El aprendiz Jayan sonrió al oír el golpecito en la puerta. Se volvió e hizo girar la manija enviándole una pequeña descarga de magia. Con un chasquido, la puerta se abrió hacia dentro. Al otro lado, una joven hizo una reverencia con toda la gracia que le permitió la bandeja grande que llevaba.
—Saludos, aprendiz Jayan —dijo con voz cantarina mientras entraba en la habitación. Se acercó a él con su carga, la apoyó sobre su cadera y comenzó a colocar cuencos, platos y tazas sobre el escritorio.
—Saludos, Malia —respondió él—. Hoy te veo especialmente alegre.
—Lo estoy —dijo ella—. El invitado del señor se marcha hoy.
Él enderezó la espalda.
—¿De veras? ¿Estás segura?
—Totalmente. Supongo que no soporta estar sin un esclavo que atienda a todas sus necesidades. —Lo miró de reojo, pensativa—. Me pregunto cómo te las arreglarías tú sin mí.
Jayan hizo caso omiso de su comentario y de la evidente incitación a lanzarle un piropo.
—¿Por qué no tiene un esclavo? ¿Qué ha pasado con el que trajo consigo?
Malia abrió mucho los ojos.
—Ah, claro. No podías saberlo. Seguro que no te has enterado de nada, aquí escondido en la parte de atrás de la Residencia. Takado casi mató a su esclavo a golpes ayer por la tarde. El sanador Veran se pasó toda la noche tratándolo. —A pesar de su tono desenfadado, sus gestos rápidos delataban su intranquilidad. Él supuso que el comportamiento del sachakano había puesto nerviosos a todos los criados. Sabían que para él había poca diferencia entre ellos y un esclavo.
Sin embargo, la sonrisa de Malia volvió rápidamente a sus labios, esta vez cargada de picardía. Sabía lo que la marcha del sachakano significaría para él. Jayan la miró con expectación.
—¿Y bien?
La sonrisa se ensanchó.
—¿Y bien qué?
—¿Está vivo o muerto?
—Ah. —Arrugó el entrecejo y se encogió de hombros—. Supongo que sigue vivo, pues de lo contrario habríamos oído algo.
Jayan se puso de pie y se acercó a la ventana. Tenía ganas de buscar a Dakon para informarse mejor, pero su patrón le había ordenado que se quedara en su habitación mientras el sachakano estuviera en la Residencia. Mirando a través de la ventana las puertas cerradas de las caballerizas y el jardín desierto, se mordió el labio.
«Si no puedo averiguarlo por mí mismo, Malia estaría más que dispuesta a obtener esa información para mí».
El problema era que ella siempre quería algo más que las gracias a cambio de sus favores. Si bien era bastante bonita, Dakon le había advertido hacía tiempo que las doncellas tenían la costumbre de encapricharse de los aprendices de mago jóvenes —o de su influencia y su fortuna—, y que él no debía aprovecharse de ellas, ni permitir que ellas se aprovecharan de él. Aunque Jayan sabía que su patrón perdonaba los errores o malas conductas ocasionales, también había descubierto en los últimos cuatro años que el mago tenía formas sutiles y desagradables de castigar los comportamientos inaceptables. No creía que Dakon fuera a sancionar aquella mala conducta con el castigo más extremo —enviar a un aprendiz de vuelta a casa con su familia sin haber completado su formación y sin haber adquirido los conocimientos de magia superior que necesitaría para ejercer como mago independiente—, pero Malia no lo atraía tanto como para correr ese riesgo. Ni Malia ni ninguna otra joven, de hecho.
El truco con Malia consistía en no pedirle nada de manera directa, sino simplemente expresar el deseo de saber algo. Si ella le facilitaba información que Jayan le hubiera pedido, la chica consideraba que él le debía algo a cambio.
—Me pregunto cuándo se marchará el sachakano —murmuró él.
—Oh, seguramente no se pondrá en camino antes del anochecer —comentó Malia con desenfado.
—¿El anochecer? ¿Por qué quiere viajar de noche?
Ella sonrió y se colocó la bandeja bajo el brazo.
