6

—¡Pero qué elegante estás! —Al volverse, Jayan vio a Malia de pie junto a la puerta de su habitación. Ella miró su atuendo de arriba abajo y arqueó las cejas—. ¿O sea que eso es el último grito de la moda en Imardin?

Él se alisó la ropa, riendo por lo bajo. La túnica era tan larga que prácticamente llegaba al suelo y cubría casi por completo los pantalones a juego que llevaba debajo. Ambas prendas eran de color verde oscuro, y la tela fina con la que estaban confeccionadas brillaba ligeramente.

—Esto se lleva allí desde hace veinte años —le dijo a Malia—. Difícilmente puede considerarse el último grito.

—¿Lo llevan tanto hombres como mujeres?

—No, solo los hombres.

Ella consiguió que sus cejas se elevaran aún más.

—Entonces me encantaría ver lo que llevan las mujeres.

—No darías crédito a tus ojos. Y no me pidas que te lo describa. Tendría que aprender todo un nuevo vocabulario para ello.

Las cejas de Malia recuperaron al fin su altura normal cuando ella sonrió.

—Si no hubiera visto a lord Dakon con una ropa muy parecida, me habrían asaltado dudas sobre ti, aprendiz Jayan. No salgas a dar una vuelta por la aldea así vestido, o serás la comidilla de todos, desde aquí hasta las montañas. En cuanto a tus invitados…, han disimulado muy bien la sorpresa cuando han visto a lord Dakon. —Tras una pausa, añadió—: Están todos en el comedor, por cierto.

«En otras palabras, “vas a llegar tarde”», pensó él.

—Estaba a punto de reunirme con ellos —dijo—, pero una criada entrometida me ha entretenido.

Ella puso los ojos en blanco antes de captar la indirecta y marcharse.

Jayan se miró, se colocó bien el fajín, dio unos tirones leves a la túnica para quitar algunas arrugas y la siguió por el pasillo, con la vista fija en la puerta del fondo. Aquella mañana, los criados habían abierto las ventanas de la habitación desocupada que había al otro lado, la habían limpiado, habían sacado unos muebles y llevado otros. Más tarde, Jayan había oído voces a través de la puerta cerrada de su dormitorio. No había salido a recibir a Tessia y a su familia. Tenían asuntos más inmediatos de los que ocuparse que conocer al aprendiz de Dakon. El otro aprendiz de Dakon.

Lo cierto era que Jayan no tenía ganas de salir a recibirlos. No sabía muy bien por qué. «No tengo nada personal contra Tessia o su familia. Tampoco me caen especialmente bien, ni me interesa ganarme su simpatía». Había llegado a la conclusión de que era más importante que se consagrara al estudio que a ser sociable. Cuanto antes se convirtiera en mago, más tiempo tendría Dakon para dedicarle a Tessia.

Tampoco es que ella perteneciera a una familia destacada y poderosa con la que él quisiera entablar y mantener una relación amistosa. Ella no era la hija de un campesino ni de un artesano, gracias a Dios, pero tampoco una mujer con influencias ni contactos. Al convertirse en maga ascendería socialmente, pero nunca podría tratar de igual a igual a los otros magos.

«Por eso la situación es injusta para Dakon. Al adiestrarla a ella no conseguirá contactos ni ganarse favores, como cuando se hizo cargo de mi formación… En todo caso despertará en los demás cierto respeto hacia él por lo que podría parecer un acto de caridad, o bien compasión por tener que obedecer la ley sobre los natos».

¿Sería la gente igual de comprensiva con Tessia? Sin el apoyo de una familia influyente o rica, le resultaría muy difícil conseguir que los hombres y mujeres poderosos de Kyralia la valorasen. Era poco probable que el rey o cualquier otra persona le asignara un cargo o tarea importante. Sin un trabajo bien retribuido, no podría hacer fortuna, por lo que no sería deseable como esposa y tampoco conseguiría un marido que gozara de influencia o riqueza.

