FRENTE AL ROMPEOLAS DE DELAWARE
1 DE AGOSTO DE 1902
CUANDO el eco de la primera llamada a la puerta resonó en la parte posterior del camarote, el capitán Charles Urquhart ya se había despertado por completo. Toda una vida en el mar le había prestado los reflejos de un gato. Al oír la segunda llamada, ya sabía, gracias a las vibraciones transmitidas por su colchón, que habían parado los motores del barco, pero el silbido del agua que corría a lo largo del casco de acero le decía que el Mohican todavía no había empezado a disminuir su velocidad. Una luz turbia se filtraba alrededor de la cortina que cubría la única portilla del camarote. Como el barco navegaba en dirección norte y su camarote se encontraba en el lado de estribor, Urquhart calculó que eran más o menos las nueve de la noche.
Llevaba dormido menos de media hora, tras veinte agotadoras horas en pie, mientras el carguero atravesaba la cola del huracán que inauguraba la temporada.
—Voy —gritó mientras bajaba las piernas del catre. El suelo estaba cubierto por una alfombra de un pelo tan fino que sintió el frío de las planchas de metal bajo sus pies.
La puerta del camarote se abrió unos centímetros, y una brecha de luz procedente de una lámpara de queroseno se dibujó en el umbral. El barco iba provisto de un generador eléctrico, pero las escasas luces que alimentaba se reservaban para el puente.
—Siento molestarle, señor —dijo el tercer oficial, un galés llamado Jones.
—¿Qué pasa? —preguntó Urquhart, desaparecidos los últimos vestigios de sueño. Nadie despertaba al capitán a menos que se tratara de una emergencia, y sabía que tenía que estar preparado para cualquier cosa.
El hombre vaciló un segundo.
—No estamos seguros. Le necesitamos en el puente. —Hizo otra pausa—. Señor.
Urquhart tiró a un lado las mantas. Embutió los pies en unas botas de goma y se puso una bata andrajosa sobre los hombros. Una gorra de pescador griego completó su ridículo atavío.
—Vamos.
El puente estaba una cubierta por encima de su camarote. El timonel se hallaba de pie en silencio ante el gran timón de roble, pero no miraba hacia la proa, como habría sido lo normal, sino que tenía la vista clavada en la puerta de babor que conducía al achaparrado alerón del barco. Urquhart siguió su mirada, y si bien su expresión no cambió, la cabeza le dio vueltas.
A unas dos millas de distancia, un sobrecogedor resplandor azul se aferraba al horizonte y ocultaba los rayos agonizantes del sol poniente. No era el color del rayo ni del fuego de San Telmo, como había sospechado en principio el capitán. Era de un azul más intenso, un color que no había visto en su vida.
Entonces, de repente, se expandió. No como una neblina que se elevara desde la superficie del agua, sino como el latido de un corazón gigantesco. De pronto, se encontraron dentro del efecto luminoso, y fue como si el color poseyera textura. Urquhart sintió el brillo en su piel cuando los pelos de sus brazos se erizaron y el espeso vello viril que cubría su torso y la espalda hormigueó, como si las patas de miles de insectos estuvieran reptando sobre su cuerpo.
—Capitán —llamó el segundo de a bordo en tono quejumbroso. Señalaba la gran caja de compás en la que iba montada la aguja náutica sobre una suspensión de cardán líquido; la aguja giraba como la peonza de un niño.
Como cualquier marino avezado, Charles Urquhart se ceñía a la rutina, y cuando la rutina se interrumpía, era preciso anotarlo en el cuaderno de bitácora del barco. Su siguiente mirada la dirigió al cronógrafo, que colgaba en la pared del fondo sobre la mesa de derrota, de modo que pudo documentar la hora del extraño fenómeno. Vio consternado que las dos agujas apuntaban hacia abajo.
No como si fueran las seis y media, cuando la manecilla más corta habría descansado a medias sobre la cifra siete, sino hacia abajo del todo.
Se acercó a comprobar el mecanismo e hizo caer sin querer la llave de cuerda metálica. Como arrebatada por una fuerza mayor que la gravedad, la llave cayó al suelo como si hubiera sido arrojada a una enorme velocidad. No rebotó, sino que dio la impresión de adherirse a la cubierta metálica. El capitán se agachó para recuperarla, aunque no logró desplazar la llave ni un pelo.
Miró de nuevo hacia el oeste, pero la luz cobalto limitaba la visibilidad a unos doce metros. Observó que el mar que les rodeaba estaba tan quieto que parecía sólido, como si se hubiera congelado al igual que una pista de hielo, sólo que era tan negro como la antracita.
Algunos marineros que se encontraban en la cubierta principal divisaron la silueta de Urquhart en la puerta del alerón. Uno hizo bocina con las manos y gritó:
—¿Qué es todo esto, capitán?
Oyó la voz como si el hombre hubiera gritado desde el fondo de un pozo.
Aparecieron más hombres, y Urquhart intuyó su nerviosa aprensión. Sabía que los marineros componían un colectivo supersticioso. Cada uno llevaba encima talismanes de diversos tipos, atrapasueños en miniatura, patas de conejo y bolas de la suerte. En una ocasión había servido con un individuo que llevaba un pequeño tarro lleno de alcohol en el bolsillo, con los restos conservados de su dedo meñique cercenado. Afirmaba que la pérdida del dedo significaba que era afortunado. Urquhart nunca había insistido en saber por qué.