—No lo sé, pero me gusta la idea de que te quedes aquí encerrado y solo durante todo un día más. Al fin y al cabo, no querrás arriesgarte a que se quede prendado de ti y te lleve a casa consigo para sustituir a su esclavo, ¿verdad? Que pases un buen día.
Con una risita salió de la habitación y cerró la puerta detrás de sí. Jayan se quedó contemplando la parte interior de la puerta, preguntándose si ella le había adivinado las intenciones o simplemente estaba aprovechando la oportunidad para tomarle el pelo.
Después suspiró, regresó a su escritorio y comenzó a desayunar.
Al principio, a Jayan no le había molestado la decisión de Dakon de que se quedara en su habitación mientras durase la visita del sachakano. Tenía muchos libros para leer y estudiar, y no le importaba estar solo. No le preocupaba que Takado intentara secuestrarlo, como Malia había insinuado, pues los sachakanos no esclavizaban a nadie que tuviera acceso a sus dotes mágicas. Preferían esclavos con un talento poderoso pero latente, que no supieran utilizar la magia pero poseyeran una gran energía mágica que su amo pudiera absorber.
No, si surgía algún conflicto entre Takado y Dakon, era más probable que el sachakano intentara matar a Jayan. Una de las funciones de un aprendiz era proporcionar a su maestro una fuente de fuerza mágica adicional, tal como hacían los esclavos, con la diferencia de que los aprendices adquirían conocimientos de magia a cambio. Y eran hombres o mujeres libres.
Por otro lado, que surgiera un conflicto entre Takado y Dakon era improbable. Tendría repercusiones diplomáticas en Sachaka y Kyralia que ninguno de los dos magos querría afrontar. Aun así, cabía la posibilidad de que Takado armase algún lío de poca importancia, sabiendo que estaba a poco más de un día de viaje de su tierra, solo para demostrar la superioridad y el poder de los sachakanos.
¿Algo como dar una paliza de muerte a su propio esclavo?
«Supongo que ya ha demostrado lo que quería. Nos ha dejado claro que sigue teniendo poder sobre otras vidas humanas, y lo ha hecho sin vulnerar una sola ley de Kyralia».
Este pensamiento le infundió una extraña sensación de alivio. Ahora que el sachakano había demostrado lo que quería, se marcharía —estaba a punto de marcharse—, y pronto Jayan estaría fuera de peligro. Podría salir de la habitación, incluso de la Residencia, si le apetecía. La vida volvería a la normalidad.
Jayan se sintió más alegre. Aunque había creído que nunca se hartaría de su propia compañía o de leer, resultó que era capaz de llegar a un punto en el que empezaría a echar de menos la luz del sol y el aire fresco. Había sobrepasado ese punto hacía días, y desde entonces estaba muy inquieto.
La magia que podía aprenderse en los libros era limitada. Para desarrollar una habilidad era necesario practicar. Hacía semanas que no recibía una clase de lord Dakon. Cada día que pasaba era una lección aplazada. Cada lección aplazada implicaba retrasar el momento en que lord Dakon le enseñaría magia superior y Jayan se convertiría en un mago hecho y derecho.
Entonces gozaría del respeto y el poder que le corresponderían como mago superior, y empezaría a amasar una fortuna por su cuenta. Tendría un título al igual que lord Velan, su hermano mayor, si bien el de «mago» nunca superaría en importancia al de «lord». En Kyralia nadie era más respetado que un terrateniente, aunque sus propiedades se redujeran a una de las viejas casas señoriales de la ciudad.
Sin embargo, poseer un señorío se valoraba más que poseer una casa, lo que resultaba irónico, pues los magos que vivían en el campo tenían fama de atrasados e ignorantes. Mientras Jayan estuviera en buenas relaciones con su maestro, y Dakon no se casara y engendrara un heredero, existía la posibilidad de que el lord lo nombrase su sucesor. No era insólito que un mago concediera este honor a un antiguo aprendiz.
No obstante, la perspectiva de aventajar a su hermano como terrateniente no era lo único que seducía a Jayan. La idea de retirarse a Mandryn algún día también era muy atractiva. Había descubierto que le gustaba aquella vida tranquila, alejada de los juegos sociales de la ciudad que antes le agradaba presenciar, y de la influencia de su padre y su hermano.