Quizá, con el tiempo y con mucho esfuerzo, llegaría a tener algunos aliados y amigos, y demostraría poco a poco que era digna de recibir un salario decente. Entonces tal vez alguien se casaría con ella con la esperanza de que sus hijos heredaran su fuerza mágica.

Sin embargo, ninguna de las dos cosas sucedería si ella se quedaba en un sitio tan aislado como Mandryn.

De pronto, a Jayan se le ocurrió otra posibilidad. A lo largo de la historia se habían dado casos de aprendices que no habían llegado a ser magos superiores. Ella podía decidir permanecer al servicio de Dakon, proporcionándole energía mágica a cambio de un lugar donde vivir y posiblemente una pequeña suma con la que seguir subsistiendo tras la muerte del mago.

Jayan sintió una compasión inesperada hacia ella. La chica seguramente no tenía idea de adónde la conducirían sus dotes naturales. Acabaría aprisionada en un limbo social, atrapada entre las ventajas de la magia y sus inevitables limitaciones.

Bajó las escaleras y recorrió un pequeño trecho de un pasillo para llegar al comedor. Cuando entró, Jayan, divertido, comprobó que sentía un gran alivio al ver a lord Dakon con un atuendo muy similar al suyo. La túnica de Dakon era negra y de costura delicada. El mago estaba de pie con sus invitados. Alzó la vista y saludó a Jayan con un movimiento de la cabeza mientras terminaba de decirle algo a la familia de Veran.

El sanador Veran llevaba un jubón sencillo y pantalones típicos de los hombres del lugar, pero de una tela más fina. Su esposa —¿cómo se llamaba?— iba ataviada con un vestido azul marino liso que no acentuaba en modo alguno su femineidad. La indumentaria de Tessia era casi igual de fea, aunque el hecho de que fuera de un rojo oscuro más llamativo le daba un aspecto un poco menos austero. El collar de la joven, aunque modesto, también mitigaba en parte la impresión desfavorable que causaba su atuendo.

Dakon señaló a Jayan.

—Les presento a mi aprendiz, Jayan de Drayn. Jayan, ya conoces al sanador Veran. Esta es Lasia, su esposa. Y esta es Tessia, la nueva aprendiz, tu compañera.

Jayan hizo una ligera reverencia a modo de cortesía.

—Bienvenida, aprendiz Tessia —dijo—. Sanador Veran, Lasia… Es un placer contar con su compañía esta noche.

Dakon sonrió en señal de aprobación y acompañó a los invitados a sus asientos. Lasia y Tessia se sobresaltaron cuando de pronto sonó un gong instalado sobre una mesa lateral.

La sala no tardó en llenarse de criados que llevaban platos y cuencos, jarras y copas. La mesa quedó cubierta con una gran abundancia de alimentos. Dakon empuñó un par de cuchillos de trinchar y comenzó a cortar tajadas de carne para sus invitados.

Jayan advirtió que los sirvientes de la cocina habían hecho un buen trabajo. Dakon, al hundir el cuchillo en un rollo de piel asada y dorada, dejó al descubierto varias capas circulares de carnes y verduras diferentes. Cuando terminó, animó a sus invitados a servirse solos y luego se volvió hacia una enorme pierna de enka. La carne poco hecha rezumaba gotas de salsa oscura de marín. A continuación, cortó con destreza unos pasteles de raíces distintas dispuestas en capa de manera que aparecieran formas decorativas en los cortes, y unas cabas verdes rellenas de una mezcla espumosa de pan y huevo con hierbas.

«Qué costumbre tan extraña —reflexionó Jayan—. Me pregunto si la introdujeron los sachakanos, o si se originó en Kyralia en una época más antigua. Se supone que es una muestra de humildad por parte del anfitrión, pero sospecho que en realidad lo hace para lucir su habilidad con los cuchillos».

En efecto, Dakon daba la impresión de haber adquirido mucha práctica, lo que resultaba sorprendente teniendo en cuenta que rara vez organizaba cenas formales. Al observar a su maestro con detenimiento, Jayan descubrió que en realidad el hombre disfrutaba con la tarea. Se preguntó si esa afición a trinchar cosas afloraría si alguna vez Dakon se veía envuelto en una pelea.

