BAJO el traje de vuelo, Slider llevaba una camiseta con la foto de un F-18. Abajo se leía «0 A 60 EN 7 SEGUNDOS». Con los dos turboventiladores chirriando detrás de él a la máxima potencia, envió un saludo al oficial de catapulta y sintió la aceleración en su cuerpo. La catapulta número dos del Johnny Rob le lanzó a él y a su F/A-18 Super Hornet por encima de la proa. El esbelto caza volaba a doscientos cincuenta kilómetros por hora cuando la cubierta desapareció bajo él, y sus alas en flecha generaron suficiente elevación para mantener el vuelo.
El capitán Mike Davis (USMC), indicativo Slider, lanzó un hurra cuando salió catapultado del portaaviones, y el avión, hasta entonces un pajarillo indefenso que necesitaba los mimos de los tripulantes de cubierta, se convirtió en un feroz velociraptor que dominaba los cielos. Alzó el morro del avión y salió rugiendo hacia el amanecer. Al cabo de unos minutos, se hallaba a seis mil metros de altitud y a cincuenta millas del Stennis. Su compañero y él, que saldría lanzado al cabo de pocos segundos, constituían la patrulla aérea de combate que sobrevolaría todo el grupo aeronaval.
Como habían puesto toda la carne en el asador para llegar al mar de la China Oriental, el grupo se había visto obligado a dejar atrás a su barco de reabastecimiento, más lento, pero los cruceros, destructores y fragatas se encontraban en sus puestos para proteger al Johnny Reb de cualquier ataque. Bajo la superficie acechaban un par de submarinos clase Los Ángeles, que no tenían ningún problema en seguir el ritmo frenético del portaaviones. El grupo se encontraba todavía a trescientas millas de las islas Senkaku, de modo que Slider no esperaba que sucediera nada de particular durante su patrulla. En el fondo, esperaba que las cosas se pusieran un poco más interesantes.
De momento, la pantalla de su radar estaba vacía de señales que no procedieran de los identificadores amigo-enemigo de los aliados. Sabía que uno de los aviones que le acompañaban era el E-2D Hawkeye AWACS, con la gran cúpula de radar sobre el lomo como el caparazón de una tortuga. Proporcionaba a las patrullas aéreas de combate una gran ventaja de alcance sobre cualquier otro aparato del teatro de operaciones. Vería aproximarse un caza chino poco después de que despegara del continente.
—Aguijón Once, cambio.
Era una llamada de operaciones. En esta salida él era Aguijón 11 y su copiloto Aguijón 12.
—Once, cambio.
—Once, doce se ha retrasado, cambio.
—Recibido.
Un problema con la catapulta debía de ser la causa del retraso. Deberían repararla, o bien colocar a Aguijón 12 en otra. En cualquier caso, a Slider no le importaba tener los cielos sólo para él.
Si bien tenía al alcance de las yemas de sus dedos aparatos electrónicos que le permitían ver el mundo virtual en más de cien kilómetros a la redonda, no paraba de mover la cabeza de un lado a otro, examinando los instrumentos, observando cada sección del cielo, comprobando que nadie estuviera oculto gracias al sol o detrás de él en un punto ciego. Sabía que los chinos estaban desarrollando tecnología furtiva, y si esto resultaba ser el Gran Espectáculo (y los cerebrines de inteligencia decían que tal vez), entonces la Fuerza Aérea de la República Popular desplegaría sus mejores juguetes. Buscaba un aparato que sus sensores pudieran pasar por alto pese a la vigilancia constante.
«Maldita sea —pensó—. Me encanta mi trabajo».
Y de repente, ya no fue así.
Sin previo aviso, el F-18 viró a estribor y cayó en picado hacia el suelo. Había estado volando a seiscientos nudos, muy por debajo de la velocidad máxima de mach 1.8 del avión. El Super Hornet rompió la barrera del sonido incluso antes de que Slider reaccionara al bandazo. Por más que movía la palanca de mando, el avión continuaba con el morro hacia abajo, y desacelerar no afectaba en absoluto a la velocidad.
La Fuerza G aumentó, y su traje de presión le constriñó las piernas y el abdomen en un intento de evitar que la sangre se acumulara en sus extremidades inferiores. De todos modos, su visión se enturbió. Un chillido resonó en su cabeza. El altímetro no paraba de girar.
—SOS, SOS. Aguijón Once —dijo por radio con voz estrangulada.