«Pero Dakon no es demasiado viejo para casarse y tener hijos —pensó—. Su padre hizo ambas cosas a una edad bastante avanzada. Además, aunque Dakon no encuentre una esposa, le quedan muchos años de vida, así que dispongo de tiempo de sobra para explorar el mundo primero. Y cuanto antes aprenda lo que necesito para convertirme en mago superior, antes seré libre para viajar a donde me plazca».
La luz que se colaba en torno a las contraventanas de la habitación de Tessia no tenía sentido. Entonces le vino a la memoria el trabajo de la noche anterior y se acordó de que ella y sus padres se habían ido a dormir cuando era casi de día. Claro que la luz no tenía sentido. Era mediodía.
Permaneció un rato tumbada, suponiendo que el sueño volvería a apoderarse de ella, pero no fue así. Aunque solo había dormido unas horas y todavía sentía un cansancio abrumador, siguió despierta. Le hacían ruido las tripas. Tal vez era el hambre lo que le impedía dormir. Se levantó de la cama, se vistió y se peinó. Cuando salió silenciosamente de su habitación, vio que la puerta de sus padres todavía estaba cerrada. Alcanzaba a oír unos ronquidos débiles.
Llegó al pie de la escalera y se dirigió hacia la cocina. El hogar estaba frío, pues el fuego de la mañana se había extinguido. Se sirvió frutos de pachi en un cuenco que depositó sobre la mesa. Entonces reparó en que la bolsa de su padre estaba en el suelo.
«El esclavo —pensó—. Papá dijo que el primer día de cuidados después de la cura era el más importante. Hay que cambiar los vendajes y limpiar las heridas. Además, debe de estarse pasando el efecto de los remedios para el dolor».
Alzó la vista al techo, hacia el dormitorio de sus padres, planteándose si debía interrumpir el sueño de su padre. «Aún no —decidió—. A su edad, necesita dormir más que yo».
Así que esperó. Pensó en cocinar algo, pero dudaba que pudiera hacerlo sin despertar a sus padres. En vez de eso, revisó la bolsa de su padre. Entró en su despacho, llenó los frascos de medicamentos, y repuso hilo y vendas. A continuación, limpió y afiló con cuidado todos sus instrumentos, mientras el sol que entraba a raudales por las ventanas se desplazaba lentamente por la habitación.
El trabajo la mantuvo atareada durante unas horas. Como no se le ocurrió ninguna otra tarea de la que ocuparse, regresó a la cocina tras dejar la bolsa de su padre junto a la puerta principal. Subió con sigilo la escalera y se puso a deliberar mientras escuchaba los ronquidos.
«Tenemos que ir a ver al paciente pronto —pensó—. Debería despertar a papá…, pero entonces despertaría a mamá también. Otra opción es ir yo sola».
Esta última posibilidad le provocó un escalofrío de emoción. Si atendía al esclavo por su cuenta —si los criados de la casa de lord Dakon se lo permitían—, ¿no demostraría que los aldeanos confiaban en ella como sanadora? ¿No sería una prueba de que, con el tiempo, podría ocupar el lugar de su padre?
Bajó la escalera de nuevo y se acercó a la puerta principal. Al ver la bolsa de su padre, la asaltó la duda.
«Papá podría enfadarse. Por otro lado, hacer algo que él no me ha pedido no es tan malo como desobedecer una orden. Tampoco voy a hacer nada más que encargarme de los sencillos cuidados de rutina posteriores a la cura. —Sonrió para sí—. Y si le pido a uno de los criados de la Residencia que permanezca a mi lado, demostraré que he tenido en consideración las preocupaciones de mamá sobre mi seguridad».
Cogió las asas de la bolsa, la levantó, abrió la puerta lo más silenciosamente posible y se escabulló al exterior.
Advirtió que había varios aldeanos por los alrededores. Los dos hijos del panadero estaban reclinados contra la pared de su casa, disfrutando de aquella tarde soleada. La saludaron con un movimiento de la cabeza y ella correspondió con una sonrisa. «¿Estarán en la lista de mi madre de posibles maridos?», se preguntó. No estaba interesada en ninguno de ellos. Aunque se habían vuelto bastante educados, ella no podía evitar acordarse de lo mal que la trataban cuando eran niños, insultándola y dándole tirones en el pelo.