Dakon por fin terminó. Mientras comían, la conversación era escasa y se centraba en la calidad de los productos tanto locales como importados, el tiempo y otros temas generales. Jayan miraba a Tessia de vez en cuando. No era bonita, decidió, pero tampoco fea. Las mozas del señorío tendían a ser delgadas y de músculos duros por el trabajo, o bien de busto generoso y de amplias proporciones, como algunas de las criadas de la Residencia o las esposas de algunos artesanos. Tessia no era ni flaca ni curvilínea, por lo que alcanzaba a ver.

No hablaba; se limitaba a escuchar y observar a lord Dakon con curiosidad mal disimulada. El mago debió de reparar en ello, pues comenzó a hacerle preguntas directas.

—Si hay algo que alguno de ustedes desee saber —dijo cuando la cena tocaba a su fin—, ya sea sobre la magia, los magos o el aprendizaje, no duden en consultarme. Les responderé lo mejor que pueda.

El sanador y su familia intercambiaron miradas. Veran abrió la boca para hablar, pero acto seguido la cerró y posó la vista en Tessia.

—Creo que mi hija debe ser la primera en preguntar, pues es ella quien va a aprender magia.

Tessia sonrió débilmente a su padre y arrugó el entrecejo mientras ponía en orden sus pensamientos.

—¿En qué parte del cuerpo se genera la magia? —inquirió—. ¿Se almacena en el cerebro o en el corazón?

Dakon soltó una risita.

—Ah, es una pregunta que se hace con frecuencia pero para la que no hemos encontrado una respuesta adecuada. Creo que la fuente es el cerebro, si bien algunos están convencidos de que está en el corazón. Puesto que el cerebro genera pensamientos, y el corazón emociones, tiene más sentido que la magia provenga del cerebro. La magia está sujeta a las órdenes y el control de nuestra mente. Nos resulta prácticamente imposible controlar lo que sentimos, aunque sí podemos controlar el modo en que reaccionamos a nuestros sentimientos. Si la magia dependiera de las emociones, no tendríamos control alguno sobre ella.

Tessia se inclinó hacia delante.

—Entonces… ¿cómo genera magia el cuerpo?

—Es un misterio aún mayor —le dijo Dakon—. Algunos creen que es el resultado de la fricción causada por todos los ritmos del cuerpo: la sangre que palpita a través de las vías de pulso, la respiración a través de los pulmones.

Tessia frunció el ceño.

—¿Significa eso que las personas con dotes mágicas tenemos el pulso y la respiración más rápidos que los demás?

—No —respondió Veran, en lugar de Dakon—, pero como algunas sustancias crean fricción con más facilidad que otras, quizá la sangre de un mago sea en cierto modo distinta y tenga una mayor tendencia a crear fricción. —Se encogió de hombros—. Es una idea extraña, que nunca acabó de convencer a mi padre.

—Como la teoría de las estrellas —dijo Dakon, sonriendo.

—Esa le convencía menos todavía —convino Veran con una risita—. Lo que estuvo a punto de costarle la expulsión del Gremio de Sanadores.

—¿Por qué? —preguntó Jayan al caer en la cuenta de que todos compartían una sonrisa de complicidad. O bien dejar de ser miembro del Gremio de Sanadores no era una desgracia tan grande como creía, o había algo más detrás de aquella historia.

Dakon miró a Jayan.

—El sanador Berin declaró que los ritmos de las estrellas y las estaciones no tenían incidencia alguna en la salud, la enfermedad o la muerte, y que no eran más que una excusa útil para los sanadores incompetentes.

—Entiendo que eso pudiera molestar a unas cuantas personas —comentó Jayan.

—Así fue, y algunas de ellas le hicieron la vida imposible a Berin, hasta tal punto que cuando mi padre le ofreció un puesto aquí, lo aceptó gustoso.