No podía esperar una respuesta del Stennis. Tenía que salir ahora mismo.
Slider tiró de la palanca de su asiento eyectable, y si bien el sistema estaba reforzado contra el pulso electromagnético, la cantidad de magnetismo que golpeaba el armazón del avión era excesiva para la interfaz hardware/software del secuenciador del asiento. Tampoco es que fuera importante. El shock de salir disparado de un avión que se precipitaba al suelo a mil doscientos nudos habría matado a Slider al instante.
Gritó cuando el mar llenó su campo de visión. El avión se estremeció. Los motores estaban parados por completo, pero el F-18 continuaba lanzado hacia la tierra sin dejar de acelerar. Las fuerzas que actuaban sobre el aparato superaban sus parámetros de diseño, y fragmentos de su revestimiento de aluminio empezaron a desprenderse. Se puso a girar en espiral, al tiempo que continuaba despedazándose. Un ala entera se soltó.
Por suerte, Slider perdió el conocimiento.
El Super Hornet se hundió en las frías aguas del mar de la China Oriental con un chapoteo sorprendentemente pequeño, como un salto bien ejecutado desde un trampolín. El ala restante y el estabilizador vertical se desprendieron a causa del impacto, mientras que el fuselaje aerodinámico bajaba de golpe unas cuantas decenas de metros al cabo de escasos segundos del impacto, sólo a causa de la aceleración.
Todo esto había sido grabado por el avión AWACS del Stennis. Habían visto el dramático capirotazo del caza y su caída al mar. El controlador había intentado llamar al avión accidentado, pero no obtuvo respuesta. El accidente era extraño en muchos sentidos. Por lo general, si un avión era víctima de una catástrofe, el aparato disminuía la velocidad, pero Stinger 11 había acelerado. Era absurdo.
Lo más absurdo habría sido que hubiera un testigo ocular del accidente. Porque nadie había visto nada. En un momento dado, un avión de alto rendimiento estaba volando, y al siguiente, desapareció como si jamás hubiera existido. Su blanca estela de condensación de vapor de agua dibujaba en el cielo una línea recta, y después terminaba de repente, como si la mano de Dios la hubiera borrado.
El USS John C. Stennis se encontraba a sesenta millas del punto donde se había hundido el F-18, y avanzaba a toda máquina.
—¿Qué ha pasado?
Max estaba detrás de Cabrillo en el centro de operaciones. Eric manejaba el timón, Murph se encontraba en el puesto de armamento, y Hali y Linda se encargaban de las comunicaciones y el conjunto de sensores. Todos habían visto en el radar el accidente del caza.
—La han fastidiado —contestó el Presidente, con un brillo bélico en la mirada.
—El barco furtivo chino.
—Da la impresión de que el avión experimentó el mismo tirón magnético que sentimos cuando hundimos el primer barco furtivo de Kenin. Los chinos están demasiado lejos del Stennis, y este accidente significa que la zona se llenará de helicópteros de rescate, además de uno de los barcos auxiliares del grupo aeronaval.
—Lo cual significa que tendrá que largarse.
—Stone, ¿por qué no nos dirigimos hacia el lugar del accidente? —preguntó Cabrillo al timonel.
El incidente se había producido dentro de la zona de búsqueda que el Presidente había deducido. El único problema era que les había pillado patrullando el borde más alejado, casi a cincuenta millas de donde el avión había caído.
—Estoy en ello —dijo Stone, y el barco giró en redondo y las criobombas empezaron a chillar.
El Presidente tenía ahora que anticiparse una vez más al capitán del barco furtivo chino, y estaba empezando a arrepentirse de una decisión anterior. No había pasado el lápiz de memoria del transporte de automóviles a Eric y Mark porque sabía que los dos se habrían pasado la noche trabajando en él, y los necesitaba en plena forma. Ahora comprendió que necesitaba saber mucho más sobre las capacidades de su adversario.
Llamó a la despensa.
—Maurice, soy Cabrillo. Necesito que me hagas un favor.
—Le aseguro, capitán —respondió el inglés—, que todo lo que hago por usted no es un favor. Me paga espléndidamente por mis servicios.
—Estoy de acuerdo —contestó él—. En el cajón del medio de mi escritorio hay un lápiz de memoria. ¿Podrías hacerme el favor de enchufarlo en mi ordenador?
Tanto Eric como Mark le miraban como un par de perros observando un hueso. No les había gustado la decisión anterior de Cabrillo, y estaban ansiosos por saber lo que habían obtenido.