La viuda del herrero avanzaba con pasos lentos y pausados por la calle principal, apoyándose en dos bastones. Siempre que hacía sol, caminaba de un lado a otro de la aldea desde que Tessia tenía memoria. Cuando Tessia era niña y la viuda estaba menos marchita, otras mujeres mayores del pueblo se unían a ella y se entregaban a los chismorreos durante el paseo. Ahora las otras mujeres decían que eran demasiado viejas para salir de casa, pues les daba miedo tropezar o que los niños de la aldea las tiraran al suelo.
Unos gritos y risas infantiles algo distantes atrajeron la atención de Tessia hacia el río, donde unas figuras menudas se arremolinaban en torno a la orilla extensa y llana del meandro, en la que ella jugaba de pequeña. Entonces oyó que alguien pronunciaba su nombre, y se volvió a tiempo para ver a un granjero de la localidad, que movió la cabeza a modo de saludo mientras se cruzaba con ella.
El hombre procedía de la casa de lord Dakon, que estaba a solo unas docenas de pasos de distancia de allí. Tessia enfiló el callejón que discurría junto a la Residencia, se acercó a la puerta lateral por la que había entrado con su padre el día anterior y llamó.
Cannia abrió la puerta. Tras sonreír a Tessia, la mujer escrutó el callejón con la mirada.
—Mi padre todavía está descansando —explicó Tessia—. Tengo que examinar al esclavo y volver para informarle de su estado.
Cannia asintió e hizo señas para que entrara.
—Le he llevado un poco de caldo esta mañana. He intentado darle de comer en la boca, pues no está en condiciones de alimentarse por sí mismo. No ha tomado más que unas cucharadas.
—O sea que está despierto.
—Ya lo creo, aunque me parece a mí que preferiría no estarlo.
—¿Podría usted u otra persona ayudarme mientras lo atiendo?
—Por supuesto. —Encendió una lámpara y se la dio a Tessia—. Adelántate y enviaré a alguien a que te ayude.
Tessia notó un leve cosquilleo en la piel mientras subía las escaleras hacia la habitación del esclavo. No podía evitar preguntarse dónde estaba el sachakano, y esperaba no toparse con él. Cuando llegó al cuarto del esclavo y no encontró en él más que a su paciente, suspiró aliviada.
El hombre clavó en ella sus pupilas dilatadas. Ella no alcanzaba a distinguir si su expresión era de miedo o de sorpresa. En ese momento cayó en la cuenta de que nadie le había dicho cómo se llamaba el esclavo.
—Te saludo de nuevo —dijo—. He venido a cambiarte los vendajes y a comprobar si estás sanando debidamente.
Por toda respuesta, él siguió mirándola con fijeza. Bueno, ella no podía esperar que hablara, pues tenía la mandíbula rota y la cabeza vendada de forma que no pudiera moverla. No participaría mucho en la conversación.
—Debe de dolerte mucho —prosiguió ella—. Puedo darte medicinas para calmar el dolor. ¿Te gustaría?
El hombre parpadeó y asintió.
Sonriente, Tessia rebuscó en la bolsa de su padre y extrajo un jarabe que Veran utilizaba con los niños. Al esclavo le costaría tragar, y un bebedizo de polvo disuelto en agua seguramente le dejaría partículas amargas en la boca si no conseguía bebérselo con facilidad. Ella tendría que rebajar el jarabe con un poco de agua, y administrárselo gota a gota a través de un sifón que le insertaría entre los labios.
Cuando el medicamento entró en la boca del hombre, este se puso muy rígido y luego tragó. En vez de relajarse de nuevo, miró a un punto situado detrás de Tessia, con los ojos desorbitados.
«Parece aterrorizado», pensó ella.
Una ligera corriente de aire le indicó que la puerta estaba abierta.
Retiró el sifón, retrocedió unos pasos y alzó la vista para ver quién era la persona que Cannia le había enviado. El hombre que le devolvió la mirada era alto, corpulento y llevaba ropa de aspecto exótico.
A Tessia el corazón se le heló de terror.
—Veo que has vuelto para echarle un vistazo a Hanara —comentó el sachakano con una sonrisa carente de gratitud auténtica—. Qué detalle por tu parte. ¿Sobrevivirá?
