Tessia cruzó sigilosamente por la puerta principal de la casa de lord Dakon y entró en el recibidor bien iluminado. Últimamente el mago le insistía en que utilizara la entrada delantera, alegando que tanto Jayan como él la usaban, y que si ella se empeñaba en entrar y salir por la puerta de servicio, los aldeanos creerían que él se resistía a concederle todos los derechos que traía consigo su nueva condición.
Todo era mucho más elegante en aquella parte de la casa. Una escalera lo bastante ancha para que dos o incluso tres personas subieran una al lado de otra, con una barandilla primorosamente tallada, ascendía a la primera planta. Amplias aberturas a izquierda y derecha invitaban al visitante a internarse por pasillos laterales, desde donde podían acceder al comedor y a un salón formal.
Cuando Tessia cerró la puerta, una cabeza asomó por uno de los pasillos. Keron sonrió, saludó cortésmente con un movimiento de la cabeza y desapareció de nuevo. Tessia cruzó el vestíbulo hacia las escaleras.
Al llegar arriba se detuvo. Dakon le había propuesto que cenara con sus padres el día antes de partir hacia Imardin. Veran y Lasia habían expresado su entusiasmo por su viaje inminente, cada uno a su manera: su madre con exclamaciones de deleite, y su padre con consejos discretos sobre cómo debía comportarse en la ciudad. Había sido agradable pero agotador. Estaba deseando subir a su habitación y meterse en la cama.
Salía luz de la puerta de la biblioteca, y unas voces llegaron hasta sus oídos. Casi sin darse cuenta, Tessia se encaminó hacia la puerta en vez de dirigirse a su dormitorio. Dudaba que pudiera conciliar el sueño, a pesar de su cansancio. Seguramente se quedaría despierta en la cama, como las dos noches anteriores, pensando en el viaje que le esperaba y en lo que podía suceder en la ciudad. Por otra parte, tal vez Dakon tuviera instrucciones de última hora que darle.
Cuando apareció en la puerta, Dakon y Jayan alzaron la vista. Ella vio que ambos tenían libros entre las manos, pero por las voces que había oído Tessia supuso que habían interrumpido la lectura para hablar. El mago sonrió, pero una arruga surcó la frente del aprendiz por un instante.
—Ah, Tessia —dijo Dakon—. ¿Cómo ha ido la cena con tus padres?
—Bien, lord Dakon. Me han prodigado consejos. —Se encogió de hombros—. No estoy segura de que sean muy útiles, aunque me los han dado con la mejor de las intenciones.
—Estoy seguro de ello —dijo él, riéndose entre dientes—. Tu madre no conoce Imardin, ¿verdad?
—No. Mi padre sí, pero hace más de diez años que no viaja allí. Al parecer esto es algo que le molesta ahora. Me temo que le habéis metido ciertas ideas en la cabeza.
—Hmmm. Tal vez debería haberlo invitado a acompañarnos. Supongo que ya es demasiado tarde para eso.
Ella contuvo el aliento. Habría sido maravilloso viajar a Imardin con su padre. Estaba convencida de que a él le habría gustado. Sin embargo, era probable que Veran hubiera rechazado la oportunidad por temor a dejar la aldea sin un sanador.
Se impuso un silencio breve. Ella intentó pensar algo que decir.
—¿Hay algo más que deba hacer antes de que partamos por la mañana?
Dakon sacudió la cabeza, pero la contempló con expresión pensativa.
—Sí, hay una cosa. —Hizo una pausa—. Ahora que has alcanzado el control sobre tu energía, ha llegado el momento de que iniciemos el ritual de la magia superior.
Tessia parpadeó y se estremeció con una mezcla de emoción y miedo.
—¿Esta noche? —Notó que se le aceleraba el corazón—. ¿Ahora?
—Sí.
—Bien, de acuerdo. —Entró en la habitación—. ¿Y cómo… funciona?
—Tal vez sería más fácil mostrárselo —sugirió Jayan.
Tessia se sobresaltó. Casi se había olvidado de que él estaba allí.
Dakon se volvió hacia el aprendiz. Tras intercambiar una mirada indescifrable, Dakon asintió despacio.
—Tal vez tengas razón.
Se levantó de su asiento y se situó en el espacio comprendido entre los sillones. Jayan dejó su libro a un lado, bostezó y se puso de pie. Esbozó una sonrisa, y de pronto una expresión que Tessia nunca había visto serenó su rostro y le confirió una dignidad que lo hizo parecer mayor.