Un minuto después, la información había entrado en el ordenador principal, traducida al inglés, y los dos estaban pegados a unas tabletas.
Cabrillo todavía tenía que hacer una llamada acerca de dónde se ubicaría el barco fantasma para atacar de nuevo al portaaviones.
Linda interrumpió sus silenciosas meditaciones.
—Parece que un helicóptero de rescate acaba de despegar del Stennis. Y uno de los destructores acaba de romper la formación para ir a investigar.
Cabrillo también sabía que a la Marina de Estados Unidos no le iba a hacer ninguna gracia la presencia del Oregon en las inmediaciones. De hecho, suponía que le ordenarían largarse, sobre todo ahora que habían perdido uno de sus cazas. El viejo barco de vapor era el único comodín cuya existencia ignoraba el capitán chino. Habría estudiado tácticas navales y doctrina estadounidenses, y habría anticipado reacciones a casi cualquier situación. Pero no sabía que la Corporación iba a por él. El Presidente tenía que descubrir una manera de aprovechar aquella ventaja.
—Tienes razón en lo tocante a que la fastidió —dijo Eric, al tiempo que levantaba la vista de su tableta—. Cuando se activa el campo magnético, pierden el radar. Con el avión a reacción perdido entre las nubes, no sabían que regresaba.
—¿El campo que pueden activar es muy grande? —preguntó Cabrillo—. ¿Cuál es su radio de acción?
—Estoy leyendo esa sección —dijo Murph—. Necesito un poco más de tiempo. Los cálculos son muy complicados.
Inclinó su tableta para que Eric pudiera echarle un vistazo, y no tardaron en hablar entre susurros de niveles de Gauss, ángulos de incidencia y teravatios. Para el resto de la tripulación, era como si hablaran en chino.
Teniendo en cuenta el tiempo y la pésima visibilidad, el barco furtivo chino sólo tendría que alejarse un par de millas del lugar del incidente para esconderse. No necesitaría para nada su pantalla magnética, al menos hasta que intentara atacar de nuevo al Stennis. Cabrillo se preguntó si no desearían proveerse de una protección mayor. Un destructor de clase Arleigh Burke contaba con uno de los sistemas de radar más poderosos del mundo. ¿Hasta qué punto confiaban los chinos en la capacidad furtiva de su barco? ¿Bastaban un par de millas, o se alejarían más?
Si él fuera el capitán chino, se habría alejado mucho, a la espera de otra oportunidad. Aún se encontraban a casi trescientas millas de las islas, y al menos a doscientas del punto donde se situaría el grupo aeronaval.
Cabrillo tomó una decisión.
—Señor Stone, desvíese dos puntos más a babor, por favor.
—¿Crees que va a largarse? —preguntó Max, con la pipa apagada entre los dientes.
—Sólo un poco. Va a zigzaguear hacia el noreste, y después hacia el sudeste para volver a la posición de intercepción.
Escuchaban a hurtadillas el intento de rescate de la Marina. Un helicóptero Seahawk estaba sobrevolando la zona donde el Super Hornet se había hundido en el mar veinte minutos después del incidente, pero entonces el Oregon recibió una llamada directa.
—Aviso al barco situado a… —La voz femenina precisó al segundo la longitud y latitud exactas del Oregon—. Están a punto de entrar en una zona militar restringida. Hagan el favor de alterar su ruta.
Antes de que el Presidente pudiera contestar, Linda le informó de que uno de los cazas que patrullaban había roto su formación y se dirigía hacia ellos.
—¿Cuánto tardará en llegar?
—Unos tres minutos. Los mandamases le han dado permiso para disparar en caso necesario. Su velocidad se acerca a los mil nudos.
El Hornet debería descender de las nubes para obtener una visual, lo cual significaba que también debería aminorar la velocidad. Eso les conseguiría un par de minutos más. El Oregon navegaba a algo más de cuarenta nudos. Eso era poco usual. Pero ese tipo de velocidad en un cascarón oxidado y destartalado como el que aparentaba ser despertaría más suspicacias. Podrían engañar al destructor, puesto que sólo estaba observando la señal de radar. En cuanto el caza los viera, descubriría la añagaza. Cabrillo tenía que aminorar la velocidad, pero también aumentarla para alcanzar al barco furtivo.
—Es variable —dijo Mark Murphy.