Ella tomó una bocanada de aire y de alguna manera consiguió que su voz resultara audible.
—No lo sé…, mi señor.
—Da igual si no sobrevive —le aseguró él en tono tranquilizador.
A Tessia no se le ocurrió nada que responder a esto, de modo que guardó silencio. «¿Dónde está el criado que Cannia ha dicho que enviaría? —se preguntó—. ¿Dónde está lord Dakon, a todo esto? Me extrañaría que dejara al sachakano deambular por la casa sin nadie que lo vigile…».
—Supongo que es un buen paciente con el que experimentar —añadió el sachakano, mirando a su esclavo—. Tal vez aprendas algo nuevo. —El esclavo rehuyó la mirada de su amo. El sachakano se volvió de nuevo hacia ella—. Que te diviertas.
Salió de la habitación y cerró la puerta. Tessia soltó un suspiro de alivio y oyó otra exhalación que siguió a la suya. Miró al esclavo y le dedicó una sonrisa velada.
—Tu amo tiene un concepto extraño de la diversión —murmuró, y a continuación comenzó a cambiar los vendajes.
Mientras trabajaba, él no emitió sonido alguno; se limitaba a contener la respiración cuando ella retiraba las vendas que se habían pegado un poco a las heridas. Sus lesiones presentaban un aspecto sorprendentemente bueno; la inflamación era mínima, y no supuraban. Tessia las limpió todas a conciencia con un purificador y sustituyó las vendas sucias por otras nuevas.
Cuando al fin terminó, la visita del sachakano no era más que un recuerdo lejano y desagradable. Guardó el material en la bolsa de su padre y la recogió. Se detuvo ante la puerta y se despidió del esclavo con un gesto de la cabeza.
—Que descanses, Hanara.
Se formaron arrugas en torno a los ojos del hombre, lo más parecido a una sonrisa que pudo esbozar. Satisfecha con su trabajo, Tessia salió de la habitación y echó a andar por el pasillo en dirección a las escaleras de servicio, preguntándose si sus padres se habrían despertado ya.
—¿Has terminado, Tessia?
La voz, que salía de una de las puertas, hizo que el alma le cayera a los pies.
El sachakano. Ella se detuvo y al instante se maldijo a sí misma por haberlo hecho. De haber seguido caminando, podría haber fingido que no lo había oído, pero ahora sería una grosería no responder. Respiró hondo, retrocedió dos pasos y miró al interior de la habitación. Era un salón amueblado con sillones cómodos y mesitas sobre las que un invitado podía colocar una bebida o un libro. El sachakano estaba sentado en una silla grande de madera.
—Así es, maestro —contestó ella.
—Acércate —indicó él en voz baja, pero con el tono firme de un hombre que esperaba que lo obedecieran.
Con el corazón desbocado, Tessia se aproximó a la puerta. El sachakano sonrió y agitó la mano.
—Más cerca —dijo.
Ella entró en la habitación, se detuvo a unos pasos de él y se concentró en mantener el semblante lo más inexpresivo posible.
De detrás de ella le llegó el sonido de la puerta que se cerraba con fuerza. Se sobresaltó y el corazón le dio un vuelco. Entonces masculló una maldición, pues sabía que su rostro había delatado el miedo que sentía. «Espero que crea que solo ha sido por la sorpresa», se dijo. Al percatarse de que tenía la respiración agitada, intentó respirar más despacio.
El sachakano se levantó y se dirigió hacia ella, mirándola a los ojos en todo momento. Alguien le había dicho a Tessia alguna vez que sostener la mirada de un sachakano era una forma de demostrarle que uno se consideraba su igual. A menos que uno fuera un mago poderoso, era posible que el sachakano intentara demostrarle la gravedad de su error. Ella bajó la vista.
—Hay un asunto privado que quisiera tratar contigo —le dijo él en voz baja.
Ella asintió.
—Vuestro esclavo. Está…
—No. Me refiero a otra cosa. He estado observándote. Tienes cualidades muy especiales, para ser una kyraliana. Me he fijado en que aquí nadie sabe apreciar tu auténtica valía. ¿Estoy en lo cierto? Yo podría remediar eso.
