fortuna.

—¿El rey Errik desciende de aquel lord?

—No, el lord del sur murió durante la invasión. Nuestro rey desciende de uno de los hombres que negociaron nuestra independencia.

—¿Cómo vivían los magos antes de la invasión?

—No había muchos, y la mayoría vendía sus servicios a los lords de los señoríos. En los pocos documentos que se conservan de aquella época solo se menciona a siete. Tampoco existe una descripción de la magia superior. Algunos creen que los sachakanos la descubrieron y que gracias a ello conquistaron muchos países con tanta facilidad. Acabaron por perderlos cuando el conocimiento de la magia superior se propagó por aquellos países y los magos locales empezaron a igualarlos en fuerza.

El carruaje enfiló una calle lateral. Al percatarse de que había olvidado contar las calles, Tessia miró alrededor en busca de alguna pista que le permitiera identificar aquella por la que circulaban. En la pared de uno de los edificios de la esquina había una placa de metal pintada.

«Calle Cuarta», rezaba.

Por las clases sobre Imardin que había recibido, Tessia sabía que las personas que vivían más cerca del palacio eran por lo general más importantes y poderosas que las que residían colina arriba, aunque esta norma no siempre se cumplía. Había familias poderosas que vivían cerca de la plaza del Mercado porque ellos o sus predecesores habían perdido su fortuna pero no su influencia, o simplemente porque les gustaba su casa y no querían mudarse a otro sitio. En cambio, el caso contrario no se daba: no había familias pobres o insignificantes que residieran por encima de la Calle Tercera.

Cuando Dakon le había explicado la estructura social de Imardin, Tessia le había preguntado si las casas pasaban constantemente de unas manos a otras conforme la riqueza y la influencia aumentaban o decrecían. Él le había respondido que las viviendas rara vez cambiaban de propietario. Las familias poderosas de Kyralia habían aprendido a aferrarse a sus posesiones, y solo las circunstancias más dramáticas podían arrebatárselas.

Si los anfitriones de Dakon vivían en la Calle Cuarta, debían de ser importantes. Casi todas las casas que Tessia alcanzaba a ver eran de construcción sachakana, o quizá imitaciones. El carruaje se detuvo ante una puerta de madera grande con un porche remetido en la fachada. Un hombre uniformado dio un paso al frente e hizo una reverencia.

—Bienvenido, lord Dakon —dijo. Saludó a Jayan con un movimiento rígido de la cabeza—. Aprendiz Jayan. —A continuación, para sorpresa de Tessia, se dirigió a ella—. Aprendiz Tessia. Lord Everran y lady Avaria les esperan y les ruegan que pasen y se unan a ellos para el refrigerio de la tarde.

—Gracias, Lerran —dijo Dakon, apeándose del carruaje—. ¿Cómo están el lord y su esposa?

—Lady Avaria ha estado un poco fría y lenta, pero este último mes se encuentra mucho mejor.

Tessia sonrió. La expresión «fría y lenta» aludía a la creencia de que alguien con aspecto pálido y cansado seguramente tenía bajo el ritmo del corazón y también la temperatura del cuerpo. No siempre era así, y el dicho tenía más que ver con ideas que se había formado algún lego en la materia al oír de pasada el comentario de un sanador.

Cuando todos hubieron bajado del vehículo, el cochero se lo llevó y lo hizo pasar por una abertura mucho más grande en la fachada de la casa. Lerran los guio a través de las puertas. Al otro lado, en vez de un suntuoso recibidor, encontraron un pasillo amplio. Dakon volvió la vista atrás, hacia Tessia.

—En las casas sachakanas esto se conoce como el «acceso» —le explicó—. A la habitación del fondo se le llama «sala maestra», y es el lugar donde el propietario de la casa recibe, entretiene y sirve las comidas a sus visitas.

La estancia en la que entraron era enorme. Había bancos cubiertos con cojines diseminados por la sala, y en las zonas de las paredes que no estaban tapadas por armarios voluminosos colgaban cuadros, tapices y figuras talladas. Había puertas orientadas en todas direcciones. Como Tessia no veía ninguna escalera por allí, supuso que el acceso a la planta superior estaba en otra parte de la casa.

De pie en el centro de la sala, una pareja sonreía a sus invitados. «Deben de ser lord Everran y lady Avaria». Eran más jóvenes de lo que había imaginado Tessia; probablemente tenían menos de treinta años. Lord Everran era un hombre alto y delgado con el cabello negro típico de los kyralianos, pero tenía la piel más oscura de lo normal, con un agradable tono dorado. Era bastante apuesto dentro de su estilo acicalado y pulcro, decidió ella.