—¿Qué? —preguntó mi jefe irritado. No quería distracciones.
—El campo magnético. Es variable hasta quince millas, pero, a esa distancia, el barco sigue siendo invisible, bien, casi, pero las fuerzas opuestas que experimentamos después de rescatar a Linda son insignificantes.
—¿El barco está acorazado?
—No, por lo que yo sé, pero aquí hay una montaña de información, y sólo estamos rascando las estribaciones.
Cabrillo no creía que estuviera blindado. El campo magnético era el arma, y para funcionar con eficacia tenía que estar cerca.
—¿«Estribaciones de datos»? —dijo Max en tono despectivo—. No te hagas el poeta.
Cabrillo estaba a punto de contestar al aviso radiado cuando la voz femenina invadió el centro de operaciones por segunda vez.
—Barco no identificado, le habla el USS Ross. Somos un destructor lanzamisiles y ustedes están entrando en una zona militar restringida. Den media vuelta cuanto antes, o tomaremos medidas para obligarles a abandonar la zona. ¿Recibido?
El Presidente sabía que se estaban echando un farol. Todavía se hallaban a una buena distancia del portaaviones, aunque era posible que el Ross estuviera protegiendo tanto el lugar del impacto como al Stennis. En cualquier caso, todavía estaban lejos de recurrir a una confrontación violenta.
—Presidente —gritó Linda—, acaban de despegar dos aviones más, que se dirigen hacia nuestra posición.
La Marina estaba reaccionando de una forma mucho más agresiva de lo que había supuesto. No cabía duda de que aquellos dos aviones iban armados con misiles antibuques, tal vez Harpoons. Tecleó en su micrófono.
—USS Ross, les habla el capitán Juan Rodríguez Cabrillo, del Oregon. Hagan el favor de repetir.
No sabía cómo manejar la situación. Dudaba de poder convencerles de que les dejaran pasar, pero tampoco creía que decir la verdad le fuera de gran ayuda.
—Está a punto de entrar en una zona de exclusión militar restringida. Ha de desviarse al menos noventa grados de su actual rumbo.
—Ese F-18 llegará aquí dentro de unos treinta segundos —le informó Linda.
Aún quedaban millas para llegar al punto donde creía que se ocultaba el barco furtivo. De repente, se le ocurrió la idea de que el barco se había escondido de manera prematura porque su tripulación sabía que un satélite espía norteamericano estaba pasando sobre la zona. La nueva generación no tenía problemas para observar desde el cielo a través de una capa de nubes tan espesa como la que se acumulaba sobre sus cabezas. Por lo tanto, los chinos sabían que los detectarían y tenían que ocultarse para evitarlo.
—¡Objetivo en radar! —anunció Mark Murphy.
—¿El Ross?
—No. El primer caza.
Cabrillo maldijo. Había confiado en la reticencia norteamericana a disparar primero y preguntar después. Que el F-18 les apuntara con sus armas no era un farol, puesto que un barco civil no sería capaz de detectarlo. O pensaban que el Oregon era un buque de guerra chino, o les daba igual hundir a un civil.
La cámara del mástil captó un punto que caía del cielo nublado hasta convertirse en el caza. Volaba por debajo de la barrera del sonido, de modo que el estruendo envolvió el barco segundos antes de que el caza los sobrevolara lo bastante bajo para que hasta el centro de operaciones lo notara.
—Aquí Víbora Siete. —El ordenador del Oregon descifraba las transmisiones con tal rapidez, que era casi como escuchar al piloto en tiempo real—. No es un buque de guerra, sino un viejo carguero oxidado.
—Nuestro radar muestra que navega a cuarenta nudos —replicó el controlador de vuelo.
—No miente —contestó el piloto—. Su estela es enorme, y va a toda máquina.
—Oregon, aquí el USS Ross. Dé media vuelta de inmediato. Es el último aviso.
—Linda, ¿cuánto tardarán en llegar los demás cazas?
—Cinco minutos.
—Víbora Siete —dijo el controlador aéreo—. Puede utilizar sus armas. Lance una ráfaga sobre su proa. Así demostrará a esos idiotas que hablamos en serio.
—Wepps —dijo Cabrillo a Mark Murphy—, no respondas.
—Recibido.
Sabía que Murphy no respondería a la inminente ráfaga, pero no tuvo otro remedio que dar la orden.