Se acercó a Dakon y se detuvo frente a él, con la vista fija en el suelo. A continuación se arrodilló y levantó las manos, con las palmas hacia arriba, a la altura de su cabeza.
A Tessia le bajó un escalofrío por la espalda. Jayan ya no era el joven desdeñoso de siempre, sino un aprendiz obediente y sumiso. Dakon ya no era el benévolo gobernante del señorío y la aldea, sino el maestro de magia. «Este es el mundo de los magos que la gente de a pie no llega a conocer», pensó ella. Era un mundo que ellos habían mantenido en secreto hasta entonces. Un mundo del que ella formaba parte. Esta idea se le antojó irreal. Inverosímil. Pero tal vez participar en el ritual reforzaría su sensación de pertenecer a ese mundo.
Dakon llevó la mano al interior de su chaqueta y extrajo un objeto pequeño y delgado. Cuando deslizó una pieza del objeto para abrirlo, Tessia cayó en la cuenta de que era una navaja pequeña. Dakon tocó ambas palmas de Jayan con la punta de la hoja. Si a Jayan le dolió, lo disimuló bien. A continuación, el mago guardó la navaja, posó las manos sobre las de Jayan y cerró los ojos.
Tessia aguantó la respiración, con el corazón latiéndole aún a toda prisa. Al cabo de un momento, Dakon apartó las manos de las de su aprendiz, sonrió y murmuró algo. El rito había concluido.
«¿Eso es todo? —pensó ella—. No, claro que no. Siempre hay algo más cuando se trata de la magia».
Jayan se levantó, se sacudió el polvo de las rodillas con aire reflexivo y sacó un trapo de su vestidura para limpiarse las manos. La miró y se encogió de hombros.
—¿Lo ves? No tiene mayor secreto.
«Que salte a la vista, no», pensó ella con sarcasmo. Sin embargo, ver que él había sobrevivido al ritual tan campante la tranquilizó. Conteniendo una aprensión repentina y luchando por dominar sus nervios, dio un paso al frente. Jayan se apartó mientras ella se acercaba, y Dakon le dedicó a Tessia su sonrisa de aliento habitual. Una vez se encontró frente a él, alzó la mirada pero la desvió enseguida al comprender que sería más incómodo cuanto más prolongara la parte del rito que seguía. Se arrodilló rápidamente y levantó las palmas, sin despegar los ojos del suelo e intentando no imaginarse a sí misma con un aspecto tan sumiso como el que había mostrado Jayan.
«Sumiso pero respetuoso —pensó de repente—. Supongo que el rito reviste cierta dignidad. Me pregunto cómo lo harán los sachakanos. Probablemente ni siquiera siguen un ritual. Deben de arrancar la energía a sus esclavos sin más cuando les apetece. Así que el hecho de que los magos kyralianos tengan un ritual es algo positivo, una muestra de respeto hacia los aprendices…».
Al notar un dolor agudo y localizado en la palma, resistió el impulso de mirar hacia arriba. Hubo un segundo pinchazo. Entonces la mano de Dakon entró en contacto con la suya.
Empezó a sentir un leve mareo. Después no tan leve. Se percató de que se estaba inclinando hacia un lado e intentó recuperar el equilibrio, pero no consiguió que su cuerpo la obedeciera. Unas manos la aferraron por los hombros para sostenerla. La sensación de debilidad se tornó más definida cuando ella notó que otra voluntad absorbía su energía. Aunque reconoció la presencia de Dakon asociada a aquella voluntad, se resistió instintivamente…, en vano. Por primera vez desde que había aprendido a encauzar su energía, no tenía control sobre ella.
De pronto, el control le fue devuelto. Ella sintió que una sacudida le recorría el cuerpo como reacción exagerada a su deseo de recuperar el equilibrio. Unas manos la sujetaron de nuevo.
—No te preocupes. Ya aprenderás el truco para dejar de caerte.
Era la voz de Jayan, procedente de detrás de ella. Era él quien la estaba sosteniendo. De repente, lo único que ella deseaba era levantarse para dejar de estar arrodillada en el suelo sin nada que le impidiera caer al suelo excepto Jayan. Se soltó y se puso de pie, extendiendo la mano hacia una silla para estabilizarse mientras la invadía otra vez una sensación de mareo.