Tessia nunca había visto una mujer como lady Avaria. Su anfitriona era atractiva, pero de una sobriedad extrema. «Es el vivo ejemplo de lo que mamá quería decir cuando intentaba describirme lo que es la “elegancia”», reflexionó Tessia. Pero había algo en el rostro de Avaria —un brillo de picardía en los ojos, un toque extraño en su sonrisa— que parecía indicar que bajo aquella fachada de compostura se escondía un espíritu travieso. «Y además es una maga», se recordó.

La expresión de Everran reflejaba una franca alegría cuando recibió a Dakon, palmeándole la parte superior de los brazos en lo que Tessia dedujo que era una forma de saludo entre hombres importantes. Se percató de que no honraba a Jayan con el mismo gesto. Recordaba que lord Gilar tampoco lo había saludado así. Quizá Jayan no sería considerado importante hasta que se convirtiera en un mago superior.

Lady Avaria no siguió el ejemplo de su esposo. Sonrió y rozó la mejilla de Dakon con los dedos.

—Me alegro de verte de nuevo, Dakon —dijo con voz afectuosa y suave. Se volvió hacia Jayan—. Bienvenido de nuevo, aprendiz Jayan de Drayn.

Tessia percibió en ambos anfitriones una mirada alerta. Cuando posaron la vista en ella, tuvo la clara sensación de que la examinaban con sagaz detenimiento. «Menos mal que no soy una de esas personas que balbucean cuando se ponen nerviosas —pensó mientras respondía a sus preguntas—, y que no tengo nada que ocultar. Algo me dice que no pasarían por alto el menor desliz que cometiera al hablar».

—¿Ayudante de un sanador? —dijo Avaria—. Tengo una amiga que está formándose como sanadora. Debería concertar una cita entre vosotras, para almorzar o algo así.

Tessia pestañeó, sorprendida.

—Yo no era más que una simple ayudante. Seguramente le pareceré más bien…, eh, poco interesante.

—Oh, estoy segura de que te encontrará fascinante —le aseguró Avaria—. Además, yo estaba deseando tener una nueva compañera de compras. —Se volvió hacia Dakon—. Vamos a ver, ¿les has dado a tus aprendices la asignación habitual?

—Lo haré en cuanto nos hayamos instalado en nuestros aposentos —respondió él, riendo entre dientes.

—Los precios han subido considerablemente desde tu última visita —lo previno Avaria—. Como es la primera vez que Tessia viene a la ciudad, tendrá que hacer algo más que renovar su vestuario.

Tessia notó que se le encendía el rostro.

—No tengo que… —empezó a decir pero calló cuando Jayan extendió la mano para interrumpirla.

—Oh, sí, tienes que hacerlo —le dijo Jayan por lo bajo— si quieres sobrevivir en compañía de Avaria durante más de cinco minutos.

La señora lo miró con los ojos entornados.

—Te he oído.

—También tiene el oído muy fino —le advirtió Jayan a Tessia.

—Cinco minutos. —Avaria hizo chasquear la lengua, con un destello de diversión en la mirada—. Cinco minutos enteros. Tengo que hacer algo para recuperar mi reputación.

—¡Hanar!

Reprimiendo una mueca, Hanara se enderezó y dirigió la vista hacia el dueño de la voz. Ningún hombre kyraliano respetable tendría un nombre que acabara en «a», como sus mujeres —al menos eso le habían dicho los mozos de cuadra—, por lo que habían acortado el suyo.

Ravern, el jefe de las caballerizas, estaba de pie frente a la puerta. Le indicó con señas que se acercara, así que Hanara dejó la pala a un lado y se encaminó hacia él.

—Llévale esto a Bregar, el jefe del almacén —ordenó Ravern, tendiéndole a Hanara una tablilla encerada con palabras garabateadas en ella—. Tráeme lo que él te dé a cambio. Y date prisa, o lo pillarás a medio cenar.

Hanara asintió con la cabeza como hacían otros criados para demostrar respeto al hombre, y salió con paso rápido a la luz del atardecer. Se guardó la tablilla en la parte interior del manto, con la cara encerada hacia fuera, sujeta por el cinturón. Bajó velozmente por el camino de carretas en dirección a las puertas y se detuvo por unos instantes para recorrer la aldea con la vista.

No había nadie en la calle. No era de extrañar; había refrescado, lo que preludiaba una nevada nocturna.

Tras enfilar el camino principal, se dirigió con zancadas resueltas hacia el enorme edificio del almacén. No solo era el lugar donde se guardaban los productos del señorío y los artículos que importaban para consumo del pueblo, sino también una tienda. El jefe de las caballerizas ya lo había enviado en varias ocasiones a hacer recados parecidos. Hanara sospechaba que estaba poniendo a prueba su fiabilidad. Y su utilidad.

Cuando llegó al almacén, Hanara entró y sacó la tablilla de su manto. Como el jefe del almacén no estaba, tocó la campanilla. Bregar salió por una puerta del fondo, arrastrando los pies, y su cara de pocos amigos se suavizó cuando vio a Hanara. No se fiaba de Hanara, pero nunca se burlaba de él. Extendió la mano para coger la tablilla.