El F-18 ya había efectuado un giro cerrado y estaba a punto de regresar cuando llegó la orden de disparar. El piloto alteró apenas su ruta para que el avión pasara justo por delante del barco, en lugar de sobre el puente. A media milla de distancia, accionó el cañón de 20 milímetros de seis bocas situado en el morro del Hornet y lanzó una ráfaga de balas que rozaron la proa del viejo carguero, hasta el punto de que las últimas dos desprendieron pintura. Accionó los dispositivos de poscombustión y se alejó con un rugido, en una exhibición airada de poderío militar.
No podían continuar jugando al gato y al ratón.
—USS Ross, aquí el Oregon. Hagan el favor de no volver a disparar. —El Presidente fue al grano—. Escúchenme con atención. Hay un buque de guerra furtivo chino en estas aguas. Utilizó un arma EMP modificada para abatir su avión.
No iba a intentar explicar que era invisible.
—Nuestros cazas están protegidos contra armas EMP —respondió la mujer que iba a bordo del destructor—. Consideraremos una provocación que no alteren su rumbo. Den media vuelta ahora o inutilizaremos su barco.
Cabrillo se desesperó.
—Ross, se lo suplico. No disparen. Hay otro enemigo real que intenta hundir el Stennis.
La mujer (Cabrillo supuso que no era la capitana, sino más probablemente la segunda de a bordo) respondió con cautela.
—¿Qué sabe usted del Stennis?
—Sé que es el siguiente objetivo de la misma arma que derribó a su caza.
—Le concederé la última oportunidad de dar media vuelta, o la siguiente vez que disparemos no será para impresionar.
—Como cantaba Pat Benatar —dijo resignado Cabrillo—, «pégame tu mejor golpe».
—Ya lo tengo —dijo Hali.
—¿Por qué se muestra tan agresiva la Marina? Habría sido amable por parte de Overholt llamar para informar sobre nosotros —dijo Max malhumorado.
—Maldita sea.
El Presidente sacó el móvil del bolsillo de atrás y llamó a Overholt. Con un poco de suerte, podría conseguir que la Marina abandonara esta confrontación. El F-18 terminó su giro y aceleró. Cargó como un monstruo, pero él sabía que era un truco, porque el portaaviones aún no había dado la orden de abrir fuego.
El teléfono sonó por cuarta vez y se conectó el buzón de voz. Overholt era como una adolescente con todo lo relacionado con su móvil. Siempre lo llevaba encima y pocas veces estaba en sitios sin cobertura. Era raro que no descolgara.
—Lang, soy Juan —dijo después del pitido—. Necesito que me llames ipso facto. La Marina quiere convertir el Oregon en fosfatina.
El Super Hornet voló sobre el Oregon de popa a proa, lo bastante bajo para que el ruido, la vibración y la brutalidad de la estela destrozaran todas las ventanas del puente en una cascada de fragmentos que habrían herido a cualquiera que hubiera estado cerca.
—Aquí Víbora Siete. Acabo de volar las ventanas de su puente con mis gases de escape. Eso les convencerá.
—Recibido, Víbora Siete, pero prepárese para disparar una ráfaga de verdad si ese loco suicida no da la vuelta. Sólo ametralladoras.
—Voy a dar la vuelta. Además, llevo misiles aire-aire, no aire-tierra, de modo que no harían mella en un barco tan grande.
El Presidente estudió la imagen del radar que aparecía en la pantalla principal. Los otros dos cazas del Stennis se encontraban a unas veinte millas de distancia, pero sus misiles podían cubrir esa distancia en cuestión de segundos.
—Capitán Cabrillo del Oregon, le habla la comandante Michelle O’Connell del USS Ross. ¿Va a dar media vuelta?
El Presidente no contestó. Iba a dejarles creer que habían matado a todos los ocupantes del puente. La tripulación tardaría unos minutos en organizar una nueva guardia. Eso les conseguiría más tiempo.
—Ross a Oregon, ¿me recibe? —preguntó O’Connell. Había cierto tono de preocupación en su voz—. ¿Hay alguien ahí? Aquí el USS Ross llamando al carguero Oregon.
Cabrillo dejó que sufriera.
Escuchó la red militar mientras O’Connell discutía opciones con el comandante en jefe del grupo aeronaval, el almirante Roy Giddings. Al final, ordenaron al F-18 que diera otra batida para ver si quedaba alguien en el puente. El avión volvió a acercarse, esta vez más despacio.
—Negativo —llamó por radio Víbora Siete—. No veo a nadie ahí.