—También tuvo que ver que fueran amigos —añadió Veran.

Lasia carraspeó.

—Hay algo que me gustaría saber.

Dakon se volvió hacia ella.

—¿De qué se trata?

—¿Hay alguna diferencia entre un mago nato y uno normal?

—Aparte del hecho de que el poder del nato se desarrolla espontáneamente y suele ser más grande que el del mago promedio, no hay ninguna diferencia. La aptitud de la mayoría de los magos se descubre cuando se les realiza una prueba a una edad temprana y luego se desarrolla con la ayuda de otro mago. Nunca sabremos si entre dichos magos hay algún nato, pues su poder no llega a desarrollarse sin ayuda. Para que las dotes mágicas se manifiesten sin la intervención de otra persona, deben ser muy fuertes, pero a la larga esa fuerza no resulta decisiva. La magia superior incrementa el poder innato de un mago, de modo que, al final, lo que determina la fuerza de un mago es el número de aprendices de los que ha absorbido energía y el número de veces que lo ha hecho, no su aptitud innata.

—¿O sea que normalmente no sabéis si una persona tiene aptitudes mágicas hasta que le hacéis una prueba? —preguntó Veran.

Dakon negó con la cabeza.

—Y la magia no distingue entre ricos y pobres, poderosos y humildes. Cualquier persona con la que se cruce en el camino puede ser un mago latente.

—Entonces, ¿por qué no los formáis? —quiso saber Lasia—. Sin duda si Kyralia contara con más magos, estaría en mejores condiciones para defenderse.

—¿Y quién los formaría? No hay bastantes magos para adiestrar a todos los latentes que hay entre los ricos, y menos aún entre los plebeyos.

—Además, tal vez no convendría adiestrarlos a todos —agregó Veran con expresión pensativa—. Estoy seguro de que tenéis en cuenta el carácter cuando elegís a un o una aprendiz, aunque proceda de una familia poderosa. —Miró por un instante a Tessia—. Cuando tenéis la posibilidad de elegir, claro.

—Tiene razón —dijo Dakon con una sonrisa—. Por fortuna, Tessia posee un carácter excelente, y estoy convencido de que será un placer instruirla.

Todas las miradas se posaron en Tessia. Jayan vio que se sonrojaba y bajaba la vista.

—No me cabe la menor duda —afirmó Lasia—. Ha ayudado mucho a su padre. —Se volvió hacia Dakon—. ¿En qué consiste exactamente ser una fuente para un mago?

Al observar a Dakon, Jayan vio que el buen humor se esfumaba de los ojos del mago, aunque él seguía sonriendo.

—No puedo darle detalles, por supuesto, pues la magia superior es un secreto que solo compartimos los magos. Sí puedo decirles que es un rito breve basado en la cooperación, en el que se transfiere magia del aprendiz al mago, que la almacena.

—¿Esta donación de energía es la única manera en que Tessia pagará por su formación?

—Sí, y como ya se imaginarán, es un pago más que suficiente. Para cuando un aprendiz está preparado para convertirse en mago, habrá proporcionado a su maestro muchos cientos de veces más energía de la que él tendría sin su ayuda. Naturalmente, por lo general no somos cientos de veces más fuertes para entonces, pues habremos gastado parte de esa energía durante ese tiempo, pero nos permite hacer muchas cosas.

—¿Por qué no tienen varios aprendices los magos? —inquirió Tessia—. Así dispondrían de aún más energía.

—Porque les llevaría todavía más tiempo entrenar a cada uno de ellos —respondió Dakon—. Los magos solo podemos dedicar un tiempo limitado a la enseñanza y tenemos la obligación de impartir a nuestros aprendices una formación completa y rigurosa. No olvides que la mayoría de nuestros aprendices procede de familias poderosas que pueden influir en que se nos concedan trabajos bien remunerados o en que se nos permita seguir siendo señores de nuestras tierras. Por lo general, nos interesa no disgustarlos. —Guardó silencio por unos instantes e hizo una mueca—. Además, creo que tener varios aprendices, por muy bien que los instruyera, me haría sentir como un mago sachakano, con una multitud de esclavos de los que abusar. —Se volvió hacia Jayan—. No, prefiero mil veces el método kyraliano, basado en el respeto y los beneficios mutuos.