Con el fin de distraer sus mentes de la extrañeza de la situación, señaló algunas cadenas sueltas abandonadas al azar sobre la tapa de la escotilla de proa del Mohican.
—Guardad esas cadenas como es debido —ordenó con su voz más autoritaria—, o tendréis problemas.
Los cuatro hombres se pusieron manos a la obra sin pérdida de tiempo, ansiosos por ocuparse en algo como había sospechado el veterano capitán. Pero al igual que con la llave, los fornidos marineros fueron incapaces de mover ni un eslabón de la cadena. Si alguien hubiera soldado toda la masa de acero oxidado a la escotilla, no habría podido pegar mejor la cadena al barco.
Urquhart estaba empezando a pensar que todo el barco se había convertido en un gigantesco imán, cuando oyó el chillido, un aullido de angustia espectral que iba aumentando de intensidad sin interrupción.
El ruido le sacó de su abstracción, porque había reconocido la voz pese a la agonía que comunicaba, y sabía lo que le estaba pasando al hombre.
El jefe de máquinas, un escocés, tenía el camarote en el mismo pasillo del ocupado por Urquhart. Éste llegó a la puerta de McTaggart e irrumpió en el camarote tan sólo unos segundos después de oír el alarido.
A la luz de la lámpara de queroseno de latón que el capitán había arrebatado al segundo de a bordo, vio al escocés tumbado en la cama sin camisa, con una expresión de terror pintada en la cara. Se estaba arañando el pecho, o mejor dicho, la gran cicatriz que partía en dos el músculo pectoral izquierdo. La cicatriz era un recuerdo de la explosión de una caldera acaecida unos veinte años antes, y debajo, como le gustaba jactarse a McTaggart, había quedado alojado un fragmento de una olla metálica que el cocinero del barco, quien le había suturado la herida, había sido incapaz de extraer.
—Date la vuelta, Conner —gritó Urquhart, pero sabía que era demasiado tarde.
El jefe de máquinas chilló de nuevo, era un sonido tan agudo y tan henchido de dolor, que Urquhart se encogió. Y entonces, un reguero de sangre brotó de los labios de Conner McTaggart. Ambos hombres intercambiaron una mirada, y un silencioso mensaje de despedida se transmitió entre ellos.
El reguero se transformó a continuación en una hemorragia imparable de abundante sangre arterial, cuando el fragmento de metal alojado en el pecho de Conner le atravesó el corazón y los pulmones, atraído inexorablemente hacia la cubierta por las poderosas fuerzas magnéticas que actuaban. El dolor que había transformado su cara en una espantosa máscara había cesado, y la mancha carmesí que se extendía desde la barbilla hasta el pecho era la única prueba de los horripilantes últimos segundos del hombre.
Un momento después se oyó un sonido de succión, y el tintineo metálico del fragmento metálico que caía a la cubierta después de atravesar todo el cuerpo de McTaggart.
Urquhart cerró la puerta del camarote antes de que los tripulantes vieran el cadáver. Volvió al puente, con el rostro ceniciento y las manos algo temblorosas. El resplandor todavía se extendía sobre el barco con su luz espectral, mientras los hombres de la cubierta habían renunciado a recoger las cadenas y miraban con angustia hacia el punto del que había surgido por primera vez el resplandor.
El mar continuaba vidrioso, ni el menor soplo de aire agitaba el aparejo del barco. La columna de humo de sus calderas, todavía en funcionamiento, se elevaba hacia el cielo y colgaba sobre el Mohican como una cortina.
Durante veinte minutos no se produjo el menor cambio, y entonces, como si hubieran apagado una luz, el resplandor se desvaneció por completo. Al instante siguiente, la superficie del agua volvió a removerse, y el humo fue empujado hacia popa cuando una ráfaga de viento procedente del norte barrió el barco. En dirección oeste, donde había aparecido por primera vez el fenómeno, no se veía nada, salvo los cielos oscurecidos salpicados de estrellas. Una noche en el mar de lo más normal.
Urquhart permaneció con los restantes oficiales en el fondo de la timonera, mientras se desviaban hacia el oeste para ver si algún barco se había visto sorprendido en el epicentro del aura sobrenatural. Dio la orden de que cosieran el cuerpo de Conner McTaggart a sus mantas y lo arrojaran por la borda. Estaban lo bastante cerca de Filadelfia para poder ocultar la muerte del jefe de máquinas, y su ausencia, una vez abandonaran el puerto, podrían explicarla diciendo que había renunciado a su empleo.
No descubrieron pruebas de que hubiera más barcos en la zona, y después de una hora de búsqueda, Urquhart decidió que ya habían perdido bastante tiempo. De todos modos, cuando llegaran a Filadelfia, pensaba denunciar el incidente por si algún otro barco había padecido el mismo extraño efecto. La muerte de McTaggart se mantendría en secreto por la sencilla razón de que les demoraría varios días o semanas, mientras les tomaran declaración e iniciaran la investigación.
No le gustaba la falta de respeto que estaba mostrando hacia su amigo, pero estaba seguro de que el solterón McTaggart lo entendería.
Tal como se había prometido a sí mismo, Charles Urquhart informó del incidente a la Guardia Costera, y un periódico local se hizo eco de la historia. No hubo la menor mención del jefe de máquinas muerto. Ni tampoco de otro barco que hubiera experimentado el fenómeno. El Mohican consiguió llegar a Filadelfia. Pero otro navío, con su tripulación de cinco hombres, había desaparecido sin dejar rastro.