—Se han acercado lo suficiente —dijo Giddings—. Víbora Siete, lance una ráfaga a la línea de flotación. Ross, prepárese para recoger a los tripulantes cuando bajen los botes salvavidas.
—Recibido.
El caza se lanzó sobre ellos como un águila, y en cuanto los tuvo a su alcance, los cañones de 20 milímetros vomitaron fuego. Las balas blindadas alcanzaron al barco justo por encima de la línea de flotación, cerca de la proa, de manera que el agua hirvió como alcanzada por un torpedo. No penetró ninguna. El blindaje del Oregon las rechazó todas. De haber sido otro barco, el ataque habría sido determinante, y con la velocidad a la que navegaba se habría hundido por la proa en cuestión de minutos.
El viejo cascarón de nuez continuó adelante como si no hubiera pasado nada.
—Víbora Siete, informe —preguntó Giddings segundos después, mientras el avión describía círculos como un lobo alrededor de un ciervo herido.
—Nada —dijo por fin Víbora Siete, consternado—. No ha pasado nada. Le he dado, pero no se hunde.
—Alerta Uno —dijo Giddings. Debía ser el primer caza de los otros dos que habían enviado—. Prepárese para lanzar un Harpoon.
En el tiempo que tardó el superordenador del Oregon en descodificar la encriptación militar, el avión ya había dado media vuelta y disparado el misil.
—¡Wepps!
Recibir unas cuantas balas de 20 milímetros era una cosa. Casi un cuarto de tonelada de explosivos era algo muy diferente.
—Estoy en ello.
El misil Harpoon se deslizó sobre la superficie a la mayor velocidad posible y aceleró hasta alcanzar quinientas millas por hora. Su radar se fijó de inmediato en su sabrosa presa y voló hacia ella con la eficiencia de un robot.
Mark Murphy dejó caer las puertas que ocultaban la principal arma defensiva del Oregon y permitió que la Gatling de seis cañones, un clon de la que llevaba su atacante, girara a velocidad óptima. Su radar estaba alojado en una cúpula sobre el cañón que le daba el apodo de R2-FU, porque se parecía al simpático androide de La guerra de las galaxias, pero con una actitud mucho más desagradable.
Cuando el Harpoon se hallaba todavía a una milla de distancia, la Gatling abrió fuego y escupió una barrera de tungsteno que el misil debería atravesar para alcanzar su objetivo. Era el viejo problema de darle a una bala con otra bala, pero en este caso la Gatling había disparado más de mil, todas dirigidas hacia el misil.
El Harpoon estalló muy lejos del barco, y Murph silenció el arma. Fragmentos del misil se hundieron en el mar, mientras que su bola de fuego florecía y se deformaba, mientras perdía la fuerza del poderoso motor cohete del Harpoon.
En el centro de operaciones siguieron el desarrollo de la batalla mediante una cámara montada cerca del emplazamiento de la ametralladora. La resolución no era lo bastante buena para haber visto llegar el misil, pero todos prorrumpieron en vítores cuando se materializó de repente la explosión naranja y amarilla.
—¡Juan!
—¿Qué?
Era Linda. Estaba señalando la esquina inferior de la enorme pantalla, la cámara del mástil que habían utilizado para seguir al primer F-18.
—Acaba de desaparecer.
—¿Qué?
—El avión. Lo estaba mirando y se desvaneció como si jamás hubiera existido. Acabo de mirar el radar, y ha desaparecido.
Cabrillo apretó la mandíbula.
—Timonel, rumbo treinta y siete grados. Velocidad de emergencia. Wepps, cañón principal preparado.
—Aquí Alerta Uno —informó el piloto del primer caza—. Llevan algo parecido al Sea Wiz, los cañones Gatling que utiliza nuestra Marina. Han destruido nuestro misil. —El piloto había informado sobre ello momentos antes—. Y ya no tengo a Víbora Siete en mi pantalla.
—Recibido, Alerta Uno. Disparen todos. Repito, disparen todos. Usted y Alerta Dos. —Esta vez, quien dio la orden fue la comandante O’Connell, a bordo del Ross, y el almirante que se encontraba en la nave insignia no la contradijo—. Sabía que este tipo era de los malos.