Se colocó un poco más cerca de ella. Demasiado cerca. Ella retrocedió un paso. «¿A qué está jugando? —se preguntó—. ¿Se cree lo bastante poderoso para cambiar la forma en que vivimos aquí en Kyralia? ¿O es que piensa que me dejaría engañar por algo tan absurdo como la oferta de una vida mejor en Sachaka?».
—Si aquí no soy capaz de convencer a nadie de que puedo ser sanadora, la situación no será distinta en un sitio donde nadie me conozca —replicó ella.
Él guardó silencio por unos instantes y luego se rio.
—Oh, la capacidad de sanar a otros es solo una de tus cualidades. Las demás están aún más desaprovechadas. Fíjate en ti… —Se le acercó de nuevo, extendiendo el brazo, y le tocó un lado de la cara. Ella se apartó, estremeciéndose—. Qué huesos tan perfectos. Qué cabello tan lacio y brillante, qué tez tan pálida. Cuando llevaba poco tiempo aquí, las mujeres kyralianas me parecían feas, pero de vez en cuando veía alguna que me hacía cambiar de opinión. Como tú. Los hombres de aquí son tan bobos… —Había ido bajando la voz, al tiempo que su tono se tornaba más vehemente, y ella reculó, intentando eludir las manos que se alargaban hacia ella para tocarle el pelo… y ceñirle la cintura, como serpientes.
—¡Basta! —exclamó Tessia, dejando caer la bolsa y apartando las manos del sachakano.
Él se detuvo, con expresión sombría.
—Nadie quiere lo que tú tienes, muchacha. Así que a nadie le importará si te lo arrebato.
Algo empezó a apretarla desde todas direcciones. Ella miró alrededor, pero no vio señales de la fuerza que la oprimía. Una presión implacable en la espalda la empujó hacia delante, contra el sachakano, que soltó una carcajada.
—Lord Dakon —tosió ella— no os permitirá…
—No está aquí. ¿Y qué hará cuando se entere? ¿Castigarme? Para entonces ya estaré a medio camino de mi tierra. De todos modos, ¿cuántas personas quieres que se enteren?
Mientras él le tiraba de la parte delantera del vestido, ella intentó mover los brazos, pero una fuerza invisible los mantenía inmovilizados. Tampoco podía mover las piernas. No podía mover nada, ni siquiera la cabeza. Cuando abrió la boca para gritar, sintió que algo invisible la envolvía y forzaba sus mandíbulas a cerrarse. El rostro sonriente y lascivo del sachakano se acercaba, amenazador. A Tessia se le erizó el vello, y le palpitaba el cráneo como si estuviera a punto de estallar.
«¿Es que se ha metido en mi cabeza?». Cerró los ojos, se concentró en la sensación e intentó ahuyentarla.
«Suéltame, suéltame, suéltame, ¡SUÉLTAME!».
De pronto, la fuerza que la sujetaba se disipó, y ella cayó hacia atrás. Al mismo tiempo, sintió que algo manaba de su interior. A un destello muy intenso bajo sus párpados siguió un fuerte estrépito.
Tessia sintió que su espalda chocaba contra el suelo. El impacto le dolió, y sus ojos se abrieron de repente. Se incorporó con dificultad y se quedó paralizada al contemplar el cuadro que tenía ante sus ojos. En un rincón de la habitación se alzaba una pila de muebles rotos. Las paredes estaban agrietadas. Vio unas marcas negras que se extendían de forma radial en torno a ella, y percibió un olor acre a humo.
Unos pasos rápidos resonaron en el pasillo, al otro lado de la puerta.
El sachakano se levantó de entre los restos destrozados del rincón. La miró con expresión ceñuda y luego bajó la vista hacia su propio cuerpo. Su ropa estaba tan chamuscada como las paredes, y las costuras y el bordado con cuentas, ennegrecidos. Tras intentar en vano quitarse las manchas con la mano, torció el gesto y soltó un gruñido.
La puerta de la habitación se abrió bruscamente. Tessia dio un respingo cuando lord Dakon entró. Este se detuvo, y su mirada pasó de ella al sachakano y después al estropicio.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó en tono imperioso.