—Despacio —dijo Dakon—. Te has manejado bien, pero puede ser duro para el organismo hasta que se acostumbra.
Tessia se volvió hacia él.
—Entonces, ¿ha dado resultado? ¿No he hecho algo mal?
—No —respondió él con una sonrisa—. Ha dado resultado. Como dice Jayan, tu cuerpo encontrará la manera de sostenerse solo. Tu mente se adaptará también. ¿Cómo te encuentras?
Ella se encogió de hombros.
—Bien. Ha sido… interesante. Soportable. —Echó una mirada a Jayan, que la observaba con una leve sonrisa en los labios—. Sobreviviré.
Dakon llevó de nuevo la mano a su chaqueta, pero esta vez sacó un pequeño paño blanco y se lo tendió. Al cogerlo, ella se percató de que tenía un hilillo de sangre en la palma de la mano.
—¿Alguna pregunta? —inquirió él con aire expectante.
—¿Por qué es necesario hacer los cortes? —preguntó ella mientras se enjugaba las manos, apretándose las incisiones que tenía en las palmas. Ya no le sangraban.
—La piel de los humanos y los animales es una especie de límite —explicó él—. Todo lo que tenemos debajo de la piel está bajo nuestro control. Por eso un mago no puede acceder al interior del cuerpo de otro humano para dañarlo, por muy poderoso que sea. Puede atacarlo desde fuera, pero no influir en nada de lo que hay dentro. —Dakon regresó a su sillón a sentarse, y Jayan lo imitó—. Para hacernos con el control, debemos traspasar la barrera.
Tessia reflexionó sobre esta información mientras se acercaba a su asiento habitual.
—¿El mago que absorbe la energía siempre tiene el control? ¿Qué pasa si la persona a quien intenta controlar es un mago superior también?
—El que absorbe energía sigue teniendo la barrera intacta —señaló Dakon—. Y aunque no fuera así, una vez que empieza a asimilar energía también puede debilitar el cuerpo del otro. El grado en que lo haga depende de la habilidad y el propósito del mago que utiliza la magia superior. Si se trata de un intercambio benévolo, debilitará al otro lo menos posible. Si es malévolo, el mago superior puede paralizar a su víctima, impidiéndole incluso pensar.
Tessia se estremeció. Aunque el rito de la magia superior era simple, parecía una versión suavizada de un acto de violencia y muerte. Era algo análogo a pedir a los aprendices que expusieran su garganta al agudo filo de la espada de su maestro, confiando en que no los degollaría.
Pero no había espada que arrebatara las fuerzas a sus víctimas. No había espada, por muy delicadamente que se utilizara, que pudiera beneficiar tanto a su dueño como la magia superior. El rito no solo consistía en un trasvase de energía, sino en una demostración de confianza y respeto. A cambio, los aprendices se instruían en el uso de la magia. Con ello pagaban años de entrenamiento y conocimientos que de otra manera tendrían que adquirir por medio de la experimentación. También se les proporcionaba comida y un techo bajo el que vivir mientras durase su formación, además de ropa bonita… y una que otra visita a Imardin para codearse con los poderosos y los influyentes. Tal vez incluso con el rey.
De pronto, no daba la impresión de que Dakon recibiera mucho a cambio de su tiempo y energía. Solo magia. A menos que necesitara esa magia adicional por algún motivo en especial, debía de tener la sensación de que invertir tanto tiempo y esfuerzo no valía la pena. No era de extrañar que algunos magos optaran por no tener aprendices.
Sin embargo, cuando los cortes en las manos de Tessia empezaron a escocerle ligeramente, reconoció para sí, de mala gana, que habría ocasiones en que ella pagaría con creces por su entrenamiento, y tomó nota mentalmente de conseguir un bálsamo para heridas antes de partir.
A la luz de una lámpara de aceite y de la media luna, Hanara y dos de los mozos de cuadra más jóvenes engrasaban con esmero el cuero de los arreos y daban brillo a la tapicería del carruaje de lord Dakon.
Desde que había aceptado la oferta de trabajo de lord Dakon y se había instalado en las habitaciones de las caballerizas, Hanara se sentía mucho más cómodo con su entorno. Sin embargo, no se encontraba tan a gusto con los mozos de cuadra. Intercambiaban de continuo chanzas y pullas que ningún amo sachakano habría tolerado. Hanara no sabía cómo actuar frente a ello, así que había decidido fingir que le costaba entender su acento y sus costumbres más de lo que le costaba en realidad. Cada vez que le gastaban una de sus ridículas bromas, él hacía caso omiso de las risotadas. Había soportado vejaciones mucho peores, y su resignación cargada de cansancio parecía despertar en ellos un respeto extraño.