Cabrillo notó que la sangre se le retiraba de la cara. No podían hacer nada. El sistema había sido diseñado para destruir uno de los Harpoons. Llegarían siete misiles. Con suerte, podrían destruir cuatro. Con mucha suerte, pero tres penetrarían en el barco y estallarían con fuerza suficiente para desprender su casco como la piel de un plátano demasiado maduro. Les quedaban pocos minutos.
Pero aun así continuaron adelante, mientras el agua pasaba a través de los tubos de impulsión del Oregon con fuerza inimaginable, la proa hendiendo el mar, proyectando a ambos lados dos bucles simétricos de agua blanca.
—Presidente, no tengo objetivo —dijo Mark.
—Lo tendrás dentro de un momento.
Juan estudió la pantalla, y observó la posición exacta en la que Linda había visto desaparecer a Víbora Siete.
—Te das cuenta de que nos encontramos entre la espada y la pared, como suele decirse —comentó Max.
—Y cada vez peor. Tengo la intención de lanzarme de cabeza contra la espada.
—La última vez no nos fue muy bien —le recordó Hanley.
Cabrillo tecleó en el intercomunicador general.
—Tripulación, os habla el Presidente. Preparaos para el impacto. —Miró a su amigo más antiguo—. La rozamos el campo. Ahí reside su poder mortífero. En ángulo, volcará el barco sin el menor problema, pero si lo enfilamos de frente, deberíamos pasar a su través. ¿No es así, chicos?
Mark y Eric intercambiaron unas breves palabras antes de que Stone cediera la palabra a Murph.
—En teoría, es una buena idea, pero aun así vamos a sentir los efectos de la distorsión. No nos volcará, pero podría hundir las proas hasta tal punto que el barco se hunda, como si lo empujara.
—Entiendo —dijo Juan, en tono optimista.
El sonido de una lona al rasgarse a escala industrial resonó en todo el Oregon cuando la Gatling se encargó de uno de los Harpoons que se acercaban. Nadie prestaba atención. Todo el mundo miraba la cámara de proa. Cada vez se estaban acercando más al campo invisible.
Juan volvió a calcular posición, ángulos, deriva, viento y demás factores.
—Timonel, otro punto a estribor.
El barco estaba empezando a responder, cuando todo el casco se estremeció, como si hubieran aspirado el mar por debajo de la proa. Fue la sensación de precipitarse por una cascada. Habían llegado a la cúpula de camuflaje optoelectrónico que ocultaba al buque de guerra chino, y cuando el Oregon la atravesó, las fuerzas magnéticas atacaron el casco con diversos grados de intensidad. La popa no sintió nada, mientras que una fuerza inimaginable envolvía la proa.
Entonces se oyó el sonido, una vibración transónica que hendía el cráneo. Juan apretó las palmas de las manos contra los oídos, pero de poco le sirvió. El sonido ya se le había metido en la cabeza, y despertaba ecos en sus huesos, como si quisiera desmenuzar su cerebro. Sobre sus cabezas se oyó el bramido agudo del metal torturado. Sonaba como si la quilla estuviera a punto de combarse. Max se aferró al respaldo del asiento de Juan para no salir disparado contra la cubierta. El ángulo de inclinación aumentó todavía más. Artículos sueltos empezaron a resbalar hacia el mamparo delantero. Las luces parpadearon, y algunas pantallas de ordenador se apagaron, pues sus circuitos no estaban lo bastante reforzados contra las ondas magnéticas y demás fuerzas que llegaban para combar la luz alrededor del barco furtivo y convertirlo en invisible.
La pantalla principal estalló sin previo aviso, porque la pared metálica de detrás se había doblado hasta acabar con la tolerancia del cristal. Montones de fragmentos llovieron sobre Mark y Eric, pero ambos se habían agachado, de modo que los cortes se limitaron a unos cuantos rasguños en la nuca.
El Oregon estaba tan inclinado hacia delante que los tubos de impulsión surgieron del mar, y dos grandes columnas de agua salieron disparadas al aire, como gigantescas mangueras accionadas al máximo. Otro par de grados más, y el Oregon se hundiría sin la menor esperanza de salvación. Juan había jugado y perdido. Su amado barco no podía competir con las fuerzas a las que le había pedido imponerse. Había dado todo de sí, pero era demasiado.
El movimiento fue tan repentino que Max casi se golpeó contra el techo. El barco había atravesado el borde invisible de la cúpula de camuflaje optomagnético, y la quilla se había nivelado con la energía frenética de un juguete de baño. El sonido que tanto les había torturado enmudeció como si jamás hubiera existido. El Oregon saltó hacia delante cuando la fuerza de sus motores volvió a pelear contra la resistencia del mar.