Sin decir una palabra, el sachakano sonrió, pasó por encima de una silla rota y salió de la habitación con aire resuelto.
Lord Dakon se volvió hacia ella. Sus ojos se posaron en su rostro y luego en su pecho. Al bajar la mirada, ella advirtió que llevaba la pechera del vestido desabrochada hasta la cintura, lo que dejaba al descubierto su nagua. Se levantó a toda prisa y le dio la espalda a lord Dakon para que no la viera mientras se abotonaba el vestido.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó él de nuevo, esta vez con más suavidad.
Tessia respiró hondo para responder, pero no le salían las palabras. «Vuestro invitado ha intentado forzarme», le dijo en silencio. Sin embargo, había descubierto que el sachakano tenía razón. Ella no quería que nadie más lo supiera, mientras existiera una posibilidad remota de que su madre se enterase. Como siempre decía su padre, era imposible guardar un secreto en aquella minúscula comunidad.
Además, no había ocurrido nada en realidad. «Bueno, nada parecido a lo que el sachakano parecía querer que ocurriera —pensó Tessia mientras echaba un vistazo a las paredes socarradas—. No tengo idea de por qué lo ha hecho».
Se volvió hacia Dakon, sin mirarlo a los ojos.
—He… he sido un poco grosera. Él se ha ofendido. Lamento… lo del destrozo, lord Dakon. —Recogió la bolsa de su padre y se dispuso a marcharse, pero se detuvo para añadir—: El esclavo está sanando correctamente.
Lord Dakon la observó en silencio mientras pasaba junto a él y salía al pasillo. Aunque ella no se atrevió a escrutarle el rostro por miedo a que sus miradas se encontraran, había algo extraño en su expresión. Se alejó a paso veloz y bajó por la escalera de servicio. Cannia estaba en la puerta de la cocina. La mujer le dijo algo al pasar, pero Tessia no la oyó bien y no tenía ganas de detenerse.
La luz del atardecer era demasiado intensa. De pronto, Tessia no sintió nada más que un cansancio inmediato. Recorrió rápidamente el camino de vuelta a su casa, se quedó parada unos instantes frente a la puerta para armarse de valor y la abrió.
Sus padres estaban en la cocina. Alzaron la vista cuando ella entró. Su madre frunció el entrecejo, y le dio la impresión de que su padre contenía una sonrisa cuando ella dejó caer la bolsa a sus pies.
—El esclavo se está recuperando. Voy a echarme una siesta —les anunció, y antes de que ellos pudieran rechistar, salió de la cocina y subió la escalera apresuradamente.
Nadie la siguió. Oyó voces apagadas procedentes de la cocina, pero no hizo ningún esfuerzo para entender lo que decían. Entró en su habitación, se desplomó en la cama y, para su sorpresa, se le escapó un sollozo.
«¿Qué estoy haciendo? ¿Voy a ponerme a llorar como una niña? —Se dio la vuelta y respiró hondo, luchando por contener las lágrimas—. No ha pasado nada».
Sin embargo, algo podría haber pasado. Apartó esa posibilidad de su mente y se centró en el recuerdo de las paredes ennegrecidas. Algo más había sucedido; no lo que el sachakano pretendía. Algo impresionante y destructivo. Pero… ¿qué?
¿Magia?
De pronto, todo cobró sentido. Lord Dakon. Sin duda él había oído algo y había acudido en su ayuda.
«Pero él llegó después de que ocurriera…».
Lo que no significaba que no pudiera haber actuado desde dondequiera que estuviese. Esto explicaría la destrucción. El mago no habría dejado la habitación en aquel estado si hubiera podido ver hacia dónde dirigía su poder. Había obrado a ciegas.
«Estoy en deuda con él por haberlo hecho —pensó—. Ha roto un montón de objetos caros para salvarme. No me sorprende que me lanzara esa mirada tan extraña. Esperaba mi agradecimiento, y en cambio yo me marché a casa a toda prisa».
Tras inspirar profundamente, exhaló despacio. Al menos había conseguido atender al esclavo primero. La próxima vez, no iría sola a la Residencia. Permanecería junto a su padre en todo momento mientras estuviera allí. Cerró los ojos, se rindió al agotamiento y se durmió.