Los demás asintieron en señal de que estaban de acuerdo. Dakon los miró a todos, uno tras otro.

—¿Alguna otra pregunta?

Tessia se removió en su asiento, lo que atrajo su atención.

—¿Sí? —dijo él.

Ella dirigió la mirada a su padre y se sonrojó de nuevo.

—¿Puede utilizarse la magia para sanar?

Dakon le sonrió con afabilidad.

—Solo como ayuda para realizar las tareas físicas que requiere la sanación. Puede emplearse para sujetar, calentar o cauterizar, para contener el flujo de sangre sin necesidad de un torniquete, y he oído que incluso se ha utilizado para provocar una sacudida en un corazón parado a fin de que vuelva a latir. Pero no puede ayudar al organismo a sanar directamente. Eso es algo que el cuerpo debe hacer por sí solo.

Tessia asintió, y a Jayan le pareció percibir desilusión en sus ojos. «Me sorprende que siga interesada en la sanación, ahora que va a aprender magia».

—Por otro lado, tal vez es posible y simplemente no hemos encontrado aún la manera —añadió Dakon. Tessia lo contempló con expresión meditabunda—. Creo que nunca deberíamos dejar de intentarlo.

Jayan miró a Dakon, sorprendido. «No puedo creer que le esté dando alas. ¿Qué sentido tiene que lo haga?».

Advirtió que los hombros de Tessia se relajaban y ella le dedicaba una sonrisa de gratitud a Dakon. Entonces se le ocurrió a Jayan que quizá Dakon solo pretendiera facilitar la transición a Tessia con la promesa de que encontraría algo familiar en el mundo extraño en el que iba a adentrarse; algo que la interesara.

Pero seguramente no había necesidad de ello. Sin duda ella estaba tan emocionada por iniciarse en la magia como cualquier aprendiz nuevo. La idea de que quizá no lo estuviera hizo que lo recorriera una ligera oleada de rabia. «Eso sería una muestra de ingratitud increíble, tanto hacia la naturaleza, que le ha brindado esta oportunidad, como a lord Dakon, que la ha tomado bajo su protección. —Al darse cuenta de que tenía el entrecejo fruncido, se apresuró a relajar el rostro—. En cuanto ella empiece a usar la magia y descubra lo maravillosa que es, se olvidará enseguida de su vida anterior. La sanación no es en absoluto comparable».

Unos árboles de altura descomunal rodeaban a Hanara. Él alzó la mirada. Los troncos rectos y delgados se mecían, lentos y majestuosos, a causa de los vientos que soplaban muy por encima de sus cabezas. Un grito de alerta. Uno de ellos se estaba viniendo abajo. Alguien soltó un alarido cuando, tras romper varias ramas de árboles vecinos, se estrelló contra el suelo del bosque, entre astillas que salían despedidas de los tajos de las hachas, que no habían atravesado el tronco por completo. Los gritos seguían sonando. Él se acercó corriendo. Cuando apartó unas ramas, lo vio. Un esclavo —su amigo—, inmovilizado en el suelo, con las piernas aplastadas. Haciendo caso omiso del hombre herido y de sus aullidos de dolor, los otros esclavos pusieron manos a la obra y comenzaron a cortar.

Hanara despertó sobresaltado. Se quedó parpadeando en la oscuridad por un momento. Notó un olor extraño en el aire.

«Kyralia —recordó—. Estoy en Kyralia, en casa de un mago. Debo sanar deprisa para que Takado no me mate cuando regrese». Cerró los ojos.

Estaba desbastando y dando forma a la madera. Le encantaba cómo la capa superficial se desprendía bajo la cuchilla. Cuando uno llegaba a comprender la veta de la madera, el modo en que se resistía a ciertos cortes y aceptaba otros, la tarea resultaba sencilla. Toda la información que uno necesitaba estaba ahí, escrita en la vena. Suponía que leer era algo parecido.

Oyó que el maestro carpintero se aproximaba por detrás para observar. Aunque no alcanzaba a ver al hombre, Hanara sabía que era él. Si se paraba a mirar, el maestro lo azotaría, así que siguió trabajando. Tal vez si Hanara le demostraba que sabía leer la madera, el hombre le enseñaría a realizar las labores decorativas en la mansión y él podría dejar de construir empalizadas para el alojamiento de los esclavos.

Unos cortes más, y la estaca estuvo terminada. Era perfecta, demasiado buena para una simple cerca para esclavos. Se volvió para mostrársela al maestro carpintero.

No era el maestro carpintero quien estaba detrás de él, sino el ashaki Takado. Hanara se quedó paralizado, con el corazón latiéndole a toda velocidad, hasta que se desplomó en el suelo. El mago, propietario de la casa y de los esclavos, del bosque y de los campos, se acercó, ordenó a Hanara que se pusiera de pie y lo miró fijamente a la cara. Hanara bajó la vista. El mago lo agarró de la barbilla y se la levantó, con los ojos clavados en él. Sin embargo, no dirigía la mirada hacia sus ojos, sino más allá, a su interior. Los ojos de Takado relampaguearon.

Entonces el mago se marchó. A Hanara le quitaron la estaca de la mano y se lo llevaron del patio de los esclavos. Le dolían los brazos. El mundo daba vueltas a su alrededor. Al bajar la vista, vio que tenía innumerables cicatrices y cortes sangrantes entrecruzados en la piel. Takado se alzaba amenazador ante él, riéndose.

—¿Eres un buen esclavo? —preguntó—. ¿Lo eres? —Levantó el brazo, con un arma brillante y curva en la mano…

Hanara despertó bruscamente de nuevo, pero esta vez agarrotado de dolor y con la respiración agitada. «Kyralia. La casa de un mago. Duele. Debo sanar antes de que Takado…». Oyó voces, y un escalofrío le bajó por la espalda. Las voces se acercaron y se detuvieron al otro lado de la puerta.

Intentó respirar hondo y despacio, y obligar a su corazón a latir a un ritmo normal. El corazón se negó.

La puerta se abrió con un chirrido, y la luz del exterior entró a raudales. Hanara reconoció al sanador, a la joven que lo había ayudado y a lord Dakon. Se tendió en la cama, aliviado.

—Siento haberte despertado, Hanara —dijo el sanador—. Ya que estaba aquí, he pensado en venir a echarte un vistazo. ¿Cómo te encuentras?

Hanara se fijó en los rostros expectantes, y respondió de mala gana, con la voz ronca.

—Mejor.

El sanador asintió. Su hija sonrió. Al ver la calidez de su mirada, Hanara sintió que se le encogía el corazón de nuevo. Ella le recordaba en cierto modo a un niño esclavo recién nacido, vulnerable e ignorante. Pero cuando contemplaba a un niño esclavo, también sentía compasión y tristeza. Sabía que tendría que hacer frente a muchas dificultades y sinsabores, y esperaba que tuviera la fuerza y la suerte suficientes para poder alcanzar algo parecido a una larga-vida.

Hanara no tenía la sensación de haber llegado aún a la largavida. Según los esclavos, era un estado en que uno estaba satisfecho con los años que había vivido; en que uno no se sentía estafado si se enteraba de que su muerte estaba próxima. En estos casos, aunque uno no hubiera llevado una existencia fácil o feliz, sentía que había vivido bastante, o bien que por haber existido había dejado huella en el mundo, aunque fuera pequeña.

Había conocido a esclavos que aseguraban haber alcanzado ese estado antes de los veinte años, y ancianos que aún no creían haber llegado a él. Unos decían que el momento clave se había producido cuando habían engendrado o tenido un hijo. Otros afirmaban que les había ocurrido después de completar la mejor obra de su vida con madera. Él solo había ayudado a otros esclavos en asuntos de poca importancia, lo que no le proporcionaba una satisfacción muy profunda. Trabajar al servicio de Takado seguramente era su único medio de alcanzar la sensación de largavida. Irónicamente, también era probable que le costara la vida antes de que se le presentara la oportunidad.

¿Y qué posibilidades tenía ahora que estaba atrapado en Kyralia?

Mientras el sanador toqueteaba y clavaba los dedos a Hanara, lo asediaba a preguntas. Hanara hablaba lo menos posible. Aunque todas las preguntas eran relativas a sus heridas y su salud, él temía revelar algo que no debiera. Takado le había advertido al respecto antes de que viajaran a Kyralia.

Finalmente, el sanador se dirigió al mago.

—Está sanando con rapidez. Mejor de lo que esperaba. Ya no me cabe duda de que se recuperará. Es algo extraordinario.

El mago apretó los labios en una sonrisa sardónica.

—Hanara era el esclavo fuente de Takado. Aunque no es capaz de utilizar su magia, esta le proporciona la misma capacidad de sanación rápida y recuperación de las que gozan todos los magos.

—Un hombre con suerte —comentó el sanador.

—Entonces, ¿esta sanación es automática? —preguntó la joven—. ¿Inconsciente?

El mago le sonrió.

—Sí. Tú también posees este don. ¿No es verdad que siempre has sanado deprisa y que rara vez has caído enferma?

Ella se quedó callada por un momento al oír esto, como si nunca antes hubiera pensado en ello, y a continuación hizo un gesto de afirmación.

—Entonces, si encontráramos una manera de sanar conscientemente, ¿podríamos aplicarla a otros?

—Tal vez —respondió Dakon—. Más de un mago debe de haberlo intentado antes, sin éxito, así que dudo que sea fácil, suponiendo que sea posible.

Ella posó la vista en Hanara. El esclavo vio con claridad que estaba más centrada en los pensamientos estimulados por aquella conversación que en él. Al seguir la dirección de su mirada, el mago topó con los ojos de Hanara.

—Todo apunta a que pronto estarás totalmente curado, Hanara —señaló—. Takado me dijo que si te restablecías, yo podía hacer lo que quisiera contigo. La esclavitud está prohibida aquí, lo que significa que dejarás de ser un esclavo. —Sonrió—. Eres libre.

Un escalofrío recorrió a Hanara. ¿Libre? ¿De verdad podría quedarse allí, en aquel país de ensueño, de gente amable? ¿Le darían dinero a cambio de su trabajo, y le dejarían decidir en qué gastarlo? ¿Podría viajar, aprender a leer, forjar lazos con otras personas…, tener amigos, una esposa que no se mostrara indiferente con él, hijos a quienes pudiera inculcar valores positivos, intentando protegerlos de…?

No. Un pensamiento sobrecogedor lo hizo volver a la realidad. «Takado solo le dijo a lord Dakon que hiciese lo que quisiera conmigo porque si le hubiera revelado que regresaría por mí, lord Dakon tal vez habría intentado esconderme».

Aún podía hacerlo, si Hanara le explicaba la verdad.

«No lo haría a conciencia, porque no conoce bien a Takado. A Takado le encanta la caza. Seguirá mi rastro. Me encontrará. Me leerá la mente y descubrirá que intenté huir de él. Entonces me matará. No. Prefiero aguardar a que vuelva».

Y mientras tanto disfrutar de la libertad. Sin embargo, al pensar esto se le hizo otro nudo en el estómago.

«¿O espera que yo regrese a casa en cuanto esté en condiciones de hacerlo? ¿Piensa venir a buscarme solo si no regreso? ¿Me castigará únicamente si me quedo aquí?».

Entonces las visitas se marcharon. Hanara los observó alejarse, envidiándolos por su libertad, y a la vez despreciándolos por su ignorancia. No sabían nada. Eran unos necios. Takado volvería.