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DOS días después, el Oregon estaba amarrado a uno de los largos muelles de hormigón de Naha City, en la isla de Okinawa. Se hallaban en la parte civil del puerto, no en la militar. Max había reservado un amarradero durante dos semanas, y solicitado la devolución de ciertos favores a antiguos miembros de la tripulación, para que volvieran a vigilar el barco mientras la actual tripulación se tomaba un más que merecido descanso.

Como era de esperar, la presencia en la zona del gran grupo aeronaval había calmado las tensiones. Ya estaban hablando de la explotación conjunta de los nuevos yacimientos de gas.

El viejo Teddy Roosevelt tenía razón, pensó Cabrillo mientras trabajaba en su escritorio: camina despacio, pero ve provisto de un bastón grande, pero no hay bastón más grande que un portaaviones nuclear.

Estaba efectuando transferencias electrónicas de dinero, y se sentía muy a gusto. Casi todos los tripulantes se habían ido de viaje. Le asombró saber cuántos se habían marchado en grupos de tres y cuatro. Trabajaban y vivían juntos a diario, y no obstante, cuando tenían la posibilidad de estar solos un tiempo, confraternizaban todavía más. De hecho, eran más que compañeros de trabajo o de tripulación. Eran una familia.

Deseaba incluir notas junto con el dinero, pero sabía que el anonimato sería lo mejor. Estaba dando instrucciones a uno de los bancos que utilizaban en las Caimán para efectuar donaciones de una empresa fantasma. Cinco millones serían para Mina Petrovski. No compensaría la pérdida de su marido, pero le facilitaría la tarea de criar a sus dos hijas. Ignoraba si su guía, el viejo pescador, había dejado familia, de modo que hizo una donación a una fundación que prestaba ayuda a pensionistas a los que la destrucción del mar de Aral había dejado sin un céntimo. El MIT recibió un regalo de cinco millones de dólares para dotar la Cátedra Wesley Tennyson de Física Aplicada. Imaginó que al viejo profesor le gustaría eso.

Juan nunca se olvidaría de ellos. Hombres muertos, una viuda, y todo para que otros hombres pudieran matar con más eficacia. Era un triste comentario.

—Toc toc —dijo Max desde la puerta abierta.

—Pensaba que ya te habías ido.

—El taxi llegará dentro de veinte minutos. ¿Ya sabes qué vas a hacer?

—Lo que quiera la dama.

—¿La dama?

—Pedí a Lang que moviera unos cuantos hilos por mí. Ella debía terminar su turno dentro de una semana, así que moví una última ficha y la comandante O’Connell llegará mañana por la tarde.

Max estaba sorprendido.

—Ni siquiera sabes cuál es su aspecto.

Cabrillo sonrió.

—¿Importa eso?

—No. Supongo que no.

—Además, ella tampoco sabe cuál es mi aspecto. Pedí a Mark que investigara sus antecedentes, y sé que no está casada y que se llama Michelle.

—Mazel tov.

—Antes de irte, ¿te gustaría saber qué me envió anoche Perlmutter por correo electrónico?

—¿No estaba investigando todavía como terminó el Lady Marguerite en un mar cerrado?

—Dale un misterio a ese hombre, y es como uno de los Hardy Boys.

Max se rascó la barbilla.

—Tengo la impresión de que nuestros dos aficionados a la ciencia ficción se van a llevar una decepción.

—Has dado en el clavo. Los hombres que Tesla contrató para pilotar el barco la noche de la prueba eran unos matones. Robaron el barco después de la prueba. A continuación apareció en La Habana, con el nombre de Wanderer, propiedad de un plantador de azúcar. Lo perdió jugando al póquer con un tahúr brasileño, el cual lo vendió a un comerciante marroquí. Sea como sea, va cambiando de manos hasta que termina en Sebastopol, en el mar Negro, en 1912. Allí, el barco fue desmontado y trasladado, primero por mar y después por tierra, hasta el Caspio, y después hasta el Aral. El responsable era un turco llamado Gamal Farouk. Su idea era utilizar el barco para conseguir inversores en vistas a un proyecto de criar peces en el lago. Acuicultura, lo llamamos hoy. En aquel momento, era una idea adelantada a su tiempo, y St. Julian cree que todo fue un timo.

—¿Cree que ese tal Farouk gastó tanto dinero en el barco para nada?

—¿Has visto alguna vez las barcazas que arrastraron hasta el Klondike durante la Fiebre del Oro? Esos trastos pesaban diez veces más que el Marguerite, y apuesto a que los sindicatos que pagaron la factura acabaron perdiendo hasta la camisa. Como dijo Barnum, «Nace un primo cada minuto».

—¿Cómo lo ensamblaron cuando llegó al lago? Ése es el escollo que casi me indujo a creer que Tesla había inventado la teleportación.

—Astuto y sencillo. Farouk utilizó dinamita para crear un dique. El barco fue ensamblado en el lecho del río y reflotado cuando eliminaron el dique.

Como ingeniero, Max asintió en señal de reconocimiento a la ingeniosa solución del problema.

—¿Y qué fue de nuestro timador turco?

—El día que botaron el barco, Farouk y dos acaudalados miembros de una tribu zarparon y no volvieron jamás. El barco se hundió, y sólo lo descubrieron después de que el lago se secara. Los hombres que ensamblaron el Marguerite debían ser conductores de camellos y campesinos. Cuando terminaron, el barco estaba tan en condiciones de navegar como un bloque de hormigón.

—Creo que prefiero la explicación de Mark y Eric, pero tu historia no deja de tener su encanto —dijo Max. Consultó su reloj—. Ah, pero ¿y aquella historia de los tres franceses que encontraron en Alaska?

—Tres posibilidades —replicó Juan sin la menor vacilación—. Una, es una leyenda urbana. Dos, eran franceses, de modo que tal vez fue el resultado de una broma pesada que acabó mal.

—Vale, ¿y la tres?

—Estaban manipulando una fuerza que Tesla descubrió cuando estaba investigando la forma de doblar la luz alrededor de un objeto, una fuerza que no pudo controlar, y tuvo el buen sentido de olvidarse de ella.

—¿Cuál crees que es?

—La uno, pero creo que la dos habría sido muy divertida, y la tres me asusta porque sólo Dios sabe cuántos proyectos de Tesla andan todavía sueltos por ahí. Éste ha estado a punto de provocar una guerra. La próxima vez, tal vez no tengamos tanta suerte.