«Yo era el esclavo fuente de un ashaki —se recordó a sí mismo—. Ellos nunca entenderán lo que eso suponía. No saben que muy pocos esclavos alcanzan esa posición».
Solo uno de cada mil tenía la posibilidad de conseguirlo. Era algo que estaba a medio camino entre ser el sirviente personal favorito de un lord kyraliano y ser su aprendiz. Con la salvedad de que uno seguía siendo un esclavo.
Se había convertido en un plebeyo más. Pero era libre. Sin duda había ganado mucho más de lo que había perdido.
Al igual que los otros mozos de cuadra, todas las semanas recibía una moneda de lord Dakon, aunque se la entregaba Keron, el mayordomo. Al principio, Hanara no sabía qué hacer con el dinero. Las criadas de la casa le llevaban comida por la mañana y por la noche, de modo que él no tenía que comprarla. Le habían facilitado botas y ropa el día que se había mudado a las caballerizas. Las prendas abrigaban más que su viejo atuendo de esclavo, pero eran más ásperas que la tela fina que le proporcionaba Takado. Por suerte, dormía en un camastro en el pajar de las cuadras, apartado de los otros trabajadores —a quienes por lo visto les gustaba dormir cerca de los caballos—, así que tampoco tenía que pagar por su alojamiento.
Finalmente, al observar a los demás, Hanara descubrió que a los mozos de cuadra les gustaba gastar su sueldo en frivolidades en la aldea. El panadero hacía dulces, además de pan. La esposa del herrero vendía confituras, frutos secos, velas aromáticas, aceites y bálsamos. Uno de los ancianos tallaba utensilios y recipientes de madera que habrían sido mejores si hubieran estado hechos de metal o cerámica, así como piezas para juegos, cuentas para collares y figuritas extrañas de animales y personas.
Al principio, Hanara no veía razón alguna para gastar su dinero en aquellos objetos. Miraba cómo los otros peones comparaban sus compras cuando regresaban a las cuadras y se fijaba en si conservaban el artículo o se lo regalaban a otra persona, normalmente una de las mujeres de la aldea.
Poco a poco comprendió que salir a comprar le serviría de excusa para explorar mejor la aldea, así que un día siguió a algunos de los trabajadores en una de sus excursiones. Cuando repararon en él, le insistieron en que se uniera a ellos. Tal vez lo habían aceptado y querían incorporarlo al grupo, o quizá pretendían mantenerlo vigilado. Se había dado cuenta de que nunca lo dejaban solo, y a veces los sorprendía observándolo.
Los aldeanos trataban con cordialidad a los mozos de cuadra, pero cuando veían a Hanara, sus sonrisas se volvían forzadas. Seguían mostrándose amables cuando él se acercaba a comprar algo, pero en el momento en que desviaban la mirada su expresión pasaba a reflejar miedo, recelo o antipatía.
Camino de regreso a las caballerizas, advirtió que unos niños lo miraban escondidos tras las casas. Algunos echaron a correr cuando él los vio. Era una ironía que le tuvieran miedo a él, que había sido un humilde esclavo.
Los mozos de cuadra pasaron junto a un grupo de cuatro mujeres jóvenes, que cuchichearon entre sí e hicieron muecas de desagrado al fijarse en Hanara. Dos muchachos que se percataron de ello clavaron en Hanara sus ojos entornados mientras se alejaba con sus compañeros.
A Hanara no le sorprendió el modo en que los aldeanos reaccionaban a su presencia. Era un forastero. Procedía de un país que había conquistado el suyo en otro tiempo. Pertenecía a una raza que ellos temían.
Tessia le había dicho que si alguien del pueblo lo molestaba, debía avisarla. Le había asegurado que había leyes y normas que lo protegían. Hanara sonrió al recordar las visitas de la joven. De todos los aldeanos, ella era quien menos lo temía y desconfiaba de él. La persona que más cerca estaba de comprenderlo no lo odiaba.