Bregar era muy corpulento para tratarse de un kyraliano. Hanara suponía que tenía algún antepasado sachakano. Mientras él esperaba, el hombre apiló sobre una mesa unos cubos sólidos de una sustancia brillante y luego colocó al lado unos sacos de grano y una pesada jarra de cerámica con el tapón generosamente sellado con cera. Todos los artículos eran para las caballerizas, lo que no tenía nada de raro, pero Hanara se había percatado de que, a diferencia de otros mozos de cuadra, nunca le habían encargado que fuera a buscar comida para la Residencia ni que llevara al herrero objetos que necesitaban que los afilara.

Bregar le devolvió la tablilla. Ahora que había un montón de tamaño considerable sobre la mesa, el jefe del almacén comenzó a meterlo todo en una caja de madera. Al ver esto, Hanara se guardó de nuevo la tablilla bajo la parte delantera del manto. Necesitaría las dos manos para cargar con la caja. Cuando Bregar levantó la caja, Hanara se agachó y le indicó que la colocara sobre su espalda. Se enderezó, y el hombre emitió un gruñido interrogativo con el ceño fruncido.

Hanara asintió. El jefe del almacén se encogió de hombros y abrió la puerta.

En el exterior, la luz del sol se extinguía. Mientras echaba a andar hacia la Residencia, Hanara pensó que aquel gruñido era lo más parecido a una conversación que había mantenido con Bregar. No le importaba. Los esclavos tendían a ser igual de reservados. Hablar de más podía meterlos en líos.

A medio camino de la Residencia, Hanara notó un dolor punzante en el brazo. Dio un respingo pero siguió andando. Esto le ocurría a menudo cuando paseaba solo por la aldea. Sobre todo cuando los dos jóvenes patanes estaban cerca.

Un poco más adelante, oyó unas pisadas que se acercaban. Al ver a los dos jóvenes, sintió que el alma se le caía a los pies. Casi siempre eran un incordio, pero si se le caía la caja por su culpa y se rompía algo, tendría problemas cuando volviera a las cuadras.

Siguió caminando. Los otros dos le dieron alcance y se situaron uno a cada lado, avanzando a la misma velocidad que él.

—Hanara —dijo uno de ellos—. ¿Tienes esposa en Sachaka?

Él guardó silencio como siempre y continuó andando.

—¿La echas de menos? ¿Echas de menos llevártela al catre?

—¿Lo hace ahora tu amo sachakano?

Un pie delante del otro. Sus provocaciones no significaban nada. Ellos sabían demasiado poco sobre él para hacerle daño. La ventaja de que no lo dejaran encariñarse con nadie era que no había nada que pudieran utilizar contra él.

—¿O lo hacía él contigo?

Era una expresión rara, aquella de «llevarse al catre» a alguien. Como si el acto de la reproducción humana se llevara a cabo con muebles y no con partes del cuerpo.

—Apuesto a que se meterá en un buen aprieto si se le cae esa caja.

—Son cosas para la Residencia —observó el otro.

—¿Y qué? Lord Dakon puede permitirse comprar más si se rompen. En cambio, aquí Hanara no puede permitirse cometer un error, o lo echarán a patadas.

La entrada para carros estaba a solo unos cientos de pasos de allí. Hanara sintió que le propinaban un empujón desde un lado. Se tambaleó, pero logró mantener su carga equilibrada. Recibió un empujón desde el otro lado. Esta vez le pisó el pie a uno de los patanes al dar un bandazo. El joven soltó una palabrota.

—Estúpido esclavo —gruñó. Se plantó delante de Hanara, y le descargó un puñetazo en el estómago.

Se oyó un crujido. El joven reculó, boquiabierto y con el rostro crispado por el dolor. Hanara notó que los trozos de la tablilla resbalaban hasta quedar apoyados contra su cinturón.

Oyó detrás de sí que el otro patán preguntaba qué había pasado.

—No lo sé. Es como si llevara una armadura. ¡Ay! Me parece que se me ha roto el pulgar.

Hanara sonrió. Salió al camino de carros y no pudo resistir la tentación de mirar de nuevo hacia la aldea. Sin embargo, antes de que alcanzara a distinguir a los dos patanes en la penumbra, otra cosa captó su atención.

Al otro lado de la aldea, sobre la cima que se elevaba detrás, una luz azul se encendía y se apagaba.

Se le heló la sangre.

Se volvió y bajó por el camino a toda prisa hacia las caballerizas con el corazón desbocado. Aunque no era capaz de leer el texto escrito en la tablilla rota que tenía bajo el manto, sí sabía descifrar el código de la luz parpadeante en la montaña. Representaba una palabra. Una orden.

«Informa».

Takado había vuelto.