Sin que la tripulación lo supiera, los seis misiles Harpoon restantes se estrellaron contra la barrera segundos después, y los seis experimentaron un fracaso catastrófico debido a la sobrecarga de pulsaciones electromagnéticas. Se hundieron en el mar, en la estela del barco.
—¿Todo el mundo bien? —preguntó Cabrillo.
—¡Menudo viaje! —exclamó Murph.
Cuando quedó patente que el centro de operaciones no había sufrido daños, y Max empezó a preguntar al resto de su gente, Cabrillo examinó las imágenes de las cámaras exteriores en la minipantalla empotrada en su silla. Al contrario que en su primer tropiezo con la barrera, esta vez una gran parte del barco estaba reforzada contra las ondas electromagnéticas. Se habrían producido daños sin duda, pero los motores no habían perecido y los principales embarrados no se habían desactivado. Tal como sospechaba, a menos de una milla de distancia se hallaba el barco furtivo de extraña forma. Sólo pudo preguntarse qué estaría pensando su capitán en aquel momento.
—Wepps, ¿ves lo que yo veo?
—Sí, señor —respondió Murph—. ¿Permiso para disparar?
—Fuego a voluntad. Y no pares hasta que no quede nada que destruir.
El gran 120 de la proa vomitó fuego y, un momento después, el disparo dio en el blanco. Le siguió otro incluso antes de que el humo se disipara. Un tercero segundos después. Ése fue el proyectil que alcanzó alguna maquinaria fundamental, algo descubierto por Tesla y manoseado durante más de un siglo, algo que vacilaba al borde de la física, porque cuando fue alcanzado, los restos del barco furtivo se desintegraron en una deslumbrante corona de fuego azul y destellos cegadores de electricidad elemental. Sucedió con demasiada rapidez para que la mente lo asimilara y, más adelante, cuando lo vieron en una cinta reproducida a la menor velocidad posible, el acto de la destrucción fue casi instantáneo. Sólo quedaron fragmentos diminutos del casco y una mancha de combustible diésel.
Los altavoces recogieron las voces de un grupo muy confuso de marineros y pilotos de avión que acababan de ver cómo un barco de una longitud que casi doblaba la de un campo de rugby se desvanecía de repente y reaparecía unos segundos después, por no hablar de los seis misiles que también habían desaparecido.
—Comandante O’Connell, le habla Juan Cabrillo, del Oregon. Estamos a la espera de instrucciones.
—Haga el favor de explicar lo que acaba de suceder.
—Piense en un dispositivo de tecnología furtiva. Le dije que había un buque de guerra chino al acecho en estas aguas. Deme una dirección de correo electrónico y se lo demostraré.
Mark preparó un archivo digital de su escaramuza con el barco furtivo. La comandante le dio una dirección.
Unos minutos después, O’Connell volvió a llamar.
—¿Quiénes son ustedes y cómo sabían que estaba aquí?
El móvil de Juan sonó. Era Overholt.
—Un segundo, por favor, comandante. —Contestó a la llamada—. Lang, voy a necesitar tu ayuda para convencer al almirante Giddings de que su gente y él nunca vieron nada ni han oído hablar del Oregon.
—¿Lo habéis conseguido?
—Sí, pero nuestra identidad secreta se ha ido a pique. También tenemos los detalles técnicos sobre cómo funciona el sistema furtivo.
Imaginó a Overholt frotándose las manos de satisfacción. Aquellos planos iban a ganarle mucha influencia en Washington.
—Lo que necesites, hijo mío. Lo que necesites.
—Eres una caña. —Cortó la llamada y se dirigió de nuevo a la comandante—. Dentro de un rato, el almirante Giddings la llamará por radio y le dirá que este incidente nunca ocurrió y que no carece de información sobre un barco llamado Oregon.
—¿Así que la CIA cuenta ahora con su propio barco?
—Si prefiere creer eso, tanto mejor. Además, ha de evitar una guerra, de modo que olvídese de nosotros y encárguese de hacer su trabajo.
—Capitán Cabrillo, quiero que…
Su transmisión se cortó de repente. Cuando volvió a hablar, lo hizo con cierto tono de admiración y asombro. Langstone se había superado en un tiempo récord.
—Que pase un buen día, capitán.
—Lo mismo digo, comandante, y buena suerte.