Allí, en las caballerizas, era fácil sonreír ante la altanería de algunos de los vecinos de la aldea. No eran esclavos, pero tampoco eran tan libres como creían. La mayoría trabajaba mucho de todos modos. Aunque gozaran de un sueldo y de su supuesta libertad, estaban sometidos al señor al que servían porque él era el propietario de la tierra que labraban y de las casas en que vivían. Estaban a merced de sus caprichos, tanto como si fueran sus esclavos. No tenían la sensación de serlo simplemente porque lord Dakon era un hombre benévolo y generoso.
«Incluso me pidió que le dejara leerme la mente. Creo que se sentía culpable por ello. ¿Cómo puede alguien ser tan escrupuloso, tan remilgado?». Se había sentido tentado de negarse, para ver si Dakon insistía o por el contrario pedía perdón y se marchaba, pero Hanara había querido que el mago estuviera enterado del peligro. Takado volvería a buscarlo.
«Dudo que lo creyera. Buscó pruebas de ello. Yo no necesito pruebas. Conozco a Takado. ¿De qué me sirve que me conceda la libertad un hombre incapaz de protegerme porque no me cree cuando digo que estoy en peligro?».
Tal vez le habría convenido más trabajar para un mago más curtido. O tal vez no. Mientras acompañaba a Takado en sus viajes por Kyralia, había visto a varios sirvientes desdichados y temerosos. Había oído historias y rumores. Algunos magos kyralianos llegaban a ser desalmados, y no había gran cosa que sus criados pudieran hacer al respecto.
«No todos los ashakis son tan crueles como Takado —se dijo—. Algunos son mucho peores, por supuesto. Pero también se dice que hay ashakis que tratan bien a sus esclavos».
Takado era un hombre que actuaba con crueldad, pero rara vez sin motivo. No hería o mataba esclavos que no le hubieran fallado u ofendido de alguna manera. El castigo solía ser proporcional a la falta. Que Hanara supiera, Takado nunca había hecho daño a un esclavo por diversión, aunque no era una práctica inusual entre otros ashakis.
Hanara se removió en su asiento, presa de una súbita incomodidad ante la inquietud con la que ya estaba familiarizado y que se había apoderado de él otra vez, como todas las noches desde que había despertado en la Residencia, vendado de pies a cabeza.
No entendía por qué Takado lo había castigado con tanta saña y se había marchado sin él, cuando su error había sido tan leve. «Si Takado no ejerce la crueldad sin motivo, lo que ocurre es que no he descubierto el motivo todavía».
Pero si Hanara no merecía un castigo tan brutal, ¿qué otra razón tenía Takado para maltratarlo? ¿Intentaba impresionar a lord Dakon? ¿Quería que Hanara quedara demasiado malherido para acompañarlo de vuelta a su país?
¿De qué podía servirle a Takado que Hanara estuviera atrapado en Kyralia?
La respuesta más obvia era que su amo esperaba que espiara a lord Dakon, aunque Hanara no podía imaginar por qué a lord Dakon y no a alguno de los magos más poderosos.
«¿Y cómo se supone que voy a espiarlo si estoy aquí fuera, en las cuadras, y él siempre está en la Residencia? Si me pongo a deambular por dentro de la casa, despertaré sospechas. Como si no hubiera despertado ya bastantes».
Dakon pronto se marcharía también. ¿Cómo iba a espiar al mago si no estaba?
¿Cómo iba lord Dakon a proteger a Hanara si no estaba? Se le aceleró el corazón, como cuando se había enterado de que el mago partiría de viaje a Imardin.
«¿Puedo convencer a lord Dakon de que me lleve consigo?».
Sacudió la cabeza y suspiró. Lord Dakon se había mostrado amable y generoso con él, pero Hanara sabía que el hombre no era un tonto. El último sitio al que llevaría a un posible espía era la ciudad, donde Hanara podría averiguar algo útil. El mago querría que Hanara se quedara allí, vigilado por su gente, donde no supusiera una amenaza.
«No soy un espía. No tengo nada que contarle a Takado. Pronto ni siquiera sabré dónde está lord Dakon».
Sin embargo, en el momento mismo en que lo estaba pensando se percató de que se equivocaba. Sabía dónde no estaría lord Dakon. También sabía que un mago que vivía cerca protegería la aldea en caso necesario.
Era consciente de que, si bien Takado podía extraer esta información de su mente, para ello tenía que ponerse en contacto con Hanara. Por lo pronto, no podía hacer otra cosa que esperar que las precauciones que había tomado lord Dakon fueran